Desconozco cómo funciona la ceremonia en estos días, cuando incluso el más antiguo de los magistrados es un simple mozo de hacer recados; pero en la época de Cicerón la primera visita que se presentaba ante el nuevo cónsul el día de su juramento era siempre un miembro del Colegio de Augures. Así pues, justo antes del amanecer, Cicerón fue al atrio, acompañado por Terencia y sus hijos, para esperar la llegada del augur. Yo sabía que no había dormido apenas porque lo había oído caminar de un lado a otro en el piso de arriba, que era lo que siempre hacía cuando pensaba. No obstante, su poder de recuperación rayaba en lo milagroso, y allí, de pie junto a su mujer y su hija, parecía tan en forma como un atleta olímpico que hubiera estado preparándose toda la vida para aquella carrera que por fin se disponía a correr.
Cuando todo estuvo preparado, hice una señal al portero y este abrió la pesada puerta de madera para dejar entrar a los portadores de los pularii —los pollos sagrados—, media docena de individuos flacuchos de aspecto igualmente gallináceo. Tras aquella escolta se alzaba la figura del augur, que golpeaba el suelo con su cayado y parecía un verdadero gigante con su alto sombrero puntiagudo y su capa de color púrpura. Al verlo acercarse, el pequeño Marco soltó un grito, y se escondió tras las faldas de su madre. El augur de ese día era Quinto Cecilio Metelo Celer, y debo decir algo de él, puesto que estaba destinado a ser una figura importante en la historia de Cicerón. Acababa de regresar de batallar en Oriente y era un verdadero soldado, casi un héroe de guerra, después de haber salido victorioso de un ataque de las abrumadoras fuerzas del enemigo contra sus cuarteles de invierno. Había servido al mando de Pompeyo el Grande, que, dicho sea de paso, estaba casado con su hermana, algo que no había sido precisamente un obstáculo para su ascenso. De todas maneras, era un Metelo, y por lo tanto estaba destinado a convertirse en cónsul al cabo de un par de años. Ese día iba a jurar su cargo como pretor. Su mujer era Clodia, famosa por su belleza y perteneciente a la familia de los Claudio. En resumen, resultaba imposible tener mejores contactos que Metelo Celer, que no era ni de lejos tan estúpido como su aspecto daba a entender.
—¡Buenos días, cónsul electo! —bramó como si estuviera dirigiéndose a sus legionarios en el toque de diana—. ¡Por fin ha llegado el gran día! Me pregunto qué nos deparará.
—Tú eres el augur, Celer. Dímelo tú.
Celer echó la cabeza hacia atrás y soltó una risotada. Más adelante averigüé que su fe en la adivinación no era mayor que la de Cicerón y que formaba parte del Colegio de Augures por conveniencia política.
—Bueno, una cosa sí puedo predecir, y es que habrá problemas. He visto que había una multitud congregada ante el templo de Saturno. Según parece, durante la noche César y sus amigos han colgado su gran proyecto de ley. ¡Menudo sinvergüenza está hecho!
Yo me hallaba de pie justo detrás de Cicerón, de modo que no pude ver su expresión, pero a juzgar por cómo sus hombros se pusieron rígidos, comprendí que la noticia lo había puesto en guardia.
—Bueno —prosiguió Celer—, ¿por dónde se sube a la terraza de esta casa?
Cicerón guió al augur por la escalera y, al pasar junto a mí, me susurró:
—Corre a ver qué pasa. Llévate a tus chicos. Necesito saber todos los detalles de ese proyecto de ley.
Llamé a Sosisteo y a Laureo para que me acompañaran y, precedidos de un par de esclavos con antorchas, partimos colina abajo. No fue fácil no salirse del camino en aquella oscuridad, y el suelo estaba resbaladizo y traicionero por culpa de la nieve. Cuando llegamos al foro, vimos unas cuantas luces que brillaban en la distancia y nos dirigimos hacia allí. Celer tenía razón. Habían colgado un proyecto de ley en el lugar habitual, ante el templo de Saturno. A pesar de la hora y el frío, la curiosidad era tal que varias docenas de ciudadanos se habían congregado allí para leer el texto. Era muy largo, de varios miles de palabras distribuidas en seis grandes tablones, y, aunque todo el mundo sabía que los verdaderos autores eran César y Craso, aparecía firmado por el tribuno Rullo. Dije a Sosisteo que copiara el principio, a Laureo el final, y yo me concentré en la parte de en medio.
Trabajamos rápidamente, haciendo caso omiso de las quejas de la gente a la que le tapábamos la vista. Cuando lo tuvimos transcrito en su totalidad, la noche había finalizado y amaneció el primer día del nuevo año. Aun sin conocer todos sus detalles, supe que el proyecto de ley iba a causar muchos problemas a Cicerón. Establecía que las tierras que la Republica tenía en Campania debían parcelarse en cinco mil granjas que a su vez serían distribuidas gratuitamente. Una comisión formada por diez miembros electos decidiría quién recibía qué y tendría plenos poderes para aplicar impuestos en el extranjero, destinados a comprar y vender más tierras en la península itálica según estimara conveniente y sin tener que rendir cuentas al Senado. Sin duda, los patricios se indignarían. Además, el momento de su anuncio —pocas horas antes de que Cicerón pronunciara su discurso inaugural— había sido calculado para que ejerciera la mayor presión posible en el nuevo cónsul.
Cuando regresamos a casa, Cicerón se encontraba todavía en la terraza, sentado por primera vez en su silla curul de marfil. Allí arriba, con la nieve que se había acumulado en las tejas y el parapeto, hacía un frío considerable. Iba envuelto en una gruesa manta que le llegaba casi hasta la barbilla y llevaba un curioso gorro de piel de conejo con orejeras. Celer se hallaba junto a él, con los pularii alrededor. Agitaba su varita en el aire, conjurando los cielos en busca de aves o relámpagos. Pero era un amanecer limpio y despejado, de modo que estaba teniendo escaso éxito. Tan pronto como me vio, Cicerón cogió las tablillas de cera con sus enguantadas manos y empezó a leerlas rápidamente. Los marcos de madera entrechocaban con un ruido seco —«clac, clac, clac»— a medida que pasaba de una tablilla a otra.
—¿Es el proyecto de ley de los populistas?—quiso saber Celer; alertado por el ruido, se había dado la vuelta.
—Así es —contestó Cicerón mientras sus ojos recorrían el texto a toda velocidad—, y no podrían haber ideado un texto legislativo más adecuado para hacer pedazos la República.
—¿Tendrás que responderles en tu discurso inaugural?—pregunté.
—Naturalmente. ¿Por qué crees que lo han colgado durante la noche?
—Desde luego han elegido bien el momento —dijo Celer—. Un cónsul nuevo, su primer día en el cargo, sin experiencia militar, sin una familia influyente que lo respalde… Te están poniendo a prueba, Cicerón.
Llegó un grito de la calle. Me asomé por encima del parapeto. Se estaba congregando una multitud para acompañar a Cicerón a la ceremonia inaugural. Al otro lado del valle, los templos del Capitolio empezaban a perfilarse con nitidez contra el cielo matutino.
—¿Eso ha sido un relámpago?—preguntó Celer al portador de los pollos más cercano—. Espero por Júpiter que lo haya sido. ¡Se me están helando las pelotas!
—Si tú has visto un relámpago, augur —respondió el pollero—, entonces ha sido un relámpago.
—Muy bien. Relámpago ha sido, y además hacia la izquierda. Anótalo todo, muchacho. Felicidades, Cicerón, un presagio de lo más favorable. Ya podemos marcharnos.
Pero Cicerón parecía no haberlo oído. Seguía sentado en su silla, muy quieto, mirando al frente. Celer apoyó una mano en su hombro.
—Mi primo, Quinto Metelo, te envía sus mejores deseos y, de paso, te recuerda que sigue fuera de la ciudad esperando que le concedas el triunfo que le prometiste a cambio de su voto. Lo mismo que Licinio Lúculo, ya que hablamos del asunto. No lo olvides, disponen de cientos de veteranos a los que pueden llamar. Si esto acaba en una guerra civil, que no sería de extrañar, ellos son los que pueden venir y restaurar el orden.
—Gracias, Celer. Hacer entrar soldados en Roma… sin duda esa sería la mejor manera de evitar una guerra civil.
El comentario pretendía ser sarcástico, pero a los Celer de este mundo los sarcasmos les resbalan como la flecha de un niño en una armadura. Se marchó de la terraza de Cicerón con su vanidad intacta. Pregunté a Cicerón si deseaba algo.
—Sí, un nuevo discurso —contestó, y añadió—: Déjame solo un momento.
Hice lo que me pedía y fui abajo, intentando no pensar en la tarea a la que Cicerón debía enfrentarse: hablar ex tempore ante seiscientos senadores sobre un complicado proyecto de ley que apenas había tenido tiempo de estudiar, y con la certeza de que, dijera lo que dijese, enfurecería a un bando o a otro. Aquello bastó para que se me hiciera un nudo en el estómago.
La casa se llenó rápidamente, no solo con clientes de Cicerón, sino también con seguidores que llegaban de la calle. Cicerón había ordenado que no escatimaran en gastos el día de su toma de posesión, y cada vez que Terencia expresaba su preocupación por el coste de todo aquello, él había contestado con una sonrisa: «Ya lo pagará Macedonia». Así pues, todo el que llegaba recibía como obsequio higos y miel. Ático, que era el cabecilla de la orden ecuestre, había llegado con un numeroso destacamento. A todos ellos, además de a los colaboradores más próximos a Cicerón en el Senado, se les servía vino aromatizado con especias en el tablinum. Servio no se hallaba entre ellos, pero me las arreglé para explicar a Ático y a Quinto que los populistas habían colgado su proyecto de ley y que este no auguraba nada bueno.
Entretanto, los flautistas disfrutaban también de la bebida y comida de la casa, lo mismo que los percusionistas y las bailarinas, los representantes de los barrios y de las sedes tribales y, por supuesto, los funcionarios que acompañarían al nuevo cónsul: los escribas, los encargados de las citaciones, los copistas y los pregoneros del Tesoro, junto con los doce lictores proporcionados por el Senado para garantizar la protección del cónsul. Lo único que faltaba en aquel espectáculo era el protagonista y, a medida que el tiempo pasaba, se me hacía más difícil explicar su ausencia. Además, la gente ya había oído hablar del proyecto de ley y todos querían saber qué iba a decir Cicerón sobre ese asunto. Yo solo podía contestarles que todavía estaba recibiendo los auspicios y que bajaría enseguida. Terencia, engalanada con sus nuevas joyas, me soltó un bufido y me dijo que me ocupara de controlar la situación antes de que saquearan la casa de arriba abajo. Entonces se me ocurrió una treta: envié a dos esclavos a la azotea con órdenes de que bajaran la silla curul y dijeran a Cicerón que el símbolo de su autoridad debía encabezar la comitiva, una excusa que tenía el mérito añadido de ser cierta.
El truco funcionó; Cicerón bajó poco después, y me alegra decir que no llevaba puesto el gorro de piel de conejo. Su aparición provocó una cerrada ovación de la multitud, muchos de cuyos integrantes se hallaban en un estado de ebria alegría debido al vino especiado. Cicerón me devolvió las tablillas con el texto del proyecto de ley.
—Llévalas contigo —me susurró.
Acto seguido, trepó a un sillón, saludó a la gente con un gesto y pidió a los que formaban parte del personal del Tesoro que levantaran la mano. Lo hicieron unas dos docenas de personas. Por increíble que pueda parecer en estos momentos, ese era el número total de funcionarios que administraban entonces el imperio desde su mismo centro.
—Señores —dijo, poniéndome una mano en el hombro—, quiero presentaros a Tiro, mi secretario particular desde antes de que fuera senador. A partir de ahora, deberéis considerar cualquier orden suya como si fuera mía, y todos los asuntos que queráis tratar conmigo también se los podréis plantear a él. Prefiero los informes escritos a los orales. Me despierto pronto y trabajo hasta tarde. No pienso tolerar sobornos ni ninguna forma de corrupción ni cuchicheos. Si alguno de vosotros se equivoca, no temáis decírmelo, pero hacedlo enseguida. Recordad todo esto y nos llevaremos bien. Y ahora, ¡a trabajar!
Tras aquel pequeño discurso, que me dejó francamente azorado, los lictores recibieron sus nuevas varas y una bolsa con dinero para cada uno. Finalmente, los esclavos bajaron la silla curul de la terraza y fue mostrada a la multitud. Su visión provocó una salva de aplausos y de exclamaciones; no era para menos, pues estaba tallada en marfil de Numidia y había costado más de cien mil sestercios («Ya lo pagará Macedonia»). Acto seguido, todo el mundo bebió un poco más de vino —incluso el pequeño Marco tomó un sorbo de un cubilete de marfil—, los flautistas empezaron a tocar, y salimos todos a la calle para iniciar el largo recorrido a través de la ciudad.
Seguía haciendo un frío glacial, pero el sol iluminaba los tejados con rayos de oro, y el efecto de la luz en la nieve envolvía a Roma en un resplandor celestial como yo no había visto hasta entonces. Los lictores encabezaban la marcha. Cuatro de ellos portaban en alto la silla curul, sobre una litera abierta. Cicerón caminaba junto a Terencia. Tulia iba tras él, acompañada de su prometido, Frugi. Quinto llevaba a Marco sobre los hombros, y a ambos lados de la familia consular marchaban los caballeros y los senadores vestidos de un blanco resplandeciente. Las flautas sonaban, los tambores batían, las bailarinas danzaban. Los ciudadanos llenaban las calles y se asomaban a las ventanas. Mientras desfilábamos por el Argiletum, camino del foro, se oyeron muchos vítores y aplausos, pero también —para ser sincero— algunos abucheos, especialmente cuando la comitiva cruzó los sectores más pobres de Subura. Cicerón asentía a un lado y a otro y, de vez en cuando, levantaba la mano para saludar; no obstante, su expresión era grave. Comprendí que estaba dándole vueltas a lo que le esperaba. En los momentos previos a un discurso, una parte de él resultaba siempre inaccesible. Vi que Quinto y Ático intentaron hablar con él, pero Cicerón se limitó a negar con la cabeza para que lo dejaran solo con sus pensamientos.
Cuando llegamos al foro, estaba abarrotado de gente. Pasamos ante la rostra y el vacío edificio del Senado y por fin empezamos a subir al Capitolio. El humo de los fuegos de los altares se elevaba y se enroscaba por encima de los templos. Olí el azafrán ardiendo y oí los mugidos de los bueyes que esperaban para el sacrificio. Cuando nos acercamos al arco de Escipión, miré hacia atrás y allí estaba Roma, sus colinas y sus valles, sus torres y sus templos, sus pórticos y sus casas, todo cubierto de blanca y resplandeciente nieve, como una novia engalanada a la espera de su prometido.
Entramos en el área capitolina para encontrarnos con el resto de los senadores, que nos esperaban formando en hileras ante el templo de Júpiter. Fui conducido, junto con la familia de Cicerón, hasta un estrado de madera que habían dispuesto para los espectadores. El sonido de una trompeta resonó entre los muros, y los senadores se volvieron al unísono para ver pasar a Cicerón entre sus filas. Todos esos rostros astutos, enrojecidos por el frío, estudiaban con ojos codiciosos al cónsul electo; hombres que nunca habían alcanzado el consulado y sabían que nunca lo alcanzarían; hombres que lo habían deseado pero habían temido fracasar en el intento; y también hombres que lo habían alcanzado y que todavía creían que el cargo les pertenecía por derecho propio. Híbrida, el compañero consular de Cicerón, estaba ya en su sitio, al pie de la escalinata del templo. Por encima de la escena, el gran tejado de bronce parecía derretirse bajo el brillante sol invernal. Sin saludarse, los dos cónsules electos subieron lentamente hasta el altar, donde el sumo sacerdote, Metelo Pío, demasiado enfermo para tenerse en pie, yacía en una litera. Lo rodeaban seis vestales y catorce pontífices del culto oficial. Distinguí claramente a Cátulo, que había reconstruido el templo en nombre del Senado y cuyo nombre aparecía en el dintel («Es más importante que Júpiter», decían algunos en consecuencia). Junto a él se hallaba Isáurico. También reconocí a Escipión Nasica, el hijo adoptivo de Pío; a Junio Silano, que era el marido de Servilia, la mujer más inteligente de Roma; y por último, de pie y ligeramente apartado del resto, la figura delgada y ancha de espaldas de César. Por desgracia, me hallaba demasiado lejos para poder leer la expresión de su rostro.
Se hizo un largo silencio. La trompeta sonó de nuevo, y un enorme buey blanco, con los cuernos engalanados con cintas de colores, fue llevado hasta el altar. Cicerón estiró los faldones de su toga, se envolvió la cabeza con ella y recitó de memoria con voz potente la plegaria oficial. Tan pronto como hubo acabado, el ayudante situado junto al buey derribó al animal con tal martillazo que el golpe resonó en todo el pórtico. La criatura se desplomó de costado y, cuando los oficiantes le abrieron rápidamente el estómago, la imagen del muchacho eviscerado surgió inquietantemente en mi cerebro. Antes de que el desdichado animal hubiera expirado, sus entrañas estaban ya encima del altar. Se oyó un murmullo entre los congregados, que interpretaron los estertores del buey como una señal de mala suerte, pero cuando los arúspices presentaron el hígado del animal a Cicerón para que lo examinara, declararon que lo consideraban excepcionalmente propicio. Metelo Pío —que en cualquier caso estaba casi ciego— asintió débilmente para dar su aprobación. A continuación, las entrañas fueron arrojadas al fuego y la ceremonia se dio por concluida. La trompeta vibró en el gélido aire por última vez, y una salva de aplausos resonó en el cerrado espacio. Cicerón ya era cónsul.
El Senado celebraba siempre su primera sesión del año nuevo en el templo de Júpiter, con la silla del cónsul situada en un estrado, a los pies de la gran estatua de bronce del padre de todos los dioses. No había ciudadano, por eminente que fuera, que tuviera permitido entrar en el Senado a menos que perteneciera a él. No obstante, puesto que Cicerón me había encargado que transcribiera la sesión con mi sistema de taquigrafía —la primera vez que se hacía tal cosa—, recibí autorización para sentarme junto a él durante los debates. Es fácil imaginar lo que sentí cuando puse el pie en la cámara y lo seguí por el pasillo que dividía los bancos de madera. Los senadores, vestidos de blanco, entraron detrás de nosotros. Sus animadas conversaciones resonaban como el rugido de la marea que se avecinaba. ¿Quién había leído el proyecto de ley de los populistas?¿Había hablado alguien con César?¿Qué diría Cicerón?
Cuando el nuevo cónsul llegó al estrado, me volví para ver cómo aquellos personajes que tan bien conocía ocupaban sus asientos. A la derecha de la silla consular se desplegaba la facción de los patricios —Cátulo, Isáurico, Hortensio y los demás—, mientras que a la izquierda lo hacían los populistas, encabezados por Craso y César. Busqué a Rullo, cuya firma figuraba en el proyecto de ley, y lo localicé entre los demás tribunos. Hasta hacía bien poco solo había sido otro rico y joven lechuguino, pero para mostrar sus simpatías populistas se había dejado crecer la barba y vestía como un desharrapado. Un poco más allá vi a Catilina dejarse caer en uno de los bancos reservados para los pretorianos, con sus fuertes brazos extendidos a lo largo del respaldo y las largas piernas muy separadas. Su expresión era ceñuda y abstraída. Sin duda pensaba que, de no haber sido por Cicerón, él estaría ocupando la silla curul ese día. Sus acólitos ocuparon sus lugares tras él; hombres como el arruinado jugador Curio y el terriblemente obeso Casio Longino, cuyas descomunales posaderas ocupaban el espacio para dos senadores normales.
Estaba tan concentrado en anotar quién se hallaba presente y lo que hacía cada uno que aparté brevemente los ojos de Cicerón y, cuando volví a mirar, vi que había desaparecido. Me pregunté si habría salido a vomitar; solía pasarle cuando estaba nervioso antes de un discurso importante. No obstante, al ir a mirar detrás del estrado, lo localicé, oculto a la vista detrás de la estatua de Júpiter, enfrascado en una intensa conversación con Híbrida. Miraba fijamente a los ojos inyectados en sangre de su colega; tenía una mano apoyada en el hombro de Híbrida y gesticulaba enérgicamente con la otra. A modo de respuesta, Híbrida asentía despacio, como si le costara comprender algo. Al final, una sonrisa cruzó su cara. Cicerón lo soltó, se dieron la mano y salieron de detrás de la estatua. Híbrida regresó a su lugar, y Cicerón me preguntó súbitamente si había memorizado la transcripción del proyecto de ley. Le contesté que sí.
—Bien —me dijo—. Empecemos pues.
Ocupé mi lugar en un taburete, al pie del estrado, abrí mi tablilla, saqué el punzón y me preparé para escribir la primera acta taquigráfica de una sesión del Senado. Otros dos bedeles, instruidos por mí, se hallaban en posición a ambos lados de la cámara para transcribir sus propias versiones. Más tarde, compararíamos nuestras notas y compondríamos un resumen completo. Aún no sabía cómo pensaba Cicerón manejar la situación. Me constaba que llevaba días intentando escribir un discurso que apelara al consenso, pero el resultado había sido tan insufriblemente insulso que había tirado todos los borradores. Nadie podía estar seguro de cómo iba a reaccionar. En la cámara reinaba una intensa expectación. Cuando subió al estrado, las conversaciones cesaron de golpe, y casi pude percibir cómo todos los senadores se inclinaban hacia delante para escuchar mejor lo que tuviera que decir.
—Señores —empezó; solía iniciar sus discursos de esa manera pausada—, es costumbre que los magistrados electos para este gran cargo empiecen con una manifestación de humildad, recordando a sus ancestros que ocuparon esta silla antes que ellos y expresando su esperanza de ser dignos de su ejemplo. En mi caso, me complace decir que semejante demostración de humildad me resulta imposible. —Aquello provocó algunas risas—. Soy alguien que se ha hecho a sí mismo —proclamó—. No debo mi ascenso ni a una familia, ni a un nombre, ni a la riqueza ni al prestigio militar; se lo debo al pueblo de Roma. Y mientras ocupe este cargo seré el cónsul del pueblo.
Qué instrumento tan fantástico era la voz de Cicerón, con su profundo tono y su leve rastro de tartamudeo, un impedimento que, de alguna manera, hacía que cada palabra pareciera el fruto de un gran esfuerzo y, por lo tanto, fuera mucho más valiosa. Su discurso resonaba en el silencio de la sala como un mensaje del mismísimo Júpiter. La tradición mandaba que primero hablara del ejército. Bajo la mirada de las esculpidas águilas del techo, alabó las hazañas de Pompeyo y las legiones de Oriente en los términos más generosos; sabía que sus palabras serian transmitidas lo más rápidamente posible al gran general, Y que este las leería con gran interés. Los senadores aplaudieron y patearon con entusiasmo; todos ellos sabían que Pompeyo era el hombre más poderoso del mundo, y nadie, ni siquiera sus más feroces enemigos entre los patricios, deseaba parecer cicatero en sus alabanzas.
—Del mismo modo que Pompeyo defiende nuestra República en tierras lejanas, nosotros debemos hacer nuestra parte en casa —prosiguió Cicerón—, decididos a proteger su honor, sabios en la definición de su rumbo y justos en la búsqueda de la armonía interior. —Hizo una pausa—. Todos sabéis que esta mañana, antes de que el sol se levantara, el proyecto de ley del tribuno Servilio Rullo, que tanto hemos estado esperando, ha aparecido por fin colgado en el foro. Tan pronto como conocí la noticia, unos cuantos copistas, bajo mis instrucciones, salieron para allí y volvieron con una transcripción exacta del texto. —Alargó el brazo y yo le entregué las tres tablillas de cera. Mi mano temblaba, pero la suya se mantuvo firme cuando las blandió en alto—. He aquí el proyecto de ley. Os aseguro que lo he leído con toda la atención que las circunstancias y el tiempo me han permitido y he llegado a una firme opinión.
Hizo una pausa y miró al otro lado de la cámara: a César, en su asiento del segundo banco, que observaba impávido al cónsul, y a Cátulo y a los demás ex cónsules patricios del banco situado enfrente.
—Es un puñal apuntado al cuerpo político, ¡y nos invita a que nos lo clavemos en el corazón!
Sus palabras ocasionaron un revuelo inmediato, gritos de furia y gestos de desprecio en los bancos populistas, y un grave y varonil murmullo de aprobación entre los patricios.
—Un puñal —repitió— de larga hoja. —Se humedeció el pulgar, abrió la primera tablilla y leyó—: «Cláusula uno, página uno línea uno. La elección de los diez comisarios…».
De ese modo, no entró en fingimientos ni en sentimentalismos y fue directamente al núcleo del asunto, que era, como siempre, una cuestión de poder.
—¿Quién propone esta comisión?—preguntó—. Rullo. ¿Quién determina los que van a ser elegidos? Rullo. ¿Quién convoca a la asamblea para elegir a los comisionados? Rullo…
Los senadores patricios cantaban a coro el nombre del infortunado tribuno después de cada pregunta.
—¿Quién declara los resultados?
—¡Rullo! —tronó el Senado.
—¿Quién es el único que tiene garantizado un puesto en la comisión?
—¡Rullo!
—¿Quién redactó el proyecto de ley?
—¡Rullo!
La cámara lloraba de risa ante su propio ingenio mientras el pobre Rullo se ponía colorado y miraba a un lado y a otro en busca de un rincón donde esconderse. Cicerón prosiguió de ese modo durante casi media hora, cláusula por cláusula, citando el proyecto de ley, ridiculizándolo y haciéndolo pedazos en unos términos tan implacables que los senadores que rodeaban a César y ocupaban el banco de los tribunos empezaron a poner muy mala cara. Pensar que Cicerón solo había dispuesto de una hora para poner en orden sus ideas era asombroso. Denunció el proyecto de ley como un ataque contra Pompeyo —que no podía optar a ser candidato de la comisión por hallarse ausente— y como un intento de reinstaurar a los monarcas disfrazados de comisionados. Citó directamente el texto del proyecto de ley —«Los diez comisionados asentarán a los colonos que les plazcan en la ciudad y el barrio que decidan y les asignarán las tierras que estimen convenientes»— y logró que ese anodino lenguaje sonara como una invitación a la tiranía.
—Y entonces, ¿qué? ¿Qué clase de asentamientos se realizarán en esas tierras?¿Qué método, qué acuerdo se implantará?«Allí se asentarán colonias», dice Rullo: ¿Dónde? ¿Con qué clase de hombres? ¿Acaso piensas, Rullo, que vamos a entregarte, a ti y a los verdaderos arquitectos de tu plan —y aquí señaló directamente a César y a Craso—, toda Italia desarmada para que Podáis llenarla de guarniciones, ocuparla con colonias y mantenerla sometida y atada con toda clase de cadenas?
Del banco de los patricios se elevaron gritos de «¡No!», «¡Nunca!». Cicerón extendió la mano y apartó la mirada de ella, el clásico gesto de rechazo.
—Me opondré a ello con todas mis fuerzas y convicción.
Mientras sea cónsul no permitiré que ningún hombre ponga en marcha planes semejantes contra el Estado, planes que llevan mucho tiempo tramando. He decidido desempeñar mi consulado de la única manera que puede hacerse con dignidad y libertad. No aceptaré ninguna provincia, ningún honor, distinción o ventaja, nada que un tribuno del pueblo pueda evitar que obtenga.
Hizo una pausa para subrayar lo dicho. Yo estaba escribiendo, cabizbajo, pero al oír aquello levanté la mirada de golpe. «No aceptaré ninguna provincia.» ¿De verdad había dicho eso? No podía creerlo. Cuando los senadores asimilaron las implicaciones de aquellas palabras, empezaron a murmurar.
—Sí —afirmó Cicerón por encima de las expresiones de incredulidad—, este primero de enero, ante el pleno del Senado, vuestro nuevo cónsul declara que, si la República continúa en el estado actual, y a menos que se presente un peligro al que él no pueda hacer frente honorablemente, no aceptará el gobierno de una provincia.
Miré al otro lado del pasillo, hacia donde estaba sentado Quinto. Parecía que se hubiera tragado una avispa. Macedonia, aquella deslumbrante perspectiva de lujo y riqueza y de la definitiva liberación de las miserias de una vida dedicada al ejercicio del derecho, ¡acababa de esfumarse!
—Nuestra República tiene muchas heridas que no se ven —declaró Cicerón en el sombrío tono que utilizaba para sermonear—. Algunos ciudadanos malvados hacen planes a su costa. Sin embargo, no tiene enemigos exteriores. No hay rey, pueblo o nación que merezca nuestro temor. El mal se halla enteramente de puertas adentro, y es nuestro deber ponerle remedio con la mejor voluntad y disposición. Si me garantizáis vuestro celo en el mantenimiento de la dignidad colectiva, yo me comprometo a hacer realidad el más ardiente deseo de la República: que la autoridad de este orden, que existe desde los tiempos de nuestros antepasados, pueda ser ahora, tras un largo intervalo, devuelta al Estado.
Y dicho esto, se sentó.
Sin duda fue un discurso memorable que cumplía la primera de las leyes de la retórica establecidas por su autor: cualquier discurso ha de esconder al menos una sorpresa. Sin embargo, los sobresaltos no habían acabado. Según la tradición, cuando el cónsul presidente hubiera finalizado su parlamento, debía llamar a su colega para que expresara su opinión. Los fuertes aplausos de la mayoría y los abucheos de los bancos donde estaban César y Catilina apenas se habían apagado cuando Cicerón gritó:
—¡La cámara escuchará ahora a Antonio Híbrida!
Híbrida, que estaba sentado en el banco más próximo a Cicerón, miró tímidamente a César y se levantó.
—Debo decir que este proyecto de ley que ha presentado Rullo…, por lo que sé de él…, en mi opinión…, dada la situación de la República…, no me parece que sea una buena idea. —Abrió y cerró la boca sin decir nada y por fin añadió—: Así pues, me opongo. —Y dicho eso se sentó bruscamente.
Tras un momento de silencio, el Senado se llenó de un ruido que era fruto de diversas y encontradas emociones: burla, furia, satisfacción y sorpresa. Estaba claro que Cicerón acababa de dar un golpe maestro, ya que todo el mundo había dado por sentado que Híbrida apoyaría a sus aliados populistas. Sin embargo, los había traicionado, y el móvil no podía ser más evidente: habiendo rechazado Cicerón el gobierno de una provincia, ¡Macedonia caería finalmente en sus manos! Los senadores patricios de los bancos situados detrás de Híbrida le daban sarcásticas palmadas en la espalda y lo felicitaban mientras él intentaba zafarse de las pullas y miraba nervioso hacia el otro lado del pasillo, donde estaban sus antiguos amigos. Catilina, estupefacto, parecía que se hubiera quedado petrificado. En cuanto a César, sentado con los brazos cruzados y mirando hacia lo alto, meneaba la cabeza y sonreía ligeramente mientras el pandemonio continuaba.
El resto de la sesión fue un anticlímax. Cicerón repasó su lista de pretores y empezó a llamar a los antiguos cónsules para pedirles su opinión acerca del proyecto de ley de Rullo. Todos se alinearon con sus respectivas facciones. Cicerón ni siquiera tuvo que llamar a César: al no haber sido investido de imperium carecía del rango necesario. La única nota realmente amenazadora la dio Catilina.
—Te has llamado a ti mismo «cónsul del pueblo» —espetó a Cicerón cuando por fin le llegó el turno—. Bien, ¡veremos qué tiene que decir el pueblo a eso!
Sin embargo, el día pertenecía al nuevo cónsul, y cuando la luz empezó a apagarse, y Cicerón declaró pospuesta la sesión hasta después del Festival Latino, los patricios lo acompañaron fuera del templo y a través de la ciudad hasta su casa, como si fuera uno de los suyos y no un despreciable «hombre que se había hecho a sí mismo».
Cicerón se encontraba de un humor excelente cuando cruzó el umbral de su casa. En política nada causa mayor placer que pillar desprevenido al adversario, y la deserción de Híbrida era de lo único que hablaban todos. No obstante, Quinto estaba muy enfadado; tan pronto como la casa se vació de aduladores, se volvió hacia su hermano con una furia que nunca le había visto antes. La situación resultó aún más embarazosa porque Ático y Terencia también se hallaban presentes.
—¿Se puede saber por qué no consultaste a ninguno de nosotros antes de renunciar a tu provincia?—exigió saber.
—¿Qué importancia tiene eso? Lo que cuenta es el efecto. Tú estabas sentado frente a ellos. ¿Quién puso peor cara, César o Craso?
Sin embargo, Quinto no estaba dispuesto a abandonar.
—¿Cuándo lo decidiste?
—Para serte sincero, desde que me tocó en suerte Macedonia.
Al oír aquello, Quinto alzó las manos al cielo en gesto de desesperación.
—¿Me estás diciendo que cuando anoche hablamos de este asunto ya lo habías decidido?
—Más o menos.
—Pero… ¿por qué no nos lo dijiste?
—Primero, porque sabía que no estaríais de acuerdo. Segundo, porque pensaba que cabía la posibilidad de que César presentara un proyecto de ley que yo pudiera apoyar. Y tercero, porque lo que yo decida hacer con mi provincia solo me concierne a mí.
—No, a ti solo no, Marco. ¡A todos nosotros! ¿Se puede saber cómo vamos a pagar las deudas sin los ingresos de Macedonia?
—Querrás decir cómo vas a financiar tu campaña como candidato a pretor el próximo verano, ¿no?
—¡Eso es injusto!
Cicerón cogió la mano de Quinto.
—Escúchame, hermano. Tendrás tu pretoría, pero no la conseguirás mediante sobornos sino gracias al buen nombre de la familia Cicerón, lo cual hará tu victoria aún más dulce. ¿No ves que estaba obligado a separar a Híbrida de César y los tribunos? Mi única esperanza de poder dirigir la República a través de esta tormenta es manteniendo unido al Senado. No puedo tener a mi colega tramando a mis espaldas. Había que prescindir de Macedonia. —Se volvió hacia Ático y Terencia—. Además, ¿quién desea gobernar una provincia? Ya sabéis que no sería capaz de dejaros en Roma.
—¿Y me quieres explicar qué impedirá a Híbrida quedarse con Macedonia y apoyar el procesamiento de Rabirio?—insistió Quinto.
—¿Para qué iba a molestarse? Su única razón para unirse a sus planes era el dinero. Ahora podrá pagar sus deudas sin ellos. Además, no hay nada firmado. Puedo cambiar de opinión. Entretanto, con mi noble gesto he demostrado al pueblo que soy un hombre de principios que antepone el bien de la República a sus intereses personales.
Quinto miró a Ático, y este se encogió de hombros.
—Tiene lógica —afirmó.
—¿Y tú qué opinas, Terencia?—preguntó Quinto.
La esposa de Cicerón había permanecido callada, lo cual era impropio en ella, y siguió sin decir nada mientras se limitaba a mirarlo fijamente y él le devolvía la mirada, impasible. Lentamente, se llevó las manos al cabello y se quitó la diadema que lo adornaba. Sin dejar de mirar a su marido, se desabrochó la gargantilla del cuello, el broche de esmeraldas del pecho y las pulseras de las muñecas. Por último, haciendo una mueca por el esfuerzo, se quitó los anillos de los dedos. Cuando hubo acabado, amontonó en las palmas de las manos sus joyas recién compradas y las dejó caer al suelo. Las piedras preciosas y el oro chocaron ruidosamente con el mosaico y se esparcieron. Acto seguido, Terencia salió de la habitación sin decir palabra.