XVIII

El cadáver de Celer fue incinerado en una pira funeraria que se instaló en el foro en señal de duelo nacional. En la muerte, su rostro tenía una expresión serena, y su boca, antes manchada de negro carbón, aparecía limpia y sonrosada como un capullo. César y el Senado en pleno asistieron a la ceremonia. Clodia estaba muy hermosa vestida de luto y derramó muchas lágrimas de viuda. Luego las cenizas de Celer fueron enterradas en el mausoleo familiar, y Cicerón se hundió en un profundo pesimismo. Sabía que toda esperanza de parar los pies a César había muerto con Celer.

Terencia, consciente del desánimo de su marido, insistió en que le convenía un cambio de aires. Cicerón había comprado una villa en la costa de Anzio, a un día y medio de viaje desde Roma, y fue allí donde se instaló la familia al comienzo del receso de primavera. De camino, pasamos cerca de Solonio, donde el clan de los Claudio tenía desde hacía mucho una gran finca rústica. Se decía que, tras sus altos y ocres muros, Clodia y Clodio se habían encerrado en cónclave familiar junto con sus dos otros hermanos y hermanas. «Seis Claudio juntos…, como una camada de cachorros —dijo Cicerón mientras pasábamos ante la casa en nuestro traqueteante carruaje— ¡de cachorros del infierno! Imagínatelos revolcándose en la cama mientras planean mi destrucción.» No lo contradije, pero me costaba imaginar a los estrictos hermanos mayores, Apio y Cayo, dedicados a semejante vileza.

Cuando llegamos a Anzio, el tiempo era inclemente, una brisa marina descargaba intermitentes aguaceros. Cicerón se sentó en la terraza, ajeno a las condiciones climatológicas, y contempló las embravecidas olas del grisáceo horizonte mientras intentaba encontrar una forma de remediar su apurada situación. Al final, tras un par de días de reflexión, con la cabeza más clara, se retiró a su biblioteca.

—¿Cuáles son las únicas armas que poseo, Tiro?—me preguntó, y él mismo respondió—: Estas —dijo, señalando sus libros—. Las palabras. César y Pompeyo tienen soldados; Craso, dinero; Clodio, los matones de la calle. Mis legiones son mis palabras. Gracias a ellas he llegado donde estoy, y gracias a ellas sobreviviré.

En consecuencia, nos pusimos a trabajar en lo que llamó «La historia secreta de mi consulado», la cuarta y última versión de su autobiografía y, con mucho, la más verdadera; un libro que Cicerón pretendía que formara el fundamento de su defensa si en algún momento era llevado a juicio; un libro que nunca se ha publicado y en el que yo me he basado para escribir estas memorias. En él volcó todos los hechos de la relación de César con Catilina; el modo en que Craso había defendido, financiado y finalmente traicionado a este último; cómo Pompeyo había utilizado a sus lugartenientes para intentar prolongar y agravar la crisis y utilizarla como excusa para regresar a Italia al frente de sus legiones. Tardamos dos semanas en compilarlo todo en un libro, del que hice una copia a medida que avanzábamos. Cuando terminamos, envolví los rollos del original en un lienzo de algodón, luego en otro de tela engrasada y los metí todos en un ánfora que sellamos con cera. Cicerón y yo nos levantamos temprano una mañana, mientras los demás dormían, nos llevamos el ánfora a un bosque cercano y la enterramos al pie de un fresno. «Si algo llegara a ocurrirme —me instruyó Cicerón—, desentiérrala, entrégasela a Terencia y dile que utilice su contenido como crea oportuno.»

Tal como él veía la situación, solo le quedaba una esperanza para no ser llevado a juicio: que el desengaño de Pompeyo con César desembocara en una ruptura total entre los dos. Dada la personalidad de ambos, aquella no era una esperanza descabellada, así que estaba siempre al acecho de cualquier noticia que señalara en esa dirección. Abría con premura todas las cartas que llegaban de Roma. Interrogaba a fondo a todos los conocidos que viajaban hacia el sur de la bahía de Nápoles. Algunas informaciones resultaron prometedoras. Como gesto hacia Cicerón, Pompeyo había pedido a Clodio que aceptara un destino en Armenia en lugar de presentar su candidatura a tribuno. Clodio se había negado, y Pompeyo, que se lo había tomado como un desaire personal, rompió con él. César se había puesto de parte de Pompeyo, y Clodio se había enfrentado a él amenazándolo con revocar las leyes del triunvirato cuando fuera tribuno. César acabó perdiendo la paciencia con Clodio, y Pompeyo acabó abroncando a César por haber dado alas a tan díscolo personaje. Corrían rumores de que los dos grandes hombres habían dejado de hablarse. Cicerón estaba encantado. «Recuerda lo que te digo, Tiro: todos los gobiernos, por populares o poderosos que sean, terminan.» Había indicios de que aquel estaba a punto de desmoronarse, y seguramente así habría sido si César no hubiera tomado una inesperada decisión para preservarlo.

El mazazo cayó el primer día de mayo. Fue al anochecer, después de cenar; Cicerón se había adormilado en su diván cuando llegó una carta de Ático. Debo aclarar que en aquellos momentos nos encontrábamos en la villa de Formia, y que Ático había regresado por poco tiempo a su casa de Roma, desde donde enviaba casi diariamente a Cicerón todas las noticias que le llegaban. Por supuesto, para Cicerón aquello no era como ver a su antiguo amigo; sin embargo, ambos estuvieron de acuerdo en que Ático debía quedarse ahí, pues era de más utilidad recogiendo rumores en Roma que contando las olas en la orilla del mar. Terencia bordaba en una esquina del salón, todo estaba en calma, y yo no sabía si despertar o no a mi señor. Pero él había oído llegar al mensajero y me tendió la mano imperiosamente desde el diván.

—Dámela —dijo.

Le entregué la carta y salí a la terraza. Vi la pequeña luz de una embarcación que se había hecho a la mar. Me estaba preguntando qué clase de peces se podían capturar en la oscuridad, o si estarían poniendo trampas para langostas o algo parecido —soy un marinero pésimo—, cuando oí una sonora exclamación a mi espalda.

—¿Qué ocurre?—preguntó Terencia.

Entré y vi que Cicerón tenía la carta arrugada dentro del puño, sobre el pecho.

—Pompeyo se ha casado de nuevo —dijo con voz apagada—. ¡Se ha casado con la hija de César!

Cicerón podía desplegar numerosas armas contra la marcha de la historia: lógica, astucia, ironía, inteligencia, oratoria, experiencia y su profundo conocimiento de las leyes y la naturaleza de los hombres. Sin embargo, contra la alquimia de dos cuerpos desnudos en una cama en la oscuridad, contra el complejo entramado de deseos y compromisos que implicaba semejante intimidad, no tenía nada con lo que luchar. Por extraño que pueda parecer, a mi señor nunca se le había pasado por la cabeza la posibilidad de un matrimonio entre Pompeyo y Julia. Él tenía cuarenta y siete años; ella, catorce. Solo César, bramó Cicerón, era capaz de prostituir a una hija de manera tan cínica, repulsiva y depravada. Pasó casi una hora despotricando: «¡Imagináoslo: a él y a ella… juntos!».

Más tarde, cuando por fin se tranquilizó, escribió una carta de felicitación a los recién casados. Tan pronto como regresó a Roma, fue a verlos con un regalo. Lo llevé yo, en una caja de madera de sándalo, y cuando Cicerón acabó su discurso acerca del celestial resplandor de su unión, lo deposité en sus manos.

—Bueno, ¿quién recibe los regalos en esta casa?—preguntó con una sonrisa haciendo ademán de acercarse a Pompeyo; este alargó la mano para recibirlo, pero Cicerón se volvió y entregó la caja a Julia con una reverencia. Ella se echó a reír, y lo mismo hizo Pompeyo al cabo de un instante mientras amonestaba a mi señor con el dedo y le decía que era un intrigante.

Debo decir que Julia se había convertido en una joven realmente encantadora —guapa, elegante y evidentemente amable— y lo curioso era que uno podía ver a su padre en cada uno de sus rasgos y ademanes. Era como si a él le hubieran extraído toda la alegría y se la hubieran insuflado a ella. Otra cosa asombrosa era que parecía sinceramente enamorada de Pompeyo. Abrió la caja y sacó el regalo de Cicerón; si no recuerdo mal, era una exquisita bandeja de plata con las iniciales de ambos entrelazadas. Cuando se la enseñó a Pompeyo, lo cogió de la mano y le acarició la mejilla. Él sonrió, radiante, y la besó en la frente. Cicerón contempló a la feliz pareja con la helada sonrisa del invitado a una cena que acaba de tragarse algo asqueroso pero no desea que sus anfitriones se enteren.

—Vuelve pronto a vernos —le dijo Julia—. Me gustaría conocerte mejor. Mi padre dice que eres el hombre más inteligente de Roma.

—Es muy amable por su parte, pero ese título debo cedérselo a él.

Pompeyo insistió en acompañarlo a la puerta.

—¿No es encantadora?

—Desde luego.

—Te lo diré con franqueza, Cicerón, soy más feliz con ella de lo que lo he sido con cualquier otra mujer. Hace que me sienta como si tuviera veinte años menos. Qué digo veinte, ¡treinta!

—Como sigas así no tardarás en volver a la infancia —bromeó Cicerón—. Mi enhorabuena de nuevo. —Habíamos llegado al atrio, donde me fijé que ya no estaba la capa de Alejandro Magno ni el busto de Pompeyo con perlas incrustadas—. Supongo que las relaciones con tu nuevo suegro serán más estrechas que nunca…

—Bah, César no es tan mal elemento cuando sabes manejarlo.

—¿Os habéis reconciliado?

—Nunca nos distanciamos.

—¿Y qué pasa conmigo?—espetó Cicerón que, incapaz de seguir ocultando sus verdaderos sentimientos, parecía un amante despechado—. ¿Qué se supone que debo hacer con ese monstruo de Clodio que entre los dos habéis creado para que me atormente?

—Mi querido amigo, ¡no pierdas ni un instante preocupándote por él! Habla mucho, pero es todo fachada. Si alguna vez planteara problemas de verdad, tendría que pasar sobre mi cadáver para llegar hasta ti.

—¿De verdad?

—Absolutamente.

—¿Debo tomarlo como un compromiso firme?

Pompeyo pareció ofendido.

—¿Alguna vez te he dejado en la estacada?

Poco después de que aquel matrimonio diera sus primeros frutos, Pompeyo se levantó en el Senado y leyó una moción según la cual, a la vista de la penosa pérdida, etc., etc., de Metelo Celer, la provincia que a este le había sido adjudicada antes de su muerte (Galia Ulterior) debería ser transferida a Julio César, que ya ostentaba el gobierno de la Galia Citerior gracias al voto del pueblo. De ese modo el mando de ambos territorios quedaría unificado y sería más fácil aplastar futuras rebeliones. Es más, dada la inestabilidad de la región, César debía recibir una legión adicional, con lo que dispondría de un total de cinco.

César, que ocupaba su silla presidencial, preguntó si había alguna objeción. Giró la cabeza a derecha e izquierda un par de veces para ver si alguien deseaba hablar. Estaba a punto de aprobar la moción y pasar a otro asunto cuando Lúculo se puso en pie. El viejo general patricio estaba cerca de los sesenta años… era altanero, felino, y a su manera seguía teniendo un aspecto formidable.

—Perdona, César, pero ¿pretendes conservar también la provincia de Bitina?

—Exacto.

—Entonces tendrás tres provincias…

—En efecto.

—¡Pero si Bitina está a más de mil millas de Galia! —Lúculo soltó una risotada burlona y miró alrededor para que otros compartieran su diversión. Nadie se le unió.

—Todos sabemos geografía, Lúculo, muchas gracias —dijo César en voz baja—. ¿Alguien más desea decir algo? Pero Lúculo no se dio por vencido.

—¿Y el plazo de tu mandato será de cinco años?

—Lo será. El pueblo así lo ha decretado. ¿Por qué?¿Acaso deseas oponerte a la voluntad del pueblo?

—¡Esto es absurdo! —gritó Lúculo—. Señores, no podemos permitir que una única persona, por capaz que sea, tenga bajo su control a veintidós mil hombres en las fronteras de Italia durante cinco años. ¿Qué pasaría si decidiera avanzar contra Roma?

Cicerón fue uno de los senadores que se movió, incómodo, en su asiento. Pero ninguno, ni siquiera Catón, quiso oponerse: no tenían la menor posibilidad de ganar. Al final, Lúculo, visiblemente sorprendido por la falta de apoyos, se sentó, enfurruñado, y se cruzó de brazos.

Pompeyo intervino.

—Me temo que nuestro amigo Lúculo pasa demasiado tiempo con los peces y no se ha dado cuenta de que las cosas han cambiado en Roma últimamente.

—Desde luego —masculló Lúculo en voz lo bastante alta para hacerse oír—. Y no precisamente para mejor.

Entonces, César se puso en pie. Su expresión era tensa y fría, casi inhumana, como una máscara tracia.

—Creo que Lúculo ha olvidado que mandó más legiones que yo y durante un período superior a cinco años. A pesar de todo, la tarea de derrotar a Mitrídates tuvo que recaer en mi valiente yerno, Pompeyo. —Los partidarios de la bestia de tres cabezas aplaudieron con entusiasmo—. Creo que el mandato de Lúculo como comandante en jefe tal vez debería ser investigado por un tribunal especial. Es más, me da la impresión de que las cuentas de Lúculo deberían ser examinadas a fondo. Al pueblo le interesaría saber cómo hizo semejante fortuna. Entretanto, me parece que Lúculo debería disculparse ante esta cámara por su insultante comentario.

El aludido miró a su alrededor. Nadie le devolvió la mirada. A su edad, comparecer ante un tribunal especial, y con tantas cosas que explicar, sería insoportable. Tragó saliva y se levantó.

—Si mis palabras te han ofendido, César… —empezó a decir.

—¡De rodillas! —bramó César.

De repente Lúculo parecía muy viejo y perplejo.

—¿Qué?

—¡Debería disculparse de rodillas!

No quise mirar, pero al mismo tiempo resultaba imposible apartar la vista; presenciar el final de una gran trayectoria siempre es algo impresionante, igual que la tala de un árbol centenario. Durante un momento, Lúculo permaneció muy erguido. Luego, con el crujido de las articulaciones agarrotadas tras años de campañas militares, hincó primero una rodilla, después la otra, e inclinó la cabeza ante César mientras el Senado lo observaba en silencio.

Unos días más tarde, Cicerón tuvo que rascarse de nuevo el bolsillo para comprar otro regalo de boda, esta vez para César.

Todo el mundo había dado por sentado que si algún día César volvía a casarse lo haría con Servilia, que hacía años que era su amante y cuyo marido, el antiguo cónsul Julio Silano, hacía poco que había muerto. De hecho, en aquella época, cuando Servilia asistió a una cena llevando una perla que, según dijo, le había regalado César, corrió el rumor de que el matrimonio ya había tenido lugar. Pero no, a la semana siguiente César tomó como esposa a la hija de Lucio Calpurnio Pisón, una joven alta y delgada de veinte años de quien nadie había oído hablar. Tras pensarlo detenidamente, Cicerón decidió que, en vez de enviar el regalo a través de un mensajero, lo entregaría en persona. Se trataba de nuevo de una bandeja de plata con las iniciales de los novios grabadas, y de nuevo estaba dentro de una caja de madera de sándalo y la llevaba yo. Esperé a que finalizara la sesión del Senado y, cuando César y Cicerón salieron juntos, me acerqué para entregársela.

—Esto es un pequeño obsequio para ti y Calpurnia de parte de Terencia y mía —dijo Cicerón, tomando la caja de mis manos y dándosela a César—. Los dos os deseamos un matrimonio largo y feliz.

—Gracias —contestó César, y sin mirarla siquiera se la pasó a uno de sus ayudantes—. Es todo un detalle por tu parte. Ya que estás de un ánimo tan generoso, podrías darnos tu voto.

—¿Mi voto?

—Sí. El padre de mi mujer piensa optar al consulado.

—Ah —dijo Cicerón, en su rostro se leía que por fin había comprendido—. Ahora todo cuadra. Con franqueza, me preguntaba por qué te has casado con Calpurnia.

—¿En lugar de con Servilia?—César sonrió y se encogió de hombros—. Cuestión de política.

—¿Y cómo está Servilia?

—Lo comprende. —César hizo amago de seguir camino, pero de pronto se detuvo, como si hubiera recordado algo—. Ya que hablamos, ¿qué piensas hacer con nuestro común amigo Clodio?

—La verdad, no le dedico un solo minuto de mis pensamientos. —(Eso, por supuesto, era mentira. La verdad era que apenas pensaba en otra cosa.)

—Muy inteligente por tu parte —convino César—. No merece que se le dedique ni un pensamiento. Aun así, me pregunto qué hará cuando se convierta en tribuno.

—Estoy seguro de que me llevará ante los tribunales.

—Eso no debería preocuparte. Puedes derrotarlo ante cualquier tribunal romano.

—Imagino que él lo sabe. Por lo tanto, es de suponer que escogerá el terreno que le sea más favorable, algún tipo de tribunal especial, uno que le permita hacerme comparecer ante todo el pueblo de Roma en el Campo de Marte.

—Eso sería un mal trago para ti.

—Me he armado con los hechos y estoy listo para defenderme. Además, si no recuerdo mal, te derroté precisamente en el Campo de Marte cuando presentaste aquellos cargos contra Rabirio.

—No lo menciones. Todavía llevo las cicatrices. —La risa seca y desprovista de humor de César cesó tan bruscamente como había empezado—. Escucha, Cicerón, si Clodio llega a convertirse en una amenaza, no olvides que estaré a tu lado para ayudarte.

—¿De verdad?—preguntó Cicerón, obviamente sorprendido por semejante declaración—. ¿Y cómo?

—Con este mando combinado estaré plenamente dedicado a las operaciones militares. Así pues, necesitaré un legado que se ocupe de dirigir la administración civil de Galia. El cargo te vendría como anillo al dedo. En realidad, no tendrías que pasar mucho tiempo fuera… podrías volver a Roma cuando quisieras. En cualquier caso, si te integro en mi personal, tendrías inmunidad ante cualquier intento de llevarte a los tribunales. Piénsalo. Ahora, si me disculpas… —Y con un educado gesto de la cabeza se marchó a tratar otros asuntos con los senadores que aguardaban para hablar con él.

Cicerón lo observó alejarse, perplejo.

—Es una oferta generosa, muy generosa —comentó—. Debemos enviarle una carta diciéndole que lo pensaré. De ese modo tendremos constancia escrita.

Eso fue lo que hicimos. Y cuando César respondió ese mismo día confirmando que el cargo de legado estaba a disposición de mi señor, Cicerón empezó a sentirse confiado por primera vez.

Las elecciones de ese año se celebraron más tarde de lo habitual gracias a las repetidas intervenciones de Bíbulo asegurando que los augurios eran desfavorables. No obstante, el fatídico día no podía aplazarse eternamente; de modo que en octubre Clodio vio realizada su ambición y fue elegido tribuno de la plebe. Cicerón se ahorró el mal trago de ir al Campo de Marte a escuchar los resultados. En cualquier caso tampoco hizo falta: oímos los gritos de alegría sin necesidad de salir de casa.

El décimo día de diciembre, Clodio juró su cargo como tribuno. Cicerón volvió a encerrarse en su biblioteca, pero los vítores fueron tales que no escapamos de ellos ni con las puertas y las ventanas cerradas. Al final, nos llegó la noticia de que Clodio ya había colgado ante el templo de Saturno los pormenores de las reformas que se proponía implantar.

—No pierde el tiempo —me comentó son expresión sombría—. Muy bien, Tiro, ve allí y averigua qué destino ha pensado para nosotros nuestra pequeña reina de la belleza.

Como puedes imaginar, mi estado anímico mientras bajaba al foro era de gran expectación. La reunión había acabado, pero aún había pequeños grupos de gente hablando de lo que acababan de oír. Reinaba gran agitación, como si todos hubieran presenciado algo espectacular y tuvieran que compartir sus impresiones con los demás. Me dirigí al templo de Saturno y tuve que abrirme paso a empujones entre la multitud para enterarme de lo que pasaba. Habían colgado cuatro proyectos de ley. Saqué mi tablilla y el punzón. El primero estaba pensado para impedir que en adelante ningún cónsul hiciera lo que Bíbulo y restringía el derecho a proclamar que los augurios eran desfavorables. El segundo reducía los poderes de los censores para cesar senadores. El tercero permitía a las asociaciones de barrio que reanudaran sus reuniones (dichas asociaciones habían sido prohibidas por el Senado seis años antes por conducta tumultuosa). Y el cuarto, el que había despertado la polémica, concedía, por primera vez en la historia, el derecho a una ración gratuita de pan al mes a todo ciudadano romano.

Anoté lo esencial de cada una y corrí a casa para informar de su contenido a Cicerón. Lo encontré con su secreta historia consular desenrollada encima de la mesa y listo para empezar a trabajar en su defensa. Cuando le expliqué lo que Clodio proponía, se recostó en su asiento, claramente perplejo.

—Entonces, ¿no hay una palabra sobre mí?

—Ni una.

—No me digas que después de tantas amenazas piensa dejarme en paz…

—Quizá no esté tan seguro de su posición como da a entender.

—Vuelve a leerme esos proyectos de ley.

Hice lo que me pedía, y él me escuchó con los ojos medio cerrados, concentrándose en todas y cada una de las palabras.

—Son iniciativas de lo más populistas —comentó cuando hube acabado—. Pan gratis de por vida. Una fiesta en cada esquina. No me extraña que hayan sido bien recibidas. —Reflexionó unos instantes—. ¿Qué crees que Clodio espera que haga, Tiro?

—No lo sé.

—Espera que me oponga a esas iniciativas simplemente porque él ha sido quien las ha presentado. En realidad, desea que lo haga. Así podrá decir: «¡Mirad a Cicerón, el amigo de los ricos! Opina que está muy bien que los senadores coman lo que les apetezca y se diviertan a placer, pero ¡ay de los pobres a los que se les ocurra pedir un mendrugo de pan o divertirse un rato después del trabajo!». ¿Lo entiendes? Quiere provocarme para que me enfrente a él, y arrastrarme al Campo de Marte, ante la plebe, para acusarme de actuar como un monarca. ¡Maldito Clodio! No pienso darle ese gusto. Voy a demostrarle que soy más listo que él jugando a su mismo juego.

Sigo sin estar seguro de hasta qué punto habría podido Cicerón frenar las reformas legislativas de Clodio aunque hubiera puesto los cinco sentidos en la tarea. Contaba con un dócil tribuno, Ninio Cuadrato, para que interpusiera su derecho de veto en su nombre; además, muchos ciudadanos respetables del Senado y de la orden ecuestre lo habrían apoyado. Esos hombres opinaban que dar pan gratis a los pobres los haría dependientes del Estado y los malacostumbraría, costaría al erario público cien millones de sestercios y llevaría a la Republica a depender de los ingresos fiscales recaudados fuera de la península. También creían que las asociaciones vecinales alentaban una conducta inmoral y que era preferible dejar la organización de los pasatiempos públicos en manos de los representantes del culto oficial. Es posible que estuvieran en lo cierto en la mayoría de los asuntos, pero Cicerón era más flexible y admitía que los tiempos habían cambiado. «Pompeyo ha inundado la República de dinero fácil —me comentó—, eso es lo que ellos olvidan. Cien millones no son nada para él. Una de dos: o los pobres se llevan su parte o se llevan nuestra cabeza. Además, en Clodio han encontrado un líder.»

Así pues, Cicerón decidió no alzar la voz contra las mociones de Clodio y, durante un breve período —igual que una vela brilla con más fuerza antes de extinguirse—, disfrutó de parte de su antigua popularidad. Le dijo a Cuadrato que no interviniera, se negó a condenar los planes de Clodio y fue vitoreado en las calles cuando anunció que no se opondría a las reformas. El primer día de enero, cuando el Senado se reunió bajo la presidencia de los nuevos cónsules, le fue concedido el tercer lugar en las intervenciones, después de Pompeyo y de Craso (una distinción de honor). Y cuando el cónsul presidente, Calpurnio Pisón, el suegro de César, le cedió la palabra, Cicerón aprovechó la ocasión para hacer uno de sus grandes llamamientos a la reconciliación y la unidad:

—No tengo intención de oponerme, obstruir o intentar frustrar las leyes que nos ha propuesto nuestro colega Clodio, y rezo para que de estos difíciles tiempos surja una nueva concordia entre el Senado y el pueblo.

Aquellas palabras fueron recibidas con una gran ovación y, cuando llegó el turno de Clodio de responder, lo hizo de modo parecido:

—No hace tanto que Marco Tulio Cicerón y yo disfrutábamos de la más amistosa de las relaciones —dijo con sinceras lágrimas en los ojos—. Estoy convencido de que una persona cercana a él fue la que sembró la cizaña entre los dos. —Aquel comentario se interpretaba como una referencia a los supuestos celos que Terencia sentía hacia Clodia—. Y debo decir que aplaudo su visión de estadista ante las justas demandas del pueblo.

Dos días más tarde, cuando las propuestas de Clodio se convirtieron en leyes, las colinas y los valles de Roma se llenaron de las excitadas voces de las asociaciones que se reunían para celebrar su reinstauración. No se trató de una manifestación espontánea, estuvo meticulosamente organizada por uno de los colaboradores de Clodio, un escriba llamado Cloelio. Pobres, esclavos y libertos persiguieron cerdos por las calles, los sacrificaron sin la supervisión de los sacerdotes, y los asaron en las esquinas. Al caer la noche no interrumpieron sus festejos, encendieron antorchas y braseros y siguieron cantando y bailando. (Fue un día inusualmente cálido, y eso siempre anima a las masas.) Bebieron hasta vomitar, fornicaron en los callejones, formaron pandillas y lucharon entre ellos hasta que la sangre corrió por las alcantarillas. En los barrios más distinguidos, en especial en el Palatino, la gente de bien se encerró en sus casas y esperó a que cesara aquella dionisíaca agitación. Cicerón los observó desde la terraza de su casa, y comprendí que se preguntaba si habría cometido un error. Cuadrato fue a verlo y le preguntó si debía reunir a unos cuantos magistrados para intentar dispersar a las masas. Pero Cicerón le contestó que era demasiado tarde: la olla estaba en plena ebullición y no había forma de ponerle la tapa de nuevo.

Los disturbios empezaron a remitir pasada la medianoche. Las calles quedaron en silencio, salvo por los sonoros ronquidos en algunos rincones del foro, que se alzaban en la oscuridad como el croar de los sapos en las marismas. Me fui a la cama, agradecido, pero algo me despertó una o dos horas más tarde. Era un sonido distante, de haber sido de día no le habría prestado atención; eran la hora y el silencio reinante los que le daban un carácter ominoso. Era el sonido de martillos golpeando piedra.

Encendí un candil, subí a la planta baja, abrí la puerta de atrás y salí a la terraza. La ciudad seguía sumida en la oscuridad; el aire era suave. No vi nada, pero el ruido, procedente del lado este del foro, se oía con más claridad ahí fuera. Agucé el oído y conseguí distinguir el sonido de cada mazazo; era una especie de repiqueteo de metal sobre piedra que resonaba en toda la ciudad. Era tan continuo que calculé que debía de haber no menos de una docena de cuadrillas trabajando. De vez en cuando se oía algún grito y cascotes cayendo. Fue entonces cuando comprendí que no estaba oyendo trabajos de construcción sino de demolición.

Cicerón se despertó poco después del amanecer, como tenía por costumbre; yo, como hacía siempre, fui a la biblioteca para ver si necesitaba algo.

—¿Has oído los martillazos esta noche?—me preguntó. Le contesté que sí. Ladeó la cabeza, a la escucha—. En cambio, ahora todo está en silencio. Me pregunto qué barbaridad se habrá cometido. Bajemos a ver qué ha estado haciendo esa chusma.

Era demasiado temprano para que los clientes de Cicerón hubieran empezado a reunirse, y las calles estaban desiertas y silenciosas. Bajamos al foro acompañados por uno de sus corpulentos ayudantes. Al principio todo parecía normal, aparte de los montones de basura dejados tras la juerga nocturna y algún que otro cuerpo durmiendo la borrachera. Sin embargo, cuando nos acercamos al templo de Castor, Cicerón se detuvo y soltó un grito de espanto. El edificio había sido cruelmente desfigurado. La escalinata que conducía hacia la columnata de la entrada había sido derruida, cualquiera que quisiera entrar se topaba con un destrozado muro de una altura de dos hombres. Los cascotes habían sido amontonados para formar un parapeto; la única manera de acceder al templo era mediante un par de escaleras, cada una de ellas vigilada por individuos armados con mazos. El ladrillo que había quedado al descubierto se veía rojo y desnudo, como un miembro amputado. De él colgaban varios cartelones. En el primero se leía: P. CLODIO PROMETE AL PUEBLO PAN GRATIS. El segundo proclamaba: MUERTE A LOS ENEMIGOS DEL PUEBLO DE ROMA. Un tercero decía: PAN Y LIBERTAD. Situados a la altura de los ojos había textos más detallados que, desde la distancia, parecían borradores de mociones. Tres o cuatro docenas de ciudadanos se habían apelotonado allí para leerlas. Por encima de su cabeza, en el podio del templo, había una hilera de hombres inmóviles como estatuas. Al acercarnos reconocí a varios de los lugartenientes de Clodio: Cloelio, Patina, Escatón, Pola y Servio, los mismos granujas que en otros tiempos habían hecho piña con Catilina. Un poco más allá vi a Marco Antonio, a Celio Rufo y al propio Clodio.

—Esto es una monstruosidad… —exclamó Cicerón temblando de rabia—. Un sacrilegio, un ultraje…

De repente comprendí que si nosotros podíamos ver a los que habían hecho aquello, sin duda ellos podían vernos a nosotros. Cogí Cicerón del brazo.

—¿Por qué no esperas aquí, senador, y voy a ver qué dicen esas mociones?—pregunté—. No me parece prudente que te acerques más. Esa gente tiene un aspecto muy poco amistoso.

Bajo la mirada de Clodio y sus secuaces me abrí paso rápidamente hasta la base del muro. A ambos lados, tipos con los brazos llenos de tatuajes y el pelo cortado a cepillo se apoyaban en sus mazos y me miraban con hostilidad. Examiné a toda prisa los carteles colgados en el muro. Tal como había supuesto, se trataba de nuevos proyectos de ley. Dos, de hecho. Uno se refería a la adjudicación de las provincias consulares para el año siguiente: entregaba Macedonia a Calpurnio Pisón, y Siria (creo que era Siria) a Aulio Gabinio. El otro era muy corto, apenas tenía dos líneas: «Se considerará delito penado con la muerte ofrecer fuego y agua a cualquier persona que haya mandado ejecutar a un ciudadano romano sin un juicio previo».

Me quedé mirándolo como un tonto, sin captar su verdadero significado. Que iba dirigido a Cicerón era evidente. Pero no lo mencionaba. Parecía pensado más para amedrentar e incordiar a sus seguidores que para amenazarlo a él directamente. Pero entonces el corazón me dio un vuelco: comprendí la maligna astucia que encerraba y tuve que hacer un esfuerzo para no vomitar. Di un paso atrás, como si el infierno de Hades se hubiera abierto ante mí, y seguí retrocediendo torpemente, incapaz de apartar los ojos de aquellas palabras, aumentando la distancia entre ellas y deseando que desaparecieran. Cuando alcé la mirada, vi que Clodio me observaba con una sonrisa, disfrutando del momento. Di media vuelta y regresé corriendo junto a Cicerón.

Por mi expresión, comprendió en el acto que algo iba mal.

—¿Y bien?—me preguntó ansiosamente—. ¿Qué es?

—Clodio ha publicado un proyecto de ley que tiene que ver con Catilina.

—¿Dirigido contra mí?

—Sí.

—No creo que pueda ser tan malo como tu expresión da a entender. ¡Por todos los cielos! ¿Qué dice de mí?

—Nada. Ni siquiera te menciona.

—Entonces, ¿qué clase de proyecto de ley es?

—Establece que se castigará con la pena de muerte a todo aquel que dé cobijo a cualquiera que haya mandado ejecutar a un ciudadano romano sin un juicio previo.

Cicerón se quedó boquiabierto. Siempre era mucho más rápido que yo a la hora de captar las cosas. Y comprendió en el acto las implicaciones de aquello.

—¿Y eso es todo?¿Dos líneas?

—Eso es todo —contesté bajando la mirada—. Lo siento mucho.

Cicerón me agarró del brazo.

—O sea, que el delito será ayudarme a sobrevivir. ¿Ni siquiera piensan llevarme ante los tribunales?

De repente su mirada pasó por encima de mi hombro, hasta el desfigurado templo. Me giré y vi a Clodio saludando a Cicerón con la mano… un gesto lento y burlón, como si estuviera despidiéndose de alguien que se hacía a la mar para un largo viaje. Algunos de sus secuaces empezaron a bajar por las escaleras.

—Creo que deberíamos marcharnos —dije, pero Cicerón no reaccionó. Sus labios decían algo, pero de ellos solo salía un apagado gorgoteo, como si lo estuvieran estrangulando. Volví a mirar hacia el templo. Los matones se estaban acercando—. Senador, debemos irnos ahora mismo —dije con toda la firmeza de la que era capaz.

Hice un gesto al guardaespaldas para que lo cogiera por el otro brazo y entre los dos sacamos a Cicerón casi en volandas del foro y corrimos colina arriba por el Palatino. Los rufianes nos persiguieron, y los cascotes del templo pasaron silbando junto a nuestra cabeza. Un afilado fragmento de ladrillo golpeó a Cicerón en la nuca, y él gritó. La lluvia de proyectiles no cesó hasta que llegamos a media colina.

Cuando llegamos a la seguridad de la casa, la encontramos llena de peticionarios. Ignorantes de lo ocurrido, se acercaron a mi señor como siempre hacían, con sus cartas, sus peticiones y sus humildes solicitudes. Cicerón los contempló, todavía estupefacto, y me pidió con aire abatido que los echara: «Todos fuera». Luego subió a su dormitorio con paso vacilante.

Cuando hube echado a todo el mundo, di órdenes para que cerraran con llave y atrancaran la puerta principal y fui de habitación en habitación preguntándome qué debía hacer a continuación. Esperé durante un buen rato a que Cicerón bajara para darme instrucciones, pero las horas fueron pasando sin que tuviera noticias de él. Al final, fue Terencia la que acudió en mi busca. Retorcía un pañuelo entre sus nudosos dedos desprovistos de anillos. Me exigió que le explicara qué ocurría, y yo le contesté que no estaba seguro de saberlo.

—¡No me mientas, esclavo! ¿Se puede saber por qué tu señor se ha desplomado en la cama y se niega a moverse? Me encogí ante su exhibición de rabia.

—Ha… ha cometido… un error —farfullé.

—¿Un error?¿Qué clase de error?

Vacilé. No sabía por dónde empezar. ¡Eran tantos los errores! Se extendían hacia atrás en el tiempo como una cadena de islas, como un archipiélago de estupidez. Aunque quizá «errores» no era la palabra adecuada. Tal vez habría que llamarlos «consecuencias», las ineluctables consecuencias de los actos realizados por un gran hombre por razones absolutamente honorables. Después de todo, ¿no es así como los griegos definen la esencia de la tragedia?

—Ha permitido que sus enemigos se hagan con el control del centro de la ciudad —expliqué al fin.

—¿Y qué están haciendo exactamente?

—Están preparando una ley que lo convertirá en un fuera de la ley.

—Si es como dices, ¡tiene que recobrar el dominio de sí mismo y hacerles frente!

—En estos momentos resultaría muy peligroso que se aventurara fuera de casa. —Mientras hablaba, oía a la chusma gritar en la calle «¡Muerte al tirano!».

Terencia también lo oyó. Mientras escuchaba, vi que el miedo le tensaba el rostro.

—¿Qué debemos hacer?—me preguntó.

—Quizá deberíamos esperar a que se haga de noche y salir de Roma —sugerí. Ella me miró y, a pesar de lo asustada que estaba, vi en sus ojos la chispa de aquel antecesor suyo que había mandado una cohorte ante las tropas de Aníbal—. Como mínimo —me apresuré a añadir—, deberíamos tomar las mismas medidas que cuando Catilina estaba vivo.

—Envía mensajes a sus colegas —me ordenó—. Pide a Hortensio, a Lúculo y a cualquiera que se te ocurra que vengan inmediatamente. Ve a buscar a Ático. Organiza las medidas necesarias para nuestra seguridad. Y llama a los médicos.

Hice lo que me ordenó. Cerramos todos los postigos. Hicimos venir a los hermanos Sexto. Pedí que trajeran a Sargon, el perro guardián que en esos momentos estaba en una finca a las afueras de la ciudad. A primera hora de la tarde la casa había empezado a llenarse de rostros amigos; muchos de ellos llegaron temblando por la experiencia de haber tenido que pasar entre la vociferante chusma. Únicamente los médicos se negaron a venir. Se habían enterado del proyecto de ley de Clodio y temían las represalias.

Ático subió a ver a Cicerón y bajó con los ojos llenos de lágrimas.

—Está de cara a la pared —me explicó— y se niega a hablar.

—Lo han privado de su voz —contesté—. ¿Y quién es Cicerón sin su voz?

Se convocó una reunión en la biblioteca para hablar de lo que se podía hacer. Terencia, Ático, Hortensio, Lúculo y Catón. He olvidado si había alguien más. Yo también me senté allí, aturdido, en la misma estancia donde había pasado tantas horas con Cicerón. Escuché lo que decían y me pregunté cómo podían mantener una conversación sobre el futuro de mi señor sin que este estuviera presente. Era como si ya estuviera muerto. Toda la chispa que animaba a los habitantes de la casa —la agudeza, el humor, la prudente ambición— parecía haberse esfumado. Aun así, Terencia era la que mantenía la cabeza más fría.

—¿Hay alguna posibilidad de que ese proyecto de ley no vea la luz?—preguntó directamente a Hortensio.

—Casi ninguna —respondió este—. Clodio ha copiado las tácticas de César a la perfección y está claro que pretende utilizar a la chusma para controlar la asamblea popular.

—¿Y qué pasa con el Senado?

—Podemos votar una resolución en apoyo de Cicerón. Yo mismo la propondré, y estoy seguro de que la cámara la aprobará; pero Clodio no se dará por enterado. Ahora bien, si Pompeyo o César se manifestaran en contra del proyecto de ley, eso sí que marcaría una diferencia. César tiene un ejército a menos de milla y media del foro, y la influencia de Pompeyo es inmensa.

—Si esa ley se aprueba, ¿en qué lugar me deja?

—Las propiedades de Cicerón, esta casa y todo lo que contiene, serán confiscadas. En cuanto a ti, si intentas ayudarlo del modo que sea, te arrestarán. Me temo que su única oportunidad es que salga de Roma sin perder un minuto y que se aleje de Italia antes de que la ley entre en vigor.

—¿Podría quedarse en mi casa de Epiro?—preguntó Ático.

—Eso te inculparía ante la justicia romana. Si alguien decide darle cobijo tendrá que ser muy valiente. Cicerón no tendrá más remedio que viajar de incógnito e ir de un sitio a otro para que nadie descubra su verdadera identidad.

—Me temo que eso descarta también cualquiera de mis mansiones —comentó Lúculo—. A la chusma le encantaría poder denunciarme —añadió con ojos de caballo asustado; nunca se recobró de la humillación vivida en el Senado.

—¿Puedo decir algo?—pregunté.

—Desde luego, Tiro —respondió Ático.

—Hay otra opción. —Alcé la mirada hacia el techo porque no estaba seguro de que Cicerón quisiera que yo desvelara a los otros la propuesta que le habían hecho—. En verano, César le ofreció nombrarlo legado suyo en Galia, lo cual le daría inmunidad.

La expresión de Catón fue de espanto.

—¡Si aceptara, Cicerón estaría en deuda con César y haría a este aún más poderoso de lo que ya es! En interés del Estado, confío en que rechace ese ofrecimiento.

—Y en interés de la amistad —replicó Ático—, yo espero que la acepte. ¿Tú qué dices, Terencia?

—Será mi esposo quien decida —contestó ella.

Cuando los demás se hubieron marchado, con la promesa de volver al día siguiente, Terencia subió a ver a su marido. Cuando bajó, me llamó.

—Se niega a comer —me dijo. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero aun así mantenía la cabeza alta mientras hablaba conmigo—. Mi marido puede entregarse a la desesperación si quiere, pero yo debo velar por los intereses de esta familia, y no disponemos de mucho tiempo. Quiero que lo dispongas todo para embalar y poner a salvo el contenido de esta casa. Parte de él podemos almacenarlo en nuestro antiguo domicilio. Con Quinto fuera de Roma, hay sitio de sobra. En cuanto al resto, Lúculo está dispuesto a guardarlo. Están vigilando esta casa, así que tendrá que hacerse objeto por objeto, para no levantar sospechas; los más valiosos, primero.

Eso fue lo que hicimos. Empezamos aquella misma tarde y continuamos durante los días y noches que siguieron. Resultó un alivio tener algo que hacer mientras Cicerón permanecía en su cuarto y se negaba a ver a nadie. Escondimos monedas y joyas en ánforas llenas de vino y aceite de oliva y las llevamos de una punta a otra de la ciudad. Ocultamos los platos de oro y plata bajo la ropa y caminamos con la mayor naturalidad posible hasta la casa de la colina Esquilina, donde depositamos nuestra carga. Envolvimos con telas los antiguos bustos y las esclavas se los llevaron en brazos como si fueran sus recién nacidos. Hubo que desmontar algunos de los muebles más grandes y trasladarlos como si se tratara de leña para el fuego. Envolvimos las alfombras y los tapices con sábanas, salimos con ellas como si fuéramos a la lavandería y, en el último momento, nos desviamos hacia el escondite de la mansión de Lúculo, que estaba al norte de la ciudad, al otro lado de la puerta Fontinalia.

Yo me encargué de vaciar la biblioteca de Cicerón; llené sacos con sus documentos más confidenciales y los trasladé personalmente a la bodega de nuestra antigua casa. En aquellos viajes siempre tenía buen cuidado de evitar el cuartel general que Clodio había instalado en el templo de Castor, donde sus secuaces patrullaban sin cesar, listos para aprehender a Cicerón si osaba aparecer por allí. En una ocasión, me interné entre la multitud y escuché a Clodio denunciar a mi señor desde el estrado de los tribunos. Su control de la ciudad era absoluto. César estaba con su ejército en el Campo de Marte, listo para partir hacia Galia; Pompeyo se había marchado de la ciudad y disfrutaba de su felicidad conyugal junto a Julia en su mansión de los montes Albanos. Clodio había aprendido a azuzar a la chusma como un proxeneta a sus rameras y la mantenía en un estado de éxtasis. No fui capaz de escuchar demasiado rato.

Tuvimos que dejar para lo último una de las posesiones más valiosas de Cicerón. Se trataba de una mesa de madera de limonero que le había regalado un cliente y de la que se decía que valía medio millón de sestercios. No pudimos desmontarla, de modo que decidimos trasladarla al abrigo de la oscuridad hasta casa de Lúculo, donde no desentonaría con el resto del opulento mobiliario. La cargamos en una carreta tirada por bueyes, la cubrimos con balas de paja y partimos para un trayecto de unas dos millas. El capataz de Lúculo nos recibió en la puerta con un látigo en la mano y nos dijo que una esclava nos indicaría dónde debíamos depositar la mesa. Tuvimos que bajarla entre cuatro. Luego la esclava nos condujo por una serie de estancias enormes en las que resonaba el eco, hasta que por fin señaló un lugar y nos dijo que la dejáramos allí. El corazón me latía con fuerza, y no por el peso de la carga, sino porque la había reconocido. ¿Cómo podría haber sido de otra manera si todas las noches me acostaba con su rostro en mi mente? Como es natural, deseaba hacerle mil preguntas, pero no me atreví por miedo a llamar la atención del capataz. La seguimos de regreso al carro, volviendo sobre nuestros pasos hasta la entrada principal, y no pude por menos que fijarme en lo desnutrida que parecía, en la fatigada inclinación de sus hombros y en los grises cabellos que habían aparecido en su oscura melena. Su vida allí era más dura que en Miseno, una vida al albur de las circunstancias, la vida de una esclava, determinada no tanto por el estatus como por el carácter de su dueño. Seguramente Lúculo ni siquiera sabía que existía. La puerta principal estaba abierta. Los demás salieron, y antes de hacerlo yo, le susurré: «¡Ágata!». Ella se volvió con aire cansado y me miró, sorprendida de que supiera su nombre, pero en aquellos ojos sin vida no vi el menor indicio de que me reconociera.