XVII

A pesar de su resentimiento, Cicerón se mantuvo alejado de la vida pública durante el mes siguiente, lo cual no le fue difícil porque el Senado no volvió a reunirse en todo ese tiempo. Bíbulo se encerró en su casa y se negó a salir, ocasión que César aprovechó para declarar que gobernaría a través de las asambleas populares, a las que Vatinio, en su condición de tribuno, convocaría en su nombre. Bíbulo contraatacó diciendo que no se había movido de la azotea de su casa para estudiar constantemente los auspicios y que estos seguían siendo desfavorables, lo cual hacía imposible cualquier negociación sobre cuestiones públicas. César respondió organizando ruidosas manifestaciones callejeras ante la casa de Bíbulo y haciendo que sus leyes fueran aprobadas por las asambleas populares a pesar de lo que dijera su colega. (Cicerón comentó irónicamente que Roma se hallaba gobernada por el consulado de Julio y de César.) Gobernar a través del pueblo… expresado de ese modo, parecía legítimo, ¿qué otra cosa podía ser más justa? Pero en realidad «el pueblo» era la chusma, controlada por Vatinio, y cualquiera que se oponía a César era rápidamente silenciado. Roma se había convertido en una dictadura en todo salvo en el nombre. Los senadores más respetables estaban consternados. Pero con Pompeyo y Craso apoyando a César, pocos eran los que se atrevían a hablar en su contra.

Cicerón habría preferido quedarse en su biblioteca y seguir eludiendo los problemas, pero a finales de marzo, en medio de aquel desorden, se vio obligado a comparecer en el foro, ante el tribunal de traiciones, para defender a Híbrida. Para colmo de males, la vista se celebraría en el propio comitium, justo delante del edificio del Senado. Los curvados peldaños de la rostra, en pendiente como los asientos de un anfiteatro, habían sido acordonados para que formaran el tribunal, y una nutrida multitud se apelotonaba ya alrededor de ellos, impaciente por ver qué podía hacer el gran orador para defender a un cliente tan manifiestamente culpable.

—Bueno, Tiro —me dijo por lo bajo mientras yo abría mi porta–documentos y le entregaba sus notas—, esta es la prueba de que los dioses tienen sentido del humor: ¡tener que comparecer aquí para defender a este sinvergüenza!

Se volvió y sonrió a Híbrida, que en ese momento subía al estrado con grandes esfuerzos.

—Buenos días tengas, Híbrida. Confío en que hayas evitado el vino en el desayuno, como me prometiste. Hoy conviene que todos tengamos la cabeza y las ideas claras.

—Por supuesto —respondió Híbrida. Pero, a juzgar por cómo se tambaleaba y cómo arrastraba las palabras, estaba claro que había bebido.

Aparte de mí y de su habitual equipo de ayudantes, Cicerón también había convocado a su yerno, Frugi, para que fuera su mano derecha. Rufo, en cambio, apareció solo, y en el instante en que lo vi cruzar el comitium en nuestra dirección, seguido por un único asistente, sentí que la poca confianza que aún me quedaba se esfumaba. Rufo todavía no había cumplido los veintitrés, pero ya había completado un año de estancia en África al servicio del gobernador. Se había ido un joven; había regresado un hombre. Me di cuenta de que el mero contraste entre aquel alto y bronceado fiscal y el gordo y estropeado Híbrida se llevaría una docena de votos del jurado antes incluso de que el juicio hubiera comenzado. Cicerón tampoco salía bien parado de la comparación. Doblaba la edad a Rufo y, cuando se le acercó para darle la mano y desearle buena suerte, se lo vio encorvado y aturdido. La escena parecía sacada de un fresco de los que adornan los baños públicos: Juventus contra Senex, con sesenta jurados distribuidos en hileras tras ellos, y el pretor, el altivo Cornelio Léntulo Clodiano, sentado entre ellos en la silla del juez.

Rufo fue llamado primero para que expusiera su caso, y enseguida quedó claro que había sido un alumno de Cicerón más aplicado de lo que creíamos. Los fundamentos de su acusación eran múltiples: primero, que Híbrida había dedicado todas sus energías a rapiñar todo el dinero posible de Macedonia; segundo, que los ingresos destinados al ejército habían acabado en su bolsillo; tercero, que había descuidado sus deberes como comandante militar durante una expedición al mar Negro para castigar a ciertas tribus rebeldes; cuarto, que había demostrado cobardía en el campo de batalla al huir del enemigo, y quinto, que, como resultado de su incompetencia, el imperio había perdido la región de Istria, en el Bajo Danubio. Rufo expuso esos cargos con una combinación de ultraje moral y sentido del humor digna de su maestro. Recuerdo en particular un gráfico relato del abandono del deber de Híbrida la mañana de la batalla contra los rebeldes.

—Lo encontraron tumbado, inconsciente por la borrachera —explicó, caminando alrededor de Híbrida y señalándolo como si fuera un artículo de feria—, roncando con toda la fuerza de sus pulmones y eructando, mientras las distinguidas damas que compartían sus aposentos yacían en los divanes y por el suelo. Aterrorizados, conscientes de que el enemigo se acercaba, intentaron despertar a Híbrida. Lo llamaron a gritos, trataron de incorporarlo, alguno le susurró halagos al oído, e incluso le dieron más de un bofetón. Él reconoció sus voces e intentó echar los brazos al cuello de la que tuviera más cerca. Se había desvelado, ya no podía dormir, pero estaba demasiado borracho para mantenerse erguido. Al final, medio atontado, fue arrojado en brazos de sus centuriones y concubinas.

Rufo expuso todo aquello sin consultar ni una sola nota. Esa descripción, por sí sola, resultó letal para la defensa, pero además los testigos principales —entre los que figuraban un par de comandantes de las fuerzas de Híbrida, dos de sus concubinas y su intendente general— fueron aún más demoledores. Al final de la sesión, Cicerón felicitó a Rufo por su intervención y esa misma noche aconsejó seriamente a su cliente que vendiera todas las propiedades que tuviera en Roma y convirtiera su patrimonio en bienes fungibles que pudiera llevarse al exilio. «Prepárate para lo peor», le advirtió.

No entraré en los detalles del juicio. Bastará con que diga que, a pesar de que Cicerón recurrió a todas las artimañas que conocía para socavar la labor de Rufo, apenas consiguió arañarle. Por su parte, los testigos que Híbrida aportó —algunos compañeros de borrachera y funcionarios a los que había sobornado para que mintieran— resultaron nefastos. Al final del cuarto día, el único interrogante que quedaba era si Cicerón debía llamar a Híbrida al estrado con la esperanza de despertar las simpatías del jurado o si era preferible que el acusado no añadiera más leña al fuego y saliera de Roma discretamente antes de que se pronunciara el veredicto; de ese modo se ahorraría la humillación de verse expulsado de la ciudad. Cicerón convocó a Híbrida en su biblioteca para tomar una decisión.

—¿Qué crees que debería hacer?—le preguntó este.

—Yo me marcharía —contestó Cicerón, que no veía el momento de poner fin a aquel mal trago—. Tu testimonio podría empeorar las cosas. ¿Para qué darle esa satisfacción a Rufo?

Híbrida se derrumbó.

—¿Se puede saber qué le he hecho a ese joven para que desee destruirme de este modo?—preguntó mientras lágrimas de autocompasión rodaban por sus rollizas mejillas.

—Vamos, vamos, Híbrida —Cicerón le dio una palmada en la pierna—, no te dejes abatir y recuerda a tus ilustres antepasados. Rufo no tiene nada personal contra ti. No es más que un joven inteligente venido de provincias que desea labrarse un camino en este mundo. En muchos sentidos me recuerda a como era yo a su edad. Por desgracia, le has dado los mejores medios para que se haga famoso, igual que Verres hizo conmigo.

—Que le den —declaró Híbrida, irguiéndose de repente—. ¡Pienso testificar!

—¿Estás seguro? Un interrogatorio cruzado puede ser muy desagradable.

—Tú conviniste en ser mi abogado —dijo Híbrida, recobrando un poco el ánimo—, y yo quiero defenderme, aunque pierda.

—Muy bien —respondió Cicerón, intentando ocultar su decepción—. En ese caso, debemos repasar tu testimonio. Eso nos llevará un poco de tiempo. Tiro, será mejor que traigas un poco de vino para el senador.

—No —dijo Híbrida, tajante—. Nada de vino. Esta noche no. He pasado toda mi carrera borracho. Al menos la terminaré sobrio.

Así pues, trabajamos hasta bien entrada la noche, repasando lo que Cicerón le preguntaría al día siguiente y lo que Híbrida contestaría. Después, Cicerón asumió el papel de Rufo, le formuló las preguntas más desagradables que se le ocurrieron y a continuación le ayudó a encontrar las respuestas más satisfactorias posibles. Me sorprendió la rapidez de reacción de Híbrida cuando tenía la mente en lo que hacía. Pasada la medianoche se acostaron —Híbrida se quedó a dormir en casa de Cicerón—y al amanecer se levantaron para reanudar los preparativos. Más tarde, mientras bajábamos al tribunal con Híbrida y sus ayudantes marchando por delante de nosotros, Cicerón me comentó:

—Empiezo a comprender por qué este hombre ha llegado tan alto. Si hubiera mostrado la misma determinación un poco antes, no estaría al borde del desastre.

Al llegar al comitium, Híbrida dijo alegremente:

—Cicerón, esto es como cuando compartimos consulado y caminamos hombro con hombro para salvar la República.

Subieron al estrado, donde los esperaba el tribunal, y cuando Cicerón anunció su deseo de llamar a declarar a Híbrida como último testimonio, un estremecimiento de expectación recorrió al jurado. Vi que Rufo se inclinaba hacia delante en su banco y que susurraba algo a su secretario, que enseguida cogió un punzón.

Híbrida prestó rápidamente juramento, y Cicerón inició el interrogatorio que habían ensayado; empezó con la experiencia militar que Híbrida había adquirido a las órdenes de Sula veinticinco años antes, y se demoró en su lealtad a la República durante la conspiración de Catilina.

—¿Tuviste que dejar a un lado cualquier consideración sobre vuestra antigua amistad para tomar el mando de las legiones con las que aplastaste finalmente al traidor?—preguntó Cicerón.

—En efecto.

—¿Y enviaste al Senado la cabeza del canalla como prueba de tus acciones?

—Eso hice.

—Tomad buena nota, señores —dijo Cicerón, dirigiéndose al jurado—. ¿Es esa la acción de un traidor? En ese tiempo el joven Rufo apoyaba a Catilina, que lo niegue si quiere, y después huyó de Roma para no acabar como él. Sin embargo, ha tenido el descaro de volver a hurtadillas a la ciudad para acusar de traición al hombre que nos salvó del desastre. —Se volvió hacia su cliente—. Después de derrotar a Catilina, ¿es cierto que me evitaste la pesada carga de asumir el gobierno de Macedonia para que yo pudiera dedicarme a apagar los últimos rescoldos de la sublevación?

—Es cierto.

Así prosiguió el interrogatorio, con Cicerón guiando el testimonio de su cliente como un padre lleva a su hijo de la mano. Le pidió que describiera la recaudación en Macedonia mediante métodos perfectamente legales, dando cuenta de hasta el último sestercio, el reclutamiento y equipamiento de dos legiones completas y cómo las había conducido en una peligrosa expedición hacia el mar Negro cruzando las montañas. Aquí pintó un escalofriante cuadro de las salvajes tribus —istrias, getias y bastarnas— que asediaron la columna durante su marcha por el valle del Danubio.

—La acusación afirma que, cuando te enteraste de que teníais delante una numerosa fuerza enemiga, dividiste en dos tus fuerzas y te pusiste a salvo con la caballería mientras dejabas indefensa a la infantería. ¿Es eso cierto?

—No, en absoluto.

—En realidad, perseguiste tenazmente al ejército istrio, ¿no es así?

—Así es.

—Y mientras estabas lejos y ocupado en esa tarea, ¿las fuerzas bastarnas cruzaron el Danubio y atacaron a la infantería por la retaguardia?

—Cierto.

—¿Y no había nada que pudieras hacer?

—Me temo que no. —Híbrida bajó la cabeza y se enjugó los ojos, tal como Cicerón le había dicho que hiciera.

—Debiste de perder muchos amigos y camaradas a manos de esos bárbaros.

—A muchos, en verdad.

Tras una larga pausa, durante la que un impresionante silencio reinó en el tribunal, Cicerón se volvió hacia el jurado.

—Las fortunas de la guerra, señores, pueden ser crueles y caprichosas —dijo—. Pero eso no es lo mismo que la traición.

Cuando tomó asiento, lo hizo entre un prolongado aplauso, no solo de la multitud, sino también del jurado. Por primera vez me atreví a confiar en que la habilidad de Cicerón como abogado tal vez lo salvara del apuro. Rufo sonrió para sí, tomó un sorbo de vino y de agua, y se puso en pie con un ademán de atleta: entrelazó las manos en la nuca y giró el torso de un lado a otro para desentumecerse. Al verlo haciendo aquello, los años parecieron desaparecer: de repente recordé a Cicerón enviándolo a hacer recados por la ciudad, haciéndole bromas por lo holgada que le quedaba la ropa y lo largo que llevaba el cabello…, también me acordé de que el chico solía birlarme dinero y pasar toda la noche bebiendo y apostando, y que a pesar de todo resultaba difícil enfadarse con él durante largo tiempo. ¿Qué extraños caminos de ambición nos habían conducido hasta aquella situación?

Rufo se acercó tranquilamente a la silla de los testigos. No parecía en absoluto nervioso. Como si se hubiera encontrado con un amigo en una taberna.

—¿Tienes buena memoria, Antonio Híbrida?

—La tengo.

—Bien, pues en ese caso confío en que recuerdes a un esclavo tuyo que fue asesinado la víspera de tu toma de posesión como cónsul.

Una expresión de perplejidad asomó en los ojos de Híbrida, que miró rápidamente a Cicerón.

—No estoy seguro de acordarme. Uno tiene tantos esclavos a lo largo de los años…

—Pero seguro que te acuerdas de este —insistió Rufo—. Un esmirno. De unos doce años de edad. Su cuerpo fue arrojado al Tíber. Cicerón estuvo presente cuando hallaron sus restos. Le habían cortado el cuello y lo habían eviscerado.

La multitud dejó escapar una exclamación de espanto, y yo noté que se me secaba la garganta, no por el recuerdo del desdichado muchacho, sino porque me daba cuenta de adónde podía conducir aquel interrogatorio. Cicerón también lo comprendió, se levantó rápidamente y protestó ante el pretor.

—Este asunto es irrelevante. La muerte de un esclavo hace más de cuatro años no tiene nada que ver con una derrota a orillas del mar Negro.

—Dejemos que el fiscal concluya su pregunta —sentenció Clodiano, y añadió filosóficamente—: A menudo en la vida las cosas más inconexas están relacionadas.

Híbrida seguía mirando a Cicerón, pero al final contestó.

—Sí, bueno, creo que algo recuerdo.

—Eso espero —dijo Rufo—. ¡Un sacrificio humano no es algo que se presencie todos los días! Incluso para un hombre como tú, con todas tus abominaciones, debió de ser una rareza.

—No sé nada de ningún sacrificio humano —farfulló Híbrida.

—Catilina asesinó al esclavo y después exigió que tú y los demás presentes prestaseis juramento.

—¿Sí?—Híbrida hizo una mueca, como si estuviera intentando recordar—. No, creo que no fue así. Te equivocas.

—Sí, lo mató. Y después, sobre la sangre del sacrificado, prestasteis juramento de asesinar a tu colega cónsul, ¡el mismo hombre que hoy es tu abogado defensor!

Aquellas palabras causaron gran sensación, y cuando los gritos y exclamaciones se apagaron, Cicerón se levantó.

—Realmente es una pena —declaró meneando muy serio la cabeza—. Una pena porque hasta este momento mi joven colega estaba haciendo un buen trabajo como acusación. Fue mi pupilo, señores, de modo que al reconocérselo me estoy alabando a mí mismo. Por desgracia para él, acaba de estropear su caso con una acusación insensata. Me temo que tendremos que devolverlo a sus clases.

—Me consta que es verdad, Cicerón —replicó Rufo con una gran sonrisa—, porque tú me lo contaste.

Cicerón vaciló un instante y comprendí con espanto que había olvidado por completo su conversación con Rufo.

—Maldito desagradecido —balbuceó—. Nunca hice tal cosa.

—Durante la primera semana de tu consulado —explicó Rufo—, dos días después del Festival Latino, me llamaste a tu casa y me preguntaste si Catilina había hablado alguna vez en público acerca de matarte. Me contaste que Híbrida te había confesado que había jurado sobre el cadáver de un esclavo asesinado hacer precisamente eso. Luego me pediste que mantuviera los oídos bien abiertos.

—¡Eso es mentira! —tronó Cicerón, pero sus gritos poco pudieron hacer para contrarrestar los efectos del detallado relato de Rufo.

—Este es el hombre en quien confiaste como cónsul —prosiguió Rufo, con letal tranquilidad, señalando a Híbrida—. Este es el hombre a cuyo gobierno confiaste el pueblo de Macedonia, un hombre que sabías que había tomado parte en un brutal asesinato y que había deseado tu muerte. Sin embargo, este es el hombre a quien hoy defiendes. ¿Por qué?

—No tengo por qué responder a tus preguntas, muchacho.

Rufo se acercó al jurado.

—Esta es la verdadera pregunta, señores: ¿por qué Cicerón, que alcanzó el prestigio atacando a los gobernadores provinciales corruptos, mancha ahora su buen nombre defendiendo a este?

Cicerón levantó nuevamente la mano mirando al pretor.

—Clodiano, te pido, por los dioses, que pongas orden en tu tribunal. Se supone que esto ha de ser el interrogatorio de mi cliente, no un discurso sobre mi persona.

—Eso es cierto, Rufo —dijo el pretor—. Tus preguntas deben estar relacionadas con el caso.

—Lo están. Lo que pretendo exponer es que Cicerón e Híbrida llegaron a un acuerdo.

—No hay la menor prueba de eso —intervino Cicerón.

—Sí, la hay —replicó Rufo—. Menos de un año después de que pusieras a Híbrida al frente del desdichado pueblo de Macedonia, te compraste una mansión… ¡allí! —La señaló, brillaba en el Palatino bajo el sol primaveral, y el jurado se volvió para mirar—. Una igual que esa se vendió poco después por la astronómica suma de ¡catorce millones de sestercios! Pregúntenselo, señores. ¿De dónde sacó Cicerón semejante cantidad de dinero, él que siempre ha presumido de sus humildes orígenes, si no fue de Antonio Híbrida?¿Es o no cierto que enviaste parte del dinero que robaste en Macedonia a tu antiguo colega de Roma?—preguntó Rufo volviéndose hacia el acusado.

—No, de ninguna manera —protestó Híbrida—. Es posible que le haya enviado un regalo de vez en cuando, pero eso es todo. —(Aquella era la explicación que habían acordado la víspera en caso de que Rufo tuviera alguna prueba de que el dinero había cambiado de manos.)

—¿Un regalo?—repitió Rufo, que con deliberada lentitud volvió a mirar hacia la mansión de Cicerón, protegiéndose los ojos del sol con la mano. Una mujer paseaba por la terraza con un parasol; supuse que era Terencia—. ¡No está mal como regalo!

Cicerón permaneció sentado, muy quieto y observando atentamente a Rufo. Varios miembros del jurado menearon la cabeza; se oyeron algunos pitos y abucheos del público.

—Señores —prosiguió Rufo—, creo haber expuesto mi caso. He demostrado que la República ha perdido una región entera por culpa de la traidora negligencia de Híbrida. He demostrado su cobardía e ineptitud. He revelado que el dinero que tendría que haber ido a parar a las arcas del ejército acabó en las suyas. El espíritu de sus legionarios, abandonados por su jefe y brutalmente asesinados a manos de esos bárbaros clama justicia. Este monstruo nunca tendría que haber ocupado tan elevado cargo y no lo habría hecho sin la interesada colaboración de su colega consular. Toda su carrera está manchada por la sangre y la depravación. El asesinato de ese esclavo no es más que una pequeña muestra. Ya es demasiado tarde para devolver la vida a los muertos, pero al menos apartemos a este hombre y su pestilencia de Roma. Mandémoslo al exilio esta misma noche.

Rufo tomó asiento entre encendidos aplausos. El pretor parecía ligeramente sorprendido y le preguntó si con aquellas palabras había hecho sus alegaciones finales. Rufo le contestó que sí.

—Bien. Pensaba que todavía nos quedaba otro día de vista —dijo Clodiano, que se volvió hacia Cicerón—. ¿Quieres hacer ahora tu exposición final como defensor o prefieres que el tribunal aplace la sesión hasta mañana para poder prepararla?

Cicerón parecía muy acalorado, y enseguida me di cuenta de que cometería un grave error si hablaba antes de haber tenido tiempo de tranquilizarse. Me hallaba sentado en el lugar reservado a los auxiliares, justo bajo el podio, y lo cierto es que me levanté y subí los escasos peldaños para rogarle que aceptara el aplazamiento. Sin embargo, me apartó antes siquiera de que hubiera abierto la boca. Había un extraño destello en sus ojos. No estoy seguro de que llegara a verme.

—Las mentiras como estas —dijo con expresión de repugnancia, al tiempo que se levantaba— es mejor aplastarlas cuanto antes, como cucarachas, para que no se propaguen durante la noche.

La zona de delante del estrado había estado llena desde el principio, pero en ese momento la gente empezó a afluir hacia el comitium desde todos los rincones del foro. Cicerón en acción era uno de los grandes espectáculos de Roma, y nadie quería perdérselo. Ninguna de las tres cabezas de la bestia se hallaba presente, pero vi a sus acólitos entre el público: a Balbo en nombre de César, a Afranio en el de Pompeyo, y a Arrio en el de Craso. No tuve tiempo de buscar a nadie más. Cicerón había empezado a hablar, y yo debía tomar nota de sus palabras.

—Debo confesar —dijo— que no me entusiasmaba la perspectiva de comparecer ante este tribunal para defender a mi viejo amigo y colega Antonio Híbrida, pues tales obligaciones son numerosas y suponen una pesada carga para alguien que ha pasado tanto tiempo dedicado a la vida pública como yo. Sí, Rufo, «obligaciones»… una palabra que tú no entiendes, de lo contrario no te habrías dirigido a mí en los términos en que lo has hecho. Sin embargo, ahora contemplo ese deber con agrado, lo saboreo y me alegro de tenerlo ante mí porque me va a permitir decir algo que debía haberse dicho hace tiempo. Sí, señores, hice causa común con Híbrida. No lo niego. Es más, fui yo quien lo buscó. Dejé a un lado las diferencias entre nuestro estilo de vida y nuestras cosas porque, en realidad, no tenía elección. Para salvar la República necesitaba aliados, y no podía mostrarme demasiado quisquilloso en cuanto a de dónde provenían.

»Recordad aquellos momentos terribles. ¿Creéis que Catilina actuó solo?¿Creéis que un solo hombre, por enérgico y decidido que fuera, habría llegado tan lejos como llegó Catilina, podría haber llevado nuestra República y nuestra ciudad al borde de la destrucción, si no hubiera contado con poderosos partidarios? Y no estoy hablando de ese puñado de aristócratas arruinados, jugadores, borrachos y atildados jóvenes que lo acompañaban a todas partes, y entre los cuales se encontraba casualmente quien hoy oficia de acusador.

»No, me refiero a hombres que tienen verdadero peso en nuestra sociedad, hombres que veían en Catilina una oportunidad para satisfacer sus peligrosas e ilusorias ambiciones. Esos hombres no fueron ejecutados en justicia por orden del Senado el quinto día de diciembre, no murieron en el campo de batalla a manos de las legiones mandadas por Híbrida, no fueron enviados al exilio como resultado de mi testimonio. No, hoy esos hombres caminan libremente. Más que eso: ¡esos hombres controlan la República!

Hasta ese momento todo el mundo había escuchado en silencio el discurso de Cicerón, pero cuando llegó a ese punto mucha gente contuvo una exclamación o se volvió hacia su vecino para expresar su asombro. Balbo había empezado a tomar notas en una tablilla de cera. Miré a Cicerón y me pregunté si se daba cuenta de lo que estaba haciendo. Lo cierto es que no parecía realmente consciente de dónde se hallaba, ajeno al tribunal, al público que lo escuchaba, a mí y a cualquier cálculo de táctica política. Estaba concentrado exclusivamente en su parlamento.

—Esos hombres hicieron de Catilina lo que fue —prosiguió—. Catilina no habría sido nada sin ellos. Le prestaron sus votos, su dinero, su colaboración y su protección. Hablaron por él en el Senado, en los tribunales y en las asambleas populares. Lo protegieron, lo fortalecieron e incluso le proporcionaron las armas con las que se proponía asesinar al gobierno de la República. —(En este punto, mis notas dejan constancia de ruidosas exclamaciones del público.)— Hasta este momento, señores, yo no era consciente de hasta qué punto había dos conspiraciones en marcha a las que debía enfrentarme. Estaba la conspiración que finalmente destruí, pero detrás de esa conspiración había otra que ha seguido prosperando hasta nuestros días. Romanos, mirad alrededor y veréis lo bien que prospera, cómo ejerce su poder a través de un cónclave secreto y de la violencia en las calles, cómo gobierna mediante métodos ilegales y el soborno a gran escala. ¡Y vosotros acusáis a Híbrida de corrupción! ¡Comparado con César y sus amigos, Híbrida es tan inocente e indefenso como un recién nacido!

»Este juicio lo demuestra. ¿De verdad creéis que Rufo es el único inspirador de la acusación?¿Este aprendiz al que apenas le ha crecido la barba?¡Menuda tontería! Sus ataques…, sus presuntas pruebas…, todo ha sido pensado con la intención no solo de desacreditar a Híbrida sino a mí, desacreditar mi reputación, mi consulado y la política que emprendí. Los hombres que se esconden tras Rufo anhelan destruir las tradiciones de nuestra República para sus propios y perversos fines, y para conseguirlo (disculpad que una vez más me ponga en primer plano, sé que no es la primera), necesitan acabar conmigo primero.

»Bien, señores, aquí, en este tribunal, hoy, en esta hora crucial, tenéis la oportunidad de alcanzar la gloria inmortal. No tengo la menor duda de que Híbrida ha cometido errores, de que ha ido más allá de lo que era prudente y recomendable. Pero mirad más allá de sus pecados y veréis al mismo hombre que aguantó el tipo conmigo frente al canalla que hace solo cuatro años amenazó con destruir esta ciudad. Sin su apoyo, yo habría caído bajo la mano de un asesino al comienzo de mi consulado. Híbrida no me abandonó entonces, y yo no pienso abandonarlo ahora. Declaradlo inocente con vuestros votos, os lo ruego. Dejad que se quede en Roma y, con la ayuda de nuestros antiguos dioses, ¡quizá consigamos que la luz de la libertad resplandezca de nuevo sobre la ciudad de nuestros antepasados!

Así habló Cicerón. Cuando tomó asiento, se oyeron muy pocos aplausos, pero un rumor de asombro recorrió el tribunal. Los que estaban de acuerdo con él tenían demasiado miedo para ponerse en evidencia apoyándolo. Los que no, se sentían demasiado amedrentados por la fuerza de su retórica para replicarle. El resto —la mayoría, creo yo—, estaban simplemente perplejos. Busqué a Balbo entre la multitud, pero había desaparecido. Me acerqué a Cicerón con mis notas y lo felicité por la contundencia de sus comentarios.

—¿Lo has anotado todo?—me preguntó, y cuando le contesté que sí, me pidió que transcribiera el discurso tan pronto como llegáramos a casa y lo ocultara en un lugar seguro—. No me cabe duda de que César está a punto de recibir una versión abreviada —añadió—. He visto a ese reptil de Balbo escribiendo casi a la misma velocidad a la que yo hablaba. Debemos asegurarnos de que tenemos una copia fiel de lo que aquí se ha dicho hoy por si el caso llega a discutirse en el Senado.

No pude quedarme y seguir hablando con él porque el pretor ordenó que el jurado emitiera su voto sin tardanza. Miré el cielo. El sol se hallaba a mitad de su recorrido; hacía calor. Regresé a mi asiento y vi como la urna pasaba de mano en mano y se iba llenando de fichas. Cicerón e Híbrida, sentados el uno junto al otro pero demasiado nerviosos para hablar, también contemplaban la escena. Pensé en todos los juicios que había presenciado, en que todos terminaban igual: con esa insoportable espera. Los auxiliares terminaron por fin el recuento y entregaron el resultado al pretor. Clodiano se puso en pie y todos hicimos lo propio.

—A la pregunta planteada ante este tribunal de si Cayo Antonio Híbrida debe ser condenado por traición durante su desempeño como gobernador de la provincia de Macedonia, cuarenta y siete han votado a favor de que sea condenado, y doce a favor de que sea absuelto. —La multitud estalló en una ovación. Híbrida bajó la cabeza. El pretor aguardó a que los gritos cesaran—. En consecuencia, Cayo Antonio Híbrida queda desposeído a perpetuidad de todos sus derechos de propiedad y ciudadanía, y a partir de esta medianoche le será denegado el fuego y el agua en las tierras, ciudades y colonias de Italia. Cualquiera que contravenga esta orden e intente ayudarlo, sufrirá el mismo castigo. El juicio ha concluido.

Cicerón no perdió muchos casos, pero cuando eso sucedió siempre tuvo la elegancia de felicitar a su oponente. No fue así entonces. Cuando Rufo se acercó para estrecharle la mano, Cicerón le dio deliberadamente la espalda. Tuve el placer de ver como el desaprensivo joven se quedaba con la mano tendida y cara de pasmo hasta que por fin se encogió de hombros y se marchó. En cuanto a Híbrida, se tomó la condena con filosofía.

—Bueno —le dijo a Cicerón antes de que los lictores se lo llevaran—, me advertiste de por dónde soplaban los vientos y por suerte tengo a buen recaudo un poco de dinero para pasar la vejez. Además, me han dicho que la costa meridional de Galia se parece mucho a la bahía de Nápoles. Así pues, Cicerón, no te preocupes por mi destino. Después del discurso que has hecho, deberías preocuparte por el tuyo.

Debió de ser un par de horas después, más no, cuando la puerta de la casa de Cicerón se abrió violentamente y Metelo Celer apareció en un estado de gran agitación exigiendo ver a mi maestro. Cicerón estaba cenando con Terencia, y yo aún no había acabado de transcribir su discurso, pero vi que era un asunto de máxima urgencia y lo hice pasar enseguida.

Cicerón se hallaba recostado en un diván, explicando el final del juicio, cuando Celer entró a grandes zancadas en la habitación y lo interrumpió.

—¿Se puede saber qué has dicho de César esta mañana, en el tribunal?

—Buenas noches, Celer. Dije unas cuantas verdades, nada más. ¿Te apetece cenar con nosotros?

—Bueno, pues tuvieron que ser unas verdades bastante peligrosas, porque Cayo está tramando una venganza terrible.

—¿De verdad?—dijo Cicerón, intentando mostrar sangre fría—. ¿Y cuál va a ser mi castigo?

—Mientras hablamos, él está en el Senado organizándolo todo ¡para que ese cerdo de mi cuñado se convierta en plebeyo!

Cicerón se incorporó con tanta brusquedad que volcó su copa de vino.

—No, no, eso no puede ser. César nunca movería un dedo para ayudar a Clodio…, no después de lo que Clodio le hizo a su esposa.

—Te equivocas. Eso es lo que está haciendo ahora mismo.

—¿Cómo lo sabes?

—Mi querida esposa acaba de darse el placer de comunicármelo.

—Pero ¿cómo puede ser?

—Olvidas que César sigue siendo el sumo sacerdote. Ha convocado a la curia en una reunión urgente para que apruebe la adopción.

—¿Eso es legal?—preguntó Terencia.

—¿Acaso la legalidad importa cuando César está implicado?—comentó Cicerón con amargura. Se masajeó la frente con fuerza, como si de ese modo pudiera conjurar por obra de magia una solución—. ¿Y si le pedimos a Bíbulo que declare que los augurios no son favorables?

—César ya ha pensado en eso. Tiene a Pompeyo con él.

—¿Pompeyo?—Cicerón estaba perplejo—. ¡Esto cada vez pinta peor!

—Pompeyo es augur. Ha observado los cielos y ha declarado que todo está en orden.

—Tú también eres augur. ¿No puedes desautorizarlo?

—Puedo intentarlo. En cualquier caso, deberíamos ir al Senado.

Cicerón no necesitó que se lo repitiera. Calzado aún con zapatillas, salió con Celer a toda prisa, mientras sus ayudantes y yo los seguíamos jadeando. Las calles estaban silenciosas. César había obrado con tanta rapidez que ni siquiera había dado tiempo a que el rumor corriera entre la gente. Por desgracia, para cuando cruzamos el foro y abrimos las puertas del Senado, la ceremonia prácticamente había terminado. Con qué escena tan vergonzosa se encontraron nuestros ojos… César se hallaba en el estrado, en el extremo más alejado de la sala, ataviado con su túnica de sumo sacerdote y acompañado por sus lictores. Pompeyo estaba junto a él y tenía un aspecto ridículo con su gorro de augur y sujetando la varita divina. Había unos cuantos pontífices más, entre ellos Craso, que había ingresado en el Colegio de Sacerdotes a instancias de César para sustituir al difunto Cátulo. Apelotonados en los bancos como borregos estaba la curia, los treinta canosos ancianos que eran los jefes de las tribus de Roma. Y por último, para rematar la escena, Clodio, el de los dorados rizos, se hallaba de rodillas en el pasillo, junto a otro individuo. Al oír el ruido que hicimos al entrar, Todos se volvieron; no he olvidado la sonrisa de triunfo que apareció en el rostro de Clodio cuando vio que Cicerón lo estaba observando —era una mirada de malicia casi infantil—, pero fue sustituida rápidamente por una expresión de terror al ver que su cuñado se encaminaba hacia él, seguido de Cicerón.

—¿Qué coño está pasando aquí?—bramó Celer.

—Metelo Celer —intervino César con voz firme—, esto es una ceremonia religiosa. No la profanes.

—¿Una ceremonia religiosa?¿Con el mayor profanador de Roma, el mismo que se folló a tu mujer, arrodillado aquí?—Lanzó una patada a Clodio, que corrió a buscar protección a los pies de César—. ¿Y quién es este?—preguntó inclinándose sobre el otro hombre, que seguía de rodillas—. ¡Veamos quién se ha incorporado a la familia! —Lo cogió por la nuca, lo obligó a ponerse en pie y volverse para que lo viéramos… Era un sonrosado joven de unos veinte años.

—Mostrad un poco de respeto hacia mi padre adoptivo —dijo Clodio, que a pesar del miedo no podía dejar de reír.

—Eres repugnante. —Celer soltó al joven, se volvió hacia Clodio y alzó su poderoso puño para golpearlo, pero Cicerón lo sujetó.

—No, Celer, no les des una excusa para que te detengan.

—Sabio consejo —convino César.

Celer bajó el puño a regañadientes.

—Así que ahora resulta que tu padre es más joven que tú. ¡Menuda farsa habéis montado!

Clodio sonrió, como disculpándose.

—Es lo mejor que hemos encontrado en tan poco tiempo.

Me cuesta imaginar qué pensaron de semejante espectáculo los ancianos jefes de las tribus (ninguno tenía menos de cincuenta años), muchos de los cuales eran amigos de Cicerón. Más tarde nos enteramos de que los esbirros de César los habían sacado de sus casas, apartado de sus quehaceres y llevados a la fuerza al Senado, donde prácticamente se les había ordenado que dieran el visto bueno a la adopción de Clodio.

—¿Hemos acabado?—preguntó Pompeyo; además de tener un aspecto de lo más ridículo con su atuendo de augur se sentía sumamente incómodo.

—Sí, hemos acabado —dijo César; alzó la mano como si estuviera impartiendo la bendición en una boda y declaró—: Publio Clodio Pulcro, por los poderes que me confiere mi cargo de sumo sacerdote, declaro que a partir de ahora eres hijo adoptivo de Publio Fonteyo y serás inscrito en el registro público como plebeyo. Puesto que tu cambio de rango tiene efectos inmediatos, puedes presentarte a las elecciones de tribuno si ese es tu deseo. Gracias, señores.

César asintió en señal de que podían marcharse, la curia se levantó, el primer cónsul de Roma y sumo sacerdote se alzó un poco la túnica y bajó del estrado; su trabajo de aquella tarde había terminado. Cuando pasó ante Clodio, apartó la vista con desagrado, como pasaría cualquiera ante el cadáver de un animal tirado en la calle.

—Tendrías que haber hecho caso de mi advertencia —le bufó por lo bajo a Cicerón al pasar por delante de él—, ¡mira lo que me has obligado a hacer!

Se encaminó con sus lictores hacia la puerta, seguidos por Pompeyo, que hacía lo imposible por evitar la mirada de mi señor. Solo Craso se permitió una ligera sonrisa.

—Vamos, padre —dijo Clodio rodeando los hombros de Fonteyo con el brazo—. Deja que te ayude a volver a casa.

Soltó otra de sus irritantes y femeninas carcajadas y, tras hacer una burlona reverencia ante Cicerón y Celer, se unió al cortejo que salía.

—Puede que tú hayas acabado, César —gritó Celer—, ¡pero yo no! Soy el gobernador de la Galia Ulterior, no lo olvides, y tengo legiones bajo mi mando, ¡cosa que tú no! ¡Te lo advierto, ni siquiera he empezado!

Gritó a pleno pulmón. Su voz debió de oírse en buena parte del foro. Pero César abandonó la cámara y salió a la luz del día sin dar la menor muestra de haberlo oído. Cuando todo el mundo hubo salido y nos quedamos solos, Cicerón se dejó caer pesadamente en el banco más próximo y hundió la cabeza entre las manos. En las vigas de lo alto, las palomas aleteaban y arrullaban —siempre que oigo esas asquerosas aves me acuerdo del viejo edificio del Senado—, mientras que los ruidos que nos llegaban de la calle parecían extrañamente ajenos, de otro mundo, como si estuviéramos en la cárcel.

—No desesperes, Cicerón —dijo Celer con energía al cabo de un rato—. Clodio todavía no es tribuno… y si yo puedo evitarlo, no lo será.

—Puedo vencer a Craso —repuso Cicerón—. Puedo ser más listo que Pompeyo. Logré incluso contener a César en el pasado. Pero los tres unidos y teniendo a Clodio como arma… —Meneó la cabeza, fatigado—. Me pregunto cómo voy a arreglármelas para seguir vivo.

Esa noche, Cicerón fue a ver a Pompeyo y me llevó con él, en parte para demostrarle que se trataba de una visita profesional y en absoluto de cortesía, y sospecho que también para que le diera ánimos con mi presencia. Encontramos al gran hombre bebiendo en su refugio de soltero con su viejo compañero de armas Aulio Gabinio, originario de Piceno, como él. Cuando entramos, estaban examinando la maqueta del teatro; Gabinio la alababa con entusiasmo. Había sido este ambicioso tribuno quien había propuesto las leyes que habían proporcionado a Pompeyo unos poderes militares sin precedentes. A cambio, había sido ampliamente recompensado con un cargo de legado en Oriente, bajo el mando de su superior. En consecuencia, había pasado varios años fuera, y durante ese tiempo César se había acostado a sus espaldas con su mujer, la vulgar Lollia (al mismo tiempo que se acostaba con la de Pompeyo, dicho sea de paso). Gabinio había vuelto a Roma con la misma ambición pero cien veces más rico y decidido a convertirse en cónsul.

—Cicerón, querido amigo —dijo Pompeyo, levantándose para darle un abrazo—. ¿Te apetece tomar una copa de vino con nosotros?

—Me parece que no —contestó Cicerón con sequedad.

—Vaya —dijo Pompeyo, mirando a Gabinio—. ¿Has oído su tono? Ha venido para reprenderme por el asunto que te acabo de contar. —Y volviéndose hacia Cicerón añadió—: Supongo que no hace falta que te explique que ha sido idea de César, ¿verdad? Intenté convencerlo para que no lo hiciera.

—¿Sí?¿Y cómo es que no lo conseguiste?

—César opinaba, y en eso debo decir que coincido con él, que los comentarios que hiciste en el tribunal fueron una grave ofensa para nosotros y merecían una réplica pública de algún tipo.

—Así que habéis abierto la puerta para que Clodio pueda convertirse en tribuno, sabiendo que su intención declarada, una vez en el cargo, es llevarme a los tribunales.

—Yo no habría ido tan lejos, pero César se empeñó. ¿Estás seguro de que no te apetece un poco de vino?

—Durante muchos años —repuso Cicerón con rabia contenida—, he respaldado tus deseos y no te he pedido nada a cambio salvo tu amistad, más valiosa para mí que cualquier otro aspecto de mi vida pública. Y ahora, por fin, has mostrado al mundo el aprecio que me tienes dando a mi más encarnizado enemigo el arma que necesita para destruirme.

A Pompeyo le temblaron los labios y sus ojos de ostra se llenaron de lágrimas.

—Cicerón, estoy consternado. ¿Cómo puedes decir estas cosas? Nunca me quedaría al margen viendo como acaban contigo, pero mi posición no es fácil. Ya sabes, intentar ejercer una influencia moderadora sobre César es un sacrificio que tengo que hacer todos los días por el bien de la República.

—Pues parece que hoy no ha sido así.

—César opinaba que su dignidad y su autoridad estaban amenazadas por lo que dijiste ante el tribunal.

—Ni la mitad de amenazada que lo estará si hago público todo lo que sé sobre los manejos de la bestia de tres cabezas con Catilina.

Gabinio decidió intervenir.

—No creo que debas hablar a Pompeyo el Grande en ese tono.

—No, Aulio, no —repuso el aludido con tristeza—. Lo que dice Cicerón es verdad. César ha ido demasiado lejos. Los dioses saben que he hecho todo lo posible para moderar sus actos desde un segundo plano. Cuando mandó encerrar a Catón, yo ordené que lo soltaran de inmediato. Y de no haber sido por mí el pobre Bíbulo habría sufrido algo mucho peor que un baño de excrementos. Sin embargo, en esta ocasión he fracasado. Me temo que tenía que ocurrir un día u otro. César es tan… implacable. —Suspiró, cogió uno de los templos en miniatura de la maqueta y lo contempló con aire pensativo—. Tal vez se acerque el momento de romper con él. —Lanzó una mirada maliciosa a Cicerón, en sus ojos ya no había lágrimas—. ¿Qué te parecería eso?

—Me parece que nunca será demasiado pronto para que lo hagas.

—Puede que tengas razón. —Con sus rollizos dedos, Pompeyo depositó delicadamente el templo en su sitio—. ¿Sabes qué es lo último que está tramando?

—No.

—Quiere que le sea concedido mando militar.

—Estoy seguro, pero el Senado ya ha decretado que este año no habrá reparto de provincias para los cónsules.

—Sí, eso ha decretado, pero a César el Senado le trae sin cuidado. Hará que Vatinio presente un proyecto de ley en ese sentido ante una asamblea popular.

—¿Qué?

—Un proyecto de ley que le otorgue no una provincia sino dos, Bitinia y Galia Citerior, y la facultad de armar un ejército compuesto por dos legiones. Además, no quiere que sea un nombramiento para un año, sino para cinco.

—El otorgamiento de las provincias ha sido desde siempre una prerrogativa del Senado, no del pueblo —protestó Cicerón—. ¡Y cinco años! Eso hace pedazos nuestra Constitución.

—César dice que no. Me dijo: «¿Qué hay de malo en confiar en el pueblo?».

—No es el pueblo. ¡Es la chusma controlada por Vatinio!

—Bueno —dijo Pompeyo—. Quizá ahora comprenderás por qué esta tarde acepté observar los cielos para él. Naturalmente, tendría que haberme negado, pero debo mantener la perspectiva. Alguien tiene que controlarlo.

Cicerón, desesperado, se llevó las manos a la cabeza.

—Bueno —dijo por fin—, ¿puedo explicar a mis amigos tus razones para que hoy le siguieras la corriente? De lo contrario creerán que ya no cuento con tu apoyo.

—Si no tienes más remedio… pero que sea en el más estricto secreto. Diles de mi parte, y Aulio es testigo, que ningún mal recaerá sobre Marco Tulio Cicerón mientras Pompeyo el Grande siga respirando en Roma.

Mi señor permaneció silencioso y pensativo durante el trayecto de vuelta a casa. En lugar de dirigirse a su biblioteca, se puso a dar vueltas por el jardín, en la oscuridad, mientras yo me sentaba con un candil y anotaba todo lo que era capaz de recordar de su conversación con Pompeyo. Cuando hube acabado, me pidió que lo acompañara y fuimos a la casa de al lado, a ver a Metelo Celer.

Me preocupaba que Clodia estuviera presente, pero no había señales de ella. Celer se hallaba en el comedor, iluminado por un solitario candelabrum, masticando con aire aburrido una pata de pollo frío sin más compañía que una jarra de vino. Cicerón rechazó por segunda vez en esa noche una copa y me pidió que leyera a Celer lo que Pompeyo había dicho. Como era de prever, se indignó.

—Así que yo me voy a tener que conformar con la Galia Ulterior, que es donde hay guerra, y él se va a llevar la Citerior, pero los dos vamos a tener el mismo número de legiones. ¿Es eso?

—Sí, salvo que César tendrá sus provincias durante un lustro, mientras que tú deberás retirarte del cargo al cabo de un año. Puedes estar seguro de que si hay alguna gloria en juego, César la acaparará por completo.

Celer soltó un bufido de rabia y alzó el puño.

—¡Hay que pararle los pies! Me da igual si son tres los que dirigen esta República. ¡Nosotros somos cientos!

Cicerón se sentó en el diván, junto a él.

—No hace falta que derrotemos a los tres —dijo en voz baja—. Con uno bastará. Ya has oído lo que ha dicho Pompeyo. Si pudiéramos acabar con César, no creo que a Pompeyo le importara demasiado. Lo único que le interesa es su propia dignidad.

—¿Y qué me dices de Craso?

—Una vez que César esté fuera de escena, Craso y Pompeyo dejarán de ser aliados. No se soportan. No lo dudes, César es la piedra que aguanta el arco. Retírala, y la estructura caerá.

—¿Qué propones que hagamos?

—Arrestarlo.

Celer miró fijamente a Cicerón.

—Pero la persona de César es doblemente inviolable: en su condición de sumo sacerdote y, después, como cónsul.

—¿De verdad crees que él se preocuparía por la legalidad si estuviera en nuestro lugar? Hasta la fecha, todos los actos que ha realizado en calidad de cónsul han sido ilegales. Una de dos: o le paramos los pies ahora que todavía estamos a tiempo, o dejamos que nos vaya cazando uno tras otro hasta que no quede nadie que se le oponga.

Me quedé asombrado ante lo que estaba escuchando. Estoy seguro de que hasta aquella tarde Cicerón nunca había pensado ni por un momento en una acción tan desesperada. El hecho de que se hubiera atrevido a expresarla en voz alta daba una idea del abismo que veía abrirse a sus pies.

—¿Cómo sugieres hacerlo?—preguntó Celer.

—Tú eres el que tiene un ejército. ¿De cuántos hombres dispones?

—Tengo dos cohortes acampadas fuera de las murallas de la ciudad, listas para marchar conmigo hacia Galia.

—¿Hasta qué punto te son leales?

—¿A mí? Por completo.

—¿Estarían dispuestos a detener a César en su residencia durante la noche y a retenerlo en alguna parte?

—Si se lo ordeno, desde luego. Pero ¿no sería mejor matarlo?

—No —contestó Cicerón—. Debe ser juzgado. Insisto en ello. No quiero «accidentes». Tendremos que aprobar un proyecto de ley para constituir un tribunal especial encargado de juzgar sus actos ilegales. Yo me encargaré de la acusación. Es importante que todo se haga limpia y abiertamente.

Celer no parecía muy convencido.

—Siempre y cuando estés de acuerdo en que solo cabe un veredicto.

—Y Pompeyo tiene que dar su aprobación…. No pienses ni por un momento que vas a poder volver a tu vieja costumbre de oponerte a todos sus deseos. Tendremos que garantizarle que sus hombres conservarán sus tierras, confirmarle sus asentamientos en Oriente… tal vez concederle incluso un segundo consulado.

—Eso es duro de aceptar. ¿No estaremos sustituyendo a un tirano por otro?

—No —dijo Cicerón con firmeza—. César es un hombre de una pasta completamente distinta. Pompeyo solo desea gobernar el mundo. César quiere hacerlo añicos y recomponerlo a su propia imagen. Y hay algo más. —Hizo una pausa mientras buscaba las palabras adecuadas.

—¿Qué? Es más listo que Pompeyo, eso lo admito.

—Oh, sí, sí, claro. Es cien veces más listo. Pero no es eso, no… es algo más… No sé… hay en él como una especie de temeridad divina… un desprecio hacia el mundo… como si para él todo fuera una broma. Esa cualidad, sea lo que sea, es lo que hace que resulte tan difícil pararle los pies.

—Todo eso es muy filosófico, pero te diré cómo vamos a hacerlo. Es fácil: le clavamos una espada en la garganta y verás como se muere igual que cualquier otro. Pero tenemos que hacerlo como él lo haría con nosotros: deprisa, sin remordimientos y cuando menos lo espere.

—¿Cuándo propones hacerlo?

—Mañana por la noche.

—No, es demasiado pronto —dijo Cicerón—. Esto no podemos hacerlo tú y yo solos. Tenemos que buscarnos aliados.

—En ese caso, César acabará enterándose. Ya sabes la cantidad de informadores que tiene.

—Me refiero a media docena de hombres, como mucho. Todos de fiar.

—¿Quiénes?

—Lúculo, Hortensio, Isáurico… todavía tiene mucho peso y nunca ha perdonado a César que se convirtiera en sumo sacerdote. Puede que también Catón.

—¿Catón?—bufó Celer—. ¡César se habrá muerto de viejo y nosotros todavía estaremos discutiendo si es ético o no liquidarlo!

—Yo no estoy tan seguro. Catón fue quien más exigió emprender acciones contra Catilina. Además, la gente lo respeta casi tanto como ama a César.

Una madera del suelo crujió y Celer se llevó un dedo a los labios para indicar silencio.

—¿Quién hay?—gritó.

La puerta se abrió. Era Clodia. Me pregunté cuánto tiempo llevaría escuchando y cuánto habría oído. Evidentemente, Celer pensó lo mismo.

—¿Qué estás haciendo?—quiso saber.

—Me disponía a salir y he oído voces.

—¿A salir?—preguntó Celer con recelo—. ¿A estas horas?¿Se puede saber adónde vas?

—¿A ti qué te parece? A ver a mi hermano plebeyo. ¡A celebrarlo!

Celer soltó una maldición, agarró la jarra de vino y se la lanzó, pero ella ya había salido y el cacharro se estrelló contra la pared. Contuve el aliento a la espera de ver si ella contraatacaba, pero entonces oí que la puerta principal se abría y se cerraba.

—¿Cuándo crees que puedes reunir al resto?—preguntó Celer—. ¿Mañana?

—Mejor pasado mañana —contestó Cicerón, que no acababa de creerse aquella conversación—. De lo contrario parecerá que se trata de una emergencia y César podría enterarse. Lo mejor será que nos reunamos en mi casa pasado mañana, cuando hayamos concluido nuestras tareas públicas.

Al día siguiente, Cicerón escribió las invitaciones de su puño y letra y me mandó que las entregara personalmente a sus destinatarios. Los cuatro estaban de lo más intrigados, sobre todo porque se habían enterado de la maniobra para que Clodio pasara a formar parte de la plebe. Lúculo incluso llegó a decirme con una de sus sonrisas de superioridad: «¿Qué quiere tramar tu señor conmigo, un asesinato?». Aun así, todos aceptaron acudir —incluso Catón, que no era una persona demasiado sociable— porque estaban realmente preocupados por la dirección que tomaban los acontecimientos. La propuesta de Vatinio para que concedieran dos provincias y un ejército a César durante cinco años acababa de ser colgada en el foro. Los patricios estaban furiosos; los populistas, exultantes; el ambiente en la ciudad era tumultuoso. Hortensio me llevó aparte y me dijo que si quería hacerme una idea de lo mal que estaban las cosas no tenía más que acercarme al mausoleo de los Sergio, en el cruce de caminos que había pasada la puerta Capena. Allí era donde había sido enterrada la cabeza de Catilina. Cuando fui, vi que estaba llena de flores recién cortadas.

Decidí no contar nada a Cicerón de aquellos tributos florales. Bastante tenso estaba. El día de la reunión se encerró en la biblioteca y no volvió a salir hasta que faltó poco para la hora convenida. Entonces tomó un baño, se vistió con ropa limpia y supervisó la distribución de las sillas en el tablinum.

—La verdad es que soy demasiado legalista para este tipo de cosas —me confesó.

Yo le manifesté mi acuerdo, pero la verdad es que creo que su verdadero motivo de preocupación no era la legalidad sino su naturaleza miedosa.

Catón fue el primero en llegar, con su habitual aspecto desaseado, descalzo y con la toga sucia. Hizo una mueca de disgusto ante lo lujoso de la casa pero aceptó rápidamente una copa de vino, era un gran bebedor y ese era su único vicio. Hortensio fue el siguiente; comprendía la creciente preocupación de Cicerón respecto a Clodio y daba por sentado que la reunión había sido convocada para tratar aquel asunto. Lúculo e Isáurico, los dos viejos generales, llegaron juntos.

—Esto casi parece una conspiración —comentó Isáurico—. ¿Va a venir alguien más?

—Metelo Celer —contestó Cicerón.

—Bien —dijo Isáurico—. Apruebo su presencia, me parece que es nuestra mejor esperanza para los tiempos que se avecinan. Al menos, él sabe luchar.

Los cinco se sentaron en círculo. Aparte de ellos, yo era la única persona presente en la habitación. Hice una ronda con la jarra de vino y me senté en un rincón. Cicerón me había ordenado que no tomara notas pero que intentara memorizar todo lo posible para transcribirlo después. Había asistido a tantas reuniones con aquellos hombres a lo largo de los años que nadie reparó en mi presencia.

—¿Podemos saber de qué va todo esto?—quiso saber Catón.

—Creo que no es difícil adivinarlo —contestó Lúculo.

—Sugiero que esperemos a que llegue Celer —propuso Cicerón—. Él es el que más tiene que colaborar.

El grupo permaneció sentado y en silencio hasta que Cicerón no aguantó más y me dijo que me acercara a la casa de al lado y averiguara qué retenía a Celer.

No pretendo tener dotes de adivino, pero nada más acercarme a la casa tuve la certeza de que algo iba mal. El exterior estaba muy silencioso, no se veían las habituales idas y venidas. Dentro reinaba la quietud que suele acompañar a las catástrofes. El mayordomo de Celer, al que conocía bastante bien, me recibió con lágrimas en los ojos y me dijo que el día anterior su señor había caído presa de unos intensos dolores, y que los doctores, a pesar de no ponerse de acuerdo en el diagnóstico, habían coincidido en que el desenlace podía ser fatal. Sentí que se me hacía un nudo en las tripas y le rogué que fuera a ver a su señor y le preguntara si tenía algún mensaje para Cicerón, que lo estaba esperando en su casa. El mayordomo salió y regresó con una sola palabra, la única, al parecer, que Celer había sido capaz de articular: «¡Ven!».

Corrí a casa de Cicerón. Cuando entré en el tablinum, todos los senadores se volvieron para mirarme, dando por sentado que era Celer, y gruñeron de impaciencia al ver que hacía gestos a mi señor para indicarle que debía hablar con él en privado.

—¿A qué estás jugando?—me preguntó, irritado, cuando salimos al atrio. Tenía los nervios de punta—. ¿Dónde está Celer?

—Está muy enfermo —contesté—. Es posible que se esté muriendo. Quiere que vayas sin tardanza.

¡Pobre Cicerón! Aquello debió de ser un golpe tremendo para él. Casi podría asegurar que se tambaleó. Sin decir palabra, fuimos a toda prisa a casa de Celer, donde el mayordomo nos estaba esperando para conducirnos a sus aposentos. Nunca olvidaré aquellos siniestros pasillos, la débil luz de los candiles y el penetrante aroma del incienso que intentaba disimular el hedor a vómito y descomposición. Habían llamado a tantos médicos, que estos prácticamente bloqueaban la entrada a la estancia de Celer mientras hablaban en griego entre ellos. Tuvimos que abrirnos paso a la fuerza. Dentro hacía un calor asfixiante y estaba tan oscuro que Cicerón se vio obligado a coger un candil y llevarlo donde yacía el senador. Aparte de los vendajes que cubrían las partes del cuerpo donde lo habían sangrado, se hallaba desnudo. Tenía docenas de sanguijuelas adheridas a los brazos y a la parte interior de los muslos, y la boca manchada de una espuma negruzca. (Más adelante supe que le habían administrado carbón como parte de una pócima curativa.) La fuerza de sus convulsiones les había obligado a atarlo a la cama.

Cicerón se arrodilló junto a él.

—Celer, mi querido Celer —dijo con gran ternura—, ¿quién te ha hecho esto?

Al oír la voz de Cicerón, Celer volvió el rostro hacia él e intentó hablar, pero lo único que salió de su boca fue un borboteo ininteligible de baba negra. Después de eso, se rindió. Cerró los ojos para no volver a abrirlos jamás.

Cicerón se quedó un rato más e interrogó a unos cuantos galenos. Como suele suceder entre médicos, no hubo forma de que se pusieran de acuerdo, aunque todos coincidieron en que nunca habían visto ningún cuerpo sano derrumbarse tan rápidamente por una enfermedad.

—¿Una enfermedad?—preguntó Cicerón, incrédulo—. Está claro que ha sido envenenado.

«¿Envenenado?» Los médicos dieron un paso atrás al oír aquella palabra. No, no, aquello era una enfermedad terrible, una virulenta infección, el resultado de la mordedura de una serpiente, cualquier cosa menos un envenenamiento. Era una posibilidad demasiado terrible para considerarla siquiera. Además, ¿quién iba a querer envenenar al noble Celer?

Cicerón lo dejó en manos de los galenos. Nunca albergó la menor duda de que Celer había sido asesinado, pero nunca llegó a descubrir si detrás se hallaba la mano de César o la de Clodio. En nuestros días, la verdad sigue siendo un misterio. Sin embargo, Cicerón estaba seguro de quién le había administrado la dosis fatal, porque cuando salíamos de casa del muerto nos cruzamos con Clodia, que entraba acompañada ni más ni menos que por el joven Celio Rufo, feliz tras su victoria sobre Híbrida. Y si bien los dos asumieron rápidamente una expresión de duelo, no hacía falta ser un lince para saber que un momento antes estaban riendo. Aunque se apresuraron a guardar las formas y la distancia, estaba claro que eran amantes.