Se suponía que Clodio partiría de inmediato hacia Sicilia para ocupar su cargo de magistrado, pero resultó que decidió quedarse en Roma para saborear su victoria. Incluso tuvo la desvergüenza de ocupar su escaño en el Senado, al que en esos momentos tenía derecho. Eran los idus de mayo, dos días después del juicio, y en la cámara se debatía la situación política tras el fiasco. Clodio entró en la sala justo cuando estaba hablando Cicerón. Fue recibido con silbidos, pero él sonrió para sí, como si toda aquella hostilidad le pareciera divertida, y, cuando ningún senador quiso hacerle sitio para que pudiera sentarse, se apoyó contra la pared, con los brazos cruzados, y observó al orador con expresión burlona. Craso, sentado en su sitio habitual en la primera fila, parecía francamente incómodo y fingía examinar un arañazo de uno de sus zapatos de cuero rojo. En cuanto a Cicerón, hizo caso omiso de la presencia de Clodio y siguió con su parlamento.
—Señores —dijo—, no debemos rendirnos ni desanimarnos ante un único golpe. Estoy de acuerdo en que debemos reconocer que nuestra autoridad se ha visto socavada, pero eso no significa que nos dejemos llevar por el pánico. Seríamos estúpidos si no tomáramos buena nota de lo ocurrido, y seríamos cobardes si nos asustáramos. Es posible que el jurado haya dejado en libertad a un enemigo del Estado, pero…
—¡Fui absuelto no como un enemigo del Estado —gritó Clodio— sino como el hombre que limpiará Roma!
—Te equivocas, Clodio —respondió Cicerón sin ni siquiera dignarse mirarlo—. El jurado no te ha preservado para las calles de Roma, sino para la prisión. No es que quieran tenerte entre nosotros, sino más bien privarte de la posibilidad del exilio. —Dicho lo cual, volvió a su discurso—: Así pues, señores, haced de tripas corazón y mantened la dignidad.
—¿Y dónde está tu dignidad, Cicerón?—gritó Clodio—. ¡Tú aceptas sobornos!
—La unidad política de los hombres honrados todavía…
—¡Aceptaste un soborno para poder comprarte una casa!
Cicerón se volvió por fin hacia Clodio.
—Al menos —dijo— no compré a un jurado.
El Senado estalló en carcajadas, y la situación me hizo pensar en un león dando un revolcón a un cachorro rebelde. Sin embargo, Clodio no se rindió.
—Te diré por qué me han absuelto: porque tu testimonio era falso y el jurado no le dio el menor crédito.
—Al contrario, veinticinco miembros de ese jurado me dieron crédito a mí, mientras que los otros treinta y uno no te lo dieron… te exigieron el dinero por adelantado.
Puede que ahora no parezca especialmente gracioso, pero en aquel momento cualquiera habría dicho que Cicerón había hecho el mejor chiste de la historia. Supongo que el Senado rió con ganas porque deseaba mostrarle su apoyo, y cada vez que Clodio intentaba replicar, los senadores reían aún más fuerte, hasta que Clodio, enfadado, acabó marchándose. Aquel abandono se consideró un gran triunfo de Cicerón, especialmente porque un par de días después Clodio salió de Roma con destino a Sicilia y durante unos cuantos meses mi señor pudo quitarse de la cabeza a la pequeña reina de la belleza.
El Senado hizo saber a Pompeyo el Grande que si quería optar a un segundo mandato como cónsul tendría que renunciar a sus esperanzas de un triunfo y entrar en Roma para la campaña electoral. Y eso era algo que el gran hombre no podía aceptar, porque por mucho que disfrutara con la esencia del poder, le gustaba más aún el espectáculo que lo acompañaba: los chillones atuendos, el tañido de las trompetas, los rugidos y el hedor de las bestias en las jaulas, el ruido de las botas desfilando, los enronquecidos vítores de sus soldados y la adulación de la multitud.
Así pues, descartó la idea de convertirse en cónsul y la fecha de su entrada en la ciudad se fijó, de acuerdo con sus deseos, el día de su cuarenta y cinco cumpleaños, a finales de septiembre. Sin embargo, eran tales las proporciones de sus hazañas que el desfile, cuya longitud se calculó en no menos de veinte millas, duró dos días enteros. Así pues, fue en la víspera del aniversario del imperator cuando Cicerón y el resto del Senado se dirigieron al Campo de Marte para dar oficialmente la bienvenida al conquistador. Pompeyo no solo se había pintado el rostro de rojo para la ocasión, sino que se había ataviado con la más fabulosa de las armaduras y lucía una magnífica capa que en su día había pertenecido a Alejandro Magno. Lo acompañaban miles de sus veteranos, que custodiaban centenares de carros cargados con el botín.
Hasta ese momento Cicerón no se había hecho una idea cabal del alcance de la riqueza de Pompeyo. Tal como me comentó: «Un millón, diez millones, cien millones… ¿qué son? Meras palabras. La imaginación no alcanza a comprender su significado». Pero, Pompeyo había reunido todas sus riquezas en un mismo lugar y, de ese modo, había puesto de manifiesto su poder. Por ejemplo, en aquella época, en Roma, un hombre cualificado podía trabajar todo el día y considerarse afortunado si al final de la jornada había ganado un dracma de plata. Aquella mañana, Pompeyo exhibió ante la vista de todos varias arcas que contenían en conjunto setenta y cinco millones de dracmas de plata: más que los ingresos fiscales de todo el Imperio romano durante un año. Y aquello era solo el dinero contante y sonante. Encabezando el desfile, arrastrada por cuatro bueyes, iba una estatua de oro macizo de doce pies de altura que representaba a Mitrídates. La seguían el trono y el cetro de Mitrídates, igualmente de oro; treinta y tres de sus coronas, hechas de perlas, y otras tres estatuas doradas de Apolo, Minerva y Marte. Había una montaña con forma de pirámide hecha de oro, con leones, ciervos y todo tipo de frutas, y con una gran parra dorada que la rodeaba. Había un tablero de juego cuadriculado, de tres pie de ancho, hecho de piedras preciosas azules y verdes, con una luna de oro macizo en su centro que pesaba treinta libras. Había un reloj de sol hecho de perlas. Los más valiosos libros de la biblioteca imperial requerían cinco carros para ellos solos. Semejante despliegue de riqueza impresionó profundamente a Cicerón, pues comprendió que aquello podía acarrear consecuencias imprevisibles para Roma y su vida política. No perdió la ocasión de acercarse a Craso para tomarle el pelo.
—Querido Craso, en su día fuiste considerado el hombre más rico de Roma, pero me temo que ya no lo eres. Después de esta exhibición, hasta tú tendrás que acudir a Pompeyo cuando necesites un préstamo.
Craso esbozó una media sonrisa. Era evidente que aquel espectáculo se le había atravesado.
Pompeyo envió todo aquello a la ciudad el primer día, pero él permaneció fuera de las murallas. El segundo día, su aniversario, dio comienzo el desfile propiamente dicho, encabezado por los prisioneros que había llevado consigo desde Oriente: primero, los comandantes de los ejércitos; luego, los funcionarios de la corte de Mitrídates; a continuación, un grupo de piratas capturados; después el rey de los judíos, seguido del monarca de Armenia con su mujer y su hijo, y por último, el elemento estelar de esta parte del desfile, siete de los hijos de Mitrídates y una de sus hermanas. Los miles de romanos que ocupaban el foro Boario y el circo Máximo los abuchearon y les lanzaron excrementos y bolas de barro, tantas que cuando los prisioneros entraron a trompicones en la vía Sacra, de camino a la Carcer, parecían figuras de arcilla que hubieran cobrado vida. Allí tuvieron que aguardar bajo la mirada del carnifex y sus ayudantes, temblando ante el destino que los aguardaba, mientras las lejanas aclamaciones que llegaban desde la puerta Triunfal indicaban que su conquistador había entrado por fin en la ciudad.
Cicerón esperó también, junto con el resto de sus colegas, ante el Senado. Yo me hallaba al otro lado del foro, y cuando el imponente desfile pasó entre nosotros, perdí de vista a Cicerón entre semejante torrente de gloria. Pasaron carros que portaban grandes cuadros de colores chillones representando cada una de las naciones que Pompeyo había sometido —Albania, Siria, Palestina, Arabia y demás—, seguidos por algunos de los ochocientos espolones de pesado bronce de los barcos piratas que había capturado y montones de relucientes armaduras, escudos y espadas confiscadas a los ejércitos de Mitrídates. Detrás de todo esto marchaban los legionarios de Pompeyo, cantando salmodias de alabanza a su jefe, y a continuación, por fin, hizo su entrada en el foro Pompeyo en persona, montado en su carro tachonado de piedras preciosas, luciendo una toga de color púrpura bordada con estrellas doradas y, por supuesto, la capa de Alejandro Magno. Le acompañaba el esclavo encargado de susurrarle al oído que solo era un hombre. No envidié la tarea de aquel infeliz. Sin duda el conquistador estaba harto de él, porque, cuando el conductor del carro paró los caballos ante la Carcer y el desfile se detuvo, Pompeyo apartó al esclavo de un empujón y luego volvió su ancho rostro pintado de rojo hacia sus sucios prisioneros.
—Yo, Pompeyo el Grande, conquistador de trescientas veinticuatro naciones, habiendo recibido del Senado y del pueblo de Roma el derecho sobre la vida y la muerte, declaro en este momento que vosotros, como vasallos del Imperio romano, seréis inmediatamente… —hizo una breve pausa para aumentar el efecto de sus palabras— perdonados y puestos en libertad para que podáis regresar a vuestros hogares. ¡Partid pues y contad al mundo la clemencia de Pompeyo!
El gesto fue tan clemente como inesperado, pues en su juventud a Pompeyo se lo conocía como el «Muchacho Carnicero» y pocas veces había mostrado clemencia por nadie. Al principio la multitud pareció decepcionada, pero enseguida empezó a aplaudir, mientras los prisioneros, cuando les explicaron lo que su conquistador acababa de decir, alzaban las manos y lo saludaban en un guirigay de idiomas extranjeros. Pompeyo recibió su gratitud con un florido gesto de la mano, luego saltó del carro y caminó hacia el Capitolio, donde debía realizar el sacrificio a Júpiter. El Senado, Cicerón incluido, lo siguió; yo me disponía a hacer lo mismo cuando descubrí algo sorprendente.
El desfile había finalizado, los carros cargados con armaduras y escudos hacían cola para salir del foro, de modo que pude ver de cerca algunas de las espadas y cuchillos. Yo no era un experto en cuestiones militares, pero me di cuenta de que aquellas armas, que parecían por estrenar, con sus curvadas hojas orientales y misteriosos grabados en las empuñaduras, eran exactamente las mismas que Cetego tenía almacenadas en su casa y de las cuales realicé inventario la víspera de su ejecución. Hice ademán de coger una para mostrársela a Cicerón, pero el legionario que las custodiaba me gritó que me apartara. Estaba a punto de decirle quién era yo y por qué la necesitaba cuando la prudencia refrenó mi lengua. Di media vuelta y me alejé sin decir palabra, pero cuando volví la vista atrás, el legionario seguía observándome con recelo.
Cicerón estaba obligado a asistir al gran banquete oficial que siguió al sacrificio, de manera que no regresó a casa hasta la noche, y lo hizo de bastante mal humor, como solía suceder cuando pasaba mucho rato en compañía de Pompeyo. Le sorprendió que estuviera esperándolo, y me escuchó con atención mientras le explicaba lo que había descubierto. Yo me sentía sumamente orgulloso de mi agudeza y estaba seguro de que me felicitaría. Pero lo que hizo fue enfadarse.
—¿Me estás diciendo que Pompeyo envió a Roma las armas confiscadas a Mitrídates para que las utilizaran Catilina y sus conspiradores?—preguntó cuando hube finalizado mi relato.
—Lo único que sé es que el diseño de las hojas y las empuñaduras eran idénticas a…
—¡Estás hablando como un traidor! —me interrumpió Cicerón—. ¡No puedo tolerar que vayas por ahí diciendo semejantes cosas! Ya has visto lo poderoso que es Pompeyo. No se te ocurra volver a mencionarlo, ¿entendido?
—Lo siento —repuse, tragándome mi orgullo—. Perdóname.
—Además, ¿cómo podría Pompeyo haberlas hecho llegar a Roma? Se hallaba a miles de millas de aquí.
—No sé, quizá las trajo Metelo Nepos.
—Anda, vete a la cama —replicó, irritado—. Estás diciendo tonterías.
No obstante, debió de meditarlo durante la noche, pues a la mañana siguiente su actitud era otra.
—Es posible que tengas razón acerca de esas armas de Mitrídates. Después de todo, Pompeyo confiscó el arsenal real al completo, y resulta plausible que Nepos llevara consigo un cargamento hasta Roma. De todas maneras, eso no es lo mismo que decir que Pompeyo colaborara estrechamente con Catilina.
—No, claro que no —me apresuré a contestar.
—Considerar siquiera esa posibilidad sería demasiado desagradable. Después de todo, uno de esos cuchillos estaba destinado a cortarme la garganta.
—Pompeyo nunca haría nada que pudiera perjudicarte a ti o a la República —le aseguré.
Al día siguiente, Pompeyo envió recado a Cicerón para que fuera a verlo.
El Guardián de la Tierra y el Mar había fijado su residencia en su vieja mansión del monte Esquilino, y el aspecto de la casa se había transformado a lo largo del verano. Docenas de espolones arrancados a las naves piratas capturadas sobresalían de las paredes. Algunos estaban hechos de bronce y tenían forma de cabeza de gorgona; otros parecían cuernos y hocicos de animal. Cicerón no los había visto antes y los contempló con gran desagrado.
—Imagina lo que debe ser dormir aquí todas las noches —me comentó mientras esperábamos a que el portero nos abriera la puerta—. Es como la cámara mortuoria de un faraón.
A partir de entonces tomó la costumbre de referirse en privado a Pompeyo como el Faraón o el Sah.
Había mucha gente fuera de la casa, admirándola. Dentro, las salas de recibir estaban llenas de peticionarios que confiaban en poder beber del dorado abrevadero que eran las arcas de Pompeyo. Algunos eran senadores venidos a menos que estaban dispuestos a vender sus votos. Otros eran hombres de negocios que confiaban en convencerlo para que invirtiera en sus proyectos. Había desde armadores hasta orfebres, pasando por adiestradores de caballos y carpinteros, e incluso simples mendigos que soñaban con despertar la generosidad del conquistador con alguna historia de especial infortunio. En cualquier caso, pasamos ante todos ellos, despertando su envidia, y nos condujeron directamente hasta uno de los aposentos privados de Pompeyo. En una esquina había un maniquí que exhibía la toga del desfile y la capa de Alejandro Magno; en otra, una gran cabeza de Pompeyo hecha de perlas, que yo recordaba haber visto el día del desfile; y en el centro, sobre unos caballetes, una maqueta de un inmenso conjunto de edificios. Pompeyo, inclinado sobre ella, sostenía en cada mano un templo de madera en miniatura. A su espalda, un grupo de individuos parecía aguardar ansiosamente una respuesta.
—¡Ah! —dijo levantando la vista—. Aquí está Cicerón. Es un tipo listo, que seguro que nos da su parecer. Tú qué opinas, Cicerón, ¿debería construir dos templos o tres?
—Yo siempre construyo mis templos de cuatro en cuatro —repuso este—. Eso suponiendo que tenga espacio suficiente.
—¡Excelente consejo! —exclamó Pompeyo—. ¡Que sean cuatro! —Y colocó las maquetas en fila entre los aplausos de su público—. Luego decidiremos a qué deidades los dedicamos. Bueno, ¿qué te parece?—preguntó, mostrando la maqueta a Cicerón.
Este contempló el complicado proyecto.
—Realmente impresionante. ¿Qué es?¿Un palacio?
—Un teatro, con cabida para diez mil personas. Aquí estarán los jardines públicos, rodeados por un pórtico. Y aquí irán los templos. —Se volvió hacia uno de los hombres que estaban detrás de él y comprendí que debían de ser los arquitectos—. Recuérdamelo de nuevo: ¿qué tamaño tendrá?
—El conjunto ocupará un cuarto de milla, excelencia.
Pompeyo sonrió y se frotó las manos.
—¡Un edificio de un cuarto de milla de longitud! ¿Te lo imaginas?
—¿Y dónde lo construirás?—preguntó Cicerón.
—En el Campo de Marte.
—Pero, entonces, ¿dónde irá a votar la gente?
—Oh, en algún sitio de por aquí —contestó Pompeyo y movió la mano de manera imprecisa—, junto al río, por ejemplo. Seguirá habiendo mucho espacio. Ya os lo podéis llevar —ordenó—. Empezad a cavar los cimientos y no os preocupéis por lo que pueda costar.
Cuando los arquitectos se hubieron marchado, Cicerón comentó:
—No quiero parecer pesimista, Pompeyo, pero me temo que si sigues con el proyecto tendrás problemas con los censores.
—¿Por qué?
—Siempre han prohibido la construcción de un teatro permanente en Roma, por razones morales.
—Ya he pensado en eso. Les diré que estoy construyendo un santuario dedicado a Venus. Lo incorporaré de alguna manera al escenario. Esos arquitectos saben lo que hacen.
—¿Crees que los censores te creerán?
—¿Por qué no habrían de hacerlo?
—¿Un santuario de un cuarto de milla de longitud dedicado a Venus? Tal vez piensen que llevas tu piedad demasiado lejos.
Pero Pompeyo no estaba de humor para bromas, y menos si provenían de Cicerón. De repente su generosa boca se contrajo y le temblaron los labios. Era famoso por su mal genio, y por primera vez fui testigo de lo rápido que podía montar en cólera.
—¡Esta ciudad está llena de hombrecillos mezquinos! —estalló—. ¡De hombrecillos mezquinos y envidiosos! Aquí estoy, pensando en donar al pueblo de Roma el edificio más maravilloso de la historia del mundo, ¿y qué agradecimiento recibo a cambio? ¡Ninguno! ¡Ninguno! —Dio una patada a uno de los caballetes. Pensé en el pequeño Marco cuando le ordenaban que guardara sus juguetes—. Y hablando de hombrecillos —añadió en tono amenazador—, ¿puedes decirme por qué razón el Senado no ha aprobado ninguna de mis peticiones?¿Dónde está el acta que ratifica mis asentamientos en Oriente?¿Y las tierras para mis soldados veteranos?¿Qué hay de eso?
—Esos asuntos llevan su tiempo…
—Pensaba que tú y yo teníamos un trato, que yo te apoyaría en el asunto de Híbrida y que tú harías que el Senado aprobara mis peticiones. Yo he cumplido mi parte. ¿Qué pasa con la tuya?
—La cosa no es tan fácil. No puedo presentar esas peticiones como si fueran mías. Yo soy solo uno entre seiscientos senadores. Y, por desgracia, tienes muchos oponentes entre el resto.
—¿Quiénes? Dime cómo se llaman.
—Sabes mejor que yo quiénes son. Celer no te perdona que te divorciaras de su hermana. Lúculo sigue resentido porque lo sustituiste al mando de los ejércitos de Oriente. Craso siempre ha sido tu rival. Catón opina que te comportas con aires de monarca…
—¡Catón! ¡No pronuncies ese nombre en mi presencia! ¡Por culpa de Catón no tengo esposa! —El vozarrón de Pompeyo resonaba en toda la casa y vi que algunos sirvientes se asomaban a ver qué ocurría—. Decidí no hablarte de esto hasta después de mi triunfo, con la esperanza de que hubieras hecho algunos progresos, pero ahora estoy de nuevo en Roma y exijo que se me brinde el respeto que merezco. ¿Me oyes?¡Lo exijo!
—Claro que te oigo. Hasta los muertos te oyen. Te aseguro que, como tu amigo que soy, haré lo posible para servir a tus intereses, como siempre he hecho.
—¿Siempre?¿Estás seguro de eso?
—Dime una sola ocasión en que no te haya sido leal.
—¿Qué me dices del caso de Catilina? Deberías haberme llamado para que viniera a defender la República.
—Y tú deberías darme las gracias por no haberlo hecho. Te evité la odiosa tarea de derramar sangre romana.
—¡Podría haberme ocupado de Catilina así! —Pompeyo chasqueó los dedos.
—Sí, pero solo después de que él hubiera asesinado a los principales líderes del Senado, yo incluido. ¿O acaso habrías preferido eso?
—No, claro que no.
—Porque supongo que sabes que esa era la intención de Catilina. Encontramos armas almacenadas en la ciudad para tal fin.
Pompeyo lo fulminó con la mirada, y Cicerón se la aguantó hasta que por fin Pompeyo cedió.
—Bueno, no sé nada de ningunas armas —murmuró—. No puedo discutir contigo, Cicerón. Nunca he podido. Siempre has sido demasiado listo para mí. La verdad es que estoy más hecho a la vida del ejército que a la política. —Forzó una sonrisa—. Supongo que debo acostumbrarme a que ya no puedo dar una orden y esperar que todo el mundo me obedezca. «Dejemos que las armas se rindan a las togas y los laureles, a las palabras.» ¿No es eso lo que dices? «Oh, feliz Roma, nacida durante mi consulado.» ¿Lo ves? Ahí lo tienes, ya ves qué buen estudioso de tu obra soy.
Pompeyo no era un hombre dado a la poesía. Para mí estaba claro que el hecho de que fuera capaz de recitar esos versos de la epopeya consular de Cicerón —que por entonces empezaba a ser leída en la ciudad— demostraba que sentía una peligrosa envidia. A pesar de todo, se las arregló para dar una amistosa palmada a Cicerón, y sus sirvientes respiraron aliviados. Se alejaron de la entrada y poco a poco los sonidos de la casa se reanudaron, momento en que Pompeyo —cuya afabilidad podía ser tan brusca y desconcertante como sus arranques de mal genio— declaró que debíamos tomar una copa de vino. Nos lo sirvió una mujer muy hermosa cuyo nombre, según supe después, era Flora. Se trataba de una de las más famosas cortesanas de Roma y vivía bajo el mismo techo que Pompeyo mientras este hacía la transición de una esposa a otra. Siempre llevaba un pañuelo alrededor del cuello para ocultar —eso decía ella— las marcas de mordiscos que Pompeyo le dejaba cuando hacía el amor. Escanció el vino con manifiesta coquetería y se retiró mientras Pompeyo nos enseñaba la capa de Alejandro Magno que, por lo que explicó, había hallado en los aposentos privados de Mitrídates. A mí me pareció demasiado nueva y vi que a Cicerón le costaba mantener la seriedad.
—Hay que ver —comentó acariciando la tela con gran ceremonia—, tiene trescientos años y parece que la confeccionaron ayer.
—Posee propiedades mágicas —repuso Pompeyo—. Según me han dicho, mientras la tenga conmigo no sufriré ningún mal.
Luego, mientras acompañaba a Cicerón a la puerta, volvió a ponerse serio.
—Habla con Celer y con los demás en mi nombre, ¿quieres? He prometido a mis veteranos que les daría tierras, y Pompeyo el Grande no puede retractarse de la palabra dada.
—Haré todo lo que pueda.
—Prefiero hacer las cosas de acuerdo con el Senado, pero si tengo que buscarme amigos en otra parte, lo haré. Puedes decírselo.
Mientras regresábamos a casa caminando, Cicerón exclamó:
—¿Lo has oído? «No sé nada de ningunas armas.» Puede que nuestro Faraón sea un gran general, pero es un pésimo embustero.
—¿Qué piensas hacer?
—Apoyarlo, naturalmente. ¿Qué otra cosa podría hacer? No me ha gustado oírle decir que puede buscarse amigos en otra parte. Debo mantenerlo alejado de César a toda costa.
Así pues, Cicerón dejó a un lado su desagrado y sus sospechas y empezó a hacer sus rondas en nombre de Pompeyo, igual que había hecho años antes, cuando no era más que un senador en ascenso. Para mí constituyó una nueva lección de política; una actividad que exige, a aquellos que desean triunfar en ella, la más extraordinaria autodisciplina, cualidad que los ingenuos a menudo confunden con la hipocresía.
Primero Cicerón invitó a cenar a Lúculo y dedicó varias infructuosas horas a la tarea de convencerlo de que desistiera de su oposición a las peticiones de Pompeyo. Lúculo nunca perdonaría al Faraón por haberse llevado todo el mérito de la derrota de Mitrídates y se negó a cooperar.
A continuación, Cicerón lo intentó con Hortensio y recibió la misma respuesta. Incluso fue a ver a Craso, quien, a pesar de que deseaba acabar con su visitante, lo recibió con gran cortesía. Recostado en su asiento, con las yemas de los dedos juntas y los ojos entornados, escuchó sus ruegos y disfrutó de cada palabra.
—Así pues —resumió—, Pompeyo teme quedar en mal lugar si el Senado no aprueba sus propuestas y me pide que olvide viejas enemistades y le dé mi apoyo, por el bien de la República…
—Eso es.
—Bueno, no he olvidado cómo intentó atribuirse el mérito de la derrota de Espartaco, una victoria que fue enteramente mía. Así pues, puedes decirle que no movería un dedo para ayudarlo aunque la vida me fuera en ello. Por cierto, ¿qué tal tu nueva casa?
—Muy bien, gracias.
Después de eso, Cicerón decidió ir a ver a Metelo Celer, que entonces era cónsul electo. Le costó un poco reunir el coraje para presentarse en la casa vecina a la suya. Sería la primera vez que cruzara el umbral desde que Clodio cometió el sacrilegio en la ceremonia de la Buena Diosa. En realidad, al igual que Craso, Celer no pudo mostrarse más amable. El poder le sentaba bien —lo habían educado para él, como un caballo de carreras—, y escuchó pacientemente a Cicerón mientras este le exponía el asunto.
—La altanería de Pompeyo me gusta tanto como a ti —concluyó Cicerón—, pero es el hombre más poderoso del mundo y sería un desastre que acabara poniéndose en contra del Senado. Y eso será lo que ocurrirá si no aprobamos sus propuestas.
—¿Crees que contraatacará?
—Me ha dicho que no le quedará otra opción que buscarse amigos en otra parte, lo cual significa entre los tribunos o, lo que es peor, en César. Y si Pompeyo emprende ese camino, tendremos asambleas populares, vetos, tumultos y el gobierno se paralizará. El pueblo y el Senado se lanzarán al cuello el uno del otro y será un desastre.
—Un panorama nefasto, desde luego —convino Celer—, pero me temo que no puedo ayudarte.
—¿Ni siquiera por el bien del país?
—Al hacer público de esa manera el divorcio de mi hermana, Pompeyo la humilló y de paso me insultó a mí, a mi hermano y a toda mi familia. Ahora sé qué clase de hombre es: carece por completo de escrúpulos, solo piensa en sí mismo. Ten cuidado con él, Cicerón.
—No te faltan razones para estar resentido, de eso no hay duda. Pero piensa en la magnanimidad que demostrarías si en tu discurso de toma de posesión declararas que, por el bien de la nación, sería conveniente complacer a Pompeyo.
—Eso no demostraría magnanimidad, demostraría debilidad. Puede que los Metelo no seamos la familia más antigua de Roma ni la más importante, pero hemos alcanzado los mayores éxitos y nunca ha sido a costa de ceder ni un ápice frente a nuestros enemigos. ¿Sabes qué animal aparece en nuestro escudo heráldico?
—¿El elefante?
—En efecto, el elefante. Y aparece porque nuestros antepasados derrotaron a los cartagineses, pero también porque el elefante es el animal al que más se parece mi familia: es muy grande, se mueve lentamente, nunca olvida y siempre prevalece.
—Sí, pero también es bastante tonto y por lo tanto es fácil darle caza.
—Quizá —contestó Celer, algo molesto— pero en mi opinión das demasiada importancia a la inteligencia. —Se levantó para indicar que la conversación había acabado.
Nos acompañó hasta el atrio, donde había un despliegue impresionante de máscaras mortuorias consulares, y mientras cruzábamos el suelo de mármol Celer señaló con la mano a sus antepasados, como si aquella colección de inexpresivos rostros ratificara su argumento con más elocuencia que cualquier palabra. Habíamos llegado al vestíbulo de entrada cuando Clodia apareció con sus doncellas. Ignoro si fue una coincidencia o un encuentro premeditado, pero sospecho lo segundo porque iba muy bien peinada y maquillada para lo temprano que era. «Vestida para matar», comentó posteriormente Cicerón. La saludó con una reverencia.
—Te has convertido en un extraño para mí, Cicerón —dijo ella.
—Por desgracia es cierto, pero no por mi deseo.
Celer intervino.
—Me dijeron que en mi ausencia os hicisteis muy amigos. Me alegra ver que os dirigís nuevamente la palabra.
Cuando oí eso, y el tono despreocupado en que lo dijo, comprendí que ignoraba por completo la reputación que tenía su mujer. Celer sin duda poseía esa curiosa inocencia acerca del mundo de los civiles que he visto en muchos soldados.
—Espero que estés bien, Clodia —dijo Cicerón, educadamente.
—Voy prosperando. —Lo miró bajo sus largas pestañas—. Al igual que mi hermano en Sicilia… a pesar de tus intentos en contra.
Le lanzó una sonrisa cortante como una daga y se marchó, dejando tras ella un leve rastro de perfume.
—Bien, así son las cosas —dijo Celer encogiéndose de hombros—. Ojalá hablara contigo tanto como lo hace con ese maldito poeta que siempre la está rondando. Pero es muy leal a Clodio.
—¿Y él sigue pensando en convertirse en plebeyo?—preguntó Cicerón—. No creo que a tus ilustres ancestros les hubiera sentado demasiado bien la idea de tener un plebeyo en la familia.
—Eso no ocurrirá. —Celer se cercioró de que su mujer no seguía por ahí cerca—. Entre tú y yo: ese hombre es una calamidad.
Al menos aquella conversación animó a Cicerón, pero sus gestiones políticas habían quedado en nada. Al día siguiente, como último recurso, fue a ver a Catón. El estoico vivía en una mansión del monte Aventino, estupenda pero descuidada, que olía a comida rancia y a ropa sucia y que por todo asiento disponía de duras sillas de madera. Las paredes estaban desnudas; los suelos, desprovistos de alfombras. A través de una puerta abierta atisbé a dos muchachas adolescentes entregadas a su labor de costura; me pregunté si serían las hijas o las sobrinas que Pompeyo había querido desposar. ¡Qué diferente habría sido Roma si Catón hubiera aceptado aquella unión! Un portero cojo nos condujo a una sala pequeña y deprimente, donde Catón despachaba sus asuntos bajo un busto de Zenón. Una vez más, Cicerón expuso el asunto y la necesidad de llegar a un compromiso con Pompeyo, pero Catón, como el resto de los senadores, no quiso saber nada de aquello.
—Bastante poder tiene ya —dijo, repitiendo su queja de siempre—. Si permitimos que sus veteranos establezcan colonias por toda Italia, contará con un ejército al que podrá convocar cuando le plazca. Además, ¿por qué habríamos de confirmar todos sus tratados sin examinarlos uno por uno? ¿Somos los gobernantes de la República de Roma o unas chiquillas a las que se les dice dónde deben sentarse y qué tienen que hacer?
—Tienes razón —contestó Cicerón—, pero tenemos que aceptar la realidad. Cuando fui a verlo, no pudo dejar más claras sus intenciones: si no colaboramos con él, se buscará un tribuno que plantee sus peticiones ante una asamblea popular, y eso significará un sinfín de problemas. O peor, se aliará con César cuando este regrese de Hispania.
—¿De qué tienes miedo? Los conflictos pueden ser saludables. Nada bueno se consigue si no es mediante la lucha.
—Nada bueno hay en una lucha entre el pueblo y el Senado, créeme. Será como el juicio de Clodio pero peor.
—¡No! —Los fanáticos ojos de Catón se abrieron desmesuradamente—. Estás confundiendo cosas distintas. Clodio no fue declarado inocente gracias a la chusma, sino a un jurado sobornado. Y hay un remedio para evitar que eso vuelva a suceder, un remedio por el que voy a luchar.
—¿Qué quieres decir?
—Pienso presentar un proyecto de ley ante el Senado que prive a todos los jurados que no sean senadores de su tradicional inmunidad ante una acusación de soborno.
Cicerón se llevó las manos a la cabeza.
—¡No puedes hacer eso!
—¿Por qué no?
—Porque parecerá un ataque del Senado contra el pueblo.
—No lo es. Se trata de un ataque del Senado contra el fraude y la corrupción.
—Puede, pero en política a menudo es más importante la apariencia de las cosas que lo que son en realidad.
—En ese caso, la política debe cambiar.
—Por lo menos, te ruego que no lo hagas ahora… ya tenemos bastantes problemas por el momento.
—Nunca es demasiado pronto para corregir un entuerto.
—Escúchame, Catón. Tu integridad está más allá de toda duda, pero me temo que está cegando tu sentido común. Si insistes en seguir adelante, tus nobles propósitos acabarán destruyendo este país.
—Mejor destruido que convertido en una corrupta monarquía.
—¡Pero Pompeyo no aspira a ser monarca! Ha disuelto su ejército. Lo único que pretende es obrar de común acuerdo con el Senado, pero solo ha cosechado rechazo. Por otra parte, lejos de corromper la República, ¡ha hecho más por extender su poder que ningún otro hombre vivo!
—No —contestó Catón, meneando la cabeza—. No, te equivocas. Pompeyo ha subyugado pueblos con los que no teníamos nada en contra, ha invadido territorios donde no tenemos nada que hacer y ha traído a casa una riqueza que no hemos ganado. Va a hundirnos, y mi deber es oponerme a él.
Ni siquiera el brillante cerebro de Cicerón fue capaz de idear una manera de salir de aquel atolladero. Esa misma tarde fue a ver a Pompeyo para informarle del fracaso de sus gestiones y lo encontró en la penumbra, estudiando la maqueta de su teatro. La reunión resultó demasiado breve para que yo tuviera tiempo siquiera de tomar notas. Pompeyo escuchó las noticias, gruñó por lo bajo y, cuando ya nos marchábamos, llamó a Cicerón y le dijo:
—Quiero que Híbrida sea retirado de Macedonia inmediatamente.
Aquello suponía una grave crisis personal para Cicerón, a quien los prestamistas no dejaban de acosar. Además de deber una suma considerable por la mansión del Palatino, había comprado otras propiedades. Si Híbrida dejaba de enviarle una parte de su rapiña en la provincia —cosa que por fin había empezado a hacer—, se vería en un serio aprieto. Su solución consistió en arreglar las cosas para que el mandato de Quinto en Asia se prolongara un año más. Entonces arrancó del tesoro los recursos que tendrían que haber pagado los gastos de su hermano (este le había otorgado plenos poderes) y se los entregó a sus acreedores para mantenerlos callados.
—No me mires con esos ojos de reproche, Tiro —me advirtió mientras salíamos del templo de Saturno con un cheque del tesoro por valor de medio millón de sestercios debidamente guardado en mi caja porta–documentos—. De no haber sido por mí, Quinto no sería gobernador. Además, se lo devolveré.
Aun así, sentí mucha lástima por Quinto, que no estaba disfrutando de su estancia en esa vasta, exótica y extraña provincia y que sentía gran nostalgia.
En los meses que siguieron todo se desarrolló como Cicerón había predicho: la alianza entre Craso, Lúculo, Catón y Celer bloqueó todas las propuestas presentadas al Senado por Pompeyo, quien acabó recurriendo a un tribuno amigo, llamado Fulvio, que presentó un proyecto de ley sobre el reparto de tierras ante la asamblea popular. Celer atacó la iniciativa con tal violencia que Fulvio lo envió a prisión. El cónsul respondió haciendo demoler el muro de su cárcel para poder seguir denunciando la maniobra desde su celda. Semejante demostración entusiasmó al pueblo y desacreditó a Fulvio hasta tal punto que Pompeyo retiró su proyecto de ley. Luego, Catón expulsó del Senado a la orden ecuestre al completo, privándoles de inmunidad como jurados y negándose a condonarles las cuantiosas deudas que habían acumulado especulando en Oriente. Ambas iniciativas eran acertadas desde un punto de vista ético pero erróneas por completo desde una perspectiva política.
Durante ese tiempo Cicerón pronunció muy pocos discursos públicos y se dedicó principalmente a la práctica del derecho. Sin Quinto ni Ático, se sentía muy solo; lo sorprendí a menudo suspirando y murmurando para sí cuando creía estar solo. Dormía mal, se despertaba en plena noche y entonces daba vueltas a sus pensamientos hasta el amanecer. En una ocasión me confesó que en esos momentos, por primera vez en su vida, pensó mucho en la muerte, como suele ocurrirles a las personas de su edad (tenía cuarenta y seis años). «Me siento tan abandonado —escribió a Ático—, que mis únicos momentos de tranquilidad son los que paso con mi mujer, mi hija y el pequeño Marco. Mis mundanas e interesadas amistades tal vez queden bien en público, pero no valen nada. Tengo la casa llena desde la mañana, y bajo al foro rodeado por montones de amigos, pero entre todos ellos no encuentro a nadie con quien pueda compartir una broma o dejar escapar un suspiro sin tener que pensar en las consecuencias.»
A pesar de que era demasiado orgulloso para reconocerlo, el fantasma de Clodio también perturbaba su descanso. Al comienzo de un nuevo debate, un tribuno llamado Herenio presentó un proyecto de ley en el que proponía que el pueblo de Roma acudiera al Campo de Marte para votar si Clodio podía convertirse o no en plebeyo. Aquello no alarmó a Cicerón: sabía que la iniciativa sería vetada de inmediato por los demás tribunos. Lo que le preocupó fue que Celer la defendiera. Cuando concluyeron los debates del día, fue a hablar con él.
—Pensaba que te oponías a que Clodio entrara a formar parte de la plebe.
—Y así es, pero Clodia me incordia día y noche con ese asunto. En cualquier caso, la iniciativa no pasará, de modo que confío en poder disfrutar de unos días de tranquilidad. No te preocupes —añadió enseguida—, si algún día la cuestión se pone seria, diré lo que realmente opino.
Aquella respuesta no tranquilizó del todo a Cicerón, que empezó a pensar en algún modo de vincularlo todo lo posible a su causa. Resultó que en esos momentos se había desatado una crisis en la Galia Ulterior. Un numeroso contingente de germanos —unos ciento veinte mil— había cruzado el Rin para instalarse en las tierras de los helvecios, una belicosa tribu cuya respuesta consistió en emigrar hacia el oeste, con lo que se adentraron en Galia buscando nuevos territorios. La situación inquietaba sumamente al Senado, por lo que se decidió que los cónsules sortearan entre ellos la provincia por si era necesario iniciar alguna acción militar allí. El mando de las tropas prometía ser un destino con grandes oportunidades de gloria y riquezas. Puesto que ambos cónsules aspiraban a él —Afranio, la marioneta de Pompeyo, era colega de Celer—, correspondió a Cicerón supervisar el sorteo, y aunque no me atrevo a decir que lo amañó (como había hecho anteriormente para Celer), el caso es que fue este quien resultó elegido. No tardó en devolver el favor. Unas semanas más tarde, cuando Clodio regresó a Roma una vez finalizada su cuestoría en Sicilia y se levantó en el Senado para exigir pasar a formar parte de la plebe, fue Celer quien se mostró más feroz en su oposición.
—Has nacido patricio —clamó—, y si rechazas los derechos que te corresponden por nacimiento, destruirás los códigos de sangre, familia y tradición que forman los cimientos de esta República.
Yo me encontraba de pie en la puerta del Senado cuando Celer hizo ese giro de ciento ochenta grados y vi que la expresión de Clodio era de total sorpresa y espanto.
—Puede que haya nacido patricio —contestó—, pero no deseo morir como tal.
—No me cabe la menor duda de que morirás siendo patricio —replicó Celer—, pero si insistes en seguir por este camino te digo con franqueza que ese momento inevitable te llegará más pronto que tarde.
El Senado murmuró, sorprendido, ante aquella clara amenaza, y aunque Clodio intentó restarle importancia, sin duda comprendió que sus posibilidades de ingresar en la plebe y, de ese modo, optar al cargo de tribuno habían quedado reducidas a nada.
Cicerón estaba encantado, tanto que perdió el miedo a Clodio. A partir de entonces aprovechaba cualquier oportunidad para provocarle y reírse de él. Recuerdo concretamente una ocasión en la que ambos coincidieron cuando entraban en el foro para presentar unos candidatos a ciertas elecciones. Clodio, desafortunadamente para él, porque había mucha gente alrededor que podía oírlo, aprovechó la ocasión para presumir de que había sustituido a Cicerón como benefactor de los sicilianos y que a partir de ese momento les proporcionaría asientos en los Juegos.
—Dudo mucho que alguna vez estuvieras en posición de hacer algo parecido —se burló Clodio.
—Realmente no lo estuve —reconoció Cicerón.
—Ya te digo que resulta muy difícil conseguir sitio. Incluso mi hermana, que es la esposa del cónsul, dice que solo puede dejarme un palmo.
—Bueno, tratándose de tu hermana, ya sabemos que un palmo es su medida favorita.
Yo nunca había oído a Cicerón hacer un chiste verde, y después me confesó que se arrepentía por considerarlo indigno de un cónsul. A pesar de todo, en ese momento valió la pena por las carcajadas que despertó entre los que estaban cerca y también por el efecto que tuvo en Clodio, que se puso más colorado que la púrpura de los senadores.
El comentario se hizo famoso y corrió de boca en boca por toda la ciudad. Por fortuna, nadie tuvo el coraje de contárselo a Celer.
Y entonces, en un instante, todo cambió. Como de costumbre, el responsable fue César, quien, a pesar de que llevaba casi un año fuera de Roma, nunca había estado demasiado lejos en los pensamientos de Cicerón.
Una tarde de finales de mayo, mi señor se encontraba sentado en su banco de la primera fila del Senado, al lado de Pompeyo. Por alguna razón había llegado tarde, de lo contrario estoy seguro de que habría intuido lo que se avecinaba. El caso fue que lo oyó al mismo tiempo que todos los demás. Cuando se hubo completado el trámite de los augurios, Celer se puso en pie para declarar que acababa de llegar un despacho de César desde la Hispania Ulterior y que se disponía a leerlo.
—«Al Senado y al pueblo de Roma, de Cayo Julio César, imperator» —comenzó.
Un estremecimiento recorrió a los presentes al oír la palabra imperator, vi que Cicerón se erguía de repente y cruzaba una mirada con Pompeyo.
—«De Cayo Julio César, imperator —repitió Celer para dar mayor énfasis—. Saludos. El ejército está bien. He llevado una legión y tres cohortes más allá de los montes que llaman Herminius y he pacificado las tierras a ambas orillas del río Durius. He enviado una flotilla desde el puerto de Gades a novecientas millas al norte para capturar Brigantium. También he sometido las tribus de Gallaecia y Lusitania, y el ejército me ha aclamado como imperator en el campo de batalla. He firmado tratados que reportarán al Tesoro ingresos anuales de veinte millones de sestercios. Ahora el dominio de Roma llega hasta las orillas del Atlántico. Larga vida a nuestra República.»
El lenguaje de César siempre era conciso, y el Senado tardó unos instantes en comprender la trascendencia de lo que acababan de oír.
César había sido enviado a la Hispania Ulterior con la simple misión de gobernar una provincia que se creía estaba más o menos pacificada; pero ¡se las había arreglado para conquistar un territorio vecino! Craso, su soporte financiero, se puso inmediatamente en pie y propuso que la hazaña de César fuera recompensada con tres días de fiesta oficial. Por una vez, incluso Catón estaba demasiado perplejo para objetar, de modo que la moción fue aprobada sin dificultad. Después de eso, los senadores salieron a la luz del sol. La mayoría hablaban emocionados de tan magnífico logro. No así Cicerón: en medio de sus animados colegas, caminaba cabizbajo y meditabundo, como si estuviera en un funeral.
—Creía que los escándalos y los problemas económicos habían acabado con él —me confesó cuando salió por la puerta—, al menos durante uno o dos años.
Me hizo un gesto para que lo siguiera y encontramos un lugar a la sombra en el senaculum, donde no tardaron en unírsenos Hortensio, Lúculo y Catón. Los tres parecían igualmente meditabundos.
—Bueno, ¿cuál va a ser ahora el próximo movimiento de César?—preguntó Hortensio con aire sombrío—. ¿Optará al consulado?
—Yo lo doy por seguro, ¿tú no?—repuso Cicerón—. Puede permitirse pagar la campaña. Si va a aportar veinte millones de sestercios al tesoro, podéis estar seguros de que se ha guardado muchos más para sí.
En ese momento Pompeyo pasó junto al grupo, pensativo, y todos guardaron silencio hasta que se hubo alejado lo bastante para que no pudiera oírlos.
—Ahí va el Faraón —comentó Cicerón en voz baja—. Supongo que su cerebro debe de estar girando como una rueda de molino. Si yo estuviera en su lugar, sé perfectamente a qué conclusión llegaría.
—¿Y cuál sería?—quiso saber Catón.
—Llegaría a un acuerdo con César.
Los demás negaron con la cabeza.
—Eso no ocurrirá —dijo Hortensio—. Pompeyo no puede soportar que otro hombre se lleve su parte de gloria.
—Pero esta vez se aguantará —repuso Cicerón—. Vosotros no lo habéis ayudado a que el Senado apruebe sus peticiones, pero César le prometerá el cielo y la tierra… lo que sea con tal de contar con el respaldo de Pompeyo de cara a las elecciones.
—En cualquier caso, no será este verano —sentenció Lúculo—. Hay demasiados ríos y montañas entre el Atlántico y Roma. César no llegará a tiempo para poner su nombre en las urnas.
—Y hay otra cosa —añadió Catón—. César querrá tener su triunfo, tendrá que permanecer fuera de la ciudad hasta que lo consiga.
—Podríamos mantenerlo allí durante años —dijo Lúculo—, del mismo modo que él me hizo esperar durante media década. Mi venganza por ese insulto será más dulce que la miel.
Sin embargo, Cicerón no parecía convencido.
—Tal vez tengáis razón, pero la experiencia me ha enseñado que no se puede subestimar a nuestro amigo Cayo.
Fue un comentario atinado, pues una semana después llegó al Senado un segundo despacho proveniente de la Hispania Ulterior. De nuevo, fue Celer quien lo leyó a los senadores. En vista de que sus recién conquistados territorios habían sido completamente pacificados, César anunciaba que regresaba a Roma.
Catón se levantó para protestar.
—Los gobernadores provinciales deben permanecer en su puesto hasta que esta cámara les dé permiso para lo contrario. Propongo que digamos a César que se quede donde está.
—¡Es un poco tarde para eso! —gritó alguien desde la puerta, cerca de donde yo me hallaba—. ¡Acabo de verlo en el Campo de Marte!
—Eso es imposible —replicó Catón, visiblemente contrariado—. La última vez que tuvimos noticias suyas presumía de haber alcanzado la costa atlántica.
No obstante, Celer tomó la precaución de enviar un esclavo al Campo de Marte para verificar el rumor, y este regresó una hora más tarde diciendo que era cierto: César se había adelantado a su propio mensajero y acababa de instalarse en casa de un amigo, en las afueras de la ciudad.
Semejante noticia sumió a la ciudad en un frenesí de adoración al héroe. Al día siguiente, César envió un emisario al Senado para solicitar que su triunfo le fuera concedido en el mes de septiembre y que entretanto se le permitiera optar al consulado in absentia. Eran muchos en el Senado los que estaban dispuestos a plegarse a sus deseos, pues comprendían que el renombre de César y su recién adquirida riqueza hacían que su candidatura fuera prácticamente invencible. Si se hubiera sometido a votación, sus seguidores probablemente habrían ganado. En consecuencia, día tras día, cada vez que alguien presentaba la propuesta, Catón se levantaba y hablaba sin pausa hasta el final de la sesión. Parloteó interminablemente sobre la caída de los reyes de Roma. Aburrió a todo el mundo hablando de las antiguas leyes. Acabó con la paciencia de la cámara insistiendo en la importancia de que el Senado mantuviera el control de las legiones. Advirtió repetidas veces del peligroso precedente que se establecería si permitían que un candidato se presentara a las elecciones mientras conservara su imperium militar: «César nos pide hoy el consulado, ¡mañana tal vez nos lo exija!».
Cicerón no tomó parte personalmente, pero demostró su apoyo a Catón asistiendo a todas sus intervenciones y sentándose en el banco más cercano al suyo. El tiempo corría en contra de César, daba la impresión de que no podría presentar su candidatura en el plazo debido. Naturalmente, todo el mundo estaba convencido de que, llegado el momento de decidir, preferiría un triunfo que convertirse en candidato. Eso era lo que Pompeyo y cualquier general victorioso en la historia de Roma habían hecho. No había nada comparable a la gloria de un triunfo. Pero César nunca confundió el boato del poder con su sustancia. A última hora del cuarto día del bloqueo parlamentario de Catón, cuando la cámara se hallaba prácticamente vacía, y las alargadas sombras del verano caían sobre los bancos vacíos, César entró en el Senado. La veintena de senadores presentes no podían creer lo que veían. Se había quitado el uniforme y se había puesto una toga.
Hizo una reverencia ante la presidencia y ocupó su lugar en el banco frente al de Cicerón. Saludó educadamente a mi señor con un gesto de la cabeza y se dispuso a escuchar a Catón. Pero por una vez el gran moralista se había quedado sin palabras. Ya no tenía motivos para seguir hablando y se sentó bruscamente. Un mes después, César fue elegido cónsul con el voto unánime de todas las centurias… era el primer candidato que lograba tal hazaña desde Cicerón.