El mundo ha tardado en darse cuenta de que, este año, vivimos eclipsados por una de las mayores catástrofes económicas de la historia moderna. Pero ahora que la gente de la calle ha tomado conciencia de lo que sucede, esas personas, sin saber ni cómo ni por qué, están hoy tan desbordadas por lo que podrían resultar temores exagerados como antes, cuando empezaba a aflorar el problema, carecían de lo que habría sido una angustia razonable. Empiezan a dudar del futuro. ¿Se están despertando de un placentero sueño para enfrentarse a la oscuridad de los hechos? ¿O han caído en una pesadilla que acabará pasando?
Son dudas innecesarias. Lo de antes no era un sueño. Esto sí es una pesadilla, que terminará por la mañana. Porque los recursos de la Naturaleza y los mecanismos del hombre siguen siendo tan fértiles y productivos como eran antes. La velocidad a la que nos dirigimos a solventar los problemas materiales de la vida no es ahora más lenta. Somos tan capaces como antes de ofrecer a todo el mundo un nivel de vida alto —alto, quiero decir, si lo comparamos por ejemplo con hace veinte años-y pronto podremos ofrecer un nivel aún más elevado. Antes no vivíamos engañados. Pero hoy estamos metidos en un lío de proporciones colosales, porque hemos controlado mal una maquinaria delicada, cuyo funcionamiento desconocemos. En consecuencia, nuestras posibilidades de riqueza podrían echarse a perder por un tiempo, quizá muy largo.
John Maynard Keynes, «La gran recesión de 1930»
Las palabras anteriores se escribieron hace más de ochenta años, cuando el mundo iba cayendo hacia lo que más tarde se llamaría la Gran Depresión. Pero dejando a un lado unos pocos arcaísmos de estilo, podrían ser palabras escritas hoy. Ahora, igual que antes, vivimos eclipsados por una catástrofe económica. Ahora, como entonces, nos hemos empobrecido de repente. Pero si ni nuestros recursos ni nuestro conocimiento se han reducido, ¿de dónde proviene esta pobreza repentina? Y por último, ahora, como entonces, parece que nuestras posibilidades de enriquecimiento podrían echarse a perder durante bastante tiempo.
¿Cómo puede ser que esto suceda así? La verdad es que no hay ningún misterio. Comprendemos —o comprenderíamos, si no hubiera tantas personas que se niegan a escuchar— cómo suceden estas cosas. Keynes nos legó buena parte del marco analítico que se necesita para explicar las depresiones económicas; la teoría económica moderna también puede recurrir a las investigaciones de sus contemporáneos John Hicks e Irving Fisher, investigaciones que se han ampliado y refinado con el trabajo de un nutrido grupo de economistas modernos.
El mensaje central de todo este trabajo es que esto no tenía que pasar. En aquel mismo ensayo, Keynes declaraba que la economía estaba teniendo «problemas con el magneto», un término anticuado para referirse a problemas con el sistema eléctrico de un coche. Una analogía más moderna y posiblemente más precisa diría que hemos sufrido un fallo del software. En cualquier caso, la cuestión es que el problema no se encuentra en el motor económico, que sigue siendo tan potente como siempre. Al contrario, estamos hablando de algo que es básicamente un problema técnico, un problema de organización y coordinación, un «lío de proporciones colosales», como decía Keynes. Resolvamos este problema técnico y la economía recuperará su rugiente vitalidad.
Bien, muchas personas creen que este mensaje es esencialmente inverosímil, o incluso ofensivo. Parece de lo más normal pensar que los grandes problemas deben derivarse de grandes motivos; que un paro tan cuantioso debe ser resultado de algo más profundo que un mero lío. Por esto Keynes utilizó la analogía del magneto. Todos sabemos que, a veces, basta con sustituir una batería de 100 dólares para devolver al asfalto un coche de 30.000 dólares que había dejado de funcionar; y él tenía la esperanza de convencer a los lectores de que a las depresiones económicas se les podía aplicar una desproporción parecida entre la causa y el efecto. Pero ya entonces, igual que ahora, esta cuestión resultaba difícil de aceptar para muchas personas, incluidas las que creen estar enteradas de todo.
En parte, esto sucede porque parece erróneo imaginar que fallos relativamente menores puedan provocar semejante devastación. En parte, también, hay un gran deseo de ver la economía como una obra moral en la que los malos tiempos son un castigo ineludible por los excesos previos. En 2010, mi esposa y yo tuvimos ocasión de escuchar un discurso sobre política económica de Wolfgang Scháuble, el ministro de Economía alemán; a media charla, ella se inclinó hacia mí y me susurró: «A la salida, nos darán un látigo para que nos fustiguemos». Hay que reconocer que Scháuble gusta de predicar sermones apocalípticos aún más que la mayoría de dirigentes económicos, pero muchos comparten la tendencia. Y la gente que dice estas cosas —que declara sabiamente que nuestros problemas tienen raíces muy profundas y la solución no es fácil; que nos tenemos que adaptar a un panorama más austero— parece sabia y realista, aunque esté completamente equivocada.
En este capítulo tengo la esperanza de convencerles de que, de verdad, solo tenemos un problema con el magneto del coche. Los orígenes de nuestro sufrimiento son relativamente triviales en el orden del universo, y se podrían arreglar con relativa rapidez y facilidad si en los puestos de poder hubiera suficientes personas que comprendieran la realidad. Además, para la gran mayoría de gente, el proceso de arreglar la economía no tendría que ser doloroso ni implicar sacrificios; al contrario, terminar con esta depresión sería una experiencia que haría sentirse bien a casi todo el mundo, con la sola excepción de los que están sumidos, política, emocional y profesionalmente, en doctrinas económicas obcecadas.
Pues bien, permítanme que sea claro: cuando digo que las causas de nuestro desastre económico son relativamente triviales, no estoy afirmando que hayan aparecido por azar ni que hayan salido del aire. Tampoco estoy diciendo que sea fácil, en lo tocante a la política, salir de este follón. Para meternos en esta depresión han hecho falta décadas de malas directrices políticas y malas ideas; malas políticas y malas ideas que, como veremos en el capítulo 4, prosperaron porque durante mucho tiempo estuvieron funcionando muy bien, no para la nación en su conjunto, sino para un puñado de gente rica y con muchísima influencia. Y esas malas políticas e ideas han llegado a dominar nuestra cultura política y hacen que sea muy difícil variar el rumbo aun cuando nos enfrentamos a una catástrofe económica. Pero en el plano puramente económico, esta crisis no es difícil de resolver; podríamos recuperarnos rápido y con fuerza con solo encontrar la claridad intelectual y la voluntad política de actuar.
Veámoslo así. Suponga usted que su esposo, por la razón que sea, se ha negado durante años a hacer el mantenimiento del sistema eléctrico del coche familiar. Ahora no hay forma de que el coche arranque; pero él se niega incluso a pensar en cambiar la batería, en parte porque con ello admitiría haberse equivocado antes; e insiste solo en que ahora la familia tiene que aprender a caminar y a coger el autobús. A todas luces, usted tiene un problema y podría llegar a ser un problema insoluble en lo que a usted respecta. Pero el problema lo tiene con su marido, no con el coche de la familia, que podría —y debería— arreglarse con facilidad.
Ahora dejémonos de metáforas y hablemos sobre lo que ha ido mal en la economía mundial.
TODO ES CUESTIÓN DE LA DEMANDA
¿Por qué el paro es tan elevado y la producción económica tan baja? Porque nosotros —y donde pone «nosotros» hay que entender consumidores, empresarios y gobiernos en su conjunto— no estamos gastando lo suficiente. El gasto en construcción de viviendas y bienes de consumo se hundió cuando reventaron las dos burbujas gemelas de Estados Unidos y Europa. Pronto les siguió la inversión empresarial, porque no tiene ningún sentido ampliar la capacidad productiva cuando las ventas están bajando; y ha caído también el gasto de muchos gobiernos porque los gobiernos locales, estatales y algunos nacionales se han encontrado privados de muchos ingresos. Un gasto moderado, a su vez, implica una tasa de empleo moderada, porque las empresas no producirán lo que no pueden vender, y no contratarán a empleados si no los necesitan para la producción. Padecemos una grave falta de demanda, a nivel global.
Las posturas hacia lo que acabo de decir varían mucho. Algunos comentaristas lo consideran tan obvio como para que no valga la pena ni hablar de ello. A otros, sin embargo, les parece un absurdo. Hay actores en el escenario político —actores importantes, con influencia real— que creen imposible que la economía en su conjunto pueda padecer una demanda insuficiente. Dicen que puede haber falta de demanda de algunos productos, pero no puede darse el caso de una demanda demasiado baja generalizada. ¿Por qué? Pues porque, según sostienen ellos, la gente tiene que gastar sus ingresos en algo.
Es la falacia que Keynes denominaba «ley de Say»; en ocasiones también se la conoce como «criterio del Tesoro», en referencia no a nuestro Tesoro sino al de Su Majestad (británica) en la década de 1930, una institución que insistía en que todo gasto gubernamental desplazaba siempre otra cantidad idéntica de gasto privado. Para que sepan que no estoy hablando de un hombre de paja, citemos la entrevista de Brian Riedl (de la Heritage Foundation, un grupo de pensadores de derechas) con la National Review, a principios de 2009.
El gran mito keynesiano es que puedes gastar dinero y, de ese modo, incrementas la demanda. Se trata de un mito porque el Congreso no tiene una cámara llena de dinero para repartirlo en la economía. Cada dólar que el Congreso inyecta en la economía o bien es fruto de un gravamen, o bien de un préstamo que retira dinero de la economía. No se está creando demanda nueva, sino tan solo transfiriéndola de un grupo de gente a otro.
Demos cierto crédito a Riedl: a diferencia de muchos conservadores, admite que su argumento se aplica a cualquier fuente de nuevo gasto. Esto es, admite que su argumento (según el cual un programa de gasto gubernamental no puede aumentar el empleo) supone igualmente que, por ejemplo, un boom en la inversión empresarial tampoco puede aumentar el empleo. Y esto debería aplicarse a la caída del gasto, igual que a la subida. Digamos que si los consumidores agobiados por la deuda deciden gastar 500.000 millones de dólares menos, ese dinero —según la gente como Riedl— irá a parar necesariamente a los bancos, que lo sacarán al mercado en forma de préstamos, de modo que las empresas u otros consumidores gastarán 500.000 millones de dólares más. Si las empresas que tanto temen a ese «socialista» de la Casa Blanca reducen su gasto de inversión, el dinero que liberan de este modo lo han de gastar consumidores o empresarios menos nerviosos. Según la lógica de Riedl, pues, una falta de demanda general no puede causar daños a la economía, simplemente porque tal situación no puede darse.
Obviamente, yo no creo que las cosas sean así y, en general, la gente sensata tampoco. Pero ¿cómo demostramos el error? ¿Cómo podemos convencer a la gente de que eso es erróneo? En principio, se puede tratar de recurrir a una exposición verbal lógica; pero mi experiencia me ha enseñado que, cuando intentamos tener esta clase de conversación con ciertos antikeynesianos, acabamos enredados en juegos de palabras, sin que nadie se convenza de nada. También se puede escribir un breve modelo matemático tal que ilustre bien estos temas; pero solo funcionará con los economistas, no con los seres humanos normales (y ni siquiera funciona con algunos economistas).
O puedes contar una historia verdadera. Aquí paso a mi historia económica preferida: la cooperativa de canguros.
La historia se narró por primera vez en 1977, en un artículo del Journal ofMoney, Credit and Banking, escrito por Joan y Richard Sweeney, que vivieron la experiencia y la titularon: «La teoría monetaria y la gran crisis de la cooperativa de canguros del Capitolio». Los Sweeney eran miembros de una cooperativa de canguros: una asociación formada por unas 150 parejas jóvenes, en su mayoría trabajadores del Congreso, que se ahorraban el dinero de la atención infantil haciéndose cargo entre ellos de los niños de las demás parejas.
El hecho de que la cooperativa fuese relativamente grande suponía una gran ventaja, puesto que había bastantes probabilidades de encontrar a alguien capaz de ocuparse de los niños cuando, una noche, una pareja quería salir. Pero surgió un problema: ¿cómo podían asegurarse los fundadores de la cooperativa de que todo el mundo cumplía con la parte que le correspondía como canguro?
La cooperativa respondió con un sistema de vales canjeables: las parejas que se unían a la cooperativa recibían 20 cupones, válido cada uno para media hora de canguro. (Se esperaba que, al abandonar la cooperativa, entregasen el mismo número de vales.) Cada vez que se hacía un canguro, quienes dejaban a los niños entregaban a la pareja cuidadora el número de vales correspondiente. De este modo se aseguraban de que, con el tiempo, todas las parejas habrían hecho tantos canguros como habían solicitado, porque tendrían que recuperar los cupones entregados a cambio del servicio.
No obstante, al final, la cooperativa se metió en un lío enorme. De media, las parejas intentaban tener una reserva de cupones de canguro en los cajones del escritorio, por si acaso tenían que salir varias veces seguidas. Pero, por motivos en los que no vale la pena entrar ahora, se llegó a un punto en el que el número de cupones en circulación era notablemente inferior a la media de reserva que las parejas querían tener disponibles.
¿Qué había sucedido? Las parejas, nerviosas porque tenían poca reserva de cupones, se mostraban reticentes a salir hasta que hubieran aumentado las provisiones haciendo de canguro para otros niños. Pero, precisamente porque había muchas parejas reticentes a salir, las oportunidades de adquirir nuevos cupones cuidando a niños ajenos empezaron a escasear. Eso hizo que las parejas con menos cupones se mostrasen aún menos dispuestas a salir, y el volumen de canguros en la cooperativa cayó estrepitosamente.
En resumen, la cooperativa de canguros entró en una depresión que se prolongó hasta que los economistas del grupo lograron persuadir a la dirección de que incrementase el suministro de cupones.
¿Qué lección podemos extraer de esta historia? Si el lector responde que «ninguna», porque le parece demasiado trivial y simpática, es un error. La cooperativa de canguros del Capitolio era un sistema monetario real, aunque diminuto. Carecía de muchos de los elementos característicos del enorme sistema al que denominamos «economía mundial», pero contaba con un rasgo crucial para comprender lo que ha fallado en esa economía mundial; un rasgo que al parecer escapa, una vez tras otra, a la capacidad de comprensión de políticos y asesores.
¿Cuál es ese rasgo? Es el hecho de que tu gasto es mi ingreso y mi gasto es tu ingreso.
Es obvio, ¿verdad? Pero no lo es para muchas personas influyentes.
Por ejemplo, no cabe duda de que no le pareció tan obvio a John Boehner, el presidente de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, que mostró su oposición a los planes económicos de Obama. Sostenía que, como los estadounidenses lo estaban pasando mal, había llegado el momento de que el gobierno de los Estados Unidos también se apretase el cinturón. (Para gran consternación de los economistas liberales, Obama acabó haciéndose eco de esa misma línea de pensamiento en sus propios discursos.) La pregunta que Boehner no se hizo fue esta: si los ciudadanos de a pie se están estrechando el cinturón —están gastando menos— y el gobierno hace lo mismo, ¿quién comprará los productos estadounidenses?
De un modo similar, tampoco les resulta obvio a muchos dirigentes alemanes, que sugieren que el proceso que su país ha experimentado desde finales de la década de 1990 hasta hoy es un modelo a seguir por todo el mundo. La clave de ese proceso fue un cambio por parte de Alemania, que pasó del déficit al superávit comercial; esto es, pasó de comprar en el extranjero más de lo que vendía a la situación inversa. Pero eso solo pudo darse porque otros países (principalmente, del sur de Europa) entraron, a su vez, en un profundo déficit comercial. Ahora todos tenemos problemas, pero no podemos vender todos más de lo que compramos. Aun así, parece que los alemanes no lo captan; tal vez sea porque no quieren hacerlo.
Y como la cooperativa de canguros, debido a su simplicidad y escala reducida, contaba con este rasgo crucial —y nada obvio— que también es cierto en lo tocante a la economía mundial, las experiencias de la cooperativa pueden servir como «prueba de concepto» para algunas ideas económicas importantes. En este caso, podemos extraer al menos tres lecciones importantes.
Primero: sabemos que es perfectamente posible que se dé un nivel inadecuado de la demanda general. Cuando, en la cooperativa de canguros, los miembros que iban cortos de cupones decidieron dejar de gastarlos y renunciaron a salir por la noche, eso no provocó ningún automático y compensatorio incremento del gasto por parte de otros miembros de la cooperativa; al contrario, la reducida disponibilidad de oportunidades de cuidar a otros niños hizo que todo el mundo gastase menos. Personas como Brian Riedl tienen razón al decir que el gasto siempre se iguala a los ingresos: el número de cupones obtenidos en una semana siempre era igual al número de cupones gastados. Pero esto no significa que la gente siempre vaya a gastar suficiente para aprovechar toda la capacidad productiva de la economía; al contrario, puede significar que una capacidad suficiente no se aproveche y los ingresos bajen hasta el nivel de los gastos.
Segundo: una economía puede caer en una depresión real debido a los problemas con el magneto, esto es, por fallos en la coordinación, más que por una deficiencia de capacidad productiva. La cooperativa no tuvo problemas porque los miembros cuidasen mal a los niños, porque los impuestos fuesen demasiados altos, porque unos subsidios gubernamentales demasiado generosos provocasen un rechazo a la hora de aceptar el trabajo de canguros o porque, inexorablemente, estuvieran pagando caros los excesos cometidos en el pasado. Los problemas llegaron por una razón aparentemente trivial: las existencias de cupones eran demasiado bajas y eso generó un «lío de proporciones colosales», tal como decía Keynes, en el que cada miembro de la cooperativa intentaba hacer algo, a nivel individual —acumular cupones a los ya atesorados— que no podían sostener, en realidad, como grupo.
Comprender esta cuestión es crucial. La presente crisis de toda la economía mundial —una economía que es grosso modo 40 millones de veces la cooperativa de canguros— es, pese a toda esta diferencia de tamaño, muy parecida en su naturaleza a los problemas de la cooperativa. A nivel colectivo, los residentes del mundo intentan comprar menos cosas de las que pueden producir, para gastar menos de lo que ganan. Esto lo puede hacer un individuo, pero no una sociedad en su conjunto. El resultado de lo contrario es la devastación que nos rodea.
Permítanme que me extienda un poco más sobre esta cuestión y les ofrezca un avance simplificado de la explicación más detallada que llegará después. Si observamos el estado en que se encontraba el mundo en la víspera de la crisis —pongamos, entre 2005 y 2007—, tenemos ante nosotros un panorama en el que algunas personas prestaban alegremente mucho dinero a otras, que gastaban alegremente ese dinero. Las empresas estadounidenses prestaban su excedente de dinero a bancos de inversión, que a su vez utilizaban los fondos para financiar préstamos hipotecarios; los bancos alemanes prestaban su excedente de capital a bancos españoles, que también usaban los fondos para financiar créditos hipotecarios, etcétera. Algunos de esos préstamos se usaban para comprar casas nuevas, de modo que los fondos acababan gastándose en la construcción. Otros créditos usaban la casa como aval personal y se empleaban para adquirir bienes de consumo. Y como «tu gasto es mi ingreso», había abundancia de ventas y era relativamente fácil encontrar trabajo.
De repente, paró la música. Las entidades crediticias se volvieron mucha más cautelosas a la hora de conceder préstamos nuevos; la gente que había estado solicitando préstamos se vio obligada a recortar el gasto de forma radical. Y ahí viene el problema: no había nadie preparado para dar un paso adelante y gastar por ellos. De repente, el total de gasto en la economía mundial cayó, y como mi gasto es tu ingreso y tu gasto es mi ingreso, los ingresos y el empleo también cayeron.
Así pues ¿podemos hacer algo? Ahora llegamos a la tercera lección aprendida de la cooperativa de canguros: los grandes problemas económicos, en ocasiones, pueden tener soluciones fáciles. La cooperativa solventó el jaleo, simplemente, imprimiendo más cupones.
Esto plantea una pregunta inmediata: ¿podemos remediar la depresión global de la misma forma? ¿Imprimir más cupones de canguro —en nuestro caso, incrementar la oferta de dinero— es todo lo que necesitaríamos para que los estadounidenses volviesen a trabajar?
Bien, la verdad es que imprimir más cupones es la forma en la que normalmente salimos de las recesiones. En los últimos cincuenta años, la tarea de acabar con las recesiones ha sido cosa fundamentalmente de la Reserva Federal, que (a grandes rasgos) se ocupa de controlar la cantidad de dinero que circula en la economía; cuando la economía cae, la Reserva pone las prensas a trabajar. Y, hasta la fecha, siempre ha funcionado. Lo hizo espectacularmente bien tras la grave recesión de 1981-1982, que la Reserva pudo capear y, en unos pocos meses, dio pie a una rápida recuperación económica, apodada «Amanecer en América». También funcionó, aunque con más lentitud y titubeos, después de las recesiones de 1990-1991 y de 2001.
Sin embargo, esta vez, no ha funcionado. Acabo de decir que «a grandes rasgos», la Reserva controla el suministro de dinero; lo que controla en realidad es la «base monetaria», es decir, el total de moneda que tienen los bancos, sea en circulación, sea en reserva. Y aunque la Reserva Federal ha triplicado la base monetaria desde 2008, la economía sigue deprimida. ¿Significa esto que me equivoco, entonces, cuando digo que sufrimos de una demanda inadecuada?
No, no me equivoco. De hecho, el fracaso de la política económica a la hora de resolver esta crisis era predecible; y se predijo. Cuando escribí la versión original de mi libro El retorno de la economía de la depresión, ya en 1999 [2], pretendía sobre todo advertir a los estadounidenses de que Japón había llegado a un punto en el que imprimir más moneda no podía resucitar su economía deprimida; y que aquí, en Estados Unidos, nos podía pasar lo mismo. Ya entonces, otros muchos economistas compartían mis preocupaciones. Entre ellos estaba el mismísimo Ben Bernanke, ahora presidente de la Reserva Federal.
¿Qué nos ha pasado, entonces? Que nos vemos en la infeliz situación conocida como «trampa de la liquidez».
LA TRAMPA DE LA LIQUIDEZ
A mediados de la década pasada, la economía de Estados Unidos respondía a dos grandes motores: muchísima construcción inmobiliaria y un fuerte gasto de los consumidores. Ambas cosas, a su vez, se veían impulsadas por un precio de la vivienda muy elevado y siempre en aumento, lo cual llevaba tanto a una explosión de la construcción como a un gasto elevado por parte de los consumidores, que se sentían ricos. Pero, al final, resultó ser una burbuja basada en expectativas poco realistas. Y cuando la burbuja estalló, arrastró con ella la construcción y el gasto de los consumidores. En 2006, el momento cúspide de la burbuja, los constructores pusieron la primera piedra de 1,8 millones de viviendas; en 2010, solamente comenzaron 585.000. En 2006, los consumidores estadounidenses compraron 16,5 millones de coches y furgonetas; en 2010, solo compraron 11,6 millones. Durante casi un año, desde que estallara la burbuja inmobiliaria, la economía estadounidense logró mantener la cabeza fuera del agua incrementando las exportaciones; pero a finales de 2007 se ahogó y todavía no se ha recuperado realmente.
La Reserva Federal, tal como mencioné antes, respondió con un rápido incremento de la base monetaria. No obstante, la Reserva —a diferencia de la junta directora de la cooperativa de canguros— no reparte cupones entre las familias; cuando quiere aumentar el abastecimiento de dinero, fundamentalmente le presta los fondos a los bancos, con la esperanza de que, a su vez, los bancos vuelvan a prestarlos. (Por lo general, compra bonos de los bancos, más que realizar préstamos directos; pero es más o menos lo mismo.)
Esto suena muy distinto de lo que se hizo en la cooperativa, pero en realidad no es tan diferente. Recordemos que, según las reglas de la cooperativa, al abandonarla había que devolver tantos cupones como se recibieron al entrar; por lo tanto, estos cupones eran, en cierto modo, un préstamo de la Administración. En consecuencia, incrementar las reservas de cupones no hacía más ricas a las parejas: seguían teniendo que hacer el mismo número de canguros que les hacían a ellos. Pero sí sucedió que consiguieron más liquidez; aumentaron su capacidad de gastar cuando quisieran, sin tener que preocuparse porque se les terminasen los fondos.
Ahora bien, aquí fuera, en el mundo que no es la cooperativa, las personas y las empresas siempre pueden aumentar su liquidez, pero con costes: pueden pedir dinero prestado, pero tendrán que pagar intereses por ello. Lo que la Reserva Federal puede hacer al inyectar más dinero a los bancos es bajar la tasa de interés, o sea, el precio de la liquidez; y también, por supuesto, el precio de los préstamos para financiar inversiones u otros gastos. Por tanto, en una economía que no sea la de la cooperativa de canguros, si la Reserva puede manejar la economía es por la vía de su capacidad para alterar las tasas de interés.
Pero, he aquí la cuestión: solo puede bajar esas tasas hasta un punto. En concreto, no puede bajarlas por debajo de cero; porque cuando las tasas se acercan al cero, sentarse encima del propio dinero pasa a ser mejor opción que prestarlo a otras personas. Y en la depresión actual, la Reserva no tardó en tocar este «límite inferior»: empezó a rebajar las tasas de interés a finales de 2007 y había tocado el cero a finales de 2008. Por desgracia, la tasa cero todavía no resultó lo suficientemente baja, con todo el daño que había hecho el estallido de la burbuja inmobiliaria. El gasto de los consumidores seguía siendo escaso; la vivienda seguía sin remontar; la inversión empresarial era baja, porque ¿para qué expandirse si las ventas no son fuertes? Y el desempleo continuaba desastrosamente por las nubes.
Y he aquí la trampa de la liquidez: es lo que sucede cuando ni siquiera el cero es lo suficientemente bajo; cuando la Reserva Federal ha saturado la economía con liquidez hasta el punto en que tener más efectivo ya no supone ningún coste, pero la demanda general sigue siendo demasiado escasa.
Déjenme volver una última vez a la cooperativa de canguros, para ofrecer lo que espero que sea una analogía útil. Supongamos que, por alguna razón, todos los miembros de la cooperativa (o al menos la gran mayoría) deciden que este año quieren lograr un superávit: dedicarán más tiempo a atender a los niños de otras personas que el total de canguros que reciban a cambio, de modo que el año siguiente puedan hacerlo a la inversa. En ese caso, la cooperativa habría tenido un problema, sin que importara la cantidad de cupones que la junta directiva hubiera repartido. Cualquier pareja, de forma individual, podría acumular cupones y guardarlos para el año siguiente; pero la cooperativa en su conjunto no podría hacerlo, puesto que el tiempo de cuidar a los niños no se puede almacenar. Por tanto, se habría dado una contradicción fundamental entre lo que las parejas querían hacer a nivel individual y lo que se podía hacer a nivel de toda la cooperativa: a nivel colectivo, los miembros de la cooperativa no podían gastar menos de lo que ingresaban. Esto nos lleva de nuevo al punto clave ya indicado de que mi gasto es tu ingreso y tu gasto es mi ingreso. El resultado de que las parejas tratasen de hacer a nivel individual algo que no podían emprender como grupo habría sido, realmente, una cooperativa en depresión (y probable quiebra), sin que importase lo liberal que fuera la política sobre los cupones.
Esto es, más o menos, lo que ha pasado en Estados Unidos y en la economía mundial en su conjunto. Cuando, de repente, todos decidieron que los niveles de deuda eran demasiado altos, los deudores se vieron obligados a gastar menos; pero los acreedores no estaban dispuestos a gastar más, y el resultado de ello ha sido una depresión; no una Gran Depresión, pero sí una depresión, sin lugar a dudas.
Ahora bien, seguro que hay formas de arreglarlo. No puede tener sentido que una parte tan grande de la capacidad productiva del mundo se quede ociosa y que tanta gente que ansia trabajar no pueda encontrar un empleo. Y sí, desde luego, hay formas de salir de aquí. Pero antes de ocuparnos del tema, hablemos un poco sobre los puntos de vista de aquellos que no dan ninguna credibilidad a lo que acabo de decir.
¿ES UNA CUESTIÓN ESTRUCTURAL?
Creo que a nuestra actual oferta de mano de obra le falta adaptabilidad y capacitación. No puede responder a las oportunidades que la industria podría ofrecer. Esto genera una situación de gran desigualdad: pleno empleo, muchas horas extraordinarias, sueldos elevados y una prosperidad notoria para determinados grupos favorecidos, en compañía de sueldos bajos, pocas horas de trabajo, desempleo y, posiblemente, la miseria para otros.
Ewan Clague
Esta cita pertenece a un artículo del Journal ofthe American Statistical Association. Es un comentario que podemos oír hoy mismo en muchos lugares: que nuestros problemas esenciales van más allá de la mera falta de demanda; que demasiados trabajadores carecen de la preparación que requiere la economía del siglo xxi; que hay demasiados que siguen atascados en posiciones o industrias equivocadas.
Ahora tengo que reconocer que he hecho un poco de trampa: el artículo en cuestión se publicó en 1935. El autor afirmaba que, aunque algo provocase un gran incremento en la demanda de trabajadores estadounidenses, el desempleo seguiría por las nubes, porque aquellos candidatos no estaban a la altura del trabajo. Pero se equivocaba del todo: cuando por fin llegó ese incremento de la demanda, gracias a la carrera militar que precedió a la entrada de Estados Unidos en la segunda guerra mundial, todos aquellos millones de trabajadores desempleados resultaron estar perfectamente capacitados para reanudar un papel productivo.
Solo que ahora, como entonces, parece que hay una tendencia incontenible —que no se limita a un solo bando de la divisoria política— a considerar que nuestros problemas son «estructurales» y no se resolverán fácilmente con un aumento de la demanda. Si se-güimos con la analogía de los «problemas del magneto», lo que defienden muchas personas influyentes es que sustituir la batería no va a funcionar, porque seguro que también hay grandes problemas con el motor y la transmisión.
En ocasiones, este argumento se describe como una ausencia general de las aptitudes precisas. Por ejemplo, el expresidente de Estados Unidos Bill Clinton (ya les dije que no era nada específico de un bando de la divisoria política) afirmó en el programa de televisión 60 minutes que el desempleo seguía siendo elevado «porque la gente carecía de las aptitudes laborales necesarias para los puestos disponibles». En ocasiones, se explica aduciendo que es una simple cuestión de tecnología, lo que ha hecho innecesario al trabajador; todo esto es lo que parecía decir el presidente Obama cuando afirmó en el Today Show:
En nuestra economía, hay algunas cuestiones estructurales en las que muchas empresas han aprendido a ser mucho más eficientes con menos trabajadores. Se ve en los bancos, cuando usamos el cajero; no nos hace falta acudir a la ventanilla. O cuando en los aeropuertos usamos los terminales automatizados, en lugar de la puerta. (La cursiva es mía.)
Más habitual es la afirmación de que no podemos esperar pleno empleo a corto plazo, porque antes de transferir a otros puestos a los trabajadores del sector de la vivienda, hinchado en exceso, se requiere formarlos de nuevo. Veamos lo que dice Charles Plosser, presidente del Banco de la Reserva Federal de Richmond, una de las voces contrarias a las políticas de ampliación de la demanda:
No se puede convertir fácilmente a un carpintero en un enfermero, ni a un corredor de hipotecas en el experto en ordenadores de una planta de producción. Al final, este personal acabará ordenándose solo. La gente recibirá nueva formación y encontrará trabajo en otras industrias. Pero la política monetaria no puede dar una nueva formación a las personas. La política monetaria no puede arreglar esos problemas. (La cursiva es mía.)
Bien, pues ¿cómo sabemos que todo esto es un error?
Parte de la respuesta es que el panorama implícito del desempleo, según lo plantea Plosser —que el típico desempleado es alguien que pertenecía al sector de la construcción y no se ha adaptado al mundo después de la burbuja inmobiliaria— constituye una equivocación. De los 13 millones de estadounidenses sin empleo en octubre de 2011, solo 1,1 millón —esto es, solo el 8 por 100— había trabajado antes en la construcción.
En líneas más generales, si el problema es que muchos trabajadores cuentan con una formación inadecuada o están en el lugar equivocado, entonces a los trabajadores con aptitudes adecuadas y en el lugar idóneo debería irles bien. Tendrían que contar con pleno empleo y sueldos al alza. Pero ¿dónde está esta gente?
Para ser justos, hay pleno empleo, e incluso escasez de mano de obra, en las Llanuras Altas: Nebraska y las dos Dakota tienen una tasa de desempleo baja, desde el punto de vista histórico, en gran medida gracias a un aumento en la extracción de gas. Pero si sumamos la población de estos tres estados, estamos tan solo un poco por encima de la de Brooklyn; y el desempleo es elevado en el resto de lugares.
Y no hay trabajos o colectivos cualificados importantes a los que les vaya bien. Entre 2007 y 2010, el desempleo se duplicó, aproximadamente, en casi todas las categorías: obreros o trabajadores de camisa y corbata, producción o servicios, personas con estudios superiores o sin formación. Nadie conseguía grandes aumentos de sueldo; de hecho, como ya hemos visto en el capítulo 1, los licenciados superiores sufrieron recortes de sueldo fuera de lo habitual, porque se vieron obligados a aceptar trabajos en los que no se valoraba su formación.
En pocas palabras: si tuviéramos una tasa de desempleo colosal porque demasiados trabajadores carecieran de la formación adecuada, tendríamos que poder encontrar a un número significativo de trabajadores que sí estuvieran gozando de prosperidad; y no podemos. Lo que nos encontramos, en su lugar, es un empobrecimiento general: lo que sucede cuando la economía sufre de una demanda inadecuada.
Así pues, nos encontramos con una economía mutilada por la escasez de la demanda; el sector privado, a nivel colectivo, intenta gastar menos de lo que gana, y la consecuencia es que los ingresos han caído. Pero estamos en una trampa de liquidez: la Reserva Federal ya no puede convencer al sector privado de que gaste más solo con aumentar la cantidad de dinero en circulación. ¿Qué solución hay? La respuesta es obvia… El problema es que haya tantas personas influyentes que se nieguen a ver esta respuesta obvia.
EL GASTO, NUESTRO CAMINO HACIA LA PROSPERIDAD
Mediado 1939, la economía de Estados Unidos había superado ya la peor parte de la Gran Depresión, pero la depresión no se había terminado, en absoluto. El gobierno aún no recogía datos exhaustivos sobre el empleo y el desempleo, pero podemos decir que, en el mejor de los casos, la tasa de desempleo, tal como la definimos hoy, estaba por encima del 11 por 100. Y a muchas personas aquello les parecía un estado permanente: el optimismo de los primeros años del New Deal había sufrido un fuerte revés en 1937, cuando la economía se vio afectada por una segunda recesión grave.
Pero al cabo de dos años, la economía estaba en auge y el desempleo descendía. ¿Qué pasó?
La respuesta es que, por fin, alguien empezó a gastar lo suficiente como para que la economía se animase otra vez. Y ese «alguien», por supuesto, fue el gobierno.
El objetivo de aquel gasto era, básicamente, destruir más que construir; tal como lo formularon los economistas Robert Gordon y Robert Krenn, en el verano de 1940 la economía de Estados Unidos «fue a la guerra». Bastante antes de Pearl Harbor, el gasto militar se elevó mientras Estados Unidos corría a sustituir los barcos y otro armamento enviado a Gran Bretaña como parte del programa de Préstamo y Arriendo; y se construían a toda prisa campamentos militares para albergar a los millones de reclutas nuevos incorporados tras el llamamiento a filas. Cuando el gasto militar empezó a crear empleos y aumentaron los ingresos familiares, también se recuperó el gasto de los consumidores (que a la postre se vería reducido por el racionamiento, pero eso llegaría más tarde). Cuando las empresas vieron que subían las ventas, respondieron a su vez aumentando también el gasto.
Y así fue como terminó la Depresión, y todos aquellos trabajadores con tan poca «adaptabilidad y capacitación» volvieron a trabajar.
¿Qué importancia tenía que el gasto fuera para programas de Defensa, y no nacionales? En términos económicos, no importó en absoluto: el gasto crea demanda, sea para lo que sea. En términos políticos, por supuesto que importaba, y muchísimo: durante la Depresión, muchas voces influyentes advirtieron sobre los peligros de un gasto gubernamental excesivo y, en consecuencia, todos los programas de creación de empleo del New Deal fueron siempre demasiado pequeños, dado el calado de la crisis. Lo que se consiguió con la amenaza de guerra fue silenciar por fin las voces del conservadurismo fiscal y abrir la puerta a la recuperación; y por eso bromeaba yo, en el verano de 2011, y decía que lo que necesitamos de verdad es un amago de invasión alienígena que provoque un gasto masivo en la defensa antialienígena.
Pero la cuestión fundamental es que lo que ahora necesitamos para salir de la depresión actual es otro arranque de gasto gubernamental.
¿De verdad es tan sencillo? ¿Sería, de verdad, tan fácil? Pues sí; básicamente, sí. Es muy necesario hablar del papel de la política monetaria, de las implicaciones del endeudamiento gubernamental y de lo que hay que hacer para asegurar que la economía no vuelva a recaer en una depresión cuando se pare el gasto del gobierno. Tenemos que hablar sobre las formas de reducir el exceso de deuda privada, que posiblemente se encuentra en la raíz de nuestra crisis. También tenemos que hablar sobre cuestiones internacionales; en especial, de la peculiar trampa que Europa se ha tendido a sí misma. De todo esto me ocuparé a lo largo de este libro. Pero la noción clave —que lo que el mundo necesita ahora es que los gobiernos aumenten el gasto para sacarnos de esta depresión— sigue siendo la misma. Terminar con esta depresión debería ser, y puede ser, casi increíblemente fácil.
¿Por qué no lo hacemos, entonces? Para responder a esta pregunta, tenemos que fijarnos en ciertos aspectos de la historia económica y, aún más importante, la historia política. Pero antes, ocupémonos un poco más de la crisis de 2008, que nos metió en esta depresión.