Toda Roma contuvo el aliento a la espera del siguiente movimiento de César. «Lo único que podemos esperar es lo inesperado», comentó Cicerón. Transcurrieron cinco meses, pero cuando César hizo su jugada, fue sin duda maestra.
Un día de diciembre, casi a finales de año, y poco antes de que César tuviera que tomar posesión de su cargo, Cicerón recibió una visita del eminente hispano Lucio Cornelio Balbo.
Aquel curioso personaje tenía en esa época unos cuarenta años. Era un rico comerciante nacido en Gades y de origen fenicio. Tenía la tez morena, el cabello y la barba negros como el azabache, y los dientes y el blanco de los ojos como el marfil. Hablaba muy deprisa y se reía constantemente echando hacia atrás su pequeña y cuidada cabeza, de modo que hasta los hombres más aburridos de Roma, tras pasar un rato en su compañía, acababan creyéndose de lo más ingeniosos. Tenía un don especial para arrimarse a los personajes importantes: primero, a Pompeyo, a cuyas órdenes había servido en Hispania y que lo ayudó a adquirir la ciudadanía romana, y después a César, que lo conoció en Gades, en su etapa de gobernador de la provincia, lo nombró ingeniero jefe durante la conquista de Lusitania y luego se lo llevó a Roma para que le ayudara con los recados. Balbo conocía a todo el mundo, aunque no todo el mundo lo conocía a él, y cuando entró alegremente en casa de Cicerón aquella mañana de diciembre, lo hizo con los brazos abiertos, como si fueran amigos íntimos.
—¡Mi querido Cicerón! —exclamó con su marcado acento—. ¿Cómo estás? Tienes mejor aspecto que nunca, y yo siempre te he visto con un aspecto estupendo.
—Entonces supongo que estoy más o menos como siempre. —Cicerón le hizo un gesto para que tomara asiento—. Y dime, ¿cómo está César?
—Maravillosamente —repuso Balbo—. Está maravillosamente. Me pide que te transmita sus mejores saludos y su absoluta garantía de que es tu mayor y más sincero amigo en este mundo.
—Caramba, Tiro —dijo Cicerón, volviéndose hacia mí—, ha llegado el momento de que contemos nuestra cubertería.
Balbo dio una palmada, levantó las rodillas y se desternilló literalmente de risa.
—¡Eso ha sido muy gracioso… «contar la cubertería»! Se lo diré, le hará mucha gracia. ¡La cubertería! —Se enjugó los ojos y respiró hondo—. Ahora en serio, Cicerón, cuando César brinda su amistad a alguien, no es para tomárselo a la ligera. César es de los que opina que en este mundo cuentan los hechos, no las palabras.
Cicerón tenía un montón de documentos jurídicos por leer.
—Balbo —dijo en tono fatigado—, seguro que has venido a decirme algo. ¿Serías tan amable de ir al grano?
—Por supuesto. Ya veo que estás muy ocupado. Te ruego que me disculpes. —Se llevó la mano al pecho—. César me ha pedido que te diga que él y Pompeyo han llegado a un acuerdo y tienen intención de resolver la cuestión del reparto de tierras de una vez por todas.
Cicerón me lanzó una mirada rápida. Era exactamente lo que él había predicho.
—¿Y en qué términos se resolverá?—preguntó a Balbo.
—Los terrenos públicos de Campania se repartirán entre los legionarios desmovilizados de Pompeyo y los ciudadanos pobres de Roma que deseen cultivar la tierra. Todo será supervisado por una comisión compuesta por veinte personas. César confía y desea contar con tu apoyo.
Cicerón lanzó una carcajada de incredulidad.
—¡Pero si este plan es prácticamente igual al proyecto de ley que presentó durante mi consulado y al que me opuse radicalmente!
—En este caso habrá una gran diferencia —repuso Balbo con una sonrisa maliciosa—. Lo que te voy a decir no debe salir de aquí, ¿de acuerdo?—Sus ojillos chispeaban de placer; se pasó su pequeña y rosada lengua por sus blancos dientes—. La comisión oficial estará integrada por veinte personas, pero habrá una comisión interna de solo cinco magistrados que tomará todas las decisiones. César se sentiría honrado, sumamente honrado, si aceptaras unirte a ella.
Aquello pilló por sorpresa a Cicerón.
—¿De verdad?¿Y quiénes serían los otros cuatro?
—Aparte de ti, estarían César, Pompeyo, alguien que todavía queda por decidir y… —Balbo hizo una pausa para enfatizar sus palabras, como un mago presto a sacar un pájaro exótico de un cesto vacío— Craso.
Hasta ese momento Cicerón había tratado al hispano con una especie de amistoso desdén, como si fuera un personaje poco serio, uno más de esos correveidiles que abundaban en el mundo de la política. Pero en ese momento lo miraba perplejo.
—¿Craso?—repitió—. Pero si Craso ni siquiera soporta vivir en la misma ciudad que Pompeyo… ¿Cómo va a sentarse con él en una comisión de solo cinco miembros?
—Craso es muy amigo de César, y Pompeyo también, de modo que César ha hecho el papel de mediador en interés del Estado.
—¡Querrás decir en interés de cada uno de ellos! No funcionará.
—Desde luego que funcionará. César, Pompeyo y Craso se han reunido y están de acuerdo. Convendrás conmigo que, ante semejante alianza, nadie en Roma se opondrá.
—Si ya está todo acordado, ¿para que se me necesita?
—Como Padre de la Patria, tu autoridad es única.
—De modo que quieren que me incorpore en el último momento para darle un aire de respetabilidad, ¿no es eso?
—No, en absoluto. Tú tendrías la misma posición y categoría que ellos. César me ha autorizado para que te diga que no se tomaría ninguna decisión importante en lo tocante el gobierno del imperio sin consultarte primero.
—O sea, que esa comisión interna actuaría, de hecho, como el gobierno ejecutivo de la República.
—Exactamente.
—¿Y cuánto tiempo funcionaría?
—¿Cómo dices?
—¿Cuándo se disolverá esa comisión?
—Nunca. Será permanente.
—¡Pero eso es un ultraje! En nuestra historia no existe precedente alguno de una institución como esa. ¡Sería el primer paso en el camino hacia la dictadura!
—Mi querido Cicerón, exageras.
—Nuestras elecciones anuales dejarían de tener sentido. Los cónsules se convertirían en simples marionetas, el Senado no tendría razón de ser. Esa comisión controlaría las tierras, la aplicación de los impuestos y…
—Nos aportaría estabilidad.
—¡Nos aportará una cleptocracia!
—¿Estás de verdad rechazando la oferta de César?
—Di a tu señor que agradezco su consideración hacia mí y que no albergo otro deseo que ser su amigo, pero no puedo dar mi aprobación a ese asunto.
—Bien —repuso Balbo, claramente sorprendido—, se llevará una decepción…, más que eso, un disgusto, lo mismo que Pompeyo y Craso. Como es natural, querrán tener la seguridad de que no te opondrás a ellos.
—¡Estoy seguro de que lo querrán!
—En efecto. No desean enfrentamientos. Pero si surge alguna oposición, no te quepa duda de que le harán frente.
Cicerón hizo un gran esfuerzo para controlar su genio.
—Diles que durante más de un año he luchado en nombre de Pompeyo para lograr un buen acuerdo para sus veteranos… en contra, debo decir, de la fuerte oposición de Craso. Diles que no me retracto de lo hecho, pero que no pienso tomar parte en ningún acuerdo secreto para establecer un gobierno paralelo. Eso sería una burla a todo lo que he defendido a lo largo de mi vida pública. Y ahora, creo que ya conoces el camino de salida.
Cuando Balbo se hubo marchado, Cicerón se quedó sentado en su biblioteca, en silencio, mientras yo iba de puntillas de un lado a otro ordenando su correspondencia en montones distintos.
—¿Te lo quieres creer?—dijo al fin—. ¡Me envían a ese mercachifle para ofrecerme una quinta parte de la República a precio de rebajas! Nuestro César se tiene por un gran caballero, pero no es más que un vulgar ladrón.
—Puede que haya problemas —le previne.
—Bueno, pues que los haya. No tengo miedo.
Pero sí, tenía miedo; de repente allí estaba otra vez aquella cualidad que tanto admiraba en él: su decisión de hacer lo correcto con miedo o sin él. En aquella época Cicerón sabía que su posición en Roma no tardaría en hacerse insostenible. Tras un largo período de reflexión, me dijo:
—Durante todo el rato que ese ridículo hispano ha estado hablando, no he dejado de pensar en lo que Calíope me dice en mi autobiografía en verso. ¿Te acuerdas?
Cerró los ojos y recitó:
—«Entretanto, aquellos caminos que de joven buscaste (sí, también cuando fuiste cónsul, según la virtud y el humor exigieran) siguen alimentando tu buen nombre y la alabanza de la buena gente.»
»Tengo mis defectos, Tiro, y tú los conoces mejor que nadie, de modo que no necesito decírtelos, pero no soy como Pompeyo, César o Craso. Todo lo que he hecho, todos los errores que he cometido, lo he hecho por mi país; ellos… todo lo que hacen, lo hacen por su propio beneficio, incluso si eso supone apoyar a un traidor como Catilina. —Dejó escapar un largo suspiro. Casi parecía sorprendido por sus principios—. Bueno, supongo que habrá que decir adiós a unas cuantas cosas: a una vejez tranquila, a la reconciliación con mis enemigos, al poder, al dinero, a la popularidad entre la chusma… —Se cruzó de brazos y agachó la cabeza.
—Eso es renunciar a muchas cosas —dije.
—Sí, a muchas. Quizá deberías correr tras Balbo y decirle que he cambiado de opinión.
—¿Voy?—Mi voz sonó impaciente (lo que más ansiaba era una vida tranquila), pero Cicerón no pareció oírme. Continuó hablando por lo bajo de historia y heroísmo, y al cabo de un rato volví a ocuparme de su correspondencia.
Pensé que «el monstruo de tres cabezas», como llegaría a ser conocido el triunvirato de César, Craso y Pompeyo, renovaría su oferta, pero Cicerón no volvió a saber de ellos. A la semana siguiente, César se convirtió en cónsul y rápidamente presentó su proyecto de ley ante el Senado. Yo estaba observando desde la puerta, junto con una multitud que no cesaba de darse empujones, cuando empezó a preguntar a los senadores de mayor rango su opinión sobre la propuesta. El primero fue Pompeyo. Como era de esperar, el gran hombre dio su aprobación en el acto. Lo mismo hizo Craso. Cuando le llegó el turno a Cicerón, este dio su consentimiento bajo la atenta mirada de César. Hortensio la rechazó, al igual que Lúculo y Celer. César siguió preguntando y no tardó en llegar a Catón, que también confirmó su oposición. Sin embargo, en lugar de manifestar su opinión y luego sentarse, como los demás, continuó con su denuncia, remontándose a la antigüedad en busca de precedentes para argumentar que la tierra se mantenía en manos públicas por el bien de la nación y que no debía parcelarse en beneficio de políticos sin escrúpulos. Al cabo de una hora, se hizo evidente que no tenía intención de sentarse y que había decidido recurrir a su viejo truco de hablar tanto tiempo como fuera capaz con tal de bloquear la iniciativa.
César, cada vez más exasperado e impaciente, no dejaba de golpear el suelo con el pie. Al fin, no pudo más y se puso en pie.
—¡Ya te hemos escuchado bastante! —gritó, interrumpiendo a Catón a media frase—. ¡Siéntate, maldito charlatán moralista, y deja que hablen los demás!
—Cualquier senador tiene derecho a hablar tanto como le plazca —replicó Catón—. Deberías conocer las normas de esta casa si de verdad deseas presidirla. —Y dicho eso, siguió hablando.
—¡Siéntate! —tronó César.
—No me das miedo —replicó Catón, y se negó a ceder la palabra.
¿Has visto alguna vez cómo ladea la cabeza un ave de presa cuando localiza una posible víctima? Bueno, pues ese era el aspecto de César en ese instante. Su aguileño perfil se inclinó primero a la derecha, luego a la izquierda, y a continuación extendió un largo dedo y llamó al jefe de sus lictores. Señaló a Catón.
—Sácalo de aquí —le ordenó. El lictor parecía indeciso—. He dicho —repitió César con voz aterradora— ¡que lo saques de aquí!
El lictor no necesitó más. Reunió media docena de sus colegas y bajó por el pasillo en dirección a Catón, que siguió hablando incluso cuando los lictores empezaron a saltar por encima de los bancos para apresarlo. Dos de ellos lo agarraron por los brazos y se lo llevaron a rastras hacia la puerta; un tercero recogió sus papeles sobre las cuentas del Tesoro mientras los miembros del Senado lo miraban horrorizados.
—¿Qué hacemos con él?—preguntó el jefe de los lictores.
—Encerradlo en la Carcer —ordenó César—, y dejad que dé lecciones de moral a las ratas durante un par de noches.
Cuando Catón fue llevado a rastras fuera de la cámara, algunos senadores protestaron por semejante tratamiento. El gran estoico pasó ante mis ojos sin oponer resistencia pero sin dejar de vociferar sus argumentos. Celer se levantó en la primera fila y salió corriendo tras él, seguido de cerca por Lúculo y también por Marco Bíbulo, el otro cónsul electo. Calculo que una treintena de senadores se unieron a aquella demostración. César bajó del estrado e intentó bloquear el paso a algunos de los que salían. Recuerdo que cogió del brazo al viejo Petreyo, el comandante que había derrotado a las fuerzas de Catilina en Pisae.
—Petreyo, eres un soldado, igual que yo. ¿Por qué te marchas?—le preguntó.
—¡Porque prefiero estar en la cárcel con Catón que aquí contigo! —contestó, zafándose.
—¡Vete, pues! —gritó César a su espalda—. ¡Idos todos! Pero recordad esto: ¡mientras yo sea cónsul, la voluntad del pueblo no se verá frustrada por artimañas de procedimiento ni por antiguas costumbres! Este proyecto de ley será presentado al pueblo tanto si os gusta como si no, y será votado antes de que acabe el mes.
Regresó al estrado, se sentó y miró con furia a su alrededor, desafiando a cualquiera a poner en duda su autoridad.
Cicerón permaneció en su asiento a regañadientes mientras proseguía el turno de preguntas. Cuando la sesión finalizó, una vez fuera del Senado, Hortensio fue a su encuentro y le preguntó en tono de reproche por qué no había salido con los demás.
—No me eches la culpa de un desastre al que nos habéis llevado vosotros —contestó Cicerón—. Os advertí lo que ocurriría si seguíais tratando con desprecio a Pompeyo.
Sin embargo, me di cuenta de que estaba avergonzado, y en cuanto pudo se escabulló a su casa.
—Me las he arreglado para llevarme lo peor de ambos bandos —se quejó mientras subíamos por la colina—. No saco nada defendiendo a César, sin embargo sus enemigos me echan en cara que soy un traidor. ¡Menudo maestro de la política estoy hecho!
En un año normal, César no habría conseguido sacar adelante su proyecto de ley o, como mínimo, se habría visto obligado a negociar. Su propuesta recibió principalmente la oposición de su colega en el consulado, Marco Calpurnio Bíbulo, un patricio orgulloso e irascible cuya desgracia política fue tener que compartir el consulado con César y que, en consecuencia, quedó tan a su sombra que su nombre apenas se recuerda. «Estoy cansado de hacer de Pólux para Castor» declaró con gran enfado, y juró que siendo cónsul las cosas serían diferentes. César también tenía en contra ni más ni menos que a tres tribunos: Ancario, Calvino y Fanio, cada uno de los cuales disponía de derecho de veto. Pero estaba decidido a salirse con la suya al coste que fuera, y empezó así a planear la destrucción de la Constitución romana, un acto por el cual confío en que la humanidad lo condene eternamente.
Primero, incluyó en el proyecto de ley una cláusula que disponía que todo senador debía jurar, bajo pena de muerte, que nunca intentaría derogar la ley una vez se hubiera incorporado al ordenamiento jurídico. A continuación, convocó una asamblea pública a la que concurrieron Craso y Pompeyo. Cicerón permaneció con el resto de los senadores y presenció cómo Pompeyo, por primera vez en su larga carrera, se veía obligado a lanzar una amenaza directa.
—Este proyecto de ley es justo —declaró—. Mis hombres han derramado su sangre por la tierra romana, y es de justicia que cuando regresen se les entregue parte de esa tierra como recompensa.
—¿Y qué pasará —preguntó César con fingida ingenuidad— si los que se oponen a este proyecto de ley recurren a la violencia?
—Si alguien llega con la espada, yo llevaré mi escudo —respondió Pompeyo, y luego añadió con énfasis—: Pero también llevaré mi espada.
La multitud rugió encantada. Cicerón no pudo soportarlo más, así que dio media vuelta, se abrió paso entre sus colegas senadores y abandonó la asamblea.
Las palabras de Pompeyo fueron, de hecho, una llamada a las armas. En cuestión de días, Roma empezó a llenarse de sus veteranos. Les pagó de su bolsillo para que acudieran desde todos los rincones de Italia y los instaló en tiendas, más allá de las murallas o en alojamientos baratos de la ciudad. Por su parte, ellos introdujeron armas de contrabando y las mantuvieron ocultas a la espera del primer día de enero, cuando el proyecto de ley debía ser votado por el pueblo. Los senadores que eran conocidos por oponerse a la propuesta eran objeto de burla por las calles y sus casas fueron apedreadas.
El hombre que organizó aquella campaña intimidatoria para la bestia de tres cabezas fue el tribuno Publio Vatinio, famoso por ser el hombre más feo de Roma. Siendo niño, había enfermado de escrófula, dolencia que le había dejado el rostro y el cuello cubiertos de colgantes verdugones de color amoratado. Tenía el cabello ralo y las piernas flacas y arqueadas, de modo que cuando caminaba parecía que acabara de regresar de un largo viaje a caballo o se hubiera hecho sus necesidades encima. Curiosamente, también era un hombre de gran encanto, no daba la menor importancia a lo que dijeran de él, y solía responder a las burlas sobre su aspecto con comentarios igualmente mordaces. Los hombres de Pompeyo le profesaban verdadera devoción, lo mismo que la plebe. Vatinio organizó numerosas asambleas a favor del proyecto de ley de César, y en una ocasión convocó al cónsul Bíbulo para someterlo a un interrogatorio cruzado en el estrado de los tribunos. En el mejor de los días, Bíbulo era un hombre irascible, y Vatinio, que lo sabía, hizo que sus seguidores improvisaran con unos cuantos bancos de madera una pasarela que iba desde el estrado de los tribunos hasta la Carcer. Cuando Bíbulo atacó el proyecto de ley con su violento lenguaje —«Este año no tendréis vuestra ley, ni aunque la pidáis todos vosotros»—, Vatinio lo mandó arrestar y lo obligó a recorrer la pasarela hasta la cárcel cual prisionero de los piratas forzado a caminar por el tablón.
Cicerón contempló casi todo esto desde el jardín de su casa, envuelto en una capa para abrigarse del frío del mes de enero. Se sentía muy desdichado y procuraba mantenerse alejado, pero no tardó en verse acosado por sus propios y más graves problemas.
Una mañana, mientras se desarrollaban aquellos tumultuosos acontecimientos, abrí la puerta y me encontré con Antonio Híbrida, que esperaba en la calle. Habían pasado más de tres años desde la última vez que lo había visto, y al principio no lo reconocí. Con las carnes y los caldos de Macedonia, había aumentado de peso, e incluso estaba más colorado, como si todo él se hubiera cubierto con una capa añadida de grasa veteada de rojo. Cuando lo hice pasar a la biblioteca, Cicerón saltó de la silla como si hubiera visto un fantasma, lo que de algún modo era cierto, pues era su pasado el que había ido a visitarle… y con sed de venganza. Al inicio de su consulado, cuando los dos habían sellado su trato, Cicerón le había entregado un documento en el que le prometía que, si algún día Híbrida era procesado, él sería su abogado. Su antiguo colega estaba allí para hacerle cumplir aquella promesa. Le acompañaba un esclavo que portaba una citación, y se la entregó a Cicerón con una mano tan temblorosa que pensé que le iba a dar un ataque al corazón. Cicerón la acercó a la luz y la examinó.
—¿Cuándo te la entregaron?—preguntó.
—Hoy.
—Sabes qué es, ¿verdad?
—No. Por eso he decidido traerte este maldito escrito directamente. Nunca he entendido la jerga legal.
—Es una citación por traición. —Cicerón examinó el documento con expresión de creciente extrañeza—. Qué raro. Siempre pensé que si te acusaban de algo sería de corrupción.
—Oye, Cicerón, no tendrás por casualidad un poco de vino…
—Un momento. Mantengamos la cabeza clara para este asunto. Aquí dice que en Istria perdiste un ejército.
—Solo la infantería.
—¡Vaya, solo la infantería! —rió Cicerón—. ¿Y cuándo fue eso?
—Hace un año.
—¿Quién es el fiscal?¿Lo han nombrado ya?
—Sí, tomó posesión de su cargo ayer. Es ese protegido tuyo, el joven Celio Rufo.
La noticia fue una auténtica sorpresa. No era ningún secreto que Rufo se había distanciado totalmente de su antiguo mentor. Pero el hecho de que para su primera aparición en la vida pública hubiera elegido acusar al antiguo colega consular de Cicerón suponía una verdadera puñalada por la espalda. Cicerón se sintió tan dolido que tuvo que sentarse.
—Yo creía que Pompeyo era el que más ganas tenía de verte sentado en el banquillo.
—Y lo es.
—Entonces, ¿por qué deja que sea Rufo quien se afile los dientes con un caso tan importante?
—No lo sé. ¿Qué me dices de ese vino?
—¡Olvídate del vino por un momento! —Cicerón enrolló la citación y se dio unos golpecitos con el rollo en la palma de la mano—. No me gusta cómo huele esto. Rufo sabe muchas cosas sobre mí y podría sacarlas a relucir. —Devolvió el documento a Híbrida—. Creo que deberías buscarte otro abogado para que te defienda.
—¡Te quiero a ti! Eres el mejor, y teníamos un trato, ¿recuerdas? Yo te daba una parte del dinero, y tú me protegías en caso de acusación.
—Acepté defenderte si te acusaban de corrupción. Nunca dije nada acerca de cargos de traición.
—Eso no es verdad. Estás faltando a tu palabra.
—Escucha, Híbrida, puedo declarar como testigo en tu favor, pero esto podría tratarse de una emboscada, seguramente ideada por César o Craso. Sería una locura por mi parte meterme en la boca del lobo.
Los ojos de Híbrida, a pesar de estar muy hundidos en la carne, seguían siendo muy azules, como zafiros incrustados en arcilla roja.
—La gente me dice que te ha ido bien en la vida, que tienes casas y propiedades por todas partes.
—No trates de asustarme. —Cicerón hizo un gesto fatigado con la mano.
—¿Y todo esto?—Híbrida recorrió la biblioteca con la mirada—. Muy bonito, desde luego. ¿Sabe la gente de dónde has sacado el dinero para pagarlo?
—Te lo advierto, Híbrida: lo mismo me da aparecer como testigo de la defensa que de la acusación.
Pero su amenaza sonó hueca; él debió de darse cuenta, porque de repente se pasó la mano por el rostro, como si deseara borrar de sus ojos una visión desagradable.
—Creo que deberías tomarte esa copa de vino conmigo —dijo Híbrida con evidente satisfacción—. Todo parece mejor después de una copa.
La noche anterior a la votación del proyecto de ley de César, oímos fuertes ruidos procedentes del foro: martillazos y golpes de serrucho, ebrios cánticos, vítores, gritos y el sonido de cacharros de barro rompiéndose. Al amanecer, un sudario de humo pardusco cubría la zona más allá del templo de Castor, donde iba a tener lugar la votación.
Cicerón se vistió con esmero y bajó al foro acompañado por dos guardaespaldas, dos miembros de la servidumbre, otro secretario y yo, además de media docena de clientes que deseaban ser vistos en su compañía. Las calles y callejuelas que conducían al lugar de la votación estaban abarrotadas de ciudadanos. Muchos de ellos, cuando reconocieron a Cicerón, se apartaron para dejarlo pasar, pero un número equivalente intentó bloquearle el paso y tuvieron que ser apartados por sus guardaespaldas. Costaba avanzar, y para cuando conseguimos llegar a un lugar desde donde teníamos una vista de la escalinata del templo, César ya estaba hablando. Apenas le oíamos. Una multitud, miles de personas, se extendía entre él y nosotros. La mayoría parecían viejos soldados que habían pasado allí la noche y que habían encendido hogueras para cocinar y calentarse.
—Esos hombres no están asistiendo a una asamblea —comentó Cicerón—, la están ocupando.
Al cabo de un rato nos llegó el sonido de una refriega desde la vía Sacra, en la otra punta de donde nos encontrábamos, y enseguida corrió el rumor de que Bíbulo había llegado con los tres tribunos que tenían intención de vetar el proyecto de ley. Fue una iniciativa extraordinariamente valiente por su parte. A nuestro alrededor, la gente empezó a sacar de debajo de la ropa dagas e incluso espadas. Bíbulo y sus seguidores estaban teniendo problemas para llegar a la escalinata del templo. No podíamos verlos, solo seguíamos su avance por el origen de los gritos y la visión de los puñetazos. Los tribunos no tardaron en caer, pero Bíbulo —y tras él Catón, que había salido de la cárcel— logró alcanzar su objetivo.
Zafándose de las manos que intentaban retenerlo, subió al estrado. Tenía la toga desgarrada, con los hombros al aire, y el rostro ensangrentado. César lo miró brevemente y siguió hablando. La furia de la multitud era ensordecedora. Bíbulo señaló el cielo e hizo el gesto de cortarse la garganta. Lo repitió varias veces, su significado quedó claro: en su condición de cónsul, había observado el cielo y los auspicios no habían sido favorables, de modo que no podía llevarse a cabo ningún asunto público. Aun así, César hizo caso omiso de él. Entonces, dos hombres corpulentos subieron al estrado cargados con un barril, como los que se utilizan para recoger el agua de la lluvia, lo levantaron y vaciaron su contenido encima de Bíbulo. Supongo que la multitud había orinado y defecado en él toda la noche, porque lo que cayó fue un líquido oscuro y apestoso que empapó al cónsul de los pies a la cabeza. Bíbulo intentó retroceder, pero resbaló y cayó pesadamente de espaldas. Durante un momento estuvo demasiado atontado para moverse, pero entonces vio que subían otro barril al estrado y echó a correr —no puedo reprochárselo— entre las risas burlonas de miles de ciudadanos. Él y sus seguidores huyeron del foro y encontraron refugio momentáneo en el templo de Júpiter, el Protector. El mismo edificio de donde Cicerón y su oratoria habían expulsado a Catilina.
De ese modo, en las circunstancias más deplorables, se aprobó la gran reforma parcelaria de César que entregó tierras de cultivo a veinte mil veteranos de Pompeyo y también a los pobres de la ciudad que demostraron que tenían más de tres hijos. Cicerón no se quedó a la votación —el resultado estaba cantado—, se retiró a su casa y, tal era su estado de ánimo, se negó a tener cualquier compañía, ni siquiera la de Terencia.
Al día siguiente, los soldados de Pompeyo volvieron a invadir las calles. Habían pasado la noche celebrándolo, y en ese momento llenaban el foro y dirigían su atención hacia el edificio del Senado, a la espera de ver si la cámara se atrevería a discutir la legalidad de lo ocurrido. Dejaron un estrecho pasillo entre sus filas, lo bastante ancho para que pudieran pasar tres o cuatro hombres. A pesar de que los gritos que le dirigían eran amistosos —«¡Vamos Cicerón!», «¡No te olvides de nosotros, Cicerón!»—, me dio miedo pasar entre sus filas acompañando a mi señor.
Nunca había visto al Senado tan abatido. Era el primer día del nuevo mes, y Bíbulo, que llevaba la cabeza vendada, estaba sentado en la silla presidencial. Se levantó, pidió a la cámara que condenara la deplorable violencia del día anterior y declaró que la ley de reforma parcelaria debía ser declarada nula puesto que los augures se habían mostrado desfavorables. Sin embargo, nadie quiso dar semejante paso, no con miles de hombres armados esperando en el exterior. Ante el silencio que siguió, Bíbulo acabó perdiendo los nervios.
—¡El gobierno de esta República se ha convertido en una marioneta! —gritó—. ¡No pienso seguir formando parte de él! Os habéis demostrado indignos de ser llamados «senadores romanos», y mientras yo siga siendo cónsul no tengo intención de volver a convocaros. Así pues, quedaos en vuestras casas, como haré yo, y mirad en el fondo de vuestros corazones si habéis desempeñado vuestro papel con honor.
Muchos de los presentes bajaron la cabeza, avergonzados, pero César, que estaba sentado entre Pompeyo y Craso, y que había escuchado todo aquello con una leve sonrisa, se puso en pie en el acto y dijo:
—Antes de que Marco Bíbulo y su corazón salgan de esta asamblea y las sesiones queden aplazadas, quiero recordar a todos que esta ley nos obliga a jurar que no la revocaremos. Así pues, propongo que vayamos todos, como un solo hombre, al Área Capitolina para formalizar tal juramento, de manera que demostremos ante el pueblo nuestra unidad.
Catón se levantó como un rayo.
—¡Esto es un ultraje! —protestó, sin duda irritado porque Bíbulo se le había adelantado momentáneamente como paladín de la moral—. ¡No pienso rubricar tu ilegal reforma!
—¡Tampoco yo! —lo secundó Celer, que había pospuesto su partida hacia la Galia Ulterior para poder oponerse a César.
Varios senadores más gritaron algo parecido, y entre ellos reconocí al joven Marco Favonio, un acólito de Catón, y al venerable ex cónsul Lucio Gelo, que tenía más de setenta años.
—Entonces, que recaiga sobre vuestras cabezas —respondió César encogiéndose de hombros—. Pero recordad: la pena por negarse a someterse a la ley es la muerte.
Yo no esperaba que Cicerón hablara, pero se puso lentamente en pie, y el hecho de que toda la cámara guardara silencio de inmediato demostró el respeto que inspiraba.
—Me da igual la ley de ese hombre —dijo mirando fijamente a César—, pero deploro y condeno terminantemente los métodos mediante los cuales nos ha sido impuesta. —Se volvió hacia el resto de la cámara y prosiguió—: La ley ha sido aprobada, el pueblo la desea y nosotros estamos obligados a prestar ese juramento. Así pues, a Catón, a Celer y mis otros amigos que piensan hacer el papel de héroes muertos les digo: el pueblo no entenderá vuestra decisión, no se puede luchar contra la ilegalidad con la ilegalidad y esperar inspirar respeto. Nos aguardan tiempos difíciles, y aunque algunos penséis que ya no necesitáis a Roma, Roma sí os necesita a vosotros. Reservaos para las batallas que se avecinan, no os sacrifiquéis inútilmente en una que ya se ha perdido.
Fue un discurso de lo más efectivo. Cuando los senadores salieron en fila de la cámara, casi todos siguieron al Padre de la Patria hacia el Capitolio, donde se iba a realizar el juramento. Tan pronto como los soldados de Pompeyo vieron lo que el Senado se disponía a hacer, estallaron en vítores (Bíbulo, Catón y Celer salieron un poco más tarde, cuando nadie los miraba). La piedra sagrada de Júpiter, que había caído de los cielos muchos siglos atrás, fue sacada del gran templo y los senadores formaron un círculo para poner la mano sobre ella y jurar obedecer la ley. Sin embargo, César, a pesar de que estaban haciendo lo que él quería, parecía claramente preocupado. Lo vi acercarse a Cicerón, llevárselo aparte y hablar con él muy seriamente. Más tarde pregunté a Cicerón qué le había dicho.
—Me ha dado las gracias por mi liderazgo en el Senado —me explicó—, pero también me ha dicho que le dan igual mis comentarios y que espera que no tenga intención de causarle problemas ni a él ni a Pompeyo ni a Craso porque, si lo hiciera, se vería obligado a contraatacar y eso le disgustaría. Me ha recordado que me dio la oportunidad de unirme a su administración y que, puesto que la rechacé, ahora debo afrontar las consecuencias. No está mal como demostración de descaro, ¿no te parece?—Soltó una maldición, algo poco frecuente en él, y añadió—: Cátulo tenía razón. Debería haber aplastado a esa serpiente cuando tuve la oportunidad.