X

El juicio del cónsul electo, Licinio Murena, acusado de fraude electoral, empezó en los idus de noviembre y estaba previsto que durara un par de semanas. Servio y Catón representaban a la acusación; Hortensio, Cicerón y Craso, a la defensa. Fue un caso imponente, se celebró en el foro con un jurado formado por casi novecientas personas: senadores, caballeros y ciudadanos respetables a partes iguales; demasiados miembros para que el jurado pudiera ser sobornado, por eso mismo eran tantos, pero al mismo tiempo eso dificultaba predecir qué votarían. La acusación presentó un caso muy bien documentado. Servio, que había reunido multitud de pruebas de los sobornos de Murena, las presentó con su árido estilo legalista e insistió en la traición a su amistad cometida por Cicerón al defender a los acusados. Catón adoptó la línea estoica y cargó contra la corrupción reinante en una época en la que un cargo podía comprarse con fiestas y juegos.

—¿Acaso no buscaste —tronó mirando a Murena— el poder supremo, la máxima autoridad, el gobierno de la República complaciendo a los sentidos de los votantes, encandilando sus mentes y ofreciéndoles sin cesar todo tipo de placeres?¿Creías que estabas pidiendo trabajo de proxeneta a una pandilla de jóvenes degenerados o permiso para gobernar el mundo a los romanos?

A Murena aquello no le hizo ninguna gracia, y el joven Clodio, que había sido su jefe de campaña y se sentaba a su lado día tras día, tuvo que calmarlo e intentó sacarlo de su abatimiento con comentarios de ánimo. En cuanto al plantel de su defensa, lo cierto es que Murena no habría podido pedir nada mejor. Hortensio, que aún se dolía de su derrota en el juicio de Rabirio, estaba decidido a demostrar que todavía era capaz de dominar un estrado y se apuntó unos cuantos tantos a costa de Servio. Ciertamente, Craso no era un abogado brillante, pero su mera presencia en el banquillo de la defensa imponía. En cuanto a Cicerón, se reservaba para el último día del juicio, cuando haría su exposición final ante el jurado.

Durante toda la vista del juicio permaneció sentado en la rostra, leyendo y escribiendo; solo muy de vez en cuando levantaba la vista y fingía que lo que acababa de decirse le sorprendía o le divertía. Yo estaba en cuclillas tras él, entregándole documentos y recibiendo instrucciones que poco tenían que ver con el caso, pues Cicerón, además de tener que asistir todos los días al juicio, era prácticamente la única autoridad en Roma y estaba metido hasta las cejas en su gobierno. De todos los rincones de la península —desde la punta de la bota hasta la rodilla— llegaban informes de disturbios. Celer estaba muy ocupado arrestando descontentos en Piceno. Corrían incluso rumores de que Catilina estaba a punto de dar el paso definitivo y reclutar esclavos para su ejército rebelde a cambio de prometerles la libertad. Y si eso ocurría, la nación no tardaría en ser pasto de las llamas. Se hizo necesario reclutar más tropas, y Cicerón convenció a Híbrida para que se pusiera al mando de un nuevo ejército. En parte, lo hizo para dar una apariencia de unidad, pero sobre todo para que Híbrida saliera de la ciudad, pues seguía sin estar seguro de la lealtad de su colega y no deseaba tenerlo en Roma si Sura y sus secuaces decidían tomar la iniciativa. A mí me pareció que poner al mando de un ejército a un hombre de poca confianza era una locura, pero Cicerón no estaba loco. Como segundo de Híbrida nombró a un senador con treinta años de experiencia militar, Marco Petreyo, y le entregó órdenes selladas que solo debía abrir en caso de que las tropas entraran en guerra.

Cuando llegó el invierno, la República parecía a punto de derrumbarse. En una asamblea pública, Metelo Nepos lanzó un ataque furibundo a la labor consular de Cicerón y lo acusó de todo lo que se le ocurrió: de dictador, de debilidad, de cobardía, de complacencia y de incompetencia. «¿Cuánto tiempo más tendrá que verse el pueblo de Roma privado de los servicios del único hombre que puede sacarlo de su desdichada situación, Cneo Pompeyo, justamente llamado "el Grande"?» Cicerón no asistió a la asamblea, pero fue informado con detalle de todo lo que se dijo en ella.

Poco antes de que concluyera el juicio contra Murena —el primer día de diciembre, si no recuerdo mal—, Cicerón recibió la temprana visita de Sanga. El senador apareció echando chispas por los ojos, y con razón, pues era portador de turbulentas noticias. Los galos habían hecho lo que les había pedido y se habían puesto en contacto con Umbreno, el liberto de Sura, en el foro. Su conversación había sido del todo natural y amistosa. Los galos soltaron su cantinela, maldijeron al Senado y se mostraron de acuerdo con las palabras de Catilina: la muerte era preferible a llevar una vida de esclavos. Al oír aquello, Umbreno les propuso que siguieran hablando en privado y los llevó a casa de Décimo Bruto, cerca de allí. Bruto, un aristócrata que había sido cónsul unos diez años antes, no tenía nada que ver con la conspiración, pero su esposa, mujer astuta y sensual, había sido una de las muchas amantes de Catilina, y de ella partió la sugerencia de que hicieran causa común. Umbreno fue a buscar a los cabecillas de la rebelión y regresó con el caballero Capitón, quien, tras explicar a los galos que la sublevación podía estallar en la ciudad en cualquier momento, les hizo jurar que guardarían el secreto. Tan pronto como Catilina y los rebeldes estuvieran cerca de Roma, el nuevo tribuno electo, Bestia, convocaría una asamblea pública en la que pediría que Cicerón fuera detenido. Esa sería la señal para el levantamiento generalizado. Capitón y otro caballero llamado Estatilio, al frente de un nutrido grupo de incendiarios, recorrerían la ciudad para provocar incendios en una docena de lugares. Cuando se desencadenara el pánico, el joven senador Cetego encabezaría la partida de asesinos que se había presentado voluntaria para asesinar a Cicerón; otros se encargarían de dar muerte a las demás víctimas que tenían asignadas. Muchos jóvenes matarían a sus padres; el edificio del Senado sería tomado por la fuerza.

—¿Y cómo respondieron los galos?—preguntó Cicerón.

—Siguiendo mis instrucciones, pidieron una lista de las personas que apoyaban la conspiración para tener una idea más clara de sus posibilidades de éxito. —Sanga sacó una tablilla de cera llena de nombres escritos con letra diminuta—. Sura, Longino, Bestia, Sula…

—A todos esos ya los conocemos —lo interrumpió Cicerón, pero Sanga levantó la mano y siguió.

—… César, Híbrida, Craso, Nepos…

—No puede ser verdad. —Cicerón cogió la tablilla y leyó la lista completa—. Pretenden parecer más fuertes de lo que son en realidad.

—Sobre eso no puedo opinar. Lo único que puedo decirte es que estos son los nombres que Capitón proporcionó.

—¿Un cónsul, el sumo sacerdote, un tribuno y el hombre más rico de Roma, que ya ha denunciado esta conspiración? No me lo creo. —Aun así, Cicerón me tendió la tablilla—. Cópiala —me ordenó, y luego meneó la cabeza—. Vaya, vaya… ten cuidado con lo que preguntas, no sea que te lleves una respuesta desagradable. —Esa era una de sus máximas preferidas en los tribunales.

—¿Qué debo decirles a los galos?—preguntó Sanga.

—Si esa lista es verdad, ¡yo les aconsejaría que se sumaran a la conspiración! ¿Cuándo tuvo lugar esta reunión?

—Ayer.

—¿Y cuando se verán de nuevo?

—Hoy.

—Está claro que tienen prisa.

—A los galos les dio la impresión de que el asunto puede hacerse realidad en cuestión de días.

Cicerón calló y se sumió en sus pensamientos.

—Diles que pidan una prueba escrita de la implicación de tantos de esos hombres como puedan: cartas, con el sello personal de cada uno, para que puedan llevárselas y mostrarlas a sus compatriotas.

—¿Y si los conspiradores se niegan?

—Entonces los galos deben decir que su tribu no puede lanzarse a una guerra contra Roma sin contar con pruebas irrefutables.

Sanga asintió.

—De acuerdo —dijo—, pero me temo que mi participación en este asunto acaba aquí.

—¿Por qué?

—Porque quedarse en Roma empieza a ser demasiado peligroso.

Como último favor, accedió a volver con la respuesta de los conspiradores tan pronto como los galos la recibieran. Después de eso se marcharía. Entretanto, Cicerón no tuvo más remedio que asistir de nuevo al juicio contra Murena. Sentado en el banco de la defensa, junto a Hortensio, aparentaba estar tranquilo, pero yo me di cuenta de que de vez en cuando desviaba la mirada hacia César —que era uno de los jurados—, hacia Sura —que estaba sentado con los pretores—, y por último y más a menudo hacia Craso, que estaba dos sitios más allá, en el mismo banco. En esos momentos debía de sentirse muy solo; me fijé que en su cabello habían aparecido las primeras canas y que tenía profundas y oscuras bolsas bajo los ojos. Aquella crisis lo estaba avejentando. Llegada la séptima hora, Catón acabó las conclusiones finales de la acusación, y el juez, que se llamaba Cosconio, preguntó a Cicerón si deseaba presentar las de la defensa. La pregunta pareció pillarlo por sorpresa; tras unos instantes rebuscando en sus documentos, se levantó y solicitó el aplazamiento de la vista hasta el día siguiente para poder poner en orden sus ideas. Cosconio lo miró con aire irritado, pero reconoció que se estaba haciendo tarde y accedió a la petición. Las conclusiones del juicio contra Murena quedaron pospuestas.

Volvimos a casa a toda prisa, rodeados por el ya habitual cinturón de guardaespaldas y lictores, pero allí no había señales de Sanga ni ningún mensaje suyo. Cicerón fue a su estudio sin decir palabra y se sentó; con los codos apoyados en su escritorio, se masajeaba las sienes con los pulgares mientras contemplaba los documentos que tenía ante sí, como si a fuerza de frotar pudiera meterse en la cabeza las palabras del discurso que pronunciaría al día siguiente. Yo nunca había sentido tanta pena por él. Pero cuando me acerqué para ofrecerle mi ayuda, agitó la mano, ni siquiera levantó la cabeza, y me indicó sin necesidad de palabras que me marchara. Esa noche no volví a verlo. Sin embargo, Terencia me llamó en privado para comentarme su preocupación por la salud del cónsul. Me dijo que no comía ni dormía como es debido. Incluso había dejado de hacer los ejercicios matutinos que practicaba desde joven. Me sorprendió que Terencia se confiara a mí de ese modo, pues lo cierto era que yo nunca le había agradado demasiado; sin embargo, descargó en mí buena parte de la frustración que sentía por causa de su marido. Yo era quien pasaba la mayor parte del tiempo con él, quien interrumpía los raros momentos de asueto que disfrutaban juntos llevándole montones de cartas y mensajes. Aun así, por una vez me habló cortésmente, casi como a un amigo.

—Debes intentar razonar con él —me pidió—. A veces tengo la impresión de que eres la única persona a la que escucha, mientras que yo lo único que puedo hacer es rezar por él.

Cuando a la mañana siguiente seguíamos sin tener noticias de Sanga, empecé a temer que Cicerón estuviera demasiado nervioso para pronunciar su discurso. Recordando los ruegos de Terencia, me atreví incluso a proponerle que solicitara un nuevo aplazamiento.

—¿Estás loco?—me espetó—. No es momento de mostrar debilidad. Me las arreglaré. Como siempre.

A pesar de esa bravata, nunca lo había visto temblar tanto antes de un discurso ni empezar con voz tan inaudible. Grandes masas de nubes recorrían el cielo de Roma y descargaban ocasionales rociones por el valle; aun así, el foro estaba abarrotado. Pero resultó que Cicerón salpicó su discurso con grandes cantidades de un humor sorprendente, contrastando memorablemente las declaraciones de Servio y Murena para obtener el consulado.

—Tú te levantas antes del amanecer para reunir a tus clientes —le dijo a Servio—; él, para reunir a su ejército. A ti te despierta el canto de los gallos; a él, el sonido de las trompetas. Tú preparas un formulario de procedimiento; él, una línea de batalla. Él sabe mantener a raya al enemigo; tú, la lluvia. Él se ha dedicado a ampliar nuestras fronteras; tú, a definirlas.

Al jurado le gustó aquello, y aún se rió más cuando Cicerón se burló de Catón y su rígida filosofa.

—Tened por seguro que las cualidades sobrehumanas que hemos visto en Catón son innatas; sus fallos no se deben a la naturaleza sino a su maestro. Hubo un hombre de extraordinario genio llamado Zenón cuyos discípulos se conocen como «estoicos». He aquí algunos de sus preceptos: el hombre sabio nunca se deja conmover por un favor y nunca perdona los errores ajenos; solo los tontos sienten piedad; todas las faltas son iguales, matar un pollo es igual de grave que estrangular a tu padre; el hombre sabio nunca hace, nunca lamenta nada, nunca se equivoca y nunca cambia de parecer. Por desgracia, Catón ha adoptado esta doctrina no como un tema de conversación sino como una forma de vida.

—¡Qué gracioso es nuestro cónsul! —gritó Catón, pero Cicerón aún no había terminado.

—Aun así, debo admitir que cuando yo era más joven también me interesé por la filosofa. Sin embargo, mis maestros fueron Platón y Aristóteles. Ellos no se basan en premisas propias de violentos o extremistas. Dicen que a veces el favor puede influir en el hombre sabio; que un buen hombre puede sentir piedad; que hay distintos grados de maldad y de castigo; que a menudo el hombre sabio, cuando no conoce los hechos, hace conjeturas, y a veces se enfada y a veces perdona y a veces cambia de opinión, y que toda virtud se ve salvada del exceso por la llamada maldad. Si hubieras estudiado a esos maestros, Catón, no serías mejor ni más valiente, pues eso es imposible, pero sí serías un poco más agradable.

»Dices que el interés público te ha llevado a plantear esta demanda. No lo dudo. Pero como nunca te paras a pensar, te equivocas. Defiendo a Lucio Murena no por amistad, sino por el bien de la paz, la tranquilidad, la unidad, la libertad y por nuestra supervivencia; en pocas palabras, por la vida de todos nosotros. Escuchad, señores —dijo volviéndose hacia el jurado—, escuchad a un cónsul que pasa sus días y sus noches pensando en la República. Es de vital importancia que a primeros de enero haya dos nuevos cónsules al frente del Estado. Entre nosotros hay gente que ha hecho planes para destruir esta ciudad, matar a sus ciudadanos y arrasar el nombre de Roma. Os prevengo. Mi consulado está llegando a sus últimos días. No apartéis de mí al hombre cuya vigilancia sucederá a la mía. —Apoyó las manos .en los hombros de Murena—. No apartéis al hombre al que deseo entregar la República aún intacta para que la defienda de los mortales peligros que la acechan.

Habló durante tres horas, de vez en cuando hacía una pausa para beber un sorbo de vino aguado o para enjugarse la lluvia de la cara. Su exposición iba adquiriendo fuerza a medida que el discurso avanzaba; pensé en un pez poderoso y elegante que ha sido devuelto al mar —inerte, panza arriba— y que de pronto; sabiéndose de nuevo en su medio, revive con un vigoroso coletazo. De igual modo, Cicerón sacaba fuerzas en el hecho mismo de hablar y, cuando acabó, lo hizo entre los enfervorecidos aplausos no solo de la multitud sino también del jurado. Fue un buen augurio, porque cuando se contaron los votos, Murena fue absuelto por una mayoría amplísima. Catón y Servio, abatidos, se marcharon inmediatamente. Cicerón permaneció en la rostra el tiempo suficiente para felicitar al cónsul electo y recibir las felicitaciones de Hortensio, de Clodio e incluso de Craso. Luego, nos volvimos a casa.

En cuanto enfilamos la calle vimos un lujoso carruaje junto a la puerta de casa. Al acercarnos advertimos que estaba abarrotado de objetos de plata, estatuas, alfombras y pinturas. Tras él había un carro cargado de forma parecida. Cicerón se acercó corriendo. Sanga nos esperaba dentro de casa, tras la puerta principal; tenía el rostro más gris que una ostra.

—¿Y bien?—preguntó Cicerón.

—Los conspiradores han escrito las cartas.

—¡Estupendo! —exclamó Cicerón batiendo palmas—. ¿Las has traído contigo?

—Un momento, cónsul. Hay algo más. Los galos no tienen todavía las cartas. Les han dicho que vayan a medianoche a la puerta Fontinalia y que estén listos para salir de la ciudad. Allí los recibirá una escolta, que será quien les entregará las cartas.

—¿Y para qué necesitan una escolta?

—Los llevará a ver a Catilina, y del campamento de Catilina partirán directamente a Galia.

—¡Por todos los dioses! ¡Si conseguimos hacernos con esas cartas, los tendremos por fin en nuestras manos! —Cicerón empezó a caminar arriba y abajo del pasillo—. Debemos tenderles una emboscada —me dijo— y pillarlos con las manos en la masa. Manda buscar a Quinto y a Ático.

—Necesitamos soldados —objeté—, y un hombre experimentado que los dirija.

—Tiene que ser alguien en quien confiemos plenamente.

Saqué mis tablillas y el punzón.

—¿Qué te parecen Flaco o Pomptino?

Eran pretores con larga experiencia en las legiones, y ambos habían demostrado firmeza durante la crisis.

—Bien. Hazlos venir sin demora.

—¿Y qué hay de los soldados?

—Podríamos utilizar esa centuria de Reata. Siguen en sus barracones. Pero no hay que decirles ni una palabra sobre la misión. Todavía no.

Llamó a Sosisteo y a Laureo y les dio rápidamente las instrucciones oportunas. Luego se volvió para decir algo a Sanga, pero el pasillo estaba desierto, la puerta principal, abierta, y la calle, desierta. El senador se había ido.

Quinto y Ático llegaron al cabo de una hora y poco después se presentaron los pretores, perplejos por la urgencia de la llamada. Sin entrar en detalles, Cicerón les explicó simplemente que le habían informado de que una delegación de galos saldría de la ciudad a medianoche, acompañada por una escolta, y que tenía motivos para creer que iban a reunirse con Catilina para entregarle documentos comprometedores.

—Tenemos que detenerlos como sea, pero al mismo tiempo debemos dejar que se alejen lo bastante de la ciudad para que nadie dude de que se han marchado.

—Por mi experiencia, una emboscada nocturna siempre es más complicada de lo que parece —comentó Quinto—. En la oscuridad, algunos conseguirán escapar y llevarse los documentos con ellos. ¿Estás seguro de que no podemos arrebatárselos simplemente en la puerta?

Pero Flaco, que era un soldado de la vieja escuela y había servido al mando de Isáurico, dijo enseguida:

—¡Tonterías! No sé en qué ejército has servido, pero no tiene por qué haber ninguna dificultad. En realidad, conozco el sitio perfecto. Si salen por la vía Flaminia, tendrán que cruzar el Tíber por el puente Mulvio. Allí les tenderemos la emboscada. Cuando se hallen en mitad del puente no tendrán escapatoria, a menos que estén dispuestos a lanzarse al río y morir ahogados.

Quinto parecía ofendido, y a partir de ese momento se lavó las manos de cualquier aspecto relacionado con la operación, hasta tal punto que, cuando Cicerón sugirió que se uniera a Flaco y Pomptino en el puente, contestó malhumorado que su consejo era del todo innecesario.

—En ese caso tendré que ir personalmente —dijo Cicerón, pero todo el mundo protestó alegando que no era seguro—. Pues tendrá que ir Tiro —concluyó, y al ver mi cara de espanto añadió—: Tiene que ir alguien que no sea un soldado. Necesitaré un testimonio escrito por un testigo para poder presentarlo mañana al Senado, y Flaco y Pomptino estarán demasiado ocupados dirigiendo la emboscada.

—¿Y Ático?—sugerí. Ahora comprendo que fue una impertinencia por mi parte, pero por suerte Cicerón estaba demasiado preocupado para darse cuenta.

—Se ocupará de mi seguridad en Roma, como siempre. —Ático me miró y se encogió de hombros a modo de disculpa—.Y tú, Tiro, asegúrate de anotar todo lo que dicen y, por encima de todo, ¡consigue esas cartas con los sellos intactos!

Partimos a caballo después de que oscureciera: los dos pretores, sus ocho lictores, otros cuatro guardias y, por último y a regañadientes, quien esto escribe. Para colmo, yo era un pésimo jinete. Iba dando saltos en mi silla mientras el estuche porta–documentos que llevaba colgando me golpeaba en la espalda. Cruzamos las calles adoquinadas de la ciudad y salimos por la puerta a tal velocidad que tuve que sujetarme a las crines de mi montura para no caerme. Afortunadamente, era un animal sufrido, especialmente reservado para las mujeres y los idiotas, y cuando el camino inició el descenso hacia la llanura, siguió por él sin necesidad de que yo lo guiara, de manera que pudimos mantener el ritmo de los caballos que nos precedían.

Era una de esas noches en que el cielo es una aventura en sí mismo; una luna brillante corría entre inmóviles océanos de nubes plateadas. Bajo aquella celestial odisea, las tumbas que bordeaban la vía Flaminia destellaban en silencio, como en una tormenta eléctrica. Seguimos trotando a buen ritmo hasta que, al cabo de unas dos millas, llegamos al río. Nos detuvimos y aguzamos el oído. En la oscuridad oí el fluir del agua y a lo lejos pude distinguir los tejados de un par de casas y las siluetas de algunos árboles contra el cielo. De algún lugar cercano surgió una voz masculina que pidió una contraseña. Los pretores contestaron «¡Emilio Escauro!», y de repente, de las cunetas de ambos lados del camino, surgieron los hombres de la centuria de Reate con los rostros tiznados de hollín y barro. Los pretores dividieron rápidamente aquella fuerza en dos. Pomptino y sus hombres permanecieron donde estaban, mientras que Flaco se llevó cuarenta legionarios a la orilla opuesta. Por alguna razón, me pareció más seguro ir con Flaco, de modo que lo seguí hasta el otro lado del puente. En ese tramo el río era ancho y poco profundo, y sus aguas bajaban con fuerza a través de rocas grandes y planas. Me asomé por encima del parapeto del puente, justo donde la corriente se estrellaba contra los pilares, doce metros por debajo, y comprendí que aquel puente constituía una trampa natural, pues saltar para intentar huir habría sido un suicidio.

En la casa de la otra orilla dormía una familia. Al principio no nos dejaron entrar, pero cuando Flaco amenazó con echar la puerta abajo, enseguida la abrieron. Estaba tan enfadado que encerró a toda la familia en la bodega. Desde la habitación del piso de arriba teníamos una vista despejada de la carretera, de modo que nos instalamos allí a esperar. El plan consistía en que los viajeros procedentes de cualquier dirección, se adentrarían en el puente y cuando llegaran al otro extremo, los detendríamos, los interrogaríamos y luego los dejaríamos proseguir. Pasaron largas horas y no apareció ni un alma. En mi interior empezó a cobrar fuerza la convicción de que nos habían engañado. O esa noche no había ninguna partida de galos, o ya habían salido, o habían elegido otra ruta. Compartí mis dudas con Flaco, pero él se limitó a menear su canosa cabeza.

—Vendrán —afirmó, y cuando le pregunté por qué estaba tan seguro, contestó—: Porque los dioses protegen Roma.

Dicho lo cual, entrelazó sus grandes manos sobre su prominente tripa y se durmió.

Creo que yo también me dormí. En cualquier caso, lo siguiente que recuerdo fue una mano en mi hombro y una voz que me susurraba al oído que había gente en el puente. Agucé la vista para ver en la oscuridad y oí el sonido de los cascos de los caballos antes de que distinguiera la silueta de los jinetes. Me parecieron cinco, diez hombres, quizá más, cruzando al paso.

—¡Son ellos! —me dijo Flaco, que se puso el casco y, con una agilidad sorprendente para alguien de su corpulencia, corrió escalera abajo y salió. Cuando eché a correr tras él, oí silbatos y trompetas, y los legionarios, con las espadas desenvainadas y algunos llevando antorchas, se precipitaron hacia el puente. Los caballos que se acercaban relincharon y se detuvieron. Uno de los jinetes gritó que tendrían que abrirse paso por la fuerza y, acto seguido, espoleó su montura y cargó contra nuestras líneas —directamente hacia donde yo estaba— asestando tajos a diestro y siniestro con su espada. Alguien que se hallaba cerca de mí alargó el brazo para arrebatarle las riendas y, para mi espanto, una mano limpiamente cortada aterrizó a mis pies. El mutilado gritó, y el jinete, comprendiendo que se enfrentaba a una fuerza demasiado numerosa para abrirse paso, dio media vuelta a su caballo y galopó en dirección contraria mientras gritaba a los demás que lo siguieran en su intento de regresar a Roma. Sin embargo, Pomptino y sus hombres ya habían bloqueado el otro lado del puente. Veíamos sus antorchas y oíamos sus gritos. Todos corrimos tras los galos, incluso yo; en mi deseo de hacerme con aquellas cartas antes de que acabaran en el río, había olvidado por completo mi miedo.

Cuando llegamos a la parte media del puente, la lucha casi había terminado. Los galos, a los que era fácil distinguir por sus largas cabelleras y sus barbas, además de por sus curiosos atuendos, habían arrojado las armas y estaban desmontando. Daba la impresión de que contaban con que se produciría algún tipo de emboscada. Únicamente el impetuoso jinete seguía a lomos de su caballo y urgía a sus compañeros a que opusieran resistencia. Sin embargo, resultó que eran esclavos sin ninguna razón para combatir: sabían que bastaba que levantaran la mano contra un ciudadano romano para que los castigaran con la crucifixión. Se rindieron uno tras otro. Al final, también su líder arrojó su ensangrentada espada. Entonces vi que se inclinaba y desanudaba a toda prisa las cintas de sus alforjas, y tuve la inesperada presencia de ánimo para correr y sujetar la bolsa. Era joven y fuerte y a punto estuvo de lograr arrojarlas al río, seguramente lo habría conseguido de no ser porque otras manos lo agarraron y lo obligaron a bajar del caballo. Supongo que quienes lo hicieron eran amigos del soldado al que había cortado la mano, porque le dieron una buena paliza antes de que Flaco interviniera y les dijera que lo dejaran en paz. Lo levantaron tirándole del cabello, y Pomptino, que lo conocía, lo identificó como Tito Volturcio, un caballero de la ciudad de Croton. Entretanto, llamé a un soldado para que se acercara con su antorcha y rebusqué en las alforjas. Dentro había seis cartas, todas lacradas.

En el acto envié un mensajero para que comunicara a Cicerón que la emboscada había dado fruto. Luego, cuando tuvimos a todos los prisioneros maniatados —salvo a los galos, que fueron tratados con el respeto debido a unos embajadores extranjeros—, emprendimos el viaje de regreso a Roma.

Entramos en la ciudad justo antes del amanecer. Había poca gente por la calle, pero todos se detuvieron para ver pasar nuestra siniestra columna mientras cruzábamos el foro y subíamos por la colina hacia la casa de Cicerón. Dejamos a los prisioneros en la calle, fuertemente custodiados, y el cónsul nos recibió acompañado por Quinto y Ático. Escuchó el relato de los pretores, les dio efusivamente las gracias y, a continuación, pidió ver a Volturcio. El joven entró medio a rastras medio a empujones, magullado y asustado, y de inmediato soltó una historia absurda; dijo que Umbreno le había pedido que condujera a los galos fuera de la ciudad y que, en el último momento, le había entregado un fajo de cartas para que las llevara, pero que ignoraba su contenido.

—Entonces, ¿por qué opusiste tanta resistencia en el puente?—le preguntó Pomptino.

—Pensé que erais salteadores.

—¿Salteadores con el uniforme de legionario?¿Salteadores bajo el mando de pretores?

—Llevaos a este canalla. —ordenó Cicerón—. Y no volváis a traerlo hasta que esté dispuesto a decir la verdad.

Cuando se llevaron a rastras al prisionero, Flaco comentó:

—Debemos actuar con celeridad antes de que las noticias se extiendan por toda Roma.

—Tienes razón —convino Cicerón, que a continuación pidió ver las cartas.

Las examinamos juntos. Dos de ellas eran del pretor urbano Sura, las reconocí fácilmente porque su sello incluía el retrato de su abuelo, que había sido cónsul un siglo antes. Identificamos las otras cuatro a partir de la lista con los nombres que teníamos; eran del joven senador Cornelio Cetego y de los caballeros Capitón, Estatilio y Cepario. Entretanto, los pretores nos miraban con impaciencia.

—Tiene que haber alguna forma de arreglar esto —dijo Pomptino—. ¿Por qué no abrimos las cartas?

—Eso sería manipular pruebas —contestó Cicerón, que seguía examinándolas.

—Con el debido respeto, cónsul —gruñó Flaco—, pero estamos perdiendo el tiempo.

Ahora comprendo que eso era precisamente lo que Cicerón pretendía. Comprendía lo delicada que sería su situación si le llegaba el momento de decidir la suerte de los conspiradores; de hecho, les estaba dando una última oportunidad de huir. Prefería que el ejército diera cuenta de ellos en la batalla. Sin embargo, no podía postergar su decisión eternamente, de modo que al final dio orden de que fuéramos a buscarlos.

—Decidles simplemente que al cónsul le gustaría tener la oportunidad de aclarar algunos asuntos y que les agradecería que vinieran a verme.

A los dos pretores les pareció una muestra de debilidad, pero obedecieron. Yo fui enviado con Flaco a casa de Sura y Cetego, que vivían en el Palatino, mientras que Pomptino fue en busca de los demás. Recuerdo cuán raro me resultó acercarme a la mansión ancestral de Sura y descubrir que en ella la vida seguía transcurriendo con total normalidad. No había huido, al contrario. Sus clientes aguardaban para verlo en las salas de espera. Cuando se enteró de que habíamos llegado, envió a su hijastro, Marco Antonio, para que averiguara qué queríamos. En aquella época, Antonio acababa de cumplir veinte años y era muy alto y fuerte, lucía una perilla muy de moda y tenía la cara llena de granos. Era la primera vez que lo veía; desearía acordarme de más cosas de ese encuentro, pero me temo que lo único que recuerdo son sus espinillas. Dio media vuelta y se fue a comunicar nuestro mensaje a su padrastro. Al poco regresó para decirnos que Sura iría a ver al cónsul cuando hubiera acabado sus obligaciones matinales.

En casa de Cayo Cetego, aquel joven e impulsivo patricio que, al igual que Sura, era miembro del clan de los Cornelio, ocurrió lo mismo. Los demandantes hacían cola ante su casa para verlo, pero al menos él tuvo el detalle de salir al atrio para recibirnos en persona. Miró a Flaco de arriba abajo, como si fuera un perro abandonado, escuchó lo que este le dijo y contestó que, aunque no tenía por costumbre acudir corriendo cuando lo llamaban, por respeto al cargo, ya que no al hombre, iría a casa del cónsul lo antes posible.

Volvimos con Cicerón, que se quedó perplejo al saber que los dos senadores seguían en Roma.

—¿En qué estarán pensando?—me murmuró.

Resultó que solo uno de los cinco —Cepario, un caballero originario de Terracina— había huido de la ciudad. El resto, convencidos de que eran intocables, llegó por separado a casa de Cicerón a lo largo de la hora siguiente. A menudo me he preguntado en qué momento se dieron cuenta del grave error de cálculo que habían cometido. ¿Cuando llegaron a la calle donde vivía Cicerón y la vieron abarrotada de legionarios, prisioneros y curiosos?¿Cuando entraron y vieron que no solo los esperaba Cicerón, sino también los dos cónsules electos, Murena y Silano, junto a los principales líderes del Senado, como Cátulo, Isáurico, Hortensio, Lúculo y varios más, a los que mi señor había mandado llamar para que fueran testigos de la situación?¿Quizá cuando vieron sus cartas, expuestas encima de la mesa, con los sellos intactos, y que la delegación gala había sido acogida en la sala contigua con la ceremonia debida a unos invitados de honor?¿O cuando Volturcio cambió bruscamente de opinión y decidió testificar contra ellos a cambio del perdón? Imagino que fue algo parecido a la sensación de ahogarse… la súbita comprensión de que se habían aventurado donde no hacían pie y que, a cada momento que pasaba, se alejaban más y más de la orilla. Solo cuando Volturcio acusó a Cetego a la cara de haber alardeado de que mataría a Cicerón y acto seguido asaltaría el Senado, el senador se levantó, furioso, y declaró que no estaba dispuesto a seguir allí escuchando aquello ni un minuto más. Pero dos legionarios de Reate le bloquearon el paso y lo devolvieron a la fuerza a su silla.

Cicerón se volvió entonces hacia su nuevo testigo estrella.

—¿Y qué me dices de Léntulo Sura?¿Cuáles fueron exactamente sus palabras?

—Dijo que los Libros sibilinos habían profetizado que algún día Roma sería gobernada por tres miembros de la familia Cornelio, que Cina y Sula habían sido los dos primeros, que a él le correspondía ser el tercero y que no tardaría en ser el amo de la ciudad.

—¿Es eso verdad, Sura?—preguntó Cicerón, pero el senador no contestó, se limitaba a mirar al frente, parpadeando muy rápido. Cicerón suspiró—. Hace una hora podrías haber salido de la ciudad sin que nadie te lo impidiera. Ahora, en cambio, yo mismo sería tan culpable como tú si me atreviera a dejarte marchar.

Llamó a los legionarios apostados en el atrio y se situaron por parejas detrás de los conspiradores.

—¡Abramos las cartas de Sura! —gritó Cátulo, que no podía contener por más tiempo su furia ante semejante traición a la República por parte del descendiente de una de las seis familias fundadoras de Roma—. ¡Abramos las cartas y averigüemos hasta dónde estaba decidido a llegar este cerdo traidor!

—Todavía no —contestó Cicerón—. Lo haremos delante del Senado. —Se volvió y miró tristemente a los conspiradores que en ese momento eran sus prisioneros—. Pase lo que pase, no quiero que nadie pueda decir que he manipulado las pruebas o coaccionado a los testigos.

Era media mañana y paradójicamente, la casa se estaba llenando de flores y de verde en preparación de la ceremonia anual de la Buena Diosa que Terencia debía presidir en su condición de esposa del magistrado supremo. Mientras los esclavos acarreaban cestos con muérdago, mirto y rosas de invierno, Cicerón redactó un decreto por el que disponía que esa tarde el Senado se reuniría no en la cámara habitual sino en el templo de la Concordia, para que el espíritu de la diosa de la armonía nacional guiara sus deliberaciones. También dio órdenes para que una estatua de Júpiter, terminada recientemente y destinada al Capitolio, fuera instalada de inmediato en el foro, ante la rostra.

—Me rodearé de un círculo de deidades que me protejan —me dijo—. Cuando esto termine, es posible que necesite toda la protección que pueda procurarme. No olvides mis palabras.

Los cinco conspiradores permanecieron en el atrio, bajo estrecha vigilancia, mientras Cicerón iba a su estudio para interrogar a los galos. Su testimonio fue, si cabe, aún más incriminatorio que el de Volturcio, pues resultó que, antes de salir de la ciudad, la comitiva fue llevada a casa de Cetego, donde este les mostró las armas que deberían distribuirse tan pronto como se diera la señal para que comenzara la matanza. Una vez más, tuve que acompañar a Flaco para hacer inventario de aquel arsenal, que descubrimos en el tablinum, amontonado en cajas que llegaban hasta el techo. Las espadas y los cuchillos estaban por estrenar, tenían un curioso diseño curvado y extraños dibujos en las empuñaduras. Flaco dijo que parecían extranjeros. Yo pasé el dedo por la hoja de una espada. Estaba afilada como una navaja. Entonces caí en la cuenta, con un estremecimiento, de que con ella no solo habrían cortado el cuello de Cicerón, sino también el mío.

Cuando acabamos de inspeccionar las cajas y regresamos a casa de mi señor, era hora de salir hacia el Senado. Las habitaciones de abajo estaban adornadas con olorosas flores, y estaban entrando numerosas ánforas de vino de la calle. Fueran cuales fuesen los misterios que rodeaban la ceremonia de la Buena Diosa, no era para abstemios. Terencia llevó a su marido a un rincón y lo abrazó. No alcancé a oír lo que le dijo y tampoco lo intenté, pero sí vi que lo cogía del brazo con fuerza. A continuación nos marchamos al templo de la Concordia, rodeados de legionarios y con cada conspirador escoltado por alguien de rango consular. Todos parecían muy callados. Incluso Cetego había perdido su arrogancia. Ninguno de nosotros sabía qué podía esperar. Cuando entramos en el foro, Cicerón cogió a Sura de la mano en señal de respeto, pero el patricio parecía demasiado abrumado por los acontecimientos para darse cuenta siquiera. Yo caminaba detrás de ellos y cargaba con la caja que contenía las cartas. Lo que resultaba más sobrecogedor no era tanto la multitud —ni que decir tiene que prácticamente toda la población de Roma se había reunido en el foro para enterarse de qué estaba sucediendo— como su completo silencio.

El templo estaba rodeado por hombres armados. Los senadores que contemplaron con asombro la entrada de Cicerón llevando a Sura de la mano. Una vez dentro, los conspiradores fueron encerrados en un cuarto cerca de la entrada, mientras Cicerón se encaminaba al improvisado estrado; su silla curul había sido colocada bajo la estatua de la Concordia.

—Señores —empezó diciendo—, a primera hora de hoy, poco antes del amanecer, los valientes pretores Lucio Flaco y Cayo Pomptino, obedeciendo mis órdenes, y al frente de una centuria, han arrestado en el puente Mulvio a un grupo de jinetes que se dirigían a Etruria.

Nadie susurró ni carraspeó siquiera. Reinaba un silencio como yo no había visto nunca en el Senado, un silencio opresivo y cargado de miedo. Desde mi posición, podía ver a César y a Craso, que estaban inclinados hacia delante, escuchando con gran atención las palabras de Cicerón.

—Gracias a la lealtad de nuestros aliados —prosiguió mi señor—, los embajadores galos, horrorizados al oír lo que les proponían, tuve noticia de las traicioneras actividades de algunos de nuestros conciudadanos y pude tomar las precauciones necesarias.

Cuando el cónsul acabó su relato, que incluyó una descripción del plan para incendiar barrios enteros de la ciudad y asesinar a numerosos senadores y figuras ilustres, un rumor de indignación corrió por toda la sala.

—La pregunta que ahora se plantea es qué debemos hacer con semejantes canallas. Propongo que, como paso previo, examinemos las pruebas que tenemos contra ellos y escuchemos lo que tengan que decir en su propia defensa. ¡Que entren los testigos!

Los cuatro galos fueron los primeros en aparecer. Miraron asombrados las hileras de bancos llenas de senadores togados, cuyo aspecto era tan diferente al de ellos. Tito Volturcio entró a continuación; temblaba tanto que le costaba avanzar por el pasillo. Cuando hubieron ocupado todos su lugar, Cicerón gritó a Flaco, que se encontraba apostado junto a la puerta:

—¡Que pase el primero de los prisioneros!

—¿A quién deseas interrogar primero?—preguntó Flaco. —Al que tengas más a mano —contestó el cónsul con expresión grave.

Le tocó a Cetego, quien, escoltado por un par de legionarios, fue llevado hasta el fondo del templo, donde lo esperaba Cicerón. Al verse ante sus iguales, el joven senador recobró parte de su empuje y casi bajó con aire desafiante. Luego, cuando el cónsul le enseñó las cartas y le pidió que identificara cuál de ellas llevaba su sello, cogió una con la mayor naturalidad.

—Esta es mía, si no me equivoco.

—Dámela —ordenó Cicerón.

—Si insistes… —repuso Cetego entregándosela—. Pero debo decir que siempre he creído que leer el correo de otro es el colmo de la mala educación.

Cicerón hizo caso omiso del comentario, abrió la carta y la leyó en voz alta:

—«De Cayo Cornelio Cetego a Catugnato, jefe de los alóbrogues, ¡saludos! Mediante esta carta tienes mi palabra de que mis compañeros y yo mantendremos las promesas que hemos hecho a tus enviados y que si tu nación se alza contra la opresión de Roma no tendrá aliados más fieles que nosotros.»

Al oír aquello, la asamblea en pleno soltó un grito de indignación, pero Cicerón lo acalló con un gesto de la mano.

—¿Es esta tu letra?—preguntó a Cetego.

El joven senador, impresionado por aquella reacción, murmuró algo que no alcancé a oír.

—¿Es esta tu letra?—repitió Cicerón—. ¡Responde!

Cetego vaciló un momento, luego contestó con un hilo de voz:

—Sí.

—Muy bien, joven, está claro que hemos tenido maestros distintos, porque yo siempre he creído que el colmo de la mala educación no es leer el correo ajeno sino ¡conspirar contra la patria aliándose con una potencia extranjera! Esta mañana —prosiguió Cicerón mientras consultaba sus notas—, en tu casa, hemos descubierto un arsenal compuesto por más de un centenar de espadas y otras tantas dagas. ¿Qué tienes que decir en tu defensa?

—Colecciono armas… —empezó Cetego.

Tal vez trataba de hacerse el gracioso; en cualquier caso, fue un chiste sin gracia y también el último. El resto de sus palabras se perdieran entre un coro de indignadas protestas que surgieron de todos los rincones del templo.

—Ya hemos oído bastante —dijo Cicerón—. Tu culpabilidad no necesita más declaraciones. ¡Lleváoslo y traed al siguiente!

Cetego fue escoltado fuera —ya no parecía tan alegre—, y Estatilio ocupó su lugar.

Se repitió el mismo procedimiento: Estatilio identificó su sello, Cicerón abrió la carta y la leyó en voz alta (las palabras eran prácticamente las mismas que las empleadas por Cetego) y Estatilio confirmó que la letra era suya. Sin embargo, cuando le pidieron que se explicara, contestó que no había que tomarse en serio aquella carta.

—¿Que no hay que tomársela en serio?—repitió Cicerón, asombrado—. ¿No hay que tomarse en serio una invitación para que una tribu extranjera venga y asesine a hombres, mujeres y niños romanos?

Estatilio no pudo hacer otra cosa que bajar la cabeza.

Le llegó el turno a Capitón y el resultado fue el mismo. A continuación apareció Cepario, que ofrecía un aspecto lamentable. Había intentado escapar al amanecer, pero había sido capturado de camino hacia Apulia con mensajes para las tropas rebeldes. Su confesión fue la más abyecta. Al final, solo quedó Léntulo Sura, y fue un momento de enorme tensión. Debes recordar que Sura no solo era pretor urbano y, por tanto, el tercer magistrado de mayor autoridad en Roma, sino también ex cónsul, un hombre de la más distinguida apariencia y linaje. Cuando entró, miró con ojos implorantes a los colegas con los que había compartido asiento en la más alta asamblea de la República durante un cuarto de siglo, pero ninguno le devolvió la mirada. Con gran renuencia, identificó las últimas dos cartas; ambas llevaban su sello. La dirigida a los galos decía lo mismo que las anteriores. La última era para Catilina. Cicerón la abrió y leyó en voz alta:

—«Sabrás quién soy por el portador de este mensaje. ¡Sé hombre! Recuerda lo crítica que es tu posición. Considera lo que ahora debes hacer y reúne ayuda allí donde la encuentres… incluso entre lo más bajo de lo bajo.» —Cicerón mostró la carta a Sura—. ¿Es esta tu letra?

—Sí —contestó Sura con gran dignidad—, pero no hay en ella nada que pueda considerarse delito.

—Esta frase, «lo más bajo de lo bajo», ¿qué significa?

—Gente pobre…, pastores, aparceros y demás.

—¿No te parece una forma bastante arrogante de referirse a tus conciudadanos, especialmente en alguien que se autoproclama campeón de los pobres?—Cicerón se volvió hacia Volturcio y le preguntó—: Se suponía que debías entregar esta carta a Catilina en su cuartel general, ¿cierto?

Volturcio bajó la mirada.

—Así es.

—¿Qué quería decir Sura exactamente con esta frase, «lo más bajo de lo bajo»?¿Te lo dijo?

—Sí, cónsul, me lo dijo. Quería decir que Catilina debía alentar la sublevación de los esclavos.

Los gritos de furia con que fue recibida aquella declaración tuvieron una fuerza casi física. Alentar una sublevación de esclavos después de los estragos causados por Espartaco y sus seguidores era aún peor que aliarse con los galos.

—¡Dimisión! ¡Dimisión! ¡Dimisión! —coreó el Senado contra el pretor urbano.

Varios senadores cruzaron corriendo el templo y le desgarraron la toga bordada de púrpura. Sura cayó al suelo y desapareció momentáneamente bajo una multitud de agresores y guardias. Le arrancaron grandes jirones de su vestimenta y no tardó en encontrarse en ropa interior. Le sangraba la nariz, y tenía el cabello, siempre peinado y aceitado, totalmente revuelto. Cicerón pidió que le dieran una túnica nueva y, cuando se la entregaron, le ayudó a ponérsela.

Cuando por fin volvió a reinar algo parecido a la calma, sometió a votación si había que desposeer a Sura de su cargo. El Senado gritó un «¡Sí!» abrumador, lleno de significado: Sura había perdido su inmunidad. Mientras se enjugaba la sangre de la nariz, se lo llevaron y Cicerón prosiguió con el interrogatorio de Volturcio.

—Tenemos aquí a cinco conspiradores que por fin han sido desenmascarados, ya no pueden ocultarse a la mirada del pueblo. ¿Tienes conocimiento de que haya más?

—Los hay.

—¿Y cuáles son sus nombres?

—Antonio Peto, Servio Sula, Casio Longino, Marco Leca, Lucio Bestia…

Todos miraron alrededor para ver si alguno de los aludidos se hallaba presente; ninguno había acudido.

—La lista habitual —comentó Cicerón—. ¿Está de acuerdo la cámara en que esos hombres también deben ser detenidos?

—¡Sí! —fue la respuesta unánime.

Cicerón se volvió hacia Volturcio.

—¿Había más?

—Oí mencionar a otros.

—¿Puedes decirnos sus nombres?

Volturcio dudó y miró nervioso a su alrededor.

—Cayo Julio César —dijo en voz baja— y Marco Licinio Craso.

Se oyeron exclamaciones y silbidos de sorpresa. Tanto César como Craso negaron furiosamente con la cabeza.

—Pero no tienes ninguna prueba de su implicación, ¿verdad?

—No, cónsul. Solo rumores.

—Entonces, borra sus nombres del acta —me ordenó Cicerón—. Nos basaremos en hechos probados, señores —declaró, tuvo que alzar la voz para hacerse oír por encima de los murmullos de nerviosismo—, ¡en pruebas, no en simples especulaciones!

Pasó un momento hasta que pudo proseguir. César y Craso seguían meneando la cabeza y afirmando su inocencia con gestos exagerados hacia los senadores sentados alrededor de ellos. De vez en cuando se volvían para mirar a Cicerón, pero sus expresiones resultaban inescrutables. El templo era sombrío incluso en los días soleados, pero en ese momento la luz de esa tarde invernal se desvanecía y costaba distinguir los rostros más cercanos.

—¡Tengo una propuesta! —anunció Cicerón, batiendo palmas para recuperar la atención—. ¡Tengo una propuesta, señores! —El vocerío cesó—. Está claro que hoy no podemos decidir el destino de esos hombres. Así pues, deberán permanecer bajo la más estrecha vigilancia toda la noche, hasta que podamos acordar una línea de acción. Sin embargo, mantenerlos a todos en el mismo lugar estimularía algún intento de rescate. Por lo tanto propongo lo siguiente: que separemos a los prisioneros y que cada uno de ellos sea confiado a la custodia de un miembro distinto del Senado, concretamente a un hombre que tenga rango pretoriano. ¿Alguien tiene algo que objetar?—Hubo un silencio generalizado—. Muy bien. —Cicerón forzó la vista, el templo estaba cada vez más oscuro—. ¿Quién se presenta voluntario para este servicio?—Nadie alzó la mano—. Vamos, señores, no hay peligro alguno. Todos los prisioneros estarán vigilados. A ver, Quinto Cornificio —dijo al fin, señalando a un antiguo pretor de reputación intachable—, ¿serías tan amable de encargarte de Cetego?

Cornificio miró alrededor y se puso en pie.

—Si ese es tu deseo, cónsul… —contestó a regañadientes. —Y tú, Espinter, ¿te ocuparás de Sura?

Espinter se levantó.

—Sí, cónsul.

—Terencio, ¿serás tan amable de llevarte a Cepario?

—Si esa es la voluntad del Senado —repuso el aludido en tono sombrío.

Cicerón siguió buscando con la vista más custodios potenciales hasta que sus ojos se posaron en Craso.

—¡Craso! ¿Qué mejor manera de demostrar tu inocencia, no a mí que no necesito prueba alguna, sino a esos pocos que podrían tener dudas, que hacerte cargo de la custodia de Capitón? Y por la misma razón, César, tú que eres pretor electo, ¿no querrías llevarte a Estatilio a la residencia del sumo sacerdote?—Craso y César lo miraban boquiabiertos, pero ¿qué otra cosa podían hacer sino dar su consentimiento? Era una trampa. Negarse habría sido el equivalente a confesar su culpabilidad, lo mismo que permitir que los prisioneros escaparan—. Entonces queda decidido —declaró Cicerón—. Esta sesión se aplaza hasta que volvamos a reunirnos mañana.

—¡Un momento, cónsul! —dijo una voz aguda. Con un audible crujido de sus ancianas rodillas, Cátulo se puso en pie—. Caballeros, antes de que nos vayamos a pasar la noche a nuestros hogares y meditemos sobre la votación de mañana, creo que deberíamos reconocer que solo uno de nosotros ha sido consecuente en su política, ha sido sistemáticamente vilipendiado y, como los hechos lo han demostrado, ha sido también coherentemente sabio. Así pues, deseo proponer la siguiente moción: en reconocimiento a Marco Tulio Cicerón, por haber librado a Roma del incendio, a sus ciudadanos de una matanza y a Italia de una guerra, esta cámara declara tres días de agradecimiento público ante los altares de los dioses por habernos favorecido en tan difícil momento con tan gran cónsul.

Me quedé atónito. En cuanto a Cicerón, parecía sinceramente abrumado. Era la primera vez en la historia de la República que se proponían tres días de acción de gracias para alguien que no fuera un general victorioso. No fue necesario votar la propuesta. La cámara se levantó en una aclamación unánime. Solo un hombre permaneció inmóvil en su asiento, y ese fue César.