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Honor asintió a su escolta de marines y se adentró por la escotilla de su habitación sin decir una palabra. Su rostro no mostraba emoción alguna, pero la tensión de Nimitz sobre su hombro le resultó evidente, y la sonrisa de bienvenida de MacGuiness se congeló en cuanto ella entró.

—Buenas tardes, señora —dijo.

Honor giró la cabeza al escuchar la voz y sus ojos resplandecieron, como si en ese momento se hubiera apercibido de su presencia. MacGuiness contempló cómo apretaba sus labios durante un breve instante, pero luego Honor inhaló y le sonrió. Para alguien que no la conociera, esa sonrisa podía haber parecido casi natural.

—Buenas tardes, Mac. —Se dirigió a su escritorio y dejó sobre él la gorra; luego se peinó el cabello con las manos y desvió la mirada un momento para dejar a Nimitz en su refugio acolchado. Luego se sentó en la silla y se dio la vuelta para mirar a su asistente.

—Tengo que acabar mi informe sobre las maniobras —dijo—. Filtra mis llamadas mientras tanto, ¿de acuerdo? Pásame solo las de la comandante Henke, el almirante Sarnow o su personal, o cualquiera del resto de los capitanes, pero en el resto de los casos pregunta si el segundo se puede ocupar de ello.

—Por supuesto, señora. —MacGuiness ocultó su preocupación ante la inquietante orden y ella sonrió de nuevo, agradecida por su tono neutral.

—Gracias. —Honor encendió su terminal, y él se aclaró la garganta.

—¿Le gustaría tomar una taza de cacao, señora?

—No, gracias —dijo sin apartar los ojos de la pantalla. MacGuiness fijó la vista sobre la cabeza de ella, y luego intercambió miradas con Nimitz. El lenguaje corporal del gato expresaba la tensión que lo embargaba, pero erizo las orejas y volvió la cabeza. Señaló con su hocico en dirección a la escotilla que llevaba a la bodega del capitán, y el asistente se relajó levemente. Asintió una vez más y desapareció como un soplo de brisa.

Honor continuó sin dejar de mirar los caracteres de su pantalla hasta que oyó cerrarse la escotilla tras de sí, y entonces cerró los ojos y los cubrió con sus manos. No se le había escapado el silencioso intercambio entre MacGuiness y Nimitz. En parte se sintió molesta, y un tanto resentida, pero, sobre todo, agradecida.

Bajó las manos y tamborileó sobre el respaldo de la silla con un suspiro. Nimitz canturreó en su oído desde su terrario, y ella levantó la vista en su dirección con una sonrisa torcida, amarga.

—Lo sé —dijo entre dientes.

El ramafelino descendió hasta el escritorio y se sentó sobre sus cuartos traseros, para luego cruzar los ojos oscuros de ella con su mirada verde hierba. Fila alargó la mano para acariciar el suave pelaje gris crema. Los dedos de Honor apenas rozaron su pelo, pero él tampoco quiso presionarla para que pusiera más interés, y comprobó cómo su preocupación se desvanecía.

Durante todo el tiempo que había pasado junto a Nimitz, Honor siempre había sabido que él hacía algo para ayudarla a superar sus estados de ansiedad o depresión, aunque nunca había sido capaz de imaginar cómo. Por lo que ella sabía, nadie adoptado por un ramafelino había sido capaz de hacerlo, aunque la intensificación de su vínculo desde Grayson se notaba en esos momentos. Sintió su toque, como una cariñosa mano mental que la acariciaba en el interior, y suavizaba sus emociones. No las eliminaba. Tal vez eso estaba más allá de su capacidad… o tal vez sabía que eso la disgustaría. Quizá fuera más sencillo que todo eso, algo que iba en contra de sus principios. No lo sabía, pero cerró los ojos una vez más, sin apartar las manos de su pelaje, mientras los mimos de él, igual de cariñosos, consolaban sus heridas internas.

Era injusto. Era muy feliz a pesar de la tensión provocada por la crisis havenita, y ahora esto. Era como si Young hubiera sabido lo bien que le iban las cosas y hubiera aparecido allí, de forma deliberada, para arruinarlo todo. Quería gritar y romper cosas, desatar su ira contra el universo que había dejado que esto sucediera.

Pero el universo no era injusto, pensó, y su boca expresó una mueca de disgusto. En realidad, no importaba mucho que lo fuera o no.

Una fuerte a la par que delicada mano auténtica tocó su mejilla derecha, como si fuera una pluma, y sus ojos se abrieron de nuevo, Nimitz ronroneó otra vez, y esta vez su sonrisa fue sincera. Lo agarró entre sus brazos y lo abrazó contra su pecho, mientras sentía un cierto alivio y su dolor interno menguaba.

—Gracias —dijo con suavidad, y enterró su rostro contra la calidez peluda. Él le dedicó un «blik» y ella le dio un abrazo aún más fuerte, para luego volver a su posición preferida—. De acuerdo, Apestoso. Ahora estoy mejor. —Nimitz movió su cola para mostrar su consenso, y la sonrisa de ella se torno en mueca—. Y la verdad es que tengo que terminar con ese informe antes de cenar. Así que siéntate ahí y no me quites el ojo de encima, ¿vale?

El gato asintió y se arrellanó lo más cómodamente posible, con la mirada puesta en ella mientras releía los párrafos que ya había escrito.

Pasaron los minutos, y luego media hora, pero no hubo sonido alguno excepto el ruido del terminal de Honor y el suave roce de sus dedos sobre el teclado. Estaba tan absorta en su trabajo que apenas advirtió el leve pitido de su comunicador.

Sonó otra vez; hizo una mueca y abrió una ventana para aceptar la llamada Desaparecieron las líneas de su informe, y en su lugar apareció la cara de MacGuiness.

—Disculpe la interrupción, señora —se disculpó formalmente—, pero el almirante desea hablar con usted.

—Gracias, Mac. —Honor se enderezó y se volvió a arreglarse el cabello. Hubiera sido una buena idea dejárselo largo para poder hacerse una coleta, pensó distraída, y luego tecleó el código «Aceptar».

—Buenas tardes, Honor. —La voz de tenor del almirante Sarnow era un poco más profunda de lo normal, y ella contuvo una sonrisa irónica. Se preguntó si habría oído las historias sobre ella y Young.

—Buenas tardes, señor. ¿Qué puedo hacer por usted?

—He estado leyendo los despachos del Brujo. —Escrutó el rostro de ella cuando nombró la nave de Young, pero sus ojos ni parpadearon y él asintió de forma más mental que física, ante la confirmación de que ella ya lo sabía.

»Hay varios puntos que tratar en la conferencia del escuadrón —continuó con tono neutral—, pero antes necesito que dé la bienvenida al capitán Young al destacamento.

Honor asintió. Solo la idea de invitar a Young a bordo de su nave la enfermaba, pero sabía que era inevitable. Mark Sarnow nunca presionaría al caballero Yancey Parles para suspender a ningún capitán. No, a menos que ese capitán le diera motivos para ello.

—Comprendo, señor —dijo después de un momento—. ¿El Brujo ha aterrizado ya en la base?

—Sí.

—Entonces procederé de inmediato —convino sin emoción alguna en la voz. Sarnow comenzó a abrir la boca, pero luego la cerró. Ella vio en sus ojos la tentación de tramitar la petición a través de sus propios canales de comunicación, y deseó que no le hiciera el ofrecimiento.

—Gracias Honor. Se lo agradezco —dijo tras unos segundos.

—No hay por qué, señor —mintió, y las palabras de su informe volvieron a la pantalla cuando cortó la comunicación.

Repasó las palabras de la pantalla durante unos momentos y luego suspiró. Lo dio por terminado y lo guardó. Pasó cinco minutos enviando copias a Sarnow y Ernestina Corell; sabía que lo hacía para retrasar lo inevitable, así que tecleó una combinación en el comunicador. Un instante después, la pantalla se iluminó con la faz de Mike Henke.

—Puente, segundo al habla —comenzó la comandante, y entonces sonrió—. Buenas, patrona. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Por favor, haz que George se ponga en contacto con la base de reparaciones, Mike. Pídeles que entreguen un mensaje al crucero pesado Brujo. —Honor vio cómo los ojos de Henke se abrían como platos y continuó con el mismo tono aséptico de voz—. Acaba de llegar como parte nuestros refuerzos. Por favor, preséntele mis respetos y los del almirante Sarnow… —la fórmula cortés adquirió un matiz amargo en sus palabras— e invítelo a subir a bordo de inmediato para reunirse con el almirante.

—Sí señora —respondió Henke en un hilo de voz.

—Después de que George entregue el mensaje, avise al furriel que necesito un grupo de recibimiento. Y en cuanto reciba la respuesta del Brujo, hágame saber cuándo subirán a bordo.

—Sí, señora. ¿Le gustaría que yo también lo saludara, señora?

—No será necesario, Mike. Solo infórmeme en cuanto se dirija hacia aquí.

—Por supuesto, señora. Lo haré en cuanto lo sepa.

—Gracias —dijo Honor, y cortó la comunicación.

* * *

El capitán lord Pavel Young permaneció callado y sin moverse un ápice en la cápsula del personal de la base de reparaciones, observando como la pantalla de posición parpadeaba mientras la cápsula descendía por el conducto. Vestía su mejor uniforme, adornado con su fajín de hilo dorado y el sable ceremonial. Su reflejo le devolvió la mirada cuando se estudió en la pulida pared de la cápsula.

Se contempló en silencio; a pesar de su maravillosa apariencia, sus ojos destilaban amargura. La cuidadosa (y cara) confección disimulaba el abultamiento de su barriga, que todavía no constituía una violación del reglamento; al igual que su barba, pulcramente arreglada, que escondía su mentón doble. Su aspecto le resultó perfecto, pero necesitó cada gramo de su autocontrol para no gruñir ante su propia imagen.

Esa maldita puta… ¡Esa maldita puta! ¡Sus malditos «cumplidos»! ¡Sí, y su curiosa y accidental relación con el almirante Sarnow!

En esta ocasión sí que gruñó. Pero recuperó el control de sus actos y desterró la expresión de su rostro, aunque sus nervios aún se retorcían en un espasmo de odio. Honor Harrington. Dama Harrington. Esa mujerzuela plebeya que había arruinado su carrera… y ahora era la capitana del buque insignia del destacamento.

Apretó los dientes mientras recordaba. No había pensado mucho en ella desde que la viera por primera vez en isla Saganami. Había sido una don nadie que debería haberse arrodillado ante él, aunque no fuese una pordiosera de Esfinge como era por aquel entonces. Y además tenía una cara insulsa, por no hablar de lo paleta que parecía con su cabello casi rapado y su nariz aguileña. No merecía ni un segundo vistazo, y por supuesto no era su tipo. Pero había algo en la forma en que se movía, algo en la gracia de su caminar, que había despertado su interés.

Desde entonces la había observado. Se convirtió en la mascota de la academia; ella y su maldito ramafelino. Claro, pretendió ignorar que había pasado a ser la favorita de los instructores, y también la forma en que todos adulaban a su asquerosa y pequeña bestia, aunque él sí se había dado cuenta. Hasta el jefe MacDougal, ese instructor físico patán, la había mimado en exceso, y el interés del alférez lord Young creció hasta que finalmente se lo hizo saber.

Y esa puta de baja ralea le había dado calabazas. Lo había plantado (¡a él!) delante de sus amigos. Ella trató de hacer parecer que no sabía lo que estaba haciendo, pero sí que lo sabía, y cuando comenzó a ponerla en su lugar con unas pocas palabras, ¡ese bastardo de MacDougal había aparecido de no se sabe dónde y lo había llamado al orden por «acosarla»!

Nadie lo había rechazado. Desde aquella piloto del yate de su padre cuando tenía dieciséis años-T (pero a la que luego había ajustado las cuentas cuando la pilló a solas), nadie. Sí, y su padre se había encargado de que ella cerrara la boca. Debería haber ocurrido lo mismo con Harrington, pero no lo había hecho. ¡Oh, no, no con Harrington!

Un sonido seco, brusco y ronco arrancó de su garganta al recordar su humillación. Lo había planeado con mucho cuidado. Pasó varios días fijándose en sus idas y venidas, hasta que supo de sus sesiones de ejercicio nocturnas. Le gustaba incrementar la gravedad, así que acudía al gimnasio bien tarde. Había sonreído al darse cuenta de que podría atraparla a solas en las duchas. También tomó la precaución de echar algo de cotanina en el apio con el que uno de sus amigos alimentaba a su maldito ramafelino. No había puesto lo suficiente como para matarlo, demonios, pero le había entrado tanto sueño que ella lo dejó en la habitación.

Todo salió a la perfección. La cogió en las duchas, desnuda, y se regocijó con la vergüenza y la impresión de sus ojos. Saboreó su pánico mientras la acechaba través de la cortina de agua que caía sobre ella. Honor trató de retroceder y cubrirse con las manos y él sintió el dulce sabor de la venganza…, pero entonces algo cambió. El pánico de sus ojos había dejado paso a otra cosa cuando quiso sujetarla para lanzarla contra la pared de las duchas, y la piel mojada se le había resbalado de entre las manos.

Quedó sorprendido por la fuerza con la que la mujer se deshizo de su abrazo. Ese fue su primer pensamiento. Y entonces se dobló de dolor cuando el canto de la mano derecha de Harrington se estrelló contra su estómago. Doblado por la mitad y asaltado por las náuseas, sintió cómo la rodilla de ella se clavaba en su entrepierna como un ariete.

Gritó. El sudor aún cubría su frente al recordar la humillación del momento, y el dolor abrasador de su ingle y, bajo todo eso, la vergüenza intensa y casi enfermiza de la derrota. Pero haber conseguido pararlo no era suficiente para aquella puta. Su golpe salvaje y sucio lo había sorprendido y paralizado, y ella continuó con eficiencia brutal.

Un codazo redujo sus labios a un amasijo de carne. El canto de la mano le había roto la nariz. Otro golpe partió su clavícula y la rodilla volvió a estrellarse contra él (esta vez contra la cara) mientras caía. Harrington consiguió hacerle saltar dos dientes, romperle seis costillas y dejarlo sollozando de dolor y terror con la boca ensangrentada bajo el agua de la ducha, mientras ella recogía su ropa y salía huyendo.

Solo Dios sabía el tiempo que había estado en la enfermería. No recordaba haber salido del gimnasio, ni tampoco que corriera hacia Reardon y Cavendish, pero tenía que idear una historia. No necesitaba que fuera creíble, solo lo suficiente para que, junto al peso de su nombre, evitara el castigo oficial. O al menos la mayor parte. Ese mojigato de Hartley se había presentado en su oficina y lo había obligado a que se disculpara (¡qué se disculpara!) ante esa furcia delante de él y del adjunto.

Tenían que estudiar la reprimenda por el episodio del «acoso». Young no dudaba que la pelandusca ya había contado sus mentiras, pero nadie haría nada al respecto. No, si lo único que había era su palabra contra la del hijo del conde de Hollow del Norte. Pero aún tenía que «disculparse» con ella. Y lo que era aún peor, le tenía miedo. Le aterrorizaba que volviera a hacerle daño, y ello hacía que la odiase mucho más que por el simple hecho de haberlo golpeado.

Dejó al descubierto los dientes en una mueca enconada ante tal reflexión. Había hecho todo lo posible para darle su merecido después de eso, incluso había hecho uso de toda la influencia de su familia para destruir su carrera de la forma que merecía. Pero la puta siempre contaba con muchos amigos, como ese gilipollas de Courvosier. Por supuesto, Young siempre había comprendido esa relación. Nunca había sido capaz de probarlo, a pesar del tiempo y el dinero que había invertido en ello, pero sabía que estaba liada con Courvosier. Era la única explicación posible para la protección que ese viejo bastardo dispensaba a su carrera, y (ahora su sonrisa adquirió un sucio matiz triunfal) al menos Courvosier encontró la horma de su zapato. ¡Una lástima que los masadianos no le echaran el guante también a Honor!

Se sacudió para dejar de soñar despierto y volvió a la realidad de sus repetidos desastres para acabar con ella de una vez por todas. Él y su padre había conseguido interponer los suficientes obstáculos como para entorpecer sus ascensos, pero la muy perra tenía siempre la forma de salir bien parada cuando la mierda le llegaba hasta el cuello. Como con el desastre de la sala de energía cuando era oficial táctico en el Mantícora. Había recibido el agradecimiento dé la Corona y la MVD por poner a salvo a tres indeseables. Más tarde fue mencionada en los despachos por rescatar a unos capullos, demasiado estúpidos para apartarse, cuando la avalancha de Attica golpeó Grifo en el 275. Cada puta vez que se daba la vuelta allí estaba Harrington, y todo el mundo le decía lo maravillosa que era.

Pensó que ya la tenía en Basilisco, pero entonces los repos trataron de hacerse con el sistema. Qué puta suerte tuvo otra vez. ¿Pero en realidad importaba? ¡Demonios, no! ¡Consiguió todos los honores, y él fue censurado de forma oficial por «fallar a la hora de valorar adecuadamente la amenaza que se cernía sobre su estación asignada»! Y mientras ella recibía toda la gloria del mundo en Yeltsin, esos bastardos cabrones del Almirantazgo lo habían relegado a escoltar los convoyes de la Confederación Silesiana, a recorrer olas gravitatorias para actualizar las cartas del DepAstro… A todo trabajo estúpido que se les ocurriera. De hecho, debía conducir a otro convoy hasta Silesia cuando la inminente crisis obligó al Almirantazgo a destinar al Brujo para reforzar Hancock en el último momento.

Y ahora aquello. Capitana de buque insignia. Iba a tener que recibir órdenes de esa puta, y no podría hacer uso de su buena cuna para ponerla en su sitio. ¡Y además Harrington gozaba de una posición social mejor que la suya! Él podría ser el heredero de uno de los más antiguos condados del reino, pero ella había sido nombrada «condesa». Una advenediza, sí, pero condesa al fin y al cabo.

El parpadeo de la pantalla de localización disminuyó cuando la cápsula del conducto se acercó a su destino, y terminó por lograr de algún modo que la expresión de su rostro no lo traicionara. Cuatro años. Cuatro largos e interminables años-T había soportado las burlas de sus inferiores mientras se afanaba por recuperar el favor del Almirantazgo tras Basilisco. Y todo se lo debía a esa ramera. Algún día, de una u otra forma, la vería pagar por ello. Pero por ahora tenía que sufrir una nueva humillación y pretender que nada había ocurrido entre ellos.

Las puertas se deslizaron y tragó una bocanada de aire cuando salió al corredor del puerto espacial. Una ráfaga de odio amargo brilló con brevedad en sus ojos al ver la magnífica nave que brillaba en el puerto. La NSM Nike, el orgullo de la Flota. Debería haber sido suya, no de Harrington, pero esa puta también se la había arrebatado.

Ajustó la espada en su cadera y caminó hacia los centinelas marines situados al lado del conducto que conducía a bordo del Nike.

* * *

Honor permanecía junto al grupo de recibimiento en la entrada del puerto, esperando a que Young llegase por el conducto. Sus palmas ya estaban húmedas. Tenía el estómago revuelto y quería secarse las manos. Pero no lo hizo. Se quedó allí, con una expresión de calma en la cara y en su hombro una cierta sensación de ligereza y vulnerabilidad al echar de menos la calidez del peso de Nimitz. Ni siquiera había considerado la opción de llevar al ramafelino a aquella reunión.

Young apareció tras el último recodo, deslizándose en la gravedad cero del conducto, y apretó los labios de manera casi imperceptible cuando vio su uniforme. Igual de emperifollado que siempre, pensó con desprecio. Le encantaba impresionar a los demás con el poder y la riqueza de su familia.

El recién llegado alcanzó la línea roja de advertencia y se agarró a la barra del conducto ante el brusco cambio de gravedad del Nike, y entonces la vaina de su espada se le trabó entre las piernas. Trastabilló, a punto de caer mientras sonaba la gaita del furriel, y los pétreos rostros del grupo de recibimiento perdieron su compostura. Los ojos de Honor relumbraron con breve y retorcido placer cuando la cara de él se tornó roja de vergüenza. Pero Young consiguió recuperar el equilibrio y ella se deshizo de la satisfacción de su expresión, aunque no de sus emociones, para cuando él volvió a colocar la espada en su lugar.

Lo saludó con la cara aún carmesí, y Honor no necesitó a Nimitz para sentir su ira. Podría ser de mayor graduación que ella, pero estaba visitando su nave y sabía lo amargo que le tenía que resultar devolver el saludo.

—¿Permiso para subir a bordo, capitana? —La voz de tenor, tan parecida a la del almirante Sarnow, carecía de inflexión.

—Permiso concedido, capitán —replicó con igual formalidad, y él cruzó por la escotilla de entrada—. Si me acompaña, capitán, el almirante lo aguarda en la sala de reuniones.

Young asintió con una lacónica inclinación de cabeza y la siguió hasta el ascensor. Se situó en el lado opuesto de la cabina, de espaldas a la pared, mientras ella tecleaba el destino en el panel; el silencio se instauró entre ellos, venenoso.

Él la contempló y saboreó su odio como si fuera de una rara cosecha y su bouquet estuviera acompañado por una dulce e intensa promesa de que su oportunidad llegaría. Ella parecía no darse cuenta de su presencia; estaba de pie, observando con tranquilidad el monitor, ignorándolo todo. Young apretó con fuerza la empuñadura de su espada, como garra.

La zorra de cara insulsa que recordaba de isla Saganami se había desvanecido, y se dio cuenta de que odiaba aún más a la alta y bella mujer que había reemplazado a la chica vergonzosa. La apagada elegancia de los cosmético aplicados con buen gusto enfatizaba su belleza, e incluso a través de su odio y del miedo residual ante su posible reacción, sintió el aguijonazo del deseo. Ansiaba tenerla y reducirla a una muesca más en su cama, y así ponerla en su lugar para siempre.

El ascensor se detuvo, la puerta se abrió y ella le indicó con un gesto gracioso que saliera. Young la acompañó por el pasillo hasta la sala de reuniones, y el almirante Sarnow alzó la vista cuando entraron en el compartimento.

—El capitán Young, señor —dijo Harrington despacio, y el aludido se cuadró.

Sarnow lo miró durante un momento prolongado y silencioso; luego se levantó de la silla. Young cruzó su mirada con la del almirante sin mostrar expresión alguna, aunque había algo en los ojos verdes de Sarnow que lo alejó de que aquel era otro de esos oficiales que estaban de parte de la zorrita. ¿Ya lo había puesto también en su contra?

—Capitán. —Sarnow asintió, y la mandíbula de Young se crispó al no escuchar su título nobiliario.

—Almirante —replicó él con la misma voz neutra.

—Imagino que tendrá mucho que contarme acerca de cómo se ve la situación desde Mantícora —continuó Sarnow—, y ardo en deseos de escucharlo. Tome asiento, por favor.

Young se deslizó sobre la silla, luego ajustó su espada con cuidado. Era incómoda, pero también le otorgaba un toque de superioridad cuando comparaba el esplendor de sus ropas con el sencillo uniforme que vestía el almirante. Sarnow lo miró, y luego contempló a Harrington.

—Comprendo que tiene mucho que hacer en la base, dama Honor. —La mandíbula de Young se tensó otra vez, más fuerte, cuando le escuchó utilizar el título de ella—. El capitán Young y yo estaremos aquí un buen rato, así que no la retendré más tiempo. No olvide la videoconferencia. —Algo parecido a una sonrisa recorrió sus labios—. No será necesario que vuelva a bordo si le supone algún inconveniente. Puede utilizar un comunicador de la base, si lo prefiere.

—Gracias, señor. —Harrington saludó y luego miró a Young—. Buenas tardes, capitán —dijo con voz seca, y luego desapareció.

—Y ahora, capitán Young… —Sarnow se sentó y echó hacia atrás la silla— al grano. Me trae un despacho del almirante Caparelli donde se dice que ustedes dos han discutido la situación antes de ser usted destinado aquí. Así que supongo que tendré que empezar por saber con exactitud lo que su señoría tiene que decir.

—Por supuesto, almirante. —Young se acomodó y cruzó las piernas—. En primer lugar…