A comienzos de abril, el Senado levantó sus sesiones durante el receso de primavera. Los lictores regresaron con Híbrida, y Cicerón decidió que sería más seguro llevar a su familia fuera de Roma y que se quedara junto al mar. Partimos discretamente al alba, mientras la mayoría de los demás magistrados se preparaban para asistir al teatro, y salimos por la vía Appia acompañados por una escolta de la orden ecuestre. Calculo que en total debíamos de ser unos treinta. Cicerón viajaba en un carruaje abierto, recostado en unos cojines, bien me dictaba cartas, bien pedía a Sosisteo que le leyera algo. El pequeño Marco montaba una mula; un esclavo caminaba junto a él. Terencia y Tulia iban en sus respectivas literas, llevadas por porteadores armados con cuchillos escondidos entre la ropa. Cada vez que nos cruzábamos con un grupo de hombres en la carretera, yo temía que fueran una partida de asesinos, así que cuando llegamos a las marismas pontinas, al anochecer, tenía los nervios de punta. Paramos a pasar la noche en Tres Tabernae. El croar de las ranas, el incesante zumbido de los mosquitos y el hedor de las aguas estancadas me impidieron dormir.
A la mañana siguiente seguimos viaje en una barcaza. Cicerón se instaló en la proa, con los ojos cerrados y el rostro vuelto hacia el cálido sol primaveral. Después del ruido y el bullicio de la vía Appia, el silencio del canal era absoluto; solo se oía el sonido de los cascos del caballo que tiraba de la barcaza desde el camino de sirga. Ver a Cicerón sin trabajar era de lo más extraño. En la siguiente parada nos esperaba una valija llena de despachos oficiales, pero cuando quise dársela, hizo un gesto de rechazo. Ocurrió lo mismo cuando llegamos a su villa de Formiae. Cicerón había comprado aquella propiedad un par de años antes: una elegante casa en la costa, frente al Mediterráneo, con una amplia terraza donde normalmente escribía o ensayaba sus discursos. Durante nuestra primera semana de estancia no hizo nada salvo jugar con sus hijos, llevarlos a pescar caballas y saltar entre las olas de la pequeña playa que se extendía ante el muro de piedra. Entonces, dada la gravedad de los problemas a los que se enfrentaba, me sentí desconcertado. Ahora, por supuesto, comprendo que sí trabajaba, pero del mismo modo como trabaja un poeta. Estaba aclarando su mente y a la espera de la inspiración.
A comienzos de la segunda semana, Servio Sulpicio, que tenía una villa parecida en la bahía, en Caieta, vino a cenar acompañado de Postumia. Apenas había vuelto a hablar con Cicerón desde que este le reveló que su mujer tenía una aventura con César, pero se presentó de muy buen humor, cosa rara en él, pues era de natural serio. La razón quedó clara antes de la cena, cuando Servio se llevó a Cicerón para hablar en privado. Recién llegado de Roma, era portador del más suculento chismorreo, y apenas podía contener su satisfacción.
—¡César tiene una nueva amante! —anunció, radiante—. ¡Servilia, la esposa de Julio Silano!
—¿Que César tiene una nueva amante?¿De verdad te parece que eso es noticia?
—¿Acaso no lo entiendes? Eso no solo pone fin a los absurdos rumores acerca de Postumia y César, sino que además Silano lo tendrá más difícil para ganarme en las elecciones consulares que se celebrarán este verano.
—¿Y por qué crees eso?
—César maneja un gran número de votos populistas, y no creo que vaya a entregárselos al marido de su amante, ¿no te parece? Cabe la posibilidad de que algunos caigan en mis manos. Así pues, con la aprobación de patricios y también con tu apoyo, creo realmente que tengo la victoria al alcance de la mano.
—Bien, entonces te felicito. Estaré orgulloso de anunciar tu nombre como ganador dentro de tres meses. ¿Se sabe ya cuántos candidatos van a presentarse?
—Cuatro son seguros.
—¿Tú, Silano y quién más?
—Catilina.
—¿Ya es definitivo?
—Sí. De eso no hay duda. César ya le ha dicho que lo apoyará de nuevo.
—¿Y el cuarto?
—Lucio Licinio Murena. —Se trataba de un antiguo legado de Lúculo que por aquel entonces era gobernador de la Galia Citerior—. De todas maneras, siendo soldado no tendrá demasiados seguidores en la ciudad.
Cenaron a la luz de las estrellas. Desde mi cuarto podía oír el susurro del mar contra las rocas y, de vez en cuando, las voces de los dos matrimonios, que me llegaban empujadas por la salobre brisa junto con el delicioso aroma del pescado a la parrilla.
Por la mañana, muy temprano, Cicerón fue personalmente a despertarme. Me sorprendió verlo sentado en el borde de mi estrecho camastro, vestido todavía con la ropa de la noche anterior. Apenas había amanecido. No parecía que hubiera dormido.
—Vístete, Tiro. Es hora de que nos pongamos en marcha.
Mientras me calzaba, me contó lo ocurrido. Al final de la cena, Postumia se había inventado una excusa para hablar con él a solas.
—Me cogió del brazo y me pidió que diéramos una vuelta por la terraza. Entre que estaba un poco borracha, y que llevaba un vestido abierto hasta las rodillas, por un momento pensé que se proponía invitarme a ocupar el lugar de César en su cama. Pero no. Por lo visto, sus sentimientos hacia César han pasado de la lujuria al odio más profundo, y lo único que deseaba era traicionarlo. Según ella, César y Servilia están hechos el uno para el otro. «Las criaturas de corazón más frío que jamás han existido.» Así lo dijo, y cito textualmente: «Servilia quiere ser la esposa de un cónsul, y a César le gusta follarse a las mujeres de los cónsules, de modo que no podría haber unión más perfecta. No hagas caso a nada de lo que te diga mi marido. César hará todo lo que pueda para asegurar el triunfo de Silano».
—¿Y tan malo es eso?—pregunté como un tonto, pues seguía medio dormido—. Creía que siempre habías dicho que Silano era aburrido pero respetable y que eso lo convertía en idóneo para los cargos de alto rango.
—¡Lo que quiero es que gane, cabeza hueca! Y lo quieren también los patricios. Y ahora parece que también es lo que quiere César. Así pues, nada podrá frenar a Silano. La verdadera lucha será por el segundo consulado, y ese, a menos que tengamos mucho cuidado, lo ganará Catilina.
—Pero Servio parece tan confiado…
—No es confiado, sino complaciente, que es precisamente como César quiere que sea.
Me mojé la cara con un poco de agua fría. Por fin empezaba a espabilarme. Cicerón ya estaba de camino a la puerta.
—¿Puedo preguntar adónde vamos?—quise saber.
—Al sur —me respondió—. A la bahía de Nápoles, a hablar con Lúculo.
Dejó una nota para Terencia y partimos antes de que se despertara. Viajamos, rápido, en un carruaje cerrado para evitar que nos reconocieran; era una precaución necesaria, pues daba la impresión de que la mitad del Senado, cansada de un invierno inusitadamente largo y frío, se hallaba camino de los soleados balnearios de Campania. Para poder desplazarnos más deprisa habíamos reducido nuestra escolta; solo nos acompañaban dos caballeros: una especie de toro llamado Tito Sexto y su hermano Quinto, igualmente corpulento, que iban a caballo, delante y detrás de nosotros.
A medida que el sol fue ascendiendo, el aire se hizo más cálido, el mar, más azul, y el aroma de las mimosas, las hierbas aromáticas y los pinos penetró en el carruaje. De vez en cuando, yo apartaba las cortinas para contemplar el paisaje y, cada vez que lo hacía, me juraba que el día en que tuviera mi pequeña granja sería allí, en el sur. Cicerón, por su parte, no vio nada porque durmió durante casi todo el trayecto y solo se despertó a última hora, con los botes en la estrecha carretera de Miseno, donde Lúculo tenía su…, bueno, iba a decir «casa», pero esa no es la palabra adecuada para aquel auténtico palacio del placer que era Villa Cornelia, la propiedad que había comprado en la costa y que no cesaba de ampliar. La mansión se levantaba en un promontorio, donde yacía enterrado el heraldo de los troyanos, y disfrutaba de las más bellas vistas de Italia, desde la isla de Procida, pasando por todo el maravilloso azul de la bahía de Nápoles, hasta las montañas de Capri. Una suave brisa agitó las puntas de una avenida de cipreses cuando descendimos del polvoriento carruaje a aquel paraíso.
Lúculo, al enterarse de quién había llegado, salió en persona a recibirnos. Tendría unos cincuenta años, era lánguido y afectado y había empezado a engordar. Viéndolo con su túnica griega y sus zapatillas de seda, nadie habría dicho que era un gran general, uno de los más grandes del siglo; más bien parecía un bailarín retirado. Pero el destacamento de legionarios que vigilaba su casa y los lictores que vimos tumbados a la Sombra de los plátanos sirvieron para recordarnos que había sido aclamado como imperator por sus victoriosos soldados en el campo de batalla y que seguía ostentando imperium militar.
La servidumbre acompañó al cónsul y su escolta, y yo supuse que me llevarían con los demás esclavos, pero no fue así. Como secretario privado de Cicerón, me instalaron en uno de los cuartos para invitados y me ofrecieron ropa limpia. Entonces ocurrió algo realmente singular, me ruborizo al recordarlo, pero debo dejar constancia aquí de ello para dar un relato cabal de los hechos. Entró una joven esclava. Era griega, según averigüé, de modo que pude conversar con ella en su lengua natal. Tenía alrededor de veinte años y era encantadora; llevaba una túnica corta y sin mangas, era delgada, de piel aceitunada, y tenía una abundante y morena cabellera recogida en lo alto de la cabeza y deseosa de caer en una suave cascada. Se llamaba Ágata. Con muchas risitas y gestos me convenció para que me quitara la ropa y entrara en un reducido cubículo sin ventanas que estaba totalmente decorado con un mosaico de criaturas marinas. Me quedé allí de pie un momento, sintiéndome como un tonto, cuando me dio la impresión de que desaparecía el techo y de él empezó a caer una cortina de agua tibia. Esa fue mi primera experiencia con las famosas duchas de Sergio Orata, y disfruté largamente de ella, hasta que Ágata fue a buscarme y me llevó a la habitación contigua para secarme y darme un masaje. ¡Qué momento tan delicioso! Su sonrisa dejaba al descubierto unos dientes blanquísimos y una lengua rosada y traviesa. Cuando me reuní con Cicerón en la terraza, una hora después, le pregunté si había probado una de aquellas extraordinarias duchas.
—¡Desde luego que no! La mía estaba equipada con una joven fulana. ¡Nunca había visto tanta degeneración junta! —Entonces me miró fijamente y exclamó con incredulidad—: ¡No me digas que tú sí la has probado!
Yo me puse colorado, y él estalló en carcajadas. En los meses que siguieron, cada vez que quería tomarme el pelo sacaba a relucir el episodio de las duchas de casa de Lúculo.
Antes de cenar, nuestro anfitrión nos llevó a dar una vuelta por su palacio. La parte principal de la mansión tenía un siglo de antigüedad y había sido construida por Cornelia, la madre de los hermanos Graco. Pero Lúculo había triplicado su tamaño añadiendo anexos, terrazas y una piscina; todo excavado en sólida roca. Las vistas eran formidables desde cualquier rincón, y las habitaciones, suntuosas. A continuación, nos acompañó por un túnel iluminado con antorchas que proyectaban su luz sobre un brillante mosaico que representaba a Teseo en el laberinto. Los peldaños nos llevaron hasta el nivel del mar y a una amplia plataforma que se adentraba en él, por encima de las olas. Allí se encontraba el gran orgullo de Lúculo: una colección de piscinas hechas por la mano del hombre donde nadaban peces de todas las especies, incluidas unas anguilas enormes adornadas con joyas que acudían a la llamada de su voz. Se arrodilló, un esclavo le entregó una bandeja de plata con comida y Lúculo fue arrojándola poco a poco. Al instante, la superficie se estremeció con el agitar de aquellos poderosos cuerpos.
—Todas tienen nombre —explicó, señalando una criatura especialmente gorda que lucía grandes anillos de oro en las aletas—. Esta se llama Pompeyo.
Cicerón rió educadamente.
—¿Qué lugar es aquel de allí?—preguntó señalando una gran villa vecina que también tenía su propia piscifactoría.
—Esa es la casa de Hortensio. Cree que puede criar mejores peces que yo, pero nunca lo conseguirá. Buenas noches, Pompeyo —le dijo a la anguila, con voz delicada—. Que duermas bien.
Yo creía que ya lo habíamos visto todo, pero Lúculo había dejado el clímax para el final. Subimos por un camino diferente, una ancha escalinata tallada en las goteantes entrañas de la roca, bajo la casa, cruzamos una serie de pesadas verjas de hierro hasta que llegamos a un conjunto de estancias donde Lúculo almacenaba el tesoro que había amasado en las guerras contra Mitrídates. Sus sirvientes pasearon las antorchas por enjoyadas armaduras, escudos, bandejas, platos, jarras y copas de oro y plata. También había sillones y divanes dorados, así como grandes montones de lingotes, arcones con millones de pequeñas monedas de plata e incluso una estatua dorada de Mitrídates de más de dos metros de altura. Al cabo de un rato, nuestras exclamaciones de asombro dieron paso al silencio. No había palabras para aquel tesoro. Luego, cuando volvimos a internarnos en el túnel, oímos un débil ruido cerca de donde estábamos. Yo pensé que serían ratas, pero Lúculo nos explicó que provenía de los sesenta prisioneros —amigos de Mitridates y algunos de sus principales generales— que llevaban cinco años encerrados allí a la espera de que pudiera exhibirlos en el desfile con el que celebraría su triunfo, tras lo cual los mandaría estrangular.
Cicerón se llevó una mano a la boca y carraspeó.
—De hecho, imperator, he venido para hablar contigo precisamente de eso.
—Lo imaginaba —repuso Lúculo, y a la luz de las antorchas vi que una breve sonrisa cruzaba su mofletudo rostro—. ¿Qué tal si cenamos?
Naturalmente, cenamos pescado: ostras y lubina, cangrejo y anguila, mújol y salmonete. Fue demasiado para mí: estaba acostumbrado a mayor frugalidad y comí poco. Tampoco dije una palabra durante la cena; procuré mantener una sutil distancia entre mi persona y los demás comensales para demostrar que mi presencia era el resultado de un favor especial. Los hermanos Sexto comieron ávidamente, tanto que se turnaban para salir al jardín y vomitar y así hacer sitio para el siguiente plato. Cicerón, como de costumbre, se mostró moderado en su apetito; Lúculo, por su parte, no paraba de masticar y tragar pero no demostraba placer alguno.
Me di cuenta de que lo observaba discretamente; me fascinaba y aún hoy me fascina. Creo sinceramente que era el hombre más melancólico que jamás he conocido. La pesadilla de su vida era Pompeyo, que lo había reemplazado como caudillo en Oriente y que, desde entonces, gracias a sus amigos y aliados en el Senado, había frustrado cualquier esperanza de que la cámara concediera un triunfo a Lúculo. Muchos hombres se habrían conformado, pero no él. Tenía todo lo que podía desear en el mundo salvo lo que más anhelaba. Así pues, seguía negándose a entrar en Roma o a renunciar a su mando, y dedicaba su talento y ambición a construir estanques para peces cada vez más lujosos. La vida familiar le resultaba aburrida y monótona. Se había casado dos veces. La primera, con una hermana de Clodio, de la que se separó en circunstancias escandalosas alegando que había cometido incesto con su hermano, quien poco después encabezó un motín contra Lúculo en Oriente. El segundo matrimonio, que todavía duraba, fue con una hermana de Catón, pero se rumoreaba que ella también le era infiel. No llegué a conocerla, de modo que no puedo opinar. Sin embargo, sí vi a su hijo, el menor de los vástagos de Lúculo, que por aquel entonces solo tenía dos años, y al que su niñera llevó para que diera las buenas noches a su padre. Al ver cómo Lúculo lo trataba, comprendí que lo amaba, pero en cuanto el muchacho se fue a la cama, un velo volvió a cubrir sus ojos azules y siguió con su triste masticar.
—Bueno —dijo al fin, entre bocado y bocado—, ¿y mi triunfo?
Tenía un pedacito de pescado pegado en la mejilla. Él no se daba cuenta, pero a mí aquello me distraía.
—Sí, tu triunfo —repitió Cicerón—. Estoy pensando en presentar una moción en el Senado tan pronto como se reanuden las sesiones.
—¿Y la aprobarán?
—La verdad, no tengo intención de solicitar una votación para perderla.
Lúculo siguió comiendo en silencio durante un rato.
—A Pompeyo no le hará ninguna gracia —dijo al fin.
—Pompeyo no tendrá más remedio que aceptar que la República puede premiar con un triunfo a otros servidores además de a él.
—¿Y qué conseguirás tú con eso?
—El honor de proponerte para la gloria eterna.
—Y una mierda. —Lúculo se limpió por fin la boca, y la miga de pescado desapareció—. No irás a decirme que has viajado más de cincuenta millas en un día solo para decirme eso. No puedes esperar que me lo crea…
—¡Eres demasiado perspicaz para mí, imperator! Está bien, confieso que también quería tener una conversación sobre política contigo.
—Adelante, pues.
—Creo que nos encaminamos al desastre.
Cicerón apartó su plato y, haciendo acopio de toda su elocuencia, procedió a describir la situación de la República en los términos más sombríos, haciendo especial hincapié en el apoyo de César a Catilina y en el revolucionario programa de este último, que se proponía cancelar todas las deudas y apropiarse de los bienes de los ricos. No hizo falta que detallara a Lúculo lo que aquello significaba. Para él, reclinado en su palacio, rodeado de sedas y oro, estaba perfectamente claro. La expresión de nuestro anfitrión cada vez era más sombría. Cuando Cicerón acabó, se tomó un tiempo antes de intervenir.
—O sea, que tú estás convencido de que Catilina puede alcanzar el consulado.
—Así es. Silano conseguirá el primer puesto, y Catilina el segundo.
—Bien, entonces tenemos que impedirlo.
—Estoy de acuerdo.
—¿Y qué propones?
—Por eso he venido. Me gustaría que organizaras tu triunfo antes de las elecciones consulares.
—¿Por qué?
—Supongo que para tu desfile llevarás a Roma a varios miles de tus veteranos de todas las partes de Italia.
—Por supuesto.
—A los cuales recompensarás generosamente con diversiones y obsequios que saldrán de tu botín de victoria.
—Desde luego.
—Y que, por lo tanto, escucharán tu consejo sobre quién merece el voto en las elecciones consulares.
—Supongo que sí.
—En ese caso, conozco el candidato al que deberían votar.
—No me cabe la menor duda —contestó Lúculo con una sonrisa cínica—. Estás pensando en tu gran aliado Servio.
—Oh, no. Él no. El pobre infeliz no tiene la menor oportunidad. En realidad estoy pensando en tu antiguo legado, que también fue compañero de armas de tus hombres: Lucio Murena.
A pesar de lo acostumbrado que estaba a los virajes y ardides de Cicerón, nunca se me pasó por la cabeza que fuera a abandonar a Servio tan pronto. Por un momento, no pude creer lo que estaba oyendo. Lúculo parecía igualmente sorprendido.
—Creía que Servio y tú erais viejos amigos.
—Esto es la República de Roma, no una reunión de amigos. El corazón me empuja a que vote a Servio, pero la cabeza me dice que no tiene la menor oportunidad ante Catilina; por el contrario, Murena, con tu respaldo, podría conseguirlo.
Lúculo frunció el entrecejo.
—Tengo un problema con Murena. Su lugarteniente en Galia es ese monstruo depravado, mi antiguo cuñado, un hombre que me repugna hasta tal punto que me niego a mancharme la boca pronunciando su nombre.
—Bien, pues deja que lo haga yo por ti. Clodio no es precisamente una persona de mi gusto, pero en política uno no puede escoger siempre a sus enemigos, y aún menos a los amigos. Para salvar la República, yo debo abandonar a un viejo y querido compañero. Para salvar la República tú debes abrazar al aliado de tu peor enemigo. —Se inclinó sobre la mesa y añadió en voz baja—: Así es la política, imperator, y si alguna vez llega el día en que nos falte estómago para la tarea, mejor será que nos retiremos de la vida pública y nos dediquemos a criar peces.
Por un instante temí que hubiera ido demasiado lejos. Lúculo arrojó su servilleta y juró que nadie lo chantajearía jamás para que renunciara a sus principios. Sin embargo, como de costumbre, Cicerón le había tomado bien las medidas. Dejó que Lúculo se hiciera el ofendido durante un rato y, cuando este acabó, no dijo nada, se limitó a contemplar la bahía y a beber vino. El silencio pareció prolongarse durante largo rato. La luna dibujaba un trémulo camino de plata sobre el agua. Por fin, en un tono que denotaba furia contenida, Lúculo dijo que creía que Murena podría ser un cónsul aceptable si admitía sus consejos, con lo cual Cicerón prometió que plantearía al Senado el tema de su triunfo en cuanto se reabrieran las sesiones.
Dado que a ninguno de los dos les quedaba apetito para seguir conversando, todos nos retiramos temprano a nuestros aposentos. Yo acababa de entrar en el mío cuando oí que llamaban suavemente a la puerta. Abrí, y allí estaba Ágata. Entró sin decir palabra. Supuse que la enviaba el mayordomo de Lúculo y le dije que no era necesario, pero afirmó que estaba ahí por propia voluntad y se metió en mi cama, así que decidí unirme a ella. Charlamos entre caricias y me contó algunos detalles de su vida: cómo sus padres, que habían muerto tiempo atrás, habían sido llevados como esclavos desde Oriente como parte del botín de guerra de Lúculo, y que apenas recordaba la aldea griega en la que había crecido. Había trabajado en las cocinas de la mansión y, en esos momentos, se ocupaba de atender a los invitados del imperator. Cuando su atractivo se marchitara, volvería a las cocinas; eso suponiendo que tuviera suerte. De lo contrario, acabaría en los campos, donde seguramente hallaría una muerte temprana. Habló de todo aquello sin mostrar la menor autocompasión, como si estuviera describiendo la vida de un caballo o un perro. Me dije que Catón se llamaba a sí mismo «estoico», pero que si alguien lo era de verdad era aquella muchacha que sonreía ante el destino y hacía frente a la desdicha con el escudo de su dignidad. Cuando se lo dije con esas mismas palabras, se echó a reír.
—Ven, Tiro —me dijo, tendiéndome los brazos e invitándome a que la abrazara—, se acabó el hablar de cosas serias. Esta es mi filosofía: disfrutemos del breve éxtasis mientras los dioses nos lo permitan, pues es únicamente en esos momentos cuando hombre y mujer no están solos.
Cuando me desperté, al amanecer, se había ido.
¿Acaso te sorprendo, lector? Recuerdo que yo fui el primer sorprendido. Tras tantos años de castidad, había dejado incluso de pensar en tales cosas y me contentaba con dejarlas en manos de los poetas: «¿Qué vida hay, qué placer sin la dorada Afrodita?». Saber las palabras era una cosa; nunca había esperado conocer su significado.
Había confiado en que nos quedáramos al menos una noche más, pero a la mañana siguiente Cicerón anunció que debíamos partir. El secreto era absolutamente vital para sus planes, y cuanto más nos entretuviéramos en Miseno, más temía que se supiera de su presencia allí. Así pues, tras una breve reunión con Lúculo, partimos en nuestro carruaje cubierto. Mientras descendíamos por la carretera de la costa, contemplé la mansión que dejábamos atrás. Había numerosos esclavos trabajando en los jardines y afanándose en distintas zonas de la villa, preparándola para otro perfecto día de primavera. Cicerón también miraba hacia atrás.
—Se pavonean de sus riquezas y después se sorprenden de que los odien —murmuró—. Si Lúculo ha conseguido hacerse tan inmensamente rico sin haber derrotado a Mitrídates, ¿imaginas la colosal fortuna que habrá amasado Pompeyo?
Ni podía ni quería imaginarlo. Nunca me había resultado más evidente el absurdo de amasar una fortuna por el simple hecho de amasarla como en esa cálida mañana mientras la casa se perdía en la distancia.
Cicerón, que ya tenía decidida su estrategia, estaba impaciente por ponerla en marcha, y para eso teníamos que regresar a Roma. En lo que a él se refería, las vacaciones habían terminado. Llegamos a la villa de Formiae al anochecer, nos quedamos a pasar la noche y partimos nuevamente al alba. Si Terencia se sintió ofendida por el poco caso que su marido les hizo a ella y a los niños, no lo demostró. Sabía que él viajaría más deprisa sin ellos. Estuvimos de vuelta en Roma en los idus de abril, y Cicerón se puso en contacto con Murena nada más llegar. El gobernador seguía en su provincia de la Galia Ulterior, pero resultó que había enviado por delante a su lugarteniente, Clodio, para que empezara a organizar su campaña electoral. Cicerón vaciló, no sabía qué hacer, no confiaba en Clodio y tampoco quería desvelar sus planes a César y Catilina presentándose en casa del joven. Al final, decidió acercarse a él a través del cuñado de Clodio, el augur Metelo Celer, y eso dio pie a un encuentro memorable.
Celer vivía en el monte Palatino, en el Alto de la Victoria, cerca de la casa de Cátulo, en una calle de distinguidas residencias con vistas al foro. Cicerón razonó que a nadie le sorprendería ver a un cónsul presentarse en casa de un pretor. Sin embargo, cuando entramos en la mansión nos enteramos de que su propietario se hallaba fuera de la ciudad, en una partida de caza. Solo estaba su esposa, y fue ella la que salió a recibirnos acompañada de varias sirvientas. Por lo que sé, era la primera vez que Cicerón se encontraba con Clodia, cuya inteligencia y belleza lo impresionaron profundamente. Debía de rondar los treinta años, y era famosa por sus grandes ojos castaños de largas pestañas —«La dama de los ojos de buey», solía llamarla Cicerón— que empleaba con gran éxito, lanzando coquetas miradas de soslayo a los hombres o paralizándolos con su seductora caída de ojos. Tenía una boca expresiva y una voz susurrante, hecha para el cuchicheo. Al igual que su hermano, hablaba con ese acento afectado tan de moda en la ciudad. Pero pobre del hombre que osara demostrarle demasiada familiaridad… entonces se transformaba en el acto en una auténtica Claudia: altiva, implacable, cruel. Un arribista llamado Vettio, que había intentado en vano conquistarla y seducirla, la describió con una frase lapidaria: «In triclinio Coa, in cubiculo Nola» («Suave como la seda en el comedor, dura como la piedra en el dormitorio»), y el resultado fue que dos admiradores de Clodia —M. Camurtio y C. Casernio— la vengaron en su nombre: le dieron una paliza y después, para que el castigo estuviera a la altura del delito, lo sodomizaron hasta casi matarlo.
Cualquiera habría pensado que ese mundo era totalmente ajeno a Cicerón; sin embargo, una parte de su personalidad —digamos que un cuarto de él— se sentía irremisiblemente atraído hacia lo inmoral y libidinoso por mucho que los otros tres cuartos clamaran en el Senado contra la laxitud de la moral. Quizá fuera una manifestación de su veta de actor. Le encantaba la compañía de la gente del teatro, así como la de cualquier hombre o mujer que no resultara aburrido, y desde luego no podía decirse que Clodia lo fuera. En cualquier caso, cada uno manifestó el gran placer que le producía conocer al otro, y cuando ella le preguntó con voz susurrante y mirada coqueta si podía hacer algo por Cicerón —lo que fuera— en ausencia de su esposo, él le contestó que sí, que le gustaría hablar en privado con su hermano.
—¿Apio o Cayo?—quiso saber ella, suponiendo que se trataba de alguno de los dos mayores, a cual más severo, serio y ambicioso.
—Ninguno de ellos. Quería hablar con Publio.
—¡Publio! ¡Ese chico malo! Has elegido a mi favorito.
Al instante envió un esclavo a buscarlo, seguramente a cualquier garito o burdel donde tuviera en esos momentos su guarida. Y, mientras esperaban su llegada, Clodia y Cicerón pasearon por el atrio, contemplando las máscaras mortuorias de los antepasados de Celer. Yo me retiré discretamente a la sombra y no pude escuchar lo que decían, pero los oí reír, y comprendí que la causa de su diversión eran los petrificados rostros de cera de los ancestros de Metelo que, digámoslo francamente, eran famosos por su estupidez.
Al final, Clodio llegó a la casa, hizo una profunda (y según me pareció, sarcástica) reverencia ante el cónsul, besó cariñosamente a su hermana en la boca y le rodeó la cintura con el brazo. Había pasado más de un año destinado en la Galia Ulterior, pero no había cambiado mucho. Seguía siendo tan atractivo como una mujer, con grandes rizos dorados, ropa holgada y una mirada de ojos caídos llena de superioridad. Ni siquiera ahora estoy seguro de si él y Clodia eran amantes de verdad o de si los dos disfrutaban simplemente escandalizando a la sociedad bienpensante. Sin embargo, más adelante supe que en público Clodio se comportaba igual con sus otras tres hermanas y que Lúculo había dado crédito a los rumores que hablaban de incesto.
Fuera como fuese, si Cicerón se sentía escandalizado, no lo demostró. Disculpándose con una sonrisa ante Clodia, le preguntó si le importaría que hablara en privado con su hermano pequeño.
—Muy bien, adelante —contestó ella con fingida renuencia—, pero que sepas que estoy muy celosa.
Y tras estrechar larga y coquetamente la mano del cónsul, desapareció en el interior de la gran mansión y nos dejó a los tres solos. Cicerón y Clodio intercambiaron algunos comentarios intrascendentes acerca de la Galia Ulterior y de la dificultad de atravesar los Alpes. Fue ese momento el que Cicerón escogió para preguntar:
—Dime, Clodio, ¿es verdad que tu jefe, Murena, va a optar al consulado?
—Lo es.
—Eso he oído y, francamente, me sorprende. ¿Cómo crees que podría ganar?
—Es fácil. Hay muchas maneras.
—¿En serio? Dime una.
—El sentimiento de obligación. La gente todavía recuerda los generosos juegos que organizó antes de que lo eligieran pretor.
—¿Antes de que lo eligieran pretor? Mi querido amigo, ¡eso fue hace tres años! En política, tres años son agua pasada. Créeme si te digo que aquí nadie se acuerda ya de Murena. En lo que a Roma se refiere, ojos que no ven, corazón que no siente. Te lo preguntaré de nuevo: ¿de dónde crees que sacará sus votos?
Clodio mantuvo su sonrisa.
—Estoy seguro de que muchas centurias lo apoyarán.
—¿Por qué? Los patricios votarán por Silano y Servio. Los populistas votarán por Silano y Catilina. ¿Quién quedará para votar a Murena?
—Danos tiempo, cónsul. La nueva campaña aún no ha empezado.
—La nueva campaña empezó en cuanto terminó la anterior. Hace un año que deberías estar moviéndote. Además, ¿quién dirigirá tan milagrosa recogida de votos?
—Yo lo haré.
—¿Tú?
Cicerón pronunció aquella palabra con tal tono de incredulidad que solamente yo torcí el gesto e incluso la arrogancia de Clodio pareció resentirse.
—Tengo alguna experiencia —protestó.
—¿Qué experiencia? Ni siquiera eres miembro del Senado.
—¡Oye, ya está bien! ¿Se puede saber para qué te has molestado en venir a hablar conmigo si estás tan seguro de que voy a perder?
Parecía tan ofendido que Cicerón se echó a reír.
—¿Quién ha hablado de perder?¿Yo? Escucha, amigo —dijo pasándole el brazo por el hombro—, yo sé algo de ganar elecciones, y puedo decirte esto: tienes todas las posibilidades de ganar, pero solo si haces exactamente lo que yo te diga. Tienes que ponerte manos a la obra antes de que sea demasiado tarde. Por eso quería verte.
Y hablando de ese modo, dieron vueltas y vueltas por el atrio, mientras yo los seguía con mis tablillas y tomaba nota de todas sus indicaciones.