Una terrible melancolía, profunda como yo nunca había visto, se apoderó de Cicerón. Terencia se marchó con los niños a pasar el resto del verano en las frescas altitudes de Túsculo, pero el cónsul se quedó en Roma, trabajando. El calor resultaba más opresivo de lo normal, el hedor de la gran cloaca que discurría bajo el foro envolvía las colinas, muchos ciudadanos caían víctimas de las fiebres, y la fetidez de sus cadáveres se añadía a la hedionda atmósfera. A menudo me he preguntado qué habría dicho la historia de Cicerón si en aquella época hubiera sucumbido a alguna enfermedad letal… y la respuesta es «muy poco». A sus cuarenta y tres años, no tenía tras de sí grandes victorias militares ni había escrito ningún libro notable. Cierto, había alcanzado el consulado, pero eso era algo que habían logrado también muchas nulidades, siendo Híbrida el ejemplo más obvio. La única ley importante que había logrado incorporar a la legislación era la reforma de las normas que debían regir las campañas electorales, propuesta por Servio y que le desagradaba profundamente. Entretanto, Catilina seguía libre, y el prestigio de Cicerón había menguado considerablemente por lo que muchos consideraban un comportamiento cobarde la víspera de las elecciones. A medida que el verano se fue convirtiendo en otoño, su consulado entró en su fase final, camino de quedar en nada; un hecho del que él era consciente más que nadie.
Un día de septiembre lo dejé solo con un montón de documentos legales para leer. Habían pasado casi dos meses desde las elecciones. Servio había cumplido su palabra de demandar a Murena y procuraba por todos los medios que los tribunales declararan nula su victoria. Cicerón decidió que no le quedaba otra alternativa que defender a Murena, al que tanto había ayudado a que se convirtiera en cónsul. Intervendría una vez más junto a Hortensio, y la cantidad de pruebas que debía revisar era enorme. Sin embargo, cuando regresé al cabo de unas horas, la documentación seguía en el mismo sitio. Cicerón no se había movido de su diván y se apretaba un cojín contra su estómago. Le pregunté si estaba enfermo.
—Lo que me duele es el corazón —me contestó—. ¿Qué sentido tiene seguir con este trabajo y afanarse todos los días? Dentro de un año nadie recordará mi nombre, y dentro de mil, ni te digo. Estoy acabado… he fracasado. —Suspiró y se quedó mirando el techo con el dorso de la mano apoyado en la frente—. ¡Qué sueños tenía, Tiro! ¡Qué esperanzas de reconocimiento y gloria! Aspiraba a ser tan famoso como Alejandro, pero todo ha salido mal. ¿Sabes qué es lo que más me atormenta por las noches, cuando no consigo conciliar el sueño? No saber de qué otro modo podría haber obrado.
Siguió en contacto con Curio, cuya tristeza por la muerte de su amante no hallaba consuelo; de hecho, se había convertido en una obsesión. Gracias a él, Cicerón se enteró de que Catilina seguía conspirando contra la República pero mucho más en serio. Circulaban inquietantes informaciones acerca de carros llenos de armas que recorrían las carreteras de las afueras de Roma al amparo de la noche. Se habían confeccionado listas de posibles senadores simpatizantes, y en ellas figuraban dos patricios, Claudio Marcelo y Quinto Escipión Nasica. Otro indicio inquietante fue que Cayo Manlio, el centurión de Catilina, había desaparecido de su guarida habitual en los arrabales de Roma y se decía que andaba por Etruria reclutando voluntarios armados. Curio no podía aportar pruebas escritas de todo aquello —Catilina era demasiado astuto para eso—, y al final, después de hacer demasiadas preguntas, empezó a resultar sospechoso entre sus propios compañeros de conspiración, que lo excluyeron de su círculo. De ese modo, la principal fuente de información de Cicerón se fue secando poco a poco.
Hacia final de mes, decidió arriesgarse a poner en juego su credibilidad una vez más planteando el asunto ante el Senado. Fue un desastre. «Me han informado…», empezó diciendo, pero no pudo seguir porque las risas estallaron por toda la cámara. Aquella frase era la misma que había utilizado para conjurar el fantasma de Catilina y se había convertido en una especie de muletilla irónica. La gente, al verlo pasar por la calle, se burlaba «¡Mira, ahí está Cicerón! ¿Le habrán informado ya?», y sus adversarios de la cámara lo interrumpían preguntándole: «¿Te has informado ya, Cicerón?». Sin embargo había vuelto a decirla por descuido. Sonrió ligeramente y fingió no darle importancia, pero se la dio y mucha. Cuando un líder se convierte en objeto de risa no tarda en perder toda autoridad, y en ese momento puede considerarse acabado. «¡No salgas sin tu armadura!», le gritó alguien al salir, y toda la cámara estalló en carcajadas. Poco después, se encerró en su estudio y durante varios días apenas lo vi. Pasaba más tiempo con Sosisteo, mi subalterno, que conmigo, y me sentí extrañamente celoso.
Había otro motivo para tanta melancolía, aunque pocos lo habrían adivinado, y él se habría sentido incómodo si lo hubieran hecho. Su hija iba a casarse en octubre y, según me confesó, temía que llegara ese momento. No porque su futuro yerno, el joven Cayo Frugi, del clan de los Pisón, le desagradara; al contrario, había sido Cicerón quien había concertado la unión, años antes, para atraerse el voto de dicho clan. Se trataba sencillamente de que amaba profundamente a su pequeña Tulia y la idea de separarse de ella le resultaba insoportable. Cuando el día antes de la boda la vio guardando en cajas sus juguetes de la infancia, tal como mandaba la tradición, los ojos se le llenaron de lágrimas y tuvo que salir de la habitación. Tulia solo tenía catorce años. La ceremonia se celebró a la mañana siguiente en casa de Cicerón, y yo tuve el honor de que me invitaran, junto con Quinto, Ático y una larga serie de miembros de la familia Pisón (¡cielos, qué feos y lúgubres eran!). Debo confesar que cuando Tulia bajó la escalera acompañada por su madre, vestida de blanco y cubierta por un velo, con el cabello recogido y el sagrado cinto anudado a la cintura, lloré. Lloro ahora al recordar su infantil rostro pronunciando con solemnidad aquel simple juramento tan cargado de significado: «Donde tú eres Cayo, yo soy Gaia». Frugi le puso el anillo en el dedo y la besó con ternura. Cortamos la tarta nupcial y ofrecimos una porción a Júpiter. Luego, durante el desayuno de boda, mientras el pequeño Marco estaba sentado en las rodillas de su hermana intentando quitarle la fragante corona de flores, Cicerón brindó a la salud de los recién casados.
—Te entrego, Frugi, lo mejor que puedo darte. No existe naturaleza más gentil, carácter más dulce, lealtad más firme ni mayor coraje que…
No pudo seguir y, entre sentidos y fuertes aplausos, se sentó.
Más tarde, acompañado por sus inseparables guardaespaldas, se unió al séquito que marchó a casa de la familia Frugi, en el Palatino. Hacía fresco, no éramos muchos, solo unos pocos se nos unieron. Cuando llegamos a la mansión, Frugi nos estaba esperando. Cogió a la novia en brazos, haciendo caso omiso de las chanzas de Terencia, y cruzó con ella el umbral. Tuve un último y breve atisbo de los grandes y asustados ojos de Tulia mirándonos desde el interior de la casa. La puerta se cerró, Tulia desapareció, y Terencia y Cicerón se quedaron solos. Regresaron a casa caminando lentamente de la mano.
Esa noche, antes de irse a dormir, sentado a su escritorio, Cicerón comentó por enésima vez lo vacía que parecía la casa sin ella.
—Solo se ha ido un pequeño miembro de la familia, ¡pero mira qué vacía parece la casa! ¿Recuerdas cómo solía jugar a mis pies, aquí mismo, mientras trabajaba?—Golpeó el suelo bajo la mesa con la sandalia—. ¿Y las veces que me sirvió de público para mis discursos?¡La pobre criatura escuchaba y no entendía nada! Bien, así son las cosas. Los años nos barren como un vendaval se lleva las hojas muertas, y no podemos hacer nada para evitarlo.
Aquellas fueron las últimas palabras que me dijo esa noche. Subió a su dormitorio, y, después de apagar todas las velas del estudio, yo me retiré al mío. Di las buenas noches a los centinelas del atrio y me llevé el candil a mi pequeño cuarto. Lo dejé en la mesilla de noche, me desvestí y, como de costumbre, permanecí despierto pensando en los acontecimientos del día hasta que, poco a poco, noté que mi mente se abandonaba al sueño.
Era medianoche, reinaba el silencio.
Me despertaron unos golpes aporreando la puerta principal. Me incorporé al momento. Apenas había dormido. Los golpes empezaron otra vez, seguidos de feroces ladridos, gritos y sonido de pasos corriendo. Cogí mi túnica y me la puse mientras salía al atrio. Cicerón, completamente vestido, bajaba de su dormitorio, precedido por dos guardias con las espadas desenvainadas. Tras él iba Terencia, envuelta en un chal y con rulos en el pelo. El aporreo se reanudó, esa vez con más fuerza… como si estuvieran golpeando la recia madera con palos o zapatos. El pequeño Marco empezó a llorar en el cuarto de los niños.
—Ve y pregunta quién es —me dijo Cicerón—, pero no abras la puerta. —Y luego ordenó a uno de los guardias—: Ve con él.
Avanzamos cautelosamente por el pasillo. En aquella época teníamos un perro guardián, un can enorme de las montañas, negro y marrón, llamado Sargon, en honor de los reyes asirios. Ladraba, gruñía y tiraba de su cadena con tanta ferocidad que pensé que la arrancaría de la pared.
—¿Quién va?—grité.
La respuesta sonó débil pero audible.
—¡Marco Licinio Craso!
—¡Dice que es Craso! —grité a Cicerón por encima de los ladridos.
—¿Y lo es?
—Parece su voz.
Cicerón reflexionó un momento. Supongo que estaba pensando que a Craso le gustaría verlo muerto, pero también que resultaba impropio que un hombre de su categoría intentara asesinar personalmente a un cónsul electo. Sacó pecho y se peinó el cabello con ambas manos.
—Está bien. Si dice que es Craso y suena como la voz de Craso, será mejor que lo dejes entrar.
Abrí la puerta ligeramente y vi a una docena de individuos que portaban antorchas. La calva cabeza de Craso brillaba bajo la amarillenta luz como la luna llena. Abrí de par en par. Craso lanzó una torva mirada al perro y entró en la casa. Llevaba en la mano una vieja cartera. Tras él iba su sombra de siempre, el ex pretor Quinto Arrio y dos amigos patricios que acababan de ocupar sus escaños en el Senado, Claudio Marcelo y Escipión Nasica, cuyos nombres figuraban en la última lista de potenciales seguidores de Catilina. Su escolta intentó entrar tras ellos, pero les dije que permanecieran fuera. Cuatro enemigos a la vez eran más que suficientes, decidí. Cerré la puerta con llave.
—¿Qué significa todo esto, Craso?—preguntó Cicerón cuando su viejo enemigo entró en el atrio—. Es demasiado tarde para una visita de cortesía y demasiado pronto para una de negocios.
—Buenas noches, cónsul —respondió Craso fríamente—. Y buenas noches, señora —añadió dirigiéndose a Terencia—. Tepido disculpas por haberte molestado. No permitas que te privemos de tu descanso. —Se volvió hacia Cicerón—. ¿Hay algún sitio donde podamos hablar en privado?
—Me temo que mis amigos se ponen nerviosos si me pierden de vista —comentó Cicerón.
—¿Estás dando a entender que somos asesinos?
—No, pero sí que frecuentáis su compañía.
—Ya no —dijo Craso con una ligera sonrisa al tiempo que daba un golpecito en la cartera—. Por eso estoy aquí.
Cicerón vaciló.
—Muy bien —dijo al fin—. Que sea en privado. —Terencia se dispuso a protestar—. No te preocupes, querida. Mis guardias esperarán al otro lado de la puerta, y el fuerte brazo de Tiro estará allí para protegerme. —Eso fue una broma.
Ordenó que llevaran unas cuantas sillas a su estudio, y los seis conseguimos apretarnos allí. Me di cuenta de que Cicerón estaba nervioso. Había algo en Craso que siempre le ponía la carne de gallina; aun así, se mostró cortés y preguntó a sus visitantes si les apetecía tomar un poco de vino. Todos declinaron el ofrecimiento.
—Muy bien —dijo—. Mejor sobrios que borrachos. Di lo que hayas venido a decir.
—En Etruria se están cociendo problemas —empezó Craso.
—Estoy al tanto de los informes. Pero, como seguramente viste, cuando intenté plantear el asunto, el Senado no se lo tomó en serio.
—Bien, pues van a tener que despertar, ¡y deprisa!
—Desde luego, has cambiado de opinión.
—Eso es porque ciertos hechos han llegado a mi conocimiento. Explícaselo, Arrio.
—Bien —dijo Arrio con aire taimado. Era un tipo listo, un antiguo soldado de baja cuna y una criatura totalmente fiel a Craso en todos los asuntos. Le gente se reía de él a sus espaldas por su curiosa forma de hablar anteponiendo una hache aspirada a algunas vocales; seguramente creía que así parecía más culto—. Hasta ayer estaba en Hetruria, y por todos lados se están reuniendo partidas de gente dispuesta a luchar. Hestoy seguro de que se aprestan a marchar contra Roma.
—¿Cómo sabes eso?
—He servido con varios de esos líderes en las legiones. Intentaron convencerme para que me uniera a ellos, y les hice creer que quizá lo haría. Solo para recabar hinformación, ya me entiendes —añadió rápidamente.
—¿Cuántos son?
—Yo diría que unos cinco mil, puede que el doble.
—¿Tantos?
—Si todavía no llega a esa cifra, no tardarán en alcanzarla.
—¿Van armados?
—Algunos, no todos. Lo que sí tienen es un plan.
—¿Y cuál es ese plan?
—Asaltar por sorpresa la guarnición de Praeneste, tomar la ciudad, fortificarla y usarla como base para reunir sus fuerzas.
—Praeneste es prácticamente inexpugnable —intervino Craso— y se halla a menos de un día de marcha de Roma.
—Manlio ha enviado a sus seguidores por toda Hitalia para que reclute a cuantos descontentos puedan.
—Vaya, vaya… —dijo Cicerón mirando a uno y luego al otro—. ¡Sí que estáis bien informados!
—Tú y yo hemos tenido nuestras diferencias, cónsul —repuso Craso, fríamente—, pero ante todo soy un ciudadano leal a la República. No quiero presenciar una guerra civil. Por eso estoy aquí. —Puso la cartera en sus rodillas, la abrió y sacó una pila de cartas—. Estos mensajes llegaron a mi casa a primera hora de esta noche. Uno iba dirigido a mí. Otros dos eran para mis amigos Marcelo y el joven Escipión, aquí presentes, que daba la casualidad que estaban cenando conmigo. Los demás están dirigidos a otros miembros del Senado. Como puedes ver, los sellos siguen intactos. No quiero que haya secretos entre nosotros. Aquí tienes, esta es la carta dirigida a mí. Léela.
Cicerón le lanzó una mirada suspicaz, leyó la carta rápidamente y me la pasó. Era muy corta:
El momento de hablar ha pasado. Ha llegado el momento de pasar a la acción. Catilina nos ha presentado sus planes. Quiere que te avisemos de que habrá derramamiento de sangre en Roma. Sal de la ciudad discretamente y sálvate. Nos pondremos en contacto contigo cuando ya no resulte peligroso que regreses.
No llevaba firma y la caligrafía era pulcra y carente de rasgos distintivos. Podría haberla escrito un niño.
—Entenderás por qué he venido sin perder un momento. Siempre he apoyado a Catilina, pero no quiero tomar parte en esto.
Cicerón se llevó una mano a la barbilla y no dijo nada durante un rato. Luego, miró a Marcelo y a Escipión.
—Y vuestros avisos… ¿son exactamente iguales?—Los dos jóvenes senadores asintieron—. ¿Anónimos?—Volvieron a asentir—. ¿Y no sabéis quién los ha enviado?—Negaron con la cabeza. Para tratarse de dos nobles arrogantes, se mostraban dóciles como corderos.
—La identidad del remitente es un misterio —declaró Craso—. El portero de mi casa nos llevó las cartas después de cenar. No vio quién las entregó… quien fuera las dejó junto a la puerta y desapareció. Como es natural, Marcelo y Escipión leyeron las suyas al mismo tiempo que yo la mía.
—Naturalmente. ¿Puedo ver los otros mensajes?
Craso rebuscó en la cartera y le fue pasando las cartas sin abrir de una en una. Cicerón examinó los destinatarios y me las mostró. Recuerdo que había un Claudio, un Emilio, un Valerio y otros nombres de parecida alcurnia entre los que figuraba el de Híbrida. Ocho o nueve en total; todos patricios.
—Al parecer, quiere prevenir a sus compañeros de caza —comentó Cicerón—, por los viejos tiempos. Es extraño que te hayan enviado a ti todas las cartas, ¿no te parece, Craso? ¿Por qué crees que puede ser?
—No tengo la menor idea.
—Desde luego, una conspiración que avisa a una persona que asegura no querer participar en ella y le pide que haga de mensajero es una conspiración bien rara.
—No se me ocurre ninguna explicación.
—Quizá sea un ardid.
—Quizá. Pero si tenemos en cuenta los preocupantes acontecimientos que están teniendo lugar en Etruria y recordamos lo unidos que están Manlio y Catilina… No. Creo que hay que tomarse esto en serio. Me temo que te debo una disculpa, cónsul. Según parece, Catilina puede ser una amenaza para la República, después de todo.
—Catilina es una amenaza para cualquiera.
—Dime cómo puedo ayudar. Solo tienes que pedírmelo.
—Bien, para empezar, necesito esas cartas. Todas.
Craso intercambió una mirada con sus compañeros, y luego metió todas las cartas en la cartera y se la entregó a Cicerón.
—Supongo que las presentarás ante el Senado.
—Creo que debo hacerlo, ¿tú no? También necesitaré que Arrio firme una declaración jurada relatando todo lo que ha visto en Etruria. ¿Estás dispuesto, Arrio?
Este miró a su jefe en busca de aprobación, y Craso hizo un gesto afirmativo.
—Habsolutamente —contestó Arrio.
—¿Pedirás permiso al Senado para reclutar un ejército?—preguntó Craso a Cicerón.
—Sin duda. Roma debe estar protegida.
—¿Puedo decir que si buscas un comandante para dicha fuerza no tienes más que mirar ante ti? No olvides que fui yo quien aplastó la revuelta de Espartaco. Puedo hacer lo mismo con la revuelta de Manlio.
Tal como Cicerón comentó posteriormente, el descaro de aquel hombre no conocía límites. Primero había ayudado a crear el problema apoyando a Catilina, y después pretendía llevarse la gloria destruyendo a su antiguo aliado. Cicerón contestó con una evasiva, dijo que era muy tarde para pensar en ejércitos y nombrar generales y que le gustaría consultar el asunto con la almohada antes de responder.
—De todas maneras, confío en que cuando hagas tu declaración mencionarás mi patriotismo por haberte avisado.
—Cuenta con ello —dijo Cicerón mientras sacaba del estudio a Craso y a sus amigos y los guiaba al atrio, donde los esperaba su escolta.
—Si hay algo más que pueda hacer… —añadió Craso.
—La verdad es que hay un asunto en el que agradecería tu ayuda —dijo Cicerón, que nunca dejaba pasar la oportunidad de sacar ventaja—. Si esa demanda contra Murena prospera, nos privará de un cónsul en un momento muy delicado. ¿Te unirás a Hortensio y a mí en su defensa?
Por supuesto, aquello era lo último que Craso deseaba hacer, pero contestó sin inmutarse:
—Será un honor.
Los dos se dieron la mano.
—No tengo palabras para explicar cuánto me place —dijo Cicerón— que los malentendidos que pudo haber entre tú y yo en el pasado se hayan aclarado.
—Siento exactamente lo mismo que tú, mi querido Cicerón. Esta noche ha sido provechosa para ambos y aun mejor para Roma.
Y entre declaraciones de amistad, confianza, fidelidad y respeto mutuos, Cicerón acompañó a Craso y sus amigos hasta la salida, hizo una reverencia, les deseó buenas noches y prometió hablar con él por la mañana.
—¡Menudo hijo de puta embustero! —exclamó nada más cerrar la puerta.
—¿No le crees?
—¿Qué?¿Que Arrio estaba de paso por Etruria y que por casualidad se puso a conversar con unos tipos que están a punto de dar un golpe de Estado y que le pidieron que se uniera a ellos? No, no creo una palabra. ¿Tú sí?
—Esas cartas son muy raras. ¿Crees que las escribió él mismo?
—¿Por qué haría tal cosa?
—Supongo que para poder presentarse en tu casa en plena noche y hacer el papel de ciudadano leal a la Republica. Las cartas le dan la excusa perfecta para retirar su apoyo a Catilina. —De repente me sentí muy acalorado porque estaba seguro de haber desentrañado la verdad—. ¡Eso es! Debió de enviar a Arrio a que echase un vistazo a lo que sucedía en Etruria, y cuando Arrio volvió y le contó lo que pasaba, Craso se asustó. Ha llegado a la conclusión de que Catilina va a perder, y quiere distanciarse públicamente de él.
Cicerón asintió, complacido.
—Bien visto por tu parte, Tiro. —Dio media vuelta y se internó por el pasillo, hacia el atrio, con las manos enlazadas en la espalda, encorvado y pensativo, cuando de repente se detuvo—. De todas maneras, me pregunto si…
—¿Qué?
—No sé, míralo al revés. Supón que el plan de Catilina da resultado, que el ejército de maleantes de Manlio consigue capturar Praeneste y después avanza hacia Roma sumando apoyos allí por donde pasa. El pánico y las matanzas se apoderan de la capital. El Senado es tomado por la fuerza. Me asesinan. Catilina se hace efectivamente con el control de la República. ¡Bien saben los dioses que no es imposible! Somos muy pocos para defendernos, mientras que Catilina tiene muchos seguidores dentro de los muros de la ciudad. ¿Qué pasaría entonces?
—No lo sé. Parece una pesadilla.
—Te diré exactamente lo que pasaría. Los magistrados que sobrevivieran no tendrían más remedio que convocar al único hombre capaz de salvar la nación: Pompeyo el Grande al frente de sus legiones de Oriente. Con su genio militar, y al mando de cuarenta mil hombres bien entrenados, acabaría con Catilina en un abrir y cerrar de ojos. Y cuando lo hubiera logrado, nada le impediría declararse dictador de Roma y el mundo entero. Y ahora, dime, ¿a cuál de sus rivales teme y odia más Craso?
—¿A Pompeyo?
—Exactamente, a Pompeyo. Me temo que la situación es mucho más peligrosa de lo que pensaba. Craso ha venido a verme esta noche para traicionar a Catilina no porque tema que fracase sino porque le asusta que pueda triunfar.
A la mañana siguiente, con las primeras luces, salimos de casa escoltados por cuatro caballeros, incluidos los hermanos Sexto, que en adelante prácticamente ya no se separarían del cónsul. Cicerón iba con la capucha puesta y la cabeza baja, yo llevaba la cartera con las cartas; cada poco tenía que avivar el paso para mantener el ritmo de sus largas zancadas. Cuando le pregunté adónde íbamos, me contestó:
—Tenemos que procurarnos un general.
Resulta extraño relatarlo, pero la melancolía y la desdicha que lo habían asediado desaparecieron de la noche a la mañana. Enfrentado a aquella grave crisis, parecía… contento no, sería absurdo decir eso, pero sí lleno de vitalidad. Subió al Palatino con grandes zancadas y cuando giramos hacia el Alto de la Victoria comprendí que nuestro destino era la casa de Metelo Celer. Pasamos ante el portal de Cátulo y nos metimos en el de la casa contigua; tenía las ventanas tapiadas y estaba vacía. Cicerón no quería que lo vieran; me dijo que esperarían allí mientras yo iba a la casa de al lado para anunciar que el cónsul deseaba hablar con el pretor en privado. Hice lo que me pidió, y el mayordomo de Celer volvió enseguida para informarme de que su señor se reuniría con nosotros tan pronto como terminara su audiencia matinal. Cuando regresé en busca de Cicerón, lo encontré hablando con el vigilante de la casa con las ventanas tapiadas.
—Este caserón es de Craso —me contó mientras nos alejábamos—. ¿Te lo puedes creer? Vale una fortuna, pero prefiere tenerlo vacío y ofrecerlo a un precio más alto el año que viene. No me extraña que no quiera una guerra civil. ¡Sería malo para los negocios!
Un sirviente guió a Cicerón por un callejón situado entre ambas mansiones, abrió la puerta de atrás y lo llevó directamente a los aposentos de la familia. Allí, Clodia, la esposa de Celer, espléndida con una bata de seda que se había echado encima del camisón y con el olor a almizcle del dormitorio todavía en su piel, esperaba para darle la bienvenida.
—Cuando me han dicho que ibas a entrar clandestinamente por la puerta de atrás, me he hecho la ilusión de que venías a verme —comentó en tono de reproche, mirándolo con ojos soñolientos—. Pero resulta que es a mi marido a quien quieres ver, lo cual me indica lo aburrido que eres.
—Me temo que todos somos aburridos comparados con aquella que, por elocuentes que seamos, nos reduce a la condición de pobres tartamudos —repuso Cicerón al tiempo que se inclinaba para besarle la mano.
El hecho de que Cicerón tuviera energía para coquetear da una idea de lo animoso que se sentía, y el contacto de sus labios en la piel de Clodia se prolongó más de lo necesario. ¡Qué escena! ¡El más grande y pudoroso orador romano inclinado sobre la manó de la aristócrata más descarada de Roma! Lo cierto es que en ese momento cruzó por mi cabeza una idea fantástica y descabellada: que Cicerón pudiera algún día abandonar a Terencia por aquella mujer. Me sentí aliviado cuando Celer irrumpió en la habitación con su habitual porte militar y la atmósfera de intimidad se desvaneció.
—¡Buenos días, cónsul! ¿Qué puedo hacer por ti?
—Puedes reclutar un ejército y salvar el país.
—¿Un ejército?¡Esta sí que es buena! —exclamó, pero enseguida vio que Cicerón hablaba en serio—. ¿Se puede saber de qué estás hablando?
—La crisis que llevo tanto tiempo anunciando se nos viene encima. Tiro, muestra al pretor la carta dirigida a Craso.
Así lo hice, y vi que el rostro de Celer se ponía tenso al leerla.
—¿Enviaron esto a Craso?
—Eso dice él. Y también le enviaron estas otras para que las distribuyera por la ciudad. —Cicerón me hizo un gesto, y yo entregué a Celer una pila de cartas.
Leyó unas cuantas y las comparó. Cuando hubo acabado, Clodia se las quitó de las manos y las examinó. Él no intentó impedírselo, y yo tomé nota mentalmente de que aquella mujer conocía todos los secretos de su marido.
—Y esas que tienes en la mano son solo la mitad —prosiguió Cicerón—. Según Quinto Arrio, Etruria está llena de hombres de Catilina. Manlio está reuniendo un ejército rebelde equivalente a dos legiones. Su plan es capturar Praeneste primero y Roma después. He venido a pedirte que asumas el mando de nuestras defensas. Vas a tener que actuar con presteza si queremos detenerlos.
—¿Qué entiendes tú por «presteza»?
—Hoy mismo saldrás de la ciudad.
—Pero si no tengo autoridad…
—Yo te la otorgaré.
—Un momento, cónsul. Hay cosas que debo meditar antes de salir a reclutar tropas por ahí.
—¿Qué cosas?
—Primero debo consultar a mi hermano Nepos. Y luego tengo que pensar en mi otro hermano, hermano por matrimonio, Pompeyo el Grande…
—¡No tenemos tiempo para eso! Si cada uno se pone a pensar en los intereses de su familia en vez de en el interés de la nación no llegaremos a ninguna parte. Escucha, Celer —dijo Cicerón en ese tono conciliador que le había oído tantas veces—, tu valor y tu decidida intervención salvó la República cuando Rabirio estaba en peligro. Desde entonces sé que la historia te ha asignado el papel de héroe. En esta crisis hay tanta gloria como peligro. Recuerda las palabras de Héctor: «No es el destino del hombre audaz la muerte sin gloria». Además, si no lo haces tú, lo hará Craso.
—¿Craso? Pero ¡si no es general! De lo único que sabe es de dinero.
—Quizá, pero ya está olfateando la gloria de un triunfo militar. Dale un par de días y habrá comprado a la mayoría del Senado para que le dé la autoridad que necesita.
—Si hay gloria militar en juego, será Pompeyo quien la ambicione. Además, mi hermano ha vuelto a Roma a propósito para asegurarse de que la consiga. —Celer me devolvió las cartas—. No, cónsul. Agradezco la fe que has depositado en mí, pero no puedo aceptar sin su aprobación.
—Te daré la Galia Citerior.
—¿Qué?
—La Gala Citerior. Te la daré.
—Perdona, pero no eres quién para darme esa provincia.
—Lo soy. Es la provincia que tengo asignada como cónsul. Si lo recuerdas, me correspondió después de intercambiarla con Híbrida por Macedonia. Te la doy.
—¡Una provincia no es un cesto de huevos frescos! Debe realizarse un sorteo previo entre los pretores.
—Sí. Un sorteo que tú ganarás.
—¿Piensas amañarlo?
—Yo no voy a amañar nada. Eso sería de lo más deshonesto. No, no, eso se lo dejo a Híbrida. Tal vez no sea un hombre con muchos talentos, pero me parece que amañar sorteos es uno de los pocos que tiene.
—¿Y si se niega?
—No se negará. Tenemos un trato. Además —añadió Cicerón, mostrando la carta anónima dirigida a Híbrida—, estoy seguro de que preferiría que esto no se hiciera público.
—La Galia Citerior… —murmuró Celer acariciando su poderoso mentón—. Es mejor que la Galia Ulterior.
—Querido —intervino Clodia apoyando la mano en el brazo de su esposo—, realmente es una oferta muy buena. Estoy segura de que tanto Nepos como Pompeyo lo comprenderán.
Celer gruñó por lo bajo y meditó. Vi cómo la codicia se reflejaba en su rostro. Al fin preguntó:
—¿Cuándo crees que recibiré esa provincia?
—Hoy —dijo Cicerón—. Esto es una emergencia nacional. Argumentaré que no tiene que haber la menor duda respecto a los mandos en todo el imperio, que mi lugar está en Roma y el tuyo en el campo de batalla, aplastando a los rebeldes. Seremos aliados en la defensa de la República. ¿Qué te parece?
Celer lanzó una mirada a Clodia.
—Esto te dará una ventaja decisiva sobre todos tus adversarios —comentó ella—. Tendrás asegurado el consulado.
Celer gruñó de nuevo y se volvió hacia Cicerón.
—Muy bien —contestó, tendiéndole su musculoso brazo—. Por el bien de mi país, te digo que sí.
Cicerón salió de casa de Celer y caminó el centenar de pasos que la separaban de la de Híbrida, sacó al cónsul presidente de su habitual estado de estupor etílico, lo puso al corriente del ejército rebelde que se estaba organizando en Etruria y le dio las indicaciones del día. Híbrida protestó cuando supo que tendría que amañar el sorteo de la Galia Citerior, pero cuando Cicerón le mostró la carta de los conspiradores que llevaba su nombre, sus vidriosos ojos, llenos de venillas rojas, casi se le salieron de las órbitas y empezó a sudar y temblar de miedo.
—Te juro, Cicerón, que no sabía nada de todo esto.
—Sí, mi querido Híbrida; pero, como bien sabes, la ciudad está llena de mentes suspicaces y envidiosas a las que sería fácil convencer de lo contrario. Si de verdad quieres demostrar tu lealtad a la República fuera de toda duda, te aconsejo que me ayudes con este asunto de la Galia Citerior y contarás con todo mi apoyo.
Aquello tranquilizó a Híbrida; el siguiente paso era persuadir a los senadores adecuados, tarea a la que Cicerón se dedicó antes de la sesión de la tarde, mientras se consultaban los auspicios. Por entonces la ciudad era un hervidero de rumores acerca del inminente asalto de un ejército rebelde y de un complot para asesinar a los principales magistrados. Cátulo, Isáurico, Hortensio, los hermanos Lúculo, Silano, Murena e incluso Catón —que era tribuno electo junto con Nepos— fueron informados en privado. En esos momentos Cicerón parecía un vendedor de alfombras en un bazar: miraba furtivamente por encima del hombro de su cliente y después a su espalda, hablaba en voz baja y gesticulaba sobremanera, como si pretendiera cerrar una compra. César lo observaba desde la distancia, y yo, por mi parte, observaba a César. Su expresión resultaba inescrutable. No había señales de Catilina.
Cuando los senadores llegaron para el inicio de la sesión, Cicerón ocupó su lugar al final de los bancos de la primera fila, junto al estrado consular, que era donde se sentaba siempre que no presidía la cámara. Cátulo estaba junto a él. Desde aquella privilegiada posición y mediante una serie de gestos, guiños a Híbrida y algún que otro comentario susurrado, Cicerón era capaz de controlar la marcha de las sesiones aunque no tuviera la presidencia. Para ser justos, Híbrida casi resultaba creíble cuando tenía un guión que leer, como ocurrió ese día. Cuadrando los hombros, echando la cabeza hacia atrás y con una voz largamente macerada en vino, declaró que los asuntos públicos habían sufrido un dramático giro en el curso de la noche anterior y llamó a Quinto Arrio para que diera testimonio bajo juramento.
Arrio era uno de esos senadores que no intervenían a menudo, pero, cuando lo hacía, siempre era escuchado con respeto. No sé por qué, la verdad. Quizá se debía a que su absurda pronunciación le otorgaba una sinceridad especial. Se levantó y dio un completo informe de lo que había visto en las zonas rurales: las bandas armadas que estaban congregándose en Etruria, reclutadas por Manlio; su número, que pronto alcanzaría los diez mil hombres; su convencimiento de que tenían intención de atacar Praeneste, que la seguridad de Roma estaba en peligro, y que alzamientos parecidos se estaban preparando en Abulia y Capua. Cuando volvió a su asiento, las voces de pánico eran claramente audibles. Híbrida le dio las gracias y a continuación llamó a Craso, Marcelo y Escipión para que leyeran las cartas que habían recibido la noche anterior. Entregó el resto de los mensajes a los bedeles, y estos los entregaron a sus destinatarios. Craso fue el primero en levantarse. Describió la misteriosa llegada de los avisos y cómo había ido inmediatamente a ver a Cicerón acompañado por los otros dos. Acto seguido, leyó con voz grave y firme: «El momento de hablar ha pasado. Ha llegado el momento de pasar a la acción. Catilina nos ha presentado sus planes. Quiere que te avisemos de que habrá derramamiento de sangre en Roma. Sal de la ciudad discretamente y sálvate. Nos pondremos en contacto contigo cuando ya no resulte peligroso que regreses».
¿Puedes imaginar el efecto acumulativo de aquellas palabras, entonadas con solemnidad por Craso y a continuación repetidas con nerviosismo por Escipión y Marcelo? La sorpresa fue aún mayor porque todos sabían que Craso había apoyado a Catilina para el consulado y no una sino dos veces. Se hizo un profundo silencio, y al poco alguien exclamó:
—¿Dónde está Catilina?
El grito fue coreado por otros senadores.
—¡Sí! ¿Dónde está Catilina?¿Dónde?
En pleno alboroto, Cicerón susurró algo a Cátulo, y el viejo patricio tomó la palabra.
—A la vista de las desoladoras noticias que han llegado a esta cámara, y de acuerdo con las antiguas prerrogativas de esta, propongo que, bajo las disposiciones del Acta Final, los cónsules sean autorizados a tomar todas las medidas que estimen necesarias para la defensa de la República. Ese poder incluirá la autoridad para reclutar tropas, dirigir la guerra, imponer la fuerza sobre aliados y ciudadanos por igual, y ejercer el mando y la jurisdicción suprema tanto en casa como en el extranjero.
—Quinto Lutecio Cátulo ha propuesto que adoptemos las disposiciones del Acta Final —resumió Híbrida—. ¿Alguien se opone?
Todas las cabezas se volvieron hacia César, entre otras cosas porque la legitimidad del Acta Final era el punto esencial del enjuiciamiento de Rabirio. Pero César, por primera vez que yo recordara, parecía abrumado por los acontecimientos. No solo no intercambió comentario alguno con su vecino, Craso, sino que ni siquiera lo miró; eso era algo de lo más extraño, pues siempre estaban en estrecho conciliábulo, y deduje que la defección de Craso del bando de Catilina lo había pillado totalmente por sorpresa. No hizo el menor movimiento, permaneció con la vista fija en el frente, ofreciéndonos un adelanto de esos bustos suyos de mármol que nos miran con ojos ciegos en todos los edificios públicos del imperio.
—Si nadie se opone —dijo Híbrida—, declaro aprobada la moción, y esta presidencia da la palabra a Marco Tulio Cicerón.
Cicerón se levantó por fin entre el murmullo de aprobación de los mismos senadores que semanas antes se habían burlado de él por alarmista.
—Señores. Primero deseo felicitar a Híbrida por la firmeza con la que ha manejado hoy esta crisis. —Los senadores murmuraron su aprobación, y el aludido sonrió, radiante—. Por mi parte, puesto que confío plenamente en el escudo que me proporcionan mis amigos y aliados, permaneceré en Roma y seguiré enfrentándome a ese loco asesino llamado Catilina, como siempre he hecho. Dado que no sé cuánto tiempo se prolongará esta crisis, pido formalmente que se me permita renunciar al gobierno de la provincia que tenía asignada, de acuerdo con la promesa que hice al comienzo de mi consulado…, una promesa tanto más urgente en esta hora de zozobra para nuestra República.
El patriótico sacrificio de Cicerón fue recibido con sonoros aplausos y, sin perder un momento, Híbrida sacó la sagrada urna y metió en ella la ficha marcada que representaba la Galia Citerior y otras siete en blanco… O eso pareció. Más adelante supe que todas las fichas que había metido estaban en blanco. Los ocho pretores se acercaron. El primero en probar suerte fue el altivo Léntulo Sura, de quien Cicerón sabía que estaba profundamente implicado en la trama de Catilina. Sura, que era uno de los tontos más pagados de sí mismos del Senado, estaba emparentado con Híbrida de muchas maneras: se había casado con la viuda de su hermano y estaba criando al hijo de aquella unión, Marco Antonio, como si fuera propio; y el propio Marco Antonio estaba prometido con Antonia, la hija de Híbrida. Así pues, observé con atención al presidente del Senado para ver si sería capaz de llevar el engaño hasta el final. Sin embargo, la política tiene sus propias lealtades, y estas se hallan muy por encima de ciertos parentescos. Sura metió la mano en la urna, sacó su ficha y se la entregó a Híbrida, quien anunció que estaba en blanco y la mostró a la cámara. Sura se encogió de hombros y dio media vuelta; en cualquier caso, no ambicionaba una provincia, sino Roma entera.
Pontino fue el siguiente, y después Flaco, los dos con idéntico resultado. Celer fue el cuarto en probar suerte. Parecía muy sereno cuando se acercó al estrado y metió la mano. Híbrida le cogió la ficha de las manos y se giró un poco, como para leerla a la luz. Seguramente fue entonces cuando hizo el cambio, porque todos los que estaban cerca pudieron ver la señal de la cruz grabada en la ficha.
—¡Celer consigue la Galia Citerior! —anunció—. ¡Que los dioses favorezcan su nombramiento!
Se oyeron aplausos, y Cicerón se puso en pie nuevamente.
—Propongo que Quinto Cecilio Metelo Celer sea investido ahora mismo de imperium militar y se le conceda la autoridad de reclutar y formar un ejército para defender su provincia.
—¿Alguien se opone?—preguntó Híbrida.
Por un instante pensé que Craso iba a ponerse en pie. Pareció inclinarse hacia delante y vacilar, pero después lo pensó mejor y se recostó en su asiento.
—¡La propuesta queda aprobada por unanimidad!
Cuando el Senado levantó la sesión, Cicerón e Híbrida convocaron un gabinete de guerra con todos los pretores para promulgar los edictos necesarios para la defensa de la ciudad. Se despachó de inmediato un mensaje al comandante de la guarnición de Praeneste ordenándole que reforzara la guardia. Se aceptó un antiguo ofrecimiento del prefecto de Reate de enviar un centenar de hombres. Las puertas de Roma cerrarían una hora antes de lo habitual, el toque de queda sería efectivo a partir de la hora doce, y las patrullas vigilarían las calles durante toda la noche. La antigua prohibición de llevar armas dentro de la ciudad no se aplicaría a los soldados leales al Senado. Se realizarían registros aleatorios de los carromatos. Los accesos al Palatino se bloquearían a la puesta de sol. Todas las escuelas de gladiadores de los alrededores de la capital se cerrarían, y sus integrantes serían enviados a colonias lejanas. Todos aquellos —esclavos u hombres libres— que aportaran información sobre potenciales traidores recibirían recompensas de hasta cien mil sestercios. Celer partiría al amanecer para iniciar el reclutamiento de tropas. Por último, se acordó que se pediría a una serie de hombres de confianza que, a cambio de garantías sobre su seguridad personal, presentaran una acusación contra Catilina por violencia contra el Estado.
Durante aquella sesión, Léntulo Sura permaneció tranquilamente sentado; a su lado, su liberto Publio Umbreno tomaba nota de todo. Más adelante, Cicerón se quejó amargamente ante mí de aquel absurdo: que dos de los principales conspiradores pudieran asistir a una reunión de lo más secreta para informar después a sus compañeros de complot. Sin embargo, qué podía hacer él. Una vez más, no tenía pruebas.
Los guardaespaldas de Cicerón estaban impacientes por acompañarlo a casa antes de que oscureciera, de manera que, una vez finalizada la reunión, salimos cautamente a la espesa penumbra y cruzamos el foro a toda prisa, atravesamos Subura y subimos por la colina Esquilina. Una hora más tarde, Cicerón estaba en su estudio escribiendo despachos en los que notificaba las decisiones del Senado a los gobernadores provinciales cuando el perro guardián empezó a ladrar furiosamente. Instantes después, el portero entró para avisar que Metelo Celer quería ver al cónsul y esperaba en el atrio.
No había duda de que Celer estaba nervioso. Caminaba arriba y abajo y se estrujaba los dedos mientras Quinto y Tito Sexto lo observaban desde el pasillo.
—Bien, gobernador —lo saludó Cicerón al ver que su visitante necesitaba que lo tranquilizaran—, yo diría que la sesión de esta tarde no ha ido mal.
—Desde tu punto de vista, quizá, pero mi hermano no está nada contento. Te dije que tendríamos problemas. Nepos afirma que si los rebeldes de Etruria son tan peligrosos como pensamos, deberíamos llamar a Pompeyo para que regresara y se encargara de ellos.
—No podemos perder tiempo esperando a que Pompeyo y su ejército recorran las miles de millas que los separan de Roma. Nos asesinarían en nuestra cama mucho antes de que llegara.
—Eso es lo que tú dices, pero Catilina jura que no pretende amenazar la República y que tampoco tiene nada que ver con esas cartas.
—¿Has hablado con él?
—Vino a verme poco después de que tú abandonaras el Senado. Para demostrar que sus intenciones son pacíficas, se ha ofrecido a entregarse a mi custodia personal durante el tiempo que yo estime oportuno.
—¡Ja! ¡Menudo sinvergüenza! Supongo que lo despacharías con cajas destempladas…
—No. Lo he traído para que hable contigo.
—¿Aquí?¿Lo has traído a mi casa?
—No. Está esperando en la calle. Creo que deberías hablar con él. Está solo y desarmado. Yo respondo por él.
—Aunque sea como dices, ¿qué podemos sacar de bueno hablando con él?
—Es un Sergio, cónsul —dijo Celer en tono glacial—. Desciende de los troyanos. Aunque solo sea por eso, su sangre merece un poco de respeto.
Cicerón miró a los hermanos Sexto. Tito hizo un gesto de indiferencia.
—No hay problema, cónsul. Si está solo, podemos hacernos cargo fácilmente.
—Está bien, Celer, ve a buscarlo. Escucharé lo que tenga que decir. Pero te aseguro que estamos perdiendo el tiempo.
Me horrorizó que Cicerón corriera semejante riesgo y, mientras Celer iba en busca de Catilina, me atreví a decírselo, pero él me interrumpió:
—Con este gesto demostraré mi buena fe y al menos podré anunciar al Senado que incluso he estado dispuesto a recibir al canalla. De todas maneras, ¿quién sabe? Igual ha venido a disculparse.
Forzó una sonrisa, pero yo me di cuenta de que aquel curso inesperado de los acontecimientos lo había puesto nervioso. En cuanto a mí, me sentía como los condenados en el circo, cuando el tigre irrumpe en la arena, pues así entró Catilina en el estudio, salvaje y acechante, lleno de contenida furia. Casi creí que iba a lanzarse a la garganta de Cicerón. Los hermanos Sexto se situaron tras él cuando se detuvo a un par de pasos de mi señor. Alzó la mano en un saludo burlón.
—Cónsul…
—Di lo que hayas venido a decir, senador, y márchate.
—Tengo entendido que has vuelto a difundir mentiras sobre mí.
—¿Lo ves?—dijo Cicerón volviéndose hacia Celer—. ¿Qué te he dicho? Esto es una pérdida de tiempo.
—Escúchale —respondió Celer.
—Mentiras —repitió Catilina—. No sé una maldita palabra de esas cartas que la gente dice que mandé anoche. Tendría que ser un loco muy extraño para enviar semejantes mensajes por toda la ciudad.
—Estoy dispuesto a admitir que no los enviaste tú personalmente —repuso Cicerón—, pero estás rodeado por un montón de estúpidos capaces de hacerlo.
—¡Y una mierda! ¡Son vulgares falsificaciones! ¿Sabes qué creo? Que las escribiste tú.
—Deberías dirigir tus sospechas hacia Craso. Fue él quien las utilizó como excusa para traicionarte.
—El viejo calvo está jugando su propio juego, que es lo que siempre hace.
—¿Y los rebeldes de Etruria?¿No tienen nada que ver contigo?
—Son muertos de hambre a quienes los usureros han empujado a la desesperación. Tienen todas mis simpatías, pero yo no soy su líder. He venido a hacerte la misma oferta que he hecho a Celer. Me someteré a tu custodia y me quedaré en esta casa, donde tú y tus guardaespaldas podréis vigilarme y comprobar lo inocente que soy.
—¡Eso no es un ofrecimiento, es una broma! Si no me siento seguro viviendo en la misma ciudad que tú, difícilmente podré sentirme a salvo teniéndote bajo mi mismo techo.
—Entonces, ¿no hay nada que pueda hacer para contentarte?
—Sí. Vete de Roma, de Italia. Parte para el exilio y no regreses jamás.
Los ojos de Catilina soltaron chispas, y sus manos se cerraron como puños.
—Mi primer ancestro fue Segresto, compañero de Eneas, el fundador de nuestra ciudad. ¿Cómo tienes el atrevimiento de decirme que me marche?
—Mira, ahórranos tu saga familiar. Al menos mi oferta es seria. Si partes hacia el exilio, me ocuparé de que ninguna desgracia caiga sobre tu esposa y tus hijos. Tus descendientes no sufrirán la vergüenza de tener un padre que ha sido formalmente condenado… porque serás condenado, Catilina, no te quepa la menor duda. Además, el exilio también te permitirá escapar de tus acreedores, y en tu caso no es un asunto menor.
—¿Y qué ocurrirá con mis amigos?¿Cuánto tiempo tendrán que soportar tu dictadura?
—Mi dictadura, como la llamas, solo pretende protegernos de gente como tú. Una vez que te hayas marchado, ya no será necesaria y no tendré inconveniente en hacer tabla rasa. El exilio voluntario puede ser un gesto noble, Catilina, un gesto digno de esos ancestros tuyos a los que te gusta tanto citar.
—¿El nieto de un criador de pollos se atreve a dar lecciones a un Sergio sobre lo que es noble? Las próximas te las darán a ti, Celer. —Celer se mantuvo impasible, mirando al frente, como un soldado en un desfile—. ¡Míralo! —se burló Catilina volviéndose hacia él—. ¡Un típico Metelo! Medran pase lo que pase. Pero tú, Cicerón, sabes bien que en privado te desprecia. ¡Todos lo hacen! Al menos yo tengo el valor de decirte a la cara lo que otros murmuran a tu espalda. Puede que te utilicen para proteger sus propiedades, pero cuando les hayas hecho el trabajo sucio no querrán saber nada más de ti.
Dio media vuelta, pasó entre los hermanos Sexto y salió a grandes zancadas de la casa.
—¿Por qué será que siempre tengo la sensación de que deja cierto olor a azufre a su paso?
—¿Crees que partirá al exilio?—preguntó Celer.
—Es posible. No creo que Catilina sepa nunca qué es lo siguiente que va a hacer. Es como un animal: sigue el impulso que se apodera de él en el momento. Lo principal es que mantengamos la guardia y la vigilancia; tú en el campo; yo, en la ciudad.
—Me pondré en marcha con las primeras luces del alba. —Celer fue hacia la puerta, de pronto se detuvo y dio media vuelta—. Por cierto, todo eso de que te despreciamos… no había en ello una palabra de verdad, ya lo sabes.
—Lo sé, Celer. Te lo agradezco.
Cicerón sonrió y mantuvo la sonrisa hasta que oyó que la puerta se cerraba, entonces desapareció poco a poco de su cara. Se dejó caer en la silla más cercana, extendió las manos ante él, con las palmas hacia arriba, y las miró con perplejidad, como si el violento temblor que las agitaba fuera la cosa más extraña que hubiera visto en la vida.