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El almirante Parnell echó un vistazo al puerto cuando su lanzadera se posó en DuQuesne central, la principal pista de aterrizaje de la tercera base naval más grande de la República Popular de Haven. El complejo militar, que tomaba el nombre del maestro arquitecto de la etapa en que la república devino en imperio, era la principal (de hecho, no había otra) industria de Enki, el único planeta habitable del sistema Barnett. Más de un millón de marines y personal de la marina residían allí de forma permanente, y el sistema rebosaba de naves de guerra de todos los tamaños, protegidos por enormes fortificaciones.

Parnell estudiaba esas naves de guerra desde la cubierta del crucero pesado que lo había conducido hasta Barnett, y quedó impresionado. A pesar de ello, no era la única sensación que lo abrumaba, puesto que reconoció el riesgo que hacía correr a su armada, y no le gustaba.

Como le había dicho al presidente Harris hacía unos cuantos meses, no quería ocupar Mantícora en modo alguno. A diferencia de las otras víctimas de Haven, el Reino Estelar había dispuesto tanto del tiempo como del liderazgo necesarios para prepararse. Y a pesar del confuso pacifismo de algunos de sus políticos, su gente estaba unida bajo el mando de una reina obsesiva y dura de mollera; su riqueza le había permitido acumular una sobrecogedora capacidad de fuego; y la amplitud de su alianza de sistemas hacía que la Armada popular arrostrara una amenaza de una dimensión desconocida. Al contrario de lo que le había ocurrido a Haven en el pasado, repleto de conquistas de sistemas individuales, no había una forma rápida de hacerse con la Alianza mediante un asalto decisivo. Y avanzar en dirección a Mantícora sin proteger los flancos y la retaguardia de la flota invitaba al desastre.

No, si querían apoderarse del Reino Estelar tenían que luchar por él. Y, como primer paso, estaban obligados a destrozar sus defensas fronterizas y aniquilar una parte considerable de su armada en el proceso.

El almirante se levantó del asiento una vez el tren de aterrizaje hubo tocado tierra. Abrió su maletín y rebuscó dentro; después asintió al equipo de seguridad que lo acompañaba a todas partes, y bajó por la rampa de la lanzadera con una sonrisa que ocultaba su desazón interior.

* * *

El enorme cuarto de operaciones de la base DuQuesne había sido decorado incluso más lujosamente que el Centro de Planificación Estratégica del Octágono, y el personal de Parnell permanecía a la espera tras él, mientras estudiaba los informes de situación. Hacía tiempo que el analizar por sí mismo los datos se había convertido en una costumbre. Sabía que irritaba a algunos de los suyos, pero no lo hacía para poner en duda su competencia. Si no confiara en ellos no estarían ahí, pero hasta los mejores hombres cometían errores. Encontró unos cuantos en su revisión, y aunque sabía que no asimilaría tantos detalles, había adquirido cierta práctica con el paso de las décadas que le permitía discernir lo más importante.

Los informes confirmados sobre los despliegues de la Armada manticoriana eran más escasos de lo esperado, pero los pocos obtenidos parecían esperanzadores. Había signos de movimiento por toda la frontera, y la operación Argus había salido mejor de lo que había imaginado cuando se le propuso. Argus no lograría amasar mucha información, pero los datos a los que hacía referencia eran sorprendentemente detallados, y este estudio de los patrones operativos de los manticorianos constituiría la base necesaria para lograr que funcionara la operación en su conjunto. Además, admitió, Argus le hacía sentir mejor. El hardware superior de Mantícora había comenzado a adquirir proporciones de pesadilla para Parnell, y le complació comprobar que la fe de los manticorianos en su superioridad tecnológica se volvía contra ellos.

Advirtió con satisfacción la llegada de nuevas fuerzas manticorianas a Zuckerman, Dorcas y Minette, y varios informes indicaban que la RAM había reforzado sus patrullas y escoltas. Lo que era positivo. Cada nave asignadas estos propósitos era una menos de la que habría que preocuparse cuando diera comienzo el baile.

La información acerca de Seaford Nueve no era tan halagüeña. El volumen espacial total de la maldita Alianza no estaba actualizado, por supuesto, pero también destacaba por su vaguedad. Bueno, Rollins sabía lo crítico de la situación; sin duda, estaría trabajando para refinar los datos en ese mismo momento, si es que no lo había hecho ya. El ION recorrió con la vista las últimas estimaciones de Inteligencia Naval (conjeturas, más bien, se corrigió con amargura) sobre la fuerza actual de la flota territorial manticoriana. No había forma humana de corroborarlo, pero por ahora no resultaba vital.

Se giró hacia los paneles que listaban las incursiones planeadas para la primera y segunda fases y los resultados que se habían registrado, y por primera vez desde que entrara en el centro de mando, frunció el ceño y echó una mirada por encima del hombro.

—Comodoro Perot.

—¿Señor? —replicó su jefe del Estado Mayor.

—¿Qué sucedió en Talbot? —inquirió Parnell, y las facciones de Perot distorsionaron en una mueca.

—No lo sabemos, señor. Los manticorianos aún no han dicho nada sobre eso, pero las naves del almirante Pierre tienen que haber caído en alguna trampa.

—¿Algo tan terrible que acabase con todos ellos? —murmuró Parnell casi para sí mismo, y Perot asintió con menos alegría aún.

—Eso parece, señor.

—¿Pero qué demonios puede haber sido? —Parnell se rascaba la mejilla mientras observaba, enfurruñado, el insulso «Desconocido» que brillaba bajo los nombres de los cuatro mejores cruceros de batalla de la Armada popular—. Deberían haber sido capaces de evitar todo aquello contra lo que no pudieran luchar. ¿Quizá supieran, de algún modo, dónde y cuándo íbamos a aparecer?

—No se puede descartar por completo esa posibilidad, señor, pero incluso el almirante Pierre desconocía su objetivo hasta que abrió las órdenes selladas, y la otra parte de la operación en Poicters se llevó a cabo sin problemas. El comodoro Yuranovich atrapó a un crucero clase Caballero Estelar justo donde esperaba encontrarlo. Como puede ver —dijo Perot y señaló en dirección a la información mostrada bajo los nombres de las naves reunidas en la incursión de Poicters—, recibió más daño del esperado; me temo que el Barbarroja y el Sinjar tendrán que visitar los astilleros durante cierto tiempo. Pero de todas formas, no existe evidencia alguna que indique que sospechaban algo. Ya que ambas partes de la misión estuvieron sometidas a las mismas medidas de seguridad, suponemos que tampoco conocían el destino de Pierre.

—Lo achaca a una coincidencia, entonces —dijo Parnell categóricamente, y Perot se encogió de hombros con mucha sutileza.

—Por el momento no existe explicación mejor, señor. Esperamos otra descarga de datos de la red Argus desde Talbot la próxima semana, y entonces tendremos más información. Las naves cubren la zona donde se supone que la intercepción tuvo lugar.

—Hum… —Parnell pellizcó su mejilla con más fuerza—. ¿Alguna reacción desde Mantícora en relación con el Caballero Estelar?

—No de manera oficial, pero han vetado la confluencia a nuestras tropas, expulsado a todas nuestras naves diplomáticas del espacio de la Alianza sin ninguna explicación formal, y han comenzado a escoltar los convoyes de nuestra propiedad que se encuentran en su territorio. Hubo un incidente en Casca, pero aún no sabemos quién lo empezó. Casca, oficialmente, es territorio neutral, pero siempre han favorecido a Mantícora y algunos de mis analistas creen que las operaciones de la fase uno puedan haber impulsado a los cascanos a pulsar el botón rojo y pedir la protección manticoriana. Nuestros oficiales al mando en la zona intercambiaron fuego de largo alcance con un escuadrón de cruceros manticoriano para, a continuación, cambiar de dirección y alejarse. —Perot se encogió de hombros—. No se les puede culpar, señor. No contaban con nada más pesado que un destructor, y los hubieran reducido a cenizas si se hubieran quedado a combatir.

El asentimiento de Parnell fue más calmado de lo que sentía. La situación se caldeaba y Mantícora comenzaba a actuar, aunque aún no había protestado formalmente. Eso podía ser bueno o malo. Tal vez supieran con exactitud lo que estaba ocurriendo y decidían guardar silencio para así ocultar su reacción hasta que ocuparan posiciones. Aunque también podía ser indicativo de que no tenían ni idea de lo que sucedía… o de lo que les iba a caer encima. Si solo consideraban los incidentes y provocaciones como el comienzo de una operación más compleja, evitarían las protestas hasta que supieran qué tipo de operación estaba en marcha.

En cualquier caso, habían estimado que las quejas no darían fruto alguno, y la forma en que sus fuerzas actuaban, no solo en casos aislados, indicaba que sus comandantes habían recibido nuevas órdenes. Y los informes fragmenta dos acerca de sus maniobras sugerían que estaban recolocándose para cumplir con lo que fuera que se les hubiera ordenado. Si continuaban haciendo lo mismo…

Sus ojos volvieron a fijarse en la ausencia de datos provenientes de Seaford Nueve, y el gesto se le torció.

—De acuerdo, damas y caballeros —dijo finalmente, y se giró para observar a su equipo—, empecemos.

Lideró el camino hasta la sala de reuniones seguido por sus subordinados, y el comodoro Perot inició su detallado informe. Parnell escuchaba con atención y asentía de cuando en cuando, mientras que en su interior sentía que el momento de la decisión final se acercaba con cada latido.

* * *

A simple vista, la posibilidad de localizar y atacar el comercio de alguien a través del hiperespacio era una utopia. El alcance máximo fiable del escáner apenas llegaba a los veinte minutos luz; el hiperespacio era vasto, e incluso conocer los tiempos de salida y llegada de un convoy no servía de mucho.

Pero, en ocasiones, las apariencias engañaban. Sin duda el hiperespacio era vasto, aunque prácticamente todo el tráfico discurría por los caminos que suponían las olas gravitatorias, extrayendo tanto su energía como sus altísimas aceleraciones de las velas Warshawski. Las únicas rutas eficientes utilizaban las olas gravitatorias que conectaban un sistema estelar con otro, y los puntos de interconexión eran bien conocidos por la mayoría de las naves. También eran bien conocidos aquellos puntos que debían evitarse por sus altos niveles de turbulencias gravitacionales. Si un corsario conocía el horario que seguía una nave, no necesitaba saber su ruta. Podía trabajar con las mismas tablas estelares que el patrón de su objetivo y predecir su rumbo más probable con suficiente tino como para interceptarlo.

Para los que no tuviesen acceso a tales conocimientos, existían otras alternativas. Los patrones de las naves mercantes, por ejemplo, preferían con mucho circular por una ola gravitatoria que los condujera de forma directa hasta su punto de salto. Los costes de energía se reducían, y circular por esa ola hasta el límite del hiperespacio reducía tanto el estrés fisiológico como el estructural. Ello empujaba a los corsarios a acechar con frecuencia en puntos donde las olas gravitatorias se intersecaban con el límite hiperespacial de una estrella, aguardando a que su presa apareciese ante ellos.

Y, si todo esto fallaba, siempre quedaba el método de la suerte. Las naves eran más vulnerables nada más recalar en el espacio normal. Sus velocidades eran reducidas, sus sistemas de sensores aún registraban el súbito influjo de información del espacio-n, y hasta pasados al menos diez minutos, mientras sus hipergeneradores se recargaban, no podían volver al hiperespacio y huir si algo las atacaba. Una translación en un sistema eclíptico era la norma habitual, si no la inviolable, así que un pirata paciente se colocaría en una órbita solar, justo en el límite del hiperespacio, mantendría sus niveles de energía (y emisiones) a niveles mínimos y esperaría hasta que una fragata desprevenida se trasladara dentro de su rango de intercepción. Sin emisiones que la traicionaran, algo tan pequeño como una nave de guerra resultaba difícil de avistar, y la primera señal para muchos desafortunados patrones de naves mercantes había sido una salva de misiles.

Pero el crucero pesado NAP[21] Espada y sus acompañantes no tenían necesidad de tales técnicas de caza, pensó el capitán Theisman. Gracias a los espías de Inteligencia Naval, la comodoro Reichman conocía la hora exacta en que aparecería su presa. De hecho, la oficial táctica de Theisman había avistado al convoy de cinco naves y su escolta hacía ya algunas horas, mientras el escuadrón del Espada permanecía escondido en las proximidades de una «burbuja» de la ola gravitatoria de la zona. Los dejarían pasar, evitando ser detectados, para luego aparecer tras ellos.

A Theisman no le gustaba su misión actual, en parte porque le desagradaban tanto la comodoro Annette Reichman como las tácticas que esta había propuesto. De actuar conforme a sus preferencias, se habría situado seis años luz delante para atrapar el convoy, donde tendría lugar la transición desde las olas gravitatorias. Reichman había decidido actuar de forma diferente (estúpida, en su opinión), lo que explicaba solo parte de su descontento. También era un oficial naval, con el instinto innato de los oficiales navales para proteger a los comerciantes, y el hecho que dos de los objetivos de su escuadrón no fueran fragatas solo lo empeoraba todo. Pero a lo largo de su carrera le habían pedido que hiciera muchas cosas que no le gustaban, y si tenía que hacerlo, al menos procuraría hacerlo bien…, siempre y cuando Lehman le dejara.

Se puso de pie sobre el puente de mando del Espada, estudió su rumbo y luego frunció el ceño mientras esperaba la siguiente orden de la comodoro. Los manticorianos eran buenos, cosa que había comprobado en sus propias carnes, aunque Reichman parecía confiada. Posiblemente más de lo debido. Sí, la escolta del convoy solo la conformaban dos cruceros ligeros y tres destructores, el combate hiperespacial no se asemejaba en nada al del espacio-n. Gran parte de las defensas normales de una nave pesada no existían en el hiperespacio. La despreocupación de Reichman acerca de la mayor vulnerabilidad de su escuadrón impacientaba a Theisman.

Aun así, la situación táctica se desarrollaba como la comodoro había predicho. Con tan pocas naves, el comandante de la escolta había optado por ir delante de los mercantes y así paliar la posibilidad de una intercepción por vanguardia. Sin embargo, solo una escolta vigilaba la retaguardia, pues la consideraban el vector de menos riesgo. Solo que Reichman no necesitaba una intercepción por vanguardia. La máxima velocidad segura en el hiperespacio para cualquier mercante era apenas de 0,5 veces la velocidad de la luz. Esta cantidad se traducía, en el espacio normal, en una velocidad lumínica cientos de veces superior, pero lo que realmente importaba eran las velocidades relativas, y su mejor protección contra las partículas y la radiación permitía a las naves de Reichman alcanzar una velocidad un veinte por ciento mayor. Lo que quería decir que estaba dando alcance al convoy a unos treinta mil kps, y que el destructor que cerraba la comitiva debería verlos justo… ahora.

* * *

El capitán de corbeta MacAllister se removió inquieto en la silla de mando cuando surgieron elementos hostiles en su pantalla. Los sensores de su destructor deberían haberlos detectado antes, incluso en condiciones de hiperespacio pero el escrutinio era vacilante, y los códigos de identificación cambiaban y se movían constantemente. Alguien a su espalda contaba con unas bonitas capacidades contraelectrónicas, y las estaban usando.

Sus ojos se clavaron en las lecturas de los vectores, y apenas reprimió una maldición. Estaban a unos trescientos millones de kilómetros a su espalda. A esa velocidad los alcanzarían en menos de tres horas, y ningún mercante lograría despegarse de ellos.

Juró con un hilo de voz y frotó las palmas contra los brazos de la silla. Quienquiera que estuviera persiguiéndolos contaba con escudos de uso militar, pues eran necesarios para alcanzar tal velocidad, así que tenían que ser naves de guerra. Al menos, pensó torvamente, su actividad de GE[22] había sido confirmada. Asimismo, también habían confirmado sus intenciones hostiles ¿Pero de quién se trataba? ¿Había más unidades que todavía no había podido detectar? ¿Y cuál era su potencia de fuego? Solo había una manera de saberlo.

—Zafarrancho de combate —dijo MacAllister a su oficial táctica, y las alarmas comenzaron a resonar mientras se giraba hacia su oficial de comunicaciones—. Ruth, envía una señal a la capitana Zilwicki. Dile que tenemos naves no identificadas en popa, adjúntale los datos tácticos de los que disponemos, y dile que estamos en proceso de identificarlas.

—Sí, señor.

—Timonel, vire uno-ocho-cero grados. Deceleración máxima.

—Sí, señor.

—Manny —MacAllister miró a su astronavegador—, quiero un giro que nos sitúe en la ruta de aproximación a su espalda, con una distancia de diez minutos luz. No seremos capaces de identificarlos desde allí, pero cierto como que el infierno arde que sabremos cuál es su número.

—Sí, señor. —El astronavegador se inclinó sobre su consola justo cuando la segundo de MacAllister, en traje de vacío, aparecía en el puente con otro de esos trajes para el capitán de corbeta colgado sobre su hombro. Él sonrió en agradecimiento y señaló al monitor mientras cogía el traje.

—Parece que hemos sido invitados a una fiesta, Marge. —Se dirigió hacia su minúscula sala de reuniones para cambiarse—. Mantén a salvo el fuerte mientras me cambio.

* * *

—Los destructores vienen hacia nosotros, señor —informó la oficial táctica de Theisman, y el capitán miró a Reichman. La comodoro ni parpadeó. Sin duda lo esperaba, igual que Theisman. De hecho, había esperado que se produjera antes, y sintió una apagada simpatía por la tripulación de la nave.

—Nos están viendo, señora —anunció tras un momento—. ¿Órdenes?

—Ninguna. Dudo que se ponga a nuestro alcance antes de tener una lectura clara, así que esperaremos. Además —dijo la comodoro sonriendo sin humor—, no es probable que esos bastardos puedan huir de nosotros, ¿cierto?

—Cierto, señora —dijo Theisman con voz queda—, supongo que así es.

* * *

La NSM Colérico deceleró en dirección a las naves no identificadas a unos 51 kps mientras sus velas Warshawski canalizaban la energía de las olas gravitatorias. Diecinueve minutos después, se dio media vuelta y aceleró para alejarse de ellos. Luego, cuando se encontraba a ciento cincuenta y ocho millones de kilómetros, volvió a reducir su velocidad hasta alcanzar los treinta mil kps; el rostro del capitán de corbeta MacAllister se tensó cuando al fin los sensores del Colérico penetraron las contramedidas electrónicas.

—Envía otro mensaje a Zilwicki, Ruth —ordenó—. Dile que tenemos a seis cruceros pesados repos…, parecen Cimitarras. Estimo que entrarán en el alcance del convoy en… —Echó un vistazo al mapa—. Dos horas y treinta y seis minutos.

* * *

El rostro de la capitana Helen Zilwicki se endureció al escuchar el análisis de MacAllister sobre la amenaza situada a trece minutos luz y medio tras su diminuto escuadrón. Eran seis naves contra las cinco suyas, y todas ellas enormes y con mayor capacidad de fuego. Incluso la ventaja técnica con la que hubieran contado en el espacio normal poco importaba allí, ya que obtenía su máximo rendimiento con los misiles, y estos no servían de nada en una ola gravitatoria. Ningún motor de impulsión funcionaba en aquel lugar; las poderosas fuerzas gravitacionales de la ola lo quemarían al instante. Lo que significaba que cualquier misil se vaporizaría nada más dispararlo. Pero, además, ninguna nave contaba con la protección de su cuña de impulsión…, ni con pantallas.

Ni siquiera consideró la posibilidad de salir de la ola. Aunque con ello habría recuperado sus pantallas y el uso de los misiles, los mercantes llevaban cuatro horas luz dentro de la ola. Necesitarían ocho para salir, y no contaban con esas ocho horas.

Sintió la tensión de la tripulación del puente, percibía tanto su miedo como el propio, pero nadie dijo nada y ella cerró los ojos, angustiada. Dos de sus enormes y lentas naves eran fragatas-transporte destinadas a la estación Grendelsbane, que necesitaba imperiosamente maquinaria, mecanoides y remotos para los astilleros. En ellas viajaban unos seis mil civiles y técnicos de la Armada junto con sus familias.

Incluyendo al capitán de grado inferior Antón Zilwicki y su hija.

Trató de no pensar en ello. No podía permitírselo. No si pretendía salvarlos. Pero solo había una cosa que podía hacer, y sintió un terrible aguijón de culpa cuando al fin levantó la vista hacia sus oficiales.

—Mensaje a todas las unidades, Radio. —Su voz sonaba mecánica y tirante incluso para sus propios oídos—. Mensaje: del oficial al mando de la escolta a todas las naves. Hemos detectado seis naves de guerra, en apariencia cruceros pesados repos, acercándose desde popa. Distancia actual uno-tres-punto-seis minutos luz, velocidad tres-cero mil kps, si mantienen el rumbo actual, llegarán a nuestra posición en dos horas y catorce minutos. —Inhaló con fuerza sin dejar de estudiar su pantalla—, a la vista de las advertencias del Almirantazgo, he de asumir que su intención es la de atacarnos. Todas las escoltas formarán conmigo y virarán para hacer frente al enemigo. El convoy se dispersará y procederá de manera independiente. Zilwicki, corto.

—Grabado, señora. —La voz del oficial de comunicaciones carecía de entonación—. Transmita. —Las palabras brotaron empañadas por lágrimas, y a la capitana le costó mucho aclararse la garganta—. Timonel, prepare un viraje en redondo.

—Sí, señora.

Mantuvo los ojos fijos en la pantalla y trató de no pensar en las dos personas más importantes de su universo, o en cómo reaccionarían ante su frío mensaje oficial. En ese momento, algo la tocó en el hombro. Alzó la vista, y parpadeó para aclararse los ojos. Era su segundo.

—Dígales que los quiere —dijo despacio, y ella apretó los nudillos con fuerza.

—No puedo —musitó—. No cuando ninguno de ustedes puede decirles a los suyos…

Su voz se quebró y la mano del segundo se crispó sobre su hombro.

—¡No sea estúpida! —Su voz era dura, casi fiera—. ¡No hay nadie en esta nave que no sepa que su familia está a bordo… o que piense que son la única razón por la que hace esto! ¡Ahora vuelva a hablar con radio y dígales que los quiere, maldita sea!

Se removió en la silla de mando, y apartó los ojos de él para mirar a los demás oficiales del puente, de forma casi desesperada, solicitando su perdón.

Pero no era necesario. Lo vio en sus ojos, lo leyó en sus caras; lanzó un profundo suspiro.

—Timonel —dijo, y su voz volvió a ser clara—, efectúe el viraje. Jeff —se dirigió al oficial de comunicaciones—, póngame en contacto con el Camarvon. Utilice un canal privado, lo atenderé desde la sala de reuniones.

—Sí, señora —dijo dulcemente el oficial de comunicaciones, y Helen Zilwicki se levantó de la silla y caminó hasta la escotilla con la cabeza bien alta.

* * *

Las mandíbulas de Thomas Theisman se apretaron con fuerza cuando las fuentes de impulsión giraron hacia él en formación de ataque. Cruzó las manos tras de sí y miró a la comodoro Reichman impasible. Había estado segurísimo de que el comandante manticoriano ordenaría la dispersión del convoy entero: escoltas y mercantes por igual. Después de todo, como ella había señalado, la ola gravitatoria les impediría hacer uso de los misiles de larga distancia, lo que les hubiera servido para darles alguna oportunidad en el combate. Esa era la única razón por la que los habían interceptado allí y no en el punto de interconexión, como Theisman había sugerido. Ningún comandante arriesgaría sus naves por nada, cuando al dispersarlas conseguiría, al menos, que cuatro de sus diez naves sobrevivieran.

Thomas Theisman los conocía mejor, pero Annette Reichman nunca se había enfrentado a los manticorianos con anterioridad. Pero, puesto que Theisman había perdido cuando los combatió, ella había ignorado sus advertencias con condescendencia apenas disimulada.

—¿Órdenes, señora? —preguntó, y Reichman tragó saliva.

—Los asaltaremos de frente —sentencio tras un momento.

Como si tuviera otra elección, pensó Theisman disgustado.

—Sí, señora. ¿Desea cambiar nuestra formación? —Mantuvo su tono tan aséptico como le fue posible, pero sus fosas nasales se agitaron.

—¡No! —explotó.

Theisman alzó la vista por encima del hombro de ella. Su fría mirada hizo que tanto el personal de la comodoro como sus propios oficiales se abstrajeran, lo que les permitió cierta intimidad.

—Comodoro, si realiza un acercamiento convencional con los sistemas de armamento de proa y popa, van a virar para presentar sus costados y dispararnos con todo lo que tienen, y encima a una distancia óptima.

—¡Estupideces! ¡Eso sería suicida! —gritó Reichman—. ¡Les destrozaremos si se atreven a salir de la protección que ofrecen sus velas!

—Señora —habló casi con dulzura, como si lo hiciera con un niño—, superamos a esas naves en una proporción de masa de siete a uno, y ellos tienen que acercarse hasta estar al alcance de las armas de energía. Saben lo que eso significa tan bien como nosotros. Así que harán la única cosa que pueden. Presentarán sus costados para disparar con cuanto haz tengan, y tratarán de alcanzar nuestros nodos alfa. Si acaban aunque sea con uno solo destruirán nuestro trinquete, y eso, en el interior de una ola gravitatoria…

No tuvo que completar la frase. Sin trinquete que equilibrara su palo de mesana, seria imposible para cualquier nave maniobrar en la ola gravitatoria, atrapados en el vector, y a velocidad constante. Ni siquiera podrían salir de hiperespacio, porque no podrían controlar su tránsito hasta que lo repararan (si es que podían hacerlo), e incluso la más pequeña turbulencia los destrozaría. Lo que haría que la pérdida de una sola vela le supusiese a Reichman al menos dos naves, ya que ninguna que perdiera una vela podría salir de la ola sin los tractores de otra.

—Pero… —Se detuvo y tragó de nuevo—. ¿Qué es lo que recomienda capitán? —preguntó después de un momento.

—Que hagamos lo mismo. Recibiremos daños, e incluso es probable que perdamos algunas naves, pero reduciremos la exposición de nuestras velas y podremos utilizar nuestros costados, mucho más pesados que los suyos Además, tendremos una mejor oportunidad para acabar con ellos antes que inutilicen nuestras velas.

Los ojos de ambos se cruzaron durante unos segundos, y él luchó por atenazar el deseo de gritarle que ya le había dicho que aquello era lo que iba a pasar; luego apartó la mirada.

—Muy bien, capitán Theisman —convino—. Hagámoslo.

* * *

Antón Zilwicki se sentó sobre la cubierta acolchada, con los ojos cerrados, y los brazos apretados en torno a la niña de cuatro años que lloraba sobre su chaqueta. Era demasiado joven para comprenderlo en su totalidad, pero entendía lo suficiente, pensó mientras escuchaba las voces de fondo: las voces de los oficiales del puente del Carnarvon, reunidos en torno a la enorme pantalla del carguero.

—Dios mío —susurró la segundo—. ¡Miren eso!

—Se han cargado a uno —dijo alguien con sequedad—. ¿Era uno de los cruceros?

—No, creo que se trataba de un destructor, y…

—¡Miren…, miren! ¡Ahí va otro de esos cabrones repos! ¡Y otro más!

—¡Oh, Jesús! ¡Eso sí que era un crucero! —gruñó alguien, y Zilwicki cerró los ojos con más fuerza, a la par que luchaba para no derramar ninguna lágrima por el bien de su hija. Sabía que el Carnarvon estaba reuniendo toda la energía que podía para alejarse de las demás naves; confiaba en que la precaria dispersión diese resultado. Si dos de los repos se habían evaporado, al menos uno de los mercantes sobreviviría. ¿Pero cuál?

—¡Dios mío, han acabado con otro más! —dijo anhelosa otra voz, y sus brazos apretaron aún con más fuerza a su hija.

—¿Qué ha ocurrido con ese último? —preguntó alguien.

—¡No, aún sigue ahí! Han dañado su vela, pero eso debería… ¡Oh, Dios! —Las voces se callaron de inmediato, y su corazón se retorció en su interior. Sabía lo que ese silencio significaba, y alzó la cabeza lentamente. La mayoría de los oficiales apartó la mirada, pero no la capitana del Carnarvon. Las lágrimas corrían por las mejillas de la mujer, aunque sostuvo la mirada sin parpadear.

—Se acabó —dijo despacio—. Todos. Pero al menos han destrozado a tres de ellos, y al menos uno de los supervivientes ha perdido una vela. No… creo continúen la persecución con una sola nave, incluso aunque esté intacta. No si tienen que remolcar a uno de los suyos. —Zilwicki asintió y se preguntó cómo el universo podía encerrar tanto dolor, hombros comenzaron a sacudirse al mismo tiempo que, al fin, brotaban las lágrimas. Su hija se abrazó a su cuello con fuerza.

—¿Qué pasa, papi? —susurró—. ¿Los… los repos le han hecho daño a Mami? ¿Nos van a hacer daño a nosotros?

—Shhh, Helen —consiguió decir entre las lágrimas. Oprimió su mejilla contra el pelo de la niña y olió el aroma límpido que desprendía; luego cerró los ojos una vez más mientras la acunaba con dulzura.

—No, los repos no nos harán nada —musitó—. Estamos a salvo. —Tomó una bocanada de aire—. Mami nos ha puesto a salvo.