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La lanzadera interplanetaria aterrizó en el puerto de la estación espacial de su majestad, Hefestos, y Honor apretó la tecla de guardado en el memobloc y se levantó de su asiento para encaminarse hacia la escotilla.

Su rostro no revelaba ni una pizca de la excitación que la carcomía por dentro mientras extraía la gorra blanca de comandante de navío de debajo de su charretera izquierda. Sonrió para sí mientras la ajustaba, puesto que hacía un año-T que no la llevaba y su cabello había crecido hasta convertirse en una molestia. Se consideraba poco propicio que un oficial de la RAM sustituyera su primera gorra blanca, lo que la obligaría a cortarse el pelo o a agrandarla, pensó; abrió los brazos, ofreciéndoselos a Nimitz.

El gato trepó hasta su hombro acolchado y se acomodó allí con un tímido «blik»; luego acarició la gorra blanca con cierto aire de propiedad. Honor reprimió una carcajada que nunca hubiera resultado propia de un comandante de cierta categoría, y Nimitz resopló divertido. Sabía lo que significaba para ella, y no había ninguna razón para que no lo demostrara.

En cualquier caso, Honor debía admitir que no existía necesidad alguna de asumir «galones de comandante» tan pronto, ya que, aparte de MacGuiness, no había nadie en la lanzadera que supiera quién era o por qué estaba allí. Pero necesitaba practicar. Incluso se sentía extraña allí, en la lanzadera, después de tanto tiempo sin pisar un puente de mando, y pocas cosas eran tan importantes como empezar un nuevo servicio con el pie derecho. Además…

Detuvo su parloteo mental y admitió la verdad. No solo se sentía «rara», sino preocupada, y bajo el alborozo de haber vuelto al espacio sentía un hormigueo en el estómago. Aprovechó todas y cada una de las horas entre las sesiones de cirugía y terapia como pudo, pero no fueron tantas como a ella le hubiera gustado. Desafortunadamente, era muy complicado discutir con tu médico cuando además es tu padre; e incluso si el doctor Harrington le hubiese dejado todo el tiempo del mundo, los simuladores no tenían nada que ver con la realidad. Por otro lado, el Nike sería la nave mayor y más poderosa que había dirigido —de ochocientas ochenta mil toneladas y una tripulación de unos dos mil hombres—, lo que era suficiente para hacer que cualquiera se pusiera nervioso después de tanto tiempo en el dique seco, con simuladores o sin ellos.

A pesar de todo, sabía que su larga convalecencia no era la única razón de su ansiedad. Haber sido designada para el mando del Nike constituía un paso muy grande en su carrera profesional, sobre todo para un comandante que nunca había sido destinado a un crucero de combate. Entre otras cosas, había un reconocimiento tácito de sus méritos durante su último servicio, y una clara indicación de que el Almirantazgo la estaba preparando para su ascenso. Pero había también una segunda lectura. La oportunidad siempre venía acompañada de la responsabilidad… y de la posibilidad de fallar.

Inhaló profundamente, cuadró los hombros y luego tocó las tres estrellas doradas que bordaban su chaqueta; algo en su interior se rio de sus propias reacciones. Cada una de esas estrellas representaba un mando previo realizado de forma extraordinaria, y en cada uno de ellos había seguido el mismo ciclo interno. Bueno, ahora era diferente, siempre había diferencias, pero la verdad que subyacía en el fondo nunca cambiaba. No había nada en el universo que le gustara más… y nada que le asustara más que fracasar en ello.

Nimitz lanzó un nuevo «blik» quedo en su oído. El sonido le resultó reconfortante aunque con cierto cariz de reprimenda, y echó una mirada al ramafelino. Un delicado bostezo dejó al descubierto los colmillos blancos, afilados como agujas, en la sonrisa confiada de un depredador; el placer le hizo entrecerrar los ojos mientras ella le rascaba las orejas y se dirigía a la escotilla con MacGuiness un paso por detrás.

* * *

El conducto de personal los depositó en una zona localizada en uno de los extremos del casco de Hefestos. La estación espacial parecía mayor cada vez que Honor se fijaba en ella; y con todo merecimiento, porque su tamaño era gigantesco. Hefestos era el astillero principal de la Real Armada Manticoriana, y la aceleración de los programas de construcción de la Armada se veía acompañada por un crecimiento de la propia estación. Tenía unos cuarenta kilómetros de largo en la actualidad: una amalgama desmañada, apelmazada e inmensa de centros de reparación, almacenes, fundiciones espaciales y barracones para los miles de trabajadores, cuyo número nunca había dejado de incrementarse.

Observó la pared de armaplast del pasillo del puerto espacial conforme MacGuiness y ella se dirigían hacia el conducto de la zona, y le costó bastante no quedarse mirando embobada, como una novata en su primer destino, la bruñida e imponente forma que flotaba en el amarradero del edificio, exigiendo que se parara allí mismo y la contemplara con admiración.

La NSM Nike aún no estaba completa. Los vehículos del astillero y sus controladores rondaban por ella y reptaban sobre su superficie como hormigas laboriosas; el eje achatado, de doble filo, del acerado casco de su crucero de batalla daba la impresión de ser moteado, como si aguardara la capa final de pigmento que le diera la textura de piel. Pero las troneras de los tubos de misiles y los terribles hocicos de los láseres y gráseres se agazapaban en sus bahías de armamento, mientras los mecanoides fijaban las placas alrededor de los últimos nodos de impulsión. Harían falta dos semanas, pensó Honor, tres como mucho, para que empezaran las pruebas finales de funcionamiento. Hace unos veinte años-T, el proceso habría llevado mucho más tiempo, ya que a las comprobaciones de los ingenieros hubieran seguido las pruebas de preadmisión, y después la evaluación de la propia Armada; pero ya no había tiempo para eso. Solo el período de construcción ya resultaba sobrecogedor, y la razón para tanta prisa era suficiente para asustar a cualquiera.

Dobló la esquina del pasillo, y los marines que guardaban la entrada del conducto que llevaba al Nike se pusieron firmes y se cuadraron mientras se acercaba a ellos con paso calculado. Ella les devolvió el saludo y entregó su identificación al sargento al mando, que la estudió de forma breve pero atenta para luego devolvérsela con otro saludo.

—Gracias, señora —dijo con sequedad, y el labio superior de Honor se estremeció. Aún no estaba acostumbrada a su rango (aunque lo cierto es que no era exactamente eso), pero se obligó a evitar la tentación de sonreír y aceptó su identificación con un asentimiento.

—Gracias, sargento —respondió, y comenzó a avanzar hacia el conducto; se detuvo cuando vio que una mano se dirigía hacia el comunicador. Entonces el sargento se volvió a poner firme y esta vez Honor se permitió el lujo de sonreírle—. Todo correcto, sargento. Adelante.

—Eh… sí, señora. —El sargento se sonrojó, luego se relajó y respondió con una leve sonrisa. A algunos capitanes les gustaba presentarse a sus nuevas tripulaciones por sorpresa, pero Honor siempre había pensado que no tenía sentido, y que además era una estupidez. A menos que el primer oficial hubiera conseguido soliviantar a toda su tripulación, le advertirían tan pronto como el nuevo capitán apareciese. Y era imposible que la tripulación no informara al segundo del Nike.

Se sonrió ante la idea mientras atravesaba la señal roja de advertencia de gravedad cero y se abandonaba al deslizamiento en caída libre.

* * *

Un comité de recepción la aguardaba a la entrada. Los oficiales se cuadraron, el silbato del contramaestre gorjeó como dicta el arcaico ritual, y la comandante al mando del Nike, vestida impecablemente a la cabeza del grupo de oficiales, realizó un saludo digno de la isla Saganami.

Honor lo devolvió con igual formalidad y apreció como Nimitz se había sentado con todo cuidado sobre su hombro. Se había esforzado mucho para inculcarle la necesidad del decoro adecuado, y, de alguna manera, se sintió orgullosa de que sus esfuerzos hubieran servido de algo. Tardaba en coger confianza, pero también había demostrado ser agradecido con los que admitía en su selecto círculo de amistades.

—¿Permiso para subir a bordo, señora? —inquirió Honor con toda la formalidad posible a la par que bajaba la mano tras el saludo.

—Permiso concedido, lady Honor —replicó la comandante con su voz aterciopelada de contralto, y se apartó a un lado para dejar libre la entrada.

Fue un gesto gracioso por parte de un subordinado. No de forma consciente, pero sí de una forma casi instintiva, Honor reprimió otra sonrisa. Se elevaba unos cuarenta centímetros por encima de la otra mujer, pero jamás había tenido la misma presencia, la misma facilidad para dominar el espacio que la rodeaba, y dudaba que nunca lo hiciera.

La Colonia Manticoriana, S. A. había sido fundada principalmente por habitantes del hemisferio oriental de la Vieja Tierra, y se habían requerido quinientos años-T para que comenzara a perderse la herencia genética de los colonos. No obstante, había excepciones —como la propia Honor, cuya madre aparentaba ser una asiática de la Vieja Tierra, proveniente como era del antiguo mundo de Beowulf—, pero en la mayoría de las situaciones resultaba complicado trazar la ascendencia de alguien con un vistazo.

Su nueva segunda también era una excepción. La ironía de la genética hacia que la honorable comandante Michelle Henke fuese el reflejo del genotipo de los ancestros manticorianos. Su piel apenas era algo más brillante que su uniforme negro espacial, y su cabello más rizado que el de Honor. Así que no había equivocación posible al contemplar esos rasgos distintivos y esculpidos a cincel, propios de la Casa de Winton.

La comandante Henke no dijo nada mientras escoltaba a Honor hasta el puente. Su cara adquirió un semblante de seriedad aunque un centelleo merodeaba por sus ojos, y Honor se alivió al verlo. La última vez que se habían visto fue hace unos seis años-T, y Henke era su superior; ahora no solo la superaba en dos rangos, sino que ella había pasado a ser su segunda y subordinada inmediata, por lo que Honor no había descartado la posibilidad de que existiese un cierto resentimiento al respecto.

Llegaron al puente y Honor miró en derredor. Su última nave había sido igual de nueva como el Nike cuando tomó el mando, y sabía lo afortunada que era (incluso en la Armada manticoriana, en continua expansión) por haber llegado a dirigir dos naves recién salidas del astillero. A pesar de lo maravilloso que había sido el Intrépido, su puente palidecía en comparación con el del Nike y solo con ver lo enorme de la sección táctica se le hacía la boca agua. Los cruceros de batalla eran los favoritos de los manticorianos, puesto que se adecuaban perfectamente a las tácticas relámpago que la Armada había seguido desde hacía unos cuatro siglos-T. Casi podía saborear la capacidad de destrucción de su nuevo destino.

Se obligó a salir del ensimismamiento del momento, casi sensual, y se adelantó hacia la silla del capitán. Pensó en desalojar a Nimitz de su hombrera, pero se detuvo antes de hacerlo. Era el momento del ramafelino tanto como el suyo propio, y decidió dejar que lo disfrutara mientras ella se sentaba y tocaba uno de los remaches del brazo de la silla.

Los tañidos claros y agudos de un aviso general resonaron por cada altavoz de la nave, y las pantallas de comunicación se iluminaron con su rostro cuando extrajo de su chaqueta el pergamino rígido. Miró fijamente al micrófono, y se tuvo que esforzar para no aclararse la garganta y preguntarse, en un rincón de su mente, por qué estaba tan nerviosa. ¡Como si fuera la primera vez que hacía algo así!

Desechó tal pensamiento y desdobló sus órdenes; el crujido del papel resonó más alto de lo normal en el silencio que la rodeaba. Luego comenzó a leer en voz alta y clara:

—«Del almirante sir Lucien Cortez, quinto lord del Espacio, Real Armada Manticoriana, a la capitana dama Honor Harrington, condesa Harrington, KCR[9], MC[10], SG[11], DSO[12], MVD[13], Real Armada Manticoriana, día veintiuno, sexto mes, año 282 después del Aterrizaje. Señora: se requiere que subáis a bordo de la nave estelar de su majestad Nike, crucero de batalla cuatro-uno-tres, para asumir los deberes y responsabilidades del oficial al mando al servicio de la corona. Desobedeced este mandato bajo vuestra propia responsabilidad. Por orden de lady Francine Maurier, baronesa Morncreek, primera lady del Almirantazgo, Real Armada Manticoriana, por su majestad, la reina».

Dobló el documento despacio y con cuidado, sintiendo la tensión del momento, y luego miró a la comandante Henke.

—Primer oficial, asumo el mando —aclaró.

—Capitana —replicó Henke formalmente—, tiene el mando.

—Gracias —respondió Honor, y dirigió la vista hacia el micrófono que la conectaba con su anónima tripulación.

»Este es un momento de gran orgullo para mí —comenzó, y su desnuda sinceridad privó a sus palabras de la formalidad con que temía infundirlas—. Muy pocos capitanes tienen el honor de dirigir una nave con el registro de batallas de este. Menos aún son los privilegiados que asumen el mando desde la salida del astillero, y ninguno de ellos ha tenido la oportunidad de hacer ambas cosas más de una vez. Como propietarios de esta quilla, tenemos la gran responsabilidad de estar a la altura de las circunstancias, aunque sé que cuando llegue el momento en que haya de entregar esta nave a otro capitán, él o ella lo tendrán mucho más complicado para hacer honor a esta nave que nosotros mismos.

Se detuvo, con la vista fija, y luego sonrió de manera casi juguetona.

»Os sentiréis abrumados por el trabajo, y subestimados, pero tratad de recordar que todo es por una buena causa. Estoy segura de que puedo confiar en vosotros, y de que me daréis lo mejor de cada uno. Os prometo que haré lo mismo a cambio. —Asintió ante el micrófono—. Corto —dijo, y cerró la comunicación, para luego volverse a Henke.

—Bienvenida a bordo, capitana. —La comandante le ofreció la mano en el tradicional saludo, y Honor apretó con fuerza.

—Gracias, Mike. Es un placer estar aquí.

—¿Puedo presentarle a los oficiales al cargo? —preguntó Henke, y entonces realizó un gesto a los oficiales que aguardaban, tras la inclinación de cabeza de Honor.

—Comandante Ravicz, señora, nuestro ingeniero.

—Señor Ravicz —murmuró Honor. Los profundos ojos del ingeniero se mostraron curiosos cuando asintió cortésmente. Le estrechó la mano antes de dirigirse a Henke.

—Comandante Chandler, nuestra oficial táctica —informó su segundo.

—Señora Chandler. —La cabeza de cabello rojo intenso de la diminuta oficial táctica apenas llegaba al hombro de Honor, pero hacía gala de una mirada dura y áspera, y sus ojos azules resultaban igual de firmes que su apretón de manos.

—Creo que ya conoce al comandante médico Montoya, nuestro doctor —dijo Henke, y Honor le dedicó una amplia sonrisa mientras tomaba la mano de Montoya entre las suyas.

—¡Por supuesto! Es un placer volver a verlo, Fritz.

—Y a usted, patrona. —Montoya estudió el lado izquierdo de su cara por un momento, luego inclinó la cabeza—. En especial verla tan bien —añadió.

—Tuve un buen doctor… Más bien dos, para ser franca —apuntó Honor, y le estrechó la mano una vez más antes de girarse hacia el siguiente oficial de la lista de Henke.

—Teniente coronel Klein, al mando de nuestro destacamento de marines —indicó Henke.

—Coronel. —El marine hizo oscilar la cabeza en un brusco y respetuoso saludo a la vez que tomaba la mano de Honor. Era la clase de rostro que revelaba más bien poco, pero los ribetes de su chaqueta negra impresionaban. Como tenía que ser. El Nike portaba un batallón entero de marines, y el Almirantazgo no había elegido a los oficiales de la nave sin una buena razón.

—Capitán de corbeta Monet, nuestro oficial de comunicaciones —continuó Henke, según el orden del rango.

—Señor Monet. —El oficial de comunicaciones era la antítesis de su nueva oficial táctica: un hombre alto, delgado y gris. Su apretón de manos fue lo suficientemente firme, pero casi mecánico.

—Capitana de corbeta Oselli, nuestra astronavegadora. —La voz de Henke dejó escapar un leve tinte de énfasis cuando pronunció «astronavegadora» y los labios de Honor se fruncieron, ya que sus habilidades astronavegadoras eran solo rudimentarias.

—Señora Oselli. —Honor sacudió la mano de su astronavegadora, complacida con lo que había visto. El pelo y los ojos de Oselli eran tan oscuros como los de Honor, y sus rasgos delgados y casi zorrunos hablaban de su inteligencia y lealtad.

—Y el último, pero no por ello menos importante, el capitán de corbeta Jasper, nuestro oficial de logística.

—Señor Jasper. —Honor le ofreció al oficial de suministros del Nike una pequeña sonrisa que entremezclaba simpatía y complicidad a partes iguales—. Imagino que en las próximas semanas nos veremos muy a menudo, capitán. Trataré de no pedirle lo imposible, pero ya sabe cómo son los capitanes.

—Sí, señora, me temo que sí. —La socarronería coloreó la voz de barítono de Jasper—. Por el momento sé cuál es nuestra situación y cuáles nuestras necesidades. No hay que decir que todo está sujeto a cambios sin aviso previo, hasta que el astillero nos dé el visto bueno.

—Cierto, no hay que decirlo —accedió Honor, y cruzó las manos tras la espalda mientras estudiaba al grupo al completo—. Bien, damas y caballeros, tenemos un montón de cosas que hacer, y no hay duda de que nos conoceremos mejor en el proceso. Por ahora les dejaré que sigan con lo que estaban haciendo antes de mi llegada, pero están todos invitados a cenar conmigo a las dieciocho horas, si les parece.

Las cabezas asintieron a la vez que se murmuraban los asentimientos, y Honor rio mentalmente. Serían pocos los oficiales que no encontraran «conveniente» cenar con su nuevo capitán en el primer día de su mandato. Efectuó un movimiento de cabeza a modo de despedida y comenzó a alejarse, pero alzó la mano cuando Henke se disponía a salir.

—Aguarde un momento, segundo. Me encantaría que pudiera reunirse conmigo en mi habitación. Tenemos mucho que discutir.

—Por supuesto, señora —murmuró Henke, y estudió el puente—. Señora Oselli, ocúpese de todo.

—Claro, señora. No se preocupe —respondió Oselli, y Henke siguió a Honor hacia el ascensor. Las puertas se cerraron en cuanto pasaron, y la formalidad de la comandante se desvaneció en una sonrisa radiante.

—¡Demonios, es genial volver a verte, Honor! —Lanzó un brazo alrededor de su superiora y la estrechó contra sí, para luego dirigirse a Nimitz. El ramafelino ronroneó feliz y extendió una mano auténtica en un remedo de apretón de manos; ella se rio como respuesta—. Y a ti también, Apestoso. ¿Aún chantajeas a tus desventurados compañeros para conseguir apio?

Nimitz emitió un «blik» de satisfacción y agitó la cola; Honor devolvió la sonrisa a su segundo. No le gustaban los abrazos y a pesar de su reciente ascenso aún se sentía incómoda con aquellos que procedían de la aristocracia, pero con Mike Henke las cosas eran diferentes. Nunca presumió de la posición de su familia como hija menor de la dinastía gobernante de Mantícora, además de que poseía una facilidad para relacionarse con la gente y desenvolverse en las situaciones públicas que Honor solo podía envidiar. Habían sido compañeras de habitación en la isla Saganami durante tres años-T, y Henke había pasado muchas horas tratando de conseguir que los fundamentos de las matemáticas multidimensionales entraran en la cabeza de su tímida compañera de habitación, e incluso más tiempo revelándole los misterios de la etiqueta y la interacción social. El sirviente familiar de Honor no la había preparado para relacionarse con la nobleza, y a menudo se preguntaba si el adjunto de la academia la había asignado junto con Henke a propósito; mas ya fuera intencionado o no, sabía perfectamente cuánto la había ayudado la refrescante confianza de Michelle.

—Me alegro de verte de nuevo, Mike —se limitó a decir, abrazándola con brevedad; en cuanto el ascensor se detuvo, se enderezó. Henke le sonrió, y luego su rostro adquirió una máscara de seriedad mientras las puertas siseaban al abrirse y ambas se encaminaban a las habitaciones de Honor.

La guardia marine, de verde y negro inmaculados, que custodiaba los aposentos de la capitana se cuadró ante su llegada. Honor la saludó con cortesía, después abrió la escotilla, le indicó a Henke con un gesto que entrara y se detuvo para contemplar sus habitaciones por primera vez.

Eran enormes, pensó, de alguna manera impresionada. Sus pertenencias habían llegado el día anterior, y MacGuiness estaba ocupado con el módulo de soporte vital del ramafelino, que había sido montado sobre una mampara. MacGuiness se giró y comenzó a cuadrarse cuando se dio cuenta de que su capitana no estaba sola, pero Honor le señaló que no hacía falta.

—Mac, esta es la comandante Henke. Mike, el asistente de primera clase MacGuiness: mi guardián. —Henke rio entre dientes y MacGuiness sacudió la cabeza con resignación—. Sigue con lo que estuvieras haciendo, Mac —continuó Honor—. La comandante Henke y yo somos viejas amigas.

—Por supuesto, señora. —MacGuiness se giró y prosiguió con el módulo. Nimitz saltó desde el hombro de Honor hasta la parte superior de su habitáculo para vigilarlo, mientras Honor miraba en derredor y sacudía la cabeza. Su equipaje había ocupado hasta el último centímetro del camarote de su anterior destino; aquí, casi resultaba espartano. Una cara alfombra cubría el suelo, y una enorme pintura del Nike original en la batalla de Carson dominaba una mampara, en frente de la cual colgaba un retrato de Isabel III, reina de Mantícora. Un retrato, advirtió Honor, que guardaba un increíble parecido con su propio segundo.

—El departamento Naval cuida bien de sus capitanes de crucero, ¿verdad? —murmuró.

—¡Oh, no lo sé! —Henke echó un vistazo a su alrededor y alzó una ceja—. Diría que es lo adecuado para alguien de su eminencia, dama Honor.

—Sí, claro. —Honor cruzó la habitación hasta el asiento situado bajo una perspectiva del puerto y se inclinó hacia atrás, observando el irregular flanco de la estación espacial—. Me va a llevar un tiempo acostumbrarme a esto.

—Estoy segura de que terminarás por hacerte a ello —replicó Henke con sequedad. Avanzó hasta el escritorio de Honor y cogió una placa dorada, torneada al fuego, de la mampara. El planeador grabado en el metal había perdido una punta del ala, y la comandante pasó los dedos sobre él con mucho cuidado—. ¿Fue en Basilisco? —preguntó—. ¿O en Yeltsin?

—Basilisco. —Honor se cruzó de piernas y sacudió la cabeza—. Perdimos el módulo de Nimitz, además. Tuvimos suerte.

—Seguro. La habilidad no tuvo nada que ver —convino Henke con otra sonrisa.

—Me hubiera gustado no tener que llegar tan lejos —dijo Honor, sorprendida de lo fácil que le había resultado decirlo—. Pero la honestidad me impele a reconocer que la suerte tuvo su papel.

Henke resopló y se volvió hacia la placa, que colocó de nuevo en su lugar mientras Honor sonreía a su espalda. No se habían visto en mucho tiempo y su relación había cambiado, ya que sus roles eran diferentes; pero la preocupación por el cambio que podía haberse obrado entre una y otra parecía ahora tan estúpida como infundada.

La segundo renunció a colocar la placa bien alineada y se dirigió a una de las confortables sillas desde la que se apreciaba la vista del puerto. Se dejó caer en ella con una despreocupación que era la antítesis de los calculados movimientos de Honor, e irguió la cabeza.

—Es estupendo que nos volvamos a encontrar; en especial cuando tu aspecto es tan saludable —dijo en voz baja—. He escuchado que fue una dura convalecencia.

Honor efectuó un pequeño gesto de desprecio.

—Podría haber sido peor. Dado que perdí la mitad de mi tripulación, a veces creo que fue más fácil de lo que merecía —dijo, y Nimitz levantó la vista del módulo de soporte vital, con las orejas medio levantadas, conforme la amargura iba ensombreciendo la voz de su ama a pesar de los esfuerzos del ramafelino.

—Sabía que dirías algo así —murmuró Henke—. Algunas personas no cambian demasiado, ¿a que no?

Honor miró a MacGuiness.

—Mac, ¿nos podrías traer un par de cervezas?

—Por supuesto, señora. —El asistente dio un último puñetazo al teclado del módulo y se introdujo en la despensa, Nimitz saltó desde el soporte vital hasta el sofá de Honor.

—De acuerdo, segundo. Espero ansiosa tu versión de la típica charla de ánimo —susurró mientras la escotilla de la despensa se cerraba, y Henke frunció el ceño.

—No creo que necesites un discurso para levantarte el ánimo, Honor. Tal vez un poco de sentido común no te venga mal del todo. —Honor levantó la vista, sobresaltada por el súbito tono crítico, y Henke le dedicó una sonrisa torva—. Me doy cuenta de que se supone que un comandante no puede decirle a un capitán al mando que tiene la cabeza metida en el culo, pero culparte a ti misma por lo que le ocurrió a tu tripulación, o al almirante Courvosier, es estúpido. —Honor dio un respingo ante el nombre de Courvosier, y la voz de Henke se suavizó.

»Lo siento. Sé lo cercana que te sentías del almirante, pero, demonios, Honor, nadie podría haberlo hecho mejor que tú con la información de que disponías. ¿Y no nos decía siempre el almirante Courvosier que solo se pueden valorar los méritos de un oficial en términos de lo que sabe en el momento en que toma sus decisiones?

Sus ojos se endurecieron, y la boca de Honor se retorció en una mueca al recordar las conversaciones en el dormitorio hacía mucho, mucho tiempo.

Inició su réplica, pero se detuvo cuando MacGuiness regresó con las cervezas. El asistente sirvió a ambas oficiales y se retiró de nuevo, y Honor manoseó el envase con sus largos dedos, contemplándolo fijamente. Suspiró.

—Estás en lo cierto, Mike. El almirante me patearía el trasero sin compasión si supiera que me culpo por lo que le ocurrió, y lo sé. Lo que no significa —dijo, y alzó la vista— que me resulte más fácil dejar de hacerlo. Pero lo intento. De verdad.

—Bien. —Henke levantó su cerveza—. Por los amigos ausentes —dijo quedamente.

—Por los amigos ausentes —susurró apenas Honor. El cristal tintineó, y las dos mujeres bebieron; luego bajaron sus copas casi al unísono.

—En caso de que no lo haya mencionado —continuó Henke con energía, señalando las cuatro insignias doradas de la chaqueta— he de admitir que el uniforme de capitana te sienta fenomenal.

—Quieres decir que me hace parecer un caballo gordo —respondió Honor, con ironía, aliviada por el cambio de conversación, y Henke se echó a reír.

—Si supieras cuánto envidiamos tus centímetros, nosotros los inferiores —bromeó—. Pero espero que comprendas que necesito ayuda con mi carrera profesional.

—¡Oh! ¿A qué te refieres?

—Fácil. Tus dos primeros oficiales anteriores acabaron asumiendo el mando de sus propias naves, y por lo que he oído, Alistair McKeon recibirá su cuarto anillo el próximo mes. Tengo una carta de Alice Truman en la que me dice que será asignada a su primer crucero pesado en breve. ¿Crees que es solo una coincidencia que ambos hayan servido contigo? Demonios, Honor… ¡no me quedaré satisfecha con menos que un crucero cuando termine mi servicio contigo! —Sonrió y dio un largo trago a su cerveza, para a continuación retreparse con expresión exuberante.

»Y ahora, señora, antes de que nos sumerjamos en la inmensa cantidad de papeleo que nos aguarda, quiero saber todo lo que te ha ocurrido desde la última vez que te vi.