XIV

A mediados de marzo, Hortensio se presentó en casa de Cicerón arrastrando a Cátulo con él. Cuando el anciano patricio entró, parecía más que nunca una tortuga desprovista de su concha. Hacía poco que le habían arrancado los pocos dientes que le quedaban y, tras el trauma de la extracción, los largos meses de sufrimiento que la habían precedido y la resultante deformación de su boca, aparentaba muchos más que los sesenta años que tenía. Parecía incapaz de dejar de babear y llevaba un gran pañuelo empapado y amarillento. Pensé que me recordaba a alguien, al principio no supe exactamente a quién, pero entonces lo recordé: a Rabirio. Cicerón se apresuró a buscarle una silla y lo ayudó a sentarse, pero Cátulo se lo quitó de encima y farfulló que estaba perfectamente.

—Este maldito asunto de Clodio no puede prolongarse más —empezó Hortensio.

—Estoy de acuerdo —repuso Cicerón, de quien me constaba que en privado empezaba a estar preocupado por la escalada de su enfrentamiento verbal con Clodio—. El gobierno está en punto muerto, y nuestros enemigos se ríen de nosotros.

—Tenemos que llevarlo a juicio lo antes posible, y para ello propongo que renunciemos a nuestra exigencia de que el jurado sea elegido por el pretor urbano.

—¿Y cómo será elegido?

—Por el habitual método de sorteo.

—Pero de esa manera es probable que nos encontremos con más de un indeseable entre sus miembros. No queremos que ese sinvergüenza sea absuelto. Eso sería un desastre.

—Es imposible que lo declaren inocente. Cuando el jurado, sea el que sea, vea las pruebas que hay en su contra, no tendrá más remedio que declararlo culpable. Nos basta con una mayoría simple. Debemos tener fe en el buen sentido del pueblo de Roma.

—El peso de las pruebas lo aplastará —terció Cátulo, llevándose a la boca el manchado pañuelo—. Y cuanto antes, mejor.

—¿Estará Fufio dispuesto a retirar su veto si renunciamos a la cláusula del jurado?

—Me ha asegurado que sí, a condición de que reduzcamos la condena máxima de pena de muerte por el exilio.

—¿Y qué opina Lúculo?

—Lúculo solo desea llevarlo a juicio, sean cuales sean las condiciones. Ya sabes que hace años que espera este momento. Tiene todo tipo de testigos dispuestos a declarar acerca de la inmoralidad de Clodio, incluso las esclavas que cambiaron las sábanas de su casa de Miseno después de que se acostara con sus hermanas.

—¡Por los dioses! ¿Creéis que resultará conveniente airear ese tipo de detalles en público?

—Nunca había sabido de un comportamiento tan repugnante —babeó Cátulo—. Debemos limpiar a fondo lo establos de Augías, de lo contrario será la ruina de todos nosotros.

—Aun así… —Cicerón frunció el entrecejo y no terminó la frase. Vi claramente que no estaba convencido y creo que, por primera vez, intuyó que la situación podía suponer un riesgo físico para él. No acertaba a definir qué era, sencillamente se olía algo peligroso, de modo que durante un rato más siguió planteando objeciones—: ¿Y no sería mejor retirar la moción?¿Acaso no hemos dejado claro lo que es importante para nosotros? No creo que nos convenga convertir a ese idiota en mártir. —Hasta que, a regañadientes, acabó dando su consentimiento—. Está bien, supongo que debéis hacer lo que os parece correcto. Al fin y al cabo, habéis llevado las riendas desde el principio. Sin embargo, debo dejar clara una cosa: no quiero tomar parte en este asunto.

Me sentí sumamente aliviado al oírle pronunciar aquellas palabras. Casi me pareció la única decisión sensata que había tomado desde que había cesado en su cargo de cónsul. Hortensio parecía decepcionado, sin duda había confiado en que Cicerón encabezaría la acusación, pero decidió no discutir y se marchó para hacer un trato con Fufio. Así fue como la moción fue aprobada y el pueblo de Roma empezó a relamerse ante la perspectiva de lo que iba a constituir el juicio más escandaloso en la historia de la República.

Las tareas rutinarias de gobierno pudieron reanudarse por fin, y empezaron con el sorteo de las provincias destinadas a los pretores. Unos días antes de la ceremonia, Cicerón viajó hasta los montes Albanos para encontrarse con Pompeyo y pedirle que no forzara la destitución de Híbrida.

—¡Pero si ese hombre es una desgracia para nuestro imperio! —protestó Pompeyo—. Nunca había visto tanto latrocinio e incompetencia.

—Estoy seguro de que no es tan malo.

—¿Pones en duda mi palabra?

—En absoluto, pero si me complacieras en este asunto te lo agradecería. Le di mi palabra de que le apoyaría si se presentaba esta contingencia.

—Ah, entonces, ¿debo entender que te deja participar?—Pompeyo frotó el índice con el pulgar.

—Desde luego que no —repuso Cicerón—. Simplemente mi honor me obliga a protegerlo a cambio del apoyo que él me brindó cuando hube de salvar la República.

Pompeyo no pareció muy convencido, pero al final sonrió maliciosamente y dio una palmada a Cicerón en la espalda. Al fin y al cabo, ¿qué era Macedonia para el Guardián de la Tierra y el Mar? ¡Una insignificante huerta!

—Está bien —concedió—. Que se quede un año más, pero a cambio te pido que hagas todo lo posible para que el Senado apruebe mis tres mociones.

Cicerón aceptó y, de ese modo, cuando tuvo lugar el sorteo en la cámara del Senado, Macedonia, el trofeo más valioso, no estaba sobre la mesa. Había cinco provincias que debían dividirse entre ocho antiguos pretores. Los rivales se sentaron en uno de los bancos de primera fila, César al final de todo, junto con Quinto. El primero que sacó una ficha fue Virgilio. Si no recuerdo mal, le tocó Sicilia. Después le llegó el turno a César. Aquel debió de ser un momento importante para él, pues a causa de su divorcio se había visto obligado a devolver la cuantiosa dote de Pompeya y sus acreedores lo estaban presionando. Se rumoreaba que ya no era solvente y que incluso cabía la posibilidad de que tuviera que abandonar el Senado. Metió la mano en la urna y entregó la ficha al cónsul. Cuando este leyó el resultado —«¡A César le ha correspondido la Hispania Ulterior!»—, César puso mala cara. Por desgracia para él no había ningún conflicto en curso en aquellas distantes tierras. Sin duda, habría preferido África o incluso Asia, donde las oportunidades de ganar dinero eran mucho mayores. Cicerón consiguió no mostrar una sonrisa de triunfo, pero solo durante un breve momento, pues, poco después Asia fue a parar a manos de Quinto, y Cicerón fue el primero en ponerse en pie para felicitar a su hermano. Una vez más, dejó que las lágrimas brotaran libremente. Cabía la posibilidad de que, tras regresar de su provincia, Quinto optara al consulado. La suya era una dinastía en proceso de consolidación, y la celebración de esa noche —a la que fui invitado— fue de lo más alegre. Cicerón y César se encontraban en puntos opuestos de la rueda de la fortuna: el primero ocupaba la cumbre, y el segundo se hallaba en el punto más bajo.

En circunstancias normales, los nuevos gobernadores habrían partido inmediatamente hacia sus respectivas provincias; de hecho, tendrían que haberse puesto en marcha hacía meses. Pero en esa ocasión el Senado no quiso dejarlos partir hasta que el juicio contra Clodio hubiera concluido, no fuera que su presencia resultara necesaria para mantener el orden público.

El tribunal se constituyó debidamente en mayo, y la acusación la representaron tres jóvenes miembros de la familia de Cornelio Léntulo: Cruso, Marcelino y Niger, este último, también sumo sacerdote de Marte. Eran todos grandes rivales del clan de los Claudio y guardaban especial rencor a Clodio porque había seducido a varias mujeres de sus familias. Como su principal defensor, Clodio había confiado en un antiguo cónsul, Escribonio Curión, que era el padre de uno de sus mejores amigos. Curión había hecho fortuna en Oriente siendo soldado a las órdenes de Sula, pero era algo lento de reflejos y tenía mala memoria. Como orador era conocido con el mote de «El matamoscas», puesto que tenía la costumbre de agitar los brazos mientras hablaba. Un jurado de cincuenta y seis ciudadanos elegidos por sorteo sopesaría las pruebas. Sus miembros eran de todo tipo y condición, desde senadores patricios hasta turbios personajes tan destacados como Talna y Espongia. En un principio, los elegidos para formar el jurado eran ochenta, pero tanto la defensa como la acusación podían recusar a doce, cosa que hicieron enseguida: Curión rechazó a una docena de los respetables, y los Léntulo a otros tantos de los impresentables. Los que sobrevivieron se sentaron juntos con aire incómodo.

Un escándalo sexual siempre atrae a las masas, pero si sus protagonistas son miembros destacados de las clases dirigentes resulta excitante más allá de toda medida. Para acomodar a todos los que deseaban presenciar el juicio fue necesario celebrarlo ante el templo de Castor. Se dispuso una sección de asientos especiales para los senadores, y allí fue donde Cicerón se sentó el primer día de la vista, junto a Hortensio. Pompeya, la ex esposa de César se había ausentado prudentemente de Roma, pero tanto la madre como la hermana del sumo sacerdote se presentaron como testigos e identificaron a Clodio como el hombre que había perturbado los sagrados ritos. Aurelia, en especial, causó gran impresión cuando señaló con un dedo cual una garra al acusado, que se encontraba sentado a menos de diez metros de ella, y afirmó en tono imperativo que la Buena Diosa debía ser aplacada mediante el exilio del sacrílego, de lo contrario los desastres se abatirían sobre la ciudad. Eso ocurrió el primer día.

El segundo día, César la siguió en el estrado de los testigos y una vez más me sorprendió el gran parecido entre madre e hijo: los dos eran fuertes y fibrosos, y su confianza en sí mismos iba mucho más allá de la mera arrogancia, hasta tal punto que, a sus ojos, todas las personas, ya fueran aristócratas o plebeyos, eran iguales. (Esa, creo yo, era una de las razones por la que César resultaba tan popular entre la gente: se sentía demasiado superior para que lo consideraran un pedante.) Cuando lo interrogaron, contestó que no sabía qué había ocurrido aquella noche porque no había estado presente. También añadió con gran frialdad que no sentía ninguna inquina hacia Clodio —al que, sin embargo, no miró una sola vez— porque no sabía si era culpable o no. En cuanto a su divorcio, no podía sino repetir la respuesta que había dado a Cicerón en el Senado: había abandonado a Pompeya no porque esta fuera necesariamente culpable sino porque a la mujer del sumo sacerdote no podía salpicarle la sospecha. Puesto que todo el mundo en Roma conocía la reputación de César, en especial que había seducido a la mujer de Pompeyo, aquel magnífico ejemplo de casuística provocó un coro de grandes risas y burlas que César aguantó con su habitual máscara de absoluta indiferencia.

Finalizó prestando testimonio y bajó del estrado precisamente en el mismo momento en que Cicerón se levantaba para marcharse. Estuvieron a punto de tropezar el uno con el otro, de modo que fue inevitable que intercambiaran unas palabras.

—Bueno, César, debes de estar contento de que tu testimonio haya concluido…

—¿Por qué dices eso?

—Porque supongo que te habrá resultado incómodo.

—Yo nunca me siento incómodo. Pero sí, tienes razón, estoy encantado de poder olvidarme de este absurdo asunto y poder partir hacia Hispania.

—¿Cuándo piensas marcharte?

—Esta noche.

—Creía que el Senado había prohibido que los nuevos gobernadores partieran a sus provincias hasta que finalizara el juicio.

—Cierto, pero no tengo un momento que perder. Los prestamistas me pisan los talones. Al parecer, debo conseguir veinticinco millones de sestercios para seguir siendo dueño de nada. —Se encogió de hombros, el gesto de un jugador, y se marchó a paso vivo. Recuerdo que parecía muy poco preocupado. Al cabo de una hora, salió de Roma acompañado de un reducido séquito. Craso avalaría sus deudas.

El testimonio de César resultó muy entretenido, pero el momento estelar del juicio llegó el tercer día, cuando Lúculo fue llamado a declarar. Se dice que en el pórtico del templo de Apolo, en Delfos, hay grabadas tres frases: «Conócete a ti mismo», «No desees nada demasiado» y «Nunca tengas pleitos». Pues bien, no sé de ningún hombre que hiciera caso omiso a aquellos tres consejos tanto como Lúculo entonces. Olvidando que era un héroe militar, subió al estrado temblando de ganas de acabar con Clodio y se lanzó a explicar cómo había descubierto a su esposa en la cama con su hermano durante unas vacaciones que Clodio había pasado como su invitado en la bahía de Nápoles más de diez años atrás. Explicó que llevaba semanas observándolos —cómo se tocaban, cómo murmuraban cuando él estaba de espaldas; sí, lo habían tomado por tonto—y que ordenó a las doncellas de su esposa que todas las mañanas le llevaran las sábanas de ella para examinarlas y que le informaran de todo lo que vieran. Aquellas esclavas, seis en total, fueron llevadas ante el tribunal, y mientras subían en fila, nerviosas y con la mirada gacha, vi entre ellas a mi amada Ágata, cuya imagen me había acompañado durante los dos años transcurridos desde que habíamos estado juntos.

Se quedaron de pie, sumisas, mientras les tomaban declaración, y yo deseé con todas mis fuerzas que Ágata mirara hacia donde me encontraba. Agité los brazos e incluso silbé. Supongo que la gente que me rodeaba pensó que me había vuelto loco. Al final, hice bocina con las manos y grité su nombre. Ella alzó los ojos, pero habría miles de espectadores en el foro, y había tanto ruido y la luz del sol brillaba tanto que las posibilidades de que me viera eran realmente muy pocas. Intenté abrirme paso, pero la gente que tenía delante había hecho largas colas para ocupar su sitio y no me dejaron pasar. Muerto de rabia, oí al defensor de Clodio decir que no deseaba interrogar a aquellas testigos porque sus palabras eran irrelevantes para el caso y les ordenaron bajar del estrado. Vi cómo Ágata daba media vuelta con las demás, bajaba y desaparecía.

Lúculo siguió prestando testimonio, y yo sentí que un odio inmenso se apoderaba de mí viendo a aquel decrépito plutócrata que era dueño del tesoro por el que yo habría dado la vida en ese momento. Estaba tan angustiado que durante un momento perdí el hilo de lo que estaba diciendo, pero al oír que la gente reía de buena gana volví a concentrarme en sus palabras. Estaba explicando que se había escondido en el dormitorio de su esposa y la había visto fornicar con su hermano Clodio. «Perro sobre perra», así lo dijo. Clodio no se conformó —prosiguió relatando Lúculo, haciendo caso omiso de la multitud— con satisfacer sus elementales apetitos con una hermana, sino que presumió de su conquista de las otras dos. Teniendo en cuenta que Celer, el esposo de Clodia, acababa de regresar de la Galia Citerior para presentarse al consulado, aquel testimonio causó bastante sensación. Durante toda aquella declaración, Clodio permaneció sentado y sonriendo abiertamente a su ex cuñado, consciente de que, fuera cual fuese el daño que Lúculo creía estar causándole, estaba perjudicando mucho más su propia reputación. Así transcurrió el tercer día, al final del cual la acusación dio el caso por concluido. Después de que el tribunal se hubiera retirado, yo me quedé un rato más con la esperanza de ver nuevamente a Ágata, pero se la habían llevado.

El cuarto día la defensa inició la tarea de intentar sacar a Clodio de aquel estercolero moral. Parecía una tarea imposible, puesto que nadie, ni siquiera Curión, tenía la menor duda de que su cliente era culpable del delito que se le atribuía. Sin embargo, lo hizo lo mejor que pudo. El núcleo de su argumentación consistía en demostrar que aquel asunto se reducía a un error de identidad. La luz era escasa, las mujeres estaban histéricas, el intruso iba disfrazado. ¿Cómo podía nadie estar seguro de que se trataba de Clodio? No era una argumentación especialmente convincente, pero cuando la mañana tocaba a su fin el bando de Clodio se sacó de la manga un testigo sorpresa. Se trataba de un individuo llamado Cayo Casuinio Escola, un ciudadano aparentemente respetable de Interamna, una ciudad situada a unas noventa millas de Roma, que se presentó para declarar que la noche en cuestión Clodio estaba con él, en su casa. El testigo se mostró firme en ese punto hasta cuando fue interrogado por varios a la vez. Y aunque era una voz contra una docena del bando opuesto, incluido el firme testimonio de la madre de César, resultó una figura extrañamente creíble.

Cicerón, que se encontraba sentado en el banco de los senadores, me llamó con un gesto.

—Ese hombre o miente o está loco —me susurró—. ¿Verdad que Clodio vino a verme el día de la ceremonia de la Buena Diosa? Recuerdo haber tenido una discusión con Terencia por culpa de su visita.

En cuanto lo mencionó, me acordé y le confirmé que tenía razón.

—¿De qué estáis hablando?—preguntó Hortensio que, como de costumbre, estaba sentado junto a Cicerón y había intentado escuchar nuestra conversación.

Cicerón se volvió hacia él.

—Estaba diciendo que Clodio estuvo en mi casa ese día, de modo que ¿cómo pudo haber llegado a Interamna al anochecer? Esa coartada es ridícula.

Habló sin pensar; si hubiera meditado las consecuencias de lo que estaba contando, se habría mostrado más cauto.

—Si es así, tienes que testificar —repuso Hortensio en el acto—. Debemos desmontar el testimonio de este testigo.

—Oh, no —replicó Cicerón—. Ya os dije cuando esto empezó que no quería intervenir.

Y haciéndome un gesto para que lo siguiera, se levantó de inmediato y abandonó el foro escoltado por los dos musculosos esclavos que en esos días formaban su escolta.

—Eso ha sido una estupidez —me dijo mientras ascendíamos la colina, camino de su casa—. Supongo que me estoy haciendo viejo.

A nuestra espalda oía a la multitud reírse de alguna ocurrencia de los seguidores de Clodio. Puede que el peso de las pruebas estuviera en su contra, pero la chusma estaba toda de su parte. Percibí la inquietud de Cicerón por el desarrollo de los acontecimientos. De forma totalmente inesperada, la defensa parecía haber tomado la delantera.

Cuando la vista se aplazó hasta el día siguiente, los tres fiscales fueron a ver a Cicerón; los acompañaba Hortensio. Nada más verlos, supe lo que querían; maldije para mis adentros a Hortensio por intentar poner a mi señor en semejante aprieto. Los acompañé hasta el jardín, donde él estaba sentado con Terencia, viendo cómo el pequeño Marco jugaba con una pelota. Era una tarde perfecta de comienzos de verano. El aire estaba cargado del aroma de las flores, y los sonidos que llegaban desde el foro eran tan lejanos y confusos como el zumbido de los insectos en el remanso de un río.

—Necesitamos que testifiques —empezó Crusón, que era el coordinador de la defensa.

—Imaginaba que me lo pediríais —contestó Cicerón, fulminando con la mirada a Hortensio—, y creo que podéis adivinar cuál es mi respuesta. Debe de haber un centenar de personas que vieron a Clodio en Roma ese día.

—No hemos encontrado a ninguno —repuso Crusón—. Al menos a ninguno que esté dispuesto a declarar.

—Clodio los tiene a todos asustados —explicó Hortensio.

—En cualquier caso, ninguno tiene tu talla y autoridad —añadió Marcelino, que siempre había sido seguidor de Cicerón, desde la época del juicio contra Verres—. Si pudieras hacernos el favor de declarar mañana y confirmar que Clodio estuvo contigo, el jurado no tendrá más remedio que declararlo culpable. Esa coartada es la única barrera que se levanta entre él y el exilio.

Cicerón los contempló con aire de incredulidad.

—Un momento, ¿me estáis diciendo que sin mi testimonio creéis que declararán inocente a Clodio?—Todos bajaron la mirada—. ¿Cómo puede ser? Nunca ha habido un hombre más culpable que él sentado ante un tribunal. —Se volvió hacia Hortensio—. Me dijiste que era completamente imposible que lo declararan inocente. «Ten fe en el buen sentido del pueblo de Roma.» ¿No fueron esas tus palabras?

—Se ha hecho muy popular, y los que no están de su parte tienen miedo de sus seguidores.

—Lúculo también nos ha perjudicado —explicó Crusón—.Todos esos cuentos de las sábanas y de esconderse tras las cortinas nos ha convertido en el hazmerreír de la gente. Algunos de los miembros del jurado afirman incluso que Clodio no es más pervertido que los hombres que lo acusan.

—¡De manera que ahora me toca a mí arreglar vuestro desaguisado! —exclamó Cicerón alzando las manos.

Terencia había permanecido callada, con Marco en su falda, pero entonces lo dejó en el suelo, lo envió a la casa y se volvió hacia Cicerón.

—Puede que no te guste, pero debes hacerlo… si no por el bien de la República, por tu propio bien.

—Ya lo he dejado bien claro: no quiero tomar parte.

—Pero enviar a Clodio al exilio te beneficia más a ti que a nadie. Se ha convertido en tu peor enemigo.

—Sí, es verdad, pero ¿de quién es la culpa?

—¡Tuya, por haberlo ayudado en su carrera desde el principio!

Discutieron un rato mientras los senadores los observaban atónitos. En Roma era del dominio público que Terencia no era la clásica esposa sumisa y obediente, y aquella escena no tardaría en correr de boca en boca. Pero aunque a Cicerón pudiera irritarlo que ella le llevara la contraria delante de sus colegas, sabía que al final tendría que darle la razón. Su enfado provenía del hecho de saber que no tenía elección: estaba atrapado.

—Muy bien —dijo al fin—. Cumpliré con mi deber hacia Roma, como siempre he hecho, aunque sea a costa de mi seguridad personal. En cualquier caso, ya empiezo a estar acostumbrado. Señores, nos veremos mañana por la mañana. —Y los despidió con un gesto de la mano.

Cuando se hubieron marchado, se quedó sentado, de muy mal humor.

—Os dais cuenta de que se trata de una trampa, ¿verdad?

—¿Una trampa para quién?—pregunté.

—Para mí, naturalmente. —Se volvió hacia Terencia—. Piénsalo. Resulta que en toda Italia solo hay un hombre que puede desmontar la coartada de Clodio y que ese hombre soy yo. ¿Te parece una coincidencia?—Terencia no contestó; a mí no se me había ocurrido aquello hasta que él lo mencionó. Cicerón se volvió hacia mí—. Ese testigo de Interamna, ese Casuinio Escola, o como quiera que se llame, deberíamos averiguar algo más de él. ¿A quién conocemos en Interamna?

Lo pensé un momento y luego, con un nudo en el estómago, contesté:

—A Celio Rufo.

—Celio Rufo —repitió Cicerón, dándose una palmada en la pierna—. ¡Claro!

—Otro hombre al que no tendrías que haber abierto las puertas de tu casa —sentenció Terencia.

—¿Cuándo fue la última vez que lo viste?

—Hace meses —respondí.

—¡Celio Rufo! Antes de convertirse en mi pupilo, era el compañero de Clodio en sus noches de borracheras y putas. —Cuanto más lo pensaba, más seguro parecía—. Primero corre al lado de Catilina y ahora al de Clodio. ¡Qué mal se ha portado conmigo! Me juego lo que quieras a que ese maldito testigo de Interamna es uno de los clientes de su padre.

—¿Estás diciendo que Rufo y Clodio lo han planeado todo para tenderte una trampa?

—¿No los crees capaces?

—Sí, pero me pregunto por qué iban a tomarse la molestia de montar una falsa coartada simplemente para que subas al estrado y la desmontes. Se supone que Clodio no quiere que su coartada se cuestione.

—Entonces, ¿crees que hay alguien más detrás de todo esto?

Dudé.

—¿Quién?—quiso saber Terencia.

—Craso —dije al fin.

—Pero Craso y yo nos hemos reconciliado —contestó Cicerón—.Ya oíste cómo me puso por las nubes delante de Pompeyo. Además, me vendió esta casa muy barata y… —Iba a añadir algo más pero calló.

Terencia posó en mí toda la fuerza de su escrutadora mirada.

—¿Por qué iba Craso a tomarse tantas molestias para perjudicar a tu amo?

—No lo sé —mentí; noté que me ruborizaba.

—Déjalo estar —intervino Cicerón—. Es como preguntar ¿por qué pica el escorpión? Pues porque eso es lo que hacen los escorpiones.

La conversación se interrumpió poco después. Terencia entró en la casa para ocuparse de Marco, y yo fui a la biblioteca para atender la correspondencia del senador. En la terraza solo se quedó Cicerón, contemplando pensativamente el Capitolio, mientras las sombras del atardecer se alargaban.

A la mañana siguiente, pálido y silencioso por culpa de los nervios —ya que sabía perfectamente qué clase de recibimiento lo aguardaba—, Cicerón bajó al foro acompañado por la misma cantidad de guardaespaldas que solía llevar en la época de Catilina. Había corrido el rumor de que la acusación lo había requerido inesperadamente como testigo, y en el instante en que los seguidores de Clodio lo vieron abriéndose paso hacia el estrado, estallaron en abucheos y silbidos. Cuando subió los peldaños del templo que conducían ante el tribunal, le lanzaron huevos y excrementos que provocaron una reacción sorprendente: prácticamente la totalidad del jurado se puso en pie y formó un escudo alrededor de Cicerón para protegerlo de los proyectiles. Hubo incluso quien se volvió hacia la chusma y, estirando el cuello, hizo el gesto de rebanárselo, como diciendo a los partidarios de Clodio: «Si queréis acabar con él, antes tendréis que acabar con nosotros».

Cicerón estaba muy acostumbrado a prestar declaración en el estrado de los testigos. A lo largo del último año lo había hecho al menos en una docena de casos contra los conspiradores de Catilina; sin embargo, nunca se había enfrentado a una manifestación tan violenta como aquella, y el pretor urbano no tuvo más remedio que suspender la vista hasta que el orden quedara restablecido. Clodio permaneció sentado, mirando a Cicerón con los brazos cruzados y expresión adusta. El comportamiento del jurado tenía que haberle dado motivos de preocupación. Sentada junto a él comparecía por primera vez Fulvia, su esposa. Sin duda se trataba de una hábil jugada por parte de la defensa, pues solo tenía dieciséis años y parecía más su hija que su mujer: exactamente la clase de joven vulnerable que podía enternecer fácilmente al jurado. También era descendiente de la familia de los Graco, que gozaba de gran popularidad entre la gente. Tenía un rostro duro, hosco, pero estar casada con Clodio debía de ser suficiente para amargar la más dulce de las naturalezas.

Cuando por fin el coordinador de la acusación, Léntulo Cruso, fue llamado para que interrogara al testigo, se hizo un silencio expectante.

—Aunque todo el mundo sabe quién eres, ¿puedes decirnos cómo te llamas?—preguntó, acercándose a mi señor.

—Marco Tulio Cicerón.

—¿Juras por los dioses decir la verdad?

—Lo juro.

—¿Conoces al acusado?

—Lo conozco.

—¿Dónde estaba el acusado entre las horas sexta y séptima el día en que se celebró el ritual de la Buena Diosa el pasado año?¿Puedes dar esa información al tribunal?

—Puedo. Lo recuerdo muy bien. —Cicerón se volvió hacia el jurado—. Estaba en mi casa.

Un murmullo de excitación corrió entre el jurado y los presentes.

—¡Embustero! —exclamó Clodio, y su claca organizó una nueva pitada.

El pretor, que se llamaba Voconio, pidió orden e hizo un gesto al fiscal para que prosiguiera.

—¿No tienes la menor duda de lo que dices?

—No. Otros miembros de mi casa también lo vieron, igual que yo.

—¿Cuál fue el propósito de su visita?

—Fue una visita puramente social.

—En tu opinión, ¿es posible que el acusado saliera de tu casa y se encontrara en Interamna al anochecer?

—No a menos que, además de la ropa de mujer, se hubiera puesto unas alas.

Aquellas palabras provocaron muchas risas, incluso Clodio sonrió.

—Fulvia, la mujer del acusado, que también se halla presente, asegura haber estado con su esposo en Interamna aquella noche. ¿Qué puedes decir a eso?

—Diría que los placeres de la vida conyugal han perturbado sus facultades mentales y ya no sabe en qué día de la semana vive.

Las risas fueron aún más prolongadas, y Clodio se unió a ellas nuevamente, pero Fulvia miraba al frente con un rostro que era como el puño de un niño: pequeño, pálido y contraído.

Cruso no quiso hacer más preguntas y regresó al banco de la acusación, cediendo el turno al abogado defensor de Clodio, Curión. No había duda de que este era un hombre valiente en el campo de batalla, pero los tribunales no eran su terreno. Se acercó al gran orador, nervioso como un niño pinchando una serpiente con un palo.

—Tengo entendido que hace tiempo que eres enemigo de mi cliente. ¿Es así?

—En absoluto. Hasta que cometió ese acto sacrílego fuimos buenos amigos.

—Pero cuando lo acusaron del delito por el que comparece hoy, lo abandonaste.

—No, lo abandonó el sentido común y luego él cometió el delito.

Se oyeron más risas. Curión parecía molesto.

—¿Dices que el cuarto día de diciembre del año pasado mi cliente fue a verte?

—Eso digo.

—¿Y no resulta sospechosamente conveniente que de repente te hayas acordado de que Clodio fue a verte precisamente ese día?

—Yo habría dicho que la conveniencia en cuanto a las fechas estaba totalmente de su parte.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Bueno, dudo que el acusado pase muchas noches al año en Interamna. Pero, por una curiosa coincidencia, la noche que estuvo en tan lejano lugar es la misma noche en que una docena de testigos aseguran haberlo visto de juerga por Roma vestido de mujer.

A medida que las risas iban en aumento, Clodio dejó de sonreír. Estaba claro que se estaba cansando de ver cómo su abogado quedaba en entredicho una y otra vez ante el tribunal, porque le hizo un gesto para que se acercara a hablar con él. Pero Curión, que debía de rondar los sesenta y que no estaba acostumbrado a que lo dejaran en ridículo, había empezado a perder la paciencia y a agitar los brazos en el aire.

—Seguramente habrá algún infeliz que crea que estás haciendo ingeniosos juegos de palabras, pero insisto en que te confundes de fecha y que mi cliente fue a verte otro día.

—No tengo ninguna duda en cuanto a la fecha —replicó Cicerón—, y se debe a una razón muy clara: fue el día del primer aniversario de mi salvación de la República. Créeme, tengo buenas razones para recordar el cuarto día de diciembre.

—¡Como las viudas y los huérfanos de los hombres a los que asesinaste! —gritó Clodio poniéndose en pie. Voconio llamó al orden, pero Clodio se negó a sentarse y siguió profiriendo insultos—. ¡Te comportaste como un tirano entonces, igual que estás haciendo ahora!

Se volvió hacia sus seguidores que se hallaban de pie, en el foro, e hizo gestos para que se le unieran. Estos no necesitaron que se lo dijeran dos veces. Prácticamente como si fueran un solo hombre, se lanzaron hacia delante, gritando, mientras una segunda lluvia de proyectiles caía sobre el estrado. El jurado acudió en ayuda de Cicerón por segunda vez aquella mañana, rodeándolo y protegiéndole la cabeza. El pretor urbano gritó a Curión si la defensa deseaba hacer más preguntas al testigo. El defensor, que parecía completamente consternado por el modo en que el jurado protegía a Cicerón, indicó que había acabado y la vista fue rápidamente aplazada. Un grupo formado por miembros del jurado, guardaespaldas y clientes abrió un camino para Cicerón a lo largo del foro y del Palatino, hasta su casa.

Yo creí que la experiencia lo habría dejado mal parado, y a primera vista desde luego lo parecía. Tenía el cabello revuelto y la toga manchada de excrementos. Pero estaba ileso. Es más, estaba exultante, caminaba a grandes zancadas por la biblioteca mientras narraba los momentos culminantes de su declaración. Tenía la sensación de haber derrotado a Catilina por segunda vez.

—¿Viste cómo el jurado cerró filas a mi alrededor para protegerme? Si alguna vez has deseado ver un símbolo de lo mejor de la justicia romana, Tiro, esta mañana lo has tenido ante tus ojos.

A pesar de todo, decidió no acudir al tribunal para escuchar las alegaciones finales de las partes. Solo se aventuró a acercarse al templo de Castor dos días más tarde, para escuchar el veredicto del tribunal.

El jurado había solicitado protección armada al Senado para la ocasión, de modo que una centuria de soldados defendía la escalera que conducía a la plataforma. Cuando Cicerón se acercó a los asientos reservados a los senadores, alzó la mano para saludar al jurado y algunos le devolvieron el gesto, pero la mayoría miró con nerviosismo en otra dirección.

—Supongo que tienen miedo de mostrar sus sentimientos delante de los compinches de Clodio —me comentó—. Cuando hayan depositado su voto, ¿crees que debería acercarme a ellos para demostrarles que cuentan con mi apoyo? Es muy probable que haya disturbios a pesar de la presencia de los soldados.

Yo no estaba seguro de que fuera una medida prudente, pero no tuve tiempo de contestar: el pretor ya estaba saliendo del templo. Dejé a Cicerón para que ocupara su lugar en el banco y me uní a la multitud.

Una vez que la defensa y la acusación habían presentado sus casos, solo restaba que Voconio resumiera los principales argumentos de cada parte y aclarara al jurado las dudas jurídicas que pudiera tener. Clodio se hallaba nuevamente sentado junto a Fulvia. De vez en cuando le susurraba algo mientras ella mantenía la vista fija en los hombres que iban a decidir el destino de su marido. En una vista todo tarda más de lo que uno espera —hay que contestar preguntas, consultar disposiciones legales y presentar documentos—, de modo que debió de transcurrir casi una hora hasta que por fin los alguaciles del tribunal empezaron a repartir entre los miembros del jurado las tablillas de cera para votar: en un lado tenían grabada una «I» de «inocente»; y en el otro, una «C» de «culpable». El sistema estaba pensado para que la votación se realizase en el máximo secreto. Solo se tardaba un instante en borrar una de las letras y depositar la tablilla en la urna a medida que la iban pasando. Cuando se hubieron recogido todas las tablillas, la urna fue depositada en la mesa del pretor y vaciada ante este. A mi alrededor, la gente se puso de puntillas para intentar ver lo que pasaba. Algunos, incapaces de soportar la tensión del silencio, gritaron banalidades como «¡Larga vida a Clodio!» y «¡Adelante, Clodio!» que despertaron breves aplausos por parte del público. Se había dispuesto un toldo para proteger al tribunal de las inclemencias del tiempo, y recuerdo que la lona flameaba igual que la vela de un barco con la fresca brisa de mayo. Por fin, el recuento terminó, y el resultado fue entregado al pretor. Este se puso en pie, y el resto del tribunal lo imitó. Fulvia aferró el brazo de su marido. Yo cerré los ojos y recé. Solo necesitábamos veintinueve votos para enviar a Clodio al exilio durante el resto de su vida.

—Hay veinticinco votos a favor de «culpable» y treinta y uno a favor de «inocente». Por lo tanto, el veredicto de este tribunal es que Publio Clodio Pulcro no es culpable de los cargos presentados contra él, y el caso…

Las últimas palabras del pretor quedaron ahogadas en un clamor de aprobación. Fue como si la tierra temblara. Sentí que me tambaleaba y, cuando abrí los ojos, parpadeando ante el resplandor, Clodio estaba recorriendo el tribunal, estrechando las manos del jurado. Los legionarios habían formado un cordón con los brazos para evitar que nadie pudiera subir al estrado. La multitud bailaba y lo vitoreaba. Los seguidores de Clodio que me rodeaban insistieron en estrecharme la mano, y yo forcé una sonrisa mientras les correspondía, de lo contrario me habrían dado una paliza o algo peor. En medio de aquella ruidosa celebración, los senadores permanecieron en sus bancos, helados y blancos como la nieve recién caída. Pude captar la expresión de algunos: Hortensio, perplejo; Lúculo, incrédulo; Cátulo, boquiabierto por el desengaño. Cicerón mostraba su habitual máscara de estadista y miraba fijamente al frente.

Poco después, Clodio se acercó al borde del estrado y, haciendo caso omiso del pretor, que gritaba que aquello era un tribunal y no una asamblea popular, levantó las manos para acallar a la multitud. El alboroto cesó de inmediato.

—¡Compañeros ciudadanos, esta victoria no es para mí! —clamó—. ¡Esta victoria es para vosotros, el pueblo! —Una salva de aplausos resonó en el templo; Clodio se volvió hacia ella, como Narciso mirándose en el espejo, y dejó que la adulación se prolongara durante un buen rato—. Yo nací patricio —prosiguió al fin—, pero los miembros de mi propia clase se han vuelto contra mí. Sois vosotros los que me habéis apoyado y dado ánimos. Es a vosotros a quienes debo la vida. Soy uno de los vuestros. Deseo hallarme entre vosotros. A partir de ahora me dedicaré enteramente a vuestra causa. Así pues, en el día de esta gran victoria, ¡es mi voluntad renunciar a mi sangre de patricio y ser adoptado como plebeyo!

Miré a Cicerón. Su expresión de estadista había desaparecido, contemplaba a Clodio con manifiesta incredulidad.

—Y si tengo éxito —prosiguió este—, no buscaré realizar mi ambición en el Senado, lleno como está de engreídos y corruptos, sino como representante del pueblo, como uno de vosotros, ¡como tribuno! —Se oyeron más aplausos que Clodio acalló con un gesto de la mano—.Y si vosotros, el pueblo, me escogéis como tribuno, os hago esta promesa: ¡aquellos que han arrebatado la vida a ciudadanos romanos sin un juicio previo no tardarán en conocer el sabor de la justicia del pueblo!

Más tarde, Cicerón se encerró en su biblioteca, con Hortensio, Cátulo y Lúculo, para meditar sobre el veredicto, mientras Quinto salía para intentar averiguar qué había pasado. Viendo cuán decaídos estaban sus compañeros, me pidió que les llevara un poco de vino.

—Cuatro votos —murmuró—. Solo cuatro votos más y ese réprobo estaría camino del exilio para siempre. ¡Cuatro votos! —repetía una vez y otra.

—Bueno, señores, esto representa el final para mí —anunció Lúculo—.Tengo intención de retirarme de la vida pública.

De lejos parecía conservar su talante impasible, pero cuando me acerqué para entregarle la copa de vino vi que parpadeaba incontrolablemente. Había sido humillado, y eso era algo que no podía soportar. Apuró la copa de un trago y me la tendió para que volviera a llenarla.

—Nuestros colegas estarán aterrorizados —comentó Hortensio.

—Creo que voy a desmayarme —dijo Cátulo.

—¡Cuatro votos!

—Me dedicaré a cuidar mis peces, a estudiar filosofía y a prepararme para la muerte —dijo Lúculo—. En esta República ya no hay sitio para mí.

Al poco, Quinto llegó con noticias del tribunal. Explicó que había hablado con los fiscales y con tres miembros del jurado que habían fallado a favor de la condena.

—Según parece, ha sido el mayor soborno de la historia de la justicia romana. Corren rumores de que han ofrecido cuatrocientos mil sestercios a algunos de los hombres clave para tener la seguridad de que el veredicto resultara favorable a Clodio.

—¿Cuatrocientos mil sestercios?—exclamó Hortensio, incrédulo.

—Pero ¿de dónde ha podido sacar Clodio tal cantidad de dinero?—se preguntó Lúculo—. Esa zorra de su mujer es rica, pero aun así…

—Se dice que el dinero lo puso Craso —explicó Quinto.

Por segunda vez ese día tuve la sensación de que el suelo se movía bajo mis pies. Cicerón me lanzó una mirada.

—Me cuesta creerlo —dijo Hortensio—. ¿Por qué iba Craso a pagar semejante fortuna para salvar a un personaje como Clodio?

—No lo sé. Solo puedo deciros lo que me han contado —repuso Quinto—. Anoche, pasaron por casa de Craso veinte miembros del jurado, uno tras otro, y él preguntó a cada uno qué era lo que más deseaba. Saldó deudas pendientes de algunos. Ofreció trabajo a otros. Los demás se lo llevaron en efectivo.

—Eso sigue sin sumar la mayoría del jurado —señaló Cicerón.

—Sí, pero parece que Clodio y Fulvia también estuvieron muy ocupados, y no solo con su oro. Algunos miembros del jurado preferían cobrar con otro tipo de moneda, hombre o mujer, así que anoche hubo mucho movimiento en algunas nobles camas de Roma. Me han dicho que Clodia se trabajó mucho algunos votos.

—Catón tenía razón —declaró Lúculo—. El corazón de la República está podrido. Estamos acabados, y Clodio es el gusano que nos destruirá.

—¿Podéis imaginar a un patricio adoptado por la plebe?—preguntó Hortensio en tono de desconcierto—. ¿Podéis imaginarlo deseando que eso suceda?

—Señores, señores —dijo Cicerón—, solo hemos perdido un juicio, eso es todo, no vayamos también a perder la cabeza. Clodio no es el primer culpable al que un tribunal declara inocente.

—Ahora irá por ti, hermano —le advirtió Quinto—. Si pasa a formar parte de la plebe, da por seguro de que lo elegirán tribuno; es demasiado popular para impedirlo. Y cuando tenga los poderes de ese cargo a su disposición, podrá causarte un montón de problemas.

—Eso no ocurrirá —contestó Cicerón—. Las autoridades no le permitirán ingresar en la plebe. Y si, por alguna razón increíble llegara a suceder, ¿de verdad crees que no seré capaz de manejar a un infantil y sonriente pervertido como esa pequeña reina de la belleza?¡Podría partirle el espinazo con uno solo de mis discursos!

—Tienes razón —dijo Hortensio—. Y quiero que sepas que nunca te abandonaremos. Si Clodio se atreve a ir contra ti, contarás con todo nuestro apoyo. ¿Verdad que sí, Lúculo?

—Desde luego.

—¿No estás de acuerdo, Cátulo?—El viejo patricio no contestó—. ¿Cátulo…?—insistió Hortensio, en vano—. Me temo que últimamente ha envejecido mucho. —Hortensio suspiró—.Tiro, ¿te importa despertarlo?

Puse la mano en el hombro de Cátulo y lo zarandeé suavemente. Su cabeza se bamboleó hacia un lado y tuve que cogerlo con fuerza para evitar que se desplomara. Su cabeza cayó hacia atrás y me vi contemplando su apergaminado rostro. Tenía los ojos abiertos, así como la boca, de la que le caía un hilillo de baba. Me asusté y aparté la mano, y fue Quinto quien dio un paso al frente, le buscó el pulso en el cuello y anunció que había muerto.

Así pasó a mejor vida Quinto Lutacio Cátulo, en el año sexagésimo primero de su vida: cónsul, pontífice, e incansable defensor de las prerrogativas del Senado. Pertenecía a una época anterior, menos frívola. Su muerte, al igual que la de Metelo Pío, constituyó un hito más en el camino hacia la descomposición de la República.

Hortensio, que era cuñado de Cátulo, cogió una vela de manos de Cicerón y la acercó al rostro del anciano mientras intentaba traerlo de nuevo a la vida. Nunca he visto tan claramente como entonces el sentido de aquella vieja tradición, pues realmente parecía que el espíritu de Cátulo hubiera abandonado silenciosamente la estancia y pudiera regresar si se lo convocaba como era debido. Esperamos para ver si revivía, pero por supuesto no lo hizo, y al cabo de un rato Hortensio le dio un beso en la frente, le cerró los ojos y derramó unas cuantas lágrimas. Incluso Cicerón parecía al borde del llanto; él y Cátulo habían empezado siendo adversarios, pero habían acabado haciendo causa común y lo respetaba por su integridad. Solo Lúculo no parecía conmovido; creo que ya había alcanzado ese estadio en el que prefería los peces a los seres humanos.

Como es natural, aquello puso fin a cualquier discusión sobre el resultado del juicio. Los esclavos de Cátulo fueron llamados para que cargaran con el cuerpo de su señor la breve distancia que había hasta su casa. Luego, Hortensio se marchó a la suya a comunicar la noticia, y Lúculo se retiró para cenar a solas en su gran Sala de Apolo (sin duda alas de alondras y lenguas de ruiseñor). En cuanto a Quinto, anunció que al amanecer del día siguiente iniciaría su largo viaje a Asia. Cicerón sabía que su hermano tenía órdenes de marcharse tan pronto como se hubiera dictado sentencia, pero me di cuenta de que aquel era el golpe más duro que recibió ese día. Llamó a Terencia y al pequeño Marco para que se despidieran y después se retiró sin más a su biblioteca. Acompañé a Quinto hasta la puerta.

—Adiós, Tiro —me dijo Quinto estrechando mi mano entre las suyas. A diferencia de las suaves y delicadas manos de su hermano, las suyas eran duras y callosas—. Echaré de menos tus consejos. ¿Me escribirás a menudo y me contarás cómo sigue mi hermano?

—Lo haré con gusto.

Estaba a punto de salir a la calle cuando se volvió de nuevo y dijo:

—Mi hermano debería haberte concedido la libertad cuando su consulado terminó. La verdad es que esa era su intención. ¿Lo sabías?

Me quedé perplejo ante semejante revelación.

—Hace tiempo que no ha vuelto a hablar del tema —farfullé—. Pensé que había cambiado de parecer.

—Dice que tiene miedo de todo lo que sabes.

—Pero ¡yo nunca diría una palabra a nadie de lo que me ha confiado!

—Lo sé, y en el fondo de su corazón él también lo sabe. En realidad, eso no es más que una simple excusa. Lo que de verdad le da miedo es que tú también te alejes de su lado, como Ático y como yo. Mi hermano depende de ti más de lo que imaginas.

Yo estaba demasiado abrumado para articular palabra.

—Cuando regrese de Asia —prosiguió Quinto—, tendrás tu libertad. Te lo prometo. Perteneces a la familia, no solo a mi hermano. Entretanto, vela por su seguridad, Tiro. Algo se está cociendo en Roma y no me gusta cómo huele.

Alzó la mano para despedirse y, acompañado por sus ayudantes, se alejó calle abajo. Yo permanecí en el umbral y contemplé su recia figura —sus anchos hombros, su paso decidido— caminar colina abajo hasta que lo perdí de vista.