A la mañana siguiente tuvimos que partir con las primeras luces del alba, formando parte del gran éxodo de magistrados, sus familias y sirvientes para asistir al Festival Latino que se celebraba en los montes Albanos. Terencia acompañaba a su marido, y el ambiente entre ellos en el carruaje era tan gélido como el aire de enero en las montañas. El cónsul me mantuvo ocupado dictándome primero un largo despacho para Pompeyo en el que le describía la situación política en Roma y, después, una serie de cartas más breves dirigidas a todos los gobernadores provinciales. Mientras tanto, Terencia evitaba mirarlo y fingía dormir. Los niños viajaban con la niñera en otro carro. Detrás de nosotros se extendía una larga caravana de vehículos que transportaban a los mandatarios electos de Roma: primero, Híbrida; luego, los pretores, Celer, Cosconio, Pompeyo Rufo, Pontino, Roscio, Sulpicio y Valerio Flaco. Solo faltaba Léntulo Sura que, como pretor urbano, se había quedado guardando la ciudad.
—Con semejante idiota al frente, Roma puede arder hasta los cimientos —comentó Cicerón.
Llegamos a la casa que Cicerón tenía en Túsculo a primera hora de la tarde, pero apenas nos dio tiempo a descansar, pues tuvimos que partir casi de inmediato para evaluar a los atletas locales. El momento culminante de los Juegos Latinos era la competición de balancín, en la que se atribuían tantos puntos por la altura, tantos por el estilo y tantos por la fuerza. Cicerón no tenía le menor idea de qué atleta era el mejor, de modo que acabó declarando que todos eran dignos vencedores y que concedería un premio a cada uno que pagaría de su propio bolsillo. Ese gesto le granjeó cálidos aplausos por parte de los campesinos locales. Cuando se reunió con Terencia en el carruaje, oí que ella le comentaba: «También lo pagará Macedonia, ¿no?». Él se rió, y ese fue el principio del deshielo entre los dos.
La ceremonia principal se celebraba con el ocaso, en la cima de la montaña, a la que solo se podía llegar por un empinado y serpenteante camino. A medida que el sol se ponía, el frío se hizo brutal. En aquel terreno rocoso la nieve llegaba hasta los tobillos. Cicerón caminaba al frente de la comitiva, rodeado por sus lictores; los esclavos portaban las antorchas. Los habitantes del lugar habían colgado de las ramas de los árboles pequeñas figuras y rostros hechos de madera o lana, recuerdo de los tiempos en que se hacían sacrificios humanos y podía ahorcarse a un muchacho para acelerar el fin del invierno. Había algo terriblemente melancólico en todo aquello: el frío helador, la inminente oscuridad y esos siniestros objetos agitándose con el viento. En la cumbre, el fuego del altar escupía chispas y pavesas hacia el cielo estrellado. Se sacrificó un buey en honor a Júpiter y se ofrecieron libaciones de leche de las granjas vecinas.
—¡Que la gente se abstenga de luchas y pendencias! —proclamó Cicerón, y esas tradicionales palabras parecieron añadir aún más significado a aquella noche.
Cuando la ceremonia acabó, una inmensa luna se había alzado como un sol azul y arrojaba su enfermiza claridad sobre la escena. Aquello por lo menos tuvo la ventaja de que iluminó claramente nuestro camino mientras descendíamos, pero entonces ocurrieron dos sucesos de los que se habló durante semanas. Primero, la luna se ocultó repentina y misteriosamente, como si la hubieran sumergido en negra tinta, y la comitiva, que había confiado en su resplandor, tuvo que detenerse para encender más antorchas. La interrupción no duró mucho, pero es extraño el efecto que puede ejercer en la imaginación el hallarse desorientado en plena noche en la montaña, especialmente si la vegetación que te rodea está llena de figuras colgantes. Unas cuantas voces gritaron aterrorizadas, especialmente cuando vimos que las estrellas y las constelaciones seguían brillando en el firmamento. Alcé los ojos, como los demás, y en ese preciso momento vi una estrella fugaz, de llameante punta, como una flecha ardiendo, que cruzaba el cielo nocturno en dirección a Roma, donde se desvaneció. A las grandes exclamaciones de asombro siguieron murmullos de temor por el significado que aquel portento pudiera tener.
Cicerón no dijo nada, se limitó a esperar pacientemente a que la comitiva reanudara la marcha. Aquella noche, después de llegar a Túsculo sanos y salvos, le pregunté qué opinaba de todo aquello.
—Nada —me contestó mientras calentaba sus helados huesos ante el hogar—. ¿Por qué? La luna se ocultó detrás de un nubarrón, y una estrella cruzó el cielo. ¿Qué más se puede decir?
A la mañana siguiente llegó un mensaje de Quinto, que se había quedado en Roma vigilando los intereses de su hermano. Cicerón leyó la carta y, acto seguido, me la mostró. Informaba de que una gran cruz de madera había sido erigida en el Campo de Marte, que destacaba descarnadamente en medio de la llanura y que la plebe salía en tropel de la ciudad para contemplarla. «Labieno va por ahí diciendo que la cruz es para Rabirio y que el viejo acabará clavado en ella antes de que termine el mes. Deberías regresar lo antes posible.»
—Solo diré una cosa de César —comentó Cicerón—, y es que no pierde el tiempo. Su tribunal todavía no ha visto ninguna prueba ni ha oído testimonio alguno, pero aun así quiere presionarme. —Contempló las llamas—. ¿Sigue aquí el mensajero?
—Sí.
—Envía una nota a Quinto diciéndole que llegaremos al anochecer, y otra a Hortensio. Dile que le agradezco su visita del otro día. Dile que he estado considerando lo que me dijo y he decidido colaborar con él en la defensa de Cayo Rabirio. —Asintió para sí—. Si César quiere pelea, la tendrá. —Cuando estaba a punto de salir, añadió—: Envía a uno de los esclavos en busca de Híbrida, que le pregunte si querría viajar de vuelta a Roma en mi carruaje para acabar de concretar nuestro acuerdo. Necesito tener algo por escrito y firmado antes de que César vaya a verlo y consiga que cambie de opinión.
Así fue como más tarde, ese mismo día, me encontré sentado frente a un cónsul y al lado de otro intentando poner por escrito los términos de su acuerdo mientras el carruaje traqueteaba por la vía Latina. Una escolta de lictores nos precedía. Híbrida llevaba un odre con vino del que no dejaba de tomar tragos. Se lo ofreció a Cicerón con mano temblorosa, pero este lo rechazó educadamente. Yo nunca había visto a Híbrida de cerca durante tanto tiempo. Su nariz, antaño noble, estaba enrojecida y aplastada —según él, se la habían roto en una batalla, pero todo el mundo sabía que había sido durante una pelea en una taberna—, tenía las mejillas sembradas de venas azuladas, y su aliento olía tanto a alcohol que bastó para que me mareara. «¡Pobre Macedonia! —me dije— ¡menuda desgracia tener a semejante personaje de gobernador!» Cicerón le propuso que sencillamente intercambiaran sus respectivas provincias, lo cual les ahorraría tener que someterlo a votación en el Senado. «Como quieras, yo no soy abogado», fue la respuesta. A cambio de recibir Macedonia, Híbrida se comprometió a oponerse al proyecto de ley de los populistas y apoyar la defensa de Rabirio. También aceptó pagar a Cicerón una cuarta parte de sus ingresos derivados de su cargo de gobernador. Por su parte, Cicerón le prometió hacer lo que estuviera en su mano para que el mandato de Híbrida se prolongara dos o tres años y actuar en su defensa en caso de que posteriormente fuera procesado por corrupción. Sobre esa última condición pareció vacilar; dado el carácter de Híbrida, las posibilidades de que compareciera ante la justicia eran muchas. De todas maneras, al final aceptó, y yo lo recogí en el acuerdo por escrito.
Cuando la negociación hubo concluido, Híbrida sacó nuevamente su odre, y esa vez Cicerón aceptó beber un trago. Por su expresión deduje que el vino estaba sin rebajar y no era por lo tanto de su gusto; sin embargo, fingió que le gustaba. Luego, los dos cónsules se repantigaron en sus asientos, aparentemente satisfechos ante un trabajo bien hecho.
—Siempre creí —dijo Híbrida, reprimiendo un eructo–que habías amañado el sorteo de las provincias.
—¿Cómo podría haber hecho tal cosa?
—Oh, de muchas maneras, basta con estar de acuerdo con el cónsul. Podrías haber escondido la ficha ganadora en la mano y sustituirla por la que tú sacaste. O podía haberlo hecho el cónsul por ti cuando anunció el ganador. Así que no hiciste nada de eso, ¿no?
—No —repuso Cicerón, un tanto ofendido—. Macedonia me correspondía por derecho.
—¿De verdad?—dijo Híbrida con un gruñido al tiempo que alzaba su odre—. Bueno, pues ya lo hemos arreglado. Brindemos por el destino.
Habíamos llegado a la llanura; los campos se extendían, lisos y desiertos a ambos lados del camino. Híbrida empezó a canturrear para sí.
—Dime, Híbrida —intervino Cicerón al cabo de un rato—, hace unos días perdiste un esclavo, un muchacho, ¿verdad?
—¿Un qué?
—Un chico. De unos doce años.
—Ah, ese… —repuso Híbrida con indiferencia, como si perder jóvenes esclavos fuera lo más normal del mundo—. Así que te has enterado…
—No solo me enteraré. Vi lo que le hicieron. —Cicerón miraba fijamente a Híbrida—. Como muestra de nuestra nueva amistad, ¿por qué no me cuentas qué pasó?
—No estoy seguro de que deba hacerlo. —Híbrida lo miró con suspicacia. Por muy borrachín que estuviera, no le faltaba astucia—. En el pasado dijiste cosas especialmente duras sobre mí. Tengo que acostumbrarme a fiarme de ti.
—Si con eso quieres saber si lo que hablemos saldrá de aquí, puedes estar tranquilo. A partir de ahora estamos unidos, Híbrida; lo que pasó entre tú y yo en el pasado ya no importa. No haré nada que comprometa nuestra alianza, tan valiosa para mí como para ti, ni siquiera aunque me digas que has matado a ese chico con tus propias manos. No obstante, necesito saberlo.
—Muy bien expresado. —Híbrida eructó de nuevo y me señaló con la cabeza—. ¿Y tu esclavo?
—Es totalmente de fiar.
—Entonces toma otro trago —dijo Híbrida tendiéndole nuevamente el odre y agitándolo delante de su cara cuando Cicerón rehusó—. Vamos. Me resulta insoportable ver a un hombre que se mantiene sobrio mientras los demás se emborrachan. —Así pues, Cicerón se tragó su repugnancia y bebió un sorbo de vino mientras Híbrida explicaba qué le había ocurrido al muchacho con la misma alegría despreocupante con la que habría relatado una anécdota sucedida durante una cacería—. Era de Esmirna. Tenía una voz bonita. No recuerdo cómo se llamaba. Solía cantar para mis invitados durante las cenas. Después de Saturnalia se lo presté a Catilina para una fiesta. —Bebió otro trago—. Catilina te odia, ¿verdad?
—Eso creo.
—Yo soy fácil por naturaleza, pero Catilina… No. Es un Sergio de la cabeza a los pies. No soporta la idea de que un hombre corriente, y encima provinciano, lo derrotara en su carrera hacia el consulado. —Frunció los labios y meneó la cabeza—. Cuando ganaste las elecciones, te aseguro que perdió la cordura. En fin, el caso es que en esa fiesta estaba realmente furioso. En pocas palabras, propuso que hiciéramos un juramento, un juramento sagrado que quedaría sellado por un sacrificio humano. Mandó llamar a mi chico y le dijo que empezara a cantar. Luego, se situó tras él y… —Híbrida trazó un arco con el puño— ¡paf! Se acabó. Al menos fue rápido. No me quedé para presenciar el resto.
—¿Me estás diciendo que Catilina mató a ese chico?
—Le abrió la cabeza.
—¡Por los dioses! ¡Un senador de Roma! ¿Quién más estaba presente?
—Oh, ya sabes, Longino, Cetego, Curio. El grupo de siempre.
—O sea, cuatro miembros del Senado. Cinco contándote a ti.
—A mí no me incluyas. Me sentí asqueado, te lo aseguro. Ese chico me había costado mis buenos sestercios.
—¿Y qué clase de juramento requería semejante abominación?
—¿La verdad? Matarte —respondió Híbrida despreocupadamente y alzando el odre—. A tu salud.
Luego estalló en carcajadas. Reía tan fuerte que se atragantó. El vino le salía por la nariz, le goteaba por la barbilla y le manchó la toga. Se pasó una y otra vez la mano por la tela, en vano, hasta que poco a poco se quedó quieto. Sus manos resbalaron a un lado, la cabeza se le inclinó hacia delante y un instante después estaba dormido.
Aquella fue la primera vez que Cicerón tuvo noticia de una conspiración contra él, y al principio no supo cómo reaccionar. ¿Se trataba simplemente del delirio demencial de unos borrachos o debía tomar en serio la amenaza? Cuando Híbrida empezó a roncar, Cicerón le lanzó una mirada de infinita repugnancia y pasó el resto del viaje en silencio, con los brazos cruzados y expresión meditabunda. En cuanto a Híbrida, durmió todo el camino hasta Roma, y tan profundamente que, cuando llegamos a su casa, los lictores tuvieron que bajarlo en brazos del carruaje y tumbarlo en el vestíbulo. Sus esclavos parecían totalmente acostumbrados a recibir a su amo en aquel estado. Cuando nos marchamos, uno de ellos estaba derramando una jarra de agua fría en la cabeza del cónsul.
Cuando llegamos a casa, Quinto y Ático nos estaban esperando, y Cicerón les contó enseguida lo que había sabido de labios de Híbrida. Quinto se mostró claramente partidario de hacer pública la historia, pero Cicerón no estaba convencido.
—Y después ¿qué?—preguntó.
—La ley seguirá su curso. Los culpables deben ser acusados públicamente, juzgados y condenados al exilio.
—No —repuso Cicerón—. Esa acusación no tendría ninguna posibilidad de éxito. Primero, ¿quién estaría lo bastante loco para presentarla? Y si, por un milagro, hubiera un alma lo bastante temeraria e ingenua para emprenderla contra Catilina, ¿dónde encontraría las pruebas para sustentar la acusación? Híbrida se negaría a presentarse como testigo aunque se le prometiera la inmunidad. De eso puedes estar seguro. Simplemente negaría que los hechos hubieran ocurrido y rompería su alianza conmigo. Además, ya no tenemos cadáver, ¿recuerdas? Es más, ¡hay testigos que me oyeron asegurar en público que no se había producido ningún asesinato ritual!
—Entonces, ¿qué? ¿No hacemos nada?
—Mejor esperamos y vemos. Tenemos que introducir un espía en el bando de Catilina. Seguro que ya no se fía de Híbrida.
—También deberíamos tomar algunas precauciones —propuso Ático—. ¿Hasta cuándo dispondrás de los lictores?
—Hasta finales de enero, cuando Híbrida empiece su trimestre como presidente del Senado. Luego, volveré a tenerlos en marzo.
—Sugiero que solicitemos voluntarios entre los miembros de la orden ecuestre para que te protejan en público cuando los lictores no estén.
—¿Una guardia personal? La gente dirá que me estoy dando aires. Tendrá que hacerse discretamente.
—Así será, no te preocupes. Yo me ocuparé.
Los tres se mostraron de acuerdo. Entretanto, Cicerón se dedicó a buscar un agente capaz de ganarse la confianza de Catilina y que le informara en secreto de lo que estuviera tramando. Un par de días más tarde, abordó el asunto con el joven Rufo. Lo invitó a su casa y empezó disculpándose por su rudeza el día de la cena.
—Debes comprender, mi querido Rufo —le explicó mientras caminaba con él por el atrio con un brazo por encima de sus hombros—, que uno de los defectos que tenemos los viejos es que siempre juzgamos a los jóvenes por lo que fueron y no por aquello en lo que se han convertido. Te traté como el alborotador que eras cuando llegaste a mi casa siendo un muchacho, hace tres años; pero ahora me doy cuenta de que eres un hombre de casi veinte años que se está abriendo camino en el mundo y que merece el mayor de los respetos. Lamento mucho haberte ofendido y confío en que no me guardes rencor.
—La culpa fue mía —contestó Rufo—. No diré que comparto tus ideas en política, pero mi amor y respeto hacia ti permanecen intactos y no me permitiré tener mala opinión de ti nunca más.
—Buen chico. —Cicerón le pellizcó la mejilla—. ¿Has oído eso, Tiro? ¡Me quiere! Eso significa que no deseas asesinarme, ¿verdad?
—¿Asesinarte?¡Claro que no! ¿A qué viene eso?
—Otros que comparten tus puntos de vista han hablado de matarme… Catilina, por citar solo a uno. —Entonces explicó a Rufo el asesinato del esclavo de Híbrida y el terrible juramento que Catilina y sus colegas habían pronunciado.
—¿Estás seguro?—preguntó Rufo—. Nunca le he oído mencionar tal cosa.
—Bueno, pues está claro que ha manifestado su deseo de acabar conmigo. Híbrida me lo ha asegurado. Me gustaría saber que, si Catilina vuelve a hacerlo, tú me lo advertirías.
—Ah, ya entiendo —dijo Rufo mirando la mano que Cicerón tenía apoyada en su hombro—. Por eso me has hecho venir…, para pedirme que sea tu espía.
—No quiero que seas un espía, sino un ciudadano leal. ¿O es que acaso nuestra República ha caído tan bajo que asesinar a un cónsul está por encima de la amistad?
—Yo no asesinaría a un cónsul ni traicionaría a un amigo —replicó Rufo deshaciendo el abrazo de Cicerón—. Por eso me alegro de que se haya disipado la sombra que flotaba sobre nuestra amistad.
—Una respuesta excelente, propia de un buen abogado. Te he enseñado mejor de lo que creía.
Cuando Rufo se hubo marchado, Cicerón comentó en tono pensativo:
—Ese joven se dirige ahora mismo a repetir a Catilina todo lo que le he dicho.
Una observación que tal vez fuera cierta, pues a partir de ese día Rufo se mantuvo a una prudente distancia de mi señor y en cambio se le vio a menudo en compañía de Catilina. Realmente se había unido a una panda de lo más curiosa; había en ella jóvenes briosos como Cornelio Cetego, siempre en busca de pelea; nobles ancianos y disolutos como Marco Leca y Autronio Peto, cuyas trayectorias públicas habían fracasado por culpa de sus vicios privados; ex soldados insurrectos conducidos por alborotadores como Cayo Manlio, que había sido centurión a las órdenes de Sula. Lo que los unía era su lealtad hacia Catilina —que podía resultar encantador cuando no se proponía asesinarte— y el deseo de ver hecho pedazos el sistema imperante en Roma. En un par de ocasiones habían abucheado y pitado a Cicerón cuando había tenido que dirigirse a asambleas públicas como parte de su oposición al proyecto de ley de Rullo. Yo me alegraba de que Ático hubiera tomado las medidas necesarias para protegerlo, en especial porque en aquellos momentos el caso de Rabirio estaba al rojo.
El proyecto de ley de Rullo, el juicio de Rabirio, la amenaza de muerte de Catilina… Cicerón debía enfrentarse a esos tres asuntos a la vez sin dejar por ello de atender sus obligaciones como presidente del Senado. En mi opinión, los historiadores suelen pasar por alto este aspecto de la política. Los problemas no hacen cola ante la puerta de los hombres de Estado a la espera de que los resuelvan de manera ordenada, paso a paso, como los libros nos dan a entender; los problemas se presentan en masa y reclaman toda la atención. Por ejemplo, Hortensio llegó a casa para hablar de la táctica de la defensa de Rabirio apenas unas horas después de que Cicerón hubiera sido abucheado en una asamblea pública sobre el proyecto de ley de Rullo. Como Cicerón estaba tan atareado, Hortensio, que tenía poco más en lo que ocuparse, había tomado las riendas del caso. Se acomodó en el estudio de Cicerón y, con aspecto de sentirse muy satisfecho de sí mismo, anunció que el asunto estaba resuelto.
—¿Resuelto?—repitió Cicerón—. ¿Cómo?
Hortensio sonrió. Según explicó, había enviado a un grupo de escribas en busca de pruebas y habían regresado con el interesante dato de que un rufián llamado Esceva, esclavo del senador Quinto Crotón, había sido manumitido inmediatamente después del asesinato de Saturnino. Los escribas habían indagado un poco más en los archivos estatales. De acuerdo con lo que figuraba en los documentos de manumisión, Esceva había asestado el «golpe fatal» que había acabado con la vida de Saturnino, y el Senado lo había recompensado con la libertad por tan patriótico acto. Tanto Esceva como Crotón habían muerto hacía mucho, pero Cátulo, después de rebuscar a fondo en su memoria, aseguró que recordaba el incidente y había firmado una declaración jurada en la que decía que, mientras Saturnino yacía inconsciente en el suelo de la cámara, él había visto a Esceva bajar del tejado y acabar con él de una cuchillada.
—Creo que estarás de acuerdo conmigo en que esto —dijo Hortensio a modo de conclusión entregando la declaración jurada a Cicerón— deja a Labieno sin caso contra nuestro cliente y que con un poco de suerte conseguiremos poner fin rápidamente a este molesto asunto. —Se repantigó en su asiento y miró alrededor con aire satisfecho—. ¿No irás a decirme que no opinas lo mismo?—preguntó al ver la ceñuda expresión de Cicerón.
—En principio desde luego tienes razón. Pero me pregunto si en la práctica nos servirá de algo.
—¡Claro que nos servirá! Labieno ya no tiene caso. Hasta César se verá en la obligación de admitirlo. De verdad, Cicerón —dijo con una sonrisa y un gesto despectivo con sus bien cuidadas manos—, casi estoy por pensar que tienes envidia.
Cicerón seguía escéptico.
—Bueno, ya veremos —me comentó después de esa reunión—. Me temo que Hortensio no conoce las fuerzas a las que nos enfrentamos. Sigue creyendo que César no es más que un joven y ambicioso senador. No sabe de lo que es capaz.
Como era previsible, el mismo día en que Hortensio presentó sus pruebas ante el tribunal especial de César, este y su colega —en realidad, su primo—, sin molestarse siquiera en escuchar las declaraciones de los testigos, declararon a Rabirio culpable y lo condenaron a morir en la cruz. La noticia se extendió como la pólvora por las calles de Roma, y el Hortensio que se presentó ante Cicerón a la mañana siguiente era muy otro.
—¡Ese hombre es un monstruo! ¡Un canalla de la cabeza a los pies!
—¿Cómo se lo ha tomado nuestro desdichado cliente?
—Todavía no lo sabe. Me ha parecido que era mejor no decírselo.
—Bueno, ¿qué hacemos ahora?
—No tenemos alternativa. Debemos apelar.
Hortensio presentó inmediatamente una apelación ante el pretor urbano, Léntulo Sura, que a su vez trasladó el asunto a una asamblea popular que debía reunirse a la semana siguiente en el Campo de Marte. Aquel era el terreno ideal para lo que se proponía la acusación: no un tribunal con un jurado respetable, sino una multitud manipulable. Para que todos sus miembros pudieran votar el destino de Rabirio, el proceso debía llevarse a cabo en un único día. Por si eso no fuera suficiente, Labieno empleó su poder como tribuno para estipular que ninguno de los discursos de la defensa debía sobrepasar la media hora de duración. Al enterarse de aquello, Cicerón exclamó: «¡Pero si Hortensio necesita media hora solo para aclararse la garganta!». A medida que se acercaba la fecha fatídica, las diferencias entre él y su colega eran cada vez más frecuentes. Hortensio consideraba el asunto simplemente en términos legales. Declaró que la parte principal de su discurso se centraría en demostrar que el verdadero asesino de Saturnino había sido Esceva. Cicerón no estaba de acuerdo; pensaba que aquel caso era enteramente político.
—¡No estaremos ante un tribunal! —le recordó a Hortensio ¡Estaremos ante la chusma! ¿Crees de verdad que entre el barullo que se organizará, con miles de personas yendo y viniendo, a alguien le importará que el golpe de gracia se lo diera un maldito esclavo que lleva años muerto?
—Entonces, ¿qué argumentación propones?
—Creo que debemos admitir desde el principio que Rabirio fue el asesino y afirmar que su acción estaba justificada desde un punto de vista legal.
Hortensio se llevó las manos a la cabeza.
—De verdad, Cicerón, sé que tienes fama de ser un tipo hábil y todo eso, pero ahora estás siendo simplemente perverso.
—Y yo me temo que pasas demasiado tiempo en la bahía de Nápoles hablando con tus peces. Ya no conoces esta ciudad como yo.
Puesto que no hubo modo de que se pusieran de acuerdo, se decidió que Hortensio hablara en primer lugar, Cicerón lo hiciera el último y que cada uno argumentara como le pareciera mejor. Me alegré de que Rabirio estuviera demasiado senil para darse cuenta de lo que ocurría, de lo contrario estaría aterrorizado: Roma esperaba la celebración de aquel juicio como si de unos juegos circenses se tratara. La cruz del Campo de Marte se había convertido en un lugar de reunión habitual y estaba adornada con pancartas que exigían justicia, pan tierras. Labieno, por su parte, desempolvó un busto de Saturnino y lo colocó en la rostra, adornado con laureles. El hecho de que Rabirio tuviera fama de ser usurero, tacaño y cruel, y que su hijo adoptivo hubiera seguido sus pasos, no fue de ninguna ayuda. Cicerón estaba convencido de que el veredicto sería condenatorio, y decidió, al menos, intentar salvarle la vida. En consecuencia, presentó una resolución urgente ante el Senado solicitando que la pena por perduellio pasara a ser de exilio en lugar de muerte por crucifixión. Gracias al apoyo de Híbrida, y a pesar de la ruidosa oposición de César y los tribunos, el Senado la aprobó por estrecho margen. Esa misma noche, Metelo Celer salió con una partida de esclavos, derribó la cruz, la hizo pedazos y la quemó.
Así estaban las cosas la mañana del juicio. Mientras Cicerón examinaba su discurso y se vestía para bajar al Campo de Marte, Quinto se presentó en su habitación y apremió a su hermano para que se retirara como abogado defensor. Arguyó que había hecho todo lo que había podido y que solo conseguiría que su prestigio quedara menoscabado cuando Rabirio fuera declarado culpable. Además, enfrentarse a los populistas fuera de los muros de la ciudad podía poner su integridad física en peligro. Me di cuenta de que Cicerón se mostraba receptivo a semejantes argumentos. Sin embargo, una de las razones —y no la menor— del aprecio que sentía hacia él era que poseía el valor más atractivo que existe: la valentía de los hombres sensatos. Al fin y al cabo, cualquier loco puede ser un héroe si no valora su vida o no tiene la inteligencia suficiente para ver el peligro. Sin embargo, sopesar los riesgos —incluso vacilando al principio— para después hacer acopio de coraje y enfrentarse a ellos… constituye en mi opinión la más admirable demostración de valor, y fue eso precisamente lo que Cicerón hizo ese día.
Cuando llegamos al Campo de Marte, Labieno ya estaba en el estrado, junto con su valiosa pieza de atrezo, el busto de Saturnino. Era un soldado ambicioso, uno de los compatriotas de Pompeyo, originarios de Piceno. Y gustaba de imitar al general en todas sus facetas, en su gordura, en sus ademanes e incluso en el cabello, que llevaba peinado hacia atrás con el clásico tupé pompeyano. Cuando vio que Cicerón y sus lictores se acercaban, se llevó los dedos a la boca y soltó una fuerte pitada que fue coreada por la multitud, que debía de reunir a unas diez mil personas. Fue un abucheo impresionante, que se intensificó cuando Hortensio llegó llevando de la mano a Rabirio. El desdichado anciano no parecía tan asustado como perplejo ante aquel ruido y la cantidad de gente que se abalanzó para verlo mejor. Yo recibí unos cuantos empujones mientras me esforzaba por permanecer junto a Cicerón. Vi una hilera de legionarios —sus cascos y escudos relucían bajo el sol invernal— y, tras ellos, sentados en unos bancos reservados para los espectadores más distinguidos, a los aristocráticos comandantes Quinto Metelo, conquistador de Creta, y Licinio Lúculo, predecesor de Pompeyo en Oriente. Cicerón me hizo un gesto al verlos, ya que había prometido a ambos un triunfo como recompensa por haberlo apoyado en las elecciones y hasta la fecha no había hecho nada para contentarlos.
—Si Lúculo ha salido de su palacio de la bahía de Nápoles para mezclarse con el vulgo —me susurró— ¡debe de tratarse de una verdadera crisis!
Subió los peldaños que llevaban al estrado, seguido de Hortensio y Rabirio, que tuvo tantas dificultades que sus dos abogados acabaron tirando de él y casi lo alzaron en volandas. Los tres estaban relucientes por la lluvia de escupitajos que les había caído encima. Hortensio parecía especialmente abatido, saltaba a la vista que no era consciente de lo impopular que el Senado se había vuelto durante aquel crudo invierno. Los oradores tomaron asiento en su banco, con Rabirio en medio. Sonó una trompeta y, al otro lado del río, una bandera roja se izó en la cima de la colina del Janículo para indicar a la población que no había peligro de que atacaran la ciudad y que la asamblea podía empezar.
Como magistrado presidente, Labieno controlaba el procedimiento y al mismo tiempo oficiaba como fiscal, lo cual le daba una ventaja enorme. Impulsivo por naturaleza, eligió ser el primero en hablar y no tardó en lanzar insultos a Rabirio, que cada vez estaba más encogido en su asiento. Labieno no se molestó en llamar a declarar a testigos. No le hacía falta: ya contaba con los votos. Finalizó con una severa perorata sobre la arrogancia del Senado, la codicia de la camarilla que lo controlaba y la necesidad de dar un escarmiento ejemplarizante en la persona de Rabirio para que en el futuro ningún cónsul se atreviera a aprobar el asesinato de un ciudadano pensando que podía librarse del castigo. Un rugido de aprobación se elevó de la multitud.
«Comprendí entonces —me confesó Cicerón más tarde—, con la fuerza de una revelación, que el verdadero objetivo de aquel linchamiento por parte de la multitud congregada por César no era Rabirio sino yo, como cónsul, y que debía retomar el control de la situación antes de que mi autoridad para enfrentarme a Catilina y los de su calaña quedara hecha pedazos.
Hortensio fue el siguiente y lo hizo lo mejor que pudo, pero la florida oratoria que lo había hecho famoso pertenecía a otro entorno y, de hecho, a otra época. Pasaba de los cincuenta, estaba más o menos retirado, había perdido práctica, y todo eso se notaba. Algunos de las filas más cercanas al estrado dejaron de escuchar y empezaron a hablar. Pude ver el pánico en el rostro de Hortensio cuando se dio cuenta de que él —el Gran Hortensio, el Maestro Bailarín, el Rey de los Tribunales— ¡estaba perdiendo la atención del público! Cuanto más frenéticamente agitaba los brazos y caminaba de un lado a otro del estrado moviendo su noble cabeza, más ridículo parecía. Nadie mostraba el menor interés por su argumentación. Yo no oía todo lo que decía porque, con miles de ciudadanos hablando mientras esperaban para votar, el jaleo era tremendo. De pronto Hortensio se calló —sudaba a pesar del frío que hacía—, se enjugó la frente con un pañuelo y llamó a sus testigos: primero a Cátulo y a continuación a Isáurico. Cada uno subió al estrado y fue escuchado con respeto, pero cuando Hortensio reanudó su parlamento las conversaciones empezaron de nuevo. Para entonces, si hubiera reunido en su persona la lengua de Demóstenes y la inteligencia de Plauto, no habría servido de nada. Cicerón tenía la mirada fija en la multitud, blanco, inmóvil, cual una estatua tallada en mármol.
Al final, Hortensio se sentó; había llegado el turno de Cicerón. Labieno lo llamó para que se dirigiera a la asamblea, pero el ruido era tal que Cicerón no se levantó. Examinó su toga con detenimiento y apartó unas cuantas pelusas imaginarias. El barullo continuó. Se examinó las uñas. Cruzó los brazos. Miró alrededor. Aguardó durante un largo rato. Y, sorprendentemente, un silencio hosco pero respetuoso se extendió por fin por el Campo de Marte. Entonces, Cicerón asintió, en señal de aprobación, y se levantó lentamente.
—Queridos conciudadanos —empezó—, aunque no tengo por costumbre empezar un parlamento explicando por qué comparezco en nombre y representación de una persona en concreto, al defender la vida, el honor y el destino de Cayo Rabirio considero que es mi deber ofreceros una explicación. En realidad, este juicio no trata de Rabirio, que está viejo, senil y sin amigos; este juicio es, ni más ni menos, un intento de asegurar que en adelante no habrá una autoridad central en el Estado, no habrá una acción concertada de los buenos ciudadanos contra el frenesí y la audacia de los hombres perversos, no habrá refugio para la República en casos de emergencia, no habrá seguridad alguna para el bienestar que nos procura. Dado que esto es así —prosiguió con voz tronante, alzando lentamente la mirada y las manos hacia el cielo—, ruego al todopoderoso Júpiter y a los demás dioses inmortales que me concedan su gracia y su favor y rezo para que, por su voluntad, este día que amanece vea la salvación de mi cliente y con ella la de nuestra Constitución.
Cicerón solía decir que, cuanto más numerosa una multitud, más estúpida era, y que un truco que siempre funcionaba en esos casos era apelar a lo sobrenatural. Sus palabras resonaron en el silencioso campo como golpes de timbal. En la periferia seguían oyéndose algunas voces, demasiado lejos para que pudieran molestarlo.
—¡Labieno! —exclamó—, has convocado esta multitud como el gran populista que eres. Pero ¿quién de nosotros dos es realmente el amigo del pueblo? ¿Tú, que te crees con derecho a amedrentar a los ciudadanos de Roma con la amenaza del verdugo incluso en medio de su asamblea? ¿Tú, que diste órdenes para que en el Campo de Marte se erigiera una cruz para castigarlos?¿O yo, que me niego a que esta asamblea sea deshonrada por la presencia del verdugo?¡Menudo amigo del pueblo es nuestro tribuno, menudo guardián de sus derechos y libertades!
Labieno movió la mano con displicencia hacia Cicerón, corno si espantara moscas, pero había petulancia en ese gesto. Como todos los matones, era mejor repartiendo golpes que recibiéndolos.
—Tú sostienes —prosiguió Cicerón— que Cayo Rabirio asesinó a Lucio Saturnino, una acusación que Quinto Hortensio, a lo largo de su amplia intervención, ha demostrado que es falsa. Sin embargo, si por mí fuera, me enfrentaría a dicha acusación. Es más, ¡la aceptaría y me reconocería culpable! —Un rumor iracundo empezó a extenderse entre la multitud, pero Cicerón gritó—: ¡Sí, sí, la admitiría! ¡Nada me gustaría más que proclamar que mi cliente fue la mano que abatió a ese enemigo público que era Saturnino! —Señaló melodramáticamente el busto, dejó transcurrir unos segundos, tal era la hostilidad dirigida contra él, y prosiguió—: Labieno, afirmas que tu tío estaba allí. Bien, supongamos que así fue. Y supongamos que estaba allí no porque su arruinada condición no le dejara otra alternativa sino porque su amistad con Saturnino lo llevó a anteponer su amigo a su país. ¿Era esa razón suficiente para que Cayo Rabirio desertara de la República y desobedeciera la orden y la autoridad del cónsul? ¿Qué debería hacer yo, amigos, si Labieno, como Saturnino, provocara una matanza de ciudadanos, se escapara de la cárcel y se apoderara del Capitolio por la fuerza? Os diré lo que haría: haría lo mismo que hizo entonces el cónsul, presentaría un proyecto de ley ante el Senado, os exhortaría a defender la República y yo mismo tomaría las armas para, junto con vuestra ayuda, enfrentarme a un enemigo armado. ¿Y qué haría Labieno en ese caso?¡Pues mandar que me crucificaran!
Sí, fue una valerosa demostración, y confío en haber reflejado fielmente la escena: los oradores en el estrado, con su quejumbroso cliente; los lictores, alineados alrededor de la base para proteger al cónsul; la ciudadanía romana en pleno, la plebe, los caballeros, los senadores, todos apelotonados; los generales y los legionarios, con sus emplumados cascos y sus capas color escarlata; los cercados para acoger a los votantes; el ruido omnipresente; el brillo de los templos en el distante Capitolio, y el punzante frío de enero. Intenté localizar a César y en un par de ocasiones creí ver su afilado rostro asomando entre la multitud. Catilina estaba allí, acompañado por su habitual camarilla, incluido Rufo, que sumaba su voz a los insultos que llovían sobre su antiguo maestro. Cicerón concluyó como siempre lo hacía, erguido y con la mano apoyada en el hombro de su cliente, apelando a la clemencia del tribunal:
—No os pide que le concedáis una vida llena de felicidad, solamente una muerte honorable.
Dicho lo cual, todo acabó y Labieno dio órdenes de que comenzara la votación.
Cicerón saludó al abatido Hortensio y saltó del estrado para reunirse conmigo. Seguía lleno de fuego, como siempre después de un gran discurso; respiraba profundamente, los ojos le brillaban, y tenía las aletas de la nariz dilatadas como un caballo al final de una gran galopada. Fue una intervención emocionante de la que recuerdo una frase en especial: «Estrechos son sin duda los límites en los que la naturaleza ha confinado nuestras vidas, pero los de nuestra gloria son infinitos». Por desgracia, las bellas palabras no pueden sustituir los votos; cuando Quinto se reunió con nosotros, nos anunció que todo estaba perdido. Venía de presenciar las primeras votaciones: las centurias estaban votando unánimemente para condenar a Rabirio, lo cual quería decir que el anciano se vería obligado a abandonar el país de inmediato, su casa sería demolida, y sus propiedades, confiscadas.
—Es una tragedia —declaró Cicerón.
—Has hecho todo lo que has podido, hermano. Al menos es viejo, ha vivido su vida.
—¡No estoy pensando en Rabirio, idiota, sino en mi consulado!
Estaba hablando cuando oímos un grito y un alarido. Una pelea había empezado no lejos de allí y, cuando nos volvimos, pudimos ver claramente a Catilina repartiendo puñetazos a diestro y siniestro. Unos cuantos legionarios acudieron para separar a los contendientes. Tras ellos, Metelo y Lúculo se habían puesto en pie para mirar. Celer, el augur, que estaba junto a su primo Metelo, hacía bocina con las manos y apremiaba a los soldados.
—Mira a Celer —dijo Cicerón no sin cierta admiración—. Está deseando unirse a la pelea. Le encantan. —Reflexionó un segundo y de pronto exclamó—: ¡Voy a hablar con él!
Echó a andar con tanta presteza que los lictores tuvieron que correr para ponerse por delante de él y abrirle camino. Cuando los dos generales vieron que el cónsul se acercaba, lo miraron fijamente. Los dos llevaban mucho tiempo acampados a las puertas de la ciudad —en el caso de Lúculo, años que había dedicado a construirse una casa solariega en la bahía de Nápoles y una mansión en el norte de Roma— a la espera de que el Senado votara concederles un triunfo a cada uno. Sin embargo, el Senado se mostraba reacio a acceder a sus demandas, principalmente porque los dos se habían peleado con Pompeyo. Así pues, estaban en un callejón sin salida. Solo los que detentaban imperium podían ser premiados con un triunfo, pero entrar en Roma para exigirlo los privaría automáticamente de imperium. Era fácil comprender su frustración.
—Imperator… imperator… —saludó Cicerón a uno y después a otro.
—Nos gustaría hablar contigo de un asunto… —empezó a decir Metelo en tono amenazador.
—Sé exactamente lo que queréis decirme, y os aseguro que mantendré mi promesa y hablaré en vuestro favor en el Senado con toda la influencia de la que soy capaz, pero eso tendrá que ser otro día. Veis cuán apurado me encuentro en estos momentos… Necesito ayuda, y no para mí sino por el bien de la nación. Celer, ¿me ayudarías a salvar la República?
Celer cruzó una mirada con su primo.
—No lo sé. Eso depende de lo que quieras que haga.
—Se trata de un trabajo peligroso —lo previno Cicerón; sabía perfectamente que semejantes palabras serían irresistibles para un hombre como Celer.
—Nunca me han llamado «cobarde». Dime.
—Quiero que te hagas con un destacamento de los excelentes legionarios de tu primo, cruces el río, subas al Janículo y arríes la bandera.
Celer se quedó perplejo ante semejante petición: arriar la bandera —señal de que se acercaba un ejército enemigo— suspendería definitivamente la asamblea. Además, el Janículo siempre estaba fuertemente vigilado. Tanto él como su primo se volvieron hacia Lúculo, el más veterano de los tres. Vi que el elegante patricio sopesaba los riesgos.
—Es una jugarreta a la desesperada, cónsul —dijo.
—Lo es. Pero si perdemos esta votación, será un desastre para Roma. No volverá a haber un cónsul que pueda estar seguro de su autoridad para sofocar una rebelión armada. Desconozco por qué César desea establecer semejante precedente, pero sí sé que no debemos permitírselo.
Al final, fue Metelo quien dijo:
—Tiene razón, Lucio. Démosle los hombres. Quinto —miró a Celer—, ¿estás dispuesto?
—Por supuesto.
—Estupendo —dijo Cicerón—. Como pretor que eres, los centuriones deberían obedecerte, pero enviaré contigo a mi secretario por si surgen problemas. —Y, para mi consternación, se quitó el anillo del dedo, lo depositó en la palma de mi mano y me dijo—: Tiro, tienes que explicarle al comandante que el cónsul dice que Roma está amenazada por un peligroso enemigo y que es necesario arriar la bandera. Mi anillo demuestra que eres mi emisario. ¿Crees que podrás hacerlo?
Asentí. ¿Qué otra cosa podía hacer? Entretanto, Metelo estaba llamando al centurión que había parado los pies a Catilina, y un momento después me encontré resoplando junto a un contingente de treinta legionarios que marchaban a paso ligero, con las espadas desenvainadas, con Celer y el centurión a la cabeza. Nuestra misión, seamos sinceros, tenía por finalidad que el pueblo de Roma, que se hallaba legalmente reunido en asamblea, huyera de allí a la desbandada. «Qué más da Rabirio, esto sí es traición», recuerdo que pensé.
Salimos del Campo de Marte y trotamos por el puente Subliciano por encima de las crecidas aguas del Tíber; luego cruzamos la llanura vaticana, llena de improvisadas tiendas y chabolas de la gente sin hogar. Al pie del Janículo, los cuervos de Juno nos contemplaron desde las desnudas ramas de su sagrado bosquecillo. Era un conjunto tan apelotonado de formas negras y retorcidas que, cuando pasamos y echaron a volar, pareció que toda la arboleda alzaba el vuelo. Ascendimos con esfuerzo por el camino que llevaba a la cima, y nunca una simple colina me pareció tan empinada. Todavía en estos momentos, mientras escribo, puedo sentir los latidos de mi corazón y la quemazón de mis pulmones mientras jadeaba en busca de aire. Me dolía el costado como si tuviera una punta de flecha clavada en la carne.
En el punto más alto de la cresta de la colina se alzaba una efigie en honor a Jano: un rostro miraba a Roma y el otro hacia la campiña. Y por encima, en el extremo de un mástil, se agitaba una gran bandera roja, ondeando y restallando con el fuerte viento. Alrededor de una veintena de legionarios se calentaban alrededor de dos grandes braseros; los tuvimos rodeados antes de que pudieran reaccionar.
—¡Algunos de vosotros me conocéis! —gritó Celer—. Soy Quinto Metelo Celer, pretor, augur y acabo de regresar del ejército de mi cuñado, el gran Pompeyo. Este hombre que nos acompaña —dijo, señalándome— viene con el sello del cónsul Cicerón y con la orden de que arriéis esta bandera. ¿Quién está al mando?
—Yo —dijo un centurión, dando un paso al frente. Era un veterano de cuarenta y tantos años—, y me da igual de quién seas cuñado o la autoridad que tengas. ¡Esa bandera seguirá ondeando a menos que aparezca el enemigo para amenazar Roma!
—¡Pero si el enemigo ya está aquí! ¡Mira! —exclamó Celer, señalando la campiña al oeste de la ciudad que se extendía a nuestros pies. El centurión se dio la vuelta para mirar, y Celer, rápido como el rayo, lo agarró por el pelo desde atrás y le puso la espada al cuello—. Si te digo que el enemigo está a punto de llegar —bufó—, es que está a punto de llegar, ¿lo entiendes?¿Y sabes por qué sé que el enemigo se acerca aunque tú no veas nada?—preguntó, tirándole bruscamente del pelo y haciéndolo gritar—. Porque soy un jodido augur, por eso. ¡Ahora arría esa bandera y haz sonar la alarma!
Después de eso, nadie discutió. Uno de los centinelas desató la driza y arrió la bandera mientras otro cogía la trompeta y daba el toque de alarma. Miré al otro lado del río, hacia el Campo de Marte y los miles de personas allí reunidas, pero estábamos demasiado lejos para poder apreciar inmediatamente lo que estaba pasando. Solo poco a poco se hizo evidente que la multitud se dispersaba y que las nubes de polvo que se alzaban en los límites del campo se debían a la gente que corría hacia sus casas. Cicerón me describió posteriormente el efecto del toque de trompeta y el arriado de la bandera. Labieno había intentado calmar a la multitud afirmando que se trataba de un engaño, pero las masas son estúpidas y tan asustadizas como un banco de peces o un rebaño de animales. En un abrir y cerrar de ojos corrió el rumor de que la ciudad estaba a punto de ser atacada y, a pesar de las súplicas de Labieno y los demás tribunos, hubo que suspender la votación. Muchos de los recintos destinados a acoger a los votantes quedaron destrozados por la estampida. El estrado donde se habían sentado Lúculo y Metelo fue derribado y hecho pedazos. Hubo peleas. Un ratero fue apuñalado hasta la muerte. A Metelo Pío, el pontífex maximus, le dio un síncope y tuvo que ser llevado a la ciudad a toda prisa, inconsciente. Según Cicerón, solo hubo un hombre que no perdió la calma, y ese fue Cayo Rabirio, que siguió sentado en su banco, meciéndose en el desierto estrado en medio del caos, con los ojos cerrados y canturreando una tonadilla desafinada.
Durante unas cuantas semanas, después del tumulto en el Campo de Marte, pareció que Cicerón había ganado. César, en especial, permaneció en silencio y no hizo el menor intento de reavivar el caso contra Rabirio. El anciano se retiró a su casa de Roma, donde vivió —en su mundo interior, ajeno a todo lo que lo rodeaba— hasta que murió un año más tarde. Lo mismo ocurrió con el proyecto de ley de los populistas. El golpe maestro de Cicerón al aliarse con Híbrida tuvo el efecto de alentar otras defecciones, incluida la de un tribuno al que los patricios habían sobornado para que cambiara de bando. Bloqueada en el Senado por la poderosa coalición de Cicerón y amenazada de veto en la asamblea popular, el formidable proyecto de ley de Rullo, producto de tanto esfuerzo, quedó relegado al olvido.
Quinto estaba de un humor magnífico.
—Si esto hubiera sido un encuentro de lucha libre entre tú y César —declaró—, ya habría terminado: dos caídas señalan al ganador, y tú lo has tumbado dos veces.
—Por desgracia, la política no es tan limpia como la lucha libre y no se atiene a unas normas preestablecidas.
Cicerón estaba completamente seguro de que César tramaba algo. De lo contrario, su inactividad no tenía explicación. Pero ¿qué? Ese era el misterio.
A finales de enero terminó el primer mes de Cicerón como Presidente del Senado. Híbrida lo sustituyó en la silla curul, y Cicerón se sumergió en su trabajo jurídico. Ya no disponía de lictores, así que bajaba al foro escoltado por un par de fornidos miembros de la orden ecuestre. Ático había cumplido su palabra: permanecían cerca, pero no tanto como para que la gente pudiera pensar que eran algo más que amigos del cónsul. Catilina no movió pieza. Cada vez que Cicerón y él se encontraban —algo inevitable en el reducido espacio del Senado—, Catilina le daba ostensiblemente la espalda. En una ocasión me pareció que, al ver a Cicerón, se pasó un dedo por la garganta, como si se la rebanara, pero nadie más pareció reparar en ello. César, no hará falta que lo diga, era todo afabilidad, incluso felicitó a Cicerón por la fuerza de sus discursos y la habilidad de sus tácticas. Aquello supuso una lección para mí. El político triunfador sabe distanciarse de los insultos y reveses de la vida pública, como si le ocurrieran a otra persona. César tenía esa cualidad en mayor medida que cualquier otro hombre que haya conocido.
Entonces, un día, llegaron noticias de que Metelo Pío, el pontífex maximus, había muerto. Ciertamente, no fue una sorpresa. El viejo soldado se hallaba más cerca de los setenta que de los sesenta y llevaba tiempo sufriendo de diversos males. Tras el ataque en el Campo de Marte, no recobró el conocimiento. Su cuerpo fue expuesto en su residencia oficial, el antiguo palacio de los reyes, y Cicerón, como magistrado supremo, ocupó su lugar en la guardia de honor que veló el cadáver. Fue el funeral más solemne que yo había visto. Colocado y sostenido de costado, como si estuviera cenando, Pío fue llevado en una florida litera por ocho miembros del Colegio de Sacerdotes, entre los que se encontraban César, Silano, Cátulo e Isáurico. Le habían peinado y abrillantado el cabello; habían frotado con aceite su correosa piel, y tenía los ojos abiertos. Lo cierto es que muerto parecía mucho más vivo que en vida. Su hijo adoptivo, Escipión, y la esposa de este, Licinia Minor, caminaban detrás de las andas, seguidos por las Vírgenes Vestales y el sumo sacerdote de las divinidades oficiales. A continuación iban los carruajes que llevaban a los líderes de los Metelo, con Celera la cabeza. Al ver a toda aquella familia reunida, así como a los actores que desfilaban tras ella con las máscaras mortuorias de los ancestros de Pío, tomabas conciencia de que seguía siendo el clan políticamente más influyente de Roma.
El inmenso cortejo recorrió la vía Sacra, pasó bajo el arco Fabiano (que había sido cubierto con una tela negra para la ocasión) y cruzó el foro hasta la rostra, donde la litera fue alzada para que amigos y familiares pudieran verlo por última vez. El centro de Roma estaba abarrotado. Los miembros del Senado vestían togas teñidas de negro. Los curiosos se amontonaban en las escalinatas de los templos, en los balcones, en las azoteas y en los pedestales de las estatuas, y allí permanecieron durante los responsos, que duraron horas. Fue como si todos supiéramos que con aquel adiós a Pío —un hombre severo, tenaz, altivo, valiente y tal vez un poco estúpido— nos estábamos despidiendo de la vieja República y que algo distinto luchaba por nacer.
Una vez que pusieron la moneda de bronce en los labios de Pío y que lo llevaron junto a sus antepasados, la pregunta surgió de modo natural: ¿quién sería su sucesor? Por acuerdo unánime los candidatos eran los dos miembros más veteranos del Senado: Cátulo, que había reconstruido el templo de Júpiter, e Isáurico, que había recibido dos triunfos y era mayor incluso que Pío. Su rivalidad era tan fuerte como su camaradería. Cicerón, que no tenía preferencia por ninguno en concreto, mostró poco interés por el asunto. En todo caso, el electorado se reducía a los catorce miembros supervivientes del Colegio de Sacerdotes. Pero entonces, una semana después del funeral de Pío mientras Cicerón aguardaba ante la puerta del Senado Junto con sus colegas a que diera comienzo la sesión, se encontró con Cátulo y le preguntó si ya habían decidido quién Ocuparía el cargo.
—No —respondió Cátulo—, y aún tardaremos.
—¿De veras?¿Y eso por qué?
—Ayer nos reunimos y acordamos que, a la vista de que hay dos candidatos de igual mérito, deberíamos volver al viejo método y dejar que sea el pueblo el que decida.
—¿Es eso prudente?
—Así lo creo, desde luego —respondió Cátulo, dándose un golpecito en su aguileña nariz y sonriendo maliciosamente—, pues pienso que en una asamblea tribal yo seré el ganador.
—¿E Isáurico?
—Él también cree que el ganador será él.
—Bien, pues os deseo buena suerte a los dos. Roma saldrá vencedora gane quien gane. —Cicerón hizo amago de alejarse pero de pronto reflexionó y una sombra de inquietud apareció en su rostro—. Una cosa más, Cátulo, si me lo permites. ¿Quién propuso ese cambio en el sistema?
—César.
A pesar de que el latín es rico en metáforas y sutilezas, me faltan las palabras, en esa lengua e incluso en griego, para describir la expresión de Cicerón en ese momento.
—¡Por todos los dioses! —exclamó en tono de absoluta incredulidad—. ¿No pretenderá presentarse?
—Claro que no —contestó Cátulo—. Eso sería ridículo. Para empezar, es demasiado joven, solo tiene treinta y seis años. Y ni siquiera ha sido elegido pretor.
—Sí, pero en mi opinión harías bien en hablar con tu colega lo antes posible y volver al viejo método de elección.
—Eso es imposible.
—¿Por qué?
—El proyecto de ley para cambiar el sistema fue presentado ante el pueblo esta mañana.
—¿Por quién?
—Por Labieno.
—¡Oh! —Cicerón se llevó una mano a la frente.
—Te estás alarmando sin necesidad, cónsul. No creo ni por un instante que César sea tan loco como para presentarse. Además, si lo hiciera, acabaría aplastado. El pueblo de Roma no está completamente loco. Esta es una lucha para ser el máximo representante de la religión oficial. Se trata de un cargo que exige la mayor rectitud moral. ¿Te imaginas a César haciéndose cargo de las Vírgenes Vestales? Tendría que vivir entre ellas. Sería como meter un zorro en un gallinero.
Cátulo le quitó importancia, pero vi en sus ojos que la duda había hecho mella en él. Pronto corrió el rumor de que César tenía intención de presentarse. Todos los ciudadanos sensatos quedaron consternados por la noticia; los que no, hicieron bromas groseras y se rieron a carcajadas. Sin embargo, había algo —algo que cortaba el aliento por su misma audacia, supongo–que hasta los enemigos de César admiraban.
—Ese hombre es el jugador más formidable que he conocido —comentó Cicerón—. Cada vez que pierde, se limita a doblar la siguiente apuesta y lanza de nuevo los dados. Ahora entiendo por qué dejó a un lado el proyecto de ley de Rullo y el caso contra Rabirio. Vio que el sumo sacerdote no se recuperaría, calculó los riesgos y decidió que el pontificado era mucho mejor que las otras dos cosas juntas. —Meneó la cabeza y se preguntó si podría hacer que aquella tercera apuesta también fracasara. Y lo habría logrado de no haber sido por dos cuestiones.
La primera fue la increíble estupidez de Cátulo e Isáurico. Durante varias semanas, Cicerón fue de uno a otro intentando en vano que comprendieran que no podían presentarse los dos a la vez porque, si lo hacían, fragmentarían el voto contrario a César. Pero eran dos viejos arrogantes e irritables. No quisieron ceder ni echarlo a suertes ni ponerse de acuerdo en un candidato común. Al final, se presentaron los dos.
El otro elemento decisivo fue el dinero. Se dijo que César había sobornado a las tribus con tanto dinero que fue necesario transportar las monedas en carretillas. ¿De dónde lo había sacado? Todo el mundo repetía que la fuente era Craso, pero incluso Craso se habría plantado ante la cifra de veinte millones —¡veinte millones!— que era la que se rumoreaba que César había repartido. Fuera cual fuese la verdad, cuando se celebró la votación, en los idus de marzo, César sabía que su derrota significaría su más absoluta ruina. Jamás habría podido devolver semejante cantidad en caso de ser derrotado. Lo único que le quedaría sería la humillación, el exilio y seguramente el suicidio. Por eso me siento inclinado a dar por cierta la famosa anécdota que explica que el día de las votaciones salió de su pequeña casa de Subura para ir a pasear por el Campo de Marte, se despidió de su madre con un beso y anunció que regresaría convertido en pontífex maximus o no regresaría.
La votación duró casi todo el día, y por una de esas ironías que abundan en política, correspondió a Cicerón, que en el mes de marzo ocupaba de nuevo la presidencia del Senado, anunciar el resultado. El temprano sol de primavera se había ocultado ya tras el Janículo, y el cielo estaba surcado de tonalidades rosa, púrpura y carmesí, como sangre supurando a través de un vendaje. Cicerón leyó el recuento en un tono carente de expresión. De las diecisiete tribus censadas, Isáurico había obtenido el apoyo de cuatro; Cátulo, de seis; y César, de siete. La victoria no podía ser más estrecha. Cuando Cicerón bajó del estrado, sin duda con un nudo en el estómago, el vencedor echó la cabeza atrás y alzó las manos hacia el cielo. Parecía loco de alegría, y bien podía estarlo, pues sabía que, ocurriera lo que ocurriese, a partir de ese momento sería pontifex maximus de por vida, con una suntuosa mansión oficial en la vía Sacra y voz en los más altos cenáculos del Estado. En mi opinión, todo lo que le ocurrió a César a partir de entonces tenía su origen en esa increíble victoria. Aquel demencial desembolso de veinte millones había sido la mayor ganga de la historia: con él había comprado el mundo.