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El capitán Brentworth aceptó el memobloc sin levantarse de la silla de mando. El silencio se extendía por todo el puente del Jason Alvarez, pero había cierta tensión subyacente, como silenciosos gruñidos de gatos de pantano, y se preguntó cuánto tiempo tendría que se mitigasen los ánimos.

Terminó con el despacho de rutina, imprimió su dedo sobre el panel del escáner y se lo devolvió al oficial con un asentimiento de agradecimiento; luego miró a su monitor táctico.

Casi todas las naves de la Armada graysonita (una pequeña potencia en términos estelares, pero infinitamente más poderosa que un mero año antes) estaban desplegadas en una enorme, aunque dispersa, esfera cuyo radio se extendía catorce minutos luz desde la Estrella de Yeltsin, y cuya circunferencia rondaba los ciento quince minutos luz. Los sensores manticorianos lograban llegar mucho más allá, aunque este hecho todavía no había sido divulgado.

La inteligencia manticoriana creía que los repos aún no se habían percatado de que Mantícora había terminado por encontrar la forma de desplegar, de manera remota, sensores tácticos para transmitir mensajes a velocidades hiperluz. Su alcance estaba limitado a menos de doce horas luz, pero gracias a los generadores diseñados al efecto a bordo de las últimas plataformas de sensores manticorianas, y a los zánganos de reconocimiento, eran capaces de efectuar pulsos gravitacionales direccionales. Y puesto que las olas gravitatorias eran más rápidas que la luz, también lo era la velocidad de transmisión de las señales que viajaban en su interior.

La Armada graysonita lo sabía, pues habían constituido el as en la manga con el que lady Harrington logró defenderlos de manera épica, pero Mantícora y sus aliados habían intentado por todos los medios negar a los repos cualquier evidencia de su existencia. Lo que, en gran medida, explicaba el despliegue actual de los graysonitas.

Al expandirse tanto les era imposible interceptar a cualquier intruso con más de una o dos naves, pero su propósito no era ese. Su trabajo era servir con patrulleros para los escuadrones de batalla pesados manticorianos situados tras ellos. Cualquier capitán repo que metiera las narices en Yeltsin se encontraría primero con la delgada pantalla que constituían mucho antes de divisar cualquier nave manticoriana de línea, así que la estrategia estaba clara: los graysonitas detectarían al intruso e informarían a los aliados. Sin duda maldecía la suerte que había llevado a un escuadrón de batalla o dos de la RAM de manera fortuita, (con toda probabilidad debido a una maniobra de entrenamiento rutinaria) a una posición que les permitiese generar un vector de intercepción una vez que los graysonitas lo advirtieran.

Brentworth sonrió disgustado ante el pensamiento. Las plataformas de sensores registrarían cualquier aproximación en espacio normal a unos treinta años luz y transmitirían los datos de vuelta al centro de mando mediante pulsos gravitatorios. Con esos datos, el alto almirante Matthews y el almirante D’Orville, comandante manticoriano, desplegarían las tropas para enfrentarse a los intrusos cuando y donde quisieran, y con la fuerza que estimaran adecuada.

Por supuesto, era probable que los repos se vinieran abajo en el momento en que detectaran los buques insignia, y a esa distancia tan lejana de Yeltsin podrían saltar al hiperespacio si su velocidad fuese inferior a 0,3 veces la de la luz. Pero si fuese mayor, tendrían que reducirla hasta alcanzar una velocidad segura para realizar el salto. Dadas esas circunstancias, lo más probable es que se metieran en problemas antes de que pudiesen hacer algo para evitarlo, ¿y no sería eso genial?

Se suponía que un mero capitán no debería conocer las deliberaciones de sus comandantes supremos, pero Brentworth disfrutaba de contactos que pocos capitanes teman. Sabía que Matthews y D’Orville pretendían reunir una fuerza lo suficientemente poderosa como para no dejar a los repos ninguna opción excepto la huida; pero también estaba seguro que si su vector de aproximación hiciera de la evasión algo imposible, los almirantes de la Alianza tratarían de aniquilar su fuerza al completo.

Y ese era el motivo por el que, tras la destrucción del convoy MG-19, el capitán Mark Brentworth pedía a Dios cada noche que enviara a esos bastardos al infierno la próxima vez que atravesaran el límite hiperespacial.

* * *

—¡… tos de batalla! ¡A los puestos de batalla! ¡Todos los hombres a los puestos de batalla! ¡Esto no es un simulacro! ¡Repito, esto no es un simulacro!

La voz grabada, y la alarma átona y estridente, rompían el silencio de la NSM clase Caballero Estelar mientras su tripulación se abalanzaba en dirección a sus puestos de batalla. El capitán Seamus O’Donnell se apartó con rapidez para evitar a una técnica de misiles mientras la mujer desaparecía por el tubo de acceso en dirección a su puesto de batalla; después se adentró en el ascensor y pulsó el botón. Aún estaba sellando su traje inteligente cuando las puertas del puente se abrieron. Su segundo levantó la vista, y se revolvió en el asiento con evidente alivio.

O’Donnell se dejó caer en la silla, cogiendo al comandante Rogers por sorpresa. Se colocó el casco solo por costumbre, pues sus ojos ya estaban ocupados absorbiendo la información de sus repetidores tácticos y apretó los labios.

El buque insignia Caballero Estelar era el crucero pesado más poderoso de la Armada manticoriana. Con sus trescientas mil toneladas, estaba equipado para ocuparse de cualquier nave inferior a un crucero de batalla, aunque si las circunstancias eran las idóneas, era capaz incluso de vencer a uno de esos cruceros. Después de todo, ya lo había conseguido en el pasado. En una ocasión.

Pero no era rival para la fuerza que se dirigía hacia él aquel día.

—¿Identificación? —preguntó a su oficial táctico.

—Ninguna definitiva, señor, pero el análisis de las signaturas preliminares indica que son repos. —La respuesta del oficial táctico estaba repleta de ansiedad, y O’Donnell gruñó como respuesta.

—¿Ninguna contestación a nuestras consultas, Radio?

—No, señor.

O’Donnell gruñó de nuevo y su mente echó a volar. El sistema Poicters apenas era crucial en términos militares. La base construida en Talbot lo había reducido a poco más que una mera protección para el flanco de las fuerzas destacadas allí, pero aún era un sistema habitado, con una población total de casi mil millones de habitantes, y el Reino Estelar estaba decidido a defenderlos. Por eso el Caballero Estelar y el resto de las naves de su escuadrón estaban allí, pero ninguno de sus escoltas se encontraba a pocos minutos luz de él en este momento.

—Identificación positiva del CIC, señor —dijo su oficial táctico de repente—. Son repos, de clase Sultán.

—Demonios —dijo O’Donnell con suavidad. Tamborileó sobre el brazo de la silla de mando durante un momento y luego miró al oficial táctico—. ¿Vector enemigo?

—Están casi en el recíproco exacto, señor: uno-siete-tres cero-uno-ocho. Su velocidad base es de punto-cero-tres-cuatro veces la de la luz, y su aceleración actual es de cuatro-siete-cero ges. Distancia: uno-punto-tres-cero-ocho minutos luz. Han salido del hiperespacio hace menos de dos minutos, señor. No tenemos ni idea de dónde han venido.

O’Donnell asintió, maldiciendo en silencio la mala suerte que lo había puesto en tal situación. ¿O no fue la suerte? El escuadrón había mantenido la misma rutina de patrulla durante meses. ¿Tenían los repos un explorador encargado de analizar sus movimientos? Esperaba que no, porque si hubiera sido así se trataría de una intromisión deliberada, y no había forma de que el Caballero Estelar venciera a cuatro cruceros de batalla.

Dispuso algunos cursores de maniobra en su monitor y buscó alguna ruta de escape. Su nave se dirigía casi directa hacia la boca del lobo, a una velocidad de unos treinta y tres mil kps, y la autonomía del misil mejorado llegaría hasta unos diecinueve millones de kilómetros en tales circunstancias. Eso significaba que estaría a su alcance en menos de dos minutos y medio si no encontraba la manera de evitarlo. Sin embargo, los ordenadores de maniobra indicaban lo que ya sabía: no la había. Tenía poco más de cincuenta ges de aceleración de ventaja; aunque se diera la vuelta, tardaría unas diecisiete horas en alejarse de ellos, y llegarían a su posición actual en menos de trece minutos, incluso a deceleración máxima.

—Timonel, gire en dirección cero-nueve-cero a través de cero-nueve-cero a máxima aceleración —ordenó.

—Sí, señor. Rumbo cero-nueve-cero, cero-nueve-cero a cinco-dos-tres ges —respondió su timonel, y O’Donnell contempló su monitor para ver la reacción de los repos ante la maniobra del Caballero Estelar, que le permitía protegerse tras el impenetrable vientre de su cuña de impulsión. Luego viró, de manera súbita, a estribor. Era una clara apuesta por evitar la acción y debería funcionar…, a menos que los repos decidieran dividir su formación y lanzarse en su persecución.

—Radio, necesito que envíe un informe al comodoro Weaver —dijo O’Donnell con los ojos pegados al monitor—. Comuníquele que hemos identificado a cuatro cruceros de batalla havenitas, clase Sultán, violando el espacio de Poicters. Incluya nuestra posición, análisis táctico y los vectores actuales. Solicitamos apoyo inmediato. Dígale también que tratamos de evitar el combate.

—Sí, señor.

O’Donnell asintió ausente, aún contemplando su monitor, y luego sus manos se crisparon. Los puntos brillantes de las cuñas de impulsión hostiles fueron modificando sus vectores… no solo en relación con el Caballero Estelar, sino también con algo más. Alteraban su rumbo para interceptar, y dividían su formación para asaltarlo desde tantos ángulos que no pudiera interponer su cuña contra todos.

—Corrija esa transmisión, Radio —dijo casi en un hilo de voz—. Informe al comodoro Weaver de que no espero ser capaz de evitar el combate. Dígale también que lo haremos lo mejor posible.

* * *

El contralmirante Edward Pierre se echó atrás en su silla de mando con una sonrisa de depredador cuando sus cuatro naves se dirigieron hacia el hiperlímite del sistema Talbot. Llevaba escuchando durante años lo buenos que eran los manticorianos: su antiquísima tradición de victorias, lo duro que entrenaban, lo buenas que eran sus tácticas, cómo sus analistas y planificadores descubrían cualquier artimaña…, y siempre le habían irritado sobremanera. No había visto ninguno de sus cementerios, y si eran tan rematadamente buenos, ¿por qué la República Popular de Haven era la que se hacía con cada pedazo del espacio sin conquistar, y no ellos? ¿Y por qué les asustaba tanto apretar el gatillo, si su superioridad era tan evidente?

Pierre no era como la mayoría de los oficiales al mando de la Armada popular, y aunque estaba un poco resentido por ello, se sentía orgulloso de la distinción. El poder político de su padre ayudaba a explicar su rápida ascensión, pero la lucha de Rob Pierre para abrirse camino, desde muy joven, entre la masa de pensionistas lo había imbuido con un intenso desprecio hacia su Gobierno, y su hijo había heredado ese desprecio junto con los beneficios de su poder. Ese era uno de los varios motivos por los que el almirante Pierre pertenecía a la facción «beligerante» de la Armada.

Había un techo de cristal en la Armada popular. Si querías un rango superior al de contralmirante, tenías que haber nacido legislaturista. Solo eso bastaba para despertar el odio de Pierre hacia la mayoría de sus superiores…, aunque tenía varias razones más. Los almirantes legislaturistas, a salvo de la competitividad por encima de ese techo de cristal, habían engordado y se estaban anquilosando. Habían tenido todo lo que deseaban durante demasiado tiempo, y habían perdido el valor hasta el punto de temer arriesgar su poder, riqueza y comodidad ante la amenaza de un único sistema de tres al cuarto como Mantícora. Pierre los aborrecía por ello, y había quedado complacido cuando fue elegido para esta misión, ya que se le ofrecía la oportunidad de demostrarles lo infundados que eran sus temores.

Comprobó una vez más el crono, y asintió mentalmente. Sus naves cumplían con los tiempos previstos, y a pesar de su inflada reputación los manticorianos no eran más que unos ciegos estúpidos, igual que los pensionistas el día del SBM. Pierre no conocía los detalles —no tenía la antigüedad suficiente para ello aún, pensó con amargura—, pero sí sabía que la Armada popular había infiltrado naves exploradoras camufladas en los sistemas exteriores de los manticorianos desde hacía unos dos años, y que estas se dedicaban a registrar los movimientos de las patrullas; los muy idiotas ni siquiera se habían dado cuenta. Si lo hubieran hecho, sus patrullas no hubieran seguido los mismos patrones, patrones que los dejaban indefensos ante la pinza que Pierre había planeado aquel día. Ambas pinzas, en realidad; el comodoro Yuranovich y la otra mitad del escuadrón deberían estar, a estas horas destruyendo otro crucero manticoriano.

Justo como Pierre pretendía hacer (consultó el cronómetro de nuevo) en las siguientes dos horas y media, más o menos.

* * *

El comandante Gregory, capitán del crucero ligero NSM Atenea, se colocó al lado de su oficial táctico y sacudió la cabeza ante la imagen del monitor El acorazado Belerofonte se acercaba rápido por popa, dando alcance al crucero de Gregory mientras él recorría otro largo tramo de la patrulla.

Gregory sabía que el Belerofonte merecía volver a casa, pero no tenía ni idea de por qué salía aquel mismo día, aunque lo cierto es que era una vista impresionante que rompía la monotonía de la patrulla rutinaria.

El leviatán de seis megatoneladas y media se aproximaba más y más empequeñeciendo al crucero ligero hasta convertirlo en algo casi insignificante conforme pasaba a unos cinco mil kilómetros de distancia del Atenea. Incluso una nave de su tamaño no era, para el ojo desnudo, más que un punto de luz del sol reflejada a esa distancia, aunque el monitor acercaba la imagen hasta hacerlo visible. Gregory sacudió la cabeza de nuevo cuando lo vio cubrir la amura del Atenea. La masa de la otra nave superaba a la suya en una proporción de sesenta a uno, y la diferencia entre ambos costados era casi inconcebible. El comandante no hubiera cambiado su bella y ligera nave ni por una decena de desmañados acorazados, aunque le resultaba tranquilizador contemplar tanta potencia de fuego y saber que estaba de su lado.

El Belerofonte pasó al Atenea con una velocidad superior a la de este en unos doce mil kps en su camino hacia el hiperlímite, y Gregory sonrió mientras hacía un ademán a su oficial de comunicaciones para que hiciera destellar las luces; un saludo a corta distancia que las naves que tenían la rara posibilidad de hacerlo se intercambiaban en el espacio profundo. El Belerofonte lo devolvió y justo después se había ido, rugiendo a una velocidad constante de trescientas cincuenta ges. El comandante suspiró.

—Bien, al menos fue algo excitante —le dijo a su oficial táctico—. Lo malo es que creo que será lo único excitante que veremos en todo el día.

* * *

—Límite del hiperespacio en treinta segundos, almirante Pierre.

—Gracias. —Pierre asintió tras recibir la información, y la alarma de zafarrancho de combate del Selim comenzó a resonar para avisar a su tripulación.

* * *

—¡Hipertránsito! ¡Estoy recibiendo la señal de un rastro hiperestelar! —gritó el oficial táctico del Atenea. La sorpresa acompañaba a sus palabras, aunque ya estaba inclinado sobre el panel, rastreando la señal.

—¿Dónde? —exigió saber el comandante Gregory.

—Rumbo cero-cero-cinco, cero-uno-uno. A uno-ocho-cero millones de kilómetros. ¡Jesús, capitán! ¡Justo encima del Belerofonte!

* * *

—¡Contacto! ¡Rumbo de la nave enemiga cero-cinco-tres, cero-cero-seis, distancia: cinco-siete-cuatro mil kilómetros!

Pierre se revolvió en su silla de mando ante el súbito informe de su oficial de operaciones. ¡Deberían estar a once minutos luz de su objetivo! ¡¿De qué demonios estaba hablando la mujer?!

—¡Contacto confirmado! —gritó el oficial táctico del Selim, y entonces—. ¡Oh, Dios mío! ¡Es un acorazado!

La incredulidad paralizó la mente del almirante. No podía ser…, ¡no allí, demonios! Pero ya se había vuelto en dirección a su propio monitor, y su corazón latió desbocado cuando la identificación fue confirmada por el CIC.

—¡De vuelta al hiperespacio!

—No hasta dentro de ocho minutos, señor —dijo el capitán del Selim, con la cara lívida—. Los generadores aún están recuperándose.

Pierre atravesó con la mirada al capitán, y su mente comenzó a dar vueltas como una noria. Parecía que iba a tardar una eternidad en procesar las palabras del hombre, mientras sus naves se acercaban al enemigo a unos cuarenta mil kilómetros por segundo, y el almirante tragaba una fría bocanada de pánico. Estaban muertos. Todos muertos a menos que, como era probable, la tripulación del acorazado estuviese tan sorprendida como él. Tendría a tiro el frontal de su cuña de impulsión si conseguía que sus naves despejaran los costados, y no se esperaban que apareciera justo delante de ellos. Si tardaban demasiado en reaccionar, lo suficiente como para ocupar los puestos de batalla…

—¡Todo a babor! —bramó—. Todas las baterías: ¡fuego a discreción!

* * *

—¡Dios mío, son repos! —susurró el oficial táctico del Belerofonte. Al manual no le gustaban los informes sobre avistamiento de enemigos como aquel, pero el capitán de corbeta Avshari decidió no ponerlo en duda. Después de todo, el manual tampoco hacía referencia a situaciones absurdas como aquella.

El capitán de corbeta comprobó como las luces verdes del panel de situación se tornaban ámbar y rojas y deseó con toda su alma que el capitán estuviera allí. O el segundo. O cualquiera de mayor graduación que él, porque no tenía ni idea de qué hacer, y lo sabía. Se suponía que aquello iba a ser coser y cantar una buena oportunidad para que los oficiales más jóvenes adquirieran algo de experiencia en el puente, pero él era un oficial de comunicaciones, por amor de Dios… ¡y uno cuyas puntuaciones tácticas habían sido un desastre! ¿Qué demonios se suponía que debía hacer?

—¡Pantallas activas! ¡Baterías de energía a estribor cerradas manualmente señor! —dijo el joven teniente al táctico, y Avshari asintió aliviado. Al menos ahora tenía un punto del que partir.

—Todo a babor, timonel.

—Sí, señor. Todo a babor.

El acorazado comenzó a virar, y las alarmas reverberaron mientras se giraba.

—¡Fuego contra nosotros! —exclamó el oficial táctico, y los láseres y gráseres rasgaron la pantalla que acababan de alzar. La mayoría de ellos no consiguió nada, pero las luces rojas resplandecieron en la pantalla de control de daños de Avshari cuando media docena de impactos leves chocó contra su grueso blindaje, y esta vez sí sabía qué hacer.

—¡Señora Wolversham, queda autorizada para devolver el fuego! —El oficial de comunicaciones gritó la orden justo como aparecía recogida en el manual, y la capitana de corbeta Arlene Wolversham presionó el botón.

* * *

El almirante Pierre reprimió a duras penas un gemido cuando el acorazado maniobró sobre sí mismo y su pantalla golpeó con fuerza uno de los costados. Nunca había visto a una nave de ese tamaño maniobrar tan rápido. Apenas les había llevado diez segundos alzar sus pantallas y virar. ¡Su capitán debía de tener el instinto y los reflejos de un gato!

Ahora podía ver la signatura del impulsor de su supuesta presa en su pantalla: millones de kilómetros lo separaban de la popa del acorazado, y de pronto se dio cuenta de lo que había ocurrido. Su departamento de Inteligencia había realizado su misión perfectamente, pero él se había tropezado con una partida no programada. Un estúpido tránsito rutinario que no había forma de predecir. Y ahora no había manera de evitar las consecuencias.

—¡A todas las unidades, roten! —gritó, pero incluso mientras daba la orden sabía lo inútil que iba a resultar, pues estaba muy cerca del alcance de los misiles del enemigo. Incluso si sus naves rotaban sobre su eje a tiempo para evitarlos haces del acorazado, solo retrasaría lo inevitable, ya que tendría que utilizar sus ojivas láser en lugar de…

Y entonces se dio cuenta de que así tampoco iban a conseguir demasiado.

* * *

La NSM Belerofonte lanzó una andanada por uno de sus costados, y la suficiente energía como para destruir un pequeño satélite brilló a través de los puertos armamentísticos de su pantalla de estribor.

Un cuarto de segundo después, las divisiones de cruceros de batalla 141 y 142 de la Armada popular cesaron de existir.