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Honor esbozó una pequeña sonrisa somnolienta en la oscuridad, mientras escuchaba la acompasada y lenta respiración tras de si. Alzo la mano para acariciar la muñeca y el antebrazo que descansaban bajo sus pechos. Fue una caricia tímida, casi incrédula, y la sorpresa que le provocó su propia sensación de bienestar la hizo sonreír.

Un débil ruido surgió de entre las sombras, y sus ojos se giraron hacia el lugar en cuestión. La escotilla del dormitorio de la cabina se había cerrado cuando se durmió. Ahora estaba entreabierta, y un minúsculo haz de luz se colaba a través de ella. Apenas sí se apreciaba, apenas lograba disipar la negrura, pero fue suficiente. Dos ojos verdes brillaron en su dirección desde la mesita de noche, y sintió una aprobación gentil y clara tras ellos.

Acarició la muñeca de nuevo, con la sonrisa estremecida por los ecos mezclados del placer actual y el dolor de viejos recuerdos almacenados, y, por primera vez en años, se enfrentó contra aquello que había reprimido durante tanto tiempo.

Ser la hija de Allison Harrington había sido difícil para una niña que sabía de su fealdad. Honor amaba a su madre y sabía que su madre la amaba a ella. A pesar de una carrera tan exigente como la de oficial de la marina, Allison nunca había estado «demasiado ocupada» para dar a su hija cariño, amor y apoyo…, pero ella había sido atractiva y hermosa. Y allí estaba Honor, sabiendo que nunca heredaría su belleza, que siempre sería el monstruito hormonado y que, en secreto, odiaba esa parte de ella misma. No podía perdonar a su madre por hacerla sentir una bobalicona con cara de pan.

Y luego conoció a Pavel Young.

Su sonrisa desapareció a la vez que apretaba los dientes en un reflejo inconsciente. Pavel Young, que había hecho lo posible por destruir la pequeña ilusión de atractivo que de algún modo había alimentado, y tornar sus sueños melancólicos acerca de lo que podía haber sido en algo feo y desagradable. Pero a] menos había reconocido al enemigo, cuyo ataque había nacido del odio y de un ego inflado, y no por algo que ella hubiera hecho. La había dejado sucia y mancillada, aunque él no había sido quien había acabado con ella. No, eso se lo debía agradecer a un «amigo».

El sobrecogedor pesar y la vergüenza sufridos aquella tarde lejana en el tiempo la volvieron a sacudir. Había sido una situación agónica, el más profundo y oscuro secreto de una adolescente infeliz y desesperada, y tardó demasiado en advertir por qué Nimitz la había tomado con Cal Panokulous. Honor había entrado sonriente, sin avisar, en el dormitorio de alguien a quien amaba…, y escuchó al hombre que había lavado la suciedad del toque de Young reírse entre dientes, a través del comunicador, con un compañero de la academia que los conocía a ambos: «¡Qué patosa era!».

Cerró los ojos ante la angustia reprimida durante tanto tiempo. Incluso tras todos esos años, nunca había sido capaz de admitir lo profunda que era su herida. No solo la traición, sino también el terrible golpe propinado a una adolescente que ya había sido avergonzada por un violador en potencia. Una chica cuya madre era hermosa y que sabía que ella era fea. Que había estado desesperada porque alguien le demostrara que no lo era, y que había ignorado la advertencia de Nimitz solo para descubrir cuánto podía herir un ser humano a otro.

Nunca más. Se había jurado a sí misma que jamás volvería a ocurrir, de igual forma que tampoco dejó que se enterara de lo que había escuchado por casualidad. Simplemente huyó, puesto que si se hubiera enfrentado a él lo hubiera negado todo y mentido, o lo hubiera admitido entre carcajadas. Y en cualquier caso, Honor lo hubiera matado con sus manos desnudas. Aun así, de alguna manera, casi debería agradecérselo. Le había advertido de lo que le podía ocurrir, y le había mostrado que ningún hombre estaría interesado nunca en alguien tan fea y desgarbada, a no ser que fuera para acostarse con ella; así que desterró bien lejos de su cabeza cualquier pensamiento optimista al respecto.

Tocó la mano cálida y tierna una vez más, apretándola contra sus costillas, absorbiendo su tibieza como si de un encantamiento pagano contra diablos se tratara; luego cerró los ojos con fuerza. Siempre había sabido que la mayoría de los hombres era decente. Nadie podía ser adoptado por un ramafelino y no saber eso, pero había construido sus murallas a pesar de todo. No solo había ocultado una parte de sí misma, también la razón por la que había escondido esa parte, incluso de los mejores de ellos, porque tenía que hacerlo. Amigos, sí; amigos con los que moriría o por los que moriría, pero nunca amantes. Nunca. Se apartó de ese riesgo por completo (hasta el punto de quedar satisfecha, sin ser consciente del daño que se había hecho) porque no podía dejar que nadie, especial ella misma, supiera lo profundamente herida que estaba la pequeña y avergonzada chica que aún se ocultaba detrás de la eficiente oficial de la marina. Porque no podía dejar que nadie descubriera que esa única cosa en concreto la hería tanto, la asustaba tanto que no se veía capaz de afrontarla Y así se había marcado su propio camino, frío y aséptico, divertida de una forma superficial ante los enredos románticos en los que se veía atrapada, pero sin ser afectada por los mismos. Sabía que así preocupaba a su madre, pero ella era la última persona con la que podía hablar del tema, y Allison Harrington desconocía lo que le había ocurrido a su hija en isla Saganami. Sin tales datos y con un bagaje cultural tan diferente al de una esfingina típica, no había forma de que pudiera imaginar lo que Honor había elegido no admitir, ni siquiera a sí misma, y a Honor le parecía bien. Estaba satisfecha, de manera algo patética, por tener junto a sí a Nimitz. Había aceptado que nunca tendría (o necesitaría, o incluso querría) a nadie más. Hasta ahora.

La respiración acompasada de Paul Tankersley no cambiaba, pero su mano respondía incluso en sueños. La deslizó sobre sus costillas y se ahuecó en torno a su pecho como un pequeño animal meloso. No de forma pasional, más bien dulce. Su tibieza se fundía contra su espalda, su aliento calentaba la parte trasera de su cuello y sus dedos apretaban la mano contra ella mientras sus nervios anhelaban el suave e increíble calor de su piel y su sedoso cabello.

Quería volver allí cada noche, aunque al principio a ella le había aterrorizado la idea. Ahora parecía una tontería, pero la heroína de guerra condecorada, la capitana cuya chaqueta destellaba con medallas al valor, había tenido miedo. La angustia casi la sobrecogió con el asunto de traer a Nimitz. Necesitaba al ramafelino. Tanto como confiaba en Paul, en la misma medida que lo deseaba, así necesitaba la habilidad de Nimitz para protegerla; no tanto de Paul, sino de su propio miedo a ser traicionada. Su inseguridad la había avergonzado, pero no podía deshacerse del gato así como así. Sabía que pocos humanos se daban cuenta de lo desinteresados que se mostraban los felinos en la sexualidad humana, y temía que Paul pudiera considerarlo como un voyeur.

Y de la misma forma que Paul no se había opuesto nunca a la presencia de Nimitz, tampoco hizo comentario alguno acerca de su maquillaje, y ello a pesar de que sus ojos resplandecían tras los esfuerzos de Mike. Había percibido sus emociones a través de Nimitz mientras cenaban, pero esta vez se había aferrado a esa comunión en lugar de disuadir al felino de que lo hiciera. Había saboreado la placentera y cosquilleante prueba de su deseo, como la ahumada textura de un güisqui con solera, pero todo eso encerraba mucho más consigo. Cosas que sabía positivamente que jamás ningún hombre había sentido por ella.

Su pulso se había calmado (o tal vez solo se había acelerado por otra razón) y, por primera vez en mucho tiempo, había estado encantada de que otro asumiera el mando. Alguien que comprendía los misterios que siempre la habían confundido y asustado. Y una vez terminada la cena, ella había sonreído cuando Paul informó al felino de que las puertas del dormitorio habían sido diseñadas para conservar la intimidad.

Ese fue el momento, pensó ahora, en el que se había abandonado a la confortable oscuridad, cuando supo a ciencia cierta que había acertado con Paul Tankersley, puesto que Nimitz se había alzado sobre sus manos con un repentino movimiento de su cola para alcanzar el botón de la puerta. El gato abrió la escotilla y anduvo con indiferencia hacia la sala principal, dejándola a solas con Paul y probando así que confiaba en aquel hombre.

A pesar de todo, al principio había sido algo rígido. Los viejos miedos habían calado muy profundo, y la habían hecho muy consciente de su ignorancia. Tenía cuarenta y cinco años-T y no sabía qué hacer. ¡Ni siquiera por dónde empezar! El coraje que necesitó para revelárselo al hombre empequeñecía al que requirió para situar al Intrépido en el costado del Saladino en Yeltsin, pero sabía, de alguna manera, que si no se arriesgaba en ese momento nunca lo liaría.

Incluso sin Nimitz, sentía la sorpresa de él ante sus respuestas inexpertas, pero allí no había nada de la humillación adolescente de Cal Panokulous, ni del desprecio de Pavel Young ni de la necesidad de castigarse. Solo maravilla y amabilidad, paciencia y risas, y después de eso…

Sonrió de nuevo, con picor en los ojos a causa de las lágrimas, y alzó la mano en la oscuridad. No muy lejos. Lo suficiente para que le regalaran un dulce beso en su espalda antes de devolverla a su pecho y cerrar los ojos.

El tañido sostenido y armonioso rompió la quietud, y Honor trató de salir de la cama mientras alcanzaba la terminal de su mesita de noche en un acto casi reflejo. Pero algo pasaba. Estaba enredada con las extremidades de otro, y se revolvió para deshacerse de ellas un segundo antes que sus ojos se abrieran y su mente cayera en la cuenta de que no era su comunicador, después de todo.

Parpadeó y luego rio tontamente. ¡Dios! Imaginaba la reacción de la persona que llamaba a Paul si ella hubiese llegado a responder, ¡sobre todo teniendo en cuenta lo que los pijamas habían estorbado durante la noche!

El ruido sonó de nuevo y Paul murmuró, irritado, en su sueño. Resopló y se esforzó por acurrucarse contra la espalda de ella, pero la radio emitió su sonido una vez más.

Bueno, una cosa era cierta. Era mucho más dormilón que ella. Era bueno verlo, pero eso no sacaría la nave del puerto.

Lo golpeo con suavidad en las costillas cuando el ruidito se convirtió en un jurado continuo y más alto. Paul resopló otra vez, más fuerte, y luego se incorporo sobre el codo a toda prisa.

—¿Qué…? —empezó, luego se calló cuando el zumbido lo cortó—. ¡Demonios! —refunfuñó—. Le dije a la centralita que…

Sacudió la cabeza; su pelo cayó como seda sobre los hombros desnudos de ella. Luego terminó de sacudirse los últimos retazos de sueño.

—Lo siento. —Le dio un beso en el hombro, y ella quiso ronronear como Nimitz. Pero entonces él se puso en pie con rapidez—. No hubieran insistido tanto de no ser importante —continuó—. ¡Y espero por su bien que así sea! Cuando pienso en todo el tiempo y el trabajo que tuve que invertir para que esta noche saliera bien…

Su profunda voz se desvaneció, sugerente, y ella sonrió.

—Será mejor que respondas antes de que alguien comience a abrir la escotilla con un cortador láser —recomendó, y él se rio y pasó por encima de ella para aceptar la llamada solo en modo voz, sin utilizar el vídeo.

—Tankersley —dijo.

—Capitán, aquí la comandante Henke —respondió una aterciopelada voz de contralto, y Honor se levantó incluso más rápido de lo que él lo había hecho al reparar en la formalidad de las palabras y el tono de Mike; y al escuchar, de fondo, al almirante Sarnow dando órdenes claras y precisas a su personal.

—¿Sí, comandante? —Paul parecía tan sorprendido como Honor, pero en ningún momento abandonó su tono formal—. ¿Qué es lo que puedo hacer por usted?

—Trato de encontrar a la capitana Harrington, señor. Tengo entendido que ella pretendía cenar con usted esta noche. ¿Podría estar ahí por casualidad? —inquirió Mike con la misma voz, fría e impersonal. ¡Qué Dios la bendijera!

Honor se abalanzó fuera de la cama y empezó a recoger su uniforme disperso por toda la alfombra de la habitación, sonrojada por un azoramiento extrañamente encantador, cuando Paul encendió las luces para observarla con mirada agradecida.

—Sí —dijo a su prima de forma inocente—. De hecho, creo que se está preparando para salir ahora mismo. —Honor se detuvo en su intento de ponerse los pantalones, con un pie metido en una de las perneras, para dedicarle un gesto obsceno, y su cara dibujó una mueca divertida—. ¿Le gustaría hablar con ella?

—Sí, por favor.

Resultaba impresionante lo represiva que podía sonar Mike sin cambiar su tono de manera apreciable, pensó Honor. Terminó de colocarse los pantalones y se sentó ante el comunicador, apartando de su lado a Paul con la cadera, y una sonrisa titiló en su boca cuando él se extendió cuan largo era en su desnudez, atrevida y completa. Los ojos de él se clavaron en ella.

—¿Sí, Mike? —No puedo deshacerse de cierto toque de buen humor en sus palabras, pero se esfumó cuando escuchó la siguiente frase de Henke.

—Capitana, el almirante Sarnow me ha pedido, con todos sus respetos, que acuda aquí de inmediato.

—Por supuesto. —Los ojos de Honor se estrecharon—. ¿Algún problema?

—Acabamos de recibir una señal del buque insignia de la flota, señora. Todos los oficiales y capitanes de rango superior han de subir a bordo de inmediato.

* * *

Henke ya estaba esperando cuando Honor salió a toda prisa por el conducto de la base de reparaciones hacia el puerto donde estaba el Nike. MacGuiness estaba al lado de la segundo, con una mochila colgada de su brazo, y los dos mostraban preocupación en sus rostros. El personal militar situado al final del conducto comenzó a cuadrarse para saludar, pero Honor hizo un gesto para que descansasen y se dirigió hacia el ascensor con pasos rápidos y largos mientras sus subordinados la seguían.

—El almirante Sarnow está a bordo de su pinaza en el siguiente muelle —informó Henke cuando los tres subieron al ascensor. Las puertas se cerraron y Honor tecleó su destino, luego parpadeó, estupefacta, cuando Henke se puso delante de ella y bloqueó el ascensor entre dos plantas.

—¡Pensé que habías dicho que el almirante estaba esperando, Mike!

—Lo hice, pero antes de que subas a bordo del Grifo… —La mano de la segundo voló hasta el pequeño bolso del cinturón bajo su chaqueta en busca de una toallita limpiadora, y la cara de Honor adquirió una tonalidad escarlata cuando Henke eliminó los restos de sombra de ojos y lápiz de labios. La comandante ni sonrió, pero sus ojos centellaron y Honor miró por el rabillo del ojo a MacGuiness. El asistente no mostraba expresión alguna. Aunque quizá eso no era del todo exacto. Parecía un hombre increíblemente complacido, aunque temeroso de lo que ocurriría en caso de admitirlo. Honor cruzó su mirada con la de él y la mantuvo durante un brevísimo momento mientras Henke se ocupaba a conciencia de su cara. Él se aclaró la garganta y apartó la vista, ocupado en trastear con la mochila. Cuando la abrió, sacó de su interior los mejores pantalones y chaqueta de Honor, que enarcó una ceja—. La comandante Henke dijo que requería un cambio de vestuario, señora. Y, por supuesto, yo sabía… —MacGuiness incidió un tanto en el verbo— que le gustaría estar lo mejor posible esta noche.

—¡No necesito un par de niñeras! ¡Y agradeceré…!

—¡Calla! —Una mano la agarró con brusquedad de la mejilla, obligándola a girar la cabeza a un lado, y la toallita amortiguó su voz cuando pasó por los labios. Henke inclinó la cabeza para valorar su trabajo, y luego asintió—. ¡Perfecto! ¿Uniforme, Mac?

—Por supuesto, señora.

Honor se rindió y depositó a Nimitz en brazos de MacGuiness, luego se despojó de su chaqueta mientras hacía lo propio con las botas. Por primera vez sintió algo de vergüenza ante la presencia de MacGuiness, pero él parecía ignorar cualquier razón por la que ella debiera sentirse incómoda, y sonrió para sí. Todos aquellos años en gimnasios y vestuarios, trabajando con hombres persiguiéndolos por la sala (y siendo perseguida por ellos), ¡y aquella noche se había dado cuenta de pronto de que no era «un chico más»!

Se sacó los pantalones y reprimió el deseo de darle la espalda a MacGuiness. Después aceptó el nuevo par, que tenía ribetes dorados en las costuras.

—¡Oh, demonios! —suspiró Henke mientras cerraba los pantalones—. ¡Tienes maquillaje en el cuello, Honor! ¡Estate quieta!

Honor se quedó clavada en el sitio y los dedos de Henke se movieron con habilidad por el cuello de su camisa blanca.

—¡Listo! —dijo la segundo de nuevo—. Ten cuidado o volverás a estropearlo.

—Sí, señora —murmuró Honor dócilmente, y los labios de Henke temblaron cuando cogió la chaqueta de la mano de MacGuiness.

»Bien, ¡movámonos de una vez! —prosiguió Honor mientras se ponía las botas. Se atusó las perneras de los pantalones y se abrochó la chaqueta, momento en el que el ascensor reanudó su marcha. Cogió el peine que le ofrecía MacGuiness y se alisó el pelo con premura mientras veía al segundo meter su ropa sucia en la mochila; una risa bailó en sus ojos.

Un ruido atenuado les advirtió de su llegada inminente, así que guardó el peine en uno de sus bolsillos y tiró del dobladillo de la chaqueta, Nimitz saltó sobre su hombro y ronroneó en su oído mientras ella se ajustaba la gorra. Aún hubo tiempo para una comprobación de última hora en el reflejo proyectado sobre la lisa pared del ascensor, justo antes de que las palabras «Muelle Uno» brillaran en la pantalla.

—Gracias… a los dos —dijo entre dientes, y salió del ascensor en cuanto las puertas se abrieron.

* * *

—¡Ah, por fin ha llegado, dama Honor! —La sombra de tensión en el rostro de Sarnow traicionó su propia sorpresa por el súbito llamamiento al buque insignia, y Honor se preguntó si estaba siendo sarcástico. Pero sonrió, y sus siguientes palabras alejaron cualquier sospecha de reprimenda—. Me sorprende que haya llegado tan pronto teniendo en cuenta que todo ha sucedido con tanta rapidez.

Señaló con la cabeza hacia la escotilla abierta de la pinaza, y la capitana Cortil la atravesó. Honor siguió a la jefa del Estado Mayor, con Sarnow tras ella. Se acomodaron en los asientos mientras el ingeniero de vuelo cerraba la escotilla, efectuaba una breve inspección visual del sello y hablaba por el micrófono de sus cascos.

—Escotilla segura —informó al control de vuelos, y Honor situó a Nimitz en su regazo. Las luces de despegue se iluminaron en la mampara frontal de la cabina. Las sujeciones mecánicas se retiraron, una vaharada proveniente de los impulsores los alejó de los amortiguadores, y entonces un impulso de energía (imperceptible debido al generador de gravedad que montaba la pinaza) los expulsó del muelle como si se tratasen de un gato escaldado.

Los propulsores auxiliares condujeron a la pinaza hasta el perímetro de seguridad de la nave, el piloto apagó el motor principal y Sarnow dejó escapar un suspiro de alivio cuando la pequeña nave alcanzó al instante doscientas gravedades de aceleración. Honor lo miró, y él sonrió y tableteó sobre su crono.

—Odio ser el último en llegar a una reunión —admitió—, pero a menos que el piloto de la almirante Konstanzakis sepa cómo saltar al hiperespacio con una pinaza, deberíamos llegar cinco minutos antes que ella como poco. Buen trabajo, capitana. Nunca pensé que subiríamos a bordo a tiempo.

—Traté de no dormirme en los laureles, señor —aclaró con una pequeña sonrisa, y él rio entre dientes.

—Me he dado cuenta. —Enarcó una ceja hacia su jefa del Estado Mayor, pero la capitana Corell estaba muy ocupada consultando un memobloc que tenía sobre su regazo, así que se acercó un poco más a su capitana y bajó la voz.

—Y también he de añadir, lady Harrington —prosiguió con tono grave—, que nunca la había visto tan atractiva.

Las cejas de Honor se alzaron ante el cumplido totalmente inesperado (e inaudito), y la sonrisa del almirante dio paso a una risa abierta que hizo temblar su mostacho.

—Veo que la cena ha ido bien —añadió incluso más bajo… y luego le guiñó un ojo.