Al día siguiente, la víspera de la inauguración, cayó una fuerte nevada, como solo se ve en las montañas. Vistió los templos del Capitolio de un blando blanco mármol y puso un manto grueso como la mano de un hombre sobre toda la ciudad. Yo nunca había presenciado semejante fenómeno y, a pesar de mi avanzada edad, no he vuelto a verlo. ¿Nieve en Roma? Sin duda tenía que tratarse de un presagio, pero ¿de qué?
Cicerón permaneció tenazmente en su estudio, junto a un pequeño fuego de carbón, y siguió trabajando en su discurso. No tenía la menor fe en los portentos, de modo que, cuando irrumpí para contarle que había nevado, se limitó a encogerse de hombros, como diciendo «¿Y qué?». Al contestarle con el argumento de los estoicos a favor de los augurios —es decir, si había dioses, estos debían de preocuparse por los hombres, y que si se preocupaban por los hombres, debían de enviarles mensajes sobre su voluntad—, me interrumpió con una carcajada.
—Sin duda los dioses, dados sus infinitos poderes, podrían encontrar medios más eficaces de expresarse que los copos de nieve. ¿Por qué no nos envían una carta?—Volvió a su escritorio meneando la cabeza y riéndose por lo bajo de mi credulidad—. De verdad, Tiro, será mejor que vuelvas a tus quehaceres y te asegures de que nadie me molesta.
Escarmentado, me marché y comprobé los preparativos para el desfile inaugural; luego me ocupé de su correspondencia. En esa época, yo llevaba dieciséis años como secretario al servicio de Cicerón y no había aspecto de su vida, pública o privada, con el que no estuviera familiarizado. Mi costumbre en esos días era trabajar sentado a una mesa plegable ante la puerta de su estudio, ahuyentando a las visitas inoportunas y con los oídos alerta por si me llamaba. Desde ese puesto, pude oír los ruidos de los habitantes de la casa: a Terencia, entrando y saliendo del comedor, reprendiendo a las sirvientas porque las flores de invierno no eran lo bastante buenas para el nuevo rango de su marido y riñendo al cocinero por la calidad del menú de aquella noche; al pequeño Marco, que ya había cumplido dos años, corriendo torpemente tras su madre y gritando de alegría al ver la nieve; y a la encantadora Tulia, que a sus trece años iba a casarse ese otoño, practicando los hexámetros griegos con su tutor.
Estuve tan ocupado que hasta pasado el mediodía no pude asomarme nuevamente al exterior. A pesar de la hora, por una vez la calle estaba desierta. La ciudad parecía silenciosa, amenazante, como si fuera medianoche. El cielo estaba pálido. Había dejado de nevar, y el hielo había formado una reluciente costra sobre el blanco manto. Aún recuerdo —así de caprichosa es la memoria en la vejez— la sensación cuando rompías esa costra con la punta del zapato. Tomé una última bocanada de aquel gélido aire y estaba girándome para regresar al calor de la casa cuando oí, apenas perceptible, el restallido de un látigo y voces de hombres que gritaban y gruñían. Instantes después, una litera llevada por cuatro esclavos con librea dobló la esquina, balanceándose. El capataz que trotaba delante agitó el látigo en mi dirección.
—¡Eh, tú! —gritó—. ¿Es esta la casa de Cicerón?
Cuando contesté que, en efecto, lo era, el hombre exclamó por encima del hombro:
—¡Sí, esta es la calle! —Y azotó al porteador que tenía más cerca con tanta fuerza que el desdichado estuvo a punto de caerse.
Para abrirse paso entre la nieve, el capataz debía levantar las rodillas hasta la cintura, y así fue como se acercó hacia mí. Tras él, apareció una segunda litera, y después una tercera, y una cuarta. Se detuvieron ante la casa y, cuando hubieron depositado su carga en el suelo, los porteadores se dejaron caer sobre sus varas como exhaustos barqueros sobre sus remos. La escena no despertó en mí el menor interés.
—Puede que sea la casa de Cicerón, pero no recibe visitas —protesté.
—¡A nosotros nos recibirá! —declaró desde el interior de una de las literas una voz que me resultó familiar; una mano huesuda apartó la cortina para mostrar al líder de la facción patricia del Senado, Quinto Lutacio Cátulo. Iba envuelto con pieles de animal hasta su puntiaguda barbilla, lo que le daba el aspecto de una comadreja gigante y malvada.
—Senador… —dije, haciendo una reverencia—. Le comunicaré que estás aquí.
—Y que no he venido solo —añadió Cátulo.
Miré a lo largo de la calle. Apeándose con grandes esfuerzos de la siguiente litera, mientras maldecía sus viejos huesos de soldado, vi al conquistador del Olimpo y padre del Senado, Vatia Isáurico; junto a él se hallaba el gran rival de Cicerón ante los tribunales y el abogado favorito de los patricios, Quinto Hortensio. Este, a su vez, tendía la mano a un cuarto senador cuyo desdentado y enjuto rostro no conseguí identificar. En cualquier caso, parecía sumamente decrépito y supuse que hacía ya tiempo que no asistía a los debates.
—Distinguidos señores —dije recurriendo a mis modales más untuosos—, haced el favor de seguirme y avisaré al cónsul electo de vuestra presencia.
Susurré al portero que los hiciera pasar al tablinum[3] y corrí al estudio de Cicerón. Al acercarme, oí su voz en plena declamación: «Al pueblo de Roma le digo ¡basta!», y cuando abrí la puerta lo encontré de pie, dándome la espalda y dirigiéndose a mis dos secretarios auxiliares, Sosisteo y Laureo, con la mano extendida y formando un círculo con el índice y el pulgar.
—Y a ti, Tiro —prosiguió sin darse la vuelta—, te digo: ¡no vuelvas a interrumpirme! ¿Se puede saber qué otra señal nos han enviado los dioses?¿Una lluvia de ranas?
Los auxiliares rieron por lo bajo. Cicerón, a punto de ver hecha realidad su más alta ambición, había conseguido apartar de su mente los problemas del día anterior y estaba de buen humor.
—Ha venido a verte una delegación del Senado.
—¡Vaya, eso lo llamo yo un funesto augurio! ¿Quiénes la componen?
—Cátulo, Isáurico, Hortensio y un cuarto al que no he reconocido.
—¿La flor y nata de la aristocracia?¿Aquí?—Me miró aviesamente por encima del hombro—. ¿Y con este tiempo? Esta debe de ser la casa más pequeña que han visitado nunca. ¿Qué quieren?
—No lo sé.
—Está bien, asegúrate de tomar nota de todo. —Se envolvió en su capa y alzó el mentón—. ¿Qué aspecto tengo?
—Totalmente consular —afirmé.
Salió pisoteando los borradores descartados de su discurso y se dirigió al tablinum. El portero había ido a buscar cuatro sillas para los visitantes, pero solo uno de ellos había tomado asiento, el anciano y tembloroso senador a quien yo no había reconocido. Los otros tres estaban de pie, juntos, claramente incómodos por hallarse en casa de un nuevo advenedizo de humildes orígenes al que habían tenido que apoyar como cónsul muy a su pesar. De hecho, Hortensio se tapaba la nariz con un pañuelo, como si la escasa alcurnia de Cicerón pudiera resultar contagiosa.
—Cátulo… —dijo afablemente Cicerón al entrar en la estancia—, Isáurico… Hortensio… Me siento honrado. —Saludó con un gesto de la cabeza a los tres senadores, pero cuando sus ojos se posaron en el cuarto, vi que incluso su prodigiosa memoria dudó por un segundo—. Rabirio… —dijo tras una breve vacilación—. Cayo Rabirio, ¿verdad?—Le tendió la mano, pero el anciano no reaccionó, y Cicerón transformó elegantemente el gesto en un movimiento que abarcó todo el tablinum—. Bienvenidos a mi casa. Es un placer.
—No es ningún placer —espetó Cátulo.
—Es un ultraje —declaró Hortensio.
—Es la guerra —afirmó Isáurico—. ¡Eso es lo que es!
—Vaya, lamento oír algo así —repuso amablemente Cicerón. No siempre se los tomaba en serio. Como tantos viejos ricos, la menor inconveniencia personal era para ellos la prueba de que el fin del mundo estaba cerca.
Hortensio chasqueó los dedos, y su ayudante entregó a Cicerón un documento legal con un pesado sello.
—Ayer, la junta de tribunos entregó esta citación a Rabirio. Al oír su nombre, el aludido alzó la mirada.
—¿Puedo irme a casa?—preguntó, lastimero.
—Más tarde —contestó secamente Hortensio, y el anciano inclinó la cabeza.
—¿Una citación para Rabirio?—repitió Cicerón, mirándolo con desconcierto—. ¿Y qué delito puede haber cometido?—Cogió el documento y lo leyó en voz alta para que yo pudiera tomar buena nota—: «Se acusa al aquí citado del asesinato del tribuno L. Saturnino y de la violación de las sagradas dependencias del Senado». —Alzó la vista; estaba perplejo—. ¿Saturnino? Pero… ¿cuánto tiempo ha pasado desde que lo mataron, cuarenta años?
—Treinta y seis —corrigió Cátulo.
—Cátulo lo sabe mejor que nadie porque estaba allí —apostilló Isáurico—. Lo mismo que yo.
—¡Saturnino! —Cátulo escupió ese nombre como si fuera veneno—. ¡Menudo canalla! Asesinarlo no fue ningún crimen, fue un servicio a la comunidad. —Su mirada se perdió en la distancia, como si estuviera contemplando un gran mural histórico en la pared de un templo: El asesinato de Saturnino en la casa del Senado—. Lo veo tan claramente como te veo a ti, Cicerón, un tribuno agitador de la peor calaña. Mandó asesinar a nuestro candidato a cónsul, y el Senado lo declaró enemigo público. Después de eso, hasta la plebe lo abandonó. Sin embargo, antes de que pudiéramos ponerle la mano encima, él y algunos de los suyos se atrincheraron en el Capitolio. De modo que les cortamos el suministro de agua. Esa idea la tuviste tú, Vatia.
—Así es. —Los ojos del viejo general brillaron con el recuerdo—. Por entonces ya sabía cómo llevar a cabo un asedio.
—Al cabo de unos días se rindieron, naturalmente, y fueron encerrados en el Senado hasta el juicio. Pero como temíamos que escaparan, trepamos al tejado, quitamos unas cuantas tejas y los apedreamos. No tenían donde esconderse, corrían de un lugar a otro chillando como ratas en las cloacas. Cuando Saturnino dejó de retorcerse estaba prácticamente irreconocible.
—¿Y Rabirio se hallaba en el tejado con vosotros?—preguntó Cicerón.
Levanté la vista de mis notas y observé al anciano… su expresión ausente, el ligero temblor de su cabeza… era imposible imaginarlo participando en semejante acción.
—¡Oh, sí! Claro que estaba allí —confirmó Isáurico—. Debíamos de ser unos treinta. ¡Qué días aquellos, cuando todavía teníamos brío! —exclamó cerrando sus artríticos dedos en un nudoso puño.
—La cuestión esencial —dijo Hortensio en tono hastiado, (era más joven que sus compañeros y sin duda estaba harto de escuchar la misma historia)— no es si Rabirio estuvo o no allí, sino el delito del que se lo acusa.
—¿Cuál es? ¿Asesinato?
—No. Perduellio.
Debo confesar que yo ni siquiera había oído nunca esa palabra y que Cicerón tuvo que deletreármela.
—Perduellio es lo que los antiguos llamaban «traición» —me explicó. Luego se volvió hacia Hortensio—. ¿Por qué utilizar un concepto tan arcaico?¿Por qué no lo procesan por traición pura y simple y acaban de una vez?
—Porque la pena por traición es el exilio, mientras que la de perduellio es la muerte, y no precisamente por ahorcamiento. —Hortensio se inclinó hacia delante para dar más énfasis a sus palabras—. Si lo declaran culpable, Rabirio será crucificado.
El aludido se puso bruscamente en pie.
—¿Qué lugar es este?—preguntó—. ¿Dónde estoy?
Cátulo lo hizo sentar de nuevo, con suavidad.
—Tranquilízate, Cayo, somos nosotros, tus amigos.
—Ningún jurado lo declararía culpable —objetó Cicerón—. Está claro que este pobre hombre ha perdido la cordura.
—Un caso de perduellio no se decide ante un jurado. Por eso la maniobra es tan astuta. Se declara ante dos jueces especialmente designados para ello.
—Designados ¿por quién?
—Por nuestro nuevo pretor urbano, Léntulo Sura.
Cicerón torció el gesto al oír aquel nombre. Sura era un antiguo cónsul, un hombre de una ambición tan desmedida como su estupidez, dos cualidades que en política a menudo van de la mano.
—¿Y a quién ha escogido para ejercer de jueces ese viejo mastuerzo?
—César es uno, y César es el otro.
—¿Qué?
—Cayo Julio César y su primo Lucio serán los encargados de juzgar el caso.
—¿César está detrás de todo esto?
—Naturalmente, el veredicto está cantado de antemano.
—Pero tiene que haber derecho de apelación —protestó Cicerón, de repente alarmado—. No se puede condenar a un ciudadano romano sin un juicio como es debido.
—Oh, sí —dijo Hortensio con amargura—. Si Rabirio es declarado culpable, por supuesto que tendrá derecho a apelar. Pero ahí está la trampa: no será ante un tribunal, sino ante todo el pueblo reunido en el Campo de Marte.
—¡Menudo espectáculo! —terció Cátulo—. ¿Te lo imaginas?¡Un senador romano apelando por su vida delante del populacho! Nunca lo declararán inocente. ¡Les privaría de su pasatiempo favorito!
—Y eso, Cicerón, supondrá la guerra civil —declaró Isáurico tajantemente—, porque nosotros no estamos dispuestos a admitirlo. ¿Me has oído?
—Te he oído —contestó Cicerón al tiempo que examinaba rápidamente la citación—. ¿Quién ha sido el tribuno que ha presentado los cargos?—Encontró el nombre al pie del documento—. ¿Labieno? ¡Pero si es uno de los hombres de Pompeyo! No es de los que se dedican a causar problemas. ¿A qué está jugando?
—Según parece, un tío suyo murió apedreado junto con Saturnino, y el honor de su familia reclama venganza —explicó Hortensio en tono despectivo—. Tonterías. Todo este asunto no es más que un pretexto para que César y su pandilla ataquen al Senado.
—Bueno, ¿qué propones que hagamos?—preguntó Cátulo, dirigiéndose a Cicerón—. Te dimos nuestro voto, ¿recuerdas?, y en contra del parecer de algunos de nosotros.
—¿Qué queréis que haga?
—¿Tú qué crees?¡Defender a Rabirio! Denunciar públicamente este atropello y después unirte a Hortensio como asesor de la defensa cuando el caso se presente ante el pueblo.
—Vaya, eso sí sería una novedad —contestó Cicerón, mirando a su gran rival—. ¡Los dos apareciendo juntos en el mismo bando!
—No creas que la idea me gusta más que a ti —replica fríamente Hortensio.
—No te ofendas, Hortensio. Me sentiré honrado de ser tu colega en este caso, pero no corramos a meternos en su trampa. Veamos primero si podemos zanjar el asunto sin llegar a juicio.
—¿Cómo se podría evitar?
—Iré a hablar con César. Averiguaré qué quiere. Veré si podemos llegar a un acuerdo.
Ante la simple mención de la palabra «acuerdo», los tres ex cónsules empezaron a protestar al mismo tiempo. Cicerón los interrumpió alzando la mano.
—Seguro que quiere algo. No nos hará ningún daño saber cuáles son sus condiciones. Se lo debemos a la República. Se lo debemos a Rabirio.
—Quiero irme a casa —gimió el anciano—. Por favor, ¿puedo irme ya?
Cicerón y yo salimos de casa menos de una hora después, con la desacostumbrada nieve crujiendo bajo nuestras botas mientras bajábamos por las desiertas calles hacia la ciudad. Una vez más, íbamos solos, algo que ahora me parece importante señalar porque debió de ser una de las últimas veces que Cicerón pudo aventurarse por Roma sin la protección de un guardaespaldas. A pesar de todo, se cubrió con la capucha de la capa para evitar que lo reconocieran. Ese invierno, hasta la más concurrida de las vías públicas había dejado de ser segura.
—Van a tener que pactar —exclamó de repente—. Puede que no les guste, pero no les quedará más remedio —añadió al tiempo que daba una patada a un montón de nieve para descargar su enojo—. ¿Acaso mi consulado va a consistir en esto, Tiro?¿Un año dedicado a ir de un lado para otro entre los patricios y los populistas, intentando evitar que se despedacen unos a otros?
No se me ocurrió una respuesta que pudiera servirle de ayuda, así que seguimos caminando en silencio.
En aquel tiempo la casa de César se encontraba en Subura, más abajo que la de Cicerón. El edificio había pertenecido a su familia durante más de un siglo y sin duda había sido espléndido en su época. Sin embargo, cuando César lo heredó, el barrio ya se había empobrecido. La virginal nieve, manchada por el hollín de las hogueras apagadas y salpicada por las heces humanas que los vecinos arrojaban por las ventanas, subrayaba la sordidez de las estrechas callejuelas. Los mendigos tendían sus temblorosas manos pidiendo dinero, pero yo no llevaba ninguna moneda. Recuerdo haber visto a unos golfillos lanzando bolas de nieve a una prostituta vieja y gritona, y dedos y pies asomando debajo de helados montículos que indicaban el lugar donde algún pobre desgraciado había muerto congelado durante la noche.
Allí, en Subura, César, cual un gran tiburón rodeado de pececillos que confiaban en aprovecharse de los restos de sus presas, acechaba y esperaba su oportunidad. Su casa estaba al final de una calle donde abundaban los zapateros, flanqueada por dos ruinosos bloques de pisos de siete u ocho plantas de altura. La ropa tendida y helada que colgaba entre ambos les confería el aspecto de dos borrachos abrazándose por encima del tejado de la casa de César. Ante la entrada, una docena de individuos de aspecto patibulario pateaban el suelo alrededor de un brasero de hierro. Mientras esperábamos a que nos abrieran la puerta, sentí sus aviesas y hostiles miradas clavadas en mi espalda.
—Mira, Tiro, esos serán los ciudadanos que juzgarán a Rabirio —murmuró Cicerón—. ¡El desdichado no tiene la menor oportunidad!
El mayordomo cogió nuestras capas, nos condujo hasta el atrio y fue a avisar de la llegada de Cicerón a su señor; mientras, nosotros contemplamos las máscaras mortuorias de los antepasados de César. Curiosamente, solo tenía tres cónsules entre su ascendencia directa, un escaso recuento para una familia que afirmaba remontarse a la fundación de Roma y tener sus orígenes en el vientre de Venus. La diosa estaba representada por una pequeña estatua de bronce. Era una figura exquisita, pero estaba rayada y gastada, lo mismo que las alfombras, los frescos, la tapicería y el mobiliario. Todo ello hablaba de una orgullosa familia venida a menos. Pudimos apreciar con calma todas aquellas reliquias, pues el tiempo pasaba y César no aparecía.
—No puedo evitar admirar a ese hombre —comentó Cicerón cuando ya había recorrido la estancia tres o cuatro veces—. Aquí estoy yo, a punto de convertirme en el hombre preeminente de Roma, en tanto que él ni siquiera ha llegado a pretor, ¡pero obligado a esperarlo tanto como le plazca!
Al cabo de un rato me di cuenta de que una chica de unos diez años y aire solemne estaba observándonos desde detrás de una puerta. Debía de ser Julia, la hija de César. Le sonreí, y ella se escabulló a toda prisa. Un poco más tarde, la madre de César, Aurelia, salió de la misma habitación. Su rostro, vigilante, afilado y de ojos oscuros, como su hijo, tenía algo de ave de presa y emanaba la misma cortesía glacial. Cicerón la conocía desde hacía muchos años. Sus tres hermanos, los Cotta, habían sido cónsules, y si ella hubiera nacido varón sin duda habría alcanzado el mismo rango, puesto que era más lista y valiente que cualquiera de ellos. En las circunstancias que le había tocado vivir debía conformarse con impulsar la carrera de su hijo. Cuando su hermano mayor murió, se propuso que César ocupara su plaza como uno de los quince miembros del Colegio de Sacerdotes: una jugada hábil que pronto explicaré.
—Disculpa su grosería, Cicerón —dijo ella—. Le he recordado que estás aquí, pero ya sabes cómo es.
Oímos un paso, nos giramos y vimos a una mujer en el pasillo que llevaba a la puerta principal. Sin duda había confiado en pasar inadvertida, pero uno de sus zapatos la había traicionado. Su pelo, color caoba, estaba envuelto y, mientras se agachaba para anudarse el zapato, nos miró con aire culpable. No sabría decir quién se sintió más incómodo, si Postumia —así se llamaba la mujer— o mi señor, pues sabía perfectamente que ella era la esposa de su gran amigo, el jurista y senador Servio Sulpicio. Por si fuera poco, esa misma noche iría a cenar a casa.
Cicerón desvió rápidamente la vista hacia la Venus de bronce y fingió hallarse en mitad de una conversación.
—Sí, realmente es espléndida. ¿Es de Mirón?—No levantó la vista hasta que ella se hubo marchado.
—Elegante demostración de tacto —dijo Aurelia en tono de aprobación. Luego su expresión se ensombreció y meneó la cabeza—. No reprocho a mi hijo sus aventuras, los hombres siempre serán hombres, pero es increíble lo desvergonzadas que son algunas mujeres de hoy en día.
—¿Se puede saber qué estáis chismorreando?
Uno de los trucos favoritos de César, tanto en la guerra como en la paz, consistía en aparecer inesperadamente por la espalda .Al oír el áspero sonido de su voz, los tres nos volvimos. Todavía puedo verlo, su gran cabeza amenazadora como una calavera en la mortecina luz del atardecer. La gente me pregunta por él constantemente: «¿Conociste a César?», «¿Cómo era?», «¡Dinos qué aspecto tenía el todopoderoso César!». Pues bien, lo recuerdo como una curiosa combinación de dureza y blandura: los músculos de un soldado bajo la amplia túnica de un decadente petimetre; el punzante olor a sudor del campo de entrenamiento cubierto por el dulzón aroma del aceite de azafrán; una ambición implacable envuelta en un encanto melifluo.
—Ten cuidado con ella, Cicerón —continuó César mientras salía de las sombras—. Es dos veces mejor política que nosotros, ¿verdad que sí, madre?
La abrazó por detrás y le dio un beso en el cuello.
—¡Para ya! —protestó ella, apartándose y fingiendo sentirse molesta—.Ya he hecho bastante de anfitriona. ¿Dónde está tu mujer? No es decoroso que salga siempre sin compañía. En cuanto vuelva, dile que venga a verme. —Hizo una elegante inclinación de cabeza dirigida a Cicerón—. Te deseo lo mejor para mañana. Ser el primero de una familia en alcanzar el consulado es un logro admirable.
César la observó salir fascinado.
—Realmente, Cicerón, las mujeres de esta ciudad son mucho más interesantes que los hombres. La tuya, por ejemplo, es un ejemplo excelente.
¿Acaso César intentaba dar a entender con aquel comentario que deseaba seducir a Terencia? Lo dudo. La más hostil de las tribus galas habría supuesto una conquista menos ardua; sin embargo, vi que Cicerón se ponía en guardia.
—Por muy experto que seas en el tema, no he venido aquí para hablar de las mujeres de Roma —repuso.
—Entonces, ¿a qué has venido?
Cicerón me miró y asintió. Yo abrí mi rollo portadocumentos y entregué la citación a César.
—¿Pretendes corromperme?—le preguntó este con una sonrisa al tiempo que me la devolvía.
—Quiero que absuelvas a Rabirio de estos cargos.
César rió sin alegría, como solía hacer, y se recogió un mechón de pelo detrás de la oreja.
—No me digas.
—Escucha, César —contestó Cicerón, con un dejo de impaciencia en la voz—, hablemos con franqueza. Todo el mundo sabe que tú y Craso sois quienes dais órdenes a los tribunos. Dudo mucho que Labieno supiera siquiera cómo se llamaba su condenado tío hasta que tú le metiste el nombre en la cabeza. En cuanto a Sura, si alguien no se lo hubiera explicado, hoy seguiría pensando que un perduellio es un pez. Esto es otro de tus manejos.
—No puedo hablar de un caso que me toca juzgar.
—Reconócelo: el único propósito de esta acusación es intimidar al Senado.
—Es a Labieno a quien debes dirigir tus preguntas.
—Te las estoy dirigiendo a ti.
—Muy bien, puesto que me presionas, yo diría que es más bien un recordatorio al Senado de que si pisotea la dignidad del pueblo matando a sus representantes, tarde o temprano el pueblo se vengará.
—¿Y de verdad crees que vas a elevar la dignidad del pueblo aterrorizando a un anciano indefenso? Acabo de ver a Rabirio. Con los años ha perdido la lucidez. No tiene ni idea de qué pasa.
—Si no tiene ni idea de qué pasa, ¿cómo voy a aterrorizarlo?
Se produjo una larga pausa, luego Cicerón dijo en un tono diferente:
—Escucha, querido Cayo, somos buenos amigos desde hace años. —Me pareció una manera un tanto exagerada de expresarlo—. ¿Me permites que te dé un buen consejo, como haría un hermano mayor? Tienes por delante una carrera deslumbrante. Eres joven y…
—¡No tan joven! —lo interrumpió César—. Tengo tres años más que Alejandro Magno cuando murió.
Cicerón rió por educación; pensó que César estaba bromeando.
—Eres joven —repitió— y tienes una reputación formidable. ¿Por qué empañarla provocando semejante confrontación? Matar a Rabirio no solo pondrá al pueblo en contra del Senado, además manchará tu honor. Tal vez ahora te dé buena imagen ante el populacho, pero mañana se volverá en tu contra entre la gente sensata.
—Correré el riesgo.
—¿Te das cuenta de que, como cónsul, me veré obligado a defenderlo?
—Bueno, Marco, eso sería un grave error, si es que puedo contestarte con la misma franqueza. Considera el abanico de fuerzas a las que te enfrentarás. Contamos con el respaldo del pueblo, de los tribunos y de la mitad de los pretores. ¡Incluso Antonio Híbrida, tu colega en el consulado, está de nuestra parte! En cuanto a los patricios, te desprecian y prescindirán de ti tan pronto como dejes de serles útil. Tal como yo lo veo, solo tienes una salida.
—¿Y cuál es?
—Unirte a nosotros.
—Ya… —Cicerón, cuando sopesaba a una persona, tenía la costumbre de apoyar la barbilla en la palma de la mano. Contempló a César un momento en esa posición—. ¿Y eso qué implicaría?
—Apoyar nuestro proyecto de ley.
—¿Y a cambio?
—Me atrevo a decir que mi primo y yo seríamos capaces de mostrar cierta piedad hacia el pobre Rabirio basándonos en su estado mental. —Los finos labios de César sonrieron, pero sus oscuros ojos seguían fijos en Cicerón—. ¿Qué me dices?
Antes de que mi amo pudiera responder, la llegada de la esposa de César nos interrumpió. Algunos dicen que César se casó con esa mujer, que se llamaba Pompeya, simplemente por presiones maternas, ya que la joven provenía de una familia que tenía importantes contactos en el Senado. No obstante, basándome en lo que vi aquella tarde, debo decir que sus encantos eran otros. Era mucho más joven que él, no pasaría de los veinte; el frío había decorado sus tersas mejillas y su cuello con un atractivo rubor y había puesto una chispa en sus ojos, grandes y grises. Abrazó a su esposo arqueándose como una gata, y después dedicó sus mimos a Cicerón, alabando sus discursos e incluso uno de sus libros de poemas, que aseguró haber leído. Pensé que estaba borracha. César la contemplaba con aire divertido.
—Mi madre quiere verte —le dijo, a lo que ella reaccionó poniéndose de morros como una adolescente—. No pongas esa cara. Ya sabes como es. —Y la despidió dándole una palmada en el trasero.
—¡Caramba, César, cuántas mujeres! —exclamó Cicerón—. ¿De dónde saldrá la próxima?
César soltó una risotada.
—Temo que te lleves una mala impresión de mí.
—Mi impresión no ha cambiado en absoluto, te lo aseguro.
—Bueno, ¿qué me dices?¿Hacemos el trato?
—Eso depende de vuestro proyecto de ley. Por el momento, lo único que he oído son eslóganes electorales. «Tierras para los sin tierras.» «Comida para los hambrientos.» Necesitaré más detalles, y tal vez también algunas concesiones.
César no respondió y permaneció impasible. Al cabo de un rato el silencio resultó insoportable; fue Cicerón quien le puso fin gruñendo y volviéndose hacia mí.
—Bueno, está oscureciendo —me dijo—. Deberíamos irnos.
—¿Tan pronto?¿Sin haber tomado nada? Está bien, entonces os acompañaré a la puerta. —César se mostraba francamente amable. Sus modales eran siempre impecables, incluso cuando condenaba a muerte a alguien—. Piénsalo —insistió mientras nos guiaba por el viejo pasillo—. Piensa en lo fácil que será tu mandato como cónsul si te unes a nosotros. El año que viene, por estas fechas, tu consulado habrá acabado, te marcharás de Roma y te instalarás en el palacio de un gobernador. En Macedonia ganarás dinero suficiente para no tener preocupaciones materiales durante el resto de tu vida. Luego, volverás, te comprarás una casa en la bahía de Nápoles y te dedicarás a estudiar filosofía o a escribir tus memorias o a lo que quieras. Todo eso si…
El portero se acercó para ayudar a Cicerón a ponerse la capa, pero mi amo lo apartó y se encaró con César.
—¿Si qué?¿Si me uno a ti? ¿Y si no lo hago? Entonces, ¿qué?
César adoptó una expresión de dolida sorpresa.
—En todo esto no hay nada personal contra ti. Espero que lo entiendas. No te deseamos ningún mal. De hecho, quiero que sepas que, si algún día te ves en peligro, siempre puedes contar con mi protección.
—¿Que siempre puedo contar con tu protección?
Pocas veces he visto a Cicerón quedarse sin palabras, pero en aquel gélido día, en aquella angosta y vieja casa, en aquel mugriento vecindario, lo vi hacer un esfuerzo por encontrar las palabras que pudieran expresar adecuadamente sus sentimientos. No lo consiguió. Envolviéndose en su capa, salió a la nieve, bajo las hostiles miradas de los rufianes que seguían en la calle, y se despidió de César con un breve y cortés adiós.
—¡Que siempre puedo contar con su protección! —repitió Cicerón mientras subíamos por la colina—. ¿Quién se ha creído que es para hablarme de ese modo?
—Es un hombre muy seguro de sí mismo —repuse.
—¿Seguro de sí mismo? ¡Me ha tratado como si fuera su cliente!
El día tocaba a su fin y, con él, el año; se apagaba rápidamente, como lo hacen las tardes de invierno. En las ventanas de las viviendas había candiles encendidos. La gente se comunicaba a gritos por encima de nuestra cabeza. Había mucho humo, de las hogueras, y olía a comida. En las esquinas, los píos habían dejado pequeños platos con pastelillos de miel como ofrendas de año nuevo a los dioses del barrio —en aquella época adorábamos a los espíritus de los caminos más que al gran dios Augusto—, y los hambrientos pájaros los picoteaban, se alzaban, revoloteaban y volvían a posarse cuando los habíamos dejado atrás.
—¿Quieres que envíe un mensaje a Cátulo y a los demás?—pregunté.
—¿Para decirles qué?¿Que César ha decidido olvidarse de Rabirio si yo los apuñalo por la espalda y que voy a considerar su propuesta?—Caminaba por delante de mí a grandes zancadas, la irritación daba impulso a sus piernas. Me costaba sudores seguirlo—. He visto que no has tomado nota de lo que ha dicho.
—No me pareció apropiado.
—Siempre debes tomar nota. A partir de ahora, todo debe plasmarse por escrito.
—Sí, senador.
—Estamos adentrándonos en aguas peligrosas, Tiro. Hay que dejar constancia de todos los escollos y corrientes.
—Sí, senador.
—¿Recuerdas la conversación?
—Creo que sí. En su mayor parte.
—Bien. Transcríbela nada más llegar a casa. Quiero guardar una copia, pero no digas una palabra a nadie, y menos delante de Postumia.
—¿Crees que vendrá a cenar?
—Desde luego que vendrá, aunque solo sea para informar después a su amante. Menuda desvergonzada. Pobre Servio, con lo orgulloso que está de ella…
Tan pronto como llegamos a casa, Cicerón subió a cambiarse mientras yo me retiraba a mi pequeño cuarto para poner por escrito todo lo que recordaba. Mientras escribo mis memorias, tengo ese rollo junto a mí; Cicerón lo conservó entre sus papeles secretos. Con los años se ha puesto amarillento, se ha vuelto quebradizo y se ha descolorido como yo. Pero, también como yo, sigue siendo comprensible, y cuando lo sostengo ante mis ojos sigo oyendo la áspera voz de César diciendo: «Siempre puedes contar con mi protección».
Tardé algo más de una hora en terminar mi relato; durante ese tiempo llegaron los invitados de Cicerón y empezaron a cenar. Cuando hube acabado, me tumbé en mi estrecho camastro y pensé en todo lo que había presenciado. No me importa admitir que me sentía intranquilo, la naturaleza no me ha dotado del temple que requiere la vida pública. Habría sido feliz si hubiera podido quedarme en la finca familiar. Mi sueño siempre fue tener mi propia granja, aunque fuera pequeña, donde pudiera retirarme a escribir. Tenía un poco de dinero ahorrado y había abrigado la secreta esperanza de que Cicerón me concediera la libertad cuando se convirtiera en cónsul. Sin embargo, los meses habían ido pasando y él nunca había mencionado el asunto. Yo ya había cumplido los cuarenta y empezaba a preocuparme la posibilidad de morir como esclavo. La última noche del año suele ser una noche melancólica. Jano mira tanto hacia atrás como hacia delante, y a veces ambas perspectivas parecen igualmente poco atractivas. Sin embargo, esa noche sentí especial pena de mí mismo.
Fuera como fuese, me mantuve alejado de Cicerón hasta muy tarde, cuando deduje que la cena debía de estar tocando a su fin; entonces, entré en el comedor y me quedé junto a la puerta, donde Cicerón pudiera verme. Era una estancia pequeña pero muy bonita, agradablemente decorada con unos frescos diseñados para que los comensales tuvieran la sensación de hallarse en los jardines de la villa que Cicerón tenía en Túsculo. Eran nueve alrededor de la mesa, tres por diván, el número ideal. Postumia había acudido, tal como había dicho Cicerón. Llevaba un vestido suelto y escotado y parecía serena, como si la embarazosa situación de aquella tarde no hubiera tenido lugar. Reclinado junto a ella se hallaba su marido, Servio, uno de los mejores amigos de Cicerón y el jurista más eminente de Roma, lo cual no era poco tratándose de una ciudad llena de abogados. Sin embargo, sumergirse en el derecho es como bañarse en aguas heladas —braceas con moderación y te arrugas en exceso—, y con el paso de los años Servio se había vuelto más encorvado y cauteloso, mientras que Postumia seguía tan bella como siempre. A pesar de todo, contaba con numerosos seguidores en el Senado, y su ambición y la de ella todavía ardían. Tenía planeado optar al consulado el siguiente verano, y Cicerón había prometido apoyarlo.
El único que llevaba más años que Servio siendo amigo de Cicerón era Ático. Se hallaba tumbado junto a su hermana, Pomponia, que estaba desdichadamente casada con Quinto, el hermano menor de Cicerón. Pobre Quinto. Como de costumbre, parecía haberse refugiado en el vino para protegerse de los mordaces comentarios de su esposa. El último invitado era Marco Celio Rufo; había sido discípulo de Cicerón y siempre tenía un montón de anécdotas y chistes divertidos que contar. En cuanto a Cicerón, reclinado entre Terencia y su adorada Tulia, reía las historias de Rufo y parecía sentirse tan a gusto que cualquiera habría pensado que no tenía mayores preocupaciones en este mundo. Sin embargo, ese es uno de los rasgos de los políticos de raza: ser capaz de tener en mente varios asuntos a la vez y pasar de uno a otro según la necesidad del momento. De otro modo, la vida le habría resultado insoportable. Al cabo de un rato, Cicerón me miró y asintió.
—Amigos —anunció en voz lo bastante alta para interrumpir cualquier conversación—, se está haciendo tarde, y Tiro ha venido para recordarme que mañana por la mañana debo pronunciar un discurso inaugural. A veces creo que él debería ser el cónsul y yo el secretario. —Todos rieron; sentí que la mirada de cada uno de ellos se posaba en mí—. Señoras —prosiguió—, si sois tan amables de disculparnos, me gustaría que los caballeros se reunieran un momento conmigo en mi estudio.
Se limpió la comisura de los labios con la servilleta y la arrojó encima de la mesa, luego se levantó y le ofreció la mano a Terencia. Ella la aceptó con una sonrisa que fue tanto más cautivadora por su rareza; parecía una frágil flor invernal que, de repente, hubiera desplegado sus pétalos al calor del éxito de su marido. Tanto era así que había dejado a un lado su habitual austeridad y se había vestido de acuerdo con el rango que correspondía a la esposa de un cónsul y futuro gobernador de Macedonia. Su recién estrenado vestido estaba bordado de perlas, y toda ella resplandecía con joyas nuevas: su largo cuello, su estrecho escote, sus muñecas y sus dedos, incluso su cabello.
Los invitados se levantaron y salieron. Las mujeres pasaron al tablinum, y los hombres fueron al estudio. Cicerón me pidió que cerrara la puerta y, en ese momento, toda expresión de buen humor desapareció de su rostro.
—¿Qué pasa, hermano?—preguntó Quinto, que aún sostenía una copa de vino—.Tienes cara de haber comido una ostra en mal estado.
—Lamento estropear una velada tan agradable, pero ha surgido un problema. —Con rostro grave, Cicerón sacó la citación que había recibido Rabirio y describió la visita de los delegados del Senado y su posterior encuentro con César—.Tiro, haz el favor de leer lo que ese canalla me dijo —ordenó.
Hice lo que me pidió y, cuando llegué a la parte final, al ofrecimiento de protección de César, los cuatro intercambiaron una mirada.
—Bueno —dijo Ático—, si das la espalda a Cátulo y sus amigos después de todas las promesas que les hiciste antes de las elecciones, lo más probable es que necesites la protección de César. Nunca te perdonarán.
—Sin embargo, si mantengo mi palabra con ellos y me opongo a los populistas, César declarará culpable a Rabirio, y yo me veré obligado a defenderlo en el Campo de Marte.
—Eso es algo que debes evitar como sea —afirmó Quinto—. César está en lo cierto. Tu derrota es cosa segura. Deja que Hortensio se ocupe de la defensa.
—Pero ¡eso es imposible! No puedo permanecer neutral como presidente del Senado mientras crucifican a uno de sus miembros. ¿Qué clase de cónsul sería si lo permitiera?
—Un cónsul vivo —replicó Quinto—. Créeme, si te pones del lado de los patricios, correrás un serio peligro. Prácticamente todo el mundo estará en tu contra. Híbrida se ocupará de que ni siquiera el Senado te apoye. Esos bancos están ocupados por gente que solo espera la oportunidad de derribarte, Catilina el primero.
—Tengo una idea —dijo el joven Rufo—. ¿Por qué no sacamos a Rabirio de la ciudad y lo escondemos en algún lugar de la campiña a la espera de que pase la tormenta?
—¿Podríamos?—Cicerón consideró la propuesta, pero acabó negando con la cabeza—. No, admiro tu buena disposición, Rufo, pero no funcionaría. Si quitamos de en medio a Rabirio, César sería capaz de presentar cargos parecidos contra Cátulo o Isáurico. ¿Te imaginas las consecuencias que tendría eso?
Entretanto, Servio había cogido la citación y la examinaba atentamente. Le fallaba la vista y tuvo que acercar tanto el documento al candelabrum que temí que acabara prendiéndole fuego.
—Perduellio —murmuró—. Qué extraña coincidencia. Había pensado proponer este mismo mes al Senado que derogara esta figura jurídica. He estado examinando los precedentes. Los tengo encima de mi escritorio.
—Tal vez César sacó de ahí la idea —comentó Quinto—. ¿Se lo mencionaste?
Servio seguía con la mirada clavada en la citación.
—Claro que no. Nunca hablo con él. Ese hombre es un canalla. —Levantó la vista y vio que Cicerón lo miraba fijamente—. ¿Qué pasa?
—Creo que ya sé cómo se le ocurrió a César lo del perduellio.
—¿Cómo?
Cicerón vaciló.
—Tu esposa estaba esta tarde en casa de César, cuando fui a hablar con él.
—No digas tonterías. ¿Por qué iría Postumia a ver a César? Apenas lo conoce. Además, ha pasado todo el día con su hermana.
—La vi, y también Tiro.
—Muy bien, quizá la vieras, pero estoy seguro de que hay una explicación inocente para ello. —Servio fingió seguir leyendo, pero al cabo de un momento añadió con voz llena de resentimiento—: Me preguntaba por qué has esperado a que acabara la cena para hablar de la propuesta de César. Ahora lo entiendo. No querías hacerlo delante de mi esposa, ¡por si ella corría a su cama a contárselo todo!
Fue un momento horriblemente desagradable. Quinto y Ático desviaron la mirada, e incluso Rufo se mordió la lengua por una vez.
—Servio, Servio, querido amigo —dijo Cicerón poniéndole las manos en los hombros—. Eres el hombre que deseo me suceda como cónsul. Mi confianza en ti es absoluta. No lo dudes.
—Pero has insultado el honor de mi mujer, y con ello me has insultado también a mí. ¿Cómo puedo poder aceptar tu confianza?
Apartó las manos de Cicerón y salió dignamente del estudio.
—¡Servio! —lo llamó Ático, que no podía soportar las escenas desagradables. Pero el infeliz cornudo ya se había ido, y cuando Ático se disponía a ir tras él, Cicerón le dijo serenamente:
—Déjalo, Ático. Es con su mujer con quien necesita hablar, no con nosotros.
Siguió un largo silencio. Agucé el oído por si oía gritos en el tablinum, pero el único ruido era el entrechocar de los platos que la servidumbre estaba retirando del comedor. Al final Rufo soltó una risotada.
—¡Bueno, ahora ya sabemos por qué César siempre va un paso por delante de sus enemigos! ¡Tiene espías en todas vuestras camas!
—Cállate, Rufo —espetó Quinto.
—¡Maldito César! —gritó de repente Cicerón—. No hay nada deshonroso en la ambición. Yo mismo soy ambicioso. Pero su sed de poder no es normal. Cuando le miras a los ojos es como contemplar un mar oscuro en plena tormenta. —Se dejó caer en su sillón favorito y tamborileó con los dedos en el apoyabrazos—. No veo qué otra alternativa me queda. Por lo menos, si acepto sus condiciones, podré ganar un poco de tiempo. ¡Llevan meses trabajando en ese condenado proyecto de ley!
—De todas maneras, ¿qué tiene de malo repartir tierras gratuitamente entre los pobres?—preguntó Rufo que, como muchos jóvenes, tenía simpatías populistas—. Tú mismo has salido a la calle y has visto los estragos que está causando este invierno. La gente se muere de hambre.
—Estoy de acuerdo —convino Cicerón—, pero lo que necesitan es comida, no tierras. Cultivar la tierra requiere habilidad y es un trabajo durísimo. ¡Me gustaría ver a los rufianes que estaban delante de casa de César trabajando la tierra de sol a sol! Si debemos confiar en que ellos nos proporcionen alimentos, dentro de un año habremos muerto de inanición.
—Por lo menos César se preocupa por ellos…
—¿Que se preocupa por ellos? ¿César? A César no le preocupa nadie salvo sí mismo. ¿De verdad crees que a Craso, el hombre más rico de Roma, le preocupan los pobres? Lo que pretenden es repartir terreno público, terreno que no les va a costar nada, para crearse un ejército de incondicionales tan grande que los mantendrá en el poder para siempre. Craso tiene sus ojos puestos en Egipto, y solo los dioses saben dónde los tiene puestos César. ¡Probablemente, en todo el planeta! ¡Preocupado! De verdad, Rufo, a veces hablas como un tonto. ¿Acaso desde que llegaste a Roma no has aprendido nada, aparte de a jugar y a ir de putas?
No creo que Cicerón pretendiera que sus palabras sonaran tan duras, pero puedo asegurar que golpearon a Rufo como una bofetada; cuando este apartó la mirada, sus ojos brillaban de lágrimas contenidas que no eran de humillación sino de rabia, pues no era ya el simpático y holgazán adolescente que Cicerón había aceptado como discípulo, sino un joven de crecientes ambiciones en las que su maestro no había reparado. A pesar de que la conversación se prolongó durante un rato más, Rufo no intervino en ella.
—Tiro —dijo Ático—, tú estuviste en casa de César. ¿Qué crees que debería hacer tu señor?
Yo había estado esperando aquel momento porque invariablemente era el último a quien pedían opinión en aquellas reuniones, y siempre intentaba tener preparada una respuesta.
—Creo que aceptando la propuesta de César, quizá sea posible arrancarle algunas concesiones respecto al proyecto de ley. De ese modo mi señor podría presentarlas ante los patricios como una victoria.
—Y en ese caso —continuó Cicerón, pensando en voz alta—, si rehúsan aceptarlas, la culpa será enteramente de ellos, y yo me veré libre de obligaciones. No es mala idea.
—¡Bien dicho, Tiro! —exclamó Quinto—. Siempre eres el más listo de nosotros. —Soltó un bostezo enorme—. Vamos, hermano —dijo cogiendo a Cicerón de la mano y obligándolo a levantarse—. Se está haciendo tarde y mañana tienes que pronunciar un discurso importante. Será mejor que duermas un poco.
Cuando llegamos al vestíbulo, el lugar estaba en silencio. Terencia y Tulia se habían ido a la cama; Servio y su mujer, a casa; y Pomponia, que aborrecía la política, no había querido esperar a su marido y se había marchado con ellos, según el portero. Fuera, esperaba el carruaje de Ático. La nieve resplandecía a la luz de la luna. Desde algún lugar de la ciudad, llegó el familiar grito del sereno anunciando la medianoche. —El nuevo año —dijo Quinto.
—Y el nuevo cónsul —añadió Ático—. Te felicito, mi querido Cicerón. Me siento orgulloso de ser tu amigo.
Se estrecharon la mano y se abrazaron. Al final, Rufo se despidió de igual modo pero, según pude ver, claramente a regañadientes. Sus amables palabras de felicitación flotaron brevemente en el gélido aire y se desvanecieron. Cicerón permaneció en la calle hasta que el carruaje desapareció a la vuelta de la esquina. Cuando dio media vuelta para entrar en casa, tropezó y hundió el pie en la nieve amontonada junto a la puerta. Sacó el empapado zapato, lo sacudió y juró por lo bajo. Yo estuve a punto de comentar que se trataba de un presagio pero me contuve, creo que acertadamente.