19
El Nike puso rumbó a casa y Mike Henke sonrió cuando reparó en su capitana de pie en el puente. Pocas veces Honor mostraba satisfacción alguna con sus logros, en especial en el puente. Satisfacción por la actuación de sus oficiales y tripulación, sí, ya que su propia competencia era algo que se daba por supuesto. Aunque hoy estaba recostada sobre los cojines de la silla de mando, con las piernas cruzadas y una pequeña sonrisa que bailoteaba en sus labios, mientras Nimitz se limpiaba sin reparos sobre el respaldo de la silla.
Henke rio entre dientes y miró hacia táctica para dedicarle un guiño triunfal a Eve Chandler. La diminuta pelirroja sonrió a su vez y alzó las manos sobre la cabeza; Henke escuchó a alguien más resoplar entre risas tras ella.
Bueno, tenían razones de sobra para estar orgullosos de sí mismos… y de su capitana, pensó Henke. El escuadrón había trabajado duro desde la semana en que el almirante Parks abandonó la estación. Su trabajo y puntería, que mejoraban de forma constante, habían arrancado las sonrisas de aprobación del almirante Sarnow, así que la salida del Nike del astillero no podía haber llegado en mejor momento.
Henke no era el único de los oficiales de Honor que había oído hablar de la preocupación del capitán Dournet, que consideraba que la inactividad forzosa del buque insignia podía haberla oxidado lo suficiente para comprometer al Agamenón; aunque nadie mejor que ella para hacer algo al respecto. Era cierto que Honor había estado demasiado ocupada con los asuntos del escuadrón para unirse a los entrenamientos diarios del Nike. Pero esa clase de actividad continua era, en realidad, responsabilidad del segundo, y las largas y agotadoras sesiones de simulador que Henke había dispuesto para la tripulación del Nike habían valido la pena a juzgar por las maniobras del miércoles. El Nike no había dejado en evidencia al Agamenón. A decir verdad, la nave de Dournet había tenido que poner toda la carne en el asador para estar a la altura de su compañero de división, y Henke esperaba con expectación la próxima reunión con el segundo del Agamenón.
El Nike había logrado la mejor puntuación de artillería del ejercicio, superando al Invencible de la capitana Daumier en un ocho por ciento, aunque esa no había sido la mejor parte. No, pensó Henke con una sonrisa perezosa, lo mejor había venido cuando el almirante Sarnow dividió sus fuerzas en dos para un pequeño juego de guerra.
La comodoro Banton dirigía la segunda y tercera divisiones del escuadrón y su apantallamiento, mientras Sarnow lideraba la primera y la cuarta, pero las cosas no se desarrollaron así salvo en el registro. De hecho, Sarnow había informado a Honor cinco minutos después de comenzar el ejercicio de que tanto él como el capitán Rubenstein, oficial de grado superior de la 54.ª División, habían sido bajas, y que ella estaba al mando.
Ese fue el único aviso que recibió al respecto, pero era evidente que había contemplado la posibilidad, puesto que dio las órdenes sin vacilación alguna. Utilizó las plataformas de sensores hiperluz para localizar a las naves de Banton, dividió su propia fuerza en dos divisiones de dos naves, aceleró hasta alcanzar la velocidad de intercepción y luego apagó los motores, adoptando así el equivalente gravitacional de «funcionamiento discreto». Pero ahí no terminaba todo, puesto que sabía que el Aquiles de Banton contaba con la misma capacidad para descubrirla y rastrearla. Y dado que Honor había sido informada de que la comodoro había trazado su rumbo antes de interrumpir sus emisiones, lanzó los zánganos de contramedidas electrónicas, programados para mimetizar los motores de sus cruceros de batalla, con un rumbo diseñado, con malicia, para conducir a Banton hasta la posición de su elección.
La comodoro había mordido el anzuelo —en parte, tal vez, porque no esperaría que nadie usara ese tipo de zánganos (que costaban unos ocho millones de dólares por unidad) en un ejercicio—, con lo que alteró el rumbo para interceptarlos. Para cuando se dio cuenta de lo que sucedía, Honor había situado a sus dos divisiones en rumbos puramente balísticos, con las cuñas y pantallas bajadas hasta el último instante y operando por separado, despreciando así la táctica más clásica. Había atacado a la sorprendida formación de Banton desde puntos ampliamente divergentes, y su aproximación: poco ortodoxa se había valido de la tradicional formación de Banton, atacando a sus naves en cabeza desde dos direcciones, confundiendo su defensa puntual y usando su propia división de vanguardia para bloquear el fuego de las restantes naves de Banton durante casi dos minutos. Y, como puntilla, había hecho que la comandante Chandler reprogramara sus señuelos antimisiles para que los cruceros pesados parecieran de improviso cruceros de batalla.
Los señuelos se habían activado en el peor momento posible para el oficial táctico de Banton. Careció de datos sobre las naves «invisibles» de Honor hasta que sus motores volvieron a la vida, momento en el que tuvo que averiguar quien era quien antes de lanzarse al combate, con lo que los señuelos lo confundiera durante el suficiente tiempo como para que el Nike, el Agamenón, el Impetuoso y el Invencible «destruyeran» el buque insignia de Banton y dejaran «inutilizada» a la otra nave de la división, el Casandra, sin recibir daño alguno. El Desafiante y el Intolerante fueron quienes mejor lo hicieron por su parte (de hecho, la actuación estelar del capitán Trinh sirvió para redimir sus anteriores problemas), pero ya no servía de mucho. La puntuación final se resumía en una completa destrucción de la fuerza de Banton, daños moderados sufridos por el Agamenón y el Invencible y solo dos impactos láser en el Nike. El Impetuoso había escapado sin un rasguño e incluso recuperó todos excepto dos de los zánganos de contramedidas electrónicas que Honor había usado. Los zánganos requerirían un examen pormenorizado antes de volver a utilizarse, pero al recobrarlos la Armada se había ahorrado cuarenta y ocho millones de dólares, y Henke sospechaba que la tripulación de Rubenstein iba a regodearse aún más que la suya.
El almirante Sarnow no había dicho ni una palabra, pero su sonrisa cuando deambulaba por el puente del Nike durante la última fase de la «batalla» había sido muy elocuente. Por otra parte, la comodoro Banton era una mujer imparcial. Sabía que ella y su tripulación no lo habían hecho demasiado bien, y le comunicó sus felicitaciones personales a Honor incluso antes que los ordenadores calcularan las estimaciones de daño finales.
Dos días plenamente satisfactorios vistos en conjunto, decidió Henke. Había pasado una semana completa sin ningún incidente desde que el almirante Parks desapareciera en el hiperespacio. Ello había supuesto un considerable alivio, pero no había conseguido atemperar la determinación del escuadrón, que se negaba a aceptar cualesquiera reservas que Parks pudiera albergar sobre su almirante y capitana. Y los éxitos de los dos últimos días parecían un excelente primer paso.
Por supuesto, pensó con aire de suficiencia, ese primer paso había sido mejor para unos que para otros. Eve Chandler se moría de ganas por hablar con la oficial táctica del Invencible. ¡Tenían que discutir esa Copa de la Reina en artillería!, e Ivan Ravicz estaba tan feliz como un ramafelino que tuviese su propio cultivo de apios. Su nueva planta de fusión había funcionado de forma impecable, y el Agamenón a duras penas había alcanzado la aceleración del motor del Nike, reajustado a la perfección. Incluso se había visto a George Monet sonreír una o dos veces, lo que constituía un hito histórico para el oficial de comunicaciones.
Por otro lado, la comodoro Banton ya había prometido que sus compañías pagarían la cerveza.
* * *
Honor percibió el brillo en los ojos de Henke y sonrió cuando la segundo se giró hacia su propio panel. Mike tenía todo el derecho del mundo a estar contenta. Después de todo, habían sido sus programas de entrenamiento los que habían mantenido al Nike en un nivel de combate tan excelente.
Pero no había que limitarse a entrenar en solitario. Los ejercicios y simulaciones tenían su utilidad, pero no podían proporcionar ese «algo» que separaba a las tripulaciones excepcionales de las meramente competentes. El Mike tenía ese algo más. Tal vez proviniera del misterioso «esprit de corps» que siempre parecía infundir a las naves que comandaba, como si se percatasen de que existía una tradición que debían respetar. O tal vez se tratara de algo totalmente diferente. Honor no lo sabía, pero lo sentía sacudirse sobre ella como una corriente de energía invisible, que de alguna manera le pedía que lo usara; y ella no dudaba en hacerlo. No había pensado sus maniobras, no en un nivel consciente; más bien habían llegado a ella con una precisión suave, perfecta. Su gente las había ejecutado de la misma manera, y por tanto tenían razones para estar contentos consigo mismos.
También ayudó que la comodoro Banton fuera alguien de confianza, por supuesto. Honor tenía en mente a unos cuantos capitanes de rango superior que habrían reaccionado con bastante menos alegría ante la derrota que había sufrido Banton, en especial cuando descubrieran que no habían sido vencidos por su almirante, sino por su capitán. Aunque ella también sospechaba que Banton compartía sus propios recelos sobre el motivo que había empujado al almirante a declararse como baja. Honor podría ser la capitana de su buque insignia, pero también era la de menor graduación entre seis de los otros siete capitanes de crucero de batalla bajo su mando, y esta había sido la primera oportunidad que había tenido para mostrar sus dotes en combate «real». Sarnow se había mantenido al margen, de forma deliberada, para dejar que se ganase sus galones ante los ojos de su escuadrón, y ahora mismo se asearía igual que Nimitz por lo bien que habían salido las cosas.
De hecho, pensó echándose hacia atrás mientras clavaba los dedos bajo su afilada barbilla, «asearse» es lo que pretendía hacer en breve…, entre otras cosas. Era miércoles, y el escuadrón iba a reunirse en la base de reparaciones antes de cenar. Pretendía plantarse en las habitaciones de Paul con una botella del preciado Delacourt de su padre y averiguar a qué venían todas esas insinuaciones jocosas acerca de unos masajes con aceite caliente.
Las comisuras de su boca temblaron ante el mero pensamiento, formando un hoyuelo en su mejilla derecha. Sintió que su rostro ardía, aunque no le importaba en absoluto.
* * *
—Capitana, he detectado un rastro hiperespacial en dos-cero-seis —anunció la comandante Chandler—. Una fuente de energía, distancia seis-punto-nueve-cinco minutos luz. Es demasiado potente para un correo, señora.
Honor miró a su oficial táctica, sorprendida de manera apenas perceptible aunque Chandler no pudo darse cuenta mientras estudiaba los ordenadores y procesaba los datos. Pasaron varios segundos hasta que se enderezó con un asentimiento satisfecho.
—Definitivamente, es un patrón manticoriano, señora. Parece un crucero pesado. No lo sabré seguro hasta que los sensores de velocidad luz lo registren.
—Entendido. No lo pierda de vista, Eve.
—Sí, señora.
¿Un crucero? Hum. Honor se retrepó en la silla una vez más. Un crucero no suponía mucho, pero Van Slyke estaría feliz de tenerlo. Al fin conseguiría completar su escuadrón, y el resto del destacamento lo consideraría un refuerzo importante, más de lo que se había prometido. Además, lo más probable es que trajera varios despachos a bordo, e incluso la más diminuta porción de nueva información supondría un considerable alivio.
Agarró a Nimitz y lo depositó en su seno, mientras acariciaba sus orejas y pensaba en la reunión que el almirante había convocado para el día siguiente por la mañana. Había varios temas que deseaba tratar (no solo el de la suerte que había tenido al conseguir que funcionara el truco de los zánganos CME), y se hundió más aún en la silla conforme reflexionaba sobre la mejor manera (y la más diplomática) de expresarlo.
Transcurrieron unos cuantos minutos, y la rutina tranquila y ordenada del puente comenzó a parecerle un relajante mantra. Su mente jugaba con frases y oraciones, maniobrando con ellas en una especie de placer lánguido, gatuno. A pesar de ello, sus ojos contemplativos resultaban engañosos. El suave tañido de un mensaje recibido la hizo despertar de su ensoñación, y su mirada buscó la espalda del capitán de corbeta Monet.
El oficial de comunicaciones presionó un botón y escuchó por su receptor durante unos instantes; los ojos de Honor se estrecharon cuando los hombros del oficial se sacudieron. De no saber lo frío y desapasionado que era, hubiera pensado que estaba riendo entre dientes.
Oprimió otra secuencia de botones, y luego giró la silla para mirarla a la cara. Su rostro había adquirido una seriedad admirable, pero sus ojos centellearon brevemente cuando se aclaró la garganta.
—Una transmisión urgente para usted, capitana. —Se detuvo solo un momento—. Es del capitán Tankersley, señora.
Las mejillas de Honor se riñeron de un rojo apagado. ¡¿Toda la tripulación estaba al tanto de su… relación con Paul?! ¡No era de su incumbencia aunque lo supieran, demonios! No había nada que ocultar o disimular. ¡Paul era un operario de astillero, así que ni siquiera la prohibición contra relaciones personales entre oficiales de la misma cadena de mando les afectaba en absoluto!
Mientras se preparaba para lanzarle una mirada abrasadora al oficial de comunicaciones, su propio sentido del ridículo vino al rescate. Por supuesto que lo sabían… ¡hasta el almirante Sarnow! Nunca se hubiera imaginado que su inexistente vida amorosa fuera de dominio público, pero si quería haber llevado todo ese asunto de forma más discreta, tenía que haberlo pensado antes, y el brillo en los ojos de Monet no era algo sucio, como había creído en un principio. De hecho, como advertía en el resto de la silenciosa tripulación del puente, parecía alegrarse de forma sana por ella.
—¡Ah, páselo a mi pantalla! —dijo, y entonces se dio cuenta de que llevaba demasiado tiempo callada.
—Es una comunicación privada, señora. —La voz de Monet sonaba tan insípida que la boca de Honor se retorció en respuesta. Se levantó de la silla a la vez que acunaba a Nimitz entre sus brazos y trataba de luchar para conservar la seriedad.
—En ese caso, la recibiré en la terminal de la sala de reuniones.
—Por supuesto, señora. Enviaré allí la señal.
—Gracias —dijo Honor con toda la dignidad que fue capaz de reunir, y se en caminó hacia la escotilla de la sala de reuniones.
Se abrió a su paso y, mientras la atravesaba, se preguntó de pronto a qué venía tanto misterio por parte de Paul. El Nike llegaría a la base en unos treinta minutos, pero el retraso en la transmisión a aquella distancia aún era de unos diecisiete segundos. Eso descartaba la posibilidad de una conversación en tiempo real, así que ¿por qué no esperar quince minutos y evitar así el retardo?
Elevó una ceja, intrigada, y situó a Nimitz sobre la mesa de la sala de reuniones mientras tomaba asiento en la silla del capitán, en la cabecera, y tecleaba en el terminal. La pantalla se iluminó con una señal y luego apareció la cara de Paul.
—Hola, Honor. Siento molestarte, pero pensé que sería mejor que lo supieras. —Sus cejas se unieron al fruncirse en una expresión sombría—. Acabamos de recibir el mensaje de llegada de un crucero pesado —continuó su voz grabada, y luego se calló—. Es el Brujo, Honor —dijo, y ella se puso rígida en la silla.
Paul apartó la vista de la pantalla como si hubiera presenciado su reacción, y se apreciaba la compasión en sus ojos (y la advertencia) cuando su imagen asintió.
—Young aún está al mando —aclaró con voz débil—, y aún es de mayor graduación que tú. ¿Cuídate, de acuerdo?
* * *
La NAP Napoleón flotaba a la deriva en la oscuridad, lejos del débil faro que suponía la enana roja principal del sistema. El motor del crucero ligero estaba apagado, sus sensores activos muertos, y su capitán sentado en el puente mientras la nave recorría silenciosa la órbita del planeta congelado más alejado de Hancock. Leía dos signaturas de impulsor en su pantalla, pero la más cercana estaba a unos doce minutos luz del Napoleón, y no tenía el propósito de atraer su atención.
El comandante Ogilve no había reflexionado mucho acerca de la operación Argus cuando se le informó por primera vez. La idea le había parecido una excelente forma de comenzar una guerra y, al mismo tiempo, conseguir que su nave acabase frita en el proceso, aunque la verdad es que estaba saliendo mucho mejor de lo esperado. Era una operación que requería mucho tiempo, y el hecho de que ninguna de las naves involucradas hubiera sido atrapada no significaba que no pudiese ocurrir más tarde, aunque lo cierto es que faltaba ya muy poco. Tan solo era necesario que el almirante Rollins recibiera los datos que necesitaba… y que el Napoleón saliera de Hancock de una pieza.
—Acercándonos al primer repetidor, señor. —Su oficial de comunicaciones sonaba tan infeliz como Ogilve se sentía, y el comandante sufrió lo indecible para aparentar calma mientras echaba un vistazo al monitor y asentía en respuesta. No dejaría que las tropas supieran que su capitán estaba tan asustado como ellos, pensó con amargura.
—Prepárese para iniciar el volcado de datos —dijo.
—Sí, señor.
En el puente seguía reinando el silencio mientras el oficial de comunicaciones activaba sus láseres de comunicación. Cualquier clase de emisión resultaba extremadamente peligrosa dadas las circunstancias, pero la posición del repetidor había sido escogida con mucho cuidado. La gente que había planeado la operación Argus sabía que los perímetros de todos los sistemas estelares manticorianos estaban protegidos por plataformas de sensores cuyo alcance y sensibilidad superaban con mucho a los de la República Popular, pero ninguna red de vigilancia lo podía abarcar todo. Sus patrones de despliegue la habían tenido en cuenta, y (por lo menos, hasta ahora) habían dado justo en el clavo.
Ogilve bufó ante lo acertado de su expresión, ya que Argus había costado miles de millones. Las casi invisibles plataformas de sensores habían sido colocadas a unos dos meses luz, así que tuvieron que recorrer todo ese espacio interestelar con su energía al mínimo. Se deslizaron a través de los sensores manticorianos como pedazos de basura espacial, y las pequeñas cantidades de energía necesarias para detenerse y alinearse en sus posiciones finales y cuidadosamente elegidas habían sido tan pequeñas que era imposible detectarlas pasados unos pocos miles de kilómetros.
En realidad, conseguir superar las plataformas había sido la parte fácil. Los legos tendían a olvidar lo enorme (y vacío) que era cualquier sistema estelar. Hasta la mayor nave espacial no suponía más que una mota en proporción; siempre y cuando no irradiara ninguna signatura de energía que la pudiera traicionar, atrayendo la atención no deseada, sería casi invisible, y sus sensores eran los más pequeños que tenía Haven; contaban con el mejor equipo para evitar ser detectados. O en este caso (se corrigió Ogilve), el mejor que el dinero podía comprar clandestinamente a la Liga Solariana. El mayor riesgo que corrían tenía su origen en los láseres de haz estrecho y baja intensidad empleados para conectarse a los repetidores de las estaciones centrales; aunque aun así, el peligro seguía siendo mínimo.
Las plataformas se comunicaban solo a través de transmisiones con ráfagas ultrarrápidas. Incluso si alguien se encontraba en su camino, era necesario un impresionante golpe de mala suerte para que llegase a darse cuenta de que había oído algo, y la programación de las plataformas evitaba que emitieran en caso de que sus sensores detectaran algo en disposición de interceptar sus mensajes.
No, las oportunidades de que los manticorianos descubrieran a los diminutos espías robóticos eran mínimas. Era el cartero que recogía sus datos quien sudaba la gota gorda. Porque por muy pequeña que fuese, cualquier nave era mayor que cualquier sensor, y para recoger y reenviar toda esa información la nave necesitaba irradiar, a pesar de todas las protecciones posibles.
—Haz ajustado y a la espera, señor. Llegada al punto de transmisión en… diecinueve segundos.
—Inicie la transmisión cuando alcancemos la posición indicada.
—Sí, señor. A la espera. —Los segundos se fueron desgranando muy despacio y entonces el oficial de comunicaciones se lamió los labios—. Iniciando la transmisión, señor.
Ogilve se tensó y sus ojos volvieron a la pantalla con prisa exagerada. Contemplaba a los destructores manticorianos con intensidad dolorosa, aunque continuaban su rumbo en su feliz ignorancia, y en ese momento…
—¡Volcado completo, señor! —Las arrugas en la frente del oficial de comunicaciones no desaparecieron hasta que apagó el láser, y Ogilve logró sonreír a pesar de su propio nerviosismo.
—Bien hecho, Jamie. —Se frotó las manos y sonrió a su oficial táctica—. Bien, señora Austell, ¿podemos ver qué hemos recibido?
—Una idea excelente, señor. —La oficial táctica devolvió la sonrisa, y luego comenzó a trabajar con el volcado. El silencio reinó durante varios minutos, puesto que la última recolecta Argus de datos había tenido lugar hacía un mes y medio. Por tanto, había mucha información que analizar; en ese instante se aderezó y lo miró a los ojos.
—Tengo algo interesante aquí, señor.
La excitación reprimida en su voz hizo que Ogilve se levantara de forma inconsciente de la silla. Cruzó el puente con un par de pasos rápidos y se inclinó sobre su hombro mientras ella continuaba tecleando. Su monitor parpadeo durante un momento, luego se aclaró la imagen y una hora y fecha brillaron en una de las esquinas.
Ogilve tragó saliva con brusquedad al ver los datos desplegados ante él. Un recuento de enormes naves pesadas… ¡No, más que eso! ¡Dios mío, eran más de treinta! ¡Jesús, era toda la línea de batalla de los manticorianos!
Se quedó embobado ante la pantalla, sin respirar, incapaz de creer lo que estaba viendo. La escala de tiempo estaba muy comprimida y la increíble masa de las signaturas de impulsor se deslizaba por el sistema estelar a velocidad suicida.
Tenía que ser algún tipo de maniobra. Era lo único posible. Ogilve se lo repitió una y otra vez, como si fuera un encantamiento mental contra la desilusión que tenía que llegar de un momento a otro.
Pero no llegó. Los acorazados y superacorazados siguieron moviéndose alejándose de Hancock hasta alcanzar el límite hiperestelar.
Y entonces se desvanecieron. Cada una de esas malditas naves se desvaneció y Ogilve se enderezó con cautela medida, casi dolorosa.
—¿Han regresado, Midge? —medio susurró, y la oficial táctica sacudió la cabeza, con los ojos abiertos como platos—. ¿Las plataformas de este sector los hubieran registrado si hubieran vuelto? —insistió el comandante.
—No de forma automática, señor. Los manticorianos podrían haber regresado por una trayectoria que estuviese fuera de su alcance. Pero, a menos que supieran de la existencia de los sensores y hubieran hecho esto para engañarnos, habrían regresado de esas maniobras con rumbos situados en las proximidades de esa dirección… Y se marcharon hace ya una semana, señor.
Ogilve asintió y pellizcó el puente de su nariz. Era increíble. La idea deque los manticorianos realizaran alguna clase de ejercicio que los alejara de Hancock en momentos de tanta tensión era ridícula, se mirara por donde se mirara. Pero por imposible que pareciera, habían hecho algo más estúpido aún. Se habían largado. ¡La estación Hancock había quedado desierta!
Inhaló profundamente y miró a su astronavegador.
—¿Cuánto tiempo tardaremos en salir de aquí?
—¿Sin que nuestro rastro hiperespacial sea detectado?
—¡Por supuesto!
—Hum… —Los dedos del astronavegador volaron mientras encontraba la respuesta a la pregunta—. En este vector, nueve-cuatro-punto-ocho horas hasta alejarnos por completo de los sensores manticorianos, señor.
—¡Maldición! —susurró Ogilve. Restregó las palmas de las manos contra sus pantalones, en un esfuerzo por mitigar su impaciencia. Era demasiado importante como para arriesgarse a fastidiarlo todo. Tendría que esperar. Tendría que estar sentado otros cuatro días antes de llegar a casa con aquellas increíbles noticias. Pero una vez llegara a Seaford…
—De acuerdo —dijo secamente—. Quiero una desactivación completa. Nada saldrá de esta nave. Jamie, aborta el resto de los volcados de datos. Midge, quiero que te ocupes de los sensores activos; a partir de ahora vives en el puente. Si algo parece que se acerca a nosotros, quiero saberlo. Estos datos valen el coste de la operación desde el primer día, ¡y vamos a llevarlos a casa aunque rengamos que saltar al hiperespacio bajo las mismas narices de los manticorianos!
—Pero ¿y la seguridad operativa, señor? —protestó su segundo.
—No voy a llamar la atención —dijo Ogilve con brusquedad—. Estos datos son demasiado importantes para arriesgarnos a perderlos, así que al más mínimo indicio de que nos vayan a detectar, saldremos de aquí como sea, y al infierno con el resto de la operación Argus. ¡Esto es justo lo que esperaba el almirante Rollins, y por Dios que nosotros vamos a informarle de ello!