IX

Al día siguiente, Quinto fue a ver a Cicerón presa de un gran nerviosismo y llevando una copia de la carta que había sido colgada en la puerta de las oficinas de los tribunos. Iba dirigida a unos cuantos senadores eminentes, entre ellos Cátulo, César y Lépido, y estaba firmada por Catilina. Decía así:

Incapaz de enfrentarme a ese grupo de enemigos que me han perseguido con falsas acusaciones, he preferido exiliarme en Massilia. Parto no porque sea culpable de los abominables crímenes que me atribuyen, sino para preservar la paz en el Estado y para ahorrarle a la República el derramamiento de sangre que sin duda se produciría si luchara contra mi destino. Encomiendo mi mujer y mis hijos a vuestro cuidado, y mi honor, a vuestra memoria. ¡Adiós!

—¡Enhorabuena, hermano! —exclamó Quinto dando una palmada a Cicerón—. Has conseguido deshacerte de él.

—¿Tú crees que es cierto?

—Tan cierto como puede serlo. Esta mañana se le ha visto saliendo a caballo de la ciudad con unos cuantos compañeros. Su casa está cerrada y vacía.

Cicerón hizo una mueca de desagrado y se tiró del lóbulo de la oreja.

—A pesar de todo, me da mala espina.

Quinto, que había corrido colina arriba para comunicarle la buena noticia, se irritó ante la cautela de su hermano.

—Catilina se ha visto obligado a huir. Eso es casi como una confesión. Lo has derrotado.

Lentamente, a medida que fueron pasando los días sin que se tuvieran noticias de Catilina, pareció que Quinto tenía razón. Aun así, Cicerón se negó a relajar las medidas de seguridad en Roma y fue de un lugar a otro de la ciudad con más escolta aún que antes. Acompañado por una docena de hombres, se aventuró fuera de las murallas para ir a ver a Quinto Metelo, que todavía ostentaba imperium militar, y pedirle que se dirigiera al sur de Italia para tomar el control de la región de Apulia. El anciano protestó, pero Cicerón le aseguró que tras una misión como aquella tendría un triunfo asegurado, y Metelo —sospecho que contento de tener algo en que ocuparse–partió sin demora. Otro antiguo cónsul que también aspiraba a su triunfo, Marcio Rex, se dirigió hacia el norte, a Fesulae. El pretor Quinto Pompeyo Rufo, que gozaba de la confianza de Cicerón, recibió orden de dirigirse a Capua para reclutar hombres. Entretanto, Metelo Celer siguió reuniendo hombres en Miceno.

Mientras todo eso sucedía, el líder rebelde, Manlio, envió un mensaje al Senado:

A los dioses y los hombres ponemos por testigos de que nuestra intención al tomar las armas no era atacar nuestra nación ni poner en peligro otras, sino protegernos del mal. No somos más que pobres infelices necesitados. La crueldad de los prestamistas ha dejado a la mayoría de nosotros sin casa, y todos hemos perdido nuestra fortuna y nuestro honor.

A continuación exigía que todas las deudas contraídas en plata (como lo eran la mayoría de las deudas) pudieran saldarse en cobre, lo que supondría una reducción de tres cuartas partes del total. Cicerón propuso contestarles con un escueto mensaje en el que les dirían que no habría negociación alguna hasta que los rebeldes depusieran las armas. La propuesta fue aprobada en el Senado, pero en la calle muchos susurraron que la causa de los rebeldes era justa.

Octubre dio paso a noviembre. Los días eran cada vez más fríos y oscuros, y los habitantes de Roma cada vez estaban más hartos y deprimidos. El toque de queda había puesto fin a la mayoría de las diversiones con las que solían combatir el tedio del invierno. Las tabernas y los baños cerraban temprano. Los comercios estaban vacíos. Ansiosos por cobrar la recompensa por denunciar traidores, los informadores aprovechaban la ocasión para saldar cuentas con sus vecinos. Todo el mundo sospechaba de todo el mundo. Las cosas estaban tan mal que Ático se decidió por fin a hablar con Cicerón.

—Algunos ciudadanos dicen que has exagerado deliberadamente la amenaza —comentó a su amigo.

—¿Y por qué habría de hacer tal cosa?¿Acaso creen que me gusta convertir Roma en una mazmorra en la que soy su prisionero mejor vigilado?

—No, pero creen que tu obsesión con Catilina te ha llevado a perder el sentido de la proporción, que el miedo que sientes por tu propia seguridad está convirtiendo su vida en una pesadilla.

—¿Eso es todo?

—También opinan que te comportas como un dictador.

—¿En serio?

—Y también dicen que eres un cobarde.

—¡Muy bien! ¡Pues que se vayan al cuerno! —exclamó Cicerón, y por primera vez lo vi tratar a Ático con frialdad, hasta tal punto que respondió con monosílabos a todos sus intentos de mantener una conversación. A final, su amigo, cansado de tan áspero trato, alzó los ojos al cielo y se marchó.

A última hora de la tarde del sexto día de noviembre, mucho después de que los lictores se hubieran marchado a su casa, Cicerón estaba reclinado en el comedor, con Terencia y Quinto. Había pasado el día leyendo despachos enviados por magistrados de toda Italia, y en ese momento yo estaba entregándole unas cuantas cartas para que las firmase cuando oímos los ladridos furiosos de Sargon y nos sobresaltamos; por entonces, todos teníamos los nervios a flor de piel. Los tres guardias de Cicerón se pusieron en pie de un salto. Oímos que la puerta principal se abría y el sonido de una apremiante voz masculina. De repente entró en la sala el antiguo pupilo de mi señor, Celio Rufo. Era la primera vez en meses que acudía a la casa, y su presencia resultaba tanto más sorprendente porque desde principios de año militaba en el bando de Catilina. Quinto se levantó al instante, listo para pelear.

—Caramba, Rufo —dijo Cicerón sin perder la compostura—, pensaba que te habías convertido en un extraño para nosotros.

—Nunca seré un extraño para ti.

Dio un paso hacia delante, pero Quinto le puso una mano en el pecho y lo detuvo.

—¡Sube los brazos! —ordenó, e hizo un gesto con la cabeza a los guardias. Rufo obedeció en el acto, y Tito y Sexto lo cachearon—. Supongo que habrá venido a espiarnos —comentó Quinto, que nunca había sentido demasiado aprecio por Rufo y me había preguntado muchas veces por qué su hermano toleraba la presencia en su casa de semejante botarate.

—No he venido a espiaros, sino a preveniros. Catilina ha vuelto.

Cicerón dio un puñetazo en la mesa.

—¡Lo sabía! —exclamó—. Baja las manos, Rufo. ¿Cuándo ha regresado?

—Esta misma noche.

—¿Y dónde está ahora?

—En casa de Marco Leca, en la calle de los guadañeros.

—¿Quién está con él?

—Sura, Cetego, Bestia… todo el grupo. Vengo de allí.

—¿Y?

—Te asesinarán al amanecer.

Terencia se llevó una mano a la boca.

—¿Cómo?—preguntó Quinto.

—Dos hombres, Vargunteyo y Cornelio, llamarán a tu puerta al amanecer para comunicarte que han abandonado a Catilina y jurarte lealtad. Irán armados. Detrás de ellos entrarán más hombres para reducir a tus guardaespaldas. No debes abrir la puerta a ninguno de ellos.

—No lo haremos —dijo Quinto.

—Pero lo habríamos hecho —afirmó Cicerón—. Un senador y un caballero… claro que les habría abierto. Les habría tendido la mano de la amistad. —Parecía estupefacto por lo cerca que había estado del desastre a pesar de todas sus precauciones.

—¿Cómo podemos saber que este muchacho no nos está mintiendo?—intervino Quinto—. Podría ser una treta para desviar nuestra atención de la verdadera amenaza.

—Quinto tiene razón, Rufo —convino Cicerón—.Tu lealtad es tan constante como una veleta.

—Os he dicho la verdad.

—Sin embargo, apoyas su causa…

—Su causa, pero no sus métodos. Ya no.

—¿Qué métodos son esos?

—Han acordado dividir Italia en regiones militares. Tan pronto como hayas muerto, Catilina se pondrá al frente del ejército rebelde de Etruria. Incendiarán partes de Roma, habrá una matanza de senadores en el Palatino, y luego abrirán las puertas de la ciudad a Manlio y sus huestes.

—¿Y César?¿Está al corriente de todo esto?

—No estaba en la reunión de esta noche, pero me da la impresión de que sabe lo que se está cociendo. Catilina habla con él a menudo.

Era la primera vez que Cicerón recibía información de primera mano sobre las intenciones de Catilina. Parecía realmente consternado. Inclinó la cabeza y se masajeó las sienes con los nudillos.

—¿Qué hacemos?—masculló.

—Tenemos que sacarte de aquí esta misma noche y esconderte en algún lugar donde no puedan encontrarte —respondió Quinto.

—Podrías ir a casa de Ático —sugerí yo.

Cicerón negó con la cabeza.

—Ese sería el primer sitio donde mirarían. El único refugio seguro está fuera de Roma. Al menos Terencia y Marco podrían marcharse a Túsculo.

—Yo no pienso marcharme a ninguna parte —dijo Terencia—. Y tampoco deberías hacerlo tú. El pueblo de Roma puede respetar muchos tipos de líderes, pero nunca respetará a un cobarde. Esta es tu casa y la de tus antepasados. Quédate y desafíales a que se atrevan a lo peor. Sé que si yo fuera hombre lo haría.

Miró fijamente a Cicerón, y yo temí que se enzarzaran en otra de esas tremendas discusiones que tan a menudo sacudían aquella modesta casa como lo harían los truenos. Sin embargo, Cicerón asintió.

—Tienes razón. Tiro, envía un mensaje a Ático diciéndole que necesitamos refuerzos urgentemente. Atrancaremos todas las puertas.

—También deberíamos subir cubos llenos de agua a la azotea —advirtió Quinto—, por si intentan quemar la casa.

—Yo me quedo para ayudar —declaró Rufo.

—No, mi joven amigo —dijo Cicerón—. Has cumplido sobradamente con tu parte y te lo agradezco. Pero debes salir de la ciudad sin pérdida de tiempo. Ve a la casa de tu padre en Interamna y quédate allí hasta que todo esto se haya resuelto de un modo u otro.

Rufo empezó a protestar, pero Cicerón lo interrumpió.

—Si Catilina no consigue matarme mañana, tal vez sospeche que lo has traicionado. Si me mata, te verás arrastrado por el torbellino. Tanto en un caso como en otro, estarás mejor lejos de Roma.

Rufo intentó discutir, pero sin resultado. Cuando por fin se hubo marchado, Cicerón comentó:

—Seguramente está de nuestro lado, pero ¿quién sabe? Al final, el único lugar seguro donde poner un caballo de Troya es fuera de las murallas.

Envié a uno de los esclavos a casa de Ático con un mensaje pidiendo ayuda. A continuación, atrancamos la puerta y la reforzamos con una pesada cómoda y un sofá. Luego hicimos lo propio con la de atrás. Como segunda línea de defensa, colocamos una mesa con las patas arriba para bloquear el paso. Sosisteo, Laureo y yo subimos a la azotea un cubo de agua tras otro, además de mantas y alfombras para ahogar las llamas. En nuestra improvisada ciudadela contábamos, para proteger al cónsul, con una guarnición compuesta por tres guardaespaldas, Quinto, yo mismo, Sargon y su adiestrador, un portero y unos cuantos esclavos armados con cuchillos y palos. Y no debo olvidar a Terencia, que se paseaba por la casa con un pesado candelabro de hierro y que llegado el caso sin duda sería más efectiva que cualquiera de nosotros. Las doncellas se refugiaron en el cuarto de los niños con Marco, que tenía una espada de juguete.

Cicerón se esforzó por mantener la calma. Sentado a su mesa, reflexionaba, tomaba notas y escribía cartas de su puño y letra. De vez en cuando, me preguntaba si teníamos noticias de Ático. Cuando llegaran los hombres de refuerzo quería que se lo comunicáramos sin tardanza. Así pues, me armé con un cuchillo de cocina, subí nuevamente a la azotea, me envolví en una manta y permanecí allí vigilando la calle. Todo estaba oscuro y silencioso; nada se movía. Parecía que Roma entera dormía profundamente. Recordé la noche en que Cicerón ganó el consulado, cuando me uní a la familia para celebrarlo con ellos cenando allí arriba, a la luz de las estrellas. Cicerón había sabido desde el primer momento que su posición era débil y que el poder estaría lleno de peligros, pero dudo que imaginara una situación como aquella.

Pasaron las horas. Oí ladrar algún que otro perro, pero ninguna voz humana aparte de la del sereno anunciando las distintas horas de la noche. Los gallos cantaron como de costumbre y después callaron. Parecía que cada vez estaba más oscuro y hacía más frío. Laureo fue a buscarme para decirme que el cónsul deseaba verme. Bajé y lo encontré en el atrio, sentado en su silla curul, con una espada desenvainada sobre las rodillas.

—¿Estás seguro de que enviaste un mensaje a Ático pidiéndole refuerzos?

—Por supuesto.

—¿Y le insististe en la urgencia?

—Sí.

—¿Y el mensajero era de confianza?

—Completamente.

—Está bien —dijo al fin—. Ático no me abandonará a mi suerte. Nunca lo ha hecho.

Sin embargo, parecía que quisiera darse ánimos; estoy seguro de que estaba acordándose de su último encuentro y de la frialdad con la que lo había despedido. Faltaba poco para el amanecer. El perro empezó a ladrar nuevamente, y Cicerón me miró con ojos exhaustos. Su rostro estaba muy tenso.

—Ve a ver —me dijo.

Subí a la azotea y me asomé con cautela por encima del parapeto. Al principio no veía nada, pero poco a poco me di cuenta de que las sombras del lado más alejado de la calle se movían. Una fila de hombres, pegados a la pared, se acercaba. Lo primero que pensé fue que llegaban nuestros refuerzos. Pero entonces Sargon reanudó sus infernales ladridos. Las sombras se detuvieron y una voz de hombre habló en susurros. Bajé corriendo a ver a Cicerón. Quinto se hallaba junto a él, con la espada desenvainada. Terencia aferraba el candelabro.

—Los atacantes han llegado —anuncié.

—¿Cuántos son?—preguntó Quinto.

—Diez. Quizá doce.

Se oyeron fuertes golpes en la puerta principal. Cicerón lanzó una maldición.

—Si una docena de hombres se empeñan en entrar en esta casa, lo conseguirán.

—La puerta los contendrá un rato —dijo Quinto—. Lo que me preocupa es el fuego.

—Volveré a la azotea —dije yo.

Por entonces había un ligerísimo matiz gris en el cielo, y cuando miré abajo, a la calle, pude atisbar varias cabezas apelotonadas ante la puerta de la casa. Parecían muy concentradas haciendo algo. Entonces se produjo un destello y todos se apartaron bruscamente cuando una antorcha se encendió. Alguien debió de verme asomado, porque un hombre gritó:

—¡Eh, tú, el de arriba! ¿Está el cónsul?

Me aparté rápidamente.

Otro individuo dijo a voz en cuello:

—¡Soy el senador Lucio Vargunteyo y quiero ver al cónsul! ¡Tengo información urgente para él!

Justo en ese momento oí un golpetazo y voces en la parte de atrás de la casa. Un segundo grupo intentaba entrar por la fuerza por la parte de atrás. Me hallaba en mitad de la azotea cuando de repente una antorcha voló por encima del parapeto, girando y siseando. Pasó junto a mi oreja y se estrelló en las tejas que tenía al lado lanzando pavesas en todas direcciones. Grité por el hueco de la escalera pidiendo ayuda, cogí una gruesa alfombra y logré echarla sobre las pequeñas llamas mientras pateaba las restantes lo mejor que podía. Otra antorcha voló por los aires, aterrizó con un golpe sordo y se desintegró. Luego otra, y otra. El tejado, hecho de viejas vigas de madera y terracota, brillaba en la oscuridad como un campo de estrellas. Comprendí que Quinto estaba en lo cierto: si aquello duraba mucho más, conseguirían prender fuego a la casa y asesinarían a Cicerón en la calle.

Empujado por una furia que era hija del miedo, cogí el mango de la antorcha más próxima, que todavía tenía un pedazo considerable de brea ardiendo, corrí hasta el borde del tejado, apunté con cuidado y la arrojé contra los hombres de abajo. Le dio a un tipo justo en plena cabeza y sus cabellos ardieron. Mientras el infeliz huía despavorido, corrí en busca de otra. Sosisteo y Laureo, que acababan de llegar para ayudarme a pisotear las llamas, debieron de pensar que me había vuelto loco cuando vieron que saltaba al parapeto, gritando de rabia, y arrojaba otro llameante proyectil contra nuestros atacantes. Entonces, con el rabillo del ojo, vi el avance por la calle de más figuras con antorchas. Pensé que sin duda nos aplastarían. Pero, de repente, de abajo me llegó el sonido de furiosos gritos, de metal contra metal y de pies que corrían.

—¡Tiro! —gritó una voz y, a la luz de las antorchas reconocí el rostro de Ático vuelto hacia lo alto. La calle estaba llena de sus hombres—. ¡Tiro! ¿Está tu amo a salvo?¡Déjanos entrar!

Corrí escalera abajo y, con el cónsul y Terencia pisándome los talones, entre Quinto, los hermanos Sexto y yo retiramos la cómoda y el diván y desatrancamos la puerta. Apenas la habíamos abierto, Cicerón y Ático se fundieron en un abrazo, con los vítores y aplausos de treinta y tantos miembros de la orden ecuestre que aguardaban en la calle.

Cuando amaneció del todo, los accesos a la casa del cónsul estaban debidamente cerrados y custodiados. Cualquier visitante que deseara verlo tenía que esperar en uno de los controles a que avisaran al cónsul. Luego, si Cicerón daba el visto bueno, yo salía para comprobar su identidad y llevarlo a su presencia. Así entraron en la casa Cátulo, Isáurico, Hortensio y los dos hermanos Lúculo, junto con los cónsules electos Murena y Silano. Llevaban la noticia de que en esos momentos toda Roma consideraba que Cicerón era una especie de héroe. Se habían hecho sacrificios en su honor, y se habían elevado plegarias por su seguridad y se habían lanzado piedras contra la desierta mansión de Catilina. Durante toda la mañana, una incesante procesión de regalos —flores, vino, dulces, aceite de oliva— y mensajes de buenos deseos desfiló colina arriba y fueron depositados en el atrio de su casa, que parecía un puesto del mercado. Clodia le envió un cesto de deliciosa fruta de su huerto del Palatino, pero el cargamento fue interceptado por Terencia antes de que llegara a su marido. Cuando leyó la nota de Clodia, vi una sombra de desconfianza en su rostro; luego Terencia ordenó al mayordomo que tirara la fruta a la basura. «No sea que esté envenenada», dijo.

Cicerón dictó una orden para la detención de Vargunteyo y Cornelio. Los líderes del Senado lo apremiaron para que ordenara también la de Catilina, vivo o muerto. Pero Cicerón no lo veía tan claro.

—Para ellos es fácil porque sus nombres no figurarán en la firma de esa orden —comentó a Quinto y a Ático cuando los senadores se hubieron marchado—, pero si Catilina muere ilegalmente bajo mis órdenes, me pasaré el resto de mi vida peleándome en los tribunales. Además, solo sería un remedio a corto plazo. Sus seguidores seguirían sentados en el Senado.

—No pretenderás decir que deberíamos permitirle que siguiera viviendo en Roma, ¿verdad?—protestó Quinto.

—No. Lo único que quiero es que se marche: que se marche y se lleve con él a los traidores de sus amigos, se unan al ejército rebelde y mueran en combate, preferiblemente muy lejos de aquí. Por todos los dioses… si quisieran les conseguiría un salvoconducto y una guardia de honor para que los escoltara fuera de la ciudad… cualquier cosa con tal de perderlos de vista.

Sin embargo, por muchas vueltas que le dio, no vio la manera de lograr su propósito, y al final decidió que el único camino pasaba por convocar una reunión del Senado. Quinto y Ático objetaron en el acto que eso sería peligroso. ¿Cómo iban a garantizar su seguridad? Cicerón lo meditó y al final se le ocurrió una solución astuta: en lugar de reunir a los senadores en la cámara de siempre, ordenaría que trasladaran los bancos al otro lado del foro, al templo de Júpiter. Aquello tendría dos ventajas. Primera, el templo se hallaba en la falda del Palatino, por lo que sería más fácil defenderlo de un ataque de las huestes de Catilina. Segunda, ese cambio tendría un gran valor simbólico; según contaba la leyenda, Rómulo en persona había dedicado ese templo a Júpiter en un momento crucial de la lucha contra las tribus sabinas. Era el lugar donde Roma se había alzado y reunido en su primera hora de peligro, y volvería a hacerlo en aquella última, dirigida por su nuevo Rómulo.

Cuando Cicerón partió hacia el templo, protegido por una cerrada escolta de lictores y guardaespaldas, el temor, tangible como la bruma de noviembre que subía desde el Tíber, se cernía sobre la ciudad. En las calles reinaba un silencio de muerte. Nadie aplaudía ni vitoreaba; todos se ocultaban en sus casas. En las sombras, tras las ventanas, los ciudadanos observaron pasar al cónsul.

Cuando llegamos al templo lo encontramos rodeado por miembros de la orden ecuestre —algunos de ellos venerables ancianos— armados con lanzas y espadas. Varios cientos de senadores se habían reunido en grupos dentro de aquel perímetro de seguridad. Se separaron para dejarnos pasar; hubo quien dio una palmada en la espalda a Cicerón y quien le expresó sus mejores deseos. Cicerón asintió agradecido, tomó rápidamente los auspicios y, acto seguido, precedido por sus lictores, entró en el gran edificio. Yo nunca había estado dentro, y debo decir que la escena era realmente sombría. Todos los muros y rincones, que tenían siglos de antigüedad, estaban llenos de reliquias de glorias militares que databan de los primeros tiempos de la República: estandartes ensangrentados, abolladas armaduras, espolones de navíos, águilas legionarias y una estatua de Escipión el Africano pintada con tanto realismo que daba la impresión de que estaba vivo. Yo iba entre los últimos del séquito de Cicerón, y los senadores avanzaban en masa detrás de mí. Estaba tan absorto mirando aquellas reliquias que debí de quedarme un poco retrasado. Lo cierto es que cuando casi había llegado al estrado, me percaté de que el único sonido que se oía era el de mis pasos contra el suelo de piedra. Entonces comprendí que el Senado se había sumido en el más absoluto silencio.

Cicerón, que estaba desplegando un rollo de papiro, se volvió para ver qué ocurría y vi que su rostro demudaba en asombro. Asustado, giré sobre mis talones y… vi a Catilina eligiendo tranquilamente un lugar en uno de los bancos. Casi todos los demás estaban de pie, observándolo. Catilina tomó asiento y, al instante, los senadores que se encontraban más cerca de él se apartaron como si fuera un leproso. Nunca había visto semejante demostración. Ni siquiera César se le acercó. Catilina no hizo caso, se cruzó de brazos y alzó la barbilla. El silencio se prolongó hasta que oí la voz de Cicerón a mi espalda hablando con total serenidad.

—¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?

A lo largo de toda mi vida la gente me ha preguntado acerca del discurso de Cicerón de ese día. «¿Lo llevaba escrito?», «Seguro que al menos tenía planeado lo que iba a decir, ¿verdad?», quieren saber. La respuesta a ambas preguntas es «no». Fue totalmente espontáneo. Fragmentos de cosas que había querido decir, frases que había ensayado en su cabeza, pensamientos durante los últimos meses de insomnio… todo ello lo tejió mientras permanecía en pie.

—¿Hasta cuándo esta locura tuya seguirá riéndose de nosotros?

Bajó del estrado y avanzó lentamente por el pasillo hacia donde Catilina estaba sentado. Mientras caminaba, extendió los brazos e hizo un gesto para indicar a los senadores que ocuparan sus lugares; así lo hicieron. De algún modo, aquel gesto de mando, y su cumplimiento inmediato, consolidó su autoridad. Cicerón era la voz de la República.

—¿Cuándo acabará esta desenfrenada audacia tuya?¿Acaso no entiendes que sabemos lo que estás planeando?¿No te das cuenta de que tu conspiración ha sido descubierta?¿Crees que hay alguien entre nosotros que no sabe lo que hiciste anoche… dónde estabas, con quién te reuniste y lo que acordasteis?—Llegó a la altura de Catilina, puso los brazos en jarras, lo miró de arriba abajo y meneó la cabeza—. ¡Oh tiempos! ¡Oh costumbres! —exclamó con profundo disgusto—. El Senado lo sabe todo, el cónsul lo sabe todo y, aun así, ¡este hombre sigue vivo!

Dio media vuelta.

—¿Vivo?¡No solo vivo, señores! —prosiguió, bajando por el pasillo y dirigiéndose hacia los abarrotados bancos desde el centro del templo—. ¡Asiste incluso a las sesiones del Senado! Participa en nuestros debates. Nos escucha. Nos observa y mientras… ¡decide a quién de nosotros va a asesinar! ¿Así es como servimos a la República?¿Sentándonos aquí y confiando en no ser una de sus víctimas?¡Qué valientes somos! Han pasado más de veinte días desde que votamos concedernos poderes para actuar. ¡Tenemos la espada pero no la desenvainamos! Deberías haber sido ejecutado inmediatamente, Catilina. Sin embargo, sigues vivo. Y mientras sigues vivo, tus conspiraciones no cesan, ¡sino que aumentan!

Supongo que para entonces Catilina ya había comprendido el alcance de su error al presentarse aquel día en el templo. En términos de fuerza física y pura desfachatez era muy superior a Cicerón, pero el Senado no era arena adecuada para la fuerza bruta. Allí las armas eran las palabras, y nadie sabía utilizarlas mejor que Cicerón. Durante veinte años, fuera cual fuese el tribunal ante el que comparecía, no había habido día en que Cicerón no hubiera practicado su oficio. En cierto modo, toda su vida había sido una preparación para ese momento.

—Repasemos los acontecimientos de anoche. Fuiste a la calle de los guadañeros; seré más preciso, estuviste en casa de Marco Leca y allí te reuniste con tus cómplices en el delito. Dime, ¿lo niegas?¿Por qué ese silencio? Si lo niegas, lo demostraré. De hecho, estoy viendo aquí, en el Senado, a algunos de los que estaban contigo. Por todos los cielos ¿en qué mundo estamos?¿Qué país es este?¿En qué ciudad vivimos? Aquí, señores, en nuestro propio seno, en el consejo más sagrado e importante del mundo hay hombres que pretenden destruirnos, destruir nuestra ciudad ¡y llevar esa destrucción a los confines del mundo!

»Estabas en casa de Leca, Catilina. Dividiste las regiones de Italia. Decidiste dónde querías que fuera cada uno de tus hombres. Dijiste adónde irías tan pronto como yo muriera. Señalaste zonas de la ciudad que había que quemar. Enviaste a tus hombres a que me asesinaran. Así pues, te pregunto: ¿por qué no acabas el viaje que iniciaste y te marchas de la ciudad de una vez? Las puertas están abiertas. ¡Parte ya! El ejército rebelde aguarda a su general. Llévate a todos tus hombres contigo. Limpia la ciudad. Pon un muro entre tú y nosotros. No puedes permanecer más tiempo aquí. No puedo permitirlo ¡y no lo permitiré! —Se golpeó el pecho con el puño derecho y alzó los ojos hacia el techo del templo mientras el Senado se ponía en pie en señal de apoyo.

—¡Matadlo! —gritó alguien.

—¡Sí, matadlo, matadlo! —corearon otros.

Cicerón alzó los brazos y les hizo señas de que se sentaran.

—Si doy órdenes de que te maten, el resto de los conspiradores quedarán entre nosotros. Pero si, como te estoy pidiendo, te marchas de la ciudad, las cloacas se vaciarán de lo que para ti son tus cómplices y para nosotros nuestros enemigos mortales. Y bien, Catilina, ¿a qué esperas?¿Qué queda de agradable para ti en esta ciudad? Más allá de la conspiración de unos hombres caídos en desgracia, no hay una sola persona en la ciudad que no te tema o no te odie.

Prosiguió un rato más en aquella línea y después entró en su peroración.

—¡Dejemos que los traidores se marchen! —concluyó—. Parte pues, Catilina, a tu inicua guerra y de esa manera asegura la salvación de esta República, el desastre y la ruina para tu persona, y la destrucción de aquellos que se han unido a ti. ¡Júpiter nos protegerá! —tronó, apoyando la mano en la estatua de la deidad—. ¡Y descargará sobre esos hombres perversos, vivos o muertos, su castigo eterno!

Dio media vuelta y se dirigió hacia el estrado. «¡Márchate! ¡Márchate!», toreaban los presentes. En un último intento de salvar la situación, Catilina se puso en pie y empezó a gesticular mientras gritaba a la espalda de Cicerón. Pero ya era demasiado tarde para que pudiera remediar el mal causado; además, le faltó la destreza necesaria. Había quedado en evidencia y había sido humillado y vilipendiado. Estaba acabado. Me pareció entender las palabras «inmigrante» y «exilio», pero el tumulto era demasiado importante para poder oír lo que decía, y la furia de Catilina hacía ininteligibles sus palabras. Mientras un alboroto de voces crecía a su alrededor, él se quedó callado. Permaneció de pie, jadeando, mirando a un lado y a otro, balanceándose cual navío azotado por la tormenta, sin mástil y con el ancla echada, hasta que algo en él pareció ceder. Se estremeció y salió al pasillo; varios senadores —entre ellos Quinto–saltaron de sus bancos para proteger a Cicerón. Pero Catilina no estaba tan loco. Si se hubiera lanzado contra su enemigo, lo habrían hecho pedazos. Al final, con una última mirada de desprecio que sin duda abarcó aquellas gloriosas reliquias de las que sus ancestros habían sido parte, salió del Senado. Ese mismo día, más tarde, acompañado por los doce seguidores a los que llamaba sus «lictores» y precedido por el águila de plata que en su día había pertenecido a Mario, salió de la ciudad y fue a Arretium, donde se autoproclamó cónsul.

En política no existen las victorias duraderas, solo el implacable y continuo devenir de los acontecimientos. Si mi obra tiene alguna moral, es esa. Cicerón acababa de anotarse un triunfo retórico sobre Catilina del que se hablaría en los años venideros. Había expulsado de Roma al monstruo con el único látigo de su lengua. Pero las cloacas no se vaciaron, como él había esperado con la marcha del conspirador. Más bien al contrario. Cuando su líder salió, Sura y los demás permanecieron tranquilamente en sus asientos escuchando el resto del debate. Se sentaron juntos, recordando seguramente el principio de que el número proporciona seguridad. Sura, Cetego, Longino, Anio, Peto, el tribuno Bestia, los hermanos Sula, incluso Marco Leca, de cuya casa habían salido los asesinos. Vi que Cicerón los miraba fijamente y me pregunté qué estaría pensando. De hecho, Sura tuvo la osadía de ponerse en pie y proponer con su sonora voz que la esposa y los hijos de Catilina fueran puestos bajo la protección del Senado. Las discusiones se eternizaron hasta que el tribuno electo Metelo Nepos pidió la palabra. Puesto que Catilina había abandonado la ciudad, dijo, seguramente para ponerse al frente de la insurrección, tal vez había llegado el momento de pedir a Pompeyo que regresara a Italia para que tomase el mando de las fuerzas senatoriales. César se puso prestamente en pie y apoyó la propuesta. Cicerón, tan astuto como siempre, vio la oportunidad de clavar una cuña entre sus adversarios y, fingiendo verdadero interés, pidió la opinión de Craso, que había sido cónsul junto con Pompeyo. Craso se levantó a regañadientes.

—Nadie tiene mejor opinión que yo sobre Pompeyo el Grande —empezó a decir, pero las risas burlonas que se elevaron en el templo lo obligaron a hacer una pausa mientras golpeaba el suelo irritadamente con el pie—. Nadie tiene mejor opinión de él que yo —repitió—, pero debo decir a nuestro tribuno electo que, por si acaso no se ha dado cuenta, ya casi es invierno, la época menos propicia para el transporte de tropas por mar. ¿Cómo va a poder llegar Pompeyo antes de la primavera?

—Entonces que Pompeyo el Grande venga sin su ejército —replicó Nepos—.Viajando con una escolta ligera podría estar con nosotros antes de un mes. Su nombre por sí solo vale por una docena de legiones.

Aquello fue demasiado para Catón, que se levantó de inmediato.

—A los enemigos a los que nos enfrentamos no podremos derrotarlos con nombres —se mofó—. Ni siquiera con nombres que terminen con «el Grande». Lo que necesitamos son ejércitos, ejércitos en pie de guerra, ejércitos como el que está reclutando el hermano de nuestro tribuno electo. Además, si queréis saber mi opinión, Pompeyo ya tiene demasiado poder.

Aquellas palabras levantaron un asombrado «¡Oh!» de la asamblea.

—Si este Senado no vota a favor de dar el mando a Pompeyo —declaró Nepos—, debo advertiros que, tan pronto como haya tomado posesión de mi cargo de tribuno, someteré un proyecto de ley ante el pueblo pidiendo que la votación se repita.

—Y yo te advierto —replicó Catón— que vetaré tu proyecto de ley.

—¡Señores, señores! —intervino Cicerón, que tuvo que gritar para hacerse oír—. Si nos ponemos a discutir en plena emergencia nacional no seremos de ninguna ayuda a la República ni a nosotros mismos. Mañana tendrá lugar una asamblea pública en la que informaré al pueblo de nuestras deliberaciones, y confío en que esos senadores que siguen físicamente entre nosotros —miró a Sura y sus compinches—, pero cuyas lealtades están en otro lugar, examinen el fondo de sus corazones durante la noche y obren en consecuencia. La cámara levanta la sesión.

Normalmente, cuando una sesión terminaba, a Cicerón le gustaba quedarse fuera un rato para que cualquier senador que deseara hablar con él en privado pudiera hacerlo. El conocimiento que tenía de cada uno de sus colegas, sus virtudes y sus debilidades, sus anhelos y sus miedos, por mínimo que fuera, era una de las herramientas con las que controlaba la cámara. Sin embargo, esa tarde, con el rostro tenso por la frustración, se marchó a toda prisa.

—¡Es como luchar contra la Hidra! —se quejó amargamente al llegar a casa—. ¡En cuanto le corto una cabeza, otras dos surgen en su lugar! Mientras Catilina sale de la ciudad, sus secuaces siguen sentados en el Senado como si no hubiera pasado nada y, por si fuera poco, la facción de Pompeyo empieza a moverse. ¡Solo me queda un mes! —protestó—. ¡Solo un mes antes de que los nuevos tribunos ocupen sus cargos! Y eso suponiendo que viva lo bastante para verlo. Entonces la agitación a favor de Pompeyo empezará de verdad. ¡Y entretanto tampoco podemos estar seguros de contar con dos nuevos cónsules en enero por culpa de esa condenada demanda contra Murena! —Dicho lo cual, barrió su mesa con el brazo y tiró al suelo todos los documentos del caso.

Cuando estaba de ese humor, Cicerón era muy poco razonable, y mi larga experiencia me había enseñado que no valía la pena intentar replicar. Esperó, muy enfadado, a que yo dijera algo; al rato, al no obtener satisfacción, salió en busca de algún otro a quien gritar. Mientras, yo me agaché y recogí los documentos del suelo. Sabía que tarde o temprano volvería para preparar el discurso que pronunciaría ante el pueblo al día siguiente; pero las horas pasaron, llegó la oscuridad y encendieron los candiles. Más tarde me enteré de que se había marchado con sus guardaespaldas y lictores a un jardín cercano y que allí había estado tanto rato dando vueltas y vueltas que creyeron que dejaría un surco en las piedras. Cuando por fin regresó, estaba muy pálido y serio. Había ideado un plan, me dijo, y no estaba seguro de qué le asustaba más: la posibilidad de que fracasara o de que saliera bien.

A la mañana siguiente, invitó a Quinto Fabio Sanga a que fuera a verlo. Sanga, como quizá recuerdes, era el senador al que había escrito el día en que fue descubierto el cuerpo eviscerado de aquel muchacho pidiéndole información sobre los sacrificios humanos de los galos y su religión. Sanga tenía unos cincuenta años y era inmensamente rico gracias a sus inversiones en la Galia Citerior y Ulterior. Nunca había aspirado a alzarse más allá de los bancos del fondo y consideraba el Senado simplemente como un lugar desde el cual podía proteger los intereses de sus negocios. Era muy respetable y piadoso, vivía con modestia y se rumoreaba que era estricto con su esposa y sus hijos. Solo intervenía en los debates sobre Galia, y entonces, para ser sincero, era un pelmazo. En cuanto empezaba a hablar de su clima, geografía, tribus y costumbres, la cámara se vaciaba más rápidamente que si alguien hubiera gritado «¡Fuego!».

—¿Eres patriota, Sanga?—le preguntó sin rodeos Cicerón, cuando lo hice pasar.

—Me gusta pensar que sí, cónsul —contestó Sanga con cautela—. ¿Por qué?

—Porque quiero que desempeñes un papel decisivo en la defensa de nuestra amada República.

—¿Yo?—De pronto Sanga parecía muy asustado—. ¡Si sufro de gota!

—No, no me refería a nada violento ni peligroso. Solo quería que pidieras a determinada persona que hablara con alguien y que después me dijeras qué había dicho.

Sanga se relajó.

—Bien, creo que eso puedo hacerlo. ¿De quién se trata?

—Uno es Publio Umbreno, el liberto de Léntulo Sura, que a menudo hace también de secretario. Creo que vivía en Galia. Quizá lo conozcas.

—Sí, así es.

—El otro tiene que ser un galo. No me importa de qué región provenga. Elige a alguno que conozcas. Un emisario de alguna de las tribus sería ideal. Una figura que tenga credibilidad en Roma y en quien tú confíes plenamente.

—¿Y qué quieres que haga ese galo?

—Quiero que se ponga en contacto con Umbreno y le proponga organizar un alzamiento contra el dominio romano.

La noche anterior, cuando Cicerón me explicó su plan, me asusté y di por hecho que el estricto Sanga reaccionaría igual: alzaría las manos y saldría despavorido de la habitación nada más oír tan monstruosa sugerencia. Sin embargo, con el tiempo he aprendido que los hombres de negocios se cuentan entre los personajes menos impresionables de este mundo, mucho menos que los militares y los políticos. A un hombre de negocios se le puede proponer casi cualquier cosa y, como mínimo, normalmente se mostrará dispuesto a pensarlo. Sanga se limitó a alzar las cejas.

—¿Quieres que engañe a Sura para que cometa un acto de traición?

—No necesariamente hasta la traición, pero sí quiero descubrir si su perversidad y la de sus compinches conoce algún límite. Ya sabemos que han tramado alegremente asesinatos, matanzas, incendios y una rebelión armada. El único crimen atroz que aún no han cometido es aliarse con los enemigos de Roma. Y no es que yo considere que los galos son enemigos de Roma —se apresuró a añadir—, pero ya me entiendes.

—¿Has pensado en alguna tribu en particular?

—No. Eso lo dejo en tus manos.

Sanga permaneció en silencio durante un rato, mientras daba vueltas al asunto en su cabeza. Se le veía en la cara que era un hombre astuto. Se dio unos golpecitos en su delgada nariz y se la estiró. Era evidente que estaba olfateando dinero.

—Tengo muchos intereses comerciales en Galia, y el comercio depende de que las relaciones sean pacíficas. Lo último que deseo es que mis amigos galos sean menos populares en Roma de lo que ya lo son.

—Te puedo asegurar, amigo Sanga, que si me ayudan a destapar esta conspiración, cuando haya acabado se habrán convertido en auténticos héroes nacionales.

—Está también la cuestión de mi implicación personal en todo ese asunto…

—Tu intervención quedará en el más estricto secreto, salvo, con tu permiso, para los gobernadores de la Galia Ulterior y Citerior, por supuesto. Los dos son buenos amigos míos, y estoy seguro de que querrán recompensarte por tu contribución.

Ante la perspectiva del dinero, Sanga sonrió por primera vez aquella mañana.

—Bueno, tal como lo planteas, hay una tribu que puede encajar en el papel. Los alóbrogues, los que controlan los pasos de los Alpes, han enviado una delegación al Senado para protestar por la cantidad de impuestos que deben pagar a Roma. Llegaron a la ciudad hace un par de días.

—¿Son belicosos?

—Mucho. Si pudiera darles a entender que su petición tiene posibilidades de ser considerada favorablemente, estoy seguro de que estarían dispuestos a hacer algo a cambio.

Cuando Sanga se marchó, Cicerón me dijo:

—No lo apruebas, ¿verdad?

—No soy quién para juzgar, cónsul.

—Sí, pero no lo apruebas. ¡Lo veo en tu cara! Crees que tender una trampa así es algo indigno. Pero ¿sabes lo que es realmente indigno, Tiro? Seguir viviendo en una ciudad que planeas en secreto destruir! Si Sura no abriga planes de traición, mandará a esos galos a tomar viento. Pero si considera sus propuestas, lo habré cazado, y entonces yo mismo lo llevaré hasta las puertas de la ciudad, lo echaré y Celer y sus ejércitos acabarán con él. ¡Y nadie podrá decir que haya algo indigno en todo esto!

Habló con tal vehemencia que estuvo a punto de convencerme.