La macroeconomía nació como campo propio en los años cuarenta del siglo xx, como parte de la respuesta intelectual a la Gran Depresión. El término aludía entonces al cuerpo de conocimientos y experiencias que, según esperábamos, impediría que se repitiera el desastre económico. En esta conferencia, lo que defenderé es que la macroeconomía ha tenido éxito, en su sentido original: el problema central sus aspectos prácticos, y de hecho lleva ya muchas décadas resuelto.
ROBERT LUCAS, discurso presidencial ante la American Economic Association, 2003
Dado lo que sabemos hoy, la confianza con la que Robert Lucas afirmó que las depresiones eran cosa del pasado suena pero que muy mucho a unas famosas últimas palabras. En realidad, a muchos de nosotros ya nos sonaron así en aquel momento; las crisis financieras asiáticas de 1997-1998 y los problemas persistentes de Japón se parecían mucho a lo que había ocurrido en los años treinta y ponían claramente en duda que las cosas estuvieran, como se decía, bajo control. Ni de lejos. Por mi parte escribí un libro sobre aquellas dudas, El retorno de la economía de la depresión, cuya edición original era de 1999; y publiqué una edición revisada en 2008, cuando todas mis pesadillas se hicieron realidad [4].
Sin embargo Lucas, un premio Nobel que fue figura imponente, casi dominante, en la macroeconomía durante buena parte de los años setenta y ochenta, no se equivocaba al decir que los economistas habían aprendido mucho desde los años treinta. Y es que hacia, pongamos, 1970, la profesión ya sabía lo suficiente para impedir que se repitiera algo que recordara a la Gran Depresión.
Pero entonces, buena parte de los economistas se dedicaron a olvidar lo que habían aprendido.
Mientras intentamos lidiar con la depresión en la que nos vemos, ha sido angustiante ver hasta qué punto los economistas han sido parte del problema, no de la solución. Fueron muchos (aunque no todos) los economistas punteros que defendieron la desregulación financiera aun a pesar de que hacía a la economía aún más vulnerable a las crisis. Y luego, cuando estalló la crisis, fueron demasiados los economistas famosos que cargaron, con tanta ferocidad como ignorancia, contra cualquier clase de respuesta eficaz. Me resulta triste reconocer que uno de los que aportaron argumentos a la vez necios y destructivos fue el mismo Robert Lucas.
Hace unos tres años, cuando me di cuenta de que la profesión estaba fallando en su hora de la verdad, acuñé un sintagma para lo que veía: una «edad oscura de la macroeconomía». Pretendía decir con ello que nuestra situación era diferente a la de los años treinta, cuando nadie sabía cómo pensar en la depresión e hizo falta un pensamiento económico innovador para hallar una salida. Aquella etapa fue, si se quiere, la Edad de Piedra de la teoría económica, cuando aún no se habían descubierto las artes de la civilización.
Pero en 2009, el arte civilizado se había descubierto… y después perdido. El campo estaba ocupado de nuevo por los bárbaros.
¿Cómo pudo suceder esto? Según creo, fue una mezcla de política y de cierta sociología académica irracional.
LA FOBIA A KEYNES
En 2008 nos hallamos viviendo, de golpe, en un mundo keyne-siano; es decir, un mundo que tenía muchos de los rasgos sobre los que se había centrado John Maynard Keynes en su magna obra de 1936, Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero [5]. Con ello quiero decir que nos encontramos en un mundo cuyo problema económico crucial era la falta de demanda, y en el que las soluciones tecnocráticas, con su cortedad de miras —como el recorte en el objetivo del tipo de interés de la Reserva Federal—, eran inadecuadas para la situación. Para responder con eficacia a la crisis, necesitábamos una política gubernamental más activa, en forma tanto de gasto temporal en apoyo del empleo como de esfuerzos por reducir los excesos pendientes de la deuda hipotecaria.
Cabría pensar que estas soluciones aún pueden considerarse tecnocráticas y separarse de la cuestión más general de la distribución de los ingresos. El propio Keynes describió su teoría como «de implicaciones moderadamente conservadoras», coherente con una economía dirigida sobre los principios de la empresa privada. Desde el principio, sin embargo, los conservadores políticos —especialmente, los más dedicados a defender la posición de los ricos— se opusieron con ferocidad a las ideas keynesianas.
Y esa ferocidad es literal. Suele atribuirse al manual de Economía de Paul Samuelson, cuya primera edición vio la luz en 1948, la introducción de la economía keynesiana en los centros universitarios estadounidenses. Pero en realidad Samuelson fue el segundo. Un libro previo, del economista canadiense Lorie Tarshis, fue anulado con eficacia por la oposición de derechas, incluida una campaña organizada que logró que muchas universidades rechazaran el texto. Más adelante, en su God and Man at Yale, el conservador William F. Buckley dirigiría buena parte de su ira contra la universidad, por haber permitido la enseñanza de la economía keynesiana.
Y esta tradición ha continuado a lo largo de los años. En 2005, la revista de derechas Human Events seleccionó la Teoría general como uno de los diez libros más perniciosos de los siglos xix y xx, en compañía de obras como Mi lucha y El capital.
¿Por qué tanta animosidad contra un libro de mensaje «moderadamente conservador»? Parte de la respuesta parece ser que, aunque la intervención gubernamental que solicita la economía keynesiana es modesta y específica, los conservadores lo han visto siempre como el paso previo al abismo: si concedemos que el gobierno puede desempeñar una labor útil en la lucha contra las depresiones, antes de que nos demos cuenta estaremos viviendo bajo un régimen socialista. Cierta retórica, casi universal en la derecha —incluidos economistas que sin duda deberían ser más despiertos—, mezcla a Keynes con la planificación central y una redistribución radical; ello a pesar de que el propio Keynes lo negó expresamente, por ejemplo al afirmar que «hay valiosas actividades humanas que, para que puedan fructificar con plenitud, requieren la motivación del beneficio material y un entorno de propiedad privada de la riqueza».
También está el motivo apuntado por Michal Kalecki, coetáneo de Keynes (quien, para que conste, era en efecto socialista), en un clásico ensayo de 1943:
Antes de aceptar la intervención del gobierno en la cuestión del empleo, debemos resolver la reticencia de los «capitanes de la industria». Toda ampliación de la actividad estatal despierta el recelo de los empresarios, pero la creación de empleo a partir del gasto gubernamental tiene un aspecto que hace que la oposición resulte particularmente intensa. En un sistema de laissez-faire, el nivel de empleo depende, en gran medida, de lo que se conoce como «estado de confianza». Si este se deteriora, la inversión privada se reduce, lo que comporta una caída de la producción y el empleo (tanto directamente como por medio del efecto secundario de la caída de ingresos derivados del consumo y la inversión). Esto otorga a los capitalistas un poderoso control indirecto sobre la política gubernamental: se debe poner todo el cuidado en evitar cuanto pueda alterar el estado de confianza, pues lo contrario causaría una crisis económica. Pero cuando el gobierno aprende el truco de incrementar el empleo mediante sus propias adquisiciones, este poderoso mecanismo de control pierde su eficacia. Por eso los déficits presupuestarios necesarios para llevar a cabo la intervención gubernamental deben considerarse peligrosos. La función social de la doctrina de la «prudencia financiera» consiste en lograr que el nivel de empleo dependa del estado de confianza.
Esto me sonó bastante extremo, la primera vez que lo leí, pero ahora me parece incluso demasiado plausible. Estos días, el argumento de la «confianza» se repite una y otra vez. Por ejemplo, así es como Mort Zuckerman, magnate del sector inmobiliario y de los medios de comunicación, terminaba una columna de opinión en el Financial Times, destinada a disuadir al presidente Obama de actuar en alguna línea populista:
La creciente tensión entre el gobierno de Obama y los empresarios es causa de una inquietud nacional. El presidente ha perdido la confianza de los empleadores, cuya preocupación por los impuestos y el incremento de costes de la nueva regulación está frenando las inversiones y el empleo. El gobierno debe comprender que esta confianza es un imperativo para que la empresa invierta, asuma riesgos y devuelva al trabajo productivo a los millones de desempleados.
Nunca ha habido, ni en realidad hay, prueba alguna de que la «preocupación por los impuestos y el incremento de costes de la nueva regulación» estén «frenando» la economía. Ahora bien, Ka-lecki tenía claro que los argumentos de su índole caerían en saco roto si había una aceptación pública y generalizada de la idea de que la política keynesiana podía crear empleo. Por eso existe una animosidad especial contra cualquier política gubernamental de creación directa de empleo, por encima y además del muy difundido temor a que las ideas keynesianas pudieran legitimar la intervención gubernamental en general.
Si juntamos todos estos motivos, el lector podrá ver fácilmente por qué los autores y las instituciones con lazos próximos a la capa superior de la distribución de los ingresos han sido siempre hostiles a las ideas keynesianas. Esto no ha cambiado en los 75 años que han pasado desde que Keynes escribió su Teoría general. Lo que sí ha cambiado, sin embargo, es la riqueza —y, por lo tanto, la influencia— de esa capa superior. En nuestros días, los conservadores se han movido a posiciones situadas aún más a la derecha incluso que las de un Milton Friedman, quien al menos concedía que la política monetaria podía ser un mecanismo eficaz en la estabilización de la economía. Hay ideas que hace 40 años eran marginales en política y que hoy en día son parte de las ideas heredadas por uno de nuestros dos principales partidos políticos.
Un tema aún más espinoso es hasta qué punto los intereses creados del 1 por 100 (o mejor aún, del 0,1 por 100) han coloreado los estudios de los economistas académicos. Pero no cabe duda de que esa influencia ha debido de tener su peso: aunque no fuera más, las preferencias de quienes hacen donaciones a las universidades, la disponibilidad de jugosas becas de investigación y lucrativos contratos de asesoría, etc., sin duda impulsó a la profesión no solo a alejarse de las ideas keynesianas, sino a olvidar mucho de lo que se había aprendido en los años treinta y cuarenta.
Sin embargo, esta influencia de los ricos no habría llegado tan lejos de no haber contado con la ayuda de cierta sociología académica irracional, que logró que conceptos esencialmente absurdos pasaran a ser dogmas de fe en el análisis tanto de las finanzas como de la macroeconomía.
EXCEPCIONES NOTABLEMENTE RARAS
En la década de los treinta, por razones evidentes, los mercados financieros no eran objeto de mucho respeto. Keynes los comparó con
aquellos concursos de la prensa en los que los competidores deben elegir las seis caras más bellas entre un centenar de fotografías y el premio corresponde al concursante cuya elección se corresponda más con las preferencias medias del conjunto de concursantes; de modo que cada competidor debe elegir no las caras que a él le parezcan mejores, sino las que cree que es más probable que atraigan a los demás concursantes.
Y Keynes consideraba una muy mala idea dejar que tales mercados, en los que los especuladores pasaban el tiempo persiguiéndose las estelas entre sí, dictaran decisiones económicas de importancia: «Cuando el desarrollo del capital de un país se convierte en el producto secundario de las actividades de un casino, es probable que el trabajo se haga mal».
Hacia 1970, o así, sin embargo, el estudio de los mercados financieros parecía haber sido conquistado por el voltaireano Dr. Pangloss, que insistía en que vivimos en el mejor de los mundos posibles. En el discurso académico habían desaparecido casi por entero los análisis de la irracionalidad de las inversiones, de las burbujas, de la especulación destructiva. El campo estaba dominado por la «hipótesis del mercado eficiente», defendida por Eugene Fama, de la Universidad de Chicago, que sostiene que los mercados financieros valoran los activos en su valor intrínseco exacto dada toda la información públicamente disponible. (El precio de las acciones de una sociedad, por ejemplo, siempre refleja con precisión el valor de la compañía dada la información disponible en los ingresos de esta, sus perspectivas de negocio, etc.) Y en los años ochenta, los economistas financieros, especialmente Michael Jen-sen, de la Escuela de Negocios de Harvard, postulaban que como los mercados financieros siempre aciertan en los precios, lo mejor que pueden hacer los jefes de una corporación —no por sí mismos, sino por el bien de la economía— es maximizar el precio de sus acciones. En otras palabras, los economistas financieros creían que deberíamos poner el desarrollo del capital nacional en manos de lo que Keynes había denominado un «casino».
Es difícil argumentar que esta transformación de la profesión respondiera al impulso de los hechos. Sin duda, el recuerdo de 1929 estaba borrándose gradualmente, pero seguía habiendo mercados alcistas, con historias muy conocidas de excesos especulad-vos, seguidos por mercados bajistas. En 1973-1974, por ejemplo, las bolsas perdieron el 48 por 100 de su valor. Y el hundimiento bursátil de 1987 —en el que el Dow cayó casi el 23 por 100 en un solo día, por ninguna razón clara— debería haber generado al menos unas pocas dudas sobre la racionalidad del mercado.
Sin embargo, estos acontecimientos, que Keynes habría considerado prueba de la falta de fiabilidad de los mercados, apenas mellaron la fuerza de una idea bonita. El modelo teórico que los economistas financieros desarrollaron al dar por sentado que todo inversor equilibra racionalmente los riesgos y las recompensas —conocido como «modelo de formación de los precios de los activos de capital» (CAPM, en sus siglas inglesas; pronúnciese cap-em)— es de una elegancia maravillosa. Y si no acepta sus premisas, también es extremadamente útil. El modelo CAPM no solo indica cómo elegir la propia cartera; lo que es aún más importante desde el punto de vista de la industria financiera, indica cómo poner precio a los derivados financieros, títulos de crédito sobre otros títulos de crédito. La elegancia y aparente utilidad de la nueva teoría comportó una cadena de premios Nobel a sus creadores y muchos de los adeptos de la teoría recibieron asimismo recompensas más mundanas: pertrechados con sus nuevos modelos y formidable pericia matemática —los usos más arcanos del modelo CAPM requieren cálculos propios de la física—, los profesores de las escuelas de negocios, con sus dulces maneras, tuvieron en sus manos convertirse en científicos estelares de Wall Street; y en efecto lo hicieron y cobraron por ello los salarios de Wall Street.
Para ser justo, los teóricos financieros no aceptaron la hipótesis del mercado eficiente solo porque fuera elegante, conveniente y lucrativa. También aportaron gran cantidad de datos estadísticos que, en un principio, parecían respaldar claramente la hipótesis. Pero los datos venían en una forma extrañamente limitada. Los economistas financieros raramente se preguntaban la cuestión obvia (no por ello fácil de responder) de si los precios de los activos tenían sentido, dados fundamentos del mundo real como las ganancias. En su lugar, tan solo preguntaban si los precios de los valores tenían sentido dados otros precios de los valores. Larry Summers, que fue el máximo asesor económico de Obama durante buena parte de sus primeros tres años, se burló en cierta ocasión de los profesores de finanzas. Lo hizo con una parábola sobre los «economistas del kétchup» que «han demostrado que las botellas de kétchup de medio se venden, invariablemente, por exactamente el doble que las botellas de a cuarto», lo cual nos permite concluir que el mercado del kétchup es de una eficiencia perfecta.
Pero ni estas burlas ni las críticas más corteses de otros economistas surtieron gran efecto. Los teóricos financieros continuaron creyendo que sus modelos eran esencialmente acertados y también lo siguieron creyendo así muchas personas que adoptaban decisiones en el mundo real. Una figura nada desdeñable, entre estas últimas, es la de Alan Greenspan, cuya negativa a dar respuesta a quienes le pedían que contuviera los préstamos subprime o frenara la burbuja inmobiliaria, cada vez más inflada, se basaba en buena medida en la creencia de que la economía financiera moderna lo tenía todo bajo control.
Bien, ahora el lector podría imaginar que la escala del desastre financiero que sacudió el mundo en 2008, así como la manera en que todos aquellos instrumentos financieros supuestamente perfeccionados se convirtieron en instrumentos del desastre, debería haber sacudido la credibilidad de la teoría del mercado eficiente. Sería una suposición equivocada.
Sin duda, tras la caída de Lehman Brothers, Greenspan declaró hallarse en un estado de «conmoción y desconfianza», puesto que «todo el edificio intelectual [se había] derrumbado». En marzo de 2011, sin embargo, había retornado a su antigua posición y solicitaba rechazar los intentos (muy modestos) de reforzar la regulación financiera en la estela de la crisis. Los mercados financieros iban perfectamente bien, según escribió en el Financial Times—. «Con excepciones notablemente raras (2008, por ejemplo), la “mano invisible” mundial nos ha proporcionado tasas de cambio relativamente estables, e igualmente tasas de interés, precios e índices salariales».
Bien, ¿a quién le importa una crisis que ha destruido la economía mundial pero no es más que una excepción? Henry Farrell, experto en ciencias políticas, respondió con rapidez en una nota de su blog, en la que invitaba a los lectores a hallar otros usos para la bonita frase de las «excepciones notablemente raras», aportando él mismo ejemplos como: «Con excepciones notablemente raras, los reactores nucleares japoneses han demostrado ser seguros en caso de terremoto».
Lo más triste es que la respuesta de Greenspan ha sido la más general. Es llamativo lo escasa que ha sido la búsqueda de otros planteamientos por parte de los teóricos financieros. Eugene Fama, padre de la hipótesis del mercado eficiente, no ha aportado motivo alguno; la crisis, según afirma, la causó la intervención gubernamental, especialmente a través de Fannie y Freddie (es decir, la Gran Mentira de la que hablé en el capítulo 4).
Es una reacción comprensible, aunque no disculpable. Pues si tanto Greenspan como Fama admitieran el grado de locura que alcanzó la teoría financiera, ello equivaldría a admitir que han pasado buena parte de su carrera caminando por un callejón sin salida. Lo mismo cabe afirmar de algunos destacados macroecono-mistas que, de un modo similar, pasaron décadas defendiendo un concepto del funcionamiento de la economía que los acontecimientos recientes han refutado con toda claridad; y por ello, han mostrado la misma escasa disposición a aceptar sus errores.
Pero esto no es todo: al defender sus errores, también han contribuido mucho a socavar la respuesta eficaz a la depresión en que nos hallamos.
SUSURROS Y RISITAS
En 1965, la revista Time citó ni más ni menos que a Milton Friedman, como si hubiera declarado que «ahora todos somos key-nesianos». Aunque Friedman intentó matizar algo la cita, era cierto: si bien Friedman era el paladín de una doctrina conocida como monetarismo, que se vendía como alternativa a Keynes, en realidad no era tan distinta, en sus bases conceptuales. De hecho, cuando en 1970 Friedman publicó un artículo titulado «Un marco teórico para el análisis monetario», muchos economistas se escandalizaron por su aparente semejanza con el manual de la teoría keynesiana. Lo cierto es que, en los años sesenta, los macroeconomistas compartían una perspectiva común sobre qué eran las recesiones; y, aunque diferían en las directrices más adecuadas, esto era reflejo de desacuerdos prácticos, más que de una división filosófica profunda.
Desde entonces, sin embargo, la macroeconomía se ha escindido en dos grandes grupos: los economistas «de agua salada» (así llamados porque trabajan sobre todo en las universidades costeras de Estados Unidos) tienen un concepto más o menos keynesiano de lo que son las recesiones; y los economistas «de agua dulce» (ocupados principalmente en universidades del interior del país) tildan de absurdo ese concepto.
Los economistas de agua dulce son, esencialmente, puristas del laissez-faire. Creen que todo análisis económico valioso debe partir de suponer que la gente es racional y los mercados funcionan; una premisa que excluye, de entrada, la posibilidad de que una economía entre en recesión por una simple falta de demanda suficiente.
Pero ¿acaso las recesiones no se asemejan a períodos en los que, sencillamente, no hay una demanda suficiente para dar empleo a todos los que ansian trabajar? Las apariencias pueden ser engañosas, dicen los teóricos de agua dulce. Una teoría económica razonable, a su modo de ver, afirma que no pueden darse deficiencias generales de la demanda. Y, por lo tanto, sostiene que no ocurren.
Sin embargo, las recesiones ocurren. ¿Por qué? En los años setenta, el más notorio de los economistas de agua dulce, el premio Nobel Robert Lucas, defendió que las recesiones se debían a una confusión temporal: trabajadores y empresas tenían problemas para distinguir los cambios generales en el nivel de precios, debidos a la inflación, de los cambios propios de su situación empresarial particular. Y Lucas advertía que todo intento de combatir el ciclo de las empresas sería contraproducente: las políticas activas, decía, solo acrecentarían la confusión.
Cuando se componía esta obra, yo estaba licenciándome en la universidad. Recuerdo lo emocionante que parecía, y, en particular, el modo en que buena parte de su rigor matemático resultaba atractivo a muchos jóvenes economistas. Sin embargo, el «proyecto Lucas», como se lo solía denominar, no tardó en descarrilar.
¿Qué salió mal? Los economistas que intentaban proporcionar «microcimientos» a la macroeconomía perdieron el buen camino con rapidez y llevaron el proyecto a una especie de celo mesiánico que no aceptaba un «no» por respuesta. En especial, anunciaron con aire de triunfo la muerte de la economía keynesiana, aun sin haber llegado a ofrecer una alternativa viable. Hay un famoso comentario de Robert Lucas, en 1980, quien declaró —¡sin ironía!— que los participantes de los seminarios tendrían que empezar a soltar «susurros y risitas» cada vez que alguien presentara ideas keynesianas. Así, Keynes, y todo aquel que lo invocara, quedaba excluido de muchas clases y revistas de la profesión.
Sin embargo, al mismo tiempo en que los antikeynesianos cantaban victoria, su propio proyecto estaba fallando. Los nuevos modelos eran incapaces de explicar los hechos básicos de las recesiones, según se demostró. Por desgracia, de hecho habían quemado todos los puentes; después de tanto susurro y tanta risita, no podían darse la vuelta y admitir el simple hecho de que, después de todo, la teoría económica keynesiana parecía de lo más razonable.
En consecuencia, se sumergieron aún más hondo, alejándose cada vez más de toda concepción realista de qué es y cómo se desarrolla una recesión. Hoy en día, buena parte del análisis académico de la macroeconomía está dominado por la teoría del «ciclo económico real», que afirma que las recesiones son la respuesta racional, y de hecho eficaz, a los choques tecnológicos adversos, que sin embargo quedan sin explicación; y afirma que la reducción de empleo que se produce durante una recesión es una decisión voluntaria de los trabajadores, que se toman tiempo hasta que mejoren las condiciones. Si esto suena absurdo… es porque lo es. Pero es una teoría que se presta a la fantasía de los modelos matemáticos, lo que convirtió los artículos sobre el ciclo económico en una buena vía de promoción y acceso a la titularidad. Y los teóricos del ciclo económico, a la postre, se hicieron con tanto hueco que hoy resulta muy difícil que los economistas que defienden otros enfoques hallen trabajo en alguna de las principales universidades. (Ya les he hablado del padecimiento que nos causa una sociología académica irracional.)
Ahora bien, los economistas de agua dulce no lograron quedarse con todo. Algunos economistas respondieron al fracaso evidente del proyecto Lucas con una revisión y reestructuración de las ideas keynesianas. La teoría del «neokeynesianismo» halló refugio en centros como el MIT, Harvard y Princeton —en efecto, dirá el lector, cerca del agua salada— e igualmente en algunas instituciones creadoras de directrices, tales como la Reserva Federal y el Fondo Monetario Internacional. Los neokeynesianos ansiaban apartarse del supuesto de los mercados perfectos o la racionalidad perfecta, o de ambos, y lo hicieron añadiendo un número suficiente de imperfecciones como para acomodar una concepción más o menos keynesiana de las recesiones. Y en la perspectiva de agua salada, que se optara por una política activa en el combate contra las recesiones seguía entendiéndose como algo deseable.
Dicho esto, los economistas de agua salada tampoco eran inmunes al seductor atractivo de la racionalidad de las personas y la perfección de los mercados. Por ello, intentaron que su desviación frente a la ortodoxia clásica fuera lo más limitada posible. Así, en los modelos imperantes no había sitio para cosas tales como las burbujas o los hundimientos del sistema bancario, aun a pesar de que tales acontecimientos seguían dándose en el mundo real. Pese a todo, la crisis económica no socavaba la concepción del mundo esencial de los neokeynesianos, aunque, en las últimas décadas, estos economistas habían reflexionado poco sobre las crisis, sus modelos no excluían que ocurrieran. Por ello, neokeynesianos como Christina Romer o, a este respecto, Ben Bernanke dieron respuestas útiles a la crisis; especialmente grandes aumentos en los préstamos de la Reserva Federal e incrementos temporales en el gasto gubernamental federal. Por desgracia, no cabe decir lo mismo de los tipos de agua dulce.
Por cierto, y por si el lector se lo pregunta: personalmente, me veo a mí mismo como alguien próximo al neokeynesianismo; incluso he publicado artículos muy cercanos al estilo de los neokeynesianos. En realidad, no suscribo los supuestos de partida que, sobre los mercados y la racionalidad, incluyen muchos de los modelos teóricos modernos (incluido el mío y propio), así que a menudo presto atención a las antiguas ideas de Keynes. Pero veo utilidad en tales modelos, como forma de pensar con cuidado en algunos aspectos; y esta actitud, de hecho, es ampliamente compartida en el bando «salado» de la gran división. En un nivel ciertamente básico, la oposición de salado y dulce es la del pragmatismo frente a una certeza casi religiosa, que se ha fortalecido en la misma medida en que las pruebas desafiaban la única fe verdadera.
La consecuencia fue que, en lugar de resultar útiles cuando estalló la crisis, demasiados economistas optaron por la guerra religiosa.
TEORÍA ECONÓMICA BASURA
Durante mucho tiempo, no pareció preocupar mucho qué se enseñaba —y, aún más importante, qué se dejaba de enseñar— en las licenciaturas en Económicas. ¿Por qué? Porque la Reserva Federal y sus instituciones hermanas tenían la situación bien controlada.
Como he explicado en el capítulo 2, lidiar con una recesión ordinaria es bien fácil: basta con que la Reserva Federal imprima más dinero e impulse hacia abajo las tasas de interés. En la práctica, la tarea no es tan simple como cabría imaginar, porque la Reserva Federal debe determinar qué cantidad de medicina monetaria precisa administrarse y hasta cuándo, todo ello en un entorno en el que los datos no cesan de variar y hay demoras notables antes de que puedan observarse los resultados de una política dada. Pero estas dificultades no impidieron que la Reserva Federal se esforzara por hacer su trabajo; aunque muchos de los macroeconomistas de las universidades se perdieran por el País de Nunca Jamás, la Reserva Federal mantuvo los pies en el suelo y continuó patrocinando estudios que eran relevantes para su misión.
Pero ¿y si la economía se topaba con una recesión realmente grave, una que no se pudiera contener con la política monetaria?
Bien, se suponía que esto no iba a ocurrir; de hecho, Milton Fried-man afirmó incluso que no podía ocurrir.
Hasta quienes están en desacuerdo con muchas de las posiciones políticas que adoptó Friedman deben reconocer que fue un gran economista y acertó en algunos aspectos de enorme importancia. Por desgracia, una de sus afirmaciones más influyentes —que la Gran Depresión nunca habría ocurrido si la Reserva Federal hubiera cumplido con su labor, y que una política monetaria adecuada podía impedir que nada similar sucediera por segunda vez— fue, casi con toda certeza, errónea. Y este error tuvo una consecuencia grave: apenas hubo estudios, ni dentro de la Reserva Federal ni en sus instituciones hermanas, ni tampoco entre los investigadores profesionales, dedicados a analizar qué directrices habría que seguir en el caso de que la política monetaria no fuera suficiente.
Para dar al lector una idea del estado de ánimo que imperaba antes de la crisis, citemos lo que Ben Bernanke dijo en 2002, en una conferencia de homenaje a Friedman en su 90.° aniversario:
Déjenme concluir mis palabras abusando ligeramente de mi condición como representante oficial de la Reserva Federal. Quisiera decirles a Milton y Anna: con respecto a la Gran Depresión, estáis en lo cierto. La provocamos nosotros. Lo sentimos mucho. Pero gracias a vosotros, no nos volverá a ocurrir.
Lo que en realidad ocurrió, por descontado, fue que en 20082009 la Reserva Federal hizo todo lo que Friedman afirmaba que debería haber hecho en los años treinta del siglo anterior; y aun así, la economía parece atrapada en una enfermedad que, sin ser tan negativa como la Gran Depresión, sin duda exhibe un parecido claro. Y muchos economistas, lejos de ayudar a concebir y defender pasos adicionales, lo que hicieron fue levantar más obstáculos contra la acción.
Lo llamativo y desolador de estos obstáculos a la acción fue —no hay otra forma de denominarlo— la brutal ignorancia que demostraban. ¿Recuerda el lector cómo, en el capítulo 2, cité a Brian Riedl, de la Heritage Foundation, para ilustrar la falacia de la ley de Say, es decir, la idea de que los ingresos se gastan necesariamente y la oferta crea su propia demanda? Bien, a principios de 2009, dos influyentes economistas de la Universidad de Chicago, Eugene Fama y John Cochrane, defendieron exactamente la misma idea en contra de la utilidad del estímulo fiscal; y presentaron esta falacia, refutada hace mucho, como una concepción de hondura que, por la razón que fuera, los economistas keynesianos no habían logrado comprender durante las tres últimas generaciones.
Y este tampoco fue el único argumento estúpido que se presentó contra el estímulo. Por ejemplo, Robert Barro, de Harvard, defendió que buena parte del estímulo se vería compensado por una caída en la inversión y el consumo privado, igual que (según apuntó útilmente) ocurrió cuando el gasto federal ascendió tanto durante la segunda guerra mundial. Al parecer, nadie le sugirió que el gasto de los consumidores podría haber caído durante la guerra porque había aquello que se dio en llamar «racionamiento»; o que el gasto en inversión podría haber caído porque el gobierno vetó temporalmente la construcción que no fuera esencial. Entretanto, Robert Lucas defendió que el estímulo carecería de eficacia basándose en un principio conocido como «equivalencia de Ricardo»; y en esta defensa demostró, de paso, que o desconocía u olvidó cómo funcionaba este principio en realidad.
Como simple comentario adicional, muchos de los economistas que se presentaron con tales ideas se esforzaron por hacer valer su autoridad frente a los que sí defendían el estímulo. Cochrane, por ejemplo, declaró que el estímulo no formaba «parte de lo que nadie ha enseñado a los estudiantes universitarios desde los años sesenta. Eso [las ideas keynesianas] no son sino cuentos de hadas que han demostrado ser falsos. Es muy reconfortante, en tiempos de crisis, volver a los cuentos de hadas que oíamos de niños, pero esto no les priva de su falsedad».
Entretanto, Lucas despreció el análisis de Christina Romer, principal asesora económica de Obama y distinguida estudiosa de (entre otras materias) la Gran Depresión; lo hizo calificándolo de «teoría económica basura» y acusó a Romer de consentir caprichos y ofrecer una «racionalización desnuda para unas ideas que, en fin, ya se habían decidido por otras causas».
Barro, ciertamente, también intentó sugerir que el que esto escribe no estaba cualificado para hacer comentarios de macroeconomía.
Por si el lector se lo está preguntando, todos los economistas que he mencionado son, en cuanto a su punto de vista político, conservadores. Así pues, hasta cierto sentido, actuaban de hecho como lanceros del Partido Republicano. Pero no habrían estado tan dispuestos a decir tales cosas, ni habrían hecho tanta demostración de ignorancia, si la profesión en su conjunto no hubiera perdido el rumbo hasta tal extremo durante los últimos treinta años.
Por simple afán de claridad, diré también que algunos economistas —tales como Christy Romer— nunca se olvidaron de la Gran Depresión y sus implicaciones. Y, en este punto, en el cuarto año de la crisis, hay un cuerpo creciente de obras excelentes, escritas muchas de ellas por economistas jóvenes, sobre política fiscal. Son obras que, por lo general, confirman que el estímulo fiscal es eficaz y, de manera implícita, sugieren que se debería haber hecho a una escala muy superior.
Pero en el momento decisivo, cuando lo que realmente necesitábamos era claridad, los economistas presentaron una cacofonía de puntos de vista que, más que reforzar la necesidad de una actuación, contribuyó a socavarla.