—Un recorte tras otro: muchos economistas afirman que corremos un claro peligro de deflación. ¿Qué opina al respecto?
—No creo que ese riesgo se pudiera materializar. Al contrario, hay expectativas de inflación notablemente firmes, en línea con nuestra definición —menos del 2 por 100, cerca del 2 por 100— y han permanecido así durante la crisis reciente. En lo que respecta a la economía, la idea de que las medidas de austeridad podrían causar un estancamiento es incorrecta.
—¿Incorrecta?
—Sí. De hecho, en estas circunstancias, todo lo que ayude a incrementar la confianza de las familias, empresas e inversores en la sostenibilidad de las finanzas públicas es bueno para la consolidación del crecimiento y la creación de empleo. Estoy del todo convencido de que, en las circunstancias actuales, las políticas que inspiren confianza favorecerán, y no perjudicarán, la recuperación económica, porque hoy en día el factor clave es la confianza.
Entrevista a Jean-Claude Trichet, presidente del Banco Central Europeo, en el periódico italiano La Repubblica, junio de 2010
En los terroríficos meses que siguieron a la caída de Lehman, casi todos los gobiernos principales del mundo estuvieron de acuerdo en que había que compensar el hundimiento repentino del gasto privado, y pasar a desarrollar políticas monetarias y fiscales expansivas —con más gasto, menos impuestos y la impresión de grandes cantidades de base monetaria—, esforzándose por limitar los daños. Así, se adecuaban a los consejos de los manuales corrientes; y, lo que es más importante, ponían en práctica la dura lección aprendida con la Gran Depresión.
Pero en 2010 ocurrió algo extraño: una gran parte de la élite gestora del mundo —los banqueros y los funcionarios financieros que definen el saber convencional— decidió arrojar por la borda los manuales y las lecciones de la historia y declaró que lo poco era mucho. Sin apenas transición, se puso de moda reclamar recortes del gasto, incrementos de impuestos y tasas de interés aún más elevadas, a pesar de las descomunales cifras del desempleo.
Y digo «sin apenas transición» porque el dominio de los devotos de la austeridad inmediata —los «austeríacos», según el afortunado término que acuñó el analista financiero Rob Parenteau— ya se había impuesto en la primavera de 2010, cuando la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico publicó su último informe sobre la perspectiva económica.
La OCDE es un centro de análisis con sede en París, fundado por un club de gobiernos de países avanzados (razón por la cual hay quien se refiere al mundo económicamente más avanzado con la simple referencia a «la OCDE», porque la pertenencia al club viene a ser un sinónimo de «país avanzado»). Dadas las circunstancias, está claro que se trata de un lugar de lo más convencional; la clase de espacio en el que los documentos se negocian párrafo por párrafo con miras a no ofender a ninguno de los actores principales.
Y este centro del saber convencional ¿qué aconsejó a Estados Unidos en la primavera de 2010, con inflación baja, desempleo muy alto y un gobierno federal que podía tomar prestado dinero a un coste próximo al mínimo histórico?
Afirmó que el gobierno estadounidense debería pasar de inmediato a recortar el déficit presupuestario y que la Reserva Federal debería haber elevado radicalmente las tasas de interés a corto plazo al acabar el año.
Afortunadamente, las autoridades estadounidenses no aceptaron el consejo. Hubo cierta restricción fiscal «pasiva» cuando el estímulo de Obama se desvaneció, pero no un giro completo hacia la austeridad. Y la Reserva Federal no solo mantuvo sus tasas en un nivel bajo, sino que se embarcó en un programa de adquisición de bonos, como intento de proporcionar más brío a la débil recuperación. En Gran Bretaña, en cambio, unas elecciones dieron el poder a una coalición de conservadores y liberal-demócratas que se tomó el consejo de la OCDE al pie de la letra, e impuso un programa de recortes preventivos aun a pesar de que Gran Bretaña, al igual que Estados Unidos, se enfrentaba tanto a un desempleo elevado como a costes de préstamos muy reducidos.
Entretanto, en el continente europeo, la austeridad fiscal hizo furor; y el Banco Central Europeo empezó a subir las tasas de interés a principios de 2011, a pesar de que la economía de la zona euro se hallaba en un estado de honda depresión y sin ninguna amenaza inflacionaria convincente.
La OCDE tampoco fue la única en exigir restricciones fiscales y monetarias aun a pesar de la depresión. Otras instituciones internacionales, como el Banco de Pagos Internacionales, con sede en Basilea, hicieron lo mismo; también economistas influyentes, como Raghuram Rajan, de Chicago, y voces destacadas del mundo empresarial, como Bill Gross, de Pimco. ¡Ah!, y en Estados Unidos, varios notables republicanos copiaron los diversos argumentos a favor de la austeridad como justificaciones de su propia defensa del recorte de gastos y la restricción del dinero. Sin duda, hubo algunas personas y organizaciones que se opusieron a la tendencia; un ejemplo muy destacado, y de lo más gratificante, fue el del Fondo Monetario Internacional, que continuó abogando por puntos de vista que me parecen signos de cordura. Pero creo que es justo decir que, en 2010-2011, la que he denominado «gente muy seria» —personas que expresan opiniones que son consideradas razonables por los que mueven los hilos— dio un giro claro hacia la perspectiva de que había llegado la hora de las restricciones, pese a que no había nada que se áseme-jara a una recuperación plena con respecto a la crisis financiera y sus efectos.
Así, ¿qué había detrás de este cambio repentino en las modas de la gestión? En realidad, es una pregunta que se puede responder de dos maneras: podemos fijarnos en los argumentos fundamentales con los que se defendía la austeridad fiscal y la restricción monetaria, o intentar comprender los motivos de los que mostraban tantas ganas de alejarse de la lucha contra el desempleo.
En el presente capítulo, me ocuparé de las dos cuestiones; pero empezaré por los argumentos.
Sin embargo, la idea presenta una dificultad: a la hora de analizar los argumentos de los «austeríacos», te encuentras persiguiendo un blanco móvil y huidizo. Sobre las tasas de interés, en particular, yo me he sentido a menudo como si los que propugnaban su aumento estuvieran jugando al Calvinball: aquel juego de la historieta de «Calvin y Hobbes» en el que los jugadores van inventando nuevas reglas sin cesar. La OCDE, el Banco de Pagos Internacionales y varios economistas y gentes de las finanzas parecían estar muy seguros de que las tasas de interés debían subir, pero en cuanto a la explicación de por qué, iba cambiando sin parar. Esta variabilidad, a su vez, apuntaba a que los motivos reales de esta petición de aumento tenían poco que ver con una valoración objetiva de la teoría económica. También significa que no puedo exponer aquí una crítica de «el» argumento a favor de la austeridad y las tasas altas; se presentaron varios argumentos que no necesariamente eran coherentes entre sí.
Empecemos por el argumento que, probablemente, ha tenido más fuerza: el miedo. Más concretamente, el miedo a que las naciones que no den la espalda al estímulo y adopten medidas de austeridad (por mucho que el desempleo sea elevado) se enfrentarán a crisis de deuda similares a las de Grecia.
EL FACTOR MIEDO
Las ideas de los «austeríacos» no han surgido de la nada. Incluso en los meses inmediatamente posteriores a la caída de Lehman, hubo voces que denunciaban los intentos de rescatar las economías principales mediante un incremento del gasto deficitario y del uso de las prensas de dinero. En el calor del momento, sin embargo, estas voces quedaron apagadas, en gran parte, por los que pedían iniciativas expansivas urgentes.
A finales de 2009, sin embargo, tanto los mercados financieros como la economía mundial se habían estabilizado, por lo que disminuyó la convicción de que tales iniciativas eran urgentes. Y luego se produjo la crisis griega, que los antikeynesianos de aquí y allá presentaron como ejemplo de lo que nos ocurriría a todos los demás si no seguíamos pronto el angosto y estricto camino de la rectitud fiscal.
Según he señalado ya en el capítulo 10, la crisis de la deuda griega fue sui generis, incluso dentro de Europa; y el resto de las crisis de deuda de los países de la zona euro fueron producto de la crisis financiera, y no a la inversa. En cambio, las naciones que aún poseen su propia moneda no han visto ni siquiera indicios de una acumulación de endeudamiento gubernamental al estilo de Grecia; y ello a pesar de que —como Estados Unidos, pero también Gran Bretaña y Japón— también cuentan con deudas y déficits muy elevados.
Pero ninguna de estas observaciones parecía tener peso en el debate sobre las políticas que se debían adoptar. Según ha escrito Henry Farrell, experto en ciencias políticas, en un estudio sobre el ascenso y la caída de las políticas keynesianas en la crisis: «el hundimiento de la confianza de los mercados en Grecia se interpretó como parábola de los riesgos del despilfarro fiscal. Los estados que entraron en graves dificultades fiscales corrían el peligro de perder toda la confianza de los mercados y quizá, caer en la absoluta ruina».
De hecho, se puso plenamente de moda que la gente respetable proclamara advertencias apocalípticas sobre el desastre inminente que ocurriría si no corríamos a recortar el déficit. Erskine Bowles, el copresidente —¡el copresidente demócrata!— de un equipo de análisis que, se suponía, debía entregar un plan para la reducción de déficit a largo plazo, hizo una declaración ante el Congreso en marzo de 2011, unos pocos meses después de que el equipo fuera incapaz de llegar a un acuerdo, y alertó de que se avecinaba una crisis de la deuda:
Es un problema que vamos a padecer, como ha dicho el antiguo presidente de la Reserva Federal o ha dicho Moody’s; es un problema al que tendremos que enfrentarnos. Quizá pasen dos años, ¿saben?, quizá un poco menos, quizá un poco más; pero si los banqueros que tenemos allá en Asia empiezan a creer que nuestra deuda va a perder la solidez, que nos será imposible cumplir con nuestras obligaciones, pues párense a pensar por un minuto que ocurriría si simplemente dejaran de comprar nuestra deuda.
¿Qué les ocurre a las tasas de interés y qué le ocurre a la economía estadounidense? Los mercados nos destrozarán, por completo, si no resolvemos este problema. Es un problema real, con soluciones dolorosas, pero tenemos que actuar.
El otro copresidente, Alan Simpson, intervino para afirmar que ocurriría antes de dos años. Sin embargo, los inversores reales no parecían sentir ninguna inquietud: las tasas de interés a largo plazo de los bonos estadounidenses se hallaban casi en niveles comparativamente bajos cuando declararon Bowles y Simpson, y siguieron cayendo a lo largo de 2011, hasta alcanzar mínimos históricos.
Vale la pena apuntar otras tres cuestiones. Primero, a principios de 2011, los alarmistas tenían una excusa favorita para explicar la evidente contradicción entre sus funestas alertas de catástrofe inminente y la persistencia de las tasas de interés bajas: la Reserva Federal, decían, estaba manteniendo las tasas en un nivel artificialmente bajo gracias a que compraba deuda con su programa de «flexibilización cuantitativa». Las tasas se dispararían, continuaba, cuando este programa concluyera, en junio. No lo hicieron.
En segundo lugar, los predicadores de la crisis de deuda inminente defendieron como demostración de su acierto, en agosto de 2011, que la agencia Standard amp;Poor’s rebajara la calificación del gobierno de Estados Unidos, que perdió su condición AAA. Muchas voces se pronunciaron para decir: «El mercado ha hablado». Pero no era el mercado el que había hablado, sino una simple agencia de calificación; una de las empresas que, como sus iguales, había concedido la calificación AAA a muchos instrumentos financieros que terminaron convertidos en basura tóxica. Y en cuanto a la reacción del verdadero mercado a la degradación de S amp;P… se quedó en nada. Si acaso, los costes de endeudamiento de Estados Unidos se redujeron aún más. Esto, por cierto, tal como he apuntado en el capítulo 8, no supone ninguna sorpresa para los economistas que habían estudiado la experiencia de Japón: tanto S amp;P como su competidora Moody’s rebajaron la calificación de Japón en 2002, en una época en la que la situación de la economía japonesa se asemejaba a la de Estados Unidos en 2011. Y la rebaja no tuvo ni la más mínima consecuencia.
Y, por último, incluso si uno se tomaba en serio la advertencia sobre una inminente crisis de la deuda, eso no comportaba que una inmediata austeridad fiscal —recorte de gastos y subida de impuestos en el contexto de una economía muy deprimida— pudiera ayudar a capear esa supuesta crisis. Depende de la situación. Por un lado, está recortar gastos y elevar impuestos cuando la economía se halla relativamente próxima al pleno empleo y el banco central está aumentando los tipos para evitar el riesgo de inflación. En esa circunstancia, el recorte de gastos no tiene por qué deprimir la economía, dado que el banco central puede compensar el efecto negativo con una rebaja (o, al menos, el mantenimiento) de las tasas de interés. Ahora bien, en una situación de profunda depresión económica, y cuando las tasas de interés ya rondan el cero, los recortes de gastos no se pueden compensar. Por lo tanto, contribuyen a deprimir más la economía; y esto hace que disminuyan los ingresos y que desaparezca, al menos en parte, la pretendida reducción del déficit.
Así pues, incluso si uno estuviera preocupado por una eventual pérdida de la confianza, o al menos inquieto por la perspectiva presupuestaria a largo plazo, la lógica económica parecería indicar que no es la hora de la austeridad; que debe planearse un futuro recorte del gasto e incremento de los ingresos, pero que estas medidas no deben adoptarse hasta que la economía haya recobrado fuerza.
No obstante, los «austeríacos» rechazaron esta lógica e insistieron en que era necesario emprender recortes inmediatos para restaurar la confianza; afirmaban que, cuando se hubiera restaurado esa confianza, los recortes devendrían expansivos, no contractivos. Esto, pues, nos lleva a un segundo grupo de argumentos: el debate sobre el efecto de la austeridad en el empleo y la producción de una economía deprimida.
EL HADA DE LA CONFIANZA
He abierto este capítulo con unas observaciones de Jean-Claude Trichet, presidente del Banco Central Europeo hasta el otoño de 2011, que compendian la doctrina notoriamente optimista —y notoriamente absurda— que se apoderó de los pasillos del poder en 2010. Esta doctrina aceptaba la idea de que el efecto directo de recortar el gasto gubernamental es reducir la demanda, lo que, mientras el resto de circunstancias no se alterasen, comportaría un bajón económico y un alza del desempleo. Pero la «confianza» —según insistía en decir gente como Trichet— compensaría de sobras este efecto negativo.
Hace un tiempo, di en calificar esta doctrina de fe en «el hada de la confianza», un sintagma que parece haber hecho fortuna. Pero ¿de qué se trataba? ¿Cabe la posibilidad de que reducir el gasto del gobierno pueda servir en efecto para incrementar la demanda? Pues sí, es posible. De hecho, hay dos canales a través de los cuales el recorte del gasto, en principio, provocaría un alza de la demanda: si se reducen las tasas de interés o se induce a la gente a confiar en que las tasas futuras serán más bajas que las de hoy.
Así es como funciona el canal de la tasa de interés: los inversores, impresionados por el empeño con el que un gobierno reduciría su déficit presupuestario, revisarían a la baja su expectativa sobre el futuro endeudamiento gubernamental y, por lo tanto, también sobre el nivel futuro de las tasas de interés. Como las tasas de interés a largo plazo del presente reflejan las expectativas sobre las tasas futuras, esta perspectiva de un endeudamiento futuro inferior podría comportar un descenso inmediato de los tipos. Y estos tipos más bajos podrían provocar un aumento inmediato de la inversión.
Alternativamente, la austeridad también podría impresionar a los consumidores: estos se fijarían en el entusiasmo con el que el gobierno emprende los recortes y concluirían que los impuestos futuros no serían tan elevados como anteriormente esperaban que fuesen. Y esta confianza en una menor carga impositiva les haría sentirse más ricos y gastar más, de nuevo, de manera inmediata.
La pregunta, pues, no era si resultaba posible que la austeridad tuviera el efecto de expandir la economía a través de estos canales; era la de si resultaba en absoluto verosímil creer que los efectos favorables (ya fuese mediante la tasa de interés o la expectativa de futuros impuestos) sirvieran para compensar el efecto depresor directo de una rebaja del gasto gubernamental; particularmente, en las circunstancias actuales.
A mí, como a muchos otros economistas, la respuesta nos parecía clara: la austeridad expansiva era muy poco verosímil en general, y menos aún si se tomaba en cuenta el estado del mundo en 2010 (que no es distinto del actual). Por decirlo una vez más, la clave es que, para justificar afirmaciones como las declaradas por Jean-Claude Trichet a La Repubblica no basta con que los efectos relacionados con la confianza se den, sino que además deben darse con la fuerza suficiente para compensar y superar el efecto directo y negativo de la austeridad en el tiempo actual. Esto era difícil de imaginar para el canal de la tasa de interés, dado que las tasas ya eran muy bajas al comenzar 2010 (y son aún más bajas en el momento de escribir estas palabras). Y en cuanto al efecto que tendría la expectativa de la futura carga impositiva, ¿a cuánta gente conoce usted que decida hoy cuánto puede gastar este año a partir del cálculo de lo que las decisiones fiscales supondrán para sus impuestos a 5 o 10 años vista?
No importa, dicen los «austeríacos»: hay pruebas empíricas claras que apoyan nuestras exigencias. Y a continuación, narraban un cuento.
Una década antes de la crisis, allá por 1998, Alberto Alesina, economista de Harvard, había publicado un documento titulado «Cuentos de ajustes fiscales», un estudio de países que habían emprendido medidas para reducir sus grandes déficits presupuestarios. En este estudio, Alesina defendía que la confianza surtía un efecto muy poderoso, tan poderoso que, en muchos casos, de hecho la austeridad había dado pie a la expansión económica. Era una conclusión llamativa, pero que en aquel momento no atrajo tanto interés —ni tanto análisis crítico— como cabría haber esperado. En 1998, aún había entre los economistas un consenso general al respecto de que la Reserva Federal y otros bancos centrales siempre podrían hacer lo que fuera preciso para estabilizar la economía; en consecuencia, los efectos de la política fiscal no parecían de gran importancia, ni en un sentido ni en otro.
La situación era muy distinta, por descontado, en 2010. La cuestión de si debía aportarse más estímulo o bien apostar por la austeridad había pasado a ocupar el centro de los debates sobre política económica. Los partidarios de la austeridad se adueñaron de la afirmación de Alesina, así como de un nuevo artículo, coescrito con Silvia Ardagna, que pretendía identificar «cambios significativos en la política fiscal» entre una gran variedad de países y períodos históricos, y afirmaba haber hallado muchos ejemplos de austeridad expansiva.
De paso se pretendía respaldar estas tesis con una referencia a casos históricos. Se decía: fíjense en la Irlanda de finales de los años ochenta, o la Canadá de mediados de los noventa, o este o aquel otro caso. Estos países habían rebajado radicalmente sus déficits presupuestarios y sus economías no entraban en declive, sino que prosperaban.
En tiempos normales, la investigación académica más reciente interpreta un papel muy poco relevante en los debates reales sobre qué política seguir. Y probablemente, está bien que sea así: en el calor del momento político, ¿cuántos gestores están verdaderamente pertrechados para evaluar la calidad del análisis estadístico de un catedrático? Es preferible dejar que pase el tiempo para que el proceso habitual de estudio y examen académico cribe lo sólido y descarte lo prescindible. Pero las ideas de Alesina-Ardagna fueron adoptadas de inmediato y enarboladas como bandera por gestores de las políticas y por paladines de todo el mundo. Fue un caso desafortunado, porque, en la práctica, ni los resultados estadísticos ni los ejemplos históricos que en teoría demostraban la existencia de la austeridad expansiva se sostuvieron en pie en cuanto la gente comenzó a inspeccionarlos con atención.
Y ¿por qué no se sostuvieron? Hubo dos razones principales: el problema de la falsa correlación y el hecho de que las políticas fiscales no suelen ser el único juego disponible en la ciudad… pero ahora sí lo son.
Sobre el primer punto, tomemos el ejemplo del gran avance de Estados Unidos a finales de los años noventa, cuando pasó del déficit presupuestario al superávit. Este paso se relaciona con una economía floreciente, por lo que ¿valdría como prueba de la austeridad expansiva? No, no sirve, pues tanto la explosión económica como el descenso del déficit son, en gran medida, reflejo de un tercer factor: la explosión y la burbuja tecnológicas, que contribuyeron a impulsar la economía hacia delante, pero también dispararon los precios bursátiles, lo que a su vez se tradujo en mayores ingresos fiscales. Hay relación entre la reducción del déficit y la fortaleza de la economía, pero no era causal.
Bien, Alesina y Ardagna corrigieron una fuente de correlación espuria, la tasa de desempleo; pero como se observó con prontitud al analizar el documento, no era suficiente. Los episodios aportados tanto de austeridad fiscal como de estímulo fiscal no se correspondían de forma clara con los acontecimientos reales de las decisiones sobre políticas: por ejemplo, no se refleja ni el gran esfuerzo de estímulo de Japón en 1995 ni su brusco giro a la austeridad en 1997.
El año pasado, investigadores del FMI intentaron lidiar con este problema empleando información directa sobre los cambios de política para identificar episodios de austeridad fiscal. Lo que hallaron fue que la austeridad fiscal deprime la economía, más que expandirla.
Pero incluso desde esta perspectiva se tiene demasiado poco en cuenta hasta qué punto nuestro mundo actual es en verdad «key-nesiano». ¿Por qué? Porque, habitualmente, los gobiernos pueden tomar iniciativas para compensar los efectos de la austeridad presupuestaria —en particular, recortar las tasas de interés o devaluar su moneda— de las que, en la depresión actual, no pueden disponer las economías con más dificultades.
Veamos otro ejemplo, el de Canadá a mediados de los años noventa, que redujo nítidamente su presupuesto a la vez que mantenía una fuerte expansión económica. Cuando el actual gobierno de Gran Bretaña llegó al poder, sus funcionarios solían apelar al caso canadiense para justificar su confianza en que las políticas de austeridad no causarían una ralentización brusca de la economía. Pero si uno examina qué estaba ocurriendo en Canadá en aquella época, lo primero que salta a la vista es que las tasas de interés cayeron radicalmente; y esto es algo imposible en la Gran Bretaña contemporánea, porque los tipos ya son muy bajos. Y también salta a la vista que Canadá pudo incrementar claramente sus exportaciones a un vecino de economía floreciente, Estados Unidos, gracias en parte a una fuerte reducción del valor del dólar canadiense. De nuevo, esta era una medida imposible para la Gran Bretaña actual, porque sus vecinos —la zona euro— se hallan muy lejos de la prosperidad; y la debilidad económica de la zona euro hace que su moneda también se mantenga débil.
Podría continuar con esto, pero probablemente ya he ido muy lejos. La idea clave es que el bombo y platillo con el que se recibieron las supuestas pruebas de la austeridad expansiva fue del todo desproporcionado, en comparación con la fiabilidad de esas pruebas. De hecho, la tesis de la austeridad expansiva se hundió con rapidez en cuanto empezó a ser sometida a un examen serio. Es difícil no concluir de todo ello que, si la élite gestora de las políticas económicas recibió con tanto alborozo las supuestas lecciones de historia de Alesina y Ardagna, sin molestarse en verificar la solidez de sus pruebas, fue porque estos estudios decían a los miembros de la élite lo que estos ansiaban oír.
Pero ¿por qué querían oír eso? Buena pregunta. Pero antes, hablemos de cómo está funcionando un gran experimento de austeridad.
EL EXPERIMENTO BRITÁNICO
En su mayor parte, los países que están adoptando las políticas más duras de austeridad, aun a pesar de tener un desempleo elevado, lo han hecho bajo presión. Grecia, Irlanda, España y demás se encontraron sin capacidad de refinanciar su deuda y se vieron obligadas a recortar el gasto y subir los impuestos para satisfacer a Alemania y otros gobiernos que les proporcionaban préstamos de emergencia. Pero ha habido un caso dramático de un gobierno que se ha embarcado en una austeridad voluntaria porque tenía fe en el hada de la confianza: el gobierno británico del primer ministro David Cameron.
Que Cameron optara por la línea dura representó hasta cierto punto una sorpresa política. Sin duda, el partido conservador había estado predicando el evangelio de la austeridad antes de las elecciones británicas de 2010. Pero solo pudo formar gobierno mediante una alianza con los liberal-demócratas, que uno habría esperado que actuaran como moderadores. Sin embargo, los libdem se dejaron llevar por el celo de los tories: al poco tiempo de jurar el cargo, Cameron anunció un programa de recorte radical del gasto. Y como Gran Bretaña, a diferencia de Estados Unidos, no tiene un sistema en el que una minoría determinada pueda entorpecer políticas dictadas desde lo alto, el programa de austeridad se ha llevado a la práctica.
Las políticas de Cameron se basaban, decididamente, en la inquietud por la confianza. Al anunciar su primer presupuesto en el cargo, George Osborne, ministro de Hacienda del país, declaró que si no recortaba el gasto Gran Bretaña se enfrentaría a
tasas de interés más elevadas, más cierres de empresas, fuertes incrementos del desempleo y, potencialmente, incluso una catastrófica pérdida de confianza y el final de la recuperación. No podemos permitir que ocurra algo así. Este presupuesto es necesario para lidiar con las deudas de nuestro país. Este presupuesto es necesario para dar confianza a nuestra economía. Es el presupuesto inevitable.
En Estados Unidos, las políticas de Cameron fueron recibidas con elogios tanto por los conservadores como por los que se hacían llamar centristas. Por ejemplo, en el Washington Post, David Broder exultaba: «Cameron y sus socios de coalición han dado un paso adelante con valentía y han descartado las advertencias de los economistas, según las cuales esta medicina brusca y potente podría cortar la recuperación económica de Gran Bretaña y devolver el país a la recesión».
Así pues, ¿cómo están yendo las cosas?
Bien, las tasas de interés de Gran Bretaña han seguido siendo bajas; pero también lo hicieron los tipos en Estados Unidos y Japón, que tienen niveles de endeudamiento más elevado pero no han hecho giros radicales hacia la austeridad. Básicamente, los inversores parecen no sentir inquietud al respecto de ningún país avanzado con un gobierno estable y moneda propia.
¿Y el hada de la confianza? Los consumidores y las empresas ¿confían más, ahora que Gran Bretaña se ha pasado a la austeridad? Muy al contrario, la confianza empresarial cayó a niveles que no se habían visto desde lo peor de la crisis financiera; y la confianza de los consumidores cayó incluso por debajo de la constatada en 2008-2009.
El resultado es una economía que permanece sumida en la depresión. Según señaló en unos cálculos asombrosos el centro de análisis británico Instituto Nacional de Investigación Económica y Social, en cierto sentido muy real Gran Bretaña lo está pasando peor en la recesión actual que en la Gran Depresión: al cuarto año de iniciarse la Gran Depresión, el PIB británico había recobrado su pico anterior; pero en esta ocasión, todavía se halla muy por debajo del nivel que tenía a principios de 2008.
Y, en el momento de escribir esto, Gran Bretaña parecía estar entrando en una nueva recesión.
Difícilmente cabría imaginar una demostración más clara de que los «austeríacos» se equivocaban. Pero mientras redacto estas líneas, Cameron y Osborne mantienen una firme determinación de no cambiar el rumbo.
El aspecto positivo de las circunstancias británicas es que el Banco de Inglaterra —el banco central equivalente a nuestra Reserva Federal— ha continuado haciendo cuanto podía para mitigar la recesión. Y merece elogios especiales por hacerlo así, dado que no han sido pocas las voces que exigían no solo la austeridad fiscal, sino también tasas de interés más elevadas.
LA LABOR DE LAS DEPRESIONES
El deseo «austeríaco» de dar un tijeretazo al gasto gubernamental y reducir los déficits aun en el contexto de una economía deprimida quizá sea obstinado; personalmente, diría más aún, que es profundamente destructivo. Sin embargo, no es muy difícil de entender, dado que los déficits sostenidos pueden suponer un problema real. La petición de aumento de las tasas de interés ya resulta más difícil de comprender. Por mi parte, quedé asombrado cuando la OCDE pidió un aumento de los tipos en mayo de 2010; y no ha dejado de parecerme un llamamiento tan notable como extraño.
¿Por qué subir los tipos cuando la economía vive una profunda depresión y parece haber poco riesgo de inflación? Las explicaciones no han cesado de cambiar.
Si volvemos a 2010, cuando la OCDE pidió un fuerte incremento de los tipos, tomó una decisión extraña: contradijo su propia predicción económica. Esta predicción, basada en sus modelos, advertía que en los años posteriores habría poca inflación y mucho desempleo. Pero los mercados financieros, que en aquel momento eran más optimistas (aunque posteriormente cambiaron de opinión), estaban prediciendo implícitamente cierto incremento de la inflación. Las tasas de inflación predichas seguían siendo bajas, en comparación con los valores históricos; pero la OCDE se aferró al aumento de la inflación predicha para justificar una política monetaria más restrictiva.
En la primavera de 2011, un aumento en los precios de los productos básicos produjo un aumento de la inflación real; y el Banco Central Europeo citó este incremento como razón para elevar las tasas de interés. Esto puede parecer razonable, pero hay dos salvedades. Primero, al examinar los datos, era muy evidente que se trataba de un hecho temporal, debido a sucesos extraeuropeos; que había habido pocos cambios en la inflación subyacente y que era probable que el ascenso de la inflación general se corrigiera en el futuro próximo (como en efecto ocurrió). En segundo lugar, el BCE ya tuvo una famosa reacción excesiva a un repunte de la inflación, en 2008, que también dependía solo de los productos básicos; y elevó las tasas de interés justo cuando la economía mundial estaba hundiéndose en la recesión. Claro, podemos descartar que, unos pocos años después, cometiera exactamente el mismo error… Solo que lo hizo.
¿Por qué el Banco Central Europeo recaía tan resueltamente en un error? La respuesta, según sospecho, es que en el mundo de las finanzas había un disgusto general hacia las tasas de interés bajas, que no tenía nada que ver con el temor a la inflación; el temor a la inflación se invocó, en gran medida, para respaldar este deseo preexistente de ver subir las tasas de interés.
¿Por qué alguien querría elevar los tipos a pesar del alto desempleo y la baja inflación? Bien, hubo unos pocos intentos de proporcionar una argumentación al respecto, pero, en el mejor de los casos, cabe calificarlos de confusos.
Por ejemplo, Raghuram Rajan, de la Universidad de Chicago, publicó un artículo en el Financial Times bajo el titular: «Bernanke debe cerrar la era de los tipos ultrabajos». En él, advertía de que las tasas reducidas podrían provocar «actitudes arriesgadas y una inflación del precio de los activos»; lo cual no deja de ser una inquietud extraña, dado el problema claro y actual del desempleo masivo. Pero también argumentaba que el desempleo no era de una clase tal que pudiera resolverse con una demanda más elevada —argumento que analicé y, espero, rebatí en el capítulo 2—; y continuaba diciendo:
En resumidas cuentas, la actual recuperación del desempleo sugiere que Estados Unidos tiene que emprender profundas reformas estructurales para mejorar su faceta de la oferta. La calidad de su sector financiero, en su infraestructura física tanto como en su capital humano, requiere actualizaciones importantes y políticamente difíciles. Si este es nuestro objetivo, es imprudente intentar reavivar los modelos de la demanda previa a la recesión y, con ello, seguir las mismas políticas monetarias que condujeron al desastre.
La idea de que las tasas de interés suficientemente bajas para favorecer el pleno empleo actuarían, sin embargo, como obstáculo del ajuste económico parece extraña; pero también nos sonaba familiar a los que hemos estudiado el denodado esfuerzo de los economistas por comprender la Gran Depresión. En particular, el análisis de Rajan se asemeja mucho a un infame pasaje de Joseph Schumpeter, en el que este advertía en contra de cualquier política de intervención que pudiera impedir que se cumpliera la «labor de las depresiones».
En todos los casos, y no solo en los dos que hemos analizado, la recuperación se produjo por sí sola. Esta es la verdad que hay, sin duda, en la conversación sobre el poder de recuperación de nuestro sistema industrial. Pero esto no es todo: nuestro análisis nos lleva a creer que la recuperación solo es firme si se produce por sí sola. Pues todo resurgimiento que se deba meramente a un estímulo artificial deja sin realizar parte de la labor de las depresiones y añade, al residuo indigerido del desajuste, un nuevo desajuste propio que habrá que resolver a su vez, con lo cual amenaza a las empresas con otra crisis futura. Particularmente, nuestro relato proporciona una presunción contra las medidas de saneamiento que funcionan mediante el dinero y el crédito. Pues el problema, fundamentalmente, no está en el dinero y el crédito, y las políticas de esta clase son especialmente dadas a sostener y acrecentar los desajustes y producir problemas adicionales en el futuro.
Cuando estudié Económicas, afirmaciones como la de Schum-peter se describían como características de la escuela «liquidacio-nista», que, básicamente, aseveraba que el sufrimiento que se vive durante una depresión es bueno y natural, y no debe hacerse nada para aliviarlo. Y el liquidacionismo, nos decían, ha sido rebatido meridianamente por los hechos. Ya no digamos Keynes: hasta Milton Friedman emprendió una cruzada contra esta clase de pensamiento.
Sin embargo, en 2010, de pronto recuperaron un lugar preponderante argumentos liquidacionistas en nada distintos a los de Schumpeter (o Hayek). Los escritos de Rajan son la afirmación más explícita del nuevo liquidacionismo, pero he oído argumentos similares de boca de numerosos funcionarios financieros. No se aportaron pruebas ni un razonamiento detallado que justificara por qué había que rescatar esta doctrina del mundo de los muertos. ¿A qué tan repentino atractivo?
En este punto, creo que debemos volver la vista a la cuestión de los motivos. ¿Por qué la doctrina «austeríaca» ha sido tan atractiva para la «gente muy seria»?
PORQUÉS
En un pasaje temprano de su magistral Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, John Maynard Keynes hacía conjeturas sobre por qué la creencia en que la economía nunca podía sufrir una demanda inadecuada, y el corolario de que era erróneo que los gobiernos se esforzaran por incrementar la demanda —lo que denominaba teoría económica «ricardiana», por el economista de principios del siglo xix David Ricardo—, había dominado la opinión respetable durante tanto tiempo. Sus cavilaciones son tan agudas y contundentes hoy como en el momento en que fueron escritas:
El carácter absoluto de la victoria ricardiana posee matices curiosos y misteriosos. Tiene que haberse debido a un conjunto de idoneidades entre la doctrina y el entorno en el que se proyectó. Que llegara a conclusiones muy distintas de las que esperaría una persona corriente, sin formación específica, supongo que favoreció su prestigio intelectual. Que su lección, al traducirse a la práctica, fuera austera y a menudo de difícil digestión le aportaba virtud. Que se la adaptara para soportar una superestructura lógica vasta y coherente le otorgaba verdad. Que pudiera explicar tanta injusticia social y crueldad aparente como un incidente inevitable en el orden del progreso, y que pudiera predecirse que el intento de cambiar tales cosas causaría más daño que beneficio, la hacía atractiva para la autoridad. Que aportara cierta justificación a la libre actividad del capitalista individual le atrajo el apoyo de la fuerza social dominante que hay detrás de la autoridad.
Ciertamente. Y el pasaje donde afirma que la doctrina económica que exige austeridad sirve para justificar también la injusticia social y, más en general, la crueldad, y esto la hace atractiva a la autoridad, suena especialmente acertado.
Podríamos añadir el punto de vista de otro economista del siglo xx, Michal Kalecki, que en 1943 escribió un perspicaz ensayo sobre la importancia que tiene el llamado a la «confianza» para los jefes económicos. En la medida en que no se puede restaurar el pleno empleo sin, de algún modo, restaurar la confianza empresarial —señalaba Kalecki—, los grupos de presión empresariales tienen, de hecho, poder de veto sobre las acciones del gobierno. Si este propone algo que les disgusta —como por ejemplo elevar impuestos o aumentar el poder de negociación de los trabajadores—, aquellos pueden proclamar funestas advertencias sobre el modo en que ello reducirá la confianza y hundirá el país en la depresión. Pero si se despliega una política fiscal y monetaria para combatir el desempleo, de pronto la confianza empresarial deja de ser imprescindible y se reduce mucho la necesidad de satisfacer las inquietudes de los capitalistas.
Déjenme añadir otra vía de explicación. Si uno mira qué quieren los «austeríacos» —una política fiscal centrada en el déficit, antes que en la creación de empleo, una política monetaria que combata obsesivamente hasta el mínimo signo de inflación y que eleve las tasas de interés incluso frente a un desempleo muy elevado—, todo ello, de hecho, sirve a los intereses de los creditores: de los que prestan dinero, por oposición a los intereses de quienes lo toman prestado o trabajan para vivir. Los creditores quieren que los gobiernos conviertan la devolución de la deuda en su máxima prioridad; y se oponen a toda acción de la faceta monetaria que, o bien prive de rendimientos a los banqueros al mantener los tipos bajos, o bien erosione el valor de los títulos de crédito mediante la inflación.
Por último, está la tenaz insistencia en convertir la crisis económica en una obra moral, un cuento en el que la depresión es una consecuencia necesaria de los pecados precedentes, que no se debe aliviar. El gasto deficitario y las tasas de interés bajas le parecen un error a mucha gente, simplemente, y quizá más aún a los banqueros centrales y otros personajes destacados de las finanzas, cuyo sentido del valor propio está estrechamente vinculado a la idea de ser los adultos que dicen «no».
El problema es que, en la situación actual, insistir en la perpetuación del sufrimiento no es la iniciativa madura y adulta que uno debe adoptar, sino que resulta a un tiempo infantil (si juzgamos las políticas por cómo se reciben, no por lo que hacen) y destructiva.
Así pues, concretamente, ¿qué deberíamos hacer? Y ¿cómo podemos lograr un cambio de rumbo? De estos temas me ocuparé en el resto del presente libro.