¡Acabad con esta depresión!

En este punto, espero haber convencido al menos a algunos lectores de que la depresión que estamos atravesando es, fundamentalmente, gratuita: no hace falta que suframos tanto ni que destruyamos tantas vidas. Además, podríamos acabar con esta crisis más rápida y fácilmente de lo que nadie imagina; nadie, claro está, salvo los que han estudiado de verdad el funcionamiento económico de las economías deprimidas y las pruebas históricas de cómo funcionan en estas economías las iniciativas políticas.

Pero al final del capítulo anterior, estoy seguro de que hasta los lectores mejor dispuestos han empezado a preguntarse si todo el análisis económico del mundo puede bastar para hacer algo verdaderamente útil. ¿Acaso un programa de recuperación como el que he descrito no está descartado, en lo que a la política se refiere? Y, por lo tanto, ¿abogar por un programa de esta naturaleza no es perder el tiempo?

Mi respuesta a estas dos preguntas es: «No necesariamente» y «Desde luego que no». Que haya un cambio real en la política —tal que deje de lado la obsesión de los últimos años por la austeridad y se centre de nuevo en la creación de empleo— es mucho más posible de lo que el saber convencional le invita a creer. Además, la experiencia reciente nos enseña una lección política crucial: es mucho mejor defender las creencias propias, luchar por lo que realmente debería hacerse, que intentar pasar por moderado y razonable al aceptar, en lo esencial, los argumentos del contrincante. Si no queda otro remedio, transija en las medidas políticas; pero jamás en la verdad.

Permítanme que empiece hablando de la posibilidad de dar un giro radical a las políticas de intervención.

NADA FUNCIONA MEJOR QUE LO QUE FUNCIONA

Los expertos se pasan el tiempo haciendo declaraciones, en tono muy seguro, sobre lo que quiere y cree el electorado estadounidense; y esta supuesta opinión pública se usa, con frecuencia, para sacar del tapete cualquier insinuación de cambio político serio, al menos si se presenta desde la izquierda. Estados Unidos es un «país de centro-derecha», nos dicen, y esto descarta cualquier iniciativa importante que implique nuevos gastos del gobierno.

Y, para no faltar a la verdad, debemos reconocer que existen líneas, tanto a la derecha como a la izquierda del espectro, que probablemente la política no puede cruzar sin asegurarse una catástrofe electoral. George W. Bush lo descubrió cuando quiso pri-vatizar la seguridad social tras las elecciones de 2004: a la opinión pública la idea le pareció odiosa y su intento de asaltar la cuestión no tardó en estancarse. Una propuesta comparable de tendencia liberal —por ejemplo, un plan para introducir una auténtica «atención médica social», que administrase todo el sistema sanitario con un programa gubernamental semejante a la atención sanitaria de los veteranos— correría, probablemente, la misma suerte. Pero cuando hablamos del tipo de medidas políticas que analizamos aquí —medidas que, en su mayoría, intentan potenciar la economía, más que transformarla—, no cabe duda de que la opinión pública se muestra menos coherente y menos contundente de lo que las crónicas diarias le quieren hacer creer.

Los expertos y —siento decirlo— los actores políticos de la Casa Blanca gustan de contar enrevesadas historias sobre lo que supuestamente piensan los votantes. En 2011, Greg Sargent, del Washington Post, resumió los argumentos esgrimidos por los asesores de Obama para justificar que la prioridad hubiera pasado a ser recortar los gastos, en vez de crear empleo.

Un acuerdo importante tranquilizaría a los independientes que tienen miedo de que el país esté fuera de control; situaría a Obama como el adulto que hizo que Washington volviera a funcionar; permitiría al presidente decir a los demócratas que él había enderezado la situación financiera del sistema; y despejaría el camino para abordar después otras prioridades.

Bueno, hablen ustedes con cualquier estudioso de las ciencias políticas que se haya dedicado a analizar el comportamiento del electorado, y se le escapará la risa ante la idea de que los votantes desarrollen este tipo de razonamientos tan complejos. Y estos mismos estudiosos, por lo general, se burlarán de lo que Matthew Yglesias ha denominado en su Slate la «falacia del experto»: demasiados analistas políticos están convencidos —erróneamente— de que sus temas favoritos son, milagrosamente, los que más le importan al electorado. Los votantes reales ya tienen bastante de qué ocuparse con sus trabajos, sus hijos y su vida en general. No tienen ni el tiempo ni las ganas de examinar en profundidad las cuestiones políticas, ya no digamos de meterse en un análisis de matices como los de las páginas de opinión. Lo que perciben —y decide su voto— es si la economía va a mejor o a peor. Así, los análisis estadísticos nos dicen que la tasa de crecimiento económico en los tres trimestres previos a las elecciones es, con mucho, el factor que más claramente determina los resultados electorales.

Y esto significa algo que, por desgracia, el equipo de Obama no ha captado hasta muy entrado el juego: que la estrategia económica que mejor funciona a nivel político no es la que aprueban los grupos de análisis, y menos aún los editoriales del Washington Post; es la estrategia que ofrece resultados reales. Quien sea que se siente el año próximo en la Casa Blanca prestará el mejor servicio posible a sus propios intereses políticos si hace lo correcto desde el punto de vista económico; esto es: si hace lo necesario para acabar con esta crisis. Si las políticas monetarias y fiscales expansivas, unidas al alivio de la deuda, son el camino para hacer que esta economía arranque —y espero haber convencido al menos a algunos lectores de que en efecto lo son—, entonces estas medidas serán inteligentes desde el punto de vista político, además de ser de interés nacional.

Pero ¿existe alguna posibilidad de que en efecto las veamos aprobadas como leyes?

LAS POSIBILIDADES POLÍTICAS

Como es sabido, en noviembre de 2012 habrá elecciones en Estados Unidos, y el futuro panorama político no está nada claro. En general, parece haber tres grandes posibilidades: que Obama sea reelegido presidente y los demócratas recuperen también el control del Congreso; que un republicano (probablemente, Mitt Romney) gane las elecciones presidenciales y que los republicanos sumen una mayoría en el Senado a su control de la Casa Blanca; y que el presidente salga reelegido pero se enfrente a la hostilidad de al menos una de las cámaras. ¿Qué se podría hacer en cada una de estas situaciones?

El primer caso —Obama triunfa— es el que permite imaginar con más facilidad que Estados Unidos hará lo necesario para recuperar el pleno empleo. En efecto, el gobierno de Obama tendría la oportunidad de renovar el intento y adoptar las medidas enérgicas que no supo tomar en 2009. Como es improbable que Obama obtenga en el Senado una mayoría absoluta a prueba de obstruccionistas, adoptar estas medidas enérgicas requeriría utilizar la «reconciliación», el procedimiento parlamentario que los demócratas emplearon para aprobar la reforma sanitaria y Bush para aprobar sus dos recortes de impuestos [11]. Mejor eso que nada. Si los asesores se inquietan y advierten de las posibles consecuencias políticas, Obama deberá recordar la lección que aprendió dolorosamente en su primer mandato: la mejor estrategia económica, desde el punto de vista político, es la que muestra un avance tangible.

Una victoria de Romney nos colocaría en una situación muy distinta, claro; si Romney cumpliera con la ortodoxia republicana, rechazaría, por descontado, cualquier acción del tipo que he propuesto.

Sin embargo, no está claro que Romney crea de verdad en lo que está diciendo ahora mismo. Sus dos asesores económicos principales, N. Gregory Mankiw, de Harvard, y Glenn Hubbard, de Columbia, son republicanos convencidos, pero también bastante keynesianos en su enfoque de la macroeconomía. De hecho, en los primeros momentos de la crisis Mankiw abogó por una fuerte subida en el objetivo de inflación de la Reserva Federal, una propuesta que repugnaba y sigue repugnando a la mayoría de su partido. Su proyecto generó el alboroto previsible y él optó por guardar silencio con respecto a esta cuestión. Pero, al menos, podemos abrigar la esperanza de que el círculo más inmediato a Romney sostenga puntos de vista mucho más realistas de los que el candidato está exhibiendo en sus discursos; y que una vez en la presidencia, se quite la máscara y deje ver su verdadera naturaleza pragmático-keynesiana.

Sí, ya lo sé, abrigar esperanzas de que un político sea en realidad un perfecto engaño, que no crea en ninguna de las cosas en las que afirma creer, no es la forma de llevar un gran país. ¡Y, desde luego, no es razón para votar a ese político! Aun así, defender la creación de empleo quizá no sea un esfuerzo inútil, incluso si los republicanos arrasan este noviembre.

Por último, ¿qué hay del caso más probable: que Obama regrese al puesto, pero el Congreso no sea demócrata? ¿Qué debería hacer Obama y cuáles son las perspectivas de actuación? Mi respuesta es que el presidente, otros demócratas y todos los economistas de mentalidad keynesiana con influencia sobre la opinión pública deben defender la creación de empleo con energía y de forma frecuente, y presionar sin tregua a quienes desde el Congreso ponen trabas a los esfuerzos encaminados a crear empleo.

El gobierno de Obama no siguió este camino durante sus dos primeros años y medio. Ahora disponemos de numerosos informes sobre los procesos internos de toma de decisiones en la Administración entre 2009 y 2011, y todos sugieren que los asesores políticos del presidente lo apremiaban para que jamás pidiera cosas que quizá no podría conseguir, con el fin de no proyectar una imagen de debilidad. Además, los asesores económicos que, como Christy Romer, instaban al gasto para crear empleo fueron dejados de lado con el argumento de que la opinión pública no creía en aquellas medidas y estaba preocupada por el déficit.

El resultado de esta cautela, sin embargo, fue que hasta el presidente quedó cada vez más obsesionado con el déficit y las exigencias de austeridad, y que el discurso nacional en bloque abandonó el tema de la creación de empleo. Mientras tanto, la economía no se recuperaba; y la opinión pública carecía de razones para no culpar de ello al presidente, puesto que no lo veía asumir una postura claramente diferenciada de la del Partido Republicano.

En septiembre de 2011, por fin, la Casa Blanca cambió de táctica y presentó una propuesta de creación de empleo que, aunque muy inferior a lo que yo pedía en el capítulo 12, de todos modos fue mucho más allá de lo esperado. No cabía ninguna posibilidad de que el plan pudiera aprobarse en la Cámara de Representantes, dominada por los republicanos, y Noam Scheiber, de The New Republic, afirma que los asesores políticos de la Casa Blanca «empezaron a preocuparse porque el conjunto de las medidas fuera excesivamente gravoso e instaron a los técnicos a reducirlo». Sin embargo, en esta ocasión Obama se puso del lado de los economistas y, de paso, demostró que los asesores no sabían hacer su trabajo: la reacción de la opinión pública, en general, fue positiva, mientras quedó en evidencia el obstruccionismo republicano.

Y en fecha anterior de este mismo año, después de que el debate hubiera pasado a centrarse más en la creación de empleo, los republicanos se quedaron a la defensiva. En consecuencia, el gobierno de Obama pudo conseguir una porción significativa de lo pretendido —una ampliación de los créditos por impuestos pagados sobre las remuneraciones, que ayudaba a poner dinero en efectivo en los bolsillos de los trabajadores, y una extensión menor de la ampliación de los subsidios por desempleo— sin tener que hacer a cambio concesiones importantes.

En resumen, la experiencia del primer mandato de Obama hace pensar que no hablar del empleo solo porque uno cree que no va a poder aprobar la legislación para crear empleo no funciona ni siquiera como estrategia política. En cambio, machacar la necesidad de crear puestos de trabajo puede ser una buena decisión política, tal que además presione lo suficiente al otro bando como para conseguir aprobar asimismo medidas mejores.

O, por decirlo de un modo más sencillo: no hay ninguna razón para no contar la verdad sobre esta depresión; lo que me lleva de nuevo al punto de inicio de este libro.

UN IMPERATIVO MORAL

Aquí estamos, pues, más de cuatro años después de que la economía de Estados Unidos entrase por primera vez en recesión; y aunque la recesión tal vez haya terminado, la depresión no ha concluido. Quizá el desempleo tienda a la baja en Estados Unidos (aunque en Europa sigue subiendo), pero aún se mantiene en niveles que habrían sido inconcebibles hace no tanto tiempo; niveles desorbitados. Decenas de millones de nuestros conciudadanos atraviesan graves dificultades, las perspectivas de futuro de los jóvenes de hoy se debilitan con cada mes que pasa… y nada de esto tiene por qué pasar.

La verdad, en efecto, es que tenemos tanto el saber como las herramientas precisas para salir de esta depresión. Sin duda, si aplicamos algunos principios económicos consagrados por el tiempo, cuya validez han reforzado aún más los acontecimientos recientes, podremos recuperar niveles próximos al pleno empleo muy pronto; probablemente, antes de dos años.

Lo que bloquea esta recuperación es solamente la falta de lucidez intelectual y de voluntad política. Y es tarea de todo aquel con capacidad de influencia —desde los economistas profesionales a los políticos o los ciudadanos inquietos— hacer cuanto esté en su mano para remediar esta carencia. Podemos acabar con esta depresión; y tenemos que luchar por las medidas que lo conseguirán, luchar por ellas desde este mismísimo momento.