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La dama Honor Harrington dejó caer su equipaje y sacó un sombrero que alguien de la Vieja Tierra, hace dos milenios, hubiera llamado «Fedora». Secó la badana con un pañuelo y luego se sentó sobre la parte sobresaliente de una roca castigada por el tiempo. Con un suspiro de alivio, dejó el sombrero detrás de ella y contempló el maravilloso panorama.

El viento era lo suficientemente frío como para que agradeciera vestir su chaqueta de cuero sobre la que se encrespaba su pelo húmedo por el sudor, pelo que llevaba mucho más largo que durante su convalecencia. Todavía era más corto de lo que decretaba la moda actual; sus dedos lo recorrieron con una curiosa sensualidad culpable. Lo había llevado tan recortado por culpa de los cascos y la gravedad cero durante tanto tiempo que había olvidado lo reconfortante que se sentía con aquel peso sedoso y rizado.

Bajó las manos y dirigió su mirada hacia los vastos confines del océano Tannerman. Incluso allí, mil metros por encima de su azul y plata abarquillado, podía oler la sal suspendida en el aire frío. Era un olor con el que había nacido, pero aun así siempre nuevo. Tal vez porque había pasado muy poco tiempo en Esfinge durante los veintinueve años-T que llevaba sirviendo en la Armada.

Giró la cabeza y miró abajo, abajo, abajo, en dirección hacia donde había comenzado su escalada. Una pequeña mancha de verde que sobresalía entre el rojo dorado y el amarillo de la hierba tocada por el otoño; movió los músculos de la cuenca de su ojo izquierdo, de la forma en que le habían enseñado durante los eternos meses de terapia.

Hubo un momento de desorientación, un sentimiento de que se movía incluso aunque siguiera sentada, y la mancha verde se hizo, de improviso, mucho mayor. Parpadeó, aún no acostumbrada al efecto, y se recordó que tenía que practicar más con el ojo nuevo. Pero el pensamiento fue distante, casi inconsciente, puesto que la función telescópica de la prótesis le permitió ver con claridad la estructura de cubierta verde que se extendía bajo ella, y los invernaderos que se agrupaban a su alrededor.

Ese tejado se alzaba en un pico pronunciado cubierto por la nieve, ya que Esfinge no tenía nada que ver con la G0 del sistema binario de Mantícora, donde solo un ciclo excepcionalmente activo de dióxido de carbono hacía que fuese habitable. Era un mundo frío, con enormes casquetes glaciares, un año de sesenta y tres meses-T y estaciones muy largas. Hasta aquí, apenas a cuarenta y cinco grados del ecuador, los nativos medían la nieve caída en metros, y los niños que nacían en otoño, como ella misma, aprendían a andar antes de que llegase la primavera.

Los forasteros se encogían ante el mero pensamiento del invierno de Esfinge. Si se les apuraba, hasta podían llegar a conceder que Mantícora-B IV, también conocido como Grifo, hacía gala de un clima más violento, pero también más cálido; y sus años eran más cortos. Al menos, lo que sea que ocurriera allí sucedía unas tres veces más rápido, y nada cambiaría su opinión de que cualquiera que viviera durante todo un año en Esfinge tenía que estar loco.

Honor sonrió al estudiar la casa de piedra en la que veinte generaciones de Harrington habían nacido, pero había cierta verdad en ello. El clima y la gravedad de Esfinge hacían de sus habitantes gente independiente y robusta. No estaban locos, pero sí eran autosuficientes y tercos…, quizá hasta obstinados.

El viento sopló entre las hojas y giró la cabeza cuando apreció un rápido movimiento de un pelaje gris cremoso entre el seudolaurel situado tras ella. El ramafelino de seis miembros era propio de las zonas boscosas de terrenos más bajos, aunque también se sentía como en casa en las Murallas de Cobre. Había pasado mucho tiempo vagando por sus desniveles con ella, cuando era niña, como para no hacerlo.

Correteó por la piedra desnuda y ella lo abrazó cuando saltó en su regazo. Aterrizó con un sonoro golpetazo; sus nueve kilos se convertían allí en unos doce y medio, lo que la hizo resoplar en protesta.

Al animal no pareció importarle y se alzó sobre sus cuartos traseros, colocando las patas de sus extremidades medias sobre sus hombros para mirar su cara con ojos brillantes del color de la hierba. Una inteligencia casi humana la examinó a través de aquellos ojos inhumanos, y luego tocó su mejilla izquierda con una auténtica mano de largos dedos, soltando un suave suspiro de satisfacción cuando la piel se crispó al contacto.

—No, no ha dejado de funcionar —dijo ella, mientras recorría con sus propios dedos el pelaje mullido.

El ramafelino suspiró de nuevo, esta vez por placer descarado, y se escabulló hacia abajo con un ronroneo sonoro. Se convirtió en una bola peluda y caliente entre los muslos de su ama, y sintió como su propia satisfacción fluía hasta ella. Honor siempre había sabido que el animal era capaz de sentir sus emociones, y se preguntaba a veces si ella podía intuir las de él, o si solo pensaba que lo hacía. Hacía un año había descubierto que sí era capaz, y ahora saboreaba la felicidad del ramafelino como si fuera la suya propia, mientras con los dedos le acariciaba la espina dorsal.

La rodeaba una quietud coronada por una brisa cortante y vivificante, así que se dejó arrastrar por ella, sentada en la roca como hacía en su infanda, señora de todo lo que contemplaba; se preguntó si en realidad lo era.

Capitana dama Honor Harrington, condesa Harrington, guerrera miembro de la Orden del Rey Roger. Cuando vestía el uniforme, su túnica de color negro espacial brillaba con multitud de condecoraciones: la cruz manticoriana, la estrella de Grayson, la orden del servido distinguido, la medalla al valor sobresaliente con distintivo, la banda rojo sangre del agradecimiento del monarca con dos distintivos, dos bandas por heridas en acto de servicio… La lista seguía y seguía, y hubo un tiempo en que las deseaba más que nada, como confirmaciones de su habilidad y su mérito. Aún se sentía orgullosa de ellas, pero ya no formaban parte de sus sueños. Ahora sabía bien el precio que había que pagar por conseguirlas.

Nimitz levantó la cabeza y presionó las puntas de sus garras contra los pantalones para mostrar su descontento ante el cariz que tomaban sus pensamientos. Ella acarició sus oídos en actitud de disculpa, pero no rehusó las ideas que rondaban su mente; eran la razón de que hubiese pasado las últimas cuatro horas caminando hasta alcanzar el refugio de su infancia. Nimitz la estudió durante un momento, luego suspiró resignado y ella apoyó la barbilla sobre las manos y se abandonó a sus pensamientos.

Se tocó el lado izquierdo del rostro y apretó con fuerza los músculos de su mejilla. Había necesitado ocho meses esfinginos —casi un año-T— de cirugía reparadora y terapia para poder hacer eso. Su padre era uno de los mejores neurocirujanos de toda Mantícora, aunque el daño causado por el disruptor casi había puesto en entredicho su habilidad, ya que Honor se encontraba dentro de la minoría de humanos que no respondía a las terapias de regeneración.

Siempre había cierta pérdida funcional en las reparaciones neuronales que no se complementaban con regeneración. En su caso, la pérdida había resultado grave y complicada en exceso, debido a una insistente tendencia a rechazar los injertos de tejido natural. Habían fracasado dos reemplazos de nervios; al final, se habían visto obligados a utilizar nervios artificiales equipados con poderosos impulsores. Y las operaciones constantes, los repetidos fracasos y la terapia larga y agónica casi llegaron a derrotarla. Todavía no se sentía bien del todo, como si los implantes fueran una matriz de sensores mal sintonizada, y dudaba que llegase a acostumbrarse algún día.

Volvió la vista a la distante casa y se preguntó cuánta de su melancolía provenía de los meses de dolor y esfuerzo. No había sido un camino fácil, y muchas veces había llorado hasta dormirse con un fuego antinatural crepitando en su rostro. No había cicatrices que revelaran los cuidados recibidos —al menos, ninguna visible—, su cara casi había recobrado la sensibilidad y sus músculos casi volvían a responder como antes. Pero solo casi. Podía notar la diferencia cuando se miraba en un espejo, veía una cierta duda cuando el lado izquierdo de su boca se movía, oía las ocasionales palabras aturulladas que la vacilación provocaba, e incluso apreciaba la sensibilidad adormecida cuando el viento besaba su mejilla.

Y, muy en su interior, donde nadie podía mirar, seguía habiendo cicatrices.

Los sueños se habían vuelto menos frecuentes, pero continuaban siendo fríos y amargos. Demasiada gente había muerto bajo sus órdenes… o porque no había estado allí para salvarles la vida. Y con aquellos sueños llegaba la inseguridad. ¿Sería capaz de afrontar el mando de nuevo? Y si lo hacía, ¿le confiaría la Flota la vida de otros?

Nimitz se volvió a animar y se alzó sobre sus patas traseras, colocando las manos contra los hombros de ella. Contempló los ojos del color del chocolate (uno natural, el otro surgido de avanzados compuestos y circuitería molecular) y dejó que su apoyo y amor fluyeran a través de ella.

Honor lo levantó y enterró la cara, helada a causa del viento, entre el suave pelaje, dándose calor físico además de otro interno, mucho más precioso. El ramafelino ronroneó hasta que lo volvió a bajar; luego ella dejó escapar una larga exhalación.

Llenó los pulmones con aire limpio, absorbiendo el frío de la tarde hasta que el pecho le dolió por el esfuerzo, y luego lo soltó en un suspiro largo, sin fin, que pareció llevarse consigo… algo. No podía ponerle un nombre a ese algo, a pesar de que lo sentía, aunque pronto otra sensación ocupó su lugar, como si despertara de un largo sueño.

Había estado ligada al planeta durante demasiado tiempo. Ya no había sitio para ella en su amada montaña, desde donde miraba el lugar en el que había nacido a través del aire helado. Por primera vez en mucho tiempo sintió la llamada de las estrellas, no como un desafío al que temiera enfrentarse, sino como una vieja necesidad, y en ese momento se percató del cambio en las emociones de Nimitz a la vez que lo hacían las suyas.

—De acuerdo, Apestoso, ya puedes dejar de preocuparte —le dijo, y el ronroneo subió de volumen. La cola prensil se crispó mientras le acariciaba la nariz, hasta que Honor se echó a reír y lo abrazó una vez más.

No había acabado. Lo sabía. Pero al menos tenía claro adonde debía ir, qué tenía que hacer para deshacerse de sus fantasmas.

—Sí —le dijo al ramafelino—. Supongo que ya es hora de que deje de compadecerme de mí misma, ¿verdad? —La cola de Nimitz se apretó con más fuerza, mostrando así que estaba de acuerdo.

»Y también es hora de que vuelva al puente de mando —añadió—. Suponiendo, claro está, que los que mandan me quieran de vuelta. —Esta vez no hubo un súbito estallido de dolor ante el calificativo, y sonrió con gratitud.

»Mientras tanto —dijo con energía—, es hora de volar.

Se levantó, depositó a Nimitz sobre la roca y se inclinó sobre el bulto de su equipaje. Tiró de las correas que lo mantenían cerrado y unos chasquidos de todo tipo comenzaron a sonar mientras ensamblaba el bastidor tubular con manos hábiles y experimentadas. Ambos habían descubierto la diversión de cabalgar los vientos de las Murallas de Cobre antes de que Honor cumpliera los doce años-T, y el felino apenas podía contener su alborozo mientras ella extendía el tejido increíblemente duro y resistente sobre el lugar adecuado.

Le llevó menos de una hora montar el planeador y comprobar dos veces cada punto de unión. Finalmente, se ocupó del arnés equipado con correas de seguridad modificadas para Nimitz, y él se encaramó a su espalda y trepó hasta los hombros mientras las ajustaba. Honor sintió la expectación y alegría del animal mezcladas con las suyas propias, y su ojo natural centelleó cuando sujetó las correas del arnés al planeador y apretaba la barra delantera.

—¡Adelante! —le gritó al felino, y se lanzó sobre el borde del enorme tajo con un grito de puro deleite.

* * *

El sol no era más que una cinta de naranja rojizo por encima de los picos de las Murallas de Cobre cuando Honor dio la última vuelta. Flotaba como un albatros de Esfinge, cinco kilómetros por encima de la orilla, y sus ojos se entrecerraron de regocijo cuando vio el radiante estallido de luz contrastar con el crepúsculo a los pies de las montañas. Las luces exteriores del hogar de los Harrington destellaban en la oscuridad, señal inequívoca de que su asistente —quien, obviamente, pensaba que una caminata de cuatro horas seguida de un vuelo de tres era demasiado para una inválida recién recuperada— no quería arriesgarse con el aterrizaje de su capitana.

Sonrió y sacudió la cabeza con cariño. El vuelo sin motor constituía una auténtica pasión en Esfinge, pero el asistente de primera clase MacGuiness provenía del sistema principal de Mantícora. Honor sospechaba que él creía que todos los esfinginos (ella incluida) estaban un poco tarados, y que necesitaban que alguien los cuidara. Y lo cierto es que hacía todo lo posible para dirigir su vida con mano de hierro, y aunque no admitiera que disfrutaba con sus quejas continuas —incluso con las dirigidas hacia ella—, tenía que conceder (en privado) que esta vez tenía algo de razón. Era una experta planeadora, con unos treinta años de experiencia a sus espaldas. Debería haber regresado a casa cuando aún había suficiente luz como para aterrizar, lo que significaba que, en esta ocasión, tendría que resistir sus respetuosas reprimendas con estoicismo.

Pasó por encima del mar y comenzó a ajustar su peso con precisión meticulosa a la vez que suavizaba su ángulo de descenso; la tierra se acercaba a ella a una velocidad pasmosa. Entonces se situó con la luz justo delante de ella, bajo sus pies, y Nimitz maulló contento mientras ella corría hacia delante absorbiendo su velocidad, con una risa exultante.

Redujo la velocidad hasta el mínimo y se inclinó sobre una rodilla, depositando la barra delantera sobre la hierba de color dorado rojizo que se extendía delante de la casa. Una nariz fría y flanqueada por bigotes le acarició la oreja derecha, Nimitz irradiaba su propia alegría. Honor le desabrochó las correas de seguridad y colocó al felino sobre la tierra con todo cuidado, para luego desembarazarse de las suyas, levantarse y estirarse hasta que sus hombros crujieron; sonreía como una chiquilla. Después plegó el planeador con unos pocos movimientos habilidosos —no de forma completa, solo en parte— y lo agarró bajo el brazo antes de dirigirse hacia la casa.

—Volvió a dejarse la radio en casa, señora —dijo una voz gentil y respetuosa, aunque con un ligero matiz de reproche, cuando cruzaba el porche acristalado.

—¿Sí? —preguntó ella de forma inocente—. Qué descuidada. Se me debe de haber olvidado.

—Por supuesto —concedió MacGuiness, y Honor volvió la cabeza para ofrecerle una esplendorosa sonrisa. Él se la devolvió, pero había un cierto toque de pena, cuidadosamente escondido, en sus ojos. El lado izquierdo de la boca de la capitana seguía mostrando menos expresividad y sensibilidad, lo que confería a su sonrisa un aspecto asimétrico—. El hecho de que alguien la pudiera llamar para que volviera antes no tiene nada que ver —añadió, y Honor rio entre dientes.

—Claro que no —aseguró ella, a la vez que atravesaba el porche para dejar el planeador en el rincón.

—Por pura casualidad traté de comunicarme con usted, señora. —Y luego, con una voz más seria, añadió—: Esta tarde ha llegado una carta del Almirantazgo.

Honor se quedó inmóvil en el sitio, luego terminó de depositar el planeador con mucho cuidado. El Almirantazgo solía usar el correo electrónico solo en circunstancias muy especiales; se conminó a mantener la calma y tuvo que luchar contra una súbita descarga de excitación antes de girarse y alzar una ceja.

—¿Dónde está?

—Al lado de su plato, señora. —MacGuiness echó un vistazo indicativo a su reloj—. Su cena la está esperando —le informó, y la boca de Honor se torció en otra sonrisa.

—Ya veo —murmuró—. Bien, me daré un baño y luego me ocuparé de ambos asuntos, Mac.

—Como desee, señora —dijo MacGuiness sin revelar muestra alguna de triunfo.

* * *

Honor se obligó a dirigirse al salón comedor con tranquilidad, y sintió el abrazo de la vieja casa como si fuera un escudo. Era hija única, y sus padres tenían un apartamento cerca de las oficinas médicas de Duvalier, a unos cinco kilómetros al norte. Pocas veces estaban en «casa» excepto los fines de semana, y su lugar de nacimiento parecía un poco vacío sin ellos. En cierto modo, cuando estaba fuera siempre los había imaginado aquí, como si ellos y la casa fueran una entidad única e inseparable, una sombra protectora de su infancia.

MacGuiness aguardaba, con la servilleta doblada con esmero sobre su antebrazo, mientras ella tomaba asiento. Uno de los privilegios de ser capitán era contar con un segundo en todo momento, aunque Honor aún no sabía muy bien por qué MacGuiness había elegido tal destino para sí. Era algo que no podía rechazar, y él se ocupaba de velar por ella como una madre, aunque impusiera sus propias reglas férreas de conducta. Entre ellas destacaba la de que nada, excepto algo de la categoría de una batalla, debía interferir en las comidas de la capitana; se aclaró la garganta cuando ella cogió el anacrónico sobre estampado. Honor levantó la vista y él alzó la tapa de la fuente con énfasis nada disimulado.

—Después, Mac —murmuró, y rompió el sello; MacGuiness suspiró y volvió a tapar la fuente, Nimitz contempló la escena con un divertido y pequeño «blik» desde su lugar al final de la mesa, y el segundo replicó frunciendo el ceño.

Honor abrió el sobre y extrajo dos hojas del mismo material arcaico. Los pergaminos crujieron y sus ojos, tanto el orgánico como el cibernético, se abrieron de par en par ante las formales palabras escritas en la primera página. MacGuiness, situado a su lado, se tensó mientras ella inspiraba profundamente; luego lo leyó por segunda vez y pasó a la segunda hoja. Después elevó la vista hasta encontrar los ojos de su subalterno.

—Creo —dijo despacio— que es hora de disfrutar algo bueno, Mac. ¿Qué tal una botella de Delacourt del 27?

—¿El Delacourt, señora?

—No creo que a mi padre le importara… dadas las circunstancias.

—Comprendo. ¿He de entender, entonces, que son buenas noticias, señora?

—Debes —carraspeó, y acarició el pergamino casi de manera reverencial—. Parece, Mac, que DepMed, en su infinita sabiduría, ha decidido que ya estoy lista para unirme al servicio activo, y el almirante Cortez tiene una nave para mí. —Levantó la vista de las órdenes con una súbita y cegadora sonrisa—. De hecho, ¡me han destinado al Nike!

El casi siempre imperturbable MacGuiness clavó los ojos en Honor, boquiabierto. La NSM[8] Nike no era solo un crucero de batalla. Era el crucero de batalla, la recompensa más prestigiosa a la que un capitán pudiera aspirar. Siempre había un Nike, con una lista de honores de batalla que se remontaban hasta Edward Saganami, el fundador de la Real Armada Manticoriana, y el Nike actual era el crucero de batalla más moderno y poderoso de toda la Armada.

Honor rio bien alto y golpeó la segunda hoja de pergamino.

—De acuerdo con esto, embarcamos el miércoles —dijo—. ¿Listo para servir de nuevo, Mac?

Los ojos de MacGuiness se encontraron con los suyos; entonces lo recorrió una sacudida, y una enorme sonrisa iluminó su rostro.

—Sí, señora. Creo que sí… ¡Y, ciertamente, esta es la noche para el Delacourt!