Por entonces, tal como Clodio había anunciado, Pompeyo el Grande regresó a Italia y desembarcó en Brindisi. Los mensajeros del Senado corrieron en relevos las casi quinientas millas que había hasta Roma para llevar la noticia. Según sus despachos, veinte mil legionarios habían desembarcado con Pompeyo, y al día siguiente se dirigió a ellos en el foro de la ciudad. «Legionarios —se cuenta que dijo—, os doy las gracias por el servicio que habéis prestado. Hemos acabado con Mitrídates, el enemigo más peligroso de nuestra República desde Aníbal, y llevado a cabo hazañas que el mundo recordará dentro de mil años. Este día en que nos hemos de separar es una amarga jornada. Pero la nuestra es una nación gobernada por leyes, y yo no tengo autoridad del Senado ni del pueblo para mantener un ejército en Italia. Dispersaos, volved a las ciudades y los pueblos que os vieron nacer. Os prometo que vuestros servicios no quedarán sin recompensa y que habrá dinero y tierras para todos vosotros. Tenéis mi palabra. Entretanto, estad atentos a mi llamada para reuniros conmigo en Roma, ¡donde todos recibiréis vuestra parte del botín y juntos celebraremos el mayor triunfo que la capital del imperio ha presenciado jamás!»
Dicho eso, partió por tierra hacia Roma acompañado únicamente por su escolta oficial de lictores y un puñado de amigos íntimos. Cuando se extendió la noticia de que viajaba con tan humilde séquito, el efecto fue sorprendente. La gente había temido que Pompeyo marchara hacia el norte al frente de su ejército, dejando a su paso una campiña arrasada como si por ella hubiera pasado una plaga de langostas. Sin embargo, el Guardián de la Tierra y el Mar viajó sin prisa, parándose a descansar en albergues del camino, como un simple visitante que hubiera regresado de una larga estancia en ultramar. En todos los pueblos a lo largo del trayecto —en Tarento y en Venosa, en las montañas y llanuras de Campania, en Capua y en Minturno—, las multitudes acudieron a vitorearlo. Cientos de personas salieron de sus casas para seguirlo, y no pasó mucho tiempo antes de que el Senado recibiera la noticia de que casi cinco mil ciudadanos marchaban con él hacia Roma.
Cicerón leyó todo aquello con creciente desasosiego. Su larga carta a Pompeyo seguía sin respuesta, incluso él empezaba a pensar que haber presumido tanto de su consulado podía haberlo perjudicado. Aún peor: a través de diversas fuentes Cicerón se había enterado de que Pompeyo se había hecho una mala opinión de Híbrida cuando cruzó Macedonia en su viaje de vuelta, pues había sido testigo de primera mano de su corrupción e incompetencia, y cuando llegara a Roma tenía intención de presionar para que el gobernador fuera llamado a capítulo. Semejante iniciativa podía amenazar a Cicerón con la ruina, pues todavía no había recibido ni un solo sestercio de Híbrida. Me llamó a la biblioteca y me dictó una larga carta para su antiguo colega en la que le decía: «Intentaré proteger tu espalda con todas mis fuerzas siempre que no dé la impresión de que estoy quitándome los problemas de encima. Pero si veo que al final no se me agradece, no permitiré que nadie me tome por un idiota, ni siquiera tú». Unos días después de Saturnalia, se celebró una cena de despedida de Ático, al final de la cual Cicerón le entregó la carta y le pidió que se la diera personalmente a Híbrida. Ático le juró que sería lo primero que haría al llegar a Macedonia, y después, entre lágrimas y abrazos, los dos amigos se dijeron adiós. Para ambos fue motivo de tristeza que Quinto no estuviera allí para despedirlo.
Con Ático fuera de la ciudad, los problemas parecieron llover sobre Cicerón desde todas direcciones. Estaba realmente preocupado —y yo más aún— por el empeoramiento de la salud de su secretario auxiliar. Yo mismo había enseñado a Sosisteo gramática latina, griego y los rudimentos de la taquigrafía. Tenía una voz melodiosa, motivo por el cual Cicerón solía preferirlo como lector. Debía de tener unos veintiséis años, y dormía en un pequeño cuarto de la bodega contiguo al mío. Lo que en su caso empezó siendo una áspera tos acabó convirtiéndose en fiebre, y Cicerón llamó a su médico particular para que lo examinara. Una sangría no le hizo ningún bien; tampoco que le aplicaran sanguijuelas. Cicerón quedó muy afectado y pasó muchos días sentado junto a su camastro aplicándole compresas frías en su ardiente frente. Durante una semana, yo acompañé a Sosisteo por las noches, oyéndolo parlotear incoherentemente e intentando tranquilizarlo y que bebiera agua.
Con estas terribles fiebres ocurre a menudo que el desenlace definitivo llega precedido de un momento de calma y lucidez. Así ocurrió con Sosisteo. Lo recuerdo muy bien. Pasaba de la medianoche, y yo estaba tumbado en un colchón de paja, junto a él, protegiéndome del frío con una manta y una piel de oveja. El infeliz se había callado, y en el silencio, y a la trémula luz de un candil, yo acabé adormilándome. Sin embargo, algo me despertó y, al volverme, vi que Sosisteo se había incorporado y me miraba con expresión de horror.
—¡Las cartas…! —dijo.
Era tan propio de él preocuparse por su trabajo que casi me emocioné.
—Las cartas están al día, no te preocupes —lo tranquilicé—. Duerme.
—¡Yo copié esas cartas!
—Sí, sí, tú copiaste esas cartas. Ahora descansa.
Intenté con suavidad que se tumbara, pero él se revolvió bajo mis manos. En aquellos momentos no era más que huesos y sudor, y estaba tan débil como un gorrión. Sin embargo, se negaba a tumbarse. Obviamente estaba desesperado por contarme algo.
—¡Craso lo sabe!
—Naturalmente, Craso lo sabe —repetí en tono apaciguador, pero entonces sentí que se me hacía un nudo en el estómago—. Que Craso sabe, ¿qué?
—¡Lo de las cartas!
—¿Qué cartas?—insistí, pero Sosisteo no respondió—. ¿Te refieres a las cartas anónimas?¿Las que avisaban de la violencia que iba a apoderarse de Roma?¿Tú las copiaste?—Asintió—. ¿Y cómo llegó a enterarse Craso?
—Yo se lo dije. —Su frágil mano se aferró a mi brazo—. No te enfades conmigo.
—No estoy enfadado —le contesté, enjugándole el sudor de la frente—. Seguro que te intimidó.
—Me dijo que ya lo sabía.
—¿Quieres decir que te engañó?
—No. Lo siento tanto… —Se interrumpió, soltó un tremendo quejido, un sonido horrible para alguien tan débil, y todo su cuerpo se estremeció. Sus ojos se cerraron, se abrieron bruscamente por última vez y me lanzó una mirada que nunca olvidaré. En aquellos ojos había un abismo insondable. Luego cayó inerte en mis brazos.
Quedé horrorizado por lo que había visto, fue como asomarse al más negro de los espejos, donde no hay nada más que el vacío. Y en ese momento comprendí que yo también moriría como Sosisteo, sin hijos y sin dejar tras de mí el menor rastro de mi existencia. Desde entonces redoblé mis esfuerzos y mi determinación de escribir toda la historia de la que he sido testigo, para que al menos mi vida tenga ese humilde propósito.
Sosisteo aguantó todavía el resto de la noche y todo el día siguiente y murió la última noche de aquel año. Corrí de inmediato a avisar a Cicerón.
—¡Pobre muchacho! —suspiró—. Su muerte me apena más que lo que tal vez debería hacerlo la pérdida de un esclavo. Asegúrate de que su funeral muestre al mundo lo mucho que lo apreciaba. —Volvió a la lectura de su libro, pero vio que yo no me iba—. ¿Y bien?
Me hallaba en un dilema. Intuía que Sosisteo me había confiado un gran secreto, pero no podía estar seguro de si era verdad o simplemente los desvaríos de una mente enfebrecida. También me sentía desgarrado entre mi obligación hacia un muerto y mi deber hacia los vivos: ¿respetar la confesión de mi amigo o decírselo a Cicerón? Al final, opté por lo segundo.
—Hay algo que deberías saber —le dije.
Saqué mi tablilla y leí las palabras de Sosisteo, que había tenido la precaución de anotar.
Mientras yo hablaba, Cicerón me estudiaba —su mano en su barbilla—, y cuando acabé, dijo:
—Ya sabía yo que esas copias tendría que habértelas encargado a ti.
Hasta ese momento no había querido creer que era cierto. Me esforcé por ocultar mi sorpresa.
—¿Y por qué no me lo pediste?
Me lanzó otra mirada escrutadora.
—¿Te sientes ofendido?
—Un poco.
—Pues no deberías. Más bien es un cumplido a tu honradez e integridad. A veces, Tiro, tienes demasiados escrúpulos para el lado sucio de la política, y a mí me habría resultado difícil llevar a cabo ese engaño bajo la desaprobación de tu mirada. O sea que conseguí engañarte, ¿no es así?—Parecía bastante satisfecho de sí mismo.
—Sí —contesté—, completamente. —Y era cierto. Cuando recordé su sorpresa la noche en que Craso se presentó con las cartas, rodeado de Escipión y Marcelo, no tuve más remedio que maravillarme ante sus dotes de actor.
—Está bien, lamento haberte engañado. Sin embargo, parece que no lo conseguí con el viejo calvorota, o por lo menos ya no. —Suspiró de nuevo—. ¡Pobre Sosisteo! La verdad es que creo que sé cuándo debió de conseguir Craso sonsacarle la verdad. Seguro que fue el día en que lo envié a recoger la escritura de esta casa.
—¡Tendrías que haberme enviado a mí!
—Lo habría hecho, pero tú habías salido y yo no tenía nadie más en quien confiar. ¡Qué mal rato debió de pasar el pobre Sosisteo cuando ese viejo zorro de Craso le sonsacó! Si al menos me hubiera contado lo que había pasado, lo habría tranquilizado.
—Pero ¿no te preocupa lo que pueda hacer Craso?
—¿Por qué debería preocuparme? Tiene lo que deseaba, todo salvo el mando del ejército que acabó con Catilina. La verdad es que me asombra que se atreviera a pedírmelo. En cuanto al resto, esas cartas que Sosisteo escribió mientras yo se las dictaba, y que luego dejó ante su puerta, fueron para él como un regalo de los dioses. Gracias a ellas pudo desvincularse de la conspiración, dejarme sitio para limpiar el patio y evitar al mismo tiempo que Pompeyo interviniera. En realidad, debería decir que Craso ha sacado mucho más provecho que yo del asunto. Los únicos que lo pasaron mal fueron los culpables.
—Pero ¿qué pasará si lo hace público?
—Si lo hace, lo negaré todo… no tiene ninguna prueba. Lo último que desea es volver a abrir ese apestoso saco de huesos. —Volvió a coger el libro—. Anda, ve a poner una moneda en los labios de nuestro difunto amigo. Confiemos en que encuentre más honradez en la otra orilla del río eterno que la que existe en esta.
Hice lo que me ordenó y, al día siguiente, el cuerpo de Sosisteo fue incinerado en el campo Esquilino. La mayoría de la servidumbre acudió a presentar sus últimos respetos, y yo gasté generosamente el dinero de Cicerón en flores, flautistas e incienso. En conjunto salió todo lo bien que cabe esperar de semejante circunstancia. Cualquiera habría pensado que estábamos despidiendo a un liberto o incluso a un ciudadano. En cuanto al hecho del que me había enterado, ni intenté juzgar a Cicerón por la moralidad de su acto, ni mi orgullo se sintió demasiado ofendido porque no hubiera confiado en mí. Pero sí temí que Craso intentara vengarse, y, mientras el negro humo se alzaba de la pira y se confundía con las plomizas nubes que se aproximaban por el este, sentí que me invadía el miedo.
Pompeyo llegó a los alrededores de Roma en los idus de enero. La víspera de su llegada, Cicerón recibió una invitación para reunirse con el imperator en Villa Pública, que en aquella época era la residencia oficial de los invitados del gobierno. El mensaje estaba redactado con la mayor corrección, de modo que Cicerón no vio motivo para no asistir. Haberla rechazado habría parecido un gesto de altanería.
—No obstante —me confió a la mañana siguiente mientras uno de los esclavos lo ayudaba a vestirse—, no puedo evitar sentirme como un siervo que es llamado para dar la bienvenida al gran conquistador y no como un colaborador en las tareas de gobierno que se dispone a reunirse con otro en términos de igualdad.
Cuando llegamos al Campo de Marte, cientos de ciudadanos intentaban tener aunque solo fuera un breve atisbo de su héroe, del que se rumoreaba que se encontraba apenas a un par de millas. Vi que Cicerón se molestó ligeramente porque, por una vez, la multitud miraba hacia otro lado y no le prestaba atención, y cuando entramos en Villa Pública su orgullo recibió otro varapalo. Había dado por hecho que se reuniría con Pompeyo en privado, pero descubrió que ya había otros senadores esperando con sus ayudantes, incluidos los nuevos cónsules, Pupio Pisón y Valerio Mesala. La sala estaba oscura y fría —como suelen estarlo las dependencias oficiales que no se utilizan a menudo—, y, aunque olía a humedad, nadie se había tomado la molestia de encender un fuego. Allí, Cicerón se vio obligado a sentarse a esperar en una dura silla dorada mientras se esforzaba por conversar con Pupio, un taciturno lugarteniente de Pompeyo al que conocía desde hacía años y con quien no simpatizaba especialmente.
Al cabo de una hora, el alboroto de la multitud aumentó, y deduje que Pompeyo había hecho su aparición. El griterío no tardó en hacerse tan intimidante que los senadores dejaron de hablar y permanecieron sentados y en silencio, cual desconocidos que se hubieran reunido por azar buscando refugio de una tormenta. Al fin, sonó una trompeta, se oyeron pesados pasos en la antecámara y a alguien que decía:
—Bien, no dirás que el pueblo de Roma no te quiere, imperator.
Y luego la retumbante voz de Pompeyo responder:
—Sí, ha estado bien. Ha estado francamente bien.
Cicerón se levantó con el resto de los senadores y, segundos después, entró en la sala el gran general, uniformado de la cabeza a los pies, con su capa escarlata y su centelleante armadura de bronce, en cuya pechera un sol esparcía sus rayos en todas direcciones. Se quitó el empenachado casco y se lo pasó a un ayudante mientras sus lictores y oficiales entraban tras él. Tenía el cabello tan abundante como siempre; pasó sus fuertes dedos por él, echándoselo hacia atrás y peinándose el familiar tupé que coronaba su atezado y ancho rostro. Había cambiado poco en los últimos seis años, salvo que su presencia física imponía incluso más que antes, si es que tal cosa era posible. Su torso era inmenso. Fue estrechando las manos de los cónsules y los demás senadores e intercambiando unas pocas palabras con cada uno; Cicerón parecía incómodo. Al final, llegó a la altura de mi señor.
—¡Marco Tulio! —exclamó. Dio un paso atrás y examinó con detenimiento a Cicerón. Hizo un gesto de fingido asombro al ver sus relucientes zapatos rojos y luego alzó la mirada a la toga bordada de púrpura y hasta su cabello cuidadosamente cortado—.Tienes muy buen aspecto. ¡Vamos, deja que abrace al hombre sin el cual yo no habría tenido un país al que volver! —Rodeó a Cicerón con sus brazos y lo estrechó con fuerza contra la coraza mientras nos guiñaba el ojo por encima del hombro—. ¡Debe de ser verdad, porque él no cesa de repetírmelo!
Los presentes se echaron a reír, y mi señor intentó unírseles, pero el abrazo de Pompeyo lo había dejado sin aire en los pulmones y lo único que consiguió fue emitir un patético jadeo.
—Bien, señores —tronó Pompeyo, radiante, mirando a su alrededor—. ¿Por qué no nos sentamos?
Entraron una cómoda butaca y el imperator tomó asiento. Le pusieron en la mano un puntero de marfil. Desenrollaron a sus pies una alfombra en la que había dibujado un mapa de Oriente, y cuando los senadores se inclinaron para mirar, él empezó a ilustrar sus hazañas en él. Yo tomé algunas notas mientras hablaba, y más tarde Cicerón pasó largo rato estudiándolas con expresión de incredulidad. Pompeyo aseguraba que en el transcurso de su campaña había capturado mil fortificaciones, novecientas ciudades y catorce países, entre los que figuraban Siria, Palestina, Arabia, Mesopotamia y Judea. El puntero se alzó de nuevo. Había fundado no menos de treinta y nueve comunidades, de las cuales solo había puesto su nombre, Pompeyópolis, a tres. Había aplicado impuestos que incrementarían los ingresos de las arcas romanas en dos terceras partes, y propuso donar al Tesoro, de su pecunio personal, la suma de doscientos millones de sestercios.
—Señores, he multiplicado por dos el tamaño de nuestro imperio. En estos momentos la frontera de Roma llega hasta el Mar Rojo.
Mientras yo anotaba todo aquello, me sorprendió el curioso tono con el que Pompeyo daba cuenta de sus conquistas. Hablaba continuamente de «mi» esto y «mi» aquello. Pero esas tierras, esas ciudades, esas ingentes cantidades de dinero ¿eran suyas o de Roma?
—Naturalmente, para legalizar todo esto deberé contar con una disposición expresa del Senado —concluyó.
Siguió un silencio, y Cicerón, que había recobrado el aliento, levantó una ceja.
—¿De verdad?¿Solo una?
—Sí, solo una —aseguró Pompeyo, entregando el puntero de marfil a un ayudante—. Bastará con que incluya esta frase: «El Senado y el pueblo de Roma aprueban todas las decisiones tomadas por Pompeyo el Grande en lo referente a sus asentamientos de Oriente». Por supuesto, si lo deseas podrás añadir algún comentario elogioso, pero esa será la esencia.
Cicerón observó al resto de los senadores. Ninguno le devolvió la mirada. Preferían que fuera él quien hablara.
—¿Y no quieres nada más?
—Sí, un consulado.
—¿Para cuándo?
—Para el año que viene. Habrá pasado una década desde el anterior y, por lo tanto, será perfectamente legal.
—Pero, para poder presentarte a las elecciones es necesario que entres en la ciudad, lo cual significa renunciar a tu imperium, y supongo que aspiras a un triunfo.
—Desde luego. Tendré mi triunfo en septiembre, para mi aniversario.
—Pues no sé cómo vamos a poder arreglarlo.
—Muy sencillo, con otra propuesta del Senado. De nuevo bastará una frase: «El Senado y el pueblo de Roma autorizan a Pompeyo a optar in absentia al cargo de cónsul». No creo que necesite hacer campaña para captar votos. ¡La gente ya sabe quién soy! —Sonrió y miró su alrededor.
—¿Y tu ejército?
—Disuelto y disperso. Habrá que recompensarlos, por supuesto. Les he dado mi palabra.
El cónsul Mesala intervino:
—Nos han llegado informes que dicen que les prometiste tierras.
—Así es.
Pompeyo percibió que el silencio que siguió estaba cargado de hostilidad.
—Hablemos con franqueza —dijo inclinándose hacia delante en su butaca, que parecía un trono—. Sabéis perfectamente que podría haber marchado con mis legionarios hasta las puertas de Roma y haber exigido lo que me hubiera dado la gana. Sin embargo, mi intención es servir al Senado, no dictarle lo que debe hacer, y si acabo de atravesar Italia del modo más humilde ha sido para demostrar exactamente eso. Y seguiré demostrándolo. Supongo que todos estáis enterados de que me he divorciado… —Los senadores asintieron—. ¿Qué os parecería si mi próximo matrimonio me uniera para siempre a la comunidad senatorial?
—Creo que hablo en nombre de todos —dijo Cicerón con cautela, intercambiando una mirada con sus colegas— si afirmo que el Senado no desea otra cosa que trabajar contigo y que una alianza así sería de la mayor ayuda. ¿Tienes una candidata en mente?
—Sí, la tengo. Me han dicho que Catón tiene mucha influencia en el Senado, y Catón tiene hijas y sobrinas en edad casadera. Mi intención es tomar a una de esas jóvenes como esposa y que mi primogénito elija a otra. ¿Qué?—Se repantigó en su asiento, satisfecho—. ¿Qué os parece?
—Nos parece muy bien —repuso Cicerón tras mirar nuevamente a sus colegas—. Una alianza entre la casa de Catón y Pompeyo asegurará la paz al menos durante una generación. Los populistas se quedarán mudos de asombro y la gente de buena voluntad se alegrará. —Sonrió—.Te felicito por un golpe tan brillante, imperator. Por cierto, ¿qué opina Catón?
—Oh, todavía no lo sabe.
Cicerón hizo lo posible para que la sonrisa no se le borrara de la cara.
—¿Te has divorciado de Mucia y has cortado tus relaciones con los Metelo para casarte con una joven emparentada con Catón, pero todavía no has preguntado a este su parecer?
—Supongo que puedes exponerlo así. ¿Por qué lo preguntas?¿Crees que puede haber algún problema?
—Si se tratara de cualquier otro hombre, diría que no, pero con Catón… bueno, uno nunca puede estar seguro de adónde le llevará su inflexible lógica. ¿Has confiado tus intenciones a muchas personas?
—A unas cuantas.
—En ese caso, imperator, propongo que aplacemos cualquier otra conversación sobre el asunto y envíes un emisario a casa de Catón sin pérdida de tiempo.
Un nubarrón cruzó el hasta ese momento radiante rostro de Pompeyo. Estaba claro que ni siquiera había considerado la posibilidad de que Catón rechazara su oferta. Si eso ocurría, su prestigio sufriría un duro golpe. Cuando nos marchamos, lo dejamos en sesuda consulta con Lucio Afranio, su más íntimo consejero. En el exterior, la multitud era aún más numerosa que antes y, a pesar de que la guardia de Pompeyo abrió las puertas lo justo para dejarnos marchar, se vio casi superada por la ingente cantidad de personas que deseaban entrar. Mientras Cicerón y los cónsules se encaminaban a la ciudad, la gente les preguntaba a gritos: «¿Habéis hablado con él?» «¿Qué os ha dicho?» «¿Es cierto que se ha convertido en un dios?».
—La última vez que lo vi no era un dios —contestó Cicerón alegremente—, ¡pero le falta poco! Tiene intención de unirse a nosotros en el Senado. —Y a continuación me dijo por lo bajo—: ¡Valiente payasada! ¡Ni a Plauto se le habría ocurrido una situación tan grotesca!
Las cosas salieron exactamente como Cicerón había temido. Ese mismo día, Pompeyo envió a su amigo Munatio para que hablara con Catón y le trasladara el ofrecimiento del gran hombre de un doble matrimonio. La casualidad quiso que la familia se hallara reunida al completo para una fiesta. Las mujeres se entusiasmaron con la idea, tal era el renombre que Pompeyo tenía en Roma como héroe de guerra y la fama de su imponente físico. Sin embargo, Catón montó en cólera y, sin pararse a meditarlo ni a consultarlo con nadie, dio la siguiente respuesta:
—Ve, Munatio, y di a Pompeyo que Catón no va a dejarse atrapar con artes de mujer, que aprecia la buena voluntad de Pompeyo y que, si se porta como es debido, le corresponderá con una amistad mucho más duradera que cualquier matrimonio, pero que no está dispuesto a entregarle rehenes a mayor gloria de Pompeyo y en detrimento de este país.
A decir de todos, Pompeyo se quedó perplejo ante la grosería de semejante respuesta (¡«si Pompeyo se porta como es debido»!), se marchó en el acto de Villa Pública y regresó de muy mal humor a su casa en los montes Albanos. Sin embargo, incluso allí lo persiguieron demonios que se dedicaron a pinchar su orgullo. Su hija, que contaba nueve años por aquel entonces, y a la que no había visto desde que la criatura tenía edad de empezar a hablar, había sido instruida por su tutor, el famoso gramático Aristodemo de Nisa, para que diera la bienvenida a su padre con unos pasajes de Homero. Por desgracia, el primer párrafo que leyó cuando Pompeyo cruzó el umbral de la casa fue el de Helena diciéndole a Paris: «Regresas de la guerra, y desearía que hubieras muerto en ella». Demasiada gente presenció aquel momento como para que no se hiciera público, y me temo que tuvo mucho que ver en su difusión por toda Roma.
Es posible que con todo aquel alboroto algunos creyeran que el escándalo del ritual de la Buena Diosa caería en el olvido. Había transcurrido más de un mes desde el sacrilegio, y Clodio había sido lo bastante prudente para mantenerse alejado de la vida pública. La gente había empezado a hablar de otras cosas. Pero uno o dos días después del regreso de Pompeyo, el Colegio de Sacerdotes entregó por fin al Senado su informe sobre lo ocurrido. Pupio, el cónsul presidente, era amigo de Clodio y partidario de silenciar el escándalo. A pesar de todo, se vio obligado a dar lectura al informe de los sacerdotes, cuyo veredicto no dejaba lugar a dudas: la acción de Clodio debía considerarse un caso claro de nefas, un acto impío, un pecado, una ofensa contra la Diosa, una abominación.
El primer senador en ponerse en pie fue Lúculo, y qué momento tan dulce debió de ser para él cuando, con gran solemnidad, declaró que su ex cuñado había mancillado las tradiciones de la República, con el consiguiente peligro de que la furia de los dioses cayera sobre la ciudad. «Su ira solo podrá ser aplacada con el más severo de los castigos al ofensor», declaró, y a continuación propuso que Clodio fuera acusado de violar la santidad de las Vírgenes Vestales, un delito cuyo castigo consistía en ser apaleado hasta la muerte. Catón apoyó la moción. Los dos líderes de los patricios, Cátulo y Hortensio, le dieron su apoyo. Estaba claro que el resto de la cámara pensaba como ellos. Exigieron que el magistrado de más alto rango de Roma después de los cónsules —es decir, el pretor urbano— convocara un tribunal especial, designara un jurado compuesto por miembros del Senado, y se ocupara del caso a la mayor brevedad posible. Con tales personajes al frente del proceso, el resultado estaba cantado. Pupio aceptó a regañadientes que se votara un proyecto de ley a tal efecto, y cuando la sesión de la cámara finalizó, Clodio parecía hombre muerto.
Más tarde, esa misma noche, cuando oí que llamaban a la puerta, tuve la certeza de que se trataba de Clodio. A pesar del plantón que Cicerón le había dado al día siguiente del escándalo, el joven había seguido apareciendo regularmente por la casa con la esperanza de reunirse con él. No obstante, yo tenía órdenes estrictas de no dejarlo entrar y, para su disgusto, nunca había conseguido pasar del atrio.
Mientras cruzaba el vestíbulo para ir a abrir, me preparé para otra desagradable escena. Pero, para mi sorpresa, era Clodia quien estaba en el umbral. Normalmente, la mujer de Celer se desplazaba por la ciudad rodeada de un cortejo de doncellas, pero esa noche iba sola. Me preguntó en un tono glacial si mi señor estaba en casa, y yo contesté que iría a comprobarlo. La hice pasar al vestíbulo, le pedí que aguardara un momento y luego me dirigí casi corriendo a la biblioteca, donde Cicerón estaba trabajando. Cuando le anuncié quién había llegado, dejó su pluma y meditó unos instantes.
—¿Se ha retirado Terencia a sus aposentos?
—Eso creo.
—Entonces, haz pasar a nuestra visita. —Me sorprendió que corriera semejante riesgo, pero supongo que era consciente del peligro porque antes de que yo saliera añadió—: Y sobre todo no se te ocurra dejarnos solos ni un momento.
Fui a buscarla. Nada más entrar, Clodia cruzó la biblioteca a paso vivo, fue hasta donde Cicerón estaba y se arrodilló a sus pies.
—He venido a suplicar tu ayuda —dijo, bajando la cabeza—. Mi pobre muchacho está fuera de sí, tiene miedo y se arrepiente, pero es demasiado orgulloso para pedirte otra vez que lo ayudes. Así pues, he venido yo. —Cogió el borde de la toga de Cicerón y la besó—. Mi querido amigo, no es cosa vana la que postra de rodillas a una Claudia, pero te suplico tu ayuda.
—Levántate, Clodia —contestó mi señor, mirando nervioso hacia la puerta—. Si alguien te viera, seríamos la comidilla de toda la ciudad. —Al ver que ella no obedecía, añadió con más suavidad—: Escucha, no pienso hablar contigo a menos que te levantes. —Clodia obedeció, aún cabizbaja—. Ahora atiende —prosiguió Cicerón—. Diré una vez lo que tengo que decirte y después te marcharás. Quieres que ayude a tu hermano, ¿verdad?—Clodia asintió—. Entonces dile que tiene que hacer exactamente lo que voy a decirte. Debe escribir una carta de disculpa a todas las mujeres cuyo honor ha ofendido. En ellas debe decirles que lo siente, que fue un arranque de locura, que no es digno de respirar el mismo aire que ellas y sus hijas y todo ese tipo de cosas. Créeme si te digo que mostrarse muy obsequioso no es bastante. Luego, debe renunciar a su cuestoría y marcharse de Roma; partir al exilio y permanecer lejos de la ciudad unos cuantos años. Cuando las aguas hayan vuelto a su cauce, podrá volver y empezar de nuevo. Es el mejor consejo que puedo darle. Ahora, adiós.
Cicerón se dispuso a dar media vuelta, pero Clodia lo sujetó por el brazo.
—¡Marcharse de Roma lo matará!
—No, señora, es quedarse en Roma lo que lo matará. Habrá un juicio y lo declararán culpable. Lúculo se ocupará de que así sea. Sin embargo, Lúculo es viejo y perezoso, mientras que tu hermano es joven y enérgico. El tiempo es su mejor aliado. Dile eso y que te lo he dicho yo, y dile que le deseo buena suerte y que salga de la ciudad mañana a primera hora.
—Si decidiera quedarse en Roma, ¿te unirás a los que están en su contra?
—Haré todo lo que pueda para mantenerme al margen.
—¿Y si acaba ante un tribunal?¿Lo defenderías en ese caso?
—No, eso es imposible.
—¿Por qué?
—¿Por qué?—Cicerón soltó una carcajada de incredulidad—. Hay miles de razones.
—¿Es porque crees que es culpable?
—Mi querida Clodia, ¡todo el mundo sabe que es culpable!
—Pero defendiste a Cornelio Sula y todo el mundo sabía que era culpable.
—Este caso es distinto.
—¿Por qué?
—Para empezar, por mi mujer —repuso Cicerón en voz baja, lanzando una mirada hacia la puerta—. Mi mujer estuvo allí. Presenció todo el incidente.
—¿Me estás diciendo que tu mujer se divorciaría de ti si decidieras defender a mi hermano?
—Sí, creo que lo haría.
—Entonces, toma otra esposa —contestó Clodia y, dando un paso atrás, pero sin dejar de mirar a Cicerón a los ojos, se desabrochó rápidamente la capa y dejó que le resbalara de los hombros. No llevaba nada debajo. Su piel, morena y recién aceitada, brillaba con el reflejo de las velas. Yo me hallaba de pie, justo detrás de ella. Clodia sabía que la estaba mirando, pero mi presencia la inquietó tanto como la de una mesa o un escabel. El aire se cargó de electricidad. Cicerón permaneció inmóvil. Siempre que recuerdo ese momento me viene a la mente aquel momento en el Senado en que, durante el caos tras el debate sobre los conspiradores, habría bastado una palabra, un gesto de mi señor para enviar a César a la muerte y hacer de nuestro mundo un lugar muy diferente. Lo mismo ocurrió entonces. Tras una larga pausa, negó ligeramente con la cabeza e, inclinándose, recogió la capa y se la tendió a Clodia.
—Cúbrete —dijo en voz baja.
Ella hizo caso omiso. Apoyó las manos en las caderas en actitud desafiante.
—¿De verdad prefieres a esa vieja beata que es como el palo de una escoba antes que a mí?
—Sí. —Parecía sorprendido por su propia respuesta—. Cuanto más lo pienso, más convencido estoy.
—Entonces eres idiota —dijo ella, y se dio la vuelta para que Cicerón le pusiera la capa sobre los hombros. El gesto fue tan natural como si se dispusiera a volver a casa después de cenar en casa de unos amigos. Entonces me pilló mirándola, y sus ojos destellaron de tal modo que aparté rápidamente la vista—. Te digo, Cicerón, que no olvidarás este momento y lo lamentarás el resto de tu vida.
—No, no lo lamentaré porque lo borraré de mi mente ahora mismo, y te aconsejo que hagas lo mismo.
—¿Por qué debería olvidarlo?—Meneó la cabeza y sonrió—. Cómo se va a reír mi hermano cuando se lo cuente…
—¿Piensas decírselo?
—Naturalmente. Fue idea suya.
—Ni una palabra, Tiro —me dijo Cicerón alzando una mano en cuanto Clodia se hubo marchado.
No quería hablar del asunto y nunca lo hicimos. Durante años corrieron rumores acerca de que algo había ocurrido entre ellos, pero yo siempre me negué a unirme a los chismorreos. Lo he mantenido en secreto durante medio siglo.
La ambición y la lujuria a menudo se presentan juntas. En algunos hombres, como Clodio y César, eran inseparables. En cambio, con Cicerón ocurría lo contrario. Estoy convencido de que era de naturaleza apasionada pero eso le asustaba. Lo mismo que su tartamudeo, sus dolencias de juventud o su carácter sensible, consideraba que la pasión era una desventaja que debía superar mediante la disciplina. Así pues, había aprendido a aislar aquella faceta de su naturaleza y a evitarla. Pero los dioses son implacables, y a pesar de su determinación de no tener nada que ver con Clodia y su hermano, no tardó en verse arrastrado por el torbellino del escándalo.
Con la perspectiva del tiempo, resulta difícil comprender que el asunto de la Buena Diosa llegase a dominar por completo la vida pública en Roma, hasta que por fin hubo que interrumpir las labores de gobierno. Aparentemente, la causa de Clodio parecía perdida. Estaba claro que había cometido un sacrilegio, y prácticamente todo el Senado era partidario de castigarlo. Sin embargo, en política a veces la debilidad se convierte en fuerza, y cuando se aprobó la moción de Lúculo, el pueblo de Roma empezó a murmurar en su contra. Al fin y al cabo, ¿de qué era culpable el pobre Clodio sino de un exceso de frenesí?¿Había que matarlo a palos solo por una broma? Cada vez que Clodio se aventuraba por el foro, los ciudadanos, más que apedrearlo con desperdicios, deseaban estrecharle la mano.
En Roma seguía habiendo miles de plebeyos descontentos ante el renovado poder del Senado y que recordaban con nostalgia los días en que Catilina dominaba las calles. Clodio atrajo a esa gente por docenas. Se congregaban a su alrededor cada vez que salía a la calle. No tardó en subir a un carro o a la base de cualquier estatua para lanzar invectivas contra el Senado. Había aprendido de Cicerón los trucos de la oratoria en campaña política: hacer discursos cortos, recordar los nombres de la gente, bromear, montar un espectáculo y, por encima de todo, exponer el asunto, por complejo que fuera, de manera que cualquiera pudiera entenderlo. El relato de Clodio era el más simple que cabía imaginar: trataba de un solitario ciudadano injustamente perseguido por los oligarcas. «¡Tened cuidado, amigos míos! ¡Si esto puede ocurrirme a mí, que soy un patricio, podría ocurriros a cualquiera de vosotros!» No pasó mucho tiempo antes de que celebrara mítines públicos diariamente, donde el orden lo mantenían sus amigos de las tabernas y los tugurios de apuestas, muchos de los cuales habían sido seguidores de Catilina.
Clodio arremetió contra Lúculo, Hortensio y Cátulo en numerosas ocasiones y citándolos por su nombre, pero cuando se trataba de Cicerón se limitaba a repetir la vieja broma de que el antiguo cónsul había sido «informado con detalle». Más de una vez mi señor se sintió tentado de responder, y Terencia lo apremió para que lo hiciera, pero seguía teniendo presente la promesa que había hecho a Clodia y se las arregló para calmar su genio. Sin embargo, a pesar del silencio de Cicerón, la polémica siguió aumentando. Yo estaba con él el día en que la decisión del Senado de constituir un tribunal especial se expuso ante una asamblea popular. Las pandillas de matones de Clodio se hicieron con el control de la reunión, ocuparon los pasillos y se apoderaron de las urnas. El desorden que organizaron asustó tanto al cónsul, Pupio, que acabó hablando en contra de su propia iniciativa, en especial de la cláusula que permitía al pretor urbano escoger el jurado. Muchos senadores se volvieron hacia Cicerón, esperando que tomara el control de la situación, pero él permaneció en su banco, consumiéndose de rabia y vergüenza, y correspondió a Catón arremeter contra el cónsul. La reunión se interrumpió. Los senadores regresaron rápidamente a su cámara y votaron, por cuatrocientos votos contra quince, a favor de la moción a pesar de los peligros del descontento popular. Fufio, un tribuno que era amigo de Clodio, declaró inmediatamente que vetaría la propuesta. El asunto se había puesto muy feo, y Cicerón se apresuró a salir de la cámara y volver a casa, colorado como una amapola.
El punto culminante se produjo cuando Fufio decidió organizar una asamblea pública fuera de las murallas de la ciudad, de manera que Pompeyo pudiera ser convocado y expresar su parecer. Protestando sonoramente por semejante intrusión en su honor y su tiempo, el Guardián de la Tierra y el Mar no tuvo más remedio que acudir a regañadientes desde su mansión de los montes Albanos hasta el circo Flaminio para someterse a una serie de insolentes preguntas por parte del tribuno mientras era observado por una multitud que había dejado temporalmente a un lado sus quehaceres cotidianos para verlo de cerca con ojos de asombro y reverencia.
—¿Estás al corriente del presunto sacrilegio cometido contra la Buena Diosa?—preguntó Fufio.
—Lo estoy.
—¿Apoyas la propuesta del Senado para que Clodio sea llevado a juicio?
—La apoyo.
—¿Eres partidario de que Clodio sea juzgado por un jurado compuesto por senadores elegidos por el pretor urbano?
—Lo soy.
—¿A pesar de que el pretor urbano será también el juez?
—Si ese es el procedimiento que el Senado ha decidido, sí.
—¿Y qué justicia hay en eso?
Pompeyo miró a Fufio como si fuera un molesto insecto que no lo dejaba en paz.
—Siento el mayor respeto por la autoridad del Senado —respondió, y acto seguido se lanzó a una perorata sobre la Constitución romana que podría haberla escrito un niño de doce años.
Yo me encontraba junto a Cicerón, en primera fila de aquella ingente multitud, y me di cuenta de que la gente había perdido interés. No tardaron en moverse y hablar entre ellos. Los vendedores de salchichas y galletas empezaron a hacer negocio. En la mejor de las circunstancias, Pompeyo era un orador aburrido, pero en aquel estrado seguramente tuvo la sensación de estar viviendo una pesadilla. ¿En qué habían acabado todas aquellas visiones de un regreso triunfal que había acariciado mientras yacía en su tienda bajo las ardientes estrellas de Arabia? ¡En un Senado y un pueblo obsesionados no con sus hazañas sino con las correrías de un joven disfrazado con ropas de mujer!
Cuando la asamblea por fin concluyó, Cicerón acompañó a Pompeyo hasta el templo de Belona, donde el Senado se había reunido especialmente para saludarlo. Recibió una ovación respetuosa, luego se sentó junto a Cicerón en los bancos de primera fila y aguardó a que comenzaran los elogios. Sin embargo, de nuevo se vio sometido a un interrogatorio cruzado acerca de su opinión sobre el sacrilegio. Repitió lo que había dicho fuera y, cuando volvió a ocupar su asiento, lo vi volverse hacia Cicerón y decirle algo al oído con aire malhumorado. (Sus palabras exactas, según me dijo posteriormente Cicerón, fueron: «Confío en que ahora podremos hablar de otra cosa».) Yo no había quitado ojo a Craso, que estaba sentado al borde de su banco, listo para ponerse en pie en cuanto tuviera oportunidad. Había algo en su determinación de intervenir y en su astuta expresión que no me decía nada bueno.
—Qué estupendo es, caballeros —dijo cuando por fin le concedieron la palabra—, tener con nosotros, bajo este sagrado techo, al hombre que ha ampliado las fronteras de nuestro imperio y, sentado a su lado, al hombre que ha salvado a nuestra República. Demos gracias a los dioses por haberlo hecho posible. Me consta que Pompeyo y su ejército estaban listos para acudir en ayuda de la patria si ello era necesario… sin embargo, gracias a los cielos, la sabiduría y la capacidad de previsión de nuestro cónsul de aquellos momentos le ahorraron esa tarea. Confío en no desmerecer a Pompeyo si digo que es a Cicerón a quien debo mi condición de senador y ciudadano; mi vida y mi libertad se las debo a él. Cada vez que contemplo a mi esposa, mi casa, la ciudad donde nací, lo que veo es un regalo que Cicerón me concedió.
Hubo un tiempo en que Cicerón habría olido una trampa como aquella a una milla de distancia. Pero me temo que en todos los hombres que hacen realidad sus mayores ambiciones la línea que separa la dignidad de la vanidad, la autoconfianza del autoengaño, la gloria de la destrucción es sumamente tenue. Así pues, en lugar de permanecer en su asiento y rechazar humildemente aquellos halagos, Cicerón se levantó y pronunció un largo discurso en el que coincidió con todas las palabras de Craso. Mientras, Pompeyo, a su lado, se consumía de envidia y resentimiento. Yo que lo observaba desde la puerta, deseé correr y decirle que callara, especialmente cuando Craso se levantó y le preguntó si, como Padre de la Patria, veía en Clodio a un segundo Catilina.
—¿Cómo podría ser de otra manera —contestó Cicerón, incapaz de resistirse a aquella oportunidad de revivir ante Pompeyo sus días de gloria y liderazgo del Senado— cuando los mismos canallas que corearon a uno ahora corean al otro y cuando todos emplean las mismas tácticas?¡Unidad, señores! La unidad es ahora nuestra única esperanza de salvación, como lo fue entonces. Unidad entre el Senado y la orden ecuestre, unidad entre todas las clases, unidad a lo largo y ancho de Italia. Mientras sigamos recordando la gloriosa concordia que existió bajo mi consulado, no debemos temer nada, ¡puesto que el espíritu que puso en fuga a Catilina, expulsará también a ese bastardo!
El Senado prorrumpió en vítores, y Craso se sentó, con aire de satisfacción ante un trabajo bien hecho, pues la noticia de lo dicho por Cicerón se expandió inmediatamente por toda Roma y llegó a oídos de Clodio. Cuando la sesión concluyó, y Cicerón regresó a su casa acompañado por su séquito, Clodio lo estaba esperando en el foro con un grupo de sus seguidores. Nos cerraron el paso, yo estaba seguro de que alguien saldría malherido, pero Cicerón mantuvo la calma. Detuvo su cortejo.
—¡No deis oportunidad a la provocación! —gritó—. ¡Que no tengan excusa para una algarada! —Y volviéndose hacia Clodio, añadió—: Habrías hecho bien siguiendo mi consejo y marchándote de Roma. El camino que has emprendido solo puede conducirte a un lugar.
—¿Y cuál es ese?—se burló Clodio.
—Allí arriba —repuso Cicerón, señalando la Carcer—, al final de una soga.
—De eso nada —replicó Clodio, y entonces señaló en la otra dirección, hacia la rostra—. Algún día estaré allí, entre los héroes del pueblo de Roma.
—¿De verdad? Y dime, ¿tu estatua aparecerá esculpida con ropas de mujer y con una lira en la mano?—Todos nos echamos a reír—. Publio Clodio Pulcro… ¿el primer héroe de la Orden de los Travestidos? Francamente, lo dudo. Ahora, apártate de mi camino.
—Como digas —repuso Clodio con una sonrisa.
Pero cuando se hizo a un lado para dejar pasar a Cicerón, me sorprendió lo mucho que había cambiado. No era solo que parecía físicamente más grande y más fuerte: en sus ojos había un destello de determinación que no le había visto hasta entonces. Comprendí que era el resultado de su notoriedad y que extraía su energía de las multitudes.
—La mujer de César ha sido una de las mejores que ha pasado por mis manos, casi tanto como Clodia —dijo en voz baja mientras Cicerón pasaba junto a él, entonces lo cogió del codo y añadió en voz alta—: Yo deseaba ser tu amigo. Deberías haber sido mi amigo.
—Los Claudio son amigos poco fiables —repuso Cicerón, zafándose.
—Sí, pero somos enemigos tenaces.
Ciertamente, demostró ser fiel a su palabra. A partir de ese día, siempre que hablaba en el foro hacía un gesto hacia la nueva mansión de Cicerón, que se alzaba en el Palatino, por encima de las cabezas de la gente, como perfecto símbolo de su tiranía. «Ved cómo ha prosperado el tirano que ejecutó a ciudadanos de Roma privándolos de un juicio justo. ¡No es de extrañar que esté sediento de sangre!» Cicerón respondía de la misma manera. Los insultos mutuos eran cada vez más terribles. A veces, Cicerón y yo nos quedábamos en la terraza y observábamos al demagogo en acción. Y aunque nos encontrábamos demasiado lejos para oír lo que decía, los aplausos de la multitud eran claramente audibles. Entonces me di cuenta de lo que estábamos contemplando: el monstruo que Cicerón había creído abatir, estaba volviendo a la vida.