En las primeras semanas que siguieron a su abandono del cargo de cónsul, todo el mundo quería oír la historia de cómo Cicerón había frustrado la conspiración de Catilina. No había cena elegante en Roma a la que no estuviera invitado. Salía a menudo; aborrecía estar solo. Yo solía acompañarlo; permanecía detrás de su diván, con otros miembros de su séquito, mientras él deleitaba a sus anfitriones con extractos de sus discursos, contándoles cómo había evitado que lo asesinaran el día de las votaciones en el Campo de Marte, o explicando la trampa que había tendido a Léntulo Sura en el puente Mulvio. Normalmente ilustraba sus relatos moviendo vasos y platos, como hacía Pompeyo cuando describía una batalla. Si alguien lo interrumpía o intentaba cambiar de asunto, callaba y esperaba con impaciencia una pausa en la conversación, le lanzaba una mirada furibunda y reanudaba su historia con un «Como decía…». Todas las mañanas, los más distinguidos de las más distinguidas familias se presentaban en su casa, y él les enseñaba el lugar exacto donde Catilina se le había ofrecido prisionero o los muebles con los que había atrancado la puerta cuando los conspiradores habían asediado su casa. En el Senado, cada vez que se levantaba para hablar, se instalaba un silencio de respeto, y Cicerón nunca perdía ocasión de recordarles que si estaban allí reunidos era gracias a que él había salvado la República. En pocas palabras, se convirtió —¿y quién habría imaginado que diría tal cosa de Cicerón?— en un pelmazo.
Habría sido mucho mejor para él si hubiera dejado Roma durante un año o dos para gobernar una provincia. En su ausencia, su reputación habría aumentado hasta alcanzar categoría de leyenda. Por desgracia, había cedido sus provincias a Híbrida y a Celer, por lo que no le quedaba otra alternativa que permanecer en la ciudad y reanudar el ejercicio de la abogacía. La familiaridad consigue que incluso los personajes más fascinantes acaben resultando aburridos. Seguramente uno se aburriría hasta del mismísimo Júpiter si se cruzara diariamente con él. Poco a poco, el brillo de Cicerón se fue apagando. Durante varias semanas se dedicó a dictarme un inmenso informe de su labor como cónsul con la intención de enviárselo a Pompeyo. El texto acabó teniendo el tamaño de un libro, y en él justificaba hasta el mínimo detalle de todas sus acciones. Yo comprendí que sería un error que llegara a manos de Pompeyo e intenté todas las tácticas que se me ocurrieron para demorar su envío… en vano. El informe salió hacia Oriente en manos de un correo especial. Mientras esperaba la respuesta del gran hombre, Cicerón se dedicó a retocar y publicar los discursos que había pronunciado a lo largo de la crisis. Les añadió muchos pasajes floridos sobre sí mismo, especialmente en el parlamento público hecho desde la rostra el día en que los conspiradores fueron arrestados. Aquello me preocupaba hasta tal punto que una mañana, cuando Ático salía de casa, lo llevé a un rincón y le leí unos cuantos fragmentos.
—«Este día en que hemos sido salvados es, creo yo, tan luminoso y alegre como el día en que nacimos. Y tal como damos gracias a los dioses por el hombre que fundó esta ciudad, vosotros y vuestros descendientes podréis tener en alto honor al hombre que ha salvado esta ciudad.»
—¿Qué?—exclamó Ático—. No recuerdo que dijera nada de eso.
—No lo hizo —confirmé yo—. Le habría parecido absurdo compararse con Rómulo en un momento así. Y ahora escucha esto. —Bajé la voz y miré alrededor para asegurarme de que Cicerón no andaba cerca—: «Ciudadanos, en reconocimiento de tan grandes servicios, no os pediré recompensa por mi valor ni título de distinción, ni monumento en mi honor, salvo que este día sea recordado por los tiempos de los tiempos, y que las gracias sean dadas a los dioses inmortales porque en este momento de la historia se han alzado dos hombres, uno de los cuales ha llevado el imperio a los límites no de la tierra sino del cielo, y otro que ha sabido preservar el hogar y los cimientos de ese mismo imperio…».
—Déjame verlo —exigió Ático. Me quitó el discurso de las manos y lo leyó de cabo a rabo sin dejar de menear la cabeza con incredulidad—. Ponerse al mismo nivel de Rómulo es una cosa, pero compararse con Pompeyo es otra muy distinta. Bastante peligroso sería que alguien dijera esto de Cicerón, pero que lo diga él de sí mismo… Confiemos en que Pompeyo no se entere.
—Se enterará.
—¿Por qué?
—Cicerón me ha ordenado que le envíe una copia. —Una vez más me aseguré de que nadie nos oyera—. Perdóname, señor, si hablo cuando no me corresponde, pero todo esto empieza a preocuparme. Desde el día de las ejecuciones, no es el mismo. No duerme bien, no escucha a nadie y no soporta estar solo ni un momento. Creo que la visión de los cadáveres lo ha trastornado. Ya sabes lo aprensivo que es.
—No es su delicado estómago lo que lo atormenta, sino su conciencia. Si estuviera completamente convencido de que hizo lo que debía, no estaría todo el día justificándose.
Fue una observación aguda, y reconozco que, viéndolo ahora, en retrospectiva, Cicerón nunca me dio más lástima que en ese momento, pues convertirse uno mismo en monumento debe de ser una tarea realmente solitaria. Sin embargo, su mayor locura no fue la carta llena de vanidad que envió a Pompeyo, ni su constante pavoneo, ni los discursos amañados, sino una casa.
Cicerón no fue el primer político —y estoy convencido de que tampoco fue el último— en ambicionar una vivienda que estaba por encima de sus posibilidades. En su caso, la propiedad era la vivienda tapiada del Palatino que se hallaba junto a la de Celer, en el Alto de la Victoria, en la que se había fijado cuando fue a convencer al pretor para que tomara el mando del ejército contra Catilina. En aquella época, era propiedad de Craso, pero antes de eso había pertenecido a Livio Druso, un tribuno inmensamente rico. Se decía que el arquitecto que la había construido prometió a su propietario que sus vecinos nunca podrían espiarlo y que este respondió: «No, mejor constrúyela de modo que mis conciudadanos puedan ver todo lo que hago».Y así fue. Situada en la cima de una colina, era una casa alta, ancha y ostentosa, visible desde cualquier rincón del foro y el Capitolio. A un lado tenía la casa de Celer, y al otro, un gran parque público donde el padre de Cátulo había hecho erigir un arco. No sé quién metió en la cabeza de Cicerón la idea de comprar aquella casa. Supongo que pudo ser Clodia. En cualquier caso, durante una cena le dijo que estaba en venta y que resultaría «tremendamente divertido» tenerlo como vecino. Como no podía ser de otra manera, aquel comentario hizo que Terencia se opusiera a su compra desde el primer instante.
—Es moderna y vulgar —dijo—. Es exactamente la idea que tiene un advenedizo de dónde debe vivir un caballero.
—Soy el Padre de la Patria. A la gente le gustará saber que los observo paternalmente desde lo alto. Por otra parte, es donde merecemos estar, junto a los Claudio, los Emilio, los Escauri y los Metelo. La familia Cicerón es importante. Además, creía que aborrecías esta casa.
—No me opongo a que nos mudemos, querido esposo, sino a que nos mudemos allí. ¿Cómo la vas a pagar? Es una de las mansiones más grandes de Roma… como mínimo debe de valer diez millones.
—Iré a hablar con Craso. Tal vez acepte dejármela barata.
La mansión de Craso, que también se encontraba en el Palatino, resultaba engañosamente humilde por fuera, sobre todo para un hombre de quien se rumoreaba que tenía ocho mil ánforas llenas de monedas de plata y que se pasaba el día sentado con su ábaco, sus contables y el equipo de libertos y esclavos que se ocupaban de atender sus negocios. Acompañé a Cicerón cuando fue a verlo; tras un rato de charla preliminar sobre la situación política, Cicerón planteó la cuestión de la casa de Druso.
—¿Quieres comprarla?—preguntó Craso, repentinamente interesado.
—Quizá. ¿Cuánto vale?
—Catorce millones.
—Caramba, me temo que eso es demasiado para mí.
—Te la dejaría por diez.
—Eso es muy generoso por tu parte, pero sigue estando fuera de mi alcance.
—¿Ocho?
—No, de verdad, Craso. Lo siento, no debería haber hablado del tema. —Cicerón hizo ademán de levantarse de la silla.
—¿Seis?—ofreció Craso—. ¿Cuatro?
Cicerón volvió a sentarse.
—Creo que podría llegar a tres.
—¿Lo dejamos en tres y medio?
Más tarde, mientras caminábamos de regreso a casa, comenté diplomáticamente que llevarse una casa por una cuarta parte de su verdadero valor no sería bien recibido por sus votantes. Creerían que en la transacción había gato encerrado.
—¿Y a quién le importan los votantes?—me contestó—. Haga lo que haga, durante los próximos diez años no voy a poder optar al consulado. Además, no tienen por qué enterarse de cuánto he pagado por ella.
—Se sabrá —le advertí.
—¡Por los dioses, deja de sermonearme sobre cómo debo vivir! ¡Bastante tengo con aguantárselo a mi esposa para que ahora también lo haga mi secretario! ¿Acaso no me he ganado el derecho a llevar una existencia con un mínimo de lujo? Si no fuera por mí, la mitad de esta ciudad no sería más que un montón de cenizas humeantes. Lo cual me recuerda una cosa: ¿todavía no hemos tenido noticias de Pompeyo?
—No —contesté, bajando la cabeza.
No volví a mencionar el asunto, pero no por ello dejó de preocuparme. Estaba completamente seguro de que Craso esperaría algo a cambio de su dinero. O eso u odiaba tanto a Cicerón que estaba dispuesto a tirar por la ventana diez millones de sestercios con tal de que la gente le tuviera envidia y rencor. Mi secreta esperanza era que Cicerón recobrara la sensatez en unos pocos días, más que nada porque yo sabía que no tenía tres millones de sestercios. Sin embargo, Cicerón era de los que opinaban que los ingresos debían ajustarse a los gastos, y no al revés. Quería a toda costa mudarse al Alto de la Victoria para habitar entre los grandes nombres de la República, y estaba decidido a encontrar el modo de conseguir el dinero. No tardó en descubrir cómo.
En aquella época, casi cada día alguno de los conspiradores que habían sobrevivido comparecía en juicio en el foro. Antonio Peto, Casio Longino, Marco Leca, los aspirantes a asesino Vargunteyo y Cornelio, y muchos más desfilaron ante los tribunales en patética sucesión. En todos los casos, Cicerón fue testigo de la acusación, y tal era su prestigio que una sola palabra suya bastaba para que el tribunal se decantara. Uno tras otro, todos fueron hallados culpables, aunque, por suerte para ellos la emergencia había pasado y ninguno fue condenado a muerte: perdieron sus propiedades, la ciudadanía y fueron enviados al exilio. Más que nunca, Cicerón era una figura odiada y temida por los conspiradores y sus familias, y seguía siendo necesario que saliera a la calle protegido por guardaespaldas.
Quizá el juicio más esperado fuera el de Publio Cornelio Sula, que había estado metido en la conspiración hasta lo más alto de su noble cuello. Cuando la fecha de su comparecencia estuvo próxima, su abogado —Hortensio, por supuesto— fue a ver a Cicerón.
—Mi cliente quiere pedirte un favor —dijo.
—No me lo digas: desea que renuncie a aparecer como testigo en su contra.
—Exacto. Es inocente y siempre ha tenido el mayor respeto por…
—Mira, ahórrame la hipocresía. Es culpable y lo sabes.
Cicerón escrutó el fofo rostro de Hortensio y sopesó al abogado.
—Bueno, puedes decirle que en este caso quizá esté dispuesto a no abrir la boca, pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que me dé un millón de sestercios.
Como de costumbre, yo estaba tomando nota de la conversación, pero debo decir que mi mano se detuvo al oír aquello. Incluso Hortensio, que después de treinta años ejerciendo la abogacía casi nada lo sorprendía, pareció totalmente desconcertado. Aun así, fue a hablar con Sula y regresó más tarde ese mismo día.
—Mi cliente desea hacerte una contraoferta. Si estás dispuesto a hacer las alegaciones finales en su defensa, te pagará dos millones.
—De acuerdo —respondió Cicerón sin vacilar.
No hay duda de que si este no hubiera cerrado aquel trato, Sula habría sido condenado al exilio, como todos los demás. Lo cierto es que se decía que ya había trasladado buena parte de su fortuna al extranjero. Así pues, cuando, el primer día del juicio, Cicerón se sentó en el banco de la defensa, el fiscal de la acusación, Torcuato —un antiguo aliado de Cicerón—, a duras penas pudo contener su enfado y decepción. En la exposición de sus alegaciones finales atacó duramente a Cicerón, lo acusó de tirano, de haberse erigido en juez y parte y de haber sido el tercer rey extranjero de Roma tras Tarquino y Numa. Resultó doloroso escucharlo, pero lo peor fue que aquel discurso despertó más de un aplauso entre el público del foro. Esa manifestación de la opinión popular traspasó incluso la dura coraza de autosuficiencia de Cicerón y, cuando le llegó el momento de pronunciar sus alegaciones finales, intentó disculparse.
—Sí —dijo—, supongo que mis logros me han hecho orgulloso y un tanto arrogante, pero de esos gloriosos y eternos logros solo puedo deciros una cosa: me sentiré ampliamente recompensado por salvar esta ciudad y las vidas de sus habitantes si sobre mi persona no cae ninguna desgracia por el gran servicio que he prestado a la humanidad. El foro está lleno de esos hombres a los que he alejado de vuestra garganta, pero no los he apartado de la mía.
El discurso resultó efectivo y Sula fue declarado inocente, pero Cicerón debería haber tomado buena nota de aquellos indicios que indicaban que la tormenta estaba cerca. Por desgracia, estaba tan contento de haber reunido la mayor parte del dinero que necesitaba para comprar aquella mansión que olvidó enseguida el incidente. Solo le faltaba conseguir un millón y medio de sestercios, y para conseguirlos se dirigió a los prestamistas. Estos le exigieron algún tipo de garantía, y por lo menos a dos de ellos les explicó confidencialmente el acuerdo que tenía con Híbrida y sus expectativas de percibir parte de las ganancias del gobierno de Macedonia. Aquello fue suficiente para cerrar el trato, y hacia finales de año se mudó al Alto de la Victoria.
La casa era lujosa por dentro y por fuera. El comedor tenía un artesonado con vigas doradas. En el salón había estatuas de oro que representaban jóvenes cuyas manos extendidas servían para sostener antorchas. Cicerón cambió su pequeño estudio, donde tantos momentos memorables habíamos vivido, por una magnífica biblioteca. Incluso a mí me correspondió un cuarto más grande que, a pesar de hallarse en el sótano, no era en absoluto húmedo y tenía una ventana con barrotes por la que podía oler las flores del jardín y oír el canto de los pájaros al amanecer. Sinceramente, habría preferido que me concediera la libertad y un lugar para vivir, pero Cicerón nunca habló de eso, y yo era demasiado tímido —y en cierto sentido también demasiado orgulloso— para pedírselo.
Después de guardar mis escasas pertenencias y de encontrar un escondite donde ocultar mis ahorros, salí y me uní a Cicerón para dar una vuelta por los alrededores. Un sendero bordeado de columnas nos llevó hasta una fuente, una casa de verano, una pérgola y una rosaleda. Los pocos capullos que había estaban medio marchitos, y cuando Cicerón cogió uno se le deshizo en las manos. Yo tenía la incómoda sensación de hallarme bajo la escrutadora mirada de toda la ciudad, pero ese era el precio que había que pagar por aquella vista, sin duda impresionante. Más allá del templo de Castor, se veía claramente la rostra y, un poco más lejos, el edificio del Senado; y si mirabas en la otra dirección distinguías claramente la parte de atrás de la residencia oficial de César.
—Por fin lo he conseguido —declaró Cicerón, contemplando el paisaje con una leve sonrisa—. Ya tengo una casa mejor que la suya.
La ceremonia de la Buena Diosa tuvo lugar, como de costumbre, el cuarto día de diciembre. Había transcurrido exactamente un año desde la detención de los conspiradores y apenas una semana desde que nos habíamos mudado a nuestro nuevo hogar. Cicerón no tenía cita en ningún tribunal, y el orden del día del Senado carecía de interés, de modo que me dijo que, por una vez, no pensaba bajar a la ciudad. Nos quedaríamos en casa trabajando en sus memorias.
Había decidido escribir una versión de su autobiografía en latín, para los lectores en general, y otra en griego para un público restringido. También estaba intentando convencer a algún poeta para que convirtiera su consulado en una epopeya. Su primer elegido, Arquías, que había realizado un trabajo parecido para Lúculo, se mostró reacio a aceptar el encargo y alegó que a sus sesenta años era demasiado viejo para hacer justicia a tan elevado asunto. El preferido de Cicerón, el muy de moda Tilio, contestó humildemente que su escaso talento no estaba a la altura de tan magna obra.
—¡Poetas! —gruñó Cicerón—. ¿Qué les pasa? La historia de mi consulado es un regalo para cualquiera que tenga una pizca de imaginación. Da la impresión de que voy a tener que escribir ese poema yo mismo.
Su frase me llenó de espanto.
—¿Te parece prudente?—pregunté.
—¿A qué te refieres?
Me di cuenta de que empecé a sudar.
—No sé, al fin y al cabo, incluso Aquiles necesitó a su Homero. Tal vez su historia no habría tenido… ¿cómo decirlo…? la misma resonancia épica si la hubiera narrado desde su propio punto de vista.
—Ese es un problema que resolví anoche, en la cama. Mi plan consiste en narrar mi historia a través de las voces de los dioses, que se irán turnando para contar mi trayectoria mientras me reciben como a un inmortal en el monte Olimpo. —Se puso en pie y se aclaró la garganta—. Te demostraré lo que quiero decir: «Apartado de tus estudios en el amanecer de tu juventud, tú país te reclamó, te otorgó un sitio en lo más duro de la lucha por el favor público. Sin embargo, en tu intento de liberarte de las angustias y obligaciones que te oprimen, el tiempo que el Estado te deja libre, lo dedicas a nosotros y al aprendizaje».
¡Por todos los cielos! ¡Era horrible! Estoy seguro de que los dioses se echaron a llorar al escucharlo. Sin embargo, cuando estaba inspirado, Cicerón era capaz de componer hexámetros con la misma facilidad con que un albañil levantaba una pared de ladrillos. Trescientos, cuatrocientos, incluso quinientos versos diarios no eran nada para él. Caminaba por la espaciosa biblioteca, interpretando los papeles de Júpiter, Minerva y Urania, y las palabras fluían de sus labios con tanta facilidad que me costó anotarlas incluso en taquigrafía. Confieso que cuando Sosisteo entró de puntillas y anunció que Clodio esperaba fuera me sentí sumamente aliviado. La mañana estaba avanzada —la sexta hora, como mínimo—, y Cicerón se sentía tan inspirado que a punto estuvo de enviar a paseo a su visitante, pero sabía que Clodio tendría algún jugoso chisme que contarle y le pudo la curiosidad. Ordenó a Sosisteo que lo hiciera pasar. Clodio entró en la biblioteca con sus dorados rizos cuidadosamente peinados y su perilla recién recortada, dejando tras él un rastro de aceite perfumado. En esa época tenía unos treinta años y, tras contraer matrimonio el verano anterior con la joven Fulvia, se había convertido en un hombre casado y había sido elegido magistrado. Sin embargo, la vida conyugal no lo había apartado de su otra vida. La dote de su esposa les había proporcionado una gran casa en el Palatino, donde Fulvia pasaba las noches sola mientras él jaraneaba por las tabernas de Subura.
—Traigo noticias sabrosas —anunció Clodio al tiempo que alzaba un dedo con una cuidada uña—. Pero no debes decírselo a nadie.
Cicerón le indicó que tomara asiento.
—Ya sabes lo discreto que soy.
—Te va a encantar —dijo Clodio, poniéndose cómodo—. Seguro que te alegra la mañana.
—Espero que así sea.
—Lo será —repuso Clodio acariciándose la perilla—. El Guardián de la Tierra y el Mar se divorcia.
Cicerón, que estaba recostado en su sillón con una media sonrisa —su expresión habitual siempre que chismorreaba con Clodio—, se irguió lentamente.
—¿Estás seguro?
—Acabo de oírselo a tu vecina, mi querida hermana, que te envía cariñosos recuerdos y que se enteró a través de un mensajero especial que llegó anoche para informar a Celer, su marido. Según parece, Pompeyo ha escrito a Mucia diciéndole que no quiere encontrársela en casa cuando vuelva a Roma.
—¿Y cuándo será eso?
—Dentro de unas semanas. Su flota se halla frente a Brindisi. Es posible que en estos momentos ya haya desembarcado.
Cicerón dejó escapar un silbido.
—Así que por fin regresa a casa. Después de casi seis años, creía que ya no volvería a verlo.
—Querrás decir que confiabas en no volver a verlo…
Fue un comentario impertinente, pero Cicerón estaba demasiado preocupado por el inminente regreso de Pompeyo para reparar en ello.
—Si se divorcia, es que va casarse de nuevo. ¿Sabe Clodia con quién piensa hacerlo?
—No, solo que Mucia se tiene que ir y que los niños se quedan con Pompeyo, aunque apenas los conoce. Como podrás imaginar, los hermanos de Mucia están que trinan. Celer afirma entre maldiciones que ha sido traicionado, y las maldiciones de Nepos aún van más allá. Naturalmente, a Clodia el asunto le parece muy gracioso. Pero menudo insulto, después de todo lo que ambos han hecho por él, que su hermana sea repudiada públicamente por adulterio.
—¿De verdad ha cometido adulterio?
—«¿De verdad ha cometido adulterio?» —repitió Clodio con voz chillona—. Mi querido Cicerón, esa zorra no ha cerrado las piernas desde que él se fue. ¡No me digas que no te la has beneficiado! Si es así, debes de ser el único hombre de Roma que no lo ha hecho.
—¿Estás borracho?—preguntó Cicerón. Se acercó a Clodio y lo olisqueó, luego arrugó la nariz—. ¡Maldita sea, claro que lo estás! Sal a que te dé el aire, y en el futuro cuida tus modales.
Por un momento pensé que Clodio iba a pegarle, pero un instante después sonrió con aire de superioridad y meneó la cabeza con sorna.
—Oh, soy incorregible. Sí, sí, incorregible.
Tenía un aspecto tan cómico, que a Cicerón se le pasó el enfado y se rió de él.
—Anda, lárgate y llévate tus travesuras a otra parte.
Así era Clodio antes de que cambiara: un joven caprichoso… un joven caprichoso, malcriado y encantador.
—Ese individuo me divierte —comentó Cicerón cuando el patricio se hubo marchado—, pero no puedo decir que le tenga aprecio. No obstante —añadió—, soy capaz de perdonar la grosería de cualquiera que me traiga noticias tan interesantes como esas.
A partir de ese momento estuvo demasiado ocupado intentando prever todas las consecuencias del regreso de Pompeyo y de su posible nuevo matrimonio para seguir dictándome su poema. Yo me sentí agradecido a Clodio por ello y no volví a pensar en su visita durante el resto del día.
Unas horas más tarde, Terencia entró en la biblioteca para despedirse de su marido. Iba a celebrar los ritos nocturnos de la Buena Diosa y no volvería hasta la mañana siguiente. Las relaciones entre los dos se habían enfriado. A pesar de la elegancia de sus nuevos aposentos en el piso de arriba, Terencia seguía detestando aquella casa, especialmente las turbias idas y venidas para las reuniones en la vecina casa de Clodia y la proximidad de las ruidosas multitudes del foro, que la contemplaban boquiabierta cada vez que salía a la terraza con sus doncellas. Cicerón, en el intento de aplacarla, se desvivía por mostrarse amable con ella.
—¿Y dónde va a ser adorada esta noche la Buena Diosa, si es que un simple varón puede ser agraciado con semejante información?—preguntó con una sonrisa. (El ritual siempre tenía lugar en casa de un magistrado veterano, cuya esposa se ocupaba de la organización.)
—En casa de César.
—¿Y lo presidirá Aurelia?
—Pompeya.
—Me pregunto si Mucia asistirá…
—Supongo que sí. ¿Por qué no iba a ir?
—Tal vez le dé vergüenza mostrarse en público.
—¿Por qué?
—Al parecer, Pompeyo va a divorciarse de ella.
—No… —Terencia, a su pesar, fue incapaz de disimular su curiosidad—. ¿De dónde has sacado eso?
—Clodio ha venido a contármelo.
Los labios de Terencia dibujaron en el acto una mueca de desprecio.
—Entonces lo más probable es que no sea verdad. Deberías frecuentar mejores compañías.
—Frecuentaré las compañías que me plazcan.
—Desde luego, pero ¿acaso tenemos los demás que sufrir las consecuencias? Bastante tengo con vivir tan cerca de su hermana para encima tener que soportar a Clodio bajo nuestro techo.
Dio media vuelta sin decir adiós y salió dando grandes zancadas en el suelo de mármol. Cicerón hizo una mueca burlona a su espalda.
—Antes la vieja casa estaba demasiado lejos de todas partes, y ahora la nueva está demasiado cerca. Tienes suerte de no estar casado, Tiro.
Por un momento me sentí tentado de contestar que en ese asunto no había tenido derecho a decidir.
Unas semanas atrás, Cicerón había sido invitado a cenar aquella noche en casa de Ático. Además, habían invitado a Quinto y, curiosamente, también a mí. La idea de nuestro anfitrión era que los cuatro nos reuniéramos exactamente en el mismo lugar y a la misma hora que el año anterior para brindar y celebrar que, tanto nosotros como Roma, habíamos sobrevivido. Cicerón y yo nos presentamos en su casa cuando ya había oscurecido. Quinto ya estaba allí. Sin embargo, a pesar de que la comida y el vino fueron estupendos, de que teníamos la noticia de Pompeyo para chismorrear y de que la biblioteca era un lugar propicio para la conversación, la reunión no fue un éxito. Parecía que todos estábamos de mal humor. Cicerón estaba irascible tras su conversación con Terencia y preocupado por el inminente regreso de Pompeyo. Quinto, cuyo mandato como pretor estaba a punto de finalizar, había acumulado muchas deudas y le inquietaba qué provincia le tocaría en el sorteo que no tardaría en celebrarse. Incluso Ático, cuya epicúrea sensibilidad no solía dejarse alterar por los acontecimientos del mundo exterior, parecía preocupado por algo. Como de costumbre, acomodé mi humor al de los demás y solo hablé para contestar cuando me preguntaban. Brindamos por el glorioso cuatro de diciembre, pero, por una vez, Cicerón no revivió antiguas batallas. Sucedió que no nos parecía apropiado celebrar la muerte de cinco personas, por malvados que hubieran sido. El pasado pesaba como una losa en el ambiente y ahogaba cualquier conversación. Por fin, Ático comentó:
—Estoy pensando en regresar a Epiro.
Por un momento, nadie habló.
—Cuando haya pasado Saturnalia.
—No estás pensando en regresar —dijo Quinto con un deje desagradable en su voz—. Ya lo has decidido. Simplemente nos lo estás comunicando.
—¿Por qué quieres marcharte precisamente ahora?
Ático jugueteó con el tallo de su copa de cristal.
—Hace dos años vine a Roma para ayudarte a ganar las elecciones. Y luego me quedé para ayudarte. Sin embargo, ahora las cosas parecen haberse estabilizado, creo que ya no me necesitas.
—Desde luego que te necesito —objetó Cicerón.
—Por otra parte, tengo negocios e intereses que atender allí.
—¡Ah! —dijo Quinto sin levantar la mirada de su copa—. «Negocios e intereses.» Por fin llegamos al meollo de la cuestión.
—¿Qué quieres decir con eso?—preguntó Ático.
—Nada.
—No, por favor, di lo que piensas.
—Suéltalo, Quinto —apuntó Cicerón.
—Solo esto —repuso Quinto—: que parece que Marco y yo nos enfrentamos a todos lo riesgos de la vida pública y cargamos con todo el trabajo pesado mientras tú te dedicas a revolotear por tus propiedades y a ocuparte de tus «negocios e intereses» según te place. Tú prosperas gracias a tu relación con nosotros, en cambio nosotros siempre andamos escasos de dinero. Eso es todo.
—Pero vosotros disfrutáis de los privilegios de una vida pública. Tenéis fama y poder y seréis recordados por la historia, mientras que yo soy un don nadie.
—¡Un don nadie! —Quinto bebió otro trago—. ¡Un don nadie que conoce a todo el mundo! Supongo que no se te habrá ocurrido llevarte a tu hermana contigo a Epiro, ¿verdad?
—¡Quinto! —gritó Cicerón.
—Si tu matrimonio no funciona, lo lamento —contestó Ático, procurando no alterarse—. Pero no creo que yo tenga la culpa de eso.
—¡Ya volvemos a lo mismo! —replicó Quinto—. Incluso te las has arreglado para no casarte. —Se volvió hacia Cicerón—. ¡Juraría que este hombre tiene una vida secreta! ¿Se puede saber por qué no cargas con tu parte de los sufrimientos conyugales, como todo el mundo?
—Ya basta —lo interrumpió Cicerón, poniéndose en pie—. Lo siento, Ático. Será mejor que nos vayamos antes de que se digan palabras que después haya que lamentar. Quinto… —Tendió la mano a su hermano, frunció el entrecejo y apartó la mirada—. ¡Quinto! —repitió Cicerón, muy enfadado, tendiéndole la mano de nuevo.
Quinto se volvió a regañadientes y miró a su hermano. Por un instante vi un destello tal de odio en sus ojos que me quedé sin aliento. Sin embargo, al final dejó a un lado la servilleta y se puso en pie torpemente. Se balanceó y estuvo a punto de perder el equilibrio, pero yo lo sujeté por el brazo y evité que cayera sobre la mesa. Salió trastabillando de la biblioteca y los demás lo seguimos hasta el atrio.
Cicerón había pedido una litera para que nos llevara de vuelta a casa, pero, a la vista de la situación, insistió en que fuera Quinto quien la utilizara.
—Vuelve a casa en ella, hermano. Nosotros iremos caminando.
Lo ayudamos a sentarse y Cicerón dio instrucciones a los porteadores de que lo llevaran a nuestra antigua casa del monte Esquilino, junto al templo de Tello, adonde Quinto se había mudado cuando nos trasladamos al Alto de la Victoria. Antes de que la litera se pusiera en marcha, Quinto ya se había dormido. Mientras lo veíamos alejarse, pensé que no resultaba fácil ser el hermano menor de un genio y que todas las decisiones de la vida de Quinto —su carrera, su hogar, incluso su esposa— las había tomado según la conveniencia y las necesidades de su brillante y ambicioso hermano, que siempre era capaz de convencerlo de lo que quisiera.
—No lo ha dicho con mala intención —se disculpó Cicerón ante Ático—. Le preocupa el futuro, eso es todo. Una vez que el Senado haya decidido qué provincias se someterán a sorteo este año, y él sepa cuál le corresponde, se animará.
—Estoy seguro de que tienes razón, pero me temo que Quinto cree sinceramente parte de lo que dice. Solo espero que no hable también por ti.
—Mi querido amigo, soy plenamente consciente de que los costes que te ha ocasionado nuestra relación superan con mucho los beneficios que puede haberte reportado. Simplemente hemos decidido seguir caminos diferentes, eso es todo. Yo he buscado los cargos públicos, mientras que tú has anhelado tener una honorable independencia. ¡A saber quién de nosotros ha tomado el camino adecuado! En cualquier caso quiero que sepas que, en lo que concierne a todas las cualidades que realmente importan, te pongo por delante de cualquiera, incluyéndome a mí. Así pues, ¿está claro?
—Está claro.
—¿Vendrás a despedirte y me escribirás a menudo?
—Lo haré.
Dicho esto, Cicerón le dio un beso en la mejilla y los dos amigos se despidieron. Ático regresó a su elegante casa, con sus libros y sus tesoros, mientras que el ex cónsul bajó a pie por la colina, hacia el foro, escoltado por sus guardaespaldas. En cuanto a la cuestión de cómo llevar una vida digna (en mi caso puramente teórica, desde luego), mis simpatías se decantaban a favor de Ático. En aquella época creía —y sigo creyéndolo, incluso con más fuerza— que era absurdo que un hombre corriera en pos del poder cuando podía sentarse al sol y leer un libro. Reconozco que aunque hubiera nacido libre me habría faltado esa todopoderosa fuerza que proporciona la ambición y sin la cual no hay ciudad que pueda ser creada ni destruida.
Quiso el azar que nuestro camino de regreso a casa nos llevara por los escenarios de los triunfos de Cicerón, quien permaneció en silencio durante todo el trayecto; sin duda meditaba sobre su conversación con Ático. Pasamos ante el cerrado y desierto edificio del Senado, donde había pronunciado tan memorables discursos; ante el curvado muro de la rostra, coronado por multitud de heroicas estatuas, desde donde se había dirigido al pueblo de Roma; y por último ante el templo de Castor, donde había presentado su acusación contra Verres ante el tribunal de extorsiones, el caso que le supuso el trampolín definitivo en su trayectoria política. Esos magníficos edificios públicos y monumentos, silenciosos e impresionantes en la oscuridad, esa noche se me antojaron tan importantes como el aire. Oímos voces en la distancia y, más cerca, el ocasional escarbar de las ratas rebuscando en la basura.
Salimos del foro y ante nosotros se desplegó la miríada de luces del Palatino punteando el perfil de la colina: el amarillento resplandor de las antorchas y los braseros en las terrazas, el vago destello de las velas y los candiles en las ventanas, entre los árboles. De repente, Cicerón se detuvo.
—¿No es esa nuestra casa?—preguntó, señalando un largo racimo de luces.
Seguí la dirección de su brazo extendido y contesté que me parecía que, en efecto, lo era.
—Pues es muy extraño —comentó—. Parece que hay luz en la mayoría de las habitaciones. Como si Terencia estuviera en casa.
Echamos a andar colina arriba a paso vivo.
—Si Terencia se ha marchado temprano de la ceremonia, seguro que no ha sido por propia voluntad —dijo Cicerón, jadeando, por encima del hombro—. Tiene que haber ocurrido algo.
Recorrió los últimos metros hasta su casa casi a la carrera, y al llegar aporreó la puerta. Una vez dentro, encontramos a Terencia en el atrio, rodeada por un puñado de doncellas y sirvientas que empezaron a cacarear como gallinas cuando vieron que Cicerón se acercaba. Una vez más, Terencia llevaba una larga capa atada al cuello para ocultar su sagrado atuendo ceremonial.
—¡Terencia! ¿Qué ocurre?—preguntó él, yendo hacia su mujer—. ¿Te encuentras bien?
—Yo me encuentro bien —contestó; la voz le temblaba de rabia—. ¡Es Roma la que está enferma!
Que un episodio tan estrafalario pudiera dar pie a tantos problemas sin duda parecerá absurdo a los ojos de las generaciones venideras. Lo cierto es que también en su época lo pareció. Es lo que suele suceder con los arranques de moralidad pública. De todas maneras, la vida del hombre resulta extraña e impredecible. Un bromista casca un huevo y con esa tortilla se acaba confeccionando una tragedia.
Lo que pasó fue de lo más simple. Terencia se lo explicó esa noche a Cicerón, y la veracidad del relato nunca fue puesta seriamente en entredicho. Llegó a casa de César, donde fue recibida por la doncella de Pompeya, Abra, una joven de dudosa virtud, como correspondía a la dueña de la casa y, dicho sea de paso, también a su señor, que en esos momentos, como es lógico, estaba ausente. Abra hizo pasar a Terencia al ala principal de la casa, donde se hallaban Pompeya, que era la anfitriona de esa noche, las Vírgenes Vestales y Aurelia, la madre de César. Una hora más tarde, las principales señoras de Roma se habían reunido y la ceremonia dio comienzo. Qué hicieron es algo que Terencia no quiso explicar. Lo que sí dijo es que la casa estaba a oscuras cuando, de repente, unos gritos las interrumpieron. Corrieron todas a averiguar la causa y enseguida se toparon con la liberta de Aurelia en pleno ataque de histeria. Entre sollozo y sollozo, la infeliz explicó que había un intruso en la casa. Ella se había acercado a la que creía era una joven músico y había descubierto que era ¡un hombre disfrazado! Fue en ese momento cuando Terencia se dio cuenta de que Pompeya había desaparecido.
Aurelia tomó inmediatamente las riendas de la situación y ordenó que todos los objetos sagrados fueran cubiertos y las puertas, cerradas y vigiladas. Entonces, Aurelia y algunas de las mujeres más valientes —Terencia entre ellas— empezaron a buscar por la enorme mansión. Al final, en el dormitorio de Pompeya descubrieron una figura cubierta con un velo que aferraba una lira e intentaba ocultarse tras las cortinas. Lo persiguieron escalera abajo, hasta que llegó al comedor, se tropezó con uno de los divanes y le arrancaron el velo. Todas lo reconocieron. Se había afeitado la perilla y se había puesto colorete, lápiz de labios y pintado los ojos, pero nada de aquello bastaba para disfrazar las bellas facciones de Publio Clodio Pulcro. «¡Tu amigo Clodio!», reprochó amargamente Terencia a Cicerón.
Al verse descubierto, Clodio, que estaba a todas luces borracho, saltó encima de la mesa, se levantó el vestido y exhibió sus partes ante las mujeres allí reunidas, incluidas las Vírgenes Vestales; luego, aprovechando los gritos y la histeria reinantes, salió corriendo de la estancia y consiguió escapar de la casa por una ventana de la cocina. Solo entonces apareció Pompeya, acompañada de Abra, momento en que Aurelia acusó a su nuera y a su doncella de ser las responsables de aquel sacrilegio. Las dos lo negaron con muchas lágrimas, pero la superior de las Vírgenes Vestales declaró que sus protestas eran irrelevantes: se había producido una profanación, los sagrados ritos debían interrumpirse y las devotas retornar a sus casas sin demora.
Tal fue el relato de Terencia. Cicerón la escuchó con una mezcla de incredulidad, disgusto y risa a duras penas contenida. Obviamente, en público y ante Terencia debía mostrar una actitud grave. Convino con su esposa en que se trataba de un incidente escandaloso, pero para sus adentros pensaba que era también uno de los más graciosos que había oído. En concreto, la imagen de Clodio exhibiendo sus partes pudendas ante los horrorizados ojos de las mujeres más virtuosas de Roma lo hacía llorar de risa, pero eso lo dejaba para cuando estaba solo en su biblioteca. En lo que al ámbito político se refería, opinaba que Clodio había demostrado ser un completo idiota, «¡Por Júpiter! ¡Tiene treinta años, no diecisiete!», y que su carrera como magistrado había terminado antes de empezar. También intuía con evidente satisfacción que el escándalo podía perjudicar a César: había ocurrido en su casa y su esposa había participado. Sin duda iba a quedar en mal lugar.
Con ese espíritu bajó Cicerón al Senado a la mañana siguiente, exactamente un año después del debate sobre el destino de los conspiradores. Muchos de los miembros más respetables de la cámara se habían enterado de lo ocurrido a través de sus esposas y, mientras aguardaban en el cenáculo a que se realizaran los auspicios, un asunto ocupaba todas las conversaciones, o al menos así era cuando Cicerón finalizó su ronda. El Padre de la Patria fue solemnemente de grupo en grupo, con expresión piadosa y seria, los brazos cruzados bajo la toga, meneando la cabeza y poniendo al corriente del escándalo a los pocos que todavía no lo estaban.
—Oh, mirad —decía a modo de conclusión, mirando al otro lado del cenáculo—, ahí está el pobre César. Debe de sentirse terriblemente avergonzado.
Y César, el sumo sacerdote, solo en aquella gris mañana de diciembre, parecía realmente abatido y apesadumbrado, en el momento más bajo de su infortunio. Su pretoría, que en esos momentos tocaba a su fin, no le había reportado éxitos: en cierto momento lo habían sancionado, y podía considerarse afortunado porque no lo hubieran llevado ante los tribunales junto con los demás seguidores de Catilina. Aguardaba con impaciencia saber qué provincia le correspondería en el sorteo: necesitaba que fuera lucrativa, pues había acumulado cuantiosas deudas con los prestamistas. Y, por si todo lo anterior fuera poco, aquel grotesco episodio de Clodio y Pompeya amenazaba con convertirlo en el hazmerreír de la ciudad. Casi daba pena; con sus ojos de halcón, observaba a Cicerón, que se paseaba por el cenáculo haciendo correr el último chismorreo. La persona que más cuernos había puesto en Roma era, a su vez, ¡cornudo! Alguien con menos temple se habría mantenido alejado del Senado durante todo el día, pero ese nunca fue el estilo de César. Cuando se leyeron los auspicios, entró en la cámara y se sentó en el banco de los pretores, dos asientos más allá de Quinto, mientras Cicerón se reunía con los demás ex cónsules, al otro lado del pasillo.
La sesión no había hecho más que comenzar cuando Cornificio, un antiguo pretor que se consideraba el guardián de la probidad religiosa, se saltó el orden del día para solicitar un debate urgente sobre los «vergonzosos e inmorales» sucesos que se rumoreaba habían ocurrido la noche anterior en la residencia del sumo sacerdote. Volviendo la vista atrás, aquello podría haber sido el fin inmediato de Clodio. Por entonces ni siquiera podía aspirar a ocupar su escaño en el Senado. Sin embargo, por suerte para él, el cónsul que presidía la sesión no era otro que su suegro y padrastro, Murena, y fuera cual fuese su opinión sobre el asunto, no tenía intención de aumentar la vergüenza familiar si podía evitarlo.
—Esa no es una cuestión que competa a esta cámara —decidió Murena—. Corresponde a las autoridades religiosas investigar lo que haya ocurrido.
Aquello hizo que Catón se pusiera en pie; sus ojos llameaban ante tal demostración de decadencia.
—Entonces propongo que esta cámara solicite formalmente al Colegio de Sacerdotes que lleve a cabo una investigación y nos informe a la mayor brevedad posible.
Murena no tuvo más remedio que someter la propuesta a votación y fue aprobada sin discusión. A primera hora de la mañana, Cicerón me había dicho que no pensaba intervenir («Dejaré que Catón y los demás le saquen partido, pero yo me quedaré al margen; es más digno»). No obstante, cuando llegó el momento fue incapaz de dejar pasar la oportunidad. Se levantó muy serio y miró directamente a César.
—Puesto que la supuesta profanación ha ocurrido bajo el techo del mismísimo sumo sacerdote, quizá este podría ahorrarnos la molestia de tener que esperar el resultado de la investigación y decirnos si se cometió o no profanación.
El rostro de César estaba tan tenso que incluso desde mi antigua posición junto a la puerta —adonde me había visto obligado a regresar desde que Cicerón ya no era cónsul— vi claramente que los músculos de su mandíbula se contraían cuando se puso en pie para responder.
—No corresponde al sumo sacerdote inmiscuirse en los ritos de la Buena Diosa, puesto que ni siquiera se le permite asistir a ellos. —Se sentó.
Cicerón puso cara de extrañeza y se levantó de nuevo.
—Pero la esposa del sumo sacerdote presidía la ceremonia… Este debe de tener cierto conocimiento de lo ocurrido. —Tomó asiento.
César vaciló un instante. Luego, se levantó y dijo con absoluta serenidad:
—Esa mujer ya no es mi esposa.
Un murmullo recorrió la cámara. Cicerón se puso en pie.
—Así pues, debemos entender que sí se cometió profanación.
—No necesariamente —respondió César, y volvió a sentarse.
Cicerón permaneció en pie.
—Entonces, si no ha habido profanación, ¿por qué el sumo sacerdote sé divorcia de su mujer?
—Porque la mujer del sumo sacerdote debe estar por encima de toda sospecha.
Se oyeron numerosas risas ante la frialdad de aquellas palabras. Cicerón no volvió a levantarse, se limitó a hacer un gesto a Murena para darle a entender que no deseaba proseguir con ese asunto. Más tarde, mientras volvíamos a casa, me comentó, no sin un dejo de admiración:
—Ha sido la reacción más implacable que he presenciado en el Senado. ¿Cuánto tiempo crees que César y Pompeya llevan casados?
—Yo diría que unos seis o siete años.
—Pues, aun así, estoy seguro de que César tomó la decisión de divorciarse en el momento en que le planteé esa cuestión. Comprendió que era la mejor manera de salir del atolladero y no lo pensó dos veces. Tiene mérito. Pocos hombres abandonarían a su perro con tanta naturalidad.
Pensé tristemente en la hermosa Pompeya y me pregunté si sabría que su marido acababa de poner fin públicamente a su unión. Conociendo la rapidez con la que a César le gustaba actuar, sospeché que la pobre se encontraría de patitas en la calle antes del anochecer.
Cuando llegamos a casa, Cicerón fue directamente a la biblioteca, para evitar encontrarse con Terencia, y se tumbó en uno de los divanes.
—Necesito escuchar un poco de griego puro para quitarme de encima la suciedad de la política —declaró.
Sosisteo, que era quien normalmente le leía, estaba enfermo, de modo que me preguntó si yo querría hacer los honores. Siguiendo sus instrucciones, fui a buscar una copia de Eurípides y la desenrollé bajo el candil. La obra que deseaba escuchar era Las suplicantes, supongo que porque ese día tenía en la cabeza la ejecución de los conspiradores y confiaba en que, habiendo entregado sus cuerpos para que recibieran digna sepultura, había representado el papel de Teseo. Apenas había empezado a leer sus estrofas favoritas: «La imprudencia en un líder lleva al fracaso; el marinero de un barco es tranquilo y prudente en el momento adecuado. Sí, y la previsión también es coraje», cuando se presentó un esclavo diciendo que Clodio esperaba en el atrio.
Cicerón soltó una maldición.
—Ve y dile que salga de mi casa —me dijo—. No puedo permitir que me vean relacionándome con él.
No era una tarea que me agradara especialmente, pero dejé a Eurípides a un lado y fui al atrio. Había esperado encontrar a Clodio abatido, pero lucía una sonrisa maliciosa.
—Hola, Tiro. He pensado que lo mejor que podía hacer era venir a ver a mi maestro directamente y que me aplique el correctivo necesario para acabar de una vez.
—Lo siento pero mi señor no está.
La sonrisa de Clodio desapareció; intuyó que yo mentía.
—Pero si tengo que contarle una historia maravillosa. Tiene que oírla. Esto es ridículo, no pienso marcharme.
Me apartó a un lado, cruzó el espacioso recibidor y entró en la biblioteca. Yo lo seguí retorciéndome las manos. Pero, para su sorpresa y la mía, la sala estaba desierta. En un rincón había una pequeña puerta por donde los esclavos entraban y salían, y cuando llegamos vimos que se cerraba con sigilo. El texto de Eurípides yacía donde yo lo había dejado.
—Bien —dijo Clodio, visiblemente contrariado—. Asegúrate de decirle que he venido a verlo.
—Desde luego que lo haré —repuse.