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El presidente hereditario Harris estudió el salón, exquisitamente decorado, y trató de ocultar su preocupación. Era su cumpleaños, y la horda de aduladores se había reunido como años anteriores, aunque en esta ocasión había una diferencia. El tintineo suave y el estrépito de la vajilla eran los de siempre; la casi absoluta ausencia de conversación, no.

Su boca se retorció en una mueca de tristeza, y extendió el brazo para agarrar el vaso de vino. Por supuesto que no había conversación; nadie quería hablar sobre lo que todos sabían que era cierto.

Bebió un largo trago sin apreciar apenas su delicioso buqué, y dejó que sus ojos recorrieran la mesa. Como ocurría en cada conmemoración del Día del Presidente, el gobierno de la república se paralizaba virtualmente durante la celebración, ya que cualquiera con una mínima posición en él tenía que acudir. Solo Ron Bergren y Oscar Saint-Just estaban ausentes. El ministro de Asuntos Exteriores había partido hacia la confluencia de gusano Erewhon, de camino a la Liga Solariana, donde realizaría un desesperado (y probablemente fútil) intento de convencerlos de que había sido Mantícora quien había iniciado la guerra. Saint-Just, por otro lado, había estado trabajando dieciocho horas al día desde el asesinato de Constance, sin muchos resultados a la hora de averiguar la identidad de sus asesinos. Pero los demás miembros del gabinete habían asistido, como también los legislaturistas más prominentes de Haven y sus familiares más próximos. Harris depositó el vaso en su lugar y clavó la mirada en el fondo de la copa. A pesar del forzado aire de festividad, pendía una tensión terrible en la habitación, ya que el creciente miedo ocasionado por el inesperado Pinato de Constance había sido inflamado por los desastrosos informes legaban de la frontera.

Se habían metido de lleno en la trampa. Harris tenía que admitirlo. Habían preparado sus planes confiados en que el juego se desarrollaría como siempre, solo para descubrir que, tras cincuenta años de conquistas, habían terminado por encontrarse con un enemigo aún más astuto que ellos.

Había leído los despachos. Teniendo en cuenta lo que el almirante Rollins sabía, Harris tenía que conceder que no tuvo otra elección que atacar el sistema Hancock, aunque en retrospectiva resultaba evidente que los manticorianos conocían la existencia de la red «secreta» Argus. La habían usado para ofrecer a Rollins un cebo irresistible al «retirar» sus fuerzas, y el resultado había sido devastador. La llegada de los acorazados que habían obligado a la almirante Chin a rendirse ya era mala de por sí, pero no había supuesto el final. ¡Oh, claro que no! ¡Por supuesto que no era el fin!

Harris tembló. La segunda parte de la trampa manticoriana había fallado por muy poco, ya que el resto del destacamento «disperso» del almirante Parks salió del hiperespacio con treinta minutos de retraso para interceptar a Rollins antes de que huyera, aunque su marcha no lo había salvado. Reforzado hasta el punto de reagrupar un tercio de la fuerza de la que disponía antes de la guerra, Parks puso rumbo hacia Seaford Nueve y el destacamento debilitado de Rollins. Los defensores de Seaford habían destruido un par de naves y dañado al resto, pero solo tres de sus naves de línea habían sobrevivido, y el buque insignia de Rollins no era uno de ellos. La NAP Barnett había estallado al inicio de la batalla, acabando con la vida de Rollins y todo su personal, y la confusión resultante a causa del agujero en la cadena de mando hizo que todo terminara rápido.

Entonces Parks dejó un escuadrón para conservar Seaford y regresó a Hancock, justo a tiempo para encontrarse con el almirante Coatsworth, que esperaba reunirse allí con Rollins. Al menos Coatsworth había conservado la mayor parte de sus naves, aunque los escuadrones de vanguardia habían quedado muy mermados, y al carecer de las instalaciones de reparación de Seaford se había visto obligado a volver a Barnett con sus unidades dañadas, mientras que sus correos informaban del desastre a Haven.

Información Pública había preparado una cortina de humo, pero los rumores se habían filtrado. Esa fue la razón de que Harris siguiera adelante con la celebración de su cumpleaños, en un esfuerzo por convencer a la gente de que «todo marchaba igual que siempre». No esperaba que surtiera efecto. Lo único que podría calmar al pueblo serían las noticias de que el ataque del almirante Parnell sobre la estrella de Yeltsin había tenido éxito, y faltaba una semana para que el informe acerca de la victoria llegara a Haven.

Suponiendo, claro está, que tuviera una victoria de la que informar. Harris sonrió ante sus propios pensamientos sombríos y se enderezó en la silla. Lo que no iba a ayudar, desde luego, era que el presidente acusara la impresión de que su mejor amigo había muerto, y…

Sus pensamientos cesaron cuando el jefe de seguridad caminó con rapidez hacia él. La expresión del hombre de seguridad era neutra, pero su lenguaje corporal decía otra cosa.

—¿Qué ocurre, Eric? —preguntó el presidente.

—No lo sé, señor. —El acento típico de Nueva Ginebra sonó con más énfasis y ansiedad de lo normal—. El control de tráfico principal ha detectado media decena de lanzaderas de la Armada entrando en el espacio aéreo sin permiso.

—¿Sin permiso? —Harris echó la silla hacia atrás y se puso en pie—. ¿Hacia dónde se dirigen? ¿Qué le dijeron a control cuando preguntó?

—Dijeron que se trataba de una misión de entrenamiento no planeada autorizada por Seguridad Naval para poner a prueba la respuesta del control de tráfico, señor presidente.

—¿Una prueba de seguridad? —Harris se limpió la boca con la servilleta y la dejó delante de su plato—. Bien, supongo que tiene cierto sentido dadas las circunstancias, pero contacte con el ministro Saint-Just y con Seglnt para que lo confirmen.

—Lo intentamos, señor, pero no damos con el ministro.

—Entonces póngase en contacto con el subsecretario Singh. Alguien debe de saber…

El hombre de las fuerzas de seguridad presidenciales se puso rígido, presionó la mano contra el receptor en su oreja y luego su rostro perdió el color. Agarró al presidente por la manga y Harris se quedó pasmado cuando tiró de él hacia una salida.

—¡Eric! ¡¿Qué demonios…?!

—Esas lanzaderas acaban de cambiar de rumbo, señor presidente. Vienen justo hacia aquí, y…

El hombre nunca pudo terminar su frase, puesto que siete lanzaderas de asalto de la Armada popular rugieron sobre el palacio en ese momento. Cuatro cabezas armadas de cinco mil kilogramos cada una, equipadas con guías de precisión, impactaron sobre el salón presidencial, y Sydney Harris, su esposa, sus tres hijos y su gabinete entero, junto con todos sus consejeros de confianza, dejaron de existir en una bola de fuego de explosivo químico.

Cinco segundos después, el propio palacio era poco más que basura ardiente esparcida por el terreno repleto de cráteres que una vez había sido su emplazamiento.

* * *

—Damas y caballeros del Quorum, estoy espantado ante la escala de este acto de traición. —Robert Stanton Pierre sacudió la cabeza con tristeza mientras miraba los aturdidos rostros del Senado popular y hablaba en el silencio más absoluto. A todos los efectos, el Gobierno entero de la República Popular de Haven había sido erradicado junto con los líderes de cada familia legislaturista de importancia, por lo que el impacto del desastre aún sacudía el ánimo en las mentes de los integrantes del Senado.

»El hecho de que el personal de Seguridad Interna de Saint-Just fuera capaz de interceptar y aniquilar a los traidores no merma la magnitud de lo sucedido —continuó Pierre—. ¡No solo nuestros líderes y sus familias han sido brutalmente asesinados, sino que los traidores formaban parte del mismo ejército! El comodoro Danton ha confirmado que las lanzaderas que llevaron a cabo el ataque seguían órdenes oficiales…, órdenes que hubieran sido borradas de la base de datos por otros traidores si no hubiera sido por la acción de miembros leales. Lamento las bajas que estos fieles hombres y mujeres sufrieron en el tiroteo organizado en el cuartel general del comodoro, pero la presencia de los traidores que lo provocaron, junto con su rapidez a la hora de responder de forma violenta cuando fueron descubiertos, nos hace pensar en las más graves sospechas. Dadas las circunstancias, no tenemos otra opción que afrontar lo peor, al menos hasta que una investigación a fondo esclarezca estos terribles sucesos».

—¡Portavoz! —exclamó un diputado recién nombrado y de aspecto saludable. Pierre asintió.

—La sala cede la palabra al señor Guzmán.

—¿Qué quiere decir con «afrontar lo peor», señor portavoz?

—Quiero decir que hemos de afrontar la más grave crisis de nuestra historia —respondió Pierre con suavidad—. Este ataque ha sido organizado por personal de la Armada tras la peor derrota que jamás ha sufrido nuestra flota. Debemos preguntarnos quién fue el responsable que autorizó que esas lanzaderas realizaran su «ejercicio». Debemos preguntarnos quién tema motivos para temer la reacción del Gobierno por su fracaso en el sistema Hancock y la pérdida de Seaford Nueve.

—¡¿Está sugiriendo que oficiales de alta graduación de la Armada fueron los responsables?!

—Solo sugiero que, hasta que sepamos quién fue el responsable, no debemos descartar ninguna posibilidad, por terrible que sea —replicó Pierre despacio—. Espero con todo mi corazón que esté cometiendo una grave injusticia al sugerir tal cosa, pero hasta que estemos seguros, alguien debe afrontar los designios del Gobierno. Se lo debemos a la república.

—¿Nosotros se lo debemos a la república? —preguntó alguien sin esperar respuesta, y Pierre asintió torvamente.

—El Gobierno ha sido destruido, damas y caballeros. El ministro Saint-Just y el ministro Bergren son los únicos supervivientes, y solo el ministro Saint-Just se encuentra en la actualidad en Haven. Ya me ha informado de que, como sucesor de Palmer-Levy, no se siente cualificado ni capaz de asumir el gobierno. Lo que quiere decir que nosotros, los representantes del pueblo, no tenemos otra opción que asumir el gobierno en funciones hasta que el anterior pueda ser restablecido.

—¿Nosotros? —gruñó alguien, y Pierre asintió de nuevo.

—Ya sé que no tenemos mucha experiencia, ¿pero hay alguien más? —Contempló desesperanzado a la audiencia—. Estamos en guerra con el Reino Estelar de Mantícora y sus lacayos. En tiempos tan peligrosos, la república no puede arriesgarse a debilitarse por la pérdida de liderazgo, y hasta que sepamos que el Ejército es de fiar, no sería prudente depender de ellos. Debido a estos acontecimientos, no nos queda más remedio que asumir nuestra responsabilidad y proporcionar la estabilidad que tan desesperadamente necesitamos, constituyéndonos como Comité para la Seguridad Pública y arrogándonos el mando del Estado.

El Quorum popular observó a su portavoz asombrado. Después de tantas décadas de funcionar como un mero títere que aprobaba políticas ajenas, apenas una fracción de ellos tenía una mínima idea de cómo gobernar. El mero pensamiento los aterraba, aunque ninguno se veía capaz de negar la lógica de los argumentos de Pierre. Alguien tenía que hacerse con el control, y si existía el peligro de un golpe de Estado…

Pierre dejó que el silencio se extendiera durante un buen rato, y luego se aclaró la garganta.

—Sobre la base de mi propia autoridad, he discutido nuestra crítica situación con el ministro Saint-Just. Se está encargando de asegurar el control de los centros administrativos principales en Haven, y me ha asegurado la lealtad de su personal de Seglnt, aunque no tiene deseo alguno de imponer un gobierno regido por la voluntad de un solo hombre. De hecho, prácticamente me ha rogado que les explique la realidad de nuestra situación para establecer el comité cuanto antes y así asegurar a nuestro pueblo, y a la galaxia entera, que no se permitirá golpe alguno para derrocar a la república. —Pierre se encogió de hombros impotente.

»No veo que tengamos otra opción que honrar su petición, damas y caballeros, y funcionar como Gobierno hasta que la seguridad pública pueda ser restaurada.