V

A partir de ese momento, la gente empezó a mirar a César de forma diferente. Aunque Isáurico aceptó su derrota con el estoicismo propio de un viejo soldado, Cátulo —que había puesto todo su corazón en un pontificado que consideraba la culminación de su carrera— nunca se recuperó del golpe. Al día siguiente denunció a su rival en el Senado.

—¡No vas a seguir actuando de tapadillo, César! —gritó con una rabia que le salpicaba los labios de saliva—. ¡Has sacado tu artillería a campo abierto, y todos vemos que apunta a la conquista del Estado!

La única respuesta de César fue una sonrisa. En cuanto a Cicerón, no sabía qué pensar. Convenía con Cátulo en que la ambición de César era tan insaciable que un día podía convertirse en una amenaza para la República. «Sin embargo —me confió—, cuando veo el cuidado con el que se acicala y observo cómo se arregla la raya del pelo con un dedo, me cuesta imaginar que pueda tramar algo tan perverso como la destrucción de la Constitución romana.»

Tras razonar que César había conseguido casi todo lo que deseaba, y que lo demás —el cargo de pretor, el consulado, el mando de un ejército— le llegaría a su debido tiempo, Cicerón decidió que era el momento de consagrar sus energías a presidir el Senado. Por ejemplo, le parecía del todo inapropiado que, durante los debates, la cabeza visible de la religión estatal tuviera que levantarse una y otra vez entre los senadores de segundo rango para llamar la atención del cónsul. En consecuencia, decidió dar la palabra a César pronto, justo después de los pretorianos. Sin embargo, tan conciliadora iniciativa le fue recompensada con una embarazosa situación política que demostró el alcance de la astucia de César. Ocurrió del siguiente modo.

Poco después de que César fuera elegido pontifex maximus, como mucho dos o tres días después, el Senado se hallaba reunido bajo la presidencia de Cicerón cuando de repente se oyó un grito al final de la sala. Una extraña aparición se abrió paso entre los curiosos que se agolpaban en la puerta. Tenía el pelo revuelto y sucio de polvo. Se había puesto apresuradamente una toga festoneada de púrpura que no lograba ocultar el uniforme militar que había debajo. En lugar de sandalias rojas, sus pies estaban enfundados en botas de soldado. Avanzó por el pasillo central, y cualquiera que estuviera hablando se interrumpió a media frase mientras todos los ojos se volvían hacia el extraño. Los lictores, que se hallaban cerca de mí, justo detrás de la silla de Cicerón, dieron un paso al frente para proteger al cónsul, pero entonces Metelo Celer gritó desde los bancos de los pretorianos:

—¡Alto! ¿Es que no lo veis?¡Es mi hermano! —Y se levantó de un salto para abrazarlo.

Al ver aquello, un murmullo de asombro y después de inquietud recorrió la cámara, pues todo el mundo sabía que el hermano menor de Celer, Quinto Cecilio Metelo Nepos, era uno de los legados de Pompeyo en la guerra contra el rey Mitrídates, y que su llamativo y descuidado aspecto —estaba claro que venía directamente del campo de batalla— podía significar qué alguna terrible calamidad se había abatido sobre las legiones.

—¡Nepos! —gritó Cicerón—. ¿Qué significa esto? ¡Habla!

Nepos se desembarazó del abrazo de su hermano. Era un hombre altivo, muy orgulloso de sus atractivos rasgos y su buena planta. (Se decía que prefería yacer con hombres antes que con mujeres, y desde luego nunca se casó ni tuvo descendencia; pero eso era solo un rumor, y no debería repetirlo.) Sacó pecho y se volvió hacia la cámara.

—¡Vengo directamente del campamento de Pompeyo el Grande, en Arabia! —anunció—. He viajado en las embarcaciones más veloces y en los caballos más ligeros para traeros importantes y dichosas nuevas. El tirano y principal adversario del pueblo de Roma, Mitrídates Eupator, ha muerto a sus sesenta y ocho años. ¡La guerra en Oriente ha terminado, y la victoria es nuestra!

Se produjo ese peculiar instante de sorprendido silencio que siempre sigue a las noticias importantes y a continuación la cámara en pleno se levantó en una atronadora aclamación. Roma llevaba más de un cuarto de siglo luchando contra Mitrídates. Algunos dicen que había ordenado la matanza de ochenta mil ciudadanos romanos en Asia; otros, que fueron ciento cincuenta mil. Fuera cual fuese la cifra, lo cierto era que su figura inspiraba terror; las madres de Roma utilizaban su nombre para asustar a sus hijos en el intento de que se portaran bien. ¡Y había muerto! ¡Y la gloria correspondía a Pompeyo! Poco importaba que en realidad Mitrídates se hubiera suicidado y no hubiera muerto bajo las armas de Roma. (El viejo tirano había ingerido veneno, pero a causa de todos los antídotos que por precaución había tomado a lo largo de los años, la cicuta no le hizo efecto y tuvo que llamar a un soldado para que lo rematara.) Tampoco importaba que los observadores más imparciales atribuyeran a Lucio Lúculo —que seguía a las Puertas de la ciudad esperando que le concedieran su triunfo–la estrategia que realmente había acabado doblegando a Mitrídates. Lo importante era que Pompeyo se había convertido en el héroe del momento y que Cicerón sabía perfectamente qué debía hacer. Cuando las aclamaciones cesaron, se levantó y propuso que en honor del genio de Pompeyo se declararan cinco días de fiesta oficial. Aquello fue recibido con fervientes aplausos. A continuación cedió la palabra a Híbrida, que consiguió hilvanar unas cuantas frases inconexas de encomio a Pompeyo, y después a Celer para que alabara a su hermano por haber viajado cientos de millas para traer tan magnífica nueva. Fue entonces cuando César se puso en pie. Cicerón, en honor a su rango de pontifex, y creyendo que elevaría la ritual plegaria de agradecimiento a los dioses, le permitió subir al estrado.

—Con el debido respeto hacia nuestro cónsul, ¿acaso no estamos siendo cicateros con nuestra gratitud?—dijo César sin la menor aspereza—. Presento una enmienda a la propuesta de Cicerón y sugiero que el período de fiesta nacional se doble a diez días completos y que a Cneo Pompeyo, durante el resto de su vida, se le permita llevar su atuendo triunfal en los Juegos para que, de ese modo, el pueblo de Roma no olvide ni en sus momentos de esparcimiento la deuda que tiene contraída con él.

Casi pude oír el chirriar de dientes de Cicerón tras la petrificada sonrisa con la qué aceptó la enmienda y la sometió a votación. Era consciente de que Pompeyo tomaría buena nota de que César se había mostrado el doble de generoso que él. La enmienda fue aprobada con el único voto en contra de Marco Catón, quien declaró en tono iracundo que el Senado estaba tratando a Pompeyo como si fuera un rey, doblegándose ante él y alabándolo de un modo que habría repugnado a los fundadores de la República. A cambio, recibió un fuerte abucheo y un par de senadores que se sentaban junto a él le tiraron de la toga para que se sentara. No obstante, al contemplar los rostros de Cátulo y otros patricios, comprendí lo mucho que las palabras de Marco Catón los había incomodado.

De las grandes figuras del pasado que revolotean en mi memoria como murciélagos y salen de sus cuevas por la noche para perturbar mi sueño, Catón es la más peculiar. ¡Qué ser más extraño era! En aquella época no pasaba de los treinta, pero su rostro parecía ya el de un anciano. Era de facciones angulosas, iba siempre despeinado, nunca sonreía y raras veces se bañaba. No olía precisamente a rosas, puedo asegurarlo. Su verdadera religión era llevar la contraria. A pesar de que era inmensamente rico, nunca se desplazaba en litera ni en carruaje, iba a todas partes a pie, y con frecuencia se negaba a llevar calzado e incluso túnica. Según decía, deseaba acostumbrarse a no dar importancia a las opiniones del mundo en ningún asunto, ya fuera trivial o importante. Los funcionarios del Tesoro le tenían pavor. Cuando era un joven magistrado sirvió allí durante un año, y ellos me contaron más de una vez que les obligaba a justificar hasta el gasto más insignificante. Aun después de haber dejado el departamento, solía ir a la cámara del Senado cargado con los documentos de las cuentas públicas, y se sentaba en su escaño, situado en el banco más alejado, encorvado sobre las cifras y balanceándose suavemente adelante y atrás, ajeno por completo a las risas y los comentarios de los hombres que lo rodeaban.

Al día siguiente de conocerse la noticia de la derrota de Mitrídates, Catón fue a ver a Cicerón. El cónsul gruñó por lo bajo cuando le anuncié su presencia. Lo conocía desde hacía tiempo, y había oficiado de abogado suyo cuando Catón, en otro de sus extravagantes arranques, había decidido demandar a su prima Lépida para obligarla a que se casara con él. No obstante, me dijo que lo hiciera pasar.

—Pompeyo debe ser desposeído del mando inmediatamente —anunció Catón nada más entrar en el estudio— y obligado a volver enseguida.

—Buenos días, Catón. Teniendo en cuenta su reciente victoria, eso sería un poco duro, ¿no te parece?

—El problema es precisamente esa victoria. Se supone que Pompeyo es un servidor de la República, pero estamos tratándolo como si fuera nuestro amo. Si no tenemos cuidado, volverá y se apoderará del Estado. Debes proponer su destitución mañana mismo.

—¡Puedes estar seguro de que no lo haré! Pompeyo es el mejor general que ha dado Roma desde Escipión y merece todos los honores que podamos ofrecerle. Estás cayendo en el mismo error que tu bisabuelo, que acabó echando a Escipión de su cargo.

—Bien. Si tú no quieres pararle los pies, lo haré yo.

—¿Tú?

—Tengo intención de presentarme a las elecciones a tribuno y quiero tu apoyo.

—¡No me digas!

—Como tribuno, vetaré cualquier proyecto de ley que sea presentado por alguno de los lacayos de Pompeyo para hacer realidad sus designios. Me propongo ser un político totalmente diferente a los que ha habido hasta el momento.

—No me cabe duda de que lo serás —contestó Cicerón; me miró por encima del hombro de Catón y me guiñó apenas un ojo.

—Me propongo someter por primera vez los asuntos públicos al rigor de una filosofía coherente, ajustando cada caso según se presente a los preceptos del estoicismo. Ya sabes que tengo viviendo en mi casa ni más ni menos que a Atenodoro Cordilión, y seguramente estarás de acuerdo conmigo en que es el más destacado de los pensadores estoicos. Él será mi consejero permanente. La República va a la deriva, Cicerón; así lo veo yo, a la deriva y hacia el desastre empujada por los vientos del compromiso fácil. No deberíamos haber dado a Pompeyo esos poderes especiales.

—Yo apoyé esos poderes.

—Lo sé, ¡y deberías avergonzarte! Hace un par de años, volvía yo a Roma cuando me encontré con Pompeyo en Éfeso, tan pomposo como un sátrapa oriental. ¿Tenía autorización para fundar todas esas ciudades en las provincias que ha conquistado?¿Ha hablado el Senado de ello?¿Ha votado el pueblo?

—Pompeyo es el comandante sobre el terreno. Debe permitírsele cierto grado de autonomía. Después de derrotar a los piratas, era preciso levantar bases para garantizar la seguridad del comercio. De lo contrario, los piratas simplemente habrían regresado en cuanto él se hubiera marchado.

—Pero estamos metiéndonos en lugares de los que no sabemos nada. Ahora resulta que hemos ocupado Siria. ¡Siria! ¿Qué se nos ha perdido en Siria? El siguiente país en caer será Egipto. A la larga eso requerirá que tengamos legiones acuarteladas de forma permanente en el extranjero. Y el que mande esas legiones tan necesarias para controlar el imperio, ya sea Pompeyo o cualquier otro, controlará Roma. Aquel que ose alzar su voz contra él será acusado de antipatriota. Será la muerte de la República. Los cónsules acabarán ocupándose únicamente de los asuntos civiles en nombre de un generalísimo de ultramar.

—Nadie duda de que pueda haber peligros, Catón. Pero esa es precisamente la esencia de la política: superar cada desafío a medida que se presenta y estar preparado para el siguiente. En mi opinión, la mejor analogía del arte de gobernar es la navegación: ahora utilizas los remos y ahora las velas; ahora navegas a favor del viento y ahora orzas; ahora aprovechas la marea y ahora la sorteas. Todo eso requiere años de aprendizaje y estudio. No lo encontrarás en un manual de Zenón.

—Y esa singladura ¿adónde se supone que te lleva?

—A un destino muy agradable llamado «supervivencia».

La carcajada de Catón fue desconcertante y extraña: una especie de ladrido desprovisto de humor.

—Algunos de nosotros confiamos en llegar a un destino algo más estimulante. Pero para eso se necesita un tipo de gobernante diferente al tuyo. Estos serán mis preceptos —dijo, y se dispuso a enumerarlos con sus huesudos dedos—: nunca obres movido por el favor; nunca contemporices; nunca perdones una mala acción; nunca hagas diferencias entre los errores, lo que está mal está mal sea cual sea su proporción. Y, por último, nunca transijas con estos principios. «El hombre que tiene la fuerza de carácter suficiente para seguirlos…»

—«… siempre es apuesto por deforme que sea, siempre es rico por pobre que sea y siempre es un rey aunque esclavo sea.» Conozco la cita, gracias. Si lo que deseas es llevar una vida tranquila en una academia y enseñar filosofía a tus alumnos o a tus gallinas, puede que tengas éxito. Pero si lo que quieres es dirigir esta República, necesitarás más libros en tu biblioteca, no te bastará con un solo volumen.

—Esto es una pérdida de tiempo. Está claro que nunca me apoyarás.

—Al contrario, votaré por ti. El espectáculo que prometes como tribuno será sin duda uno de los más interesantes que Roma haya presenciado jamás.

Cuando Catón se hubo marchado, Cicerón me comentó:

—Puede que ese hombre esté medio chiflado, pero tiene algo.

—¿Ganará?

—Naturalmente. Alguien que se llame Marco Porcio Catón siempre tendrá futuro en Roma. Además, está en lo cierto en cuanto a Pompeyo. ¿Cómo vamos a contenerlo?—Reflexionó durante un rato—. Envía un mensaje a Nepos: pregúntale si se ha recuperado del viaje e invítalo al consejo militar que tendrá lugar en el Senado al final de la sesión de mañana.

Hice lo que me había ordenado, y enseguida llegó la respuesta de que Nepos estaba a disposición del cónsul. Así pues, cuando a la tarde siguiente la sesión quedó suspendida, Cicerón pidió a unos cuantos ex cónsules con experiencia militar que se quedaran con él para que Nepos los informara más ampliamente de los planes de Pompeyo. Craso, que había catado las mieles tanto del consulado como del poder que proporciona una inmensa riqueza, estaba cada día más obsesionado con lo único que nunca había tenido —gloria militar— y deseaba tan fervientemente que lo incluyeran en aquel consejo que estuvo rondando la silla del cónsul con la esperanza de que este lo invitara. Sin embargo, Cicerón despreciaba a Craso casi más que a Catilina y no perdió la ocasión de desairar a su antiguo adversario. Hasta tal punto hizo caso omiso de su presencia, que al final Craso se marchó indignado, dejando a media docena de canosos senadores en compañía de Nepos. Yo permanecí tomando notas en un discreto segundo plano.

Fue astuto por parte de Cicerón incluir en aquel cónclave a hombres como Cayo Curión, que había sido premiado con un triunfo diez años antes, y Marco Lúculo, el hermano menor de Lucio, pues la mayor carencia de mi señor era su desconocimiento de los asuntos militares. En su juventud, debido a su delicada salud, lo detestaba todo de la vida militar —su rudeza, su estúpida disciplina y la tosca camaradería del campamento— y se había retirado lo antes posible a sus estudios. Pero era consciente de su inexperiencia y dejó que fueran hombres como Curión, Lúculo, Cátulo e Isáurico quienes interrogaran a Nepos. No tardaron en llegar a la conclusión de que Pompeyo disponía de una fuerza de ocho legiones bien equipadas, con su estado mayor acampado al sur de Judea —al menos así era la última vez que Nepos lo había visto—, a unos cientos de millas de la ciudad de Petra. Cicerón los invitó a que expresaran su opinión.

—Tal como yo lo veo, hay dos opciones para lo que queda de año —dijo Curión, que había luchado a las órdenes de Sula—. Una es que Pompeyo marche hacia el norte, hacia el Bósforo Cimeriano, se dirija al puerto de Pantikapaion e incorpore el Cáucaso al imperio. La otra, que es la que yo preferiría, sería arremeter contra el este y zanjar los asuntos con los partos de una vez por todas.

—Hay una tercera alternativa, no lo olvides —repuso Isáurico—. Egipto. Después de que Ptolomeo nos lo dejara en su testamento, lo tenemos al alcance de la mano. Yo digo que debería dirigirse al oeste.

—O al sur —apuntó Lúculo—. ¿Qué hay de malo en lanzarse contra Petra? Más allá de la ciudad, y a lo largo de la costa, hay tierras muy fértiles.

—Al norte, al sur, al este o al oeste —resumió Cicerón—. No parece que a Pompeyo le falten opciones. ¿Sabes, Nepos, por cuál de ellas se inclina? Estoy seguro de que el Senado ratificará su decisión, sea cual sea.

—La verdad es que tengo entendido que lo que quiere es retirarse —contestó Nepos.

Se hizo un profundo silencio que finalmente interrumpió Isáurico.

—¿Retirarse?—repitió, perplejo—. ¿Qué quieres decir con «retirarse»? Cuenta con cuarenta mil hombres experimentados y no hay nada que se le oponga en ninguna dirección.

—Tú los llamas «veteranos», pero la palabra adecuada sería «exhaustos». Algunos de ellos llevan más de una década marchando y combatiendo por el imperio.

Hubo otra pausa mientras el significado de aquellas palabras calaba en sus ánimos.

—¿Pretendes decirnos —intervino Cicerón— que Pompeyo quiere traer a sus soldados de vuelta a Italia?

—¿Por qué no? Al fin y al cabo es su hogar. Y Pompeyo ha firmado algunos tratados realmente eficaces con los gobernantes locales. Su prestigio personal vale casi tanto como doce legiones. ¿Sabes cómo lo llaman en Oriente?

—Dínoslo, por favor.

—El Guardián de la Tierra y el Mar.

Cicerón miró a los antiguos cónsules y en la mayoría de ellos vio incredulidad.

—Creo, Nepos, que hablo en nombre de todos nosotros si digo que al Senado no le gustará un repliegue total.

—Desde luego que no —añadió Cátulo, y todas aquellas cabezas canosas asintieron para mostrar su acuerdo.

—En ese caso —prosiguió Cicerón—, propongo lo siguiente: que lleves un mensaje a Pompeyo en el que le manifestemos nuestro orgullo, satisfacción y gratitud por su formidable éxito militar, pero también nuestro deseo de que deje el ejército donde está para nuevas campañas. Naturalmente, si desea renunciar a la carga del mando después de tantos años de ejercerlo, el pueblo de Roma lo entenderá y le dará la bienvenida al hogar como al más venerado de sus hijos…

—Podéis sugerir lo que os plazca —interrumpió Nepos con rudeza—, pero no seré yo quien lleve ese mensaje. Me quedo en Roma. Pompeyo me ha licenciado del servicio activo y pienso presentarme a las elecciones como tribuno. Y ahora, si me disculpáis, tengo que atender otros asuntos.

Isáurico soltó un juramento al ver como el joven oficial abandonaba la cámara con aire arrogante.

—Si su padre estuviera con vida, no se habría atrevido a hablarnos de esa manera. ¿Qué clase de nuevas generaciones hemos educado?

—Si una marioneta como Nepos es capaz de hablarnos así —dijo Curión—, imaginad cómo lo hará su jefe, con cuarenta mil legionarios respaldándolo.

—El Guardián de la Tierra y el Mar —murmuró Cicerón—. Supongo que deberíamos sentirnos agradecidos de que al menos nos haya dejado el aire. —Se oyeron algunas risas—. Me pregunto qué asuntos más importantes puede tener Nepos que hablar con nosotros. —Me llamó con un gesto y me susurró al oído—: Corre tras él, Tiro. Averigua adónde va.

Salí a toda prisa por el pasillo y llegué a la puerta justo a tiempo de ver brevemente a Nepos y sus sirvientes cruzar el foro en dirección a la rostra. Era la octava hora del día, todavía había movimiento en las calles, de modo que no me costó pasar inadvertido; Nepos no era de la clase de hombres dados a mirar por encima del hombro. Él y su pequeño séquito dejaron atrás el templo de Castor; por fortuna, me había acercado lo suficiente porque, cuando subían por la vía Sacra, de pronto desaparecieron. Comprendí que habían entrado en la residencia oficial del pontífex maximus.

Mi primer impulso fue volver para contárselo a Cicerón, pero una astuta corazonada me retuvo. Frente a la gran mansión había una hilera de comercios, y yo fingí que echaba un vistazo a sus productos, siempre con un ojo puesto en la puerta de la casa de César. Vi llegar a su madre en una litera, y después su mujer, muy joven y bonita, partió del mismo modo. Entró y salió más gente, pero nadie a quien conociera. Al cabo de una hora, el impaciente tendero anunció que iba a cerrar y me puso de patitas en la calle en el mismo instante en que la inconfundible calva cabeza de Craso asomaba de un carruaje y entraba a toda prisa en la vivienda de César. Me entretuve todavía un poco por ahí, pero no apareció nadie más. No quería tentar más a la suerte, así que corrí a contárselo todo a Cicerón.

Para entonces ya se había marchado del Senado; lo encontré en casa, trabajando en su correspondencia.

—Bueno, al menos eso aclara un misterio —comentó cuando le describí lo que había visto—. Ahora ya sabemos dónde consiguió César los veinte millones con los que compró su cargo. No todo salió del bolsillo de Craso. Seguro que una buena parte se la debió al Guardián de la Tierra y el Mar.

—Adoptó una actitud pensativa y al final añadió—: Cuando el principal general del Estado, el primer prestamista de Roma y el sumo sacerdote del país se reúnen, es que ha llegado el momento de ponerse en guardia.

Fue más o menos en esa época cuando Terencia empezó a desempeñar un importante papel en el consulado de su marido. La gente se preguntaba a menudo por qué Cicerón seguía casado con ella tras quince años de matrimonio, pues era en exceso piadosa y tenía aún menos encanto que hermosura. Sin embargo, poseía un bien escaso. Tenía carácter. Inspiraba respeto, y con el paso de los años su marido se había acostumbrado a pedirle consejo. No mostraba interés por la filosofía ni la literatura y no tenía conocimientos de historia; en realidad, no sabía de casi nada. Sin embargo, poseía el raro don de ver directamente el corazón de las cosas, ya se tratara de un problema o de una persona, y de decir exactamente lo que pensaba.

Cicerón, que no deseaba asustarla, no le había hablado del juramento de Catilina para asesinarlo. Pero, como era normal en la astuta Terencia, no tardó en descubrirlo por sí misma. Como esposa del cónsul, le correspondía supervisar las actividades del culto a la Buena Diosa. No puedo decir en qué consistía eso porque todo lo que tenía que ver con las diosas y su templo del monte Aventino, infestado de serpientes, estaba vedado a los hombres. Lo único que sé es que una de las sacerdotisas, una patriota de noble alcurnia, fue a verla un día hecha un mar de lágrimas para avisarla de que la vida de Cicerón corría peligro y de que debía estar en guardia. Se negó a decir más. Pero, como es natural, Terencia no se conformó y, con una combinación de halagos, engatusamiento y veladas amenazas dignas de su marido, logró sonsacarle poco a poco la verdad. No contenta con eso, obligó a la desdichada a volver a la casa para que repitiera toda la historia ante el cónsul.

Yo estaba trabajando con Cicerón en su estudio cuando Terencia abrió la puerta de golpe. No llamó. Nunca lo hacía. Siendo no solo más rica, sino también más noble que su marido, tenía tendencia a no demostrarle la deferencia que una esposa debe tener hacia su marido. Se limitó a decir:

—Ha venido alguien a quien debes ver.

—Ahora no —gruñó él sin levantar la vista—. Dile que se vaya.

Terencia se mantuvo firme.

—Se trata de… —dijo el nombre de la dama, cuya identidad prefiero omitir, no por ella (hace tiempo que murió), sino por el honor de sus descendientes.

—¿Y por qué debería verla?—preguntó Cicerón, irritado y mirando por primera vez a su esposa. Pero, al ver la gravedad de su expresión, su tono cambió—: ¿Qué ocurre, mujer? ¿Cuál es el problema?

—Tienes que escucharlo tú mismo. —Dicho lo cual, se hizo a un lado y entró una mujer mayor de singular y decadente belleza; tenía los ojos hinchados y llorosos.

Yo hice ademán de levantarme, pero Terencia me ordenó con firmeza que me quedara donde estaba.

—Este esclavo es especialista en tomar notas y además es sumamente discreto —explicó a la desconocida—. Si dice una palabra de esto a quien sea, prometo que mandaré que lo despellejen vivo. —Y me lanzó una mirada que me convenció de que así lo haría.

La conversación que siguió resultó casi tan embarazosa para Cicerón, que tenía una vena puritana, como para la dama, que, presionada por Terencia, se vio obligada a confesar que hacía muchos años que era la amante de Quinto Curio, un senador disoluto y amigo de Catilina. En una ocasión había sido expulsado del Senado por inmoralidad y bancarrota, y estaba a punto de sufrir el mismo destino en el siguiente censo, por lo que se hallaba en una situación muy apurada.

—Curio lleva endeudado desde que lo conozco —explicó la mujer—, pero nunca lo ha estado tanto como ahora. Sobre su casa pesan tres hipotecas. Es capaz de decir que nos matará a los dos antes de enfrentarse a la humillación de la bancarrota y un momento después presumir de todas las cosas que va a comprarme. La otra noche no pude más y me reí de él. «¿Cómo vas a permitirte comprarme nada si soy yo la que te presta dinero?» Lo provoqué, discutimos, y me dijo: «A finales de verano tendremos todo el dinero que queramos». Fue entonces cuando me contó el plan de Catilina.

—¿Y cuál es?

Ella bajó los ojos un instante. Luego se irguió y miró fijamente a Cicerón.

—Asesinarte y luego hacerse con el control de Roma. Cancelar todas las deudas, confiscar las propiedades de los ricos y dividir las magistraturas y los sacerdocios entre sus seguidores.

—¿Crees que hablaba en serio?

—Completamente.

—Pero ¡aún no te ha contado lo peor! —intervino Terencia—. Resulta que para tenerlos a todos bien atados, Catilina les hizo pronunciar un juramento de sangre sobre el cuerpo de un muchacho al que habían sacrificado como un animal.

—Sí. Lo sé —admitió Cicerón al tiempo que alzaba la mano para acallar cualquier protesta—. Lo siento. No sabía si tomármelo en serio. No me pareció oportuno asustarte innecesariamente. —A continuación se volvió hacia la dama y le dijo—: Debes darme los nombres de todos los implicados en esa conspiración.

—No, no puedo.

—Lo dicho no puede ser desdicho. Debo saber sus nombres.

La mujer, sabiéndose acorralada, lloró.

—¿Me darás al menos tu palabra de que protegerás a Curio?

—No puedo prometértelo, pero veré qué puedo hacer. Vamos, señora, los nombres.

Tardó unos segundos en hablar y, cuando lo hizo, apenas pude oírla.

—Cornelio Cetego, Casio Longino, Quinto Anio Chilón, Léntulo Sura y su liberto Umbreno… —De repente, los nombres empezaron a salirle a borbotones, como si así pudiera abreviar su calvario—. Antonio Pateo, Marco Leca, Lucio Bestia, Lucio Vargunteyo…

—¡Un momento! —exclamó Cicerón, mirándola con asombro—. ¡Has nombrado a Léntulo Sura, el pretor urbano, y a su liberto Umbreno!

… Publio Sula y su hermano Servio. —Calló de repente.

—¿Ya está?

—Esos son todos los senadores que le oí mencionar. Hay más gente, pero no pertenecen al Senado.

Cicerón se volvió hacia mí.

—¿Cuántos suman?

—Diez —conté—. Once si sumamos a Curio, y doce si añadimos a Catilina.

—¡Doce senadores!

Pocas veces había visto a Cicerón tan estupefacto. Se dejó caer en su silla con un resoplido, como si acabara de recibir un puñetazo.

—Pero ¡los hombres como Sura y los hermanos Sula ni siquiera tienen la excusa de que están arruinados! ¡Lo suyo es pura y simple traición!

De repente se puso en pie y empezó caminar por la estrecha habitación; estaba demasiado inquieto para quedarse sentado.

—Deberías ordenar que los arrestaran a todos —intervino Terencia.

—Sin duda. Pero suponiendo que pudiera (que no puedo) una vez emprendido ese camino, ¿adónde nos conduciría? De momento sabemos que son esos doce, pero ¿y si hay más implicados? La verdad es que se me ocurren bastantes que podrían estarlo. César, para empezar, ¿qué papel tiene en todo esto? El año pasado apoyó a Catilina para el consulado, y todos sabemos que tiene una relación estrecha con Sura. Recordad que fue Sura quien permitió que juzgaran a Rabirio. ¿Y Craso?¿Qué hay de él? Yo no descartaría ninguna posibilidad. En cuanto a Labieno, es el tribuno de Pompeyo. ¿Estará Pompeyo implicado también?

No dejaba de caminar arriba y abajo.

—Puede que no estén conspirando juntos —prosiguió—, pero todos ellos son conscientes de la oportunidad del caos. Es posible que algunos estén dispuestos a matar para provocarlo, pero los demás se contentarán viendo cómo el caos se propaga. Son como niños jugando con fuego, y César es el peor de todos. Qué locura… la locura se ha apoderado del gobierno. —Siguió hablando así durante un rato, con los ojos y la imaginación inflamados por proféticas imágenes de una Roma en ruinas, de un Tíber teñido de sangre y de un foro sembrado de cabezas cortadas que nos describió con todo detalle—. Debo evitarlo. Tengo que impedirlo. Tiene que haber una manera de poner fin a todo esto.

Durante todo ese rato, la dama que le había dado la información había permanecido sentada mirándolo con asombro. Al final, Cicerón se detuvo ante ella, se inclinó y le cogió las manos.

—Señora, sé que no ha sido fácil contarle todo esto a mi esposa, pero doy gracias a la Providencia de que lo hayas hecho. ¡No soy solo yo quien te estará agradecido eternamente sino Roma!

—Sí, pero ¿qué voy a hacer ahora?—sollozó. Terencia le dio un pañuelo y ella se enjugó las lágrimas—. No puedo volver con Curio después de lo que he hecho.

—Debes hacerlo —insistió Cicerón—. Eres la única fuente que tengo.

—Si Catilina descubre que he revelado sus planes, me matará.

—Nunca lo sabrá.

—¿Y mi marido?¿Y mis hijos?¿Qué voy a decirles? Bastante malo es haber sido amante de otro hombre, pero haberlo sido de un traidor…

—Si conocen tus motivos, lo comprenderán. Considera esto como una especie de expiación. Es vital que te comportes como si nada hubiera ocurrido. Averigua todo lo que puedas a través de Curio, sonsácale, anímale si es necesario. De todas maneras, no puedes arriesgarte a volver a esta casa. Sería demasiado peligroso. Tendrás que pasar a Terencia toda la información que puedas reunir. Podéis encontraros y hablar en privado en el recinto del templo, no levantaréis sospechas.

La dama se mostraba obviamente reacia a implicarse en semejante trama de traiciones, pero Cicerón era capaz de convencer a cualquiera para que hiciera lo que le pedía. Por fin, cuando, sin prometerle inmunidad para Curio, le dio su palabra de que haría todo lo que estuviera en su mano para mostrarse clemente con su amante, ella cedió. Aquella dama salió de allí convertida en espía, y Cicerón empezó a urdir sus planes.