La reciente reforma regulatoria, unida a las tecnologías innovadoras, ha estimulado el desarrollo de productos financieros tales como valores respaldados por activos, obligaciones crediticias con garantía secundaria y permutas de cobertura por incumplimiento crediticio que facilitan la dispersión del riesgo… Estos instrumentos financieros de complejidad creciente han contribuido al desarrollo de un sistema financiero mucho más flexible, eficiente y, en consecuencia, resistente que el que existía hace tan solo un cuarto de siglo.
ALAN GREENSPAN, 12 de octubre de 2005
En 2005 aún se consideraba a Alan Greenspan como un verdadero maestro, fuente de una sabiduría económica oracular. Sus comentarios sobre cómo las maravillas de las finanzas modernas habían desembocado en una nueva época de estabilidad se tomaron como un reflejo de esa sabiduría oracular. Los magos de Wall Street, decía Greenspan, se habían asegurado de que ya no pudiera volver a ocurrir nada semejante a los grandes trastornos financieros del pasado.
Cuando uno lee estas palabras hoy, resulta llamativo el grado de perfección con el que Greenspan lo entendió mal. Las innovaciones financieras que identificó como fuentes de la mejora de la estabilidad financiera fueron precisamente —precisamente— las que llevaron al sistema financiero al borde del abismo menos de tres años después. Ahora sabemos que la venta de «valores respaldados por activos» —esencialmente, la capacidad de los bancos de vender grupos de hipotecas y otros préstamos a inversores mal informados, en lugar de mantenerlas en sus propios libros— favoreció el préstamo sin condiciones. Las obligaciones crediticias con garantía secundaria —o «colateralizadas», creadas al filetear, picar y hacer puré deuda mala— recibieron al principio valoraciones AAA, lo que de nuevo atrajo a inversores ingenuos; pero en cuanto la situación se torció, estos valores pasaron a ser designados, normalmente, como «basura tóxica». Y en cuanto a las permutas de cobertura por incumplimiento crediticio, ayudaron a los bancos a fingir que sus inversiones estaban protegidas porque un tercero las había asegurado contra pérdidas; cuando las cosas fueron mal, pronto se evidenció que las aseguradoras —AIG, en particular— no disponían ni de lejos del dinero suficiente para cumplir con sus promesas.
La cuestión es que Greenspan no estaba solo en sus ilusiones. En la víspera de la crisis financiera, el análisis del sistema financiero, tanto en Estados Unidos como en Europa, estaba marcado por una autocomplacencia extraordinaria. A los pocos economistas que se inquietaban por el ascenso de los niveles de endeudamiento y la actitud cada vez menos seria con respecto a los riesgos se los dejó de lado, cuando no se los ridiculizó.
Esta posición marginal se reflejó tanto en la conducta del sector privado como en las políticas públicas: paso a paso, se fueron desmantelando las normas y regulaciones que se habían instaurado en la década de 1930 para protegernos frente a las crisis bancarias.
BANQUEROS SIN FRENO
No sé qué pretende el gobierno. En lugar de proteger a los hombres de negocios, ¡mete la nariz en los negocios! Vaya, ¡si ahora incluso están hablando de hacer exámenes a los bancos\ ¡Como si los banqueros no supiéramos dirigir nuestros propios bancos! En fin, en casa tengo la carta de no sé qué petimetre de funcionario que dice que piensa inspeccionar mis libros.
Tengo un lema que debería ser pregonado en todos los periódicos de este país: «¡América para los americanos!». ¡El gobierno no debe interferir en los negocios! ¡Reduzcan los impuestos! Nuestra deuda nacional es asombrosa. ¡Más de mil millones de dólares por año! ¡Lo que este país necesita es un presidente empresario!
GATEWOOD, banquero de La diligencia(1939)
Como las otras citas que he venido trayendo a colación de los años treinta del siglo pasado, la queja del banquero, en el clásico de John Ford La diligencia, suena como si se pudiera haber redactado ayer mismo (dejando a un lado la referencia al «petimetre»). Lo que el lector debe saber, si no ha visto nunca la película —del todo recomendable— es que, en realidad, Gatewood es un canalla. Si ha subido a esa diligencia es porque ha desfalcado todos los fondos de su banco y se larga de la ciudad.
Sin duda, John Ford no tenía una opinión especialmente positiva de los banqueros. Pero en aquellos años, en 1939, nadie la tenía. Las experiencias de la década precedente y, en particular, la oleada de hundimientos bancarios que barrió Estados Unidos en 1930-1931 había creado tanto una desconfianza general como la exigencia de una regulación más firme. Algunas de las regulaciones de los treinta siguen en vigor en la actualidad, lo que explica que, en esta crisis, no haya habido muchas estampidas bancarias tradicionales, con la retirada masiva de fondos. Otras, por el contrario, se desmantelaron en las dos últimas décadas del siglo xx. Como factor no menos importante, las regulaciones no se actualizaron para lidiar con los cambios del sistema financiero. Esta mezcla de desregulación y falta de actualización de las regulaciones fue un factor de primer orden en la explosión de endeudamiento y la crisis consiguiente.
Empecemos por hablar de qué hacen los bancos y por qué se necesitan regulaciones.
La banca, según la conocemos en la actualidad, comenzó casi por accidente, como una actividad suplementaria de un negocio muy distinto: la orfebrería. Los orfebres, como manejaban una materia prima muy onerosa, siempre tuvieron cajas fuertes que dificultaban mucho la labor de los ladrones. Algunos de ellos empezaron a alquilar el uso de esas cajas fuertes, con lo que personas que tenían oro, pero no dónde guardarlo con seguridad, lo confiaban al cuidado de los orfebres, recibiendo a cambio un billete que les permitiría reclamar su oro cuando así lo quisieran.
En este punto comenzaron a ocurrir dos cosas interesantes. Primero, los orfebres descubrieron que, en realidad, no hacía falta que tuvieran todo aquel oro en sus cajas fuertes. Como era improbable que todos los depositarios reclamaran su oro al mismo tiempo (por lo general), era seguro prestar a otros buena parte del oro y mantener como reserva tan solo una fracción menor. En segundo lugar, los billetes que daban fe del oro depositado comenzaron a circular como una forma de dinero; en vez de pagar a alguien con monedas de oro reales, se le podía transferir la propiedad de algunas de las monedas que uno había depositado ante un orfebre. Así, el trozo de papel que correspondía a esas monedas se convirtió, en cierto sentido, en algo tan bueno como el oro.
Y en esto se resume la banca. Los inversores, por lo general, deben elegir entre la liquidez (la capacidad de disponer de los propios fondos, en un plazo de tiempo breve) y el rendimiento (que hace trabajar al dinero para ganar aún más). El dinero que uno tiene en el bolsillo goza de una liquidez perfecta, pero no ofrece rendimiento alguno; una inversión en (imaginemos) una nueva y prometedora empresa puede compensar mucho si todo va bien, pero no se convierte fácilmente en metálico si uno se enfrenta a una emergencia financiera. Lo que hacen los bancos, parcialmente, es eliminar la necesidad de elección. Un banco proporciona liquidez a sus depositantes, pues estos pueden recobrar sus fondos cuando lo quieran. Pero al mismo tiempo, pone a trabajar la mayor parte de sus fondos, para obtener rendimiento; por ejemplo, en préstamos a negocios o hipotecas inmobiliarias.
Hasta aquí, todo va bien. Y la banca es algo muy positivo, no solo para los banqueros, sino para la economía en su conjunto, la mayor parte del tiempo. Algunas veces, sin embargo, la banca puede equivocarse mucho. En efecto, toda la estructura depende de que no todos los depositantes quieran su dinero al mismo tiempo. Si, por alguna razón, ya sea todos o al menos muchos de los impositores de un banco sí deciden retirar sus fondos de manera simultánea, el banco se hallará ante un gran problema: no dispone del metálico necesario y, si intenta hacerse con él rápidamente, liquidando préstamos y otros activos, tendrá que ofrecer precios de saldo; y, muy posiblemente, el proceso terminará en bancarrota.
Y ¿qué haría que muchos de los depositantes de un banco intentaran retirar sus fondos al mismo tiempo? Bien, el miedo a que el banco esté a punto de hundirse…, quizá porque tantos imposito-res están intentando abandonarlo.
Así pues, la banca lleva consigo, como rasgo inevitable, la posibilidad de estampidas: pérdidas repentinas de confianza que causan pánico y terminan convirtiéndose en profecías que comportan su propia realización. Además, estas retiradas masivas de fondos pueden resultar contagiosas, tanto porque el pánico se puede extender a otros bancos como porque las ventas a precio de saldo de un banco, al reducir el valor de los activos de otros bancos, pueden empujar a estos otros bancos a la misma clase de dificultades financieras.
Como algunos lectores quizá habrán captado ya, existe un claro «aire de familia» entre la lógica de las estampidas bancarias —retiradas de fondos especialmente contagiosas— y la del momento de Minsky, en el que todo el mundo intenta cancelar sus deudas simultáneamente. La diferencia principal es que los elevados niveles de deuda y apalancamiento en el conjunto de una economía, que posibilitan un momento de Minsky, son algo que solo ocurre de vez en cuando; en cambio, lo normal es que los bancos estén suficientemente apalancados para que una pérdida repentina de confianza se pueda convertir en profecía de realización inevitable. La posibilidad de la retirada masiva de fondos es algo más o menos inherente a la naturaleza de la actividad bancaria.
Antes de la década de 1930, hubo principalmente dos tipos de respuesta al problema de la estampida bancaria. En primer lugar, los propios bancos intentaban parecer lo más sólidos posible, tanto a través de las apariencias —por eso los edificios de estos establecimientos eran tan a menudo gigantescas estructuras de mármol— como siendo de hecho muy cautelosos. En el siglo XIX, los bancos tenían a menudo «cocientes de capital» de entre el 20 y el 25 por 100 (es decir, el valor de sus depósitos suponía solo del 75 al 80 por 100 del valor de sus activos). Esto suponía que un banco del siglo xix podía enfrentarse a una morosidad de hasta el 20 o el 25 por 100 del dinero que había prestado y, aun así, seguía siendo plenamente capaz de pagar a sus depositantes. En cambio, en vísperas de la crisis de 2008, muchas instituciones financieras solo podían respaldar con capital un porcentaje escaso de sus activos, de modo que incluso pérdidas menores podían «quebrar el banco».
En segundo lugar, también hubo esfuerzos para crear «prestatarios de último recurso»: instituciones que, en una situación de pánico, pudieran avanzar fondos a los bancos y, con ello, garantizar el pago a los depositantes y la consiguiente disminución del pánico. En Gran Bretaña, el Banco de Inglaterra empezó a interpretar este papel a principios del siglo xix. En Estados Unidos, el pánico de 1907 se resolvió mediante una respuesta ad hoc organizada por J. P. Morgan; y el hecho de comprender que no siempre podría contarse con la asistencia puntual de un J. P. Morgan llevó a la creación de la Reserva Federal.
Pero estas respuestas tradicionales demostraron ser terriblemente inadecuadas en los años treinta, por lo que intervino el Congreso. La ley Glass-Steagall de 1933 (y legislaciones similares en otros países) estableció lo que equivalía a un sistema de diques para proteger la economía contra las inundaciones financieras. Y durante cerca de medio siglo, este sistema funcionó muy bien.
Por un lado, la Glass-Steagall fundó la Corporación Federal de Seguros de Depósitos, que garantizaba (y sigue garantizando) los depósitos frente a las pérdidas derivadas del hipotético hundimiento de un banco. Si ha visto usted la película It’s a Wonderful Life (¡Qué bello es vivir!), que incluye una estampida bancaria, quizá le resulte interesante saber que la escena es completamente anacrónica: en el momento en que se sitúa la acción —justo después de la segunda guerra mundial—, los depósitos ya estaban garantizados y las retiradas masivas de fondos habían quedado como algo del pasado.
Por otro lado, la ley Glass-Steagall limitaba la cantidad de riesgo que podía asumir un banco. Esto resultaba especialmente necesario desde el mismo momento en que se había establecido el seguro de los depósitos, que podría haber creado una situación en la que los banqueros movilizaran el dinero sin freno ni preguntas —eh, todo esto cuenta con el seguro del gobierno— y lo destinaran a inversiones de máximo riesgo, contando con que, si salía cara, ellos ganaban, y si salía cruz, pagaban los contribuyentes. De los numerosos desastres desregulatorios, uno de los primeros se produjo en los años ochenta, cuando las instituciones de ahorro y préstamos se vengaron demostrando que esta clase de juego de azar costeado por los contribuyentes era algo más que una mera posibilidad teórica.
Así, los bancos quedaron sujetos a varias reglas concebidas para prevenir que jugaran a juegos de azar con los fondos de sus depositantes. Muy especialmente, todo banco que aceptara depósitos quedaba limitado al negocio de los préstamos; no podía usar aquellos fondos para especular en los mercados de valores o materias primas; de hecho, tampoco se podían alojar estas actividades especulativas bajo el mismo techo institucional. Por lo tanto, la ley separó netamente la banca ordinaria (digamos, la clase de cosas que hacen Chase Manhattan y entidades similares) de la «banca de inversión» (lo que hacen Goldman Sachs y similares).
Gracias al seguro de los depósitos, como he dicho, las retiradas masivas de fondos, a la antigua, quedaron como recuerdo del pasado. Y gracias a la regulación, la banca manejó la concesión de préstamos con mucha más cautela de la que había empleado antes de la Gran Depresión. El resultado fue lo que Gary Gorton, profesor de Yale, denomina «el período tranquilo», una etapa larga de relativa estabilidad y ausencia de crisis financieras.
Ahora bien, todo esto empezó a cambiar en 1980.
En 1980, como es bien sabido, Ronald Reagan fue elegido presidente e hizo virar a la derecha, muy decididamente, la política estadounidense. Pero en cierto sentido, la elección de Reagan solo suponía formalizar un cambio radical en las actitudes hacia la intervención gubernamental, cambio que ya se había puesto en marcha durante el mandato de Cárter. Cárter presidió la desregulación de las líneas aéreas, que transformó la forma de viajar de los estadounidenses; la desregulación del transporte por carretera, que transformó la distribución de los bienes; y la desregulación del petróleo y el gas natural. Estas medidas, dicho sea de paso, gozaron (y siguen gozando hoy) de la aprobación casi universal de los economistas: ciertamente —a su modo de ver— no había ni hay una buena razón para que el gobierno decida tarifas del transporte aéreo o por carretera, y el incremento de la competencia en estas industrias comportó mejoras generalizadas en la eficiencia.
Dado el espíritu de aquellos tiempos, probablemente no debería extrañarnos que también las finanzas vivieran la desregulación. Una medida importante en esta dirección ya se había producido durante el mandato de Cárter, que aprobó la ley de control monetario, de 1980, que ponía fin a las normas que habían impedido que los bancos pagaran interés por muchas clases de depósitos. Reagan lo completó con la ley Garn-St. Germain, de 1982, que rebajó las restricciones sobre la clase de préstamos que podían realizar los bancos.
Por desgracia, la banca no es como el transporte de mercancías y la desregulación no se tradujo tanto en mejoras de la eficiencia como en un estímulo a la conducta de riesgo. Dejar que los bancos compitan en la oferta de interés por los depósitos parecía un buen negocio para los consumidores. Pero supuso que la banca se convirtiera, cada vez más, en un caso de supervivencia de los más imprudentes, en el que solo los que estaban dispuestos a conceder préstamos dudosos podían permitirse pagar a los depositantes un interés competitivo. Eliminar las restricciones a las tasas de interés hizo que los préstamos imprudentes fueran más atractivos, porque los banqueros podían prestar dinero a clientes que prometían pagar mucho… aunque quizá no cumplirían con lo prometido. Y el margen de riesgo se incrementó aún más cuando se hicieron más laxas las restricciones que limitaban la exposición a determinadas líneas de negocio o a los prestatarios individuales.
Estos cambios produjeron un fuerte incremento de los préstamos, un fuerte incremento de los riesgos asumidos en esos préstamos y también, tan solo unos pocos años después, algunos grandes problemas en la banca; problemas que, a su vez, se exacerbaron por la forma en que algunos bancos financiaron los préstamos que concedían con dinero que tomaban prestado de otros bancos.
Por otra parte, la tendencia a la desregulación tampoco acabó con la marcha de Reagan. Con el siguiente presidente demócrata se produjo una nueva relajación de las normas: fue Bill Clinton quien dio el golpe final a las regulaciones de la Depresión, al cancelar las normas de Glass-Steagall que habían separado la banca comercial de la de inversión.
Aun así, y no obstante lo anterior, estos cambios regulatorios fueron menos importantes que lo que no cambió: las regulaciones no se actualizaron para reflejar los cambios en la naturaleza de la actividad bancaria.
¿Qué es, a fin de cuentas, un banco? Tradicionalmente, ha sido una institución en la que hacer depósitos, un lugar en el que depositamos dinero en una ventanilla y lo podemos retirar desde esa misma ventanilla. Pero en lo que atañe a la economía, un banco es toda aquella institución que promete acceso fácil a sus fondos, incluso cuando usa la mayor parte de esos fondos para hacer inversiones que los clientes no podrán convertir en metálico en un corto plazo de tiempo. Las entidades de depósito —grandes edificios de mármol con hileras de cajeros— son la forma tradicional de conseguirlo. Pero hay otras formas de hacerlo.
Un ejemplo obvio son los fondos del mercado monetario, que no tienen una presencia física como los bancos y no proporcionan metálico en el sentido literal (papelitos verdes con retratos de presidentes difuntos), pero aparte de esto funcionan en gran medida como cuentas corrientes. Las empresas que buscan dónde aparcar su efectivo optan a menudo por el «repo», o pacto de recompra en el que prestatarios como Lehman Brothers piden prestado dinero para plazos muy breves —a menudo, de tan solo una noche— usando como garantía secundaria valores con respaldo hipotecario; y el dinero que se consigue así se utiliza para comprar aún más valores de esta clase. Y aún hay otros mecanismos, como los «valores con tasa de subasta» (mejor no pregunten), que, una vez más, sirven prácticamente para los mismos propósitos que la banca ordinaria, pero sin hallarse sujetos a las normas que gobiernan la banca convencional.
Esta serie de formas alternativas de hacer lo que la banca venía haciendo se ha dado en llamar «banca a la sombra». Hace treinta años, esta banca paralela era una parte menor del sistema financiero; la banca la formaban, ante todo, los grandes edificios de mármol con hileras de cajeros. En 2007, por el contrario, la banca paralela era mayor que la tradicional.
Lo que quedó claro en 2008 —y debería haberse comprendido mucho antes— fue que la banca a la sombra planteaba los mismos riesgos que la banca convencional. Al igual que las instituciones de depósito, tienen un apalancamiento alto; al igual que la banca convencional, pueden derrumbarse por efecto de un pánico auto-rrealizante. Así, cuando la banca paralela acrecentó su importancia, se la debería haber sometido a regulaciones similares a las que regían entre los bancos tradicionales.
Pero dado el carácter político de los tiempos, esto no ocurrió. Se permitió que la banca paralela creciera sin vigilancia; y creció tanto más rápido, precisamente, porque a los bancos a la sombra se les permitió asumir riesgos mayores que a los convencionales.
No sorprenderá a nadie saber que los bancos convencionales quisieron su parte en el pastel; y, en un sistema político cada vez más dominado por el dinero, tuvieron lo que querían. Si Glass-Steagall había impuesto una separación entre la banca de depósitos y la de inversión, la norma se revocó en 1999 tras una petición específica de Citibank, que quería fusionarse con Travelers Group, una firma dedicada a la banca de inversión, para convertirse en Citigroup.
El resultado fue un sistema cada vez menos regulado en el que los bancos tenían libertad para entregarse sin reservas al exceso de confianza que había generado el período de tranquilidad. La deuda se disparó; los riesgos se multiplicaron; se estaban sentando las bases de la crisis.
LA GRAN MENTIRA
Escucho vuestras quejas. Algunas carecen de todo fundamento. No fueron los bancos los que crearon la crisis hipotecaria. Fue, sencillamente, el Congreso, que obligó a todo el mundo a dar hipotecas a gente que estaba en su mejor momento. Bien, no quiero decir con eso que esté seguro de que fuera una política tan negativa, porque muchas de las personas que adquirieron una casa aún la tienen y no la habrían conseguido sin eso.
Pero fueron los que impulsaron a Fannie [Mae] y Freddie [Mac] a hacer un montón de préstamos que fueron imprudentes, como decís. Fueron los que empujaron a los bancos a conceder crédito a todo el mundo. Y ahora queremos demonizar a los bancos porque son una buena diana, es fácil echarles la culpa y en el Congreso, desde luego, no se van a culpar a sí mismos. Al mismo tiempo, el Congreso está intentando presionar a los bancos para que relajen sus criterios de préstamo y presten aún más dinero. Es exactamente el mismo discurso por el que los criticaban.
MICHAEL BLOOMBERG, alcalde de Nueva York, ante las protestas de Occupy Wall Street
La historia que acabo de contar, sobre autocomplacencia y desregulación, es lo que de hecho ocurrió en el período previo a la crisis. Pero quizá el lector haya oído un relato distinto: el que contaba Michael Bloomberg en la cita de más arriba. Según esta historia, el crecimiento de la deuda se debió a que entre ciertas gentes de ánimo benefactor y las empresas del gobierno obligaron a los bancos a conceder préstamos hipotecarios a compradores de las minorías, y subvencionaron hipotecas dudosas. Este relato alternativo, que afirma que todo ha sido culpa del gobierno, tiene la fuerza de un dogma entre la derecha. Desde el punto de vista de la mayoría de los republicanos (si no prácticamente todos), es una verdad innegable.
Pero no es verdad, por descontado. El gestor de fondos y blo-guero Barry Ritholtz, que no es particularmente político pero tiene buen ojo contra los enredos sibilinos, lo ha denominado la «Gran Mentira» de la crisis financiera.
¿Cómo podemos saber que la Gran Mentira es, en efecto, tal mentira? Hay ante todo dos clases de demostración.
Primero, cualquier explicación que culpe al Congreso de Estados Unidos y achaque la explosión de crédito a un supuesto deseo suyo de ver como propietarias de casas a familias de bajos ingresos debe responder del extraño hecho de que el boom del crédito y la burbuja inmobiliaria fueron algo muy generalizado, que incluyó muchos mercados y valores que no tenían nada que ver con los prestatarios de bajos ingresos. Hubo burbujas inmobiliarias y explosiones del crédito en Europa; en los inmuebles comerciales hubo una subida de precios a la que siguieron, tras el estallido de la burbuja, pérdidas e impagos; y dentro de Estados Unidos, los casos más notorios de auges y quiebras no se dieron en las zonas interiores de las ciudades, sino en los barrios residenciales periféricos.
En segundo lugar, el auténtico grueso de los préstamos de riesgo fue suscrito por entidades crediticias privadas; y de las menos reguladas, ya que hablamos del tema. En particular, los préstamos subprime o «no preferenciales» —hipotecas concedidas a prestatarios que no cumplían con los criterios habituales de solvencia— fueron otorgados, en su inmensa mayoría, por empresas privadas que carecían tanto de la cobertura de la ley de Reinversión Comunitaria —que se supone debía favorecer la concesión de préstamos a los grupos minoritarios— como de la supervisión de Fannie Mae y Freddie Mac, las organizaciones auspiciadas por el gobierno para fomentar los créditos a la vivienda. De hecho, durante buena parte de la burbuja inmobiliaria, Fannie y Freddie estaban perdiendo cuota de mercado con rapidez, porque las entidades crediticias privadas aceptaban clientes que las organizaciones patrocinadas por el gobierno rechazaban. Al cabo de un tiempo, Freddie Mac sí empezó a adquirir hipotecas no preferenciales a los emisores de crédito; pero obviamente estaba siguiendo el juego, no encabezándolo.
Como intento de refutar este último punto, los analistas de los foros de reflexión de la derecha —especialmente Edward Pinto, del American Enterprise Institute— han aportado datos según los cuales Fannie y Freddie suscribieron gran número de hipotecas «no preferenciales y otras modalidades de alto riesgo». Así inducen a los lectores sin más recursos a creer que estas organizaciones estuvieron, en efecto, muy implicadas en el desarrollo de los préstamos subprime. Pero no fue así; y cuando se analiza la cuestión de las «otras modalidades de alto riesgo», se comprueba que no era ningún riesgo particularmente alto y que los índices de impago fueron muy inferiores a los de las hipotecas no preferenciales.
Podría continuar con más detalles, pero creo que el lector se habrá hecho a la idea. El intento de culpar al gobierno de la crisis financiera se viene abajo con el más somero análisis de los hechos; y la pretensión de omitir estos hechos huele a engaño deliberado. Esto nos lleva a la siguiente pregunta: ¿por qué los conservadores tienen tanto empeño en creer —y en hacer creer a los demás— que todo fue cosa del gobierno?
La respuesta inmediata es evidente: creer cualquier otra cosa habría supuesto admitir que tu movimiento político llevaba varias décadas por el camino equivocado. El moderno conservadurismo se entrega a la idea de que las claves de la prosperidad son los mercados sin restricciones y la búsqueda sin trabas del beneficio económico y personal; y también defiende que la expansión de las funciones gubernamentales, posterior a la Gran Depresión, solo nos ha supuesto perjuicios. Sin embargo, lo que en verdad vemos es una historia en la que los conservadores se hicieron con el poder, se pusieron a desmantelar muchas de aquellas protecciones de los tiempos de la Depresión… y la economía se hundió en una segunda depresión, no tan mala como la primera, pero notablemente negativa. Así, los conservadores necesitaban desesperadamente alejar de las mentes esta historia incómoda y narrar otro relato que convirtiera al gobierno —y no a la falta de gobierno— en el origen del mal.
Pero esto, en cierto sentido, solo hace dar un paso atrás a la pregunta. La creencia de que el gobierno es siempre el problema y nunca la solución ¿cómo ha llegado a controlar con mano tan firme nuestro discurso político? Esta nueva pregunta no es tan fácil de responder como quizá pudiera pensar el lector.
LOS AÑOS NO TAN BUENOS
A juzgar por lo que he dicho hasta aquí, el lector podría pensar que la historia de la economía estadounidense, desde aproximadamente 1980, fue de prosperidad ilusoria: de lo que parecían ser buenos tiempos hasta que, en 2008, se produjo el estallido de la burbuja. Y en parte fue así. Pero esta historia necesita matices porque lo cierto es que incluso los buenos tiempos no fueron tan tan buenos, en un par de aspectos.
En primer lugar, mientras Estados Unidos evitó una crisis financiera debilitadora hasta 2008, los peligros de un sistema bancario desregulado ya empezaron a ser obvios mucho antes, para los que no se negaban a verlos.
De hecho, la desregulación creó un desastre grave, casi de inmediato. En 1982, como ya he indicado, el Congreso aprobó la ley Garn-St. Germain. En la ceremonia de la firma, Ronald Reagan la describió como «el primer paso del exhaustivo programa de desregulación financiera de nuestro gobierno».
Su propósito inicial era ayudar a resolver las dificultades de las entidades de ahorro y crédito inmobiliario o (savings and loans), que se habían metido en problemas después de que la inflación creciera en los años setenta. La elevada inflación derivó en tasas de interés más altas, con lo que las mencionadas entidades —que habían prestado mucho dinero a largo plazo y con tasas de interés reducidas— empezaron a pasarlo mal. Había varias de estas entidades de ahorro y crédito inmobiliario en riesgo de hundirse; como sus depósitos tenían garantía federal, muchas de sus pérdidas, en última instancia, recaerían sobre los contribuyentes.
Pero los políticos no querían tragarse aquel sapo y buscaron una salida. En la ceremonia de la firma, Reagan explicó cómo se suponía que funcionaría:
Lo que hace esta legislación es expandir los poderes de las entidades de ahorro y crédito inmobiliario al permitir que la industria haga préstamos comerciales e incremente el crédito a sus consumidores. Reduce su exposición a los cambios del mercado inmobiliario y de las tasas de interés. Esto, a su vez, hará que la industria del ahorro y crédito inmobiliario sea una fuerza más poderosa y eficaz en la financiación, en los años venideros, de los hogares de millones de estadounidenses.
Pero no funcionó así. Lo que ocurrió, en realidad, fue que la desregulación creó un caso clásico de «riesgo moral», en el que los propietarios de las entidades de ahorro y crédito inmobiliario tuvieron todos los incentivos para dedicarse a conductas de alto riesgo. A fin de cuentas, a los depositantes no les preocupaba qué hiciera su banco: estaban asegurados contra las pérdidas. Por ello, los banqueros optaron por la jugada de conceder préstamos de interés elevado a prestatarios dudosos; típicamente, promotores inmobiliarios. Si todo iba bien, el banco ganaría mucho dinero. Si la cosa se torcía, al banquero le bastaba con quitarse de en medio. Si salía cara, ganaba el banco, y si salía cruz, pagaban los contribuyentes.
¡Ah!, y la regulación laxa también creó un entorno permisivo para el robo directo, en el que se concedieron préstamos a amigos y parientes que desaparecieron con el dinero. Ya hemos recordado aquí a Gatewood, el banquero de La diligencia. En la industria del ahorro y el crédito inmobiliario, durante los años ochenta, los Gatewood abundaron.
En 1989 resultaba obvio que la industria del ahorro y crédito inmobiliario se había vuelto loca, hasta el punto de que los federales terminaron por cerrar el casino. Pero en esas fechas, las pérdidas de la industria se habían disparado. Al final, los contribuyentes se toparon con una factura de unos 130.000 millones de dólares. Era una cantidad muy elevada para la época; en comparación con las dimensiones de la economía, equivalía a más de 300.000 millones de dólares de hoy en día.
El caos del ahorro y crédito inmobiliario tampoco fue la única señal de que la desregulación era más peligrosa de lo que afirmaban sus defensores. A principios de los años noventa hubo problemas graves en grandes bancos comerciales —en particular, en el Citi—, porque se habían excedido en los créditos concedidos a los promotores inmobiliarios comerciales. En 1998, cuando gran parte del mundo emergente se hallaba en situación de crisis financiera, el hundimiento de un único hedge fund o fondo de cobertura, Long Term Capital Management, congeló los mercados financieros de un modo muy similar a lo que ocurrió, una década después, tras la caída de Lehman Brothers. Un rescate ad hoc, improvisado por los funcionarios de la Reserva Federal, evitó el desastre en 1998; pero el suceso debería haber servido como advertencia, una demostración perfecta de los peligros de las finanzas sin control. (Recogí algo de esto en la edición original de mi El retorno de la economía de la depresión, de 1999, donde tracé paralelos entre la crisis de Long Term Capital Management y las crisis financieras que estaban barriendo Asia. Sin embargo, mirando hacia atrás, reconozco que no supe entender el verdadero alcance del problema.)
Pero se hizo caso omiso de la lección. Hasta la misma crisis de 2008, los personajes más influyentes siguieron insistiendo —como Greenspan en la cita que abría este capítulo— en que todo iba bien. Además, defendían habitualmente que la desregulación financiera había favorecido sobremanera el desarrollo económico general. Aun en el día de hoy es habitual oír afirmaciones como la siguiente de Eugene Fama, famoso e influyente economista de la Universidad de Chicago:
Desde los primeros años ochenta, el mundo desarrollado y algunos grandes actores del mundo en desarrollo experimentaron un período de crecimiento extraordinario. Es razonable afirmar que, al facilitar el flujo de los ahorros mundiales hacia usos productivos en todo el mundo, los mercados financieros y las instituciones financieras tuvieron un papel crucial en este crecimiento.
Fama escribió estas palabras, por cierto, en noviembre de 2009, en medio de una depresión cuya responsabilidad atribuíamos en parte, la mayoría de nosotros, a que las finanzas se habían desbocado. Pero incluso a largo plazo, de hecho no se ha producido nada similar a ese «crecimiento extraordinario» del que hablaba Fama. En Estados Unidos, el crecimiento de las décadas posteriores a la desregulación ha sido, en realidad, más lento que el de las décadas precedentes; el verdadero período de «crecimiento extraordinario» fue el de la generación posterior a la segunda guerra mundial, cuando el nivel de vida vino a duplicarse. De hecho, para las familias con ingresos medios, incluso antes de la crisis la desregulación solo aportó un aumento modesto de los ingresos; y ello se debió más a la prolongación de las horas de trabajo que a salarios más elevados.
Solo para una pequeña —aunque influyente— minoría, la época de la desregulación financiera y el ascenso del endeudamiento supuso en verdad un extraordinario aumento de los ingresos. Y esto, sin duda, contribuyó en mucho a que pocos estuvieran dispuestos a prestar oídos a las advertencias sobre el rumbo que estaba adoptando la economía.
Para comprender las razones más profundas de nuestra crisis actual, en suma, debemos hablar sobre la desigualdad de ingresos y la llegada de una segunda edad de oro.