I

Dos días antes de la investidura de Marco Tulio Cicerón como cónsul, se rescató del río Tíber el cuerpo sin vida de un niño, cerca de los cobertizos de la flota de guerra republicana.

Semejante descubrimiento, aunque trágico, no habría merecido normalmente la atención del cónsul electo, pero había algo tan grotesco en ese cadáver, algo tan amenazador para la paz civil, que el magistrado encargado de mantener el orden en la ciudad, C. Octavio, envió una nota a Cicerón pidiéndole que acudiera con la mayor presteza.

Al principio Cicerón se mostró reacio y argumentó que tenía mucho trabajo. Siendo el candidato consular que más votos había conseguido, le correspondía a él antes que a su colega presidir la sesión inaugural del Senado y estaba escribiendo su discurso de apertura. Sin embargo, yo sabía que había algo más. Cicerón mostraba una extraña aprensión ante la muerte. Hasta el sacrificio de animales en los juegos lo perturbaba, y esa debilidad —puesto que en política un corazón blando siempre es percibido como una debilidad— empezaba a ser conocida por la gente. Su respuesta instintiva fue enviarme en su lugar.

—Naturalmente que iré —repuse con cautela—, pero… —Dejé mis palabras suspendidas en el aire.

—¿Pero?—me espetó—. Pero ¿qué? ¿Crees que daré mala impresión?

Contuve mi lengua y seguí transcribiendo su discurso.

—Está bien —gruñó al fin, poniéndose en pie a su pesar—. Octavio es un tipo aburrido pero sensato. Si no fuera importante no me habría hecho llamar. En cualquier caso, necesito aclararme la cabeza.

Estábamos a finales de diciembre, y el cielo plomizo soplaba un viento tan frío y veloz que cortaba el aliento. Fuera, en la calle, se apelotonaba una docena de demandantes que confiaban poder cruzar unas palabras con el cónsul electo; tan pronto como lo vieron salir por la puerta principal, atravesaron la calle corriendo hacia él.

—Ahora no —les dije, apartándolos—. Hoy no.

Cicerón se envolvió en su toga, hundió el mentón en sus pliegues y echó a andar a paso vivo colina abajo.

Debimos de caminar más de una milla[2]. Cruzamos el foro en diagonal y salimos de la ciudad por la puerta del río. El Tíber bajaba rápido y caudaloso, agitado por corrientes serpenteantes y remolinos parduscos. Delante de nosotros, frente a la isla Tiberina, entre los muelles y las grúas de la Navalia, vimos que se había reunido una multitud. (Te harás una idea del tiempo que hace de esto —más de medio siglo—, cuando te diga que entonces no había puentes que unieran la isla Tiberina con los márgenes del río.) Cuando nos acercamos, muchos de los mirones reconocieron a Cicerón y, mientras se apartaban para dejarnos pasar, se oyó un murmullo de curiosidad. Un cordón de legionarios de los cuarteles de la marina protegía la zona. Octavio estaba esperándonos.

—Mis disculpas por molestarte —dijo, estrechando la mano de mi señor—. Sé lo ocupado que debes de estar con lo poco que falta para la inauguración.

—Mi querido Octavio, para mí siempre es un placer verte. ¿Conoces a Tiro, mi secretario?

Octavio me miró sin el menor interés. Aunque en la actualidad solo se lo recuerda como padre de Augusto, en aquellos momentos era edil de la plebe y un hombre de gran porvenir. Seguramente habría llegado al cargo de cónsul si no hubiera muerto, por culpa de unas fiebres, cuatro años después de aquel encuentro. Nos condujo al abrigo del viento al interior de uno de los grandes cobertizos para embarcaciones militares; el armazón de una liburnia, desmontada para su reparación, descansaba sobre grandes rodillos de madera. Junto a la nave, en el suelo, había un bulto cubierto por una vela. Sin entretenerse en ceremonias, Octavio apartó la lona y nos mostró el cuerpo desnudo de un muchacho.

Debía de tener unos doce años, si no recuerdo mal. Su rostro era hermoso y sereno, femenino en su delicadeza, tenía restos de pintura de oro en la nariz y las mejillas, y llevaba una cinta roja anudada en sus húmedos cabellos castaños. Le habían cortado el cuello. Lo habían abierto en canal hasta la entrepierna y lo habían eviscerado. No había sangre, solo aquella oscura y alargada cavidad, como un pez destripado, llena de lodo del río. Cómo pudo Cicerón contemplar aquel horror y mantener la compostura es algo que no sé, pero el caso es que tragó saliva, apretó los dientes y no apartó la vista.

—Esto es un ultraje —dijo por fin, con voz ronca y entrecortada.

—Hay más —contestó Octavio, que se puso en cuclillas, cogió la cabeza del chico entre sus manos y la giró. Con el movimiento, la herida del cuello se abrió y se cerró obscenamente, como una segunda boca que intentara susurrarnos una advertencia. Octavio no parecía en absoluto impresionado; él era militar, sin duda estaba acostumbrado a aquella clase de cosas. Apartó el pelo del muchacho y dejó a la vista una profunda hendidura por encima de la oreja; casi le cabía el pulgar—. ¿Lo ves? Lo golpearon por detrás. Yo diría que con un martillo.

—Le pintan el rostro, le recogen el cabello con una cinta, le golpean por detrás con un martillo —repitió Cicerón, cada vez más despacio, a medida que comprendía adónde lo llevaba su propia lógica—. Luego le cortan la garganta y por último lo… evisceran.

—Exactamente —dijo Octavio—. Sin duda sus asesinos querían examinar sus entrañas. Ha sido un sacrificio…, un sacrificio humano.

Ante tales palabras, en aquel frío y oscuro lugar, los pelos del cogote se me erizaron como púas; comprendí que me hallaba en presencia del Mal…, el Mal como una fuerza palpable y tan potente como un rayo.

—¿Has oído hablar de algún culto en la ciudad que pudiera practicar semejante abominación?—preguntó Cicerón.

—Ninguno. Están los galos, claro. Ya sabes que se rumorea que hacen este tipo de cosas. Pero no hay muchos en la ciudad en estos momentos, y los que hay se comportan como es debido.

—¿Quién es la víctima? ¿Lo ha reclamado alguien?

—Esa es otra de las razones por las que quería que vinieras a verlo con tus propios ojos. —Octavio dio la vuelta al cuerpo y lo puso boca abajo—. En la base de la espalda tiene un pequeño tatuaje de su dueño. ¿Lo ves? Es posible que quienes lo arrojaron al río no lo vieran. Pone «C. Ant. M. f. C. n». O sea, «Cayo Antonio, hijo de Marco, nieto de Cayo». ¡Una familia que conoces bien! Este muchacho era esclavo de Antonio Híbrida, tu colega en el consulado. —Se levantó, se limpió las manos con la lona y luego volvió a echarla por encima del cuerpo—. ¿Qué piensas hacer?

Cicerón contemplaba, anonadado, el patético bulto que yacía en el suelo.

—¿Quién está enterado de esto?

—Nadie.

—¿Híbrida?

—No.

—¿Y qué me dices de la multitud que aguarda fuera?

—Ha corrido el rumor de que se ha producido algún tipo de asesinato ritual. Tú sabes mejor que nadie cómo son las multitudes. Dicen que es un mal presagio para tu consulado.

—Tal vez tengan razón.

—Está siendo un invierno muy duro. Necesitan que los tranquilicen. He pensado que podríamos ponernos en contacto con el Colegio de Sacerdotes y pedirles que celebren algún tipo de ritual purificador.

—No, no —contestó rápidamente Cicerón apartando la mirada del cadáver—. Nada de sacerdotes. No harían más que empeorar las cosas.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—Guardar silencio. Quemar los restos lo antes posible. No dejar que nadie los vea. Prohibir a cualquiera que lo haya visto que hable de ello y divulgue los detalles, bajo pena de cárcel.

—¿Y la gente de ahí fuera?

—Tú ocúpate del cuerpo y yo me ocuparé de la gente.

Octavio se encogió de hombros.

—Como quieras —repuso.

No parecía preocupado. Le quedaba un día en el cargo, e imaginé que se alegraba de quitarse el problema de encima.

Cicerón fue hasta la puerta y respiró el aire frío a grandes bocanadas que devolvieron el color a sus mejillas. Entonces lo vi, como lo había visto tantas veces, enderezarse, cuadrar los hombros y asumir una expresión de seguridad en sí mismo. Salió y se subió a un montón de troncos para dirigirse a la multitud.

—¡Pueblo de Roma! ¡Me complace deciros que he comprobado que los siniestros rumores que corren por la ciudad son falsos! —Tenía que gritar a pleno pulmón para hacerse oír—. ¡Id a casa con vuestras familias y disfrutad del festival!

—¡Pero yo he visto el cuerpo! —gritó alguien—. ¡Ha sido un sacrificio humano para traer la desgracia a la República!

El grito fue coreado por otros.

—¡La ciudad está maldita! ¡Tu consulado está maldito! ¡Llamemos a los sacerdotes!

Cicerón alzó la mano.

—Sí, el cadáver estaba en unas condiciones terribles, pero ¿qué esperabais? Ese pobre infeliz ha estado mucho tiempo en el río. Los peces tienen hambre y consiguen comida donde pueden. ¿De verdad queréis que llame a los sacerdotes?¿Para que hagan qué?¿Para que maldigan a los peces?¿Para que los bendigan?—Se oyeron algunas risas—. ¿Desde cuándo a los romanos nos dan miedo los peces? Escuchadme: id a casa y divertíos. Pasado mañana será año nuevo y tendréis un nuevo cónsul, ¡un cónsul del que podéis estar seguros de que siempre se ocupará de vuestro bienestar!

Tratándose de Cicerón, no fue un gran discurso, pero surtió el efecto deseado. Incluso se oyeron algunos vítores. Saltó al suelo. Los legionarios nos abrieron paso entre el gentío y regresamos rápidamente a la ciudad. Cuando nos acercamos a la puerta, miré atrás. La multitud empezaba a disolverse en busca de otras diversiones. Me volví hacia Cicerón para felicitarlo por la eficacia de sus palabras, pero estaba inclinado en la cuneta, vomitando.

Tal era la situación en la ciudad la víspera de la toma de posesión del cargo de cónsul de Cicerón: un torbellino de hambre, rumores y angustia; veteranos mutilados y campesinos arruinados mendigaban por las esquinas; pandillas de jóvenes borrachos aterrorizaban a los tenderos; mujeres de buena familia se prostituían con descaro a la puerta de las tabernas; repentinas conflagraciones, violentas tempestades, noches sin luna pero llenas de perros hurgando en la basura; fanáticos, adivinos, mendigos y peleas. Pompeyo seguía al mando de las legiones en Oriente, y en su ausencia una sensación de inquietud e incertidumbre enturbiaba las calles como la niebla del río; todo el mundo estaba nervioso. Daba la sensación de que se avecinaba algo importante, pero nadie sabía qué podía ser. Se decía que los nuevos tribunos estaban tramando con César y Craso un plan secreto y ambicioso para distribuir terreno público entre los pobres de la ciudad. Cicerón había intentado, en vano, averiguar algo más del asunto. Fuera lo que fuese, los patricios estaban seguros de que le harían frente. Las mercancías escaseaban, la gente acaparaba alimentos, las tiendas estaban vacías. Incluso los prestamistas habían dejado de prestar dinero.

En cuanto al cónsul y colega de Cicerón, Antonio Híbrida —Antonio el mestizo, el medio hombre, la medio bestia—, era estúpido y cruel, el candidato que mejor encajaba para presentarse al cargo conjuntamente con Catilina, el enemigo declarado de Cicerón. No obstante, Cicerón, sabedor de los peligros a los que se enfrentaban y de la necesidad de tener aliados, se había esforzado enormemente por llevarse bien con él. Por desgracia, sus acercamientos habían quedado en nada, y explicaré por qué. Era costumbre que los dos cónsules electos, llegado el mes de octubre, echaran a suertes qué provincia gobernaría cada uno al finalizar el año de su mandato consular. Híbrida, que estaba cargado de deudas, había puesto los ojos en los levantiscos pero lucrativos territorios de Macedonia, donde aguardaba una fortuna a quien estuviera dispuesto a hacerla. Sin embargo, para su disgusto, le tocaron los pacíficos pastos de la Galia Citerior, donde no se movía ni una mosca. A Cicerón le correspondió Macedonia, y cuando se anunció el resultado en el Senado, el rostro de Híbrida reflejó tal infantil desengaño y sorpresa que la cámara estalló en risas. Desde entonces, él y Cicerón no habían vuelto a cruzar palabra.

Así pues, no es de extrañar que a mi amo le costara escribir el discurso de la sesión inaugural y que, cuando regresamos a casa desde el río e intentó retomar el dictado, las palabras no salieran de sus labios. Se quedó con la mirada extraviada y un aire ausente, preguntándose en voz alta por qué aquel muchacho había sido asesinado de ese modo y qué podía significar el hecho de que fuera un esclavo de Híbrida. Estaba de acuerdo con Octavio en una cosa: los galos eran los culpables más probables. Sus cultos incluían ciertamente los sacrificios humanos. Así pues, envió un mensaje a un amigo suyo, Quinto Fabio Sanga, que era el principal representante de los galos en el Senado, preguntándole confidencialmente si creía que semejante ultraje era posible. Una hora después, Sanga le contestó, en una carta un tanto airada, que desde luego que no, y que los galos se sentirían gravemente ofendidos si el cónsul electo defendía tan perjudicial acusación. Cicerón suspiró, dejó la carta a un lado e intentó retomar el hilo de sus pensamientos, pero fue incapaz de trabar un discurso coherente. Poco antes de que anocheciera, pidió nuevamente su capa y sus botas.

Yo había dado por sentado que su intención era dar un paseo por los jardines públicos que había cerca de su casa; solía ir allí cuando trabajaba en un discurso. Sin embargo, al llegar a lo alto de la colina, en lugar de girar a la derecha, siguió hasta la puerta Esquilina. Cuál fue mi sorpresa cuando comprendí que se dirigía al recinto sagrado donde se incineraban los cadáveres, un lugar que solía evitar a toda costa. Pasamos ante los porteadores, con sus carretillas, que esperaban trabajo en la puerta principal, y ante la achaparrada vivienda oficial del carnifex, quien, como verdugo de la ciudad, tenía prohibido vivir dentro de sus límites. Por fin entramos en el campo sagrado de Libitina, lleno de cuervos que graznaban, y nos acercamos al templo. Entonces era la sede de la cofradía de enterradores, el lugar donde uno podía contratar todo lo necesario para un funeral, desde los utensilios con los que ungir un cuerpo hasta el lecho donde debería incinerarse. Cicerón me dijo que le diera dinero y se adelantó para hablar con un sacerdote. Le entregó la bolsa, y en el acto aparecieron un par de plañideras. Cicerón me hizo un gesto para que lo acompañara.

—Hemos llegado justo a tiempo —me dijo.

Qué grupo tan curioso debíamos de formar mientras cruzábamos el campo Esquilino en fila india: primero las plañideras, cargadas con jarras llenas de incienso, luego el cónsul electo, y por último yo. Alrededor de nosotros, en la penumbra del anochecer, bailaban las llamas de las piras funerarias, se oían los llantos de los dolientes y olía mucho a incienso, pero no lo suficiente para ocultar el hedor de los cuerpos ardiendo. Desprovistos de ropa y descalzos, aquellos cadáveres anónimos eran tan miserables en la muerte como lo habían sido en la vida. Solo el cuerpo del muchacho asesinado estaba cubierto. Lo reconocí por la lona que lo envolvía y que habían cosido con firmeza. Cuando un par de ayudantes lo depositaron sin esfuerzo en la parrilla de hierro, Cicerón inclinó la cabeza, y las dos plañideras prorrumpieron en un estentóreo llanto, sin duda a la espera de recibir una buena propina. Las llamas rugieron, se curvaron con el viento y enseguida acabó todo. El joven había partido hacia el destino que nos aguarda a todos.

Nunca he olvidado esa escena.

Seguramente, la mayor merced que la Providencia nos ha concedido es nuestro desconocimiento del futuro. Imaginemos que conociéramos el desenlace de nuestros planes y esperanzas o que nos fuera dado contemplar cómo vamos a morir, ¡qué desastre sería nuestra vida! En cambio, vivimos día tras día en la ignorancia, tan despreocupados como los animales, y al final todo se convierte en polvo. No hay ser humano, ni organización ni época que se libre de esta ley; todo lo que existe bajo las estrellas está condenado a desaparecer. Hasta la roca más dura se desgastará. Nada perdura salvo lo escrito.

Y con esos pensamientos en mente, y con la renovada esperanza de vivir lo suficiente para ver cumplida mi labor, relataré la extraordinaria historia del año de mandato de Cicerón como cónsul de la República de Roma y lo que le aconteció durante los cuatro años que siguieron; ese plazo de tiempo que nosotros, simples mortales, llamamos «lustro» pero que para los dioses no es más que un simple parpadeo.