XI

Llego en este momento al punto crucial de nuestra historia, gel eje en torno al cual giraría, a partir de entonces, la vida de Cicerón y de tantos de nosotros: la decisión acerca del destino de los conspiradores.

Cicerón abandonó el Senado con el sonido de los aplausos resonando aún en sus oídos. Mientras los senadores salían en tromba tras él, cruzó rápidamente el foro y se dirigió a la rostra para informar a los ciudadanos. Cientos de personas seguían aguardando en la fría penumbra del atardecer con la esperanza de averiguar qué estaba ocurriendo. Entre ellos reconocí a muchos familiares y amigos de los acusados, en particular al joven Marco Antonio, que iba de grupo en grupo intentando recabar apoyos para su padrastro, Sura.

El discurso que Cicerón publicó posteriormente fue muy distinto del que pronunció en realidad, pero ese es un asunto del que me ocuparé en el debido momento. Lejos de cantar sus propias alabanzas, presentó un informe conciso y objetivo, muy parecido al que acababa de dar a conocer al Senado. Habló a la multitud de la conspiración para incendiar la ciudad y asesinar a sus magistrados, de la intención de los cabecillas de aliarse con los galos y de la emboscada en el puente Mulvio. A continuación describió la apertura de las cartas y las reacciones de los acusados. La gente escuchó sumida en un silencio absorto u hostil, según como lo interpretara cada cual. Solo cuando oyeron que el Senado había declarado tres días de fiesta para celebrar el éxito de Cicerón, prorrumpieron en aplausos. Cicerón se secó el sudor de la cara, sonrió y alzó las manos para saludar, pero sin duda era consciente de que los vítores eran por la fiesta y no tanto por él. Acabó señalando la gran estatua de Júpiter que había mandado colocar allí aquella misma mañana.

—Sin duda, el hecho de que esta estatua fuera erigida aquí mientras los testigos y los conspiradores eran conducidos por orden mía al templo de la Concordia constituye una prueba evidente de la intervención del todopoderoso Júpiter. Si dijera que yo y solo yo frustré sus planes, estaría adjudicándome un mérito excesivo. Fue Júpiter, el poderoso Júpiter, quien desbarató la conspiración; fue Júpiter quien aseguró la salvación del Capitolio, de estos templos, de la ciudad entera y de todos vosotros.

El respetuoso aplauso con el que fueron recibidas aquellas palabras iba claramente dirigido a la deidad mucho más que al orador, pero brindó a Cicerón la oportunidad de abandonar el estrado con solemnidad. No se entretuvo. Tan pronto como bajó los peldaños, sus guardaespaldas estrecharon el círculo a su alrededor y, con los lictores abriendo camino, salimos del foro entre el gentío en dirección al monte Quirinal. Lo menciono porque la situación de Roma aquella noche no era ni mucho menos estable y porque Cicerón, por mucho que después aparentara lo contrario, no estaba seguro de lo que debía hacer. Le habría gustado regresar a casa y consultar con Terencia, pero quiso el destino que precisamente ese día fuera el único en toda su vida en que no tuviera permitido cruzar el umbral de su propia casa: ningún hombre debía hallarse bajo el mismo techo que las sacerdotisas durante los ritos nocturnos de la Buena Diosa. Incluso el pequeño Marco había tenido que salir de la casa. Así pues, subimos por la vía Salutaris hasta la casa de Ático, donde todo estaba preparado para que el cónsul pasara la noche.

Por lo tanto, fue allí, mientras guardias armados rodeaban la casa y toda clase de gente —senadores, caballeros, funcionarios, lictores y mensajeros— entraba y salía del abarrotado atrio, donde Cicerón dictó varias órdenes para proteger la ciudad. También envió una nota a Terencia informándola de lo sucedido. Luego se retiró a la quietud de la biblioteca para intentar decidir qué hacer con los cinco conspiradores. Los bustos de Aristóteles, Platón, Zenón y Epicuro que adornaban los rincones lo observaban, imperturbables, mientras reflexionaba en voz alta.

—Si apruebo la ejecución de los traidores, sus seguidores me perseguirán durante el resto de mi vida… Ya visteis cuán hostil parecía buena parte de la multitud. Por otra parte, si dejo que partan al exilio, esos mismos seguidores harán todo lo posible para que regresen; nunca me sentiré a salvo y todo este frenesí no tardará en manifestarse de nuevo. —Contempló con expresión abatida el busto de Aristóteles—. La filosofía del término medio no parece poder aplicarse en este caso.

Exhausto, se sentó en el borde de la silla y se inclinó hacia delante con las manos entrelazadas en la nuca, mirando al suelo. No eran consejos lo que necesitaba. Su hermano Quinto era partidario de la línea dura. La culpabilidad de los conspiradores era tan flagrante que toda Roma —en realidad, el mundo entero— pensaría que Cicerón era un cobardica si no los castigaba con el mayor rigor. ¡Vivían un momento de guerra! El bueno de Ático, por su parte, proponía todo lo contrario. Si algo había defendido Cicerón a lo largo de su carrera era precisamente el imperio de la ley. Durante siglos, cualquier ciudadano había tenido derecho a recurrir una sentencia arbitraria. ¿Qué otra cosa había sido si no el caso contra Verres? Civis romanus sum![4] En cuanto a mí, cuando me correspondió hablar me mostré partidario de escurrir el bulto. A Cicerón solo le quedaban veintiséis días en el cargo. ¿Por qué no encerraba a los prisioneros en alguna parte y dejaba que fueran sus sucesores quienes decidieran su destino? Tanto Quinto como Ático se llevaron las manos a la cabeza, pero Cicerón vio las ventajas de aquello y años después me dijo que yo tenía razón.

«A posteriori es fácil —me dijo—, es una de las imperfecciones irremediables de la historia. Si recuerdas cómo estaban las cosas en aquel tiempo, con soldados en las calles y bandas de insurgentes armados, y con los rumores de que Catilina atacaría la ciudad en cualquier momento para liberar a sus cómplices, ¿podría no haber tomado partido?»

El consejo más radical le llegó de Cátulo, que se presentó en la casa avanzada la noche, justo cuando Cicerón estaba a punto de acostarse, con un grupo de antiguos cónsules, entre ellos los dos hermanos Lúculo, Lépido, Torcuato y Pisón, el antiguo gobernador de la Galia Citerior. Había ido para exigir que César fuera detenido.

—¿Basándonos en qué prueba?—quiso saber Cicerón mientras se levantaba fatigadamente para dar la bienvenida a la delegación.

—Traición, desde luego —contestó Cátulo—. ¿Acaso albergas la más mínima duda de que ha estado implicado en esta conspiración desde el principio?

—Desde luego que no, pero eso no es lo mismo que tener pruebas que lo demuestren.

—Pues entonces fabrícalas —dijo el mayor de los Lúculo con la mayor naturalidad—. Basta una declaración más detallada de Volturcio implicando a César y ya lo tendremos.

—Por mi parte —dijo Cátulo—, te garantizo que la mayoría del Senado votará a favor de su arresto.

Sus compañeros murmuraron que así sería.

—Y luego, ¿qué?

—Será ejecutado con los demás.

—¿Ejecutar al máximo representante de la religión oficial con pruebas falsas?¡Habrá una guerra civil!

—De cualquier manera, es probable que estalle una guerra civil cualquier día de estos, y será gracias a César —dijo Lúculo—. Sin embargo, si actúas ahora, puedes evitarla. Recuerda tu autoridad. Acaban de concederte un día de acción de gracias. Tu prestigio en el Senado nunca ha sido tan alto.

—¡No me han concedido un día de acción de gracias para que liquide a mis adversarios como un vulgar tirano!

—No —replicó Cátulo—, te lo han concedido porque yo lo propuse.

—¡Y tú estás tan ciego de rabia contra César, porque te privó del pontificado, que no ves lo que tienes delante! —Nunca le había oído hablar así a un viejo patricio. Cátulo dio un respingo, como si hubiera pisado algo punzante, pero el cónsul levantó el índice y prosiguió—: Y ahora escúchame, escuchadme todos: tengo a César precisamente donde quería. Por fin tengo a ese Leviatán cogido por el rabo. Si esta noche deja escapar a su prisionero, estaré de acuerdo en arrestarlo porque nos habrá dado prueba sobrada de su culpabilidad. Pero por esa misma razón no lo dejará ir. Por una vez, obedecerá la voluntad del Senado. Y quiero asegurarme de que eso se convierta en un hábito al que llegue a acostumbrarse.

—Hasta que vuelva a las andadas —intervino Pisón, que acababa de librarse de un intento de César de mandarlo al exilio por corrupción.

—En ese caso tendremos que ser más listos que él —repuso Cicerón—, y no solo una vez, sino las que hagan falta. De todas maneras, diría que ahora le tengo tomada la medida. Por otra parte, creo que mi forma de manejar la crisis durante estos últimos meses ha demostrado que no suelo errar a la hora de juzgar estos asuntos.

Sus visitantes no dijeron palabra. Era el héroe del momento. Su prestigio brillaba en lo más alto. Por una vez, nadie se atrevió a contradecirlo, ni siquiera Lúculo. Al final, Pisón preguntó:

—¿Y los conspiradores?

—Esa es una decisión que corresponde tomar al Senado, no a mí.

—Esperarán que les guíes.

—Pues esperarán en vano. Por todos lo dioses… ¿Acaso no he hecho bastante?—gritó Cicerón de repente—. He desvelado una conspiración. He evitado que Catilina se convirtiera en cónsul. Lo he expulsado de Roma. He abortado un intento de incendiar media ciudad y de que nos mataran mientras dormíamos. He entregado a los traidores para que sean custodiados. ¿Y ahora debo cargar también con el oprobio de ejecutarlos? Señores, me parece que ha llegado el momento de que empecéis a poner algo de vuestra parte.

—¿Qué quieres que hagamos?—preguntó Torcuato.

—Levantaos mañana en el Senado y decid qué queréis que hagamos con los conspiradores. Mostrad el camino a los demás. No esperéis de mí que siga llevando esa carga. Os llamaré uno a uno. Dad vuestra opinión. Supongo que será la pena de muerte, ya que no veo otra salida. Pero decidlo alto y claro, de modo que cuando me presente ante el pueblo pueda afirmar que soy un instrumento del Senado, no un dictador.

—Cuenta con nosotros —dijo Cátulo, mirando a sus colegas; todos asintieron—. Pero te equivocas en cuanto a César. No volveremos a tener una oportunidad como esta para pararle los pies. Consúltalo con la almohada, te lo ruego.

Cuando se marcharon, hubo que hacer frente a ciertas cuestiones desagradables. Si el Senado votaba a favor de la pena de muerte, ¿cuándo habría que ejecutar a los condenados, cómo, dónde y quién lo haría? No existían precedentes de nada parecido. El cuándo no planteaba demasiados problemas: tan pronto como se dictara sentencia, para frustrar cualquier intento de rescate. El quién también era bastante obvio: el verdugo los ejecutaría, para que quedara claro que eran vulgares criminales. El dónde y el cómo eran harina de otro costal. No se los podía arrojar desde la Roca Tarpeya porque tal cosa incitaría a la revuelta. Cicerón consultó al jefe de sus guardaespaldas, el lictor principal, quien afirmó que el mejor lugar para darles muerte —por ser el más fácil de proteger— era la cámara de ejecuciones que había bajo la Carcer, la cual se hallaba convenientemente cerca del templo de la Concordia. El espacio era demasiado reducido y había poca luz para proceder a una decapitación, comentó, de modo que, por eliminación, los conspiradores deberían ser estrangulados. El lictor salió para asegurarse de que el carnifex y sus ayudantes estuvieran preparados.

Me di cuenta de que a Cicerón aquella conversación le afectó. Dijo que no tenía apetito y no quiso comer nada. Sí aceptó, en cambio, tomar un poco del vino que Ático guardaba en sus exquisitas botellas de vidrio napolitano. Pero, por desgracia, las manos le temblaban hasta tal punto que el vaso se le cayó y se hizo añicos en el suelo de mosaico. Cuando limpiaron el desaguisado, Cicerón dijo que necesitaba un poco de aire fresco. Ático ordenó a un esclavo que abriera las puertas y salimos de la biblioteca a la estrecha terraza. Abajo, en el valle, Roma, durante el toque de queda, parecía tan oscura e insondable como un lago. Solo el templo de Luna, iluminado con antorchas en la falda del Palatino, resultaba claramente visible. Parecía flotar, suspendido en la noche, como un blanco navío que hubiera descendido de las estrellas para inspeccionarnos. Nos apoyamos en la balaustrada y contemplamos en vano lo que no alcanzábamos a ver.

Cicerón suspiró y dijo, más para sí que para nosotros:

—Me pregunto qué opinarán de nosotros los hombres dentro de mil arios. Tal vez César esté en lo cierto… quizá sea necesario derribar la República y reconstruirla de nuevo. Os lo aseguro, esos patricios me desagradan tanto o más que la chusma… ni siquiera tienen la excusa de la pobreza y la ignorancia. —Permaneció un rato en silencio y después añadió—: Tenemos tantas cosas valiosas…, arte, conocimientos, leyes, riquezas, esclavos, la belleza de Italia, el dominio del mundo entero… sin embargo, ¿por qué ese irrefrenable impulso de la mente humana nos empuja siempre a ensuciar nuestro propio nido?

Disimuladamente, tomé nota de ambos comentarios.

Esa noche dormí mal en el pequeño cubículo contiguo a la habitación de Cicerón. El ruido de los pasos de los centinelas que patrullaban el jardín y el susurro de sus voces se confundieron con mis sueños. Supongo que ver de nuevo a Lúculo reavivó mis recuerdos de Ágata, pues tuve una pesadilla en la que le preguntaba por ella y él me decía que no sabía de quién le hablaba pero que todos los esclavos que tenía en Miseno habían muerto. Cuando me desperté, exhausto, en la grisura del amanecer, sentí un miedo terrible, como si tuviera una piedra enorme oprimiéndome el pecho. Miré en el cuarto de Cicerón, pero su cama estaba vacía. Lo encontré sentado, muy quieto, en la biblioteca, con los postigos cerrados y un candil a su lado. Me preguntó si todavía no había amanecido. Quería volver a su casa y hablar con Terencia.

Partimos poco después, escoltados por un nuevo destacamento de guardaespaldas al mando de Clodio. Desde el comienzo de la crisis, aquel notorio libertino se había ofrecido voluntario muchas veces para acompañar al cónsul, y tal demostración de lealtad, unida a la férrea defensa que Cicerón había hecho de Murena, había estrechado los lazos entre ambos. Supongo que a Clodio lo que le atraía de Cicerón era la oportunidad de aprender el arte de la política con un consumado maestro —aspiraba a presentarse al Senado al año siguiente—, mientras que a Cicerón le divertían las indiscreciones de Clodio, propias de la juventud. En cualquier caso, por mucho que yo desconfiara de él, esa mañana me alegró verlo de servicio porque sabía que animaría al cónsul con sus chismorreos. Como no podía ser de otra manera, empezó enseguida con ellos.

—¿Te has enterado de que Murena va a casarse de nuevo?

—¿De verdad?—preguntó Cicerón, sorprendido—. ¿Con quién?

—Con Sempronia.

—Pero ¿Sempronia no está ya casada?

—Se va a divorciar. Murena será su tercer marido.

—¡Tres maridos! Menuda pelandusca…

Siguieron caminando.

—Resulta que tiene una hija de quince años, fruto de su primer matrimonio —comentó Clodio, pensativo—. ¿Lo sabías?

—No.

—Estoy considerando la posibilidad de casarme con ella. ¿Qué opinas?

—En ese caso, Murena sería tu suegro.

—Exacto.

—No es mala idea. Murena podría ayudarte mucho en tu carrera política.

—Además, ella es muy rica. Será la heredera del patrimonio de los Graco.

—Entonces, ¿a qué estás esperando?—preguntó Cicerón, y Clodio se echó a reír.

Cuando llegamos a casa de Cicerón, las ojerosas sacerdotisas salían a la fría mañana, encabezadas por las Vírgenes Vestales. Una multitud de curiosos se había congregado para verlas salir. Algunas, como Pompeya, la mujer de César, se tambaleaban y tenían que apoyarse en sus compañeras. Otras, como Aurelia, la madre de César, no parecían en absoluto afectadas por la experiencia. Pasó ante Cicerón con expresión imperturbable y sin dirigirle siquiera la mirada, por lo que deduje que estaba al corriente de lo ocurrido en el Senado la tarde anterior. Era sorprendente cuántas de aquellas mujeres tenían algún tipo de relación con César. En total conté a tres de sus antiguas amantes: Mucia, la mujer de Pompeyo el Grande; Postumia, la esposa de Servio, y Lollia, casada con Aulio Gabinio. Clodio contempló con mal disimulado interés aquel perfumado desfile. Por último, la amante de César por aquel entonces y su gran amor, Servilia, esposa de Silano, el nuevo cónsul electo, cruzó el umbral y salió a la calle. No era especialmente hermosa —su rostro tenía un atractivo que podría calificarse de masculino—, pero rebosaba inteligencia y carácter. Fue muy propio de ella pararse un momento —la única entre todas las esposas de los altos magistrados— para preguntar a Cicerón qué ocurriría ese día.

—Le corresponde al Senado decidirlo —contestó él con prudencia.

—¿Y cuál crees que será su decisión?

—La que crean más oportuna.

—Pero tú les indicarás el camino.

—Si lo hago, y perdona, lo anunciaré en la cámara, más tarde, no ahora, en la calle.

—¿No confías en mí?

—Desde luego que sí, señora, pero otros podrían enterarse de nuestra conversación.

—¡No sé a qué te refieres! —Parecía ofendida, pero en el azul de sus ojos brillaba una chispa de malicioso humor.

Cuando se hubo ido, Cicerón comentó:

—Sin duda es la más inteligente de todas las amantes que ha tenido. Es incluso más lista que su madre, y eso es mucho decir. Haría bien en mantenerla a su lado.

Las estancias de la casa de Cicerón conservaban todavía la tibieza de la presencia de las mujeres; el ambiente estaba cargado del aroma a perfume y a incienso, a madera de sándalo y a junípero. Las esclavas barrían los suelos y recogían las sobras. En el altar del atrio había un montón de cenizas blancas. Clodio no hacía el menor esfuerzo por disimular su curiosidad. Se paseaba por todas partes, cogía objetos y los examinaba, y estaba claro que ansiaba hacer toda clase de preguntas, especialmente cuando apareció Terencia. Seguía llevando los ropajes propios de la suma sacerdotisa, pero como estos también estaban vedados a las miradas de los hombres, los ocultaba bajo una capa cerrada alrededor del cuello. Tenía el rostro arrebolado.

—¡Hemos tenido una señal! —anunció; su voz sonó extrañamente chillona—. No hace ni una hora. ¡De la Buena Diosa! —Cicerón parecía dudar, pero ella estaba demasiado enfervorecida para darse cuenta—. Las Vírgenes Vestales me han concedido una autorización especial para que pueda comunicarte lo que hemos visto. Allí —gesticuló exageradamente—, en el altar, el fuego se había apagado, las cenizas estaban prácticamente frías, y de pronto brotó una llamarada. Ha sido el portento más formidable que recordamos.

—¿Y qué creen que puede significar semejante portento?—preguntó Cicerón, claramente interesado a su pesar.

—Es una señal propicia, enviada directamente a tu casa en un día muy importante, para prometerte seguridad y gloria.

—¿De verdad?

—Sé valiente —dijo Terencia cogiéndole una mano—. Haz lo que tengas que hacer. Serás honrado eternamente y ningún mal te sobrevendrá. Ese es el mensaje de la Buena Diosa.

A menudo me he preguntado, en los años que siguieron, si aquello influyó en las decisiones de Cicerón. Ciertamente, él siempre había considerado que los augurios y las premoniciones eran tonterías infantiles. Pero no es menos cierto que, ante una situación in extremis, hasta los más descreídos son capaces de rezar a cualquier dios del firmamento para que los ayude. En todo caso, puedo decir que aquello lo satisfizo. Besó la mano de Terencia y le agradeció su piedad y su preocupación por sus intereses. Luego subió a prepararse para la reunión del Senado mientras, por orden suya, la noticia del portento se propagaba entre la gente de la calle. Clodio, entretanto, había encontrado una prenda de ropa interior femenina tras uno de los divanes y lo vi llevársela a la nariz e inhalar profundamente.

Siguiendo las órdenes del cónsul, los prisioneros no fueron llevados al Senado, sino que permanecieron encerrados donde habían pasado la noche. Cicerón arguyó razones de seguridad, pero en mi opinión el verdadero motivo era que le habría resultado insoportable mirarlos a la cara. Una vez más, la sesión tuvo lugar en el templo de la Concordia, y a ella asistieron todos los ciudadanos destacados de la República salvo Craso, que envió una nota en la que comunicaba que estaba enfermo. En realidad, deseaba evitar tener que dar un voto a favor o en contra de la pena de muerte. También es posible que temiera que lo agredieran: muchos de los patricios y los caballeros de la orden ecuestre pensaban que deberían haberlo arrestado. César, sin embargo, se presentó con la mayor serenidad, se abrió paso con sus anchos hombros entre los soldados y no prestó la menor atención a sus maldiciones e insultos. Se instaló en su asiento de la primera fila, se recostó y estiró las piernas hasta el pasillo. Ante él tenía el anguloso rostro de Catón, enfrascado, como de costumbre, en la lectura de un montón de papeles del Tesoro. Hacía mucho frío. Las puertas del fondo del templo permanecían abiertas para los numerosos espectadores y un verdadero vendaval soplaba pasillo abajo. Isáurico llevaba unos viejos mitones de lana, se oían muchas toses y estornudos, y cuando Cicerón se levantó para abrir la sesión, su aliento flotó en blancas nubecillas, como el vapor de una cazuela.

—Señores, hasta donde alcanzan mis recuerdos, esta es la reunión más importante de cuantas ha celebrado nuestra casa —empezó diciendo—. Nos hemos reunido para decidir qué debemos hacer con los criminales que se han alzado contra nuestra República. Es mi intención que cualquiera que desee hablar pueda hacerlo. Yo no expresaré mi propio parecer… —Alzó las manos para acallar las protestas—. Nadie puede decir que no he desempañado el papel de líder en este asunto, pero a partir de ahora deseo ser el instrumento del Senado. Decidáis lo que decidáis, estad seguros de que haré cumplir vuestra voluntad. Solo os ordeno que alcancéis hoy vuestra decisión, antes de la puesta de sol. No podemos demorarnos. El castigo que decidáis, sea cual sea, debe ser rápido. Cedo la palabra a Décimo Junio Silano para que manifieste su parecer.

Era privilegio del cónsul electo más veterano ser el primero en hablar en los debates, pero estoy seguro de que ese día en concreto Silano habría declinado gustoso ese honor. Hasta el momento no he tenido gran cosa que decir a propósito de Silano, en parte porque me cuesta recordarlo: en una época de gigantes, él era un enano… respetable, aburrido, de salud delicada y propenso a irritantes arranques de melancolía. De no ser por la energía y ambición de Servilia, que se empeñó en que sus tres hijas tuvieran un padre cónsul y se hizo amante de César para promover la carrera de su esposo, Silano nunca habría alcanzado el cargo. Lanzando ocasionales miradas al banco de la primera fila donde se sentaba el hombre que lo había convertido en cornudo, Silano habló titubeantemente de los valores concurrentes de justicia y clemencia, seguridad y libertad, de su amistad con Léntulo Sura y su odio hacia los traidores. Era imposible saber adónde quería llegar. Al final, Cicerón tuvo que preguntarle directamente qué condena proponía. Silano respiró hondo y cerró los ojos.

—La muerte —contestó.

El Senado se estremeció ante aquella palabra. Murena habló a continuación, y comprendí por qué Cicerón lo había preferido a Servio para que fuera cónsul en tiempos de crisis. De pie, con las piernas separadas y sus macizas manos en la cintura, emanaba firmeza y sensatez.

—Soy un soldado —declaró—, y Roma está en guerra. Ahí fuera, en los campos, están raptando a mujeres y a niños, saqueando templos, arrasando cosechas, y nuestro vigilante cónsul ha descubierto que ese mismo caos iba a llegar a nuestra ciudad. Si yo descubriera que algunos de mis hombres planeaban incendiar mi campamento y asesinar a mis oficiales, no vacilaría un instante en ordenar su ejecución. La condena para los traidores siempre es y será… la muerte.

Cicerón fue recorriendo los bancos de la primera fila, dando la palabra a un ex cónsul tras otro. Cátulo hizo un escalofriante discurso acerca de los horrores de las matanzas y los incendios y apoyó claramente la condena a muerte. Lo hicieron también los dos hermanos Lúculo, Pisón, Curio, Cotta, Figulo, Volcacio, Servilio, Torcuato y Lépido. Incluso Lucio, primo de César, se inclinó a regañadientes por la pena máxima. Sumados a Murena y Silano, eran catorce senadores de rango consular que votaban por el mismo castigo. Ni una sola voz se alzó en contra. Había tal unanimidad que posteriormente Cicerón me dijo que había temido que lo acusaran de haber manipulado la votación. Tras varias horas durante las cuales solo se oyeron exigencias de pena de muerte, se levantó y preguntó si alguien deseaba proponer una sentencia diferente. Naturalmente, todas las cabezas se volvieron hacia César, pero fue un ex pretor, Tiberio Claudio Nerón, el primero que se puso en pie. Había sido uno de los comandantes de Pompeyo en la guerra contra los piratas y habló en nombre de su superior.

—¿A qué viene tanta prisa, señores? Los conspiradores están bajo llave y a buen recaudo. Creo que deberíamos hacer venir a Pompeyo el Grande para que se ocupe de Catilina. Una vez que su líder haya sido derrotado, podremos decidir cuando nos convenga qué hacer con sus secuaces.

Cuando Nerón hubo acabado, Cicerón preguntó:

—¿Alguien más quiere hablar en contra de una condena inmediata a muerte?

Fue entonces cuando César descruzó las piernas y se puso en pie. En el acto se desencadenó un alboroto de abucheos y gritos, pero obviamente César lo había previsto y tenía preparada su respuesta. Se irguió, con las manos a la espalda, y esperó pacientemente hasta que las voces se apagaran.

—Señores, cualquiera que se enfrenta a una decisión difícil —dijo en voz baja y amenazadora— debe desterrar de su mente el odio y la ira, el afecto y la compasión. No resulta fácil discernir la verdad cuando uno se rinde a las emociones. —Pronunció la última palabra con tal desprecio que enmudeció brevemente a sus adversarios—. Quizá os preguntéis por qué me opongo a la pena de muerte…

—¡Porque también eres culpable! —gritó alguien.

—Si fuera culpable —replicó César—, ¿qué mejor forma de ocultarlo que exigiendo con vosotros la pena de muerte? No, no me opongo a la pena máxima porque esos hombres fueran mis amigos…, en la vida pública no hay lugar para semejantes sentimientos. Y no, tampoco me opongo porque sus delitos se me antojen triviales. Francamente, creo que el peor de los tormentos sería menos de lo que esos hombres merecen. Pero la gente es corta de memoria. Una vez que los criminales han sido llevados ante la justicia, su culpabilidad se olvida rápidamente o se convierte en mero tema de charla. Lo que nunca se olvida es el castigo, especialmente si es extremo. Estoy seguro de que Silano ha manifestado su opinión pensando ante todo en el bien de la nación. Sin embargo, su sentencia me parece… no diré cruel porque tratándose de esos hombres nada sería demasiado cruel, pero sí ajena a las tradiciones de nuestra República.

»Todos los malos precedentes tienen su origen en decisiones que en su momento parecieron acertadas. Hace veinte años, cuando Sula ordenó la ejecución de Bruto y otros criminales, ¿quiénes de nosotros no aprobamos tal acción? Aquellos individuos eran maleantes y alborotadores; según la opinión general, merecían morir. Sin embargo, aquellas ejecuciones fueron el primer paso hacia un desastre nacional. No pasó mucho tiempo antes de que cualquiera que ambicionara la mansión o los bienes de otro lo acusara de traidor y consiguiera que lo ejecutaran. De ese modo, los que se alegraron de la muerte de Bruto se vieron al poco tiempo arrastrados al patíbulo, y las muertes no cesaron hasta que Sula hubo colmado de riquezas a sus seguidores. Naturalmente, no albergo el menor temor de que Marco Cicerón lleve a cabo una acción parecida, pero en una nación como la nuestra hay muchos hombres y de muy distinto carácter, y cabe la posibilidad de que en el futuro, cuando un cónsul tenga a su disposición un ejército, como lo tiene él, se dé por cierto un informe que no lo es. Si eso ocurre, con el actual precedente, ¿quién podrá pararle los pies?

Al oír su nombre, Cicerón decidió intervenir.

—He escuchado con gran atención las reflexiones del sumo sacerdote —dijo—. ¿Acaso está proponiendo que soltemos a los prisioneros para que se unan al ejército de Catilina?

—De ningún modo —contestó César—. Estoy de acuerdo en que han perdido el derecho a respirar el mismo aire y ver la misma luz que el resto de nosotros. Sin embargo, los dioses inmortales decretan la muerte no como una forma de castigo sino como un medio para aliviar nuestras dificultades y penalidades. Si los matamos, sus sufrimientos cesarán. Yo propongo un destino más cruel: que los bienes de los prisioneros sean incautados y que ellos sean encarcelados, cada uno en una ciudad distinta, hasta el final de sus días, que contra esta sentencia no quepa derecho de apelación, y que cualquier intento de un tercero de apelar en su nombre sea considerado un acto de traición. De por vida, señores —concluyó—, significará de por vida.

¡Qué desfachatez tan asombrosa la suya… y al mismo tiempo qué astuto y efectivo! Mientras tomaba nota de la propuesta de César, oía los excitados murmullos que recorrían el Senado. Se la tendí a Cicerón, que la cogió de mis manos con expresión preocupada. Se daba cuenta de que su enemigo había hecho un movimiento hábil, pero todavía no vislumbraba todas sus implicaciones ni sabía cómo responder. Leyó en voz alta la propuesta de César y preguntó si alguien deseaba hacer algún comentario. En ese momento se levantó el cónsul electo y cornudo jefe Silano.

—Las palabras de César me han conmovido profundamente —declaró, frotándose untuosamente las manos—. Tanto que, de hecho, he decidido no votar a favor de la que ha sido mi propuesta. En lugar de una condena a muerte, yo también creo que la cadena perpetua es un castigo más apropiado.

Aquello provocó una exclamación general de sorpresa seguida de un susurro que recorría los bancos y que reconocí inmediatamente como un claro cambio de opinión. Entre la muerte y el exilio, la mayoría de los senadores habían elegido la muerte; pero entre la muerte y la cadena perpetua, podían cambiar su decisión. ¿Y quién iba a reprochárselo? Parecía la mejor solución. Los conspiradores serían castigados durísimamente, pero el Senado se evitaría el oprobio de mancharse las manos de sangre. Cicerón miró ansiosamente a su alrededor en busca de partidarios de la pena de muerte, pero, uno tras otro, todos los que se levantaron para hablar lo hicieron a favor del encarcelamiento de por vida. Hortensio apoyó la moción de César, y eso mismo, sorprendentemente, hizo Isáurico. Metelo Nepos declaró que una ejecución sin derecho a apelación era ilegal y se hizo eco de la demanda de Nerón de hacer regresar a Pompeyo. Tras un par de horas más, con solo un puñado de senadores a favor de la pena de muerte, Cicerón decidió realizar una breve pausa antes de la votación, para que los senadores pudieran salir a refrescarse o aliviarse. Entretanto, celebró un rápido cónclave con Quinto y conmigo. Empezaba a oscurecer y no había nada que pudiéramos hacer para evitarlo. Por supuesto, encender un fuego o candiles en el interior del templo estaba prohibido. De repente, me di cuenta de que no quedaba mucho tiempo.

—Bueno, ¿qué pensáis?—nos preguntó Cicerón, inclinándose hacia delante en su silla.

—La moción de César ganará —respondió Quinto hablando en susurros—. De eso no hay duda. Incluso los patricios están aflojando.

—Eso es lo que valen sus promesas —gruñó Cicerón.

—Pero la situación te favorece —dije yo, que estaba totalmente a favor de un compromiso— porque te libra del dilema.

—Pero ¡esa propuesta es una insensatez! —bufó Cicerón lanzando una mirada asesina a César—. Ningún Senado puede aprobar una ley que obligue a sus futuros miembros a perpetuidad, y él lo sabe perfectamente. ¿Qué pasará si el año que viene un magistrado presenta una moción para que no se considere traición apelar a favor de los conspiradores y consigue que una asamblea pública la apruebe? Lo único que quiere César es mantener viva la crisis para sus propios fines.

—En ese caso, el problema lo tendrá tu sucesor —respondí yo—, no tú.

—Darás imagen de debilidad —le advirtió Quinto—. ¿Qué dirá la historia? Debes pronunciarte.

Cicerón parecía abatido. Aquella era la encrucijada que tanto había temido. Nunca lo había visto tan atormentado ante una decisión.

—Tienes razón —concluyó—. Sin embargo, no veo otra salida que no me perjudique.

Así pues, cuando concluyó el receso, anunció que había decidido exponer su opinión.

—Veo que vuestros rostros y vuestros ojos me miran fijamente, por lo tanto diré lo que como cónsul me corresponde decir. Tenemos ante nosotros dos propuestas: una de Silano, aunque ya no votará por ella, que reclama la pena de muerte para los conspiradores; la otra, de César, que pide cadena perpetua… un castigo ejemplar por su abominable crimen. Es, según él, mucho peor que la muerte, pues los priva del único consuelo al que pueden aspirar en su desgracia: la esperanza. Además César exige que les confisquemos sus propiedades para añadir la pobreza a sus otros tormentos. Lo único que deja a esos desalmados es la vida… en tanto que quitarles la vida los libraría, dolorosamente pero de un plumazo, de los sufrimientos físicos y mentales.

»En cuanto a mí, caballeros, tengo claro dónde están mis intereses. Dado que César es populista, si adoptáis su moción tendré menos razones para temer los ataques del pueblo, pues haré lo que él ha propuesto. En cambio, si adoptáis la alternativa, me temo que tendré más quebraderos de cabeza. Pero dejemos que los intereses de la República pesen más que las consideraciones del peligro que pueda cernirse sobre mí. Debemos hacer lo correcto. Decidme: si un cabeza de familia hallara un día a sus hijos asesinados por un esclavo, a su esposa muerta, su casa reducida a cenizas y no lo castigara a continuación con la pena máxima, ¿sería considerado un hombre bueno y compasivo o el más inhumano y cruel de los seres por no vengar el sufrimiento de los suyos? En mi opinión, un hombre que no aplaca su pena y sufrimiento infligiendo parecido dolor al responsable carece de sentimientos y tiene un corazón de piedra. Por mi parte, respaldo la propuesta de Silano.

César se levantó rápidamente para intervenir.

—Está claro que el defecto de la argumentación del cónsul es que los acusados no han cometido ninguno de los actos que él menciona, puesto que van a ser condenados por sus intenciones, no por lo que han hecho.

—¡Precisamente! —exclamó una voz al otro lado de la cámara, y todas las cabezas se volvieron hacia Catón.

Si la votación se hubiera producido en ese momento, no me cabe duda de que la propuesta de César habría salido triunfadora, a pesar de la opinión del cónsul. Los prisioneros habrían partido para los más remotos rincones de Italia, donde se pudrirían o serían indultados, según el capricho de los políticos del momento, y el futuro de Cicerón habría sido muy distinto. Sin embargo, justo cuando el resultado parecía cantado, se alzó de los bancos del fondo una enjuta, desaseada y conocida figura, con el cabello revuelto, los hombros desnudos, a pesar del frío, y el nudoso brazo alzado pidiendo la palabra.

—Marco Porcio Catón —dijo Cicerón, incómodo, puesto que nadie podía estar seguro de adónde podía conducir la inflexible lógica del orador—, ¿deseas hablar?

—¡Sí, deseo hablar! —dijo Catón—. Deseo hablar porque alguien debe recordar a esta cámara a qué se está enfrentando exactamente. La cuestión, señores, es que no estamos juzgando crímenes que se hayan cometido sino crímenes que han sido planeados. Y por esa misma razón no sirve de nada invocar la ley a posteriori, puesto que a posteriori ¡todos habríamos sido asesinados!

Se oyó un murmullo de aprobación. Catón decía la verdad. Miré a Cicerón. También él asentía.

—Demasiados de los que se sientan aquí —prosiguió Catón— están más preocupados por sus mansiones y estatuas que por su país. ¡Por todos los cielos, hombres, despertad! ¡Despertad mientras todavía estamos a tiempo y echad una mano para salvar la República! ¡Es nuestra vida y nuestra libertad lo que está en juego! En un momento así, ¿quién se atreve a hablarme de clemencia y compasión?

Bajó por la pasarela, descalzo, y permaneció de pie ante los bancos. Su áspera e implacable voz sonaba tan inmisericorde como el roce de una espada en la muela. Era como si su famoso bisabuelo hubiera salido de la tumba y agitara sus grises mechones ante nosotros.

—No penséis que nuestros antepasados transformaron una miserable comunidad en la gran República que es hoy mediante la fuerza de las armas. Si así hubiera sido, se hallaría ahora en lo más alto de su gloria, puesto que tenemos más súbditos y ciudadanos, más armas y caballos de los que ellos jamás tuvieron. No, fue algo totalmente distinto lo que los hizo grandes, algo de lo que nosotros carecemos por completo. Fueron trabajadores incansables en su tierra, gobernantes justos en tierras extranjeras y llevaron al Senado mentes a las que no atormentaba el sentimiento de culpa ni se dejaban dominar por las pasiones. Eso es lo que hemos perdido. Amasamos fortunas para nosotros mientras la República está en bancarrota y dedicamos nuestra vida a los placeres, hasta tal punto que, cuando la República sufre una agresión, no hay nadie que esté dispuesto a defenderla.

»Ciudadanos del más alto rango han tramado un complot para prender fuego a su ciudad natal. Los galos, el enemigo más letal de todo lo romano, han sido llamados a las armas. Ese ejército hostil y su líder están dispuestos a atacarnos, ¿y todavía dudáis y os mostráis incapaces de decidir cómo hay que tratar a los enemigos públicos que hemos desenmascarado dentro de nuestros muros?—Escupía literalmente su sarcasmo, salpicando con su saliva a los senadores que tenía delante—. ¿Por qué entonces os digo que os apiadéis de ellos? Porque son jóvenes a quienes la ambición ha cegado. Dejadlos ir, aunque estén armados. Pero cuidado con lo que hacéis con vuestra clemencia y compasión, porque si desenvainan la espada será demasiado tarde para hacer nada. Oh, sí, decís que la situación es fea pero no le tenéis miedo. ¡Tonterías! ¡Os estáis meando en vuestras túnicas! Sois tan indolentes y débiles que permanecéis indecisos, os encomendáis a los dioses y esperáis que sean otros los que actúen. Bien, debo deciros algo: los rezos y las súplicas impropias de un hombre no os proporcionarán ayuda divina. El éxito solo se alcanza mediante la vigilancia y la acción.

»Estamos completamente rodeados. Catilina y su ejército están listos para agarrarnos por el cuello. Nuestros enemigos viven en el corazón de la ciudad. Esa es la razón por la que debemos obrar con presteza. Esta es mi propuesta, cónsul. Anótala bien, escriba. Visto que, por los criminales designios de ciertos ciudadanos malvados, nuestra República se halla amenazada por un grave peligro; visto que, por propio testimonio y confesión, los acusados son convictos de haber planeado el incendio de la ciudad y la matanza de sus conciudadanos; en consecuencia, puesto que los acusados han admitido sus criminales intenciones, deben ser ejecutados como si hubieran sido descubiertos en plena comisión del delito, tal como mandan nuestras antiguas tradiciones.

Durante cuarenta años he asistido a todo tipo de debates y he sido testigo de magníficos y célebres discursos, pero nunca he presenciado ninguno —repito: ninguno— cuyos efectos rivalizaran con los de aquella breve intervención de Catón. Al fin y al cabo, ¿qué es la oratoria sino la capacidad de traducir las emociones con las palabras exactas? Catón había dicho lo que la mayoría de los senadores sentía pero no sabía cómo expresar, ni siquiera para sí mismos. Les había dado una reprimenda, y ellos se lo agradecieron. Por todo el templo se levantaron senadores que aplaudían y se acercaban a su héroe para indicarle que tenía su apoyo. Catón había dejado de ser el excéntrico de los bancos del fondo. Se había convertido en el sostén, la médula y el nervio de la vieja República. Cicerón lo miraba perplejo. En cuanto a César, saltó de su asiento reclamando su derecho a réplica, y de hecho empezó a hablar. Pero todos comprendieron que su verdadera intención era prolongar el debate y evitar la votación, pues había ya muy poca luz y las sombras estaban adueñándose de la cámara. Entre los que rodeaban a Catón se alzaron gritos de rabia y hubo forcejeos. Algunos de los caballeros que habían estado observando desde la entrada se acercaron corriendo con las espadas desenvainadas. César, erguido y apartando las manos que tiraban de él para obligarlo a sentarse, seguía hablando. Los caballeros miraron a Cicerón a la espera de una orden. Habría bastado un ligero asentimiento para que César fuera liquidado allí mismo. Y por un brevísimo instante, Cicerón vaciló. Luego negó con la cabeza. César fue liberado y supongo que aprovechó la confusión para salir del templo, porque después de eso lo perdí de vista. Cicerón bajó del estrado. Avanzando por el pasillo con grandes zancadas, gritó a los senadores. Entre él y los lictores separaron a los contendientes, empujaron a varios de ellos de regreso a su sitio y, cuando se hubo restablecido cierto orden, Cicerón volvió a su silla.

—Señores —dijo, en la oscuridad su rostro se veía blanco como la leche y su voz sonó débil y fatigada—, el dictamen de esta casa es claro. La propuesta de Marco Catón queda aprobada. La condena es la pena de muerte.

A partir de ese momento, la rapidez era vital. Los condenados debían ser conducidos a la cámara de ejecución antes de que sus seguidores y amigos comprendieran el destino que los aguardaba. Cicerón dispuso que un antiguo cónsul fuera a buscar a cada condenado al frente de un destacamento de guardias. Cátulo fue en busca de Cetego; Torcuato, de Capitón; Pisón, de Cepario; y Lépido, de Estatilio. Después de concertar los detalles y de rogar a los senadores que permanecieran sentados mientras las ejecuciones se llevaban a cabo, Cicerón fue personalmente a buscar al acusado de mayor rango, Léntulo Sura.

En el exterior, el sol acababa de ponerse. El foro estaba ominosamente abarrotado, pero la gente se apartó de inmediato para dejarnos pasar. Me recordaron a los espectadores de un sacrificio: solemnes, respetuosos, llenos de ese temor reverencial que inspiran los misterios de la vida y la muerte. Con nuestra escolta, subimos por el Palatino hasta la casa de Espinter, un pariente de Sura, y encontramos a nuestro prisionero jugando a los dados con uno de los hombres encargado de vigilarlo. Acababa de lanzar: los dados rodaron por el tablero en el instante en que entramos. Supongo que por la expresión de Cicerón comprendió en el acto que todo había terminado para él. Miró el resultado de los dados, nos miró a nosotros y sonrió tristemente.

—Me parece que he perdido —dijo.

No puedo hacer ningún reproche a la conducta de Sura. Su abuelo y ›su bisabuelo habían sido cónsules y se habrían sentido orgullosos de su actitud en su última hora. Sacó una bolsa con dinero para que fuera distribuida entre sus guardianes y a continuación salió de la casa con la misma tranquilidad como si fuera a tomar un baño. Solo manifestó el más discreto de los reproches.

—Creo que me has tendido una trampa —le dijo a Cicerón.

—La trampa te la has tendido tú mismo —repuso este.

Sura no dijo una palabra mientras cruzamos el foro, caminó con paso firme y la cabeza erguida. Seguía vistiendo la sencilla túnica que le habían proporcionado el día anterior. Sin embargo, a juzgar por su aspecto, cualquiera habría dicho que, a pesar de la púrpura toga consular, el reo era el pálido Cicerón y Sura, su captor. Sentí los ojos de la multitud clavados en nosotros; se mostraban curiosos y dóciles como ovejas. Al pie de la escalera que conducía a la Carcer, Marco Antonio, el hijastro de Sura, corrió hacia los guardias para saber qué ocurría.

—Tengo una breve cita —contestó Sura con calma—. Pronto todo habrá terminado. Ve y consuela a tu madre. Ahora ella te necesitará más que yo.

Antonio gritó de furia y pena, alargó el brazo para intentar tocar a Sura, pero los lictores lo apartaron a un lado. Subimos por la escalera, entre un piquete de soldados, nos agachamos para cruzar una puerta baja y muy estrecha, casi como un túnel, y entramos en una cámara circular de piedra, iluminada por antorchas. El aire era pegajoso y hedía a muerte y excrementos humanos. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, reconocí a Cátulo, Pisón, Torcuato y Lépido, que se tapaban la nariz con el borde de la toga, y también al carnifex, con su mandil de cuero, y a su media docena de ayudantes. Los demás prisioneros yacían en el suelo, con los brazos atados a la espalda. Capitón, que había pasado el día con Craso, lloraba en silencio. Estatilio, que había estado custodiado en la residencia oficial de César, se hallaba medio inconsciente por los efectos del vino. Cepario estaba acurrucado en el suelo, con los ojos cerrados y ajeno a todo. Cetego gritaba que aquello era ilegal y exigía su derecho a hablar ante el Senado; alguien le dio una patada en las costillas y lo hizo callar. El carnifex cogió a Sura por los brazos y rápidamente empezó a atarle las muñecas y los codos.

—Cónsul —dijo Sura, haciendo muecas de dolor mientras lo zarandeaban—, ¿me das tu palabra de honor de que ninguna desgracia recaerá sobre mi esposa y mi familia?

—Sí, te lo prometo.

—¿Y entregarás nuestro cuerpo a nuestra familia para que puedan enterrarlo?

—Lo haré. —(Más adelante, Marco Antonio declaró que Cicerón se había negado a aquella última petición, una más de sus innumerables mentiras.)

—Se suponía que este no iba a ser mi destino. Los augurios fueron muy claros.

—Te dejaste sobornar por hombres perversos.

Un momento después estaba maniatado; Sura miró a su alrededor.

—¡Muero como un noble romano! —gritó, desafiante—, ¡Y como un patriota!

Aquello fue demasiado incluso para Cicerón.

—No —le dijo secamente al tiempo que hacía un gesto al carnifex—. Mueres como un traidor.

Tras esas palabras, Sura fue arrastrado al agujero, grande y negro, que había en el centro del suelo; era la única entrada a la cámara de ejecuciones que se encontraba bajo nuestros pies. Dos forzudos ayudantes del carnifex lo bajaron y, a la luz de las antorchas, vi por última vez su apuesto, perplejo y estúpido rostro. Unas manos fuertes debieron de cogerlo desde abajo, pues desapareció bruscamente. El cuerpo casi inerte de Estatilio fue el siguiente. Luego le llegó el turno a Capitón; temblaba tanto que le castañeteaban los dientes. El siguiente fue Cepario, que seguía inconsciente por el terror. Y el último, Cetego, que gritó, sollozó y opuso tanta resistencia que dos ayudantes tuvieron que sentarse encima de él mientras un tercero le ataba las piernas. Al final acabaron metiéndolo por el agujero de cabeza y cayó con un golpe sordo. Después de eso no se oyó nada más durante un rato, aparte de algunos sonidos apagados que poco después también cesaron. Más tarde me contaron que colgaron a los condenados de unos ganchos del techo. Al cabo de lo que pareció una eternidad, el carnifex gritó que el trabajo estaba hecho, y Cicerón se asomó muy a regañadientes por el agujero. Una antorcha iluminaba a las víctimas. Los cinco estrangulados yacían en fila, mirándonos con ojos desorbitados y sin vida. No sentí piedad: me vino a la memoria el cuerpo eviscerado del muchacho al que habían sacrificado para sellar su pacto. Pensé que Catón tenía razón: merecían morir. Y eso mismo sigo pensando ahora.

Una vez se hubo cerciorado de que los conspiradores estaban muertos, Cicerón no perdió un momento para alejarse de lo que posteriormente calificó de «antecámara del infierno». Pasamos por el angosto túnel y salimos al frío aire de la noche, donde nos esperaba la más sorprendente de las visiones. En la oscuridad, el foro estaba iluminado por antorchas… una interminable alfombra de oscilante luz amarilla. Hasta donde alcanzaba la vista, la gente permanecía de pie y en silencio, incluido al Senado en pleno, que había salido del templo de la Concordia, situado junto a la prisión. Todo el mundo miraba a Cicerón, que, obviamente, tenía que anunciar lo ocurrido y no sabía cuál sería la reacción de la gente. Además, se enfrentaba a una inesperada dificultad que ponía de relieve la naturaleza sin precedentes de lo que había pasado: debido a una superstición de aquella época, un magistrado no podía pronunciar las palabras «muerte» ni «muerto» en el foro por miedo a que cayera una maldición sobre la ciudad. Así pues, Cicerón reflexionó, se aclaró la garganta de la bilis espesa que había acumulado en la Carcer, se cuadró y proclamó:

—¡Han vivido!

Sus palabras resonaron en los muros de los edificios y siguió un silencio tan profundo que por un momento temí que la multitud se mostrara hostil y fuéramos los siguientes en ser ahorcados. Pero supongo que simplemente estaban intentando comprender qué había querido decir. Unos cuantos senadores empezaron a aplaudir. Otros se les unieron enseguida. Los aplausos se convirtieron rápidamente en vítores que se extendieron poco a poco entre la gente.

—¡Viva Cicerón! —gritaron—. ¡Viva Cicerón! ¡Gracias a los dioses por Cicerón, el salvador de nuestra República!

De pie junto a él, vi que sus ojos se llenaban de lágrimas. Era como si un dique hubiera cedido en su interior y todas las emociones que había acumulado, no solo en las últimas horas, sino a lo largo de su consulado, de repente pudieran fluir libremente. Intentó decir algo pero no pudo, lo cual solo sirvió para que el volumen de los aplausos aumentara. Al final, no le quedó más remedio que bajar por la escalera, y cuando llegó al nivel del foro, con los vítores de sus amigos y sus oponentes resonando en sus oídos, lloraba inconteniblemente. Detrás de nosotros empezaron a sacar, arrastrándolos con ganchos, los cuerpos de los condenados.

Los últimos días del consulado de Cicerón pueden contarse deprisa. Ningún otro civil en la historia de la República ha sido tan alabado como lo fue él entonces. Tras varios meses conteniendo el aliento, la ciudad pareció exhalar un profundo suspiro de alivio. La noche en que los conspiradores fueron ejecutados, el Senado en pleno escoltó al cónsul desde el foro hasta su casa en una larga procesión iluminada por antorchas y entre aclamaciones que lo acompañaron todo el camino. Su casa estaba brillantemente iluminada para darle la bienvenida; la entrada, donde Terencia lo esperaba con sus hijos, estaba adornada con laurel. Los esclavos formaron una fila en el atrio para aplaudirlo. Fue un extraño regreso a casa. Se sentía demasiado cansado para dormir, demasiado hambriento para comer y demasiado ansioso por olvidar el horrible episodio de las ejecuciones para poder hablar de otra cosa. Me dije que en un par de días recobraría el equilibrio, pero más adelante comprendí que algo en él había cambiado para siempre: algo en su interior se había partido, como un eje. A la mañana siguiente, el Senado le concedió el título de Padre de la Patria. César decidió no asistir a la sesión, pero Craso sí lo hizo, votó con los demás y puso a Cicerón por las nubes.

Pero no todas las voces que se alzaron fueron de aclamación. Unos días más tarde, Metelo Nepos, al ocupar su tribunado, siguió insistiendo en que las ejecuciones habían sido ilegales. Predijo que cuando Pompeyo regresara a Italia para restaurar el orden tendría que ocuparse no solo de Catilina sino también del tirano de poca monta que era Cicerón. A pesar de su enorme popularidad, a Cicerón aquello le preocupó lo bastante para ir a ver a Clodia y pedirle que dijera a su cuñado que, si persistía en su línea, no tendría más remedio que llevarlo a juicio por sus contactos con Catilina. Los brillantes ojos marrones de Clodia se abrieron con placer ante aquella oportunidad de inmiscuirse en asuntos de Estado. Pero Nepos hizo caso omiso de la advertencia con el mayor descaro; pensaba acertadamente que Cicerón nunca se atrevería a ir contra el más íntimo aliado político de Pompeyo. A partir de ese momento, todo dependía de la rapidez con que se pudiera derrotar a Catilina.

Cuando las saludables noticias de la ejecución de Sura y sus compinches llegaron al campamento de Catilina, un gran número de sus seguidores desertaron de su lado en el acto. (Dudo que lo hubieran hecho si el Senado hubiera votado a favor de la cadena perpetua.) Consciente de que Roma estaba a salvo de sus ataques, Catilina y Manlio decidieron llevarse al ejército rebelde hacia el norte; su intención era cruzar los Alpes y entrar en la Galia Ulterior para fundar un enclave en las montañas donde pudieran permanecer el tiempo que hiciera falta. Sin embargo, el invierno se acercaba, y los puertos de menor altitud estaban bloqueados por Metelo Celer al frente de tres legiones. Entretanto, el ejército senatorial mandado por Híbrida pisaba los talones a la retaguardia de las fuerzas rebeldes. Ese fue el adversario contra el cual Catilina decidió luchar: dar media vuelta y enfrentarse en una llanura al este de Pisa.

Naturalmente, semejante decisión dio pie a la sospecha —que ha persistido hasta nuestros días— de que Catilina y su viejo aliado Híbrida habían estado en contacto todo el tiempo. No obstante, Cicerón lo había previsto y, cuando se hizo evidente que la batalla era inevitable, el veterano legado militar de Híbrida, Marco Petreyo, abrió las órdenes selladas que el cónsul le había dado en Roma. En ellas se le nombraba comandante de las tropas y se indicaba que Híbrida debía alegar que estaba enfermo y no debía tomar parte en la lucha. Si se negaba, Petreyo tenía instrucciones de arrestarlo. Cuando Híbrida fue informado, aceptó al momento y anunció que sufría un ataque de gota. De esa manera, Catilina se encontró inesperadamente frente a uno de los comandantes más competentes del ejército romano, el cual se hallaba al mando de una fuerza mucho mayor y mejor equipada que la suya.

La mañana de la batalla, Catilina arengó a sus hombres, muchos de los cuales solo iban armados con horcas y lanzas de caza, con las siguientes palabras: «¡Luchamos por nuestro país, por nuestra libertad y por nuestra vida, mientras que nuestros adversarios luchan por una corrupta oligarquía! ¡Puede que su número sea superior, pero nuestro espíritu es más fuerte y prevaleceremos! Sin embargo, si por cualquier razón no fuera así y la Fortuna nos diera la espalda, no permitáis que os maten como al ganado. ¡Luchad como hombres y haced que el derramamiento de sangre y las lágrimas sean el precio que el enemigo pague por su victoria!». Las trompetas sonaron y las primeras filas avanzaron unas contra las otras.

Fue una carnicería terrible, y Catilina estuvo metido en ella todo el día. Ninguno de sus subordinados se rindió: lucharon con la desesperación propia de los que no tienen nada que perder. El ejército rebelde solo se derrumbó cuando Petreyo lanzó al combate una cohorte pretoriana. Hasta el último de los seguidores de Catilina, incluido Manlio, murió con la espada en la mano. Posteriormente se comprobó que habían recibido todas sus heridas de frente, ninguna por la espalda. Al anochecer, después de la batalla, el cuerpo de Catilina fue descubierto entre las filas de sus adversarios, rodeado de los cadáveres de los enemigos que había despedazado. Seguía respirando, pero murió poco después debido a sus terribles heridas. Siguiendo órdenes de Híbrida, su cabeza fue enviada a Roma dentro de un barreño con hielo y exhibida en el Senado. Sin embargo, Cicerón, que había abandonado el consulado unos días antes, se negó a mirarla. Así concluyó la conspiración de Lucio Sergio Catilina.