Cicerón solo informó a sus senadores de más confianza acerca de su intención de proponer que la cámara concediera un triunfo a Lúculo. Personas como su hermano Quinto, el ex cónsul Pisón, los pretores Pomptino y Flaco; amigos como Galo, Marcelino y el anciano Frugi; y los líderes patricios Hortensio, Cátulo e Isáurico. Ellos, a su vez, hicieron partícipes a otros del plan. Todos juraron mantenerlo en secreto, se les informó del día en que debían estar presentes en la cámara y, sobre todo, recibieron instrucciones precisas de mantenerse juntos, pasara lo que pasase hasta que se levantara la sesión. Cicerón no dijo nada a Híbrida.
En el día señalado, el Senado estaba inusualmente lleno. Incluso los ancianos nobles que no asistían desde hacía años hicieron acto de presencia. Vi que César presentía algún tipo de peligro, porque en momentos como ese tenía la costumbre de olisquear el aire, literalmente, echando la cabeza hacia atrás y mirando alrededor con suspicacia (recuerdo que hizo eso mismo instantes antes de ser asesinado). Sin embargo, Cicerón lo había organizado todo con mano maestra. En esos momentos, un tedioso proyecto de ley que restringía el derecho de los senadores a reclamar los gastos en sus viajes no oficiales estaba a punto de ser sometido a votación. Aquella era la clase de legislación en interés propio que motivaba a los pelmazos de la política, y Cicerón había logrado tener un banco lleno de ellos y les había prometido que cada uno podría hablar tanto tiempo como quisiera. En el momento en que leyó el orden del día, algunos senadores mascullaron por lo bajo y se levantaron para marcharse, y tras una hora escuchando a Quinto Cornificio —un orador plúmbeo en el mejor de los casos— el número de asistentes había disminuido significativamente. Algunos de los miembros de nuestro bando fingieron salir, pero en realidad se quedaron en las calles cercanas al Senado. Al final, ni siquiera César fue capaz de soportarlo y se marchó junto con Catilina.
Cicerón esperó un poco más. Entonces se levantó y anunció que había recibido una nueva moción que deseaba presentar a la cámara. Dio la palabra al hermano de Lúculo, Marco, y este leyó una carta del gran general solicitando del Senado que le concediera un triunfo antes de las elecciones consulares. Cicerón declaró que Lúculo ya había esperado bastante para recibir lo que era una justa recompensa y que sometería el asunto a votación inmediatamente. Para entonces, los bancos patricios se habían llenado de nuevo con los que se habían quedado a las puertas del Senado, pero los de la facción populista estaban prácticamente desiertos. Un mensajero salió a toda prisa para avisar a César. Entretanto, todos lo que eran favorables a conceder un triunfo a Lúculo se habían reunido alrededor de su hermano y, tras hacer el pertinente recuento de cabezas, Cicerón declaró que la moción quedaba aprobada por ciento veinte votos contra dieciséis y levantó la sesión. Echó a caminar por el pasillo central, precedido de sus lictores, justo cuando César y Catilina aparecieron en la puerta. Obviamente, sabían que habían sido burlados y que se habían perdido algo importante, aunque tardaron más de una hora en averiguar de qué se trataba. En aquellos momentos no tuvieron más remedio que hacerse a un lado y dejar pasar al cónsul con su séquito. Fue un momento glorioso, y esa noche, durante la cena, Cicerón se explayó a gusto explicándolo.
Los problemas empezaron de verdad al día siguiente, en el Senado. Aunque con retraso, los bancos de los populistas se habían llenado y en la cámara reinaba el desorden. César, Craso y Catilina ya habían averiguado lo que tramaba Cicerón y, uno tras otro, se levantaron para solicitar que la votación se repitiera. Cicerón no se dejó intimidar. Declaró que el quórum había sido suficiente, que Lúculo merecía su triunfo y que el pueblo necesitaba un poco de espectáculo para animarse. En lo que a él se refería, era cosa decidida. Sin embargo, Catilina se negó a sentarse y siguió exigiendo una nueva votación. Sin perder la calma, Cicerón intentó abordar de nuevo el proyecto de ley sobre los gastos en los viajes. La cámara era un caos, y yo temí que hubiera que suspender la sesión. Pero al final Catilina demostró que no había perdido la esperanza de alcanzar el poder mediante las urnas en lugar de con la espada y reconoció que al menos el cónsul tenía razón en una cosa: las masas urbanas siempre disfrutaban con un triunfo y no entenderían que un día se les concediera ese placer y al siguiente se les negara. Se dejó caer en su banco haciendo un gesto de enfado y disgusto con la mano. Quedó decidido que Lúculo tendría su día de gloria en Roma.
Esa noche, Servio acudió a ver a Cicerón. Rechazó con brusquedad su ofrecimiento de tomar algo y le preguntó sin rodeos si los rumores que corrían eran ciertos.
—¿Qué rumores?
—Los que dicen que me has abandonado y que vas a apoyar a Murena.
—¡Por supuesto que no! Votaré por ti y así se lo diré a cualquiera que me lo pregunte.
—Entonces, ¿por qué has arruinado mis posibilidades permitiendo que la ciudad se llene con los antiguos legionarios de Murena precisamente en la semana de las elecciones?
—La decisión de cuándo Lúculo celebrará su triunfo depende solo de él. —Aquella respuesta, aunque cierta desde un punto de vista estrictamente legal, resultaba dudosa en todos los demás—. ¿Estás seguro de que no quieres tomar nada?
—¿De verdad crees que soy tan tonto?—Los encorvados huesos de Servio temblaban de rabia—. ¡Esto es soborno, pura y simplemente! Te lo advierto, cónsul: pienso presentar ante el Senado un proyecto de ley que declare ilegal que los candidatos que se presenten a las elecciones o sus representantes puedan organizar juegos y banquetes antes de las elecciones.
—Escucha, Servio, ¿me permites que te dé un consejo? El dinero, las fiestas, los entretenimientos… todo eso ha formado parte desde siempre de las campañas electorales y siempre será así. No puedes quedarte sentado en tu casa esperando que los votantes acudan a ti. Tienes que montar un espectáculo, asegurarte de que allí adonde vas te sigue una multitud de admiradores. Reparte un poco de dinero. Puedes permitírtelo.
—Eso es sobornar al votante.
—No, eso es seducirlo. Recuerda, la mayoría son pobres. Necesitan saber que su voto tiene valor y que los grandes hombres les prestan atención aunque solo sea una vez al año. Es todo lo que tienen.
—Confieso que me sorprendes, Cicerón. Nunca pensé que oiría a un cónsul decir esas cosas. El poder te ha corrompido por completo. Mañana presentaré mi proyecto de ley. Catón lo apoyará, y espero que tú hagas lo mismo. De lo contrario, el país sacará sus propias conclusiones.
—Esto es típico de ti, Servio…, siempre el punto de vista del jurista, ¡nunca el del político! ¿Acaso no lo entiendes? Si la gente te ve yendo de un lado para otro, no para captar votos, sino para reunir pruebas para una acusación, pensará que has perdido toda esperanza. Y no hay nada peor en plena campaña electoral que parecer falto de confianza.
—Que piensen lo que quieran. Los tribunales decidirán. Al fin y al cabo, para eso están.
Los dos amigos se separaron de forma poco amistosa. Sin embargo, Servio tenía razón en una cosa: Cicerón, como cónsul, no podía dar la impresión de que aprobaba el soborno; estaba obligado a apoyar el proyecto de ley cuando Servio y Catón lo presentaran al día siguiente.
Los períodos de captación de voto solían durar unas cuatro semanas, pero los de aquellas elecciones se alargaron hasta ocho. La cantidad de dinero que se gastó fue impresionante. La facción patricia organizó un fondo común para financiar a Silano. Murena recibió un millón de sestercios de manos de Lúculo. Únicamente Servio no gastó nada; eso sí, fue de in lado a otro, muy serio y acompañado de Catón y un puñado de secretarios, tomando nota de cualquier desembolso ilegal. Durante ese tiempo, los antiguos veteranos de Lúculo fueron llegando lentamente a Roma; de día acampaban en el Campo de Marte, y por la noche entraban en la ciudad para jugar, beber e ir de putas. Catilina contraatacó haciendo venir a sus propios seguidores, la mayoría del noroeste, concretamente de Etruria. Andrajosos y desesperados, salieron de los bosques y las marismas de aquella miserable región: ex legionarios, pastores y bandoleros. Publio Cornelio Sula, sobrino del antiguo dictador, quien apoyaba a Catilina, pagó de su bolsillo a una cuadrilla de gladiadores con el pretexto de que ofrecieran espectáculo, pero en realidad para intimidar. A la cabeza de aquella temible panda de luchadores profesionales y aficionados se hallaba un antiguo centurión llamado Cayo Manlio, quien los instruía al otro lado del río, frente al Campo de Marte. Entre ambos bandos hubo terribles enfrentamientos. Murió gente apuñalada o ahogada. Cuando Catón condenó toda aquella violencia en el Senado y acusó a Catilina de ser el principal instigador, este se puso en pie lentamente.
—Si alguien enciende una hoguera donde consumir mi fortuna —dijo girándose para mirar a Cicerón—, no la apagaré con agua, sino mediante la destrucción.
Se hizo el silencio, y cuando el significado de sus palabras caló entre los presentes, un coro de atónitos «¡Oh!» resonó en la cámara. Era la primera vez que Catilina daba a entender en público que estaba dispuesto a utilizar la fuerza. Yo estaba tomando nota taquigráficamente del debate, sentado en mi lugar habitual, debajo y a la izquierda de Cicerón. Este, sentado en su silla curul, se dio cuenta de la oportunidad que se le presentaba y la aprovechó en el acto. Se puso en pie y levantó la mano pidiendo silencio.
—Señores, esto es muy serio. No quiero que quede la menor duda de lo que acabamos de oír. ¡Relator, lea y repita a la cámara las palabras de Sergio Catilina!
Fue la primera y única vez que me dirigí al Senado de la República de Roma, y ni siquiera me dio tiempo a ponerme nervioso.
—«Si alguien enciende una hoguera donde consumir mi fortuna —leí de mis notas—, no la apagaré con agua, sino mediante la destrucción.»
Hablé tan alto como pude y me senté rápidamente; el corazón me latía con tal violencia que parecía sacudir todo mi cuerpo. Catilina, que seguía en pie, miraba a Cicerón con una expresión que me resulta difícil describir… había en ella un desprecio insolente, y burla, y por supuesto un odio feroz, y quizá también un rastro de miedo, ese espasmo de inquietud que lleva a los hombres desesperados a cometer acciones desesperadas.
Una vez logrado su propósito, Cicerón hizo un gesto a Catón para que siguiera con su parlamento; solo yo me hallaba lo bastante cerca para ver que su mano temblaba.
—Marco Catón tiene la palabra —declaró.
Esa noche, Cicerón pidió a su esposa que se pusiera en contacto con su informante, la amante de Curio, para que averiguara qué había querido decir exactamente Catilina.
—Está claro que se ha dado cuenta de que va a perder, lo que hace que este sea un momento peligroso. Quizá planee boicotear la votación. «Destrucción.» Intenta averiguar si esa mujer sabe por qué utilizó esa palabra en concreto.
El triunfo de Lúculo iba a celebrarse al día siguiente, y en ese ambiente Quinto estaba lógicamente preocupado por la seguridad de Cicerón. Sin embargo, nada podía hacerse. No había posibilidad de variar la ruta, determinada por una larga tradición. El gentío sería impresionante. Era demasiado fácil imaginar a un asesino abriéndose paso entre la multitud para asestar una puñalada al cónsul y desaparecer dentro de la muchedumbre.
—Ese es el problema —comentó Cicerón—. Si un hombre está decidido a matarte, es difícil impedírselo, en especial si está dispuesto a morir en el intento. No nos queda más que confiar en la Providencia.
—Y en los hermanos Sexto —añadió Quinto.
A la mañana siguiente, temprano, Cicerón guió al Senado en pleno hasta el Campo de Marte y la Villa Pública, morada de Lúculo —rodeado por las tiendas de campaña de sus veteranos— antes de entrar en la ciudad. Con la arrogancia que lo caracterizaba, Lúculo hizo esperar un rato a la delegación y, cuando apareció, lucía un aspecto extravagantemente brillante: vestido de oro y con el rostro pintado de minio rojo. Cicerón dio lectura a la declaración oficial del Senado y a continuación le entregó una corona de laurel; Lúculo la alzó para mostrarla a sus veteranos, trazando un círculo entre aplausos y vítores, antes de ceñírsela ceremoniosamente. Dado que entonces yo formaba parte del personal del Tesoro, me fue asignado un lugar en el desfile, detrás de los magistrados y los senadores, pero delante del botín de guerra y los prisioneros, entre los que había parientes de Mitrídates, unos cuantos príncipes menores y media docena de generales. Entramos en Roma por la puerta Triunfal, y mis recuerdos más vívidos son el opresivo calor de aquel día de verano, los contorsionados rostros de la multitud que se agolpaba en las calles a nuestro paso, el rancio hedor de los animales —los bueyes y las mulas que arrastraban todos esos lingotes y esas obras de arte—, sus mugidos y rebuznos mezclándose con los gritos de la gente y, muy por detrás de nosotros, como un lejano tronido, el resonar de las botas de los legionarios. Debo decir que en conjunto el espectáculo resultaba bastante desagradable: la ciudad entera hedía y chillaba, especialmente después de que pasáramos el Circo Máximo y a través de la vía Sacra desembocamos en el foro, donde tuvimos que esperar a que llegara la cola del desfile. De pie ante la Carcer se hallaba el verdugo público, rodeado por sus ayudantes. Era carnicero de profesión y —rechoncho, corpulento y con su mandil de cuero— tenía todo el aspecto. Allí era donde la multitud, atraída como siempre por la inminencia de la muerte, era más numerosa. Los desdichados prisioneros —con el yugo al cuello, el rostro enrojecido por la repentina exposición al sol tras años de oscuridad— fueron conducidos uno tras otro hasta el carnifex, que los llevó a la Carcer y los estranguló… fuera de nuestra vista, menos mal, aunque vi que Cicerón hacía lo posible por apartar el rostro mientras hablaba con Híbrida. Unas filas por detrás, Catilina contemplaba a mi señor con una curiosidad casi lasciva.
Aunque tales son mis principales recuerdos de aquel triunfo, debo dejar constancia de otro, cuando Lúculo cruzó el foro en su carro, seguido a caballo por Murena, que al final había llegado a Roma a tiempo para las elecciones después de dejar su provincia al cuidado de su hermano. La multitud lo recibió con una cerrada ovación. A pesar de que llevaba años sin guerrear y de que había engordado bastante durante su estancia en la Galia Ulterior, el candidato consular, con su reluciente armadura y su casco lujosamente empenachado de plumas color púrpura, era la viva imagen de un héroe de guerra. Los dos hombres desmontaron y empezaron a subir la escalinata del Capitolio, donde César los esperaba con los miembros del Colegio de Sacerdotes. Lúculo iba por delante, por supuesto, pero su legado lo seguía solo unos pocos pasos por detrás. Fue entonces cuando aprecié en toda su dimensión la habilidad de Cicerón a la hora de orquestar lo que en realidad constituía una inmensa reunión electoral en favor de Murena. Todos los veteranos recibieron una recompensa de novecientos cincuenta dracmas, cantidad que en esos días equivalía aproximadamente a cuatro años de paga. A continuación, toda la ciudad y las poblaciones vecinas fueron invitadas a un espléndido banquete.
—Si Murena no puede ganar después de esto —me comentó Cicerón, cuando nos encaminábamos a la cena oficial—, merece estar muerto.
Al día siguiente, la asamblea votó el proyecto de ley de Servio y Catón y lo convirtió en ley. Cuando Cicerón regresó a casa, Terencia salió a recibirlo. Estaba muy pálida y temblorosa, pero habló con voz firme. Acababa de volver del templo de la Buena Diosa, explicó. Tenía noticias terribles. Cicerón debía prepararse. Su amiga, aquella noble dama que la había prevenido del complot contra la vida de Cicerón, había sido hallada muerta esa mañana en un callejón contiguo a su casa. Le habían abierto el cráneo de un martillazo, por detrás, le habían cortado el cuello y la habían eviscerado.
Tan pronto como se hubo recobrado de la impresión, Cicerón mandó llamar a Quinto y a Ático. Se presentaron de inmediato y escucharon la noticia, consternados. Su primera preocupación fue la seguridad del cónsul. Establecieron que un par de hombres se quedaran a vigilar la casa durante la noche y rondaran por las habitaciones de abajo. Otros dos lo escoltarían en público durante el día. Además, Cicerón cambiaría diariamente su ruta para llegar al Senado y compraría un perro feroz para custodiar la puerta.
—¿Y cuánto tiempo voy a tener que vivir como un prisionero?¿Hasta el final de mi vida?
—No —contestó Terencia, haciendo gala de su don para llegar al corazón de las cosas—, hasta el final de la vida de Catilina, porque mientras él siga en Roma, tú no estarás a salvo.
Cicerón comprendió la verdad de aquellas palabras y masculló su conformidad. Ático partió de inmediato para enviar un mensaje a la orden ecuestre.
—Pero ¿por qué la ha matado?—se preguntó Cicerón en voz alta—. Si sospechaba que era mi informante, ¿por qué no se ha contentado con advertir a Curio para que no hablara abiertamente ante ella?
—Porque le gusta matar —dijo Quinto.
Cicerón reflexionó un momento, luego se volvió hacia mí. —Envía a uno de los lictores en busca de Curio, que le diga que quiero verlo ya.
—¿Pretendes invitar a tu casa a alguien que forma parte de un complot para asesinarte?—exclamó Quinto—. ¡Debes de haberte vuelto loco!
—No estaré solo. Tú estarás aquí. Probablemente no venga, pero si lo hace quizá podamos averiguar algo. —Miró los rostros de preocupación de los que le rodeábamos—. ¿Y bien?¿Tiene alguien una idea mejor?
Nadie tenía ninguna, de modo que salí en busca de los lictores, que estaban jugando a las tabas en un rincón del atrio, y ordené al más joven que fuera a buscar a Curio a su casa y lo llevara ante Cicerón.
Era uno de esos interminables días de verano en los que el sol parecía reacio a ocultarse tras el horizonte. Recuerdo la quietud que reinaba en el ambiente, las motas de polvo suspendidas en los rayos de la luz agonizante. En aquellos atardeceres, cuando el único sonido en la ciudad era el zumbido de los insectos y el canturreo de los pájaros, Roma parecía el lugar más viejo del inundo, intemporal como la tierra misma. ¡Qué difícil resultaba creer que en su núcleo, en el corazón del Senado, hubiera fuerzas trabajando para destruirla! Nos sentamos en silencio, demasiado tensos para dar cuenta de la cena que ocupaba la mesa. Los guardaespaldas solicitados por Ático llegaron y se situaron en el vestíbulo. Cuando más o menos al cabo de un par de horas las sombras sumieron la casa en la oscuridad y los esclavos empezaron a encender las velas, di por sentado que no habían encontrado a Curio o que se negaba a venir. Pero al rato oímos por fin que la puerta se abría y cerraba bruscamente, y el lictor entró con el senador, que miró alrededor con desconfianza: primero a Cicerón, después a Ático, a Quinto, a Terencia y a mí, y de nuevo a Cicerón. Desde luego, era un hombre apuesto; eso había que reconocérselo. Su vicio no era la bebida sino el juego, y supongo que los dados dejan menos huella en un hombre que el alcohol.
—Bueno, Curio —dijo Cicerón en voz baja—. Estamos ante un asunto terrible.
—Solo hablaré contigo. No pienso hacerlo delante de extraños.
—¿Que no vas a hablar ante desconocidos? Por todos los dioses, ¡hablarás ante el pueblo de Roma si yo te lo mando! ¿La mataste tú?
—¡Maldito seas, Cicerón! —bramó Curio. Se abalanzó contra el cónsul, pero Quinto se puso en pie de un salto y le cerró el paso.
—Tranquilo, senador —ordenó.
—¿La mataste tú, Curio?—repitió Cicerón.
—¡No!
—Pero sabes quién lo hizo.
—¡Sí, tú! —Una vez más intentó llegar a Cicerón, pero Quinto era un viejo soldado y lo detuvo fácilmente—. ¡Tú la mataste, hijo de puta! —gritó mientras forcejeaba con Quinto—. ¡Tú la mataste cuando la convertiste en tu espía!
—Yo estoy dispuesto a hacer frente a mi parte de responsabilidad —contestó Cicerón mirándolo con frialdad—, pero ¿lo estás tú?
Curio masculló algo ininteligible, se zafó de los brazos de Quinto y se dio la vuelta.
—¿Sabe Catilina que estás aquí?
El senador negó con la cabeza.
—Bueno, al menos eso ya es algo. Ahora escúchame: voy a ofrecerte una oportunidad, si es que eres lo bastante inteligente para aprovecharla. Has ligado tu destino a un loco. Si no te habías dado cuenta, seguramente en estos momentos ya lo sabes. ¿Cómo se enteró Catilina de que ella vino a verme?
Nuevamente, Curio murmuró algo que nadie llegó a entender. Cicerón se llevó una mano a la oreja.
—¿Qué?¿Qué has dicho?
—¡Porque yo se lo dije! —Curio miró a Cicerón con los ojos llenos de lágrimas. Se golpeó el pecho con el puño—. ¡Ella me lo contó, y yo se lo dije a Catilina! —Volvió a golpearse el pecho con fuerza, una vez, y otra, y otra, como hacen los santones orientales cuando lloran a los muertos.
—Necesito saberlo todo, ¿lo entiendes? Necesito nombres, lugares, fechas, planes. Necesito saber quién arremeterá contra mí y dónde. No decírmelo sería traición.
—¡Y decirlo sería delación!
—La delación contra el mal es virtud. —Cicerón se levantó, apoyó las manos en los hombros de Curio y lo miró a los ojos—. Cuando tu dama vino a verme, su principal preocupación era tanto mi seguridad como la tuya. Me hizo prometer por la vida de mis hijos que garantizaría tu inmunidad en caso de que este complot saliera a la luz. Piensa en ella, Curio, tirada en un callejón, hermosa, valiente ¡y muerta! Sé digno de su amor y de su memoria y obra ahora como sabes que ella hubiera deseado.
Curio se echó a llorar, yo mismo tuve que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas ante la lamentable escena que Cicerón había conjurado. Eso y la promesa de inmunidad dieron el resultado deseado. Cuando Curio se recobró, prometió informar a Cicerón tan pronto como supiera algo concreto de los planes de Catilina. De ese modo, el contacto de Cicerón con el bando enemigo quedó precariamente restablecido.
No tuvo que esperar mucho tiempo.
El día siguiente era víspera electoral y correspondía a Cicerón presidir el Senado. Por temor a una emboscada, dio un largo rodeo por el monte Esquilino y bajó después por la vía Sacra. El trayecto le llevó el doble del tiempo habitual, cuando llegamos ya era media tarde. Su silla curul estaba colocada en la entrada, y allí se sentó, a la sombra, rodeado por sus lictores, mientras leía algunas cartas y esperaba a que se completaran los augurios. Varios senadores se acercaron para preguntarle si había oído lo que se rumoreaba que Catilina había dicho aquella mañana. Al parecer, había pronunciado un discurso en su casa en los términos más incendiarios. Cicerón contestó que no sabía nada y me envió a ver qué podía averiguar. Di unas vueltas por el senaculum y fui a ver a un par de senadores con los que mantenía una relación amistosa. El lugar era un hervidero de rumores. Algunos decían que Catilina había dado la voz para que asesinaran a los hombres más ricos de Roma; otros, que había llamado al alzamiento popular. Tomé nota de algunas frases y corría de regreso junto a Cicerón cuando Curio pasó junto a mí y deslizó una nota en mi mano. Estaba blanco de terror.
—Entrega esto al cónsul —susurró, y antes de que yo pudiera reaccionar ya había desaparecido.
Miré alrededor. Un centenar o más de senadores hablaban en pequeños grupos. Por lo que pude ver, nadie había reparado en el encuentro.
Volví a toda prisa al lado de Cicerón y le entregué la nota.
—Es de Curio —le susurré al oído.
La abrió, la leyó y los músculos de su cara se tensaron. Me la pasó. Decía: «Te asesinarán mañana, durante las elecciones». Justo en ese momento, los augures subieron y declararon que los auspicios eran favorables.
—¿Estáis seguros?—preguntó Cicerón en tono sombrío.
Ellos afirmaron con solemnidad que lo estaban. Vi que Cicerón sopesaba mentalmente qué debía hacer. Al final se puso en pie, llamó a sus lictores para que recogieran la silla curul y los siguió al fresco interior de la cámara del Senado. Los senadores entraron en fila detrás de nosotros.
—¿Sabemos qué ha dicho verdaderamente Catilina esta mañana?
—No con detalle.
Mientras caminábamos por el pasillo, me dijo en voz baja:
—Me temo que no podemos pasar por alto este aviso. Si lo piensas, es el único momento en que pueden estar seguros de dónde estaré, en el Campo de Marte, presidiendo las votaciones. Con los miles de personas que habrá por ahí, sería de lo más fácil que diez o veinte hombres armados se abrieran paso hasta mí y me dieran muerte.
Cuando llegamos al estrado, los bancos se estaban llenando. Miró hacia atrás y buscó entre las figuras togadas de blanco.
—¿Está Quinto por aquí?
—No, está captando votos.
Muchos destacados senadores estaban ausentes. Todos los candidatos a cónsul, y la mayoría de los que se presentaban al cargo de tribuno o pretor —incluidos Quinto y César—, habían decidido pasar la tarde reuniéndose con sus votantes en vez de dedicarse a los asuntos de Estado. Solo Catón estaba en su lugar, leyendo sus papeles del Tesoro. Cicerón torció el gesto, apretó los puños, aplastando el mensaje de Curio, y permaneció así hasta que se percató de que todos lo miraban. Entonces subió al estrado y fue hasta su silla.
—Señores —anunció—. He sido informado de una grave conspiración contra la República que incluye el asesinato de vuestro principal cónsul. —Se oyó claramente que todos contenían el aliento—. Para que las pruebas puedan ser examinadas y debatidas, propongo aplazar las elecciones de mañana hasta que la gravedad de la amenaza haya sido debidamente sopesada. ¿Alguna objeción?—No se oyó ninguna voz clara entre el coro de murmullos—. En ese caso, el Senado aplaza sus sesiones hasta las primeras luces de mañana.
Y con esas palabras salió por el pasillo seguido por sus lictores.
Roma se hallaba sumida en una gran confusión. Cicerón regresó directamente a su casa y se dispuso inmediatamente a intentar averiguar qué había dicho Catilina, para lo cual envió a varios sirvientes en busca de posibles informadores en la ciudad. A mí me ordenó que fuera a buscar a Curio a su casa del Aventino. Al principio su portero se negaba a dejarme entrar —el senador no recibía visitas, me dijo—, pero hice que le entregaran un mensaje en nombre de Cicerón y, por fin, pude pasar. Curio se hallaba en un estado de colapso nervioso, desgarrado entre su miedo a Catilina y su deseo de no verse implicado en el asesinato de un cónsul. Se negó tajantemente a acompañarme para encontrarse cara a cara con Cicerón, y dijo que era demasiado peligroso. Me costó mucho persuadirlo para que me relatara la reunión en casa de Catilina.
Me contó que todos los secuaces de Catilina estaban allí, en total unos once senadores, incluido él. También había media docena de miembros de la orden ecuestre —nombró a Nobilior, Estatilio, Capitón y Cornelio—, además del ex centurión Cayo Manlio y muchos descontentos de Roma y del resto de Italia. La escena era dramática. La sala estaba totalmente desprovista de posesiones —Catilina se había arruinado y la casa estaba hipotecada— aparte del águila de plata que había sido el estandarte personal del cónsul Mario cuando luchó contra los patricios. En cuanto a las palabras de Catilina, según Curio, fueron más o menos estas (tomé nota mientras hablaba):
«Amigos, desde que Roma se libró de los reyes ha sido gobernada por una poderosa oligarquía que lo ha controlado todo: los puestos de la administración, la tierra, el ejército, el dinero arrancado mediante impuestos y nuestras provincias del extranjero. El resto de nosotros, por mucho que nos esforcemos, no somos más que una panda de don nadies. Incluso aquellos de nosotros que provenimos de familias nobles nos vemos obligados a inclinarnos y a mendigar ante gente que, en un país gobernado como es debido, se postrarían temerosos ante nosotros. Solo nos dejan peligro, derrota, persecución y miseria.
»¿Cuánto tiempo, valientes camaradas, va a durar esto?¿Acaso no es preferible morir valerosamente y acabar con todo ello a seguir arrastrando esta vida de deshonor como marionetas de la insolencia de otros? Sin embargo, no tiene por qué ser así. Contamos con la fuerza de la juventud y la firmeza de nuestros corazones, mientras que nuestros enemigos se han debilitado por la edad y la vida de molicie que han llevado. Tienen dos, tres y hasta cuatro mansiones; en cambio nosotros no tenemos un techo al que podamos llamar "hogar".Tienen cuadros, estatuas y estanques con peces; en cambio nosotros solo tenemos deudas y miseria. El único horizonte que se nos permite es la ruina.
»¡Despertad! Ante vosotros brilla la oportunidad de la libertad, del honor, la gloria y las riquezas de la victoria. Utilizadme como prefiráis, como comandante o como simple soldado de vuestras filas, ¡y recordad el suculento botín que puede conseguirse en una guerra! Eso es lo que haré por vosotros si soy elegido cónsul. ¡Negaos a ser esclavos! ¡Sed los amos y demostremos al mundo que, al menos, somos hombres!»
Eso o algo parecido constituyó el núcleo del discurso de Catilina. Una vez lo hubo pronunciado, se retiró a una habitación interior para conferenciar en privado con sus camaradas más próximos, entre los que se hallaba Curio. Allí, con la puerta firmemente cerrada, les recordó su solemne juramento de sangre, declaró que había llegado la hora de asestar el golpe y propuso que asesinaran a Cicerón en el Campo de Marte, al día siguiente, aprovechando el barullo de las elecciones. Curio me aseguró que solo se quedó a parte de la reunión, hasta que se escabulló para advertir a Cicerón, pero se negó a firmar una declaración jurada que confirmase la veracidad de su versión e insistió en que no actuaría como testigo. Su nombre debía permanecer al margen costara lo que costase.
—Debes decir al cónsul que si me llama a declarar lo negaré todo.
Cuando volví a casa de Cicerón, la puerta estaba atrancada y solo se permitía la entrada a los amigos más íntimos. Una pequeña multitud se había reunido en la calle. Cuando entré en el estudio, Quinto y Ático ya estaban allí. Les trasladé el mensaje de Curio y les enseñé la transcripción que había hecho de las palabras de Catilina.
—¡Ya lo tenemos! —exclamó Cicerón—. ¡Esta vez ha ido demasiado lejos!
Mandó a buscar a los líderes del Senado. Al menos una docena se presentaron a lo largo de aquella tarde y noche, entre ellos Hortensio y Cátulo. Cicerón les mostró lo que supuestamente había dicho Catilina, junto con la amenaza de muerte sin firmar. Sin embargo, cuando se negó a revelar su fuente («He dado mi palabra») vi que varios de ellos —Cátulo especialmente, puesto que tiempo atrás había sido gran amigo de Catilina— dudaron. Lo cierto era que, conociendo la astucia de Cicerón, se preguntaban si no se lo habría inventado todo con tal de desacreditar a su enemigo. Desconcertado ante semejante reacción, la confianza de Cicerón empezó a flaquear.
Hay ocasiones en política, como en la vida en general, en que, haga uno lo que haga, el resultado es malo. Aquella fue una de esas ocasiones. Seguir adelante con las elecciones sin decir nada habría sido una apuesta de locos; por otra parte, posponerlas sin las pruebas adecuadas parecía cobardía. Cicerón pasó la noche sin pegar ojo, dando vueltas a lo que diría en el Senado. Por una vez, a la mañana siguiente la fatiga se le notaba en el rostro. Parecía un hombre sometido a una presión intolerable.
Ese día, cuando se reunió el Senado, no quedaba un sitio libre en los bancos. Había senadores apoyados contra la pared y sentados en los pasillos. Poco después del amanecer se habían leído los auspicios y abierto las puertas. Era la sesión más temprana que se recordaba; aun así, el calor del verano empezaba a notarse. La cuestión era: ¿había que seguir adelante con las elecciones consulares o no? En el exterior, el foro estaba abarrotado de ciudadanos, casi todos ellos seguidores de Catilina; sus indignadas voces, que exigían poder votar, llegaban a la cámara con toda claridad. Más allá de los muros de la ciudad, en el Campo de Marte, aguardaban los recintos para votar y las urnas. En el interior del Senado parecía que dos gladiadores estuvieran a punto de enfrentarse a muerte. Mientras Cicerón permanecía en pie, vi a Catilina en su banco de las primeras filas, rodeado por sus secuaces, tan frío e insolente como de costumbre, con César junto a él, cruzado de brazos.
—Señores —empezó diciendo Cicerón—, ningún cónsul se inmiscuye en el sagrado momento de unas elecciones, y aún menos un cónsul como yo, que debo todo lo que tengo al voto de los ciudadanos de Roma. Sin embargo, ayer me llegó aviso de una trama destinada a corromper tan sagrado ritual… Una trama, una intriga, una conspiración de hombres desesperados y decididos a aprovechar el tumulto propio de una jornada electoral para asesinar a vuestro cónsul, fomentar el caos en la ciudad y, de ese modo, hacerse con el control del Estado. Tan despreciable complot no se ha tramado en un territorio extranjero ni en la guarida de un criminal, sino en el corazón mismo de esta ciudad, en la casa de Sergio Catilina.
Los senadores escucharon en completo silencio mientras Cicerón leía la nota anónima de Curio («Te asesinarán mañana, durante las elecciones»), seguida de las palabras de Catilina («¿Cuánto tiempo, valientes camaradas, va a durar esto?»). Cuando acabó, todos los ojos estaban puestos en Catilina.
—Tras tan sediciosa arenga —concluyó Cicerón—, Catilina y los suyos se retiraron para deliberar, y no por primera vez, sobre la mejor manera de darme muerte. Hasta aquí, señores, llega lo que sé, y he considerado que era mi deber exponerlo ante esta cámara para que podáis decidir cómo mejor proceder.
Se sentó y, tras un momento de silencio, alguien gritó:
—¡Responde, Catilina!
Enseguida otras voces lanzaron con furia esa palabra como una jabalina dirigida a Catilina: «¡Responde! ¡Responde!». Catilina se encogió de hombros, esbozó una medio sonrisa y se puso en pie. Era un hombre alto y corpulento, su presencia física bastó para que la cámara se sumiera en el silencio.
—Allá por la época en que los antepasados de Cicerón todavía se tiraban a las cabras, o fuera lo que fuese que hicieran para divertirse en las montañas de donde proviene… —Fue interrumpido por unas cuantas carcajadas, y debo decir que algunas surgieron de los bancos donde estaban Cátulo y Hortensio—. En aquella época —prosiguió cuando las risas cesaron—, cuando mis antepasados eran cónsules y esta República era más joven y viril, nos gobernaban guerreros y no leguleyos. Nuestro ilustrado cónsul, aquí presente, me acusa de sedición. Si así es como quiere llamarlo, que sedición sea. Por mi parte, lo llamo «la verdad». Cuando contemplo esta República, veo dos cuerpos. Uno —hizo un gesto que abarcaba desde los bancos patricios hasta Cicerón, que estaba sentado muy quieto en su silla— es frágil y tiene una cabeza débil. El otro —señaló hacia la puerta y más allá, hacia el foro— es fuerte pero no tiene cabeza. ¡Yo sé qué cuerpo prefiero, y os aseguro que mientras yo viva a ese cuerpo no le faltará cabeza!
Contemplando ahora esas palabras que anoté, me parece increíble que Catilina no fuera acusado de traición y arrestado en el acto. Sin embargo, tenía padrinos poderosos, y apenas se había sentado cuando Craso se puso en pie. ¡Ah, sí, Marco Licinio Craso! Todavía no le he dedicado espacio suficiente en este relato, pero permíteme que corrija sin tardanza esa carencia. Ese cazador de herencias de viejas damas; ese prestamista que aplicaba intereses de usura; ese casero de chabolas; ese especulador, esa urraca; ese antiguo cónsul calvo como un huevo y duro como el granito… ese Craso era un orador formidable cuando ponía su astuta mente a trabajar. Y eso fue lo que hizo aquella mañana de julio.
—Disculpad mi torpeza, queridos colegas —dijo—. No sé si a los demás os pasará lo mismo, pero yo he estado escuchando atentamente y no he oído una sola prueba que justifique posponer las elecciones ni un instante. ¿En qué se basa esa presunta conspiración?¿En una nota anónima? Bien, el propio cónsul podría haberla escrito, ¡y hay muchos aquí a quienes eso no les extrañaría nada! ¿Unas palabras extraídas de una arenga? No me parecieron nada del otro mundo. Al contrario, ¡me recordaron la clase de discurso radical que nuestro hombre hecho a sí mismo, Marco Tulio Cicerón, solía pronunciar antes de juntarse con la facción patricia que ocupa los bancos de enfrente!
Fue una observación hábil. Craso metió los pulgares bajo las axilas y sacó pecho cual un hacendado dando su opinión sobre las ovejas en el mercado.
—Los dioses saben, y vosotros también, que no soy un hombre pobre. Doy gracias a la Providencia por ello. No sacaría nada de la cancelación de todas las deudas, más bien al contrario. Sin embargo, creo que no podemos prohibir que Catilina se presente como candidato ni permitir que las elecciones se retrasen siquiera una hora basándonos en las escasísimas evidencias que hemos escuchado. Así pues, os propongo la siguiente moción: que las elecciones den comienzo inmediatamente y que esta cámara suspenda las sesiones y se dirija al Campo de Marte.
—¡Apoyo la moción! —exclamó César poniéndose en pie—. Y pido que se someta a votación ahora mismo para que no perdamos más tiempo con tácticas dilatorias y la elección de los nuevos cónsules y pretores haya terminado antes de la puesta del sol, como disponen nuestras antiguas leyes.
Al igual que los platos bien equilibrados de una balanza pueden caer bruscamente de un lado o de otro con añadir unos cuantos granos de trigo, el ambiente en el Senado dio un vuelco repentino aquella mañana. Los que un momento antes habían abucheado a Catilina, al siguiente estaban exigiendo a gritos el comienzo de las elecciones, y Cicerón optó sabiamente por no someter siquiera la moción a votación.
—El ánimo de la cámara está claro —dijo con voz imperturbable—. La votación empezará ahora mismo. —Y añadió en voz baja—: Que los dioses protejan nuestra República.
No creo que lo oyeran muchos. Desde luego, Catilina y sus secuaces no lo oyeron, ni siquiera tuvieron la cortesía de permitir que el cónsul fuera el primero en abandonar la cámara. Alzando el puño y gritando consignas de victoria, salieron en tromba por el pasillo hacia el foro.
Cicerón estaba en apuros. No podía volver a su casa como un cobarde. No le quedaba más remedio que seguir a Catilina; no le pasaría nada hasta que, como magistrado que debía presidir la votación, llegara al Campo de Marte para tomar el control del proceso. Quinto, cuya mayor preocupación era siempre la seguridad de su hermano, había llevado consigo su antiguo peto del ejército e insistió en que Cicerón se lo pusiera bajo la toga. Vi que se mostraba reacio, pero la tensión del momento lo convenció; mientras un grupo de senadores formaba un círculo a su alrededor para protegerlo, yo lo ayudé a quitarse la toga y, entre Quinto y yo, le ceñimos la armadura y volvimos a colocarle la toga. Por supuesto, la forma rígida del metal se veía claramente bajo la tela blanca; pero Quinto le dijo que eso no era un inconveniente sino una ventaja, que podía disuadir al posible asesino. Con esa protección, y rodeado por una apretada escolta de lictores y senadores, Cicerón, caminando con la cabeza bien erguida, abandonó el Senado y salió a la luz y el bullicio de la jornada electoral.
Los ciudadanos se dirigían en masa hacia el Campo de Marte, y nosotros nos sumamos a la corriente. Cada vez más seguidores de Cicerón se unían a nuestro grupo, hasta formar un círculo protector de un ancho de cuatro o cinco hombres entre él y la masa. Una gran multitud puede ser un espectáculo aterrador… un monstruo, inconsciente de su propia fuerza, sometido a impulsos instintivos que pueden hacerlo salir en estampida en cualquier dirección, dejarse llevar por el pánico y aplastarlo todo a su paso. El gentío de aquella jornada electoral era inmenso, y nos hundimos en él como una cuña en un bloque de madera. Yo marchaba al lado de Cicerón, ambos empujados y zarandeados por nuestra propia escolta hasta que llegamos a la zona destinada al cónsul. Esta consistía en una plataforma, a la que se accedía por una escalerilla, y una tienda, en la parte de atrás, donde Cicerón podría descansar. A un lado, detrás del recinto para votar, estaba el de los candidatos; había una veintena de ellos, pues ese día se votaban los consulados y hasta ocho pretorías. Catilina estaba hablando con César y, cuando vieron llegar a Cicerón con la armadura y el rostro enrojecido por el calor, se rieron con ganas e hicieron gestos a los demás para que miraran.
—No tendría que haberme puesto este maldito cacharro —se quejó Cicerón—. Estoy sudando como un cerdo, y ni siquiera me protege el cuello y la cabeza.
No obstante, puesto que las votaciones ya se estaban retrasando, no podía perder tiempo quitándosela y fue a reunirse de inmediato con los augures. Estos declararon que los auspicios eran favorables, de modo que Cicerón ordenó que empezara el proceso electoral. Subió a la plataforma seguido por los candidatos y pronunció las oraciones rituales sin que le temblara la voz lo más mínimo. Las trompetas sonaron, la bandera roja fue izada en el Janículo y la primera centuria cruzó en masa el puente para depositar su papeleta. A partir de ahí, era cuestión de mantener en movimiento las colas de votantes, hora tras hora, mientras el sol trazaba su ardiente arco en el cielo y Cicerón se asaba como una langosta bajo su armadura.
Aunque ya no sirva de nada, debo decir que no me cabe duda de que ese día, si no hubiera obrado como lo hizo, lo habrían asesinado. Las conjuras se crecen en la oscuridad, y al arrojar tan potente luz sobre los conspiradores los había amedrentado temporalmente. Había demasiada gente observando, y si hubieran atacado a Cicerón, habría resultado demasiado evidente quién era el responsable. En cualquier caso, después de haber dado la alarma, se hallaba rodeado por tal cantidad de amigos y aliados que habrían sido necesarios decenas de hombres decididos para llegar hasta él.
Así pues, la situación transcurrió con normalidad, ninguna mano asesina se levantó contra él. Al final, Cicerón tuvo la satisfacción de declarar que su hermano había sido elegido pretor. En cambio, los votos obtenidos por Quinto fueron menores de lo esperado, mientras que César ganó de calle. El resultado de las elecciones consulares fue el previsto. Junio Silano consiguió el primer lugar, y Murena, el segundo. Servio y Catilina empataron en el tercer puesto. Este último hizo una burlona reverencia a Cicerón y abandonó el Campo de Marte acompañado por sus seguidores; no había esperado un resultado diferente. Servio, por su parte, se tomó muy mal su derrota y fue a ver a Cicerón a su tienda para echarle en cara que hubiera permitido la campaña electoral más corrupta de la historia.
—Pienso impugnarla ante los tribunales. Mi caso no tiene réplica posible. ¡Esta batalla no ha concluido! —vociferó antes de salir a grandes zancadas, seguido por sus ayudantes, que cargaban con un arcón lleno de documentos y pruebas.
Cicerón, agotado, se dejó caer en su silla curul y soltó una maldición mientras lo veía marcharse. Intenté hacer algún comentario para consolarlo, pero me contestó secamente que por una vez hiciera algo útil y lo ayudara a quitarse aquel condenado peto. Los bordes de metal le habían dejado profundas marcas en la piel. En cuanto se libró de la armadura, la cogió con ambas manos y la lanzó con furia a un rincón de la tienda, donde aterrizó con estruendo.