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Amos Parnell se sentó en su oficina situada en el cuarto de operaciones central de la base DuQuesne, y contempló horrorizado su terminal. El enérgico JON parecía hundido, envejecido, y su cara tenía un aspecto macilento.

Su destacamento había regresado al sistema Barnett hacía menos de diez horas, después de su lento tránsito desde Yeltsin y de lo que los supuestos historiadores denominarían batalla de Yeltsin. «Masacre de Yeltsin» sería más apropiado, y era por su culpa. Se había tragado el anzuelo de los manticorianos hasta el fondo.

Cerró los ojos y cubrió su cara con las manos; era un hombre derrotado. No solo por culpa de los manticorianos, sino también por sí mismo. Había viajado a Yeltsin creyendo que tenía una ventaja de tres a uno, solo para encontrarse con una fuerza superior a la suya. De alguna forma, los manticorianos y sus aliados habían maniobrado sus efectivos de manera magistral. Era como si tuviesen el don de la clarividencia, como si hubieran sido capaces de ver cada movimiento que él hacía en tiempo real.

Lo habían cogido por sorpresa. Una cuarta parte de su flota había quedado destruida o seriamente dañada casi antes de saber que el enemigo estaba allí, y no tenía idea de cómo había conseguido salir con vida de la trampa mortal. No lo recordaba. Podría ver los videos de nuevo y acceder a las órdenes que había dado, pero no recordaba haberlas dado. Fue todo una pesadilla de decisiones relámpago e improvisación desesperada que de algún modo lo condujo hasta Yeltsin con apenas la mitad de las naves con las que había partido, y la mitad de estas había sufrido tantos daños que su regreso a Barnett llevó más del doble de tiempo de lo habitual.

Y ahora aquello. El presidente estaba muerto. El Gobierno al completo lo estaba, así como su propio padre, su hermana pequeña, su hermano, tres de sus primos y casi todas sus familias; y los causantes habían sido del personal de la Armada.

Apretó los dientes ante el dolor que le ocasionaba tal pensamiento. La trampa de los manticorianos en Hancock había tenido un mayor éxito que la emboscada de Yeltsin en la que él había caído. Un dieciséis por ciento (el mejor dieciséis por ciento) de las naves de línea de la Armada había desaparecido, e incluso con la armada luchando y muriendo en la frontera, una facción de su personal había cometido un asesinato masivo contra su propia gente. Sintió como la vergüenza lo aguijoneaba, y pensó durante un largo momento en de la pistola de pulsos que guardaba en el cajón de su despacho. Todo se resolvería con solo apretar el botón…, pero le debía a la república más que eso. Debía hacer todo lo posible por capear el temporal.

La puerta de su oficina se abrió, y retiró las manos para alzar la vista. El comodoro Perot permaneció en el umbral, y Parnell comenzó a hablar para exigir saber la razón de la intrusión, pero se detuvo.

El comodoro no estaba solo, ya que dos hombres y una mujer estaban detrás de él. Vestían el uniforme de Seglnt, y la cara de Perot era una máscara de color gris ceniza.

Uno de los hombres de Seglnt tocó el hombro de Perot y este entró en la oficina con expresión de aturdimiento. Parnell se puso rígido y volvió a abrir la boca una vez más, pero la mujer habló antes que él.

—¿Almirante Amos Daughtry Parnell? —Sonó dura y cortante, más como una acusación que como pregunta.

—¿Qué significa todo esto? —Parnell intentó que sus palabras resultaran desafiantes, pero pudo escuchar como le temblaba la voz.

—Almirante Parnell, soy la subsecretaría especial de seguridad, Cordelia Ransom, y es mi deber informarle de que está bajo arresto.

—¿Bajo arresto? —Parnell la miró estupefacto mientras ella extraía una hoja de papel de su bolsillo—. ¿Cuáles son los cargos?

—Alta traición —respondió Ransom con la misma voz granítica. Depositó la hoja sobre la mesa y el almirante la estudió aún confuso, para luego sujetarla entre manos temblorosas.

A juzgar por la fecha, la orden de detención de Seglnt debía de haber sido escrita horas después de la llegada de su despacho a Haven, y como todas las órdenes de detención del departamento, su contenido era un tanto vago. Los cargos se listaban en frases concisas y sin ceremonias, pero no hablaban demasiado de los detalles.

Leyó las acusaciones despacio, incapaz de creer lo que estaba ocurriendo, y entonces llegó a la última página. Después de todo no era una orden estándar, ya que la firma había cambiado. El espacio que recogía la autorización de Seglnt. Para el arresto de Parnell mostraba otro nombre y título, y los leyó con pasmo.

«Por orden de Rob S. Fierre, presidente en funciones, Comité de Seguridad Pública».

* * *

La dama Honor Harrington entró en la sala de reuniones. Se quitó la gorra blanca y Nimitz se contoneó sobre su hombro mientras ella guardaba la gorra bajo la charretera izquierda y miraba al hombre que la esperaba.

El vicealmirante sir Yancey Parles le devolvió la mirada. Sintió sus emociones gracias al vínculo con el ramafelino, y comprobó que aún no era bien recibida. No la sorprendía. No podía saber qué prejuicios tenía Parks contra ella, aunque llegó a la conclusión de que tampoco importaba mucho. Incompatibilidad de caracteres, simple y llanamente.

Aun así, eran profesionales. No tenían que gustarse, y de igual forma que sentía el disgusto que Parks le profesaba, también advertía la determinación para con su deber. Era una pena, pensó, que él no pudiera leer sus emociones. Tal vez esa clase de entendimiento podría haber arreglado sus diferencias. O tal vez no.

—Acabo de leer el informe de su doctor sobre el almirante Sarnow —dijo Parks de manera un tanto abrupta—. Debo decir que estoy impresionado. Muy impresionado.

—Sí, señor. El comandante Montoya es uno de los mejores doctores que he conocido…, como puede atestiguar mi propia experiencia.

—Comprendo. —Los labios de Parks se torcieron en una sonrisa austera, y señaló una silla—. ¡Siéntese, capitana, siéntese! —Su voz exhibía un toque quisquilloso, y la miró con ojos lóbregos mientras ella obedecía.

—Les debo al almirante Sarnow y a usted el mayor de los agradecimientos. —A Parks no le gustaba admitirlo, pero lo hizo—. Por supuesto, debió ceder el mando al capitán Rubenstein, pero en vista de la situación táctica y del resultado respaldo su decisión; el despacho que he dirigido al almirante Caparelli aprueba su conducta y la alaba por su habilidad y valentía.

—Gracias, señor —dijo Honor quedamente, y tocó a Nimitz mientras este se removía en su hombro.

—También he leído su informe acerca de… los incidentes del enfrentamiento —continuó Parks en tono monocorde—, y he recibido los testimonios de todos los capitanes supervivientes. A la luz de estos, y de los registros de comunicaciones de la base de datos del Brujo, no hay duda de que lord Young ordenó que su escuadrón se dispersara sin autorización, y que retiró de la batalla a su nave contra sus órdenes directas. La situación es complicada ya que, de hecho, él es de mayor graduación que usted, pero Young no tenía forma alguna de saber que el almirante Sarnow estaba incapacitado. En el momento en que tomó su decisión lo hizo contra lo que creía eran las órdenes del almirante Sarnow, y por lo tanto desafió a su superior en presencia del enemigo. Por consiguiente, no tengo más remedio que relevarlo del mando y formar un tribunal que juzgue su actuación.

Hizo una pausa y Honor lo contempló en silencio. Ya sabía lo del tribunal. Puede que no le gustara Parks, pero había que admitir que había actuado con presteza y generosidad, al menos en lo referente al destacamento. Claro está, pensó con cinismo, que no quedaban muchos con los que ser generoso. La fuerza de Sarnow había sufrido doce mil bajas mortales, y ninguna de ellas había sido necesaria.

Sabía que nunca sería capaz de perdonar a Parks por dejar que ocurriera aquello, aunque sabía que había actuado con la mejor de las intenciones. Podía haber cometido un error, pero era imposible que supiera de la existencia de los satélites espías repos cuando tomó la decisión. En cuanto se enteró, procedió de manera rápida y expeditiva. Como prueba estaban los hechos: la conquista de Seaford Nueve y la destrucción total de la presencia militar repo en su zona de mando así lo atestiguaba.

Pero Parks sabía cuánto debía al destacamento. Había sido más que generoso en sus loas, y ya había visto las condecoraciones que había propuesto a la reina. Ella estaba en la lista, además de Sarnow, Banton, Van Slyke y una decena de oficiales, así como el doble de soldados y personal. Habría demasiadas medallas póstumas, pero Parks había hecho todo lo que había podido, y su informe sobre sus propias acciones era totalmente sincero. Admitía sus errores y también alababa al almirante Sarnow y a sus oficiales, además de al personal bajo su mando.

Excepto en el caso de lord Pavel Young. Young había sido relevado del mando y arrestado incluso antes de que Parks marchara hacia Seaford, y la comodoro Capra había grabado el testimonio de Honor para el tribunal militar. Ahora esperaba a oír el veredicto.

—Es la opinión de los oficiales a bordo —dijo Parks despacio— que lord Young ha demostrado una total falta de competencia a la hora de comandar una nave de la reina. El tribunal concluye que la confusión en la red de defensa antimisiles provocada por su retirada fue directamente responsable de un número indeterminado, pero sustancial, de bajas en el resto de las naves del destacamento. Es recomendación del comité disciplinario, que yo también aconsejo… —hizo una pausa y miró directamente a los ojos de Honor—, que lord Young regrese a Mantícora, donde será juzgado por un consejo de guerra acusado de cobardía y deserción en combate.

Las fosas nasales de Honor temblaron, y Nimitz siseó. Una salvaje sensación de satisfacción la recorrió, fría y venenosa, pero no exultante. Parks se sentó en silencio sin dejar de mirarla, y ella inhaló y cuadró los hombros.

—Gracias, señor. En nombre de todos los nuestros.

—¡Oh, a propósito, dama Honor! Casi olvido mencionar que se encontrará con otro pasajero aguardándola en el Nike.

—¿Otro pasajero, señor? —Honor se giró en el umbral de la escotilla, con aire confundido, y Parks rio entrecortadamente.

—Parece que el capitán Tankersley fue ascendido de capitán inferior a capitán de lista justo antes del ataque repo. Por tanto, su graduación es demasiado alta para permanecer como primer oficial de la base, y ya que, hum, lo hizo muy bien cuando se encargó de los problemas mecánicos del Nike, pensé que sería apropiado que volviera a Mantícora a bordo de él para su posterior reasignación.

Honor lo miró con una mezcla de estupefacción y alborozo, y Parks le dedicó la primera sonrisa auténtica que veía en él.

—Confío en que los dos tengan de qué hablar durante el viaje, capitana Harrington.