Prólogo
El presidente hereditario Sydney Harris observó como el largo cortejo se alejaba de la vista junto con la comitiva del pueblo, y luego le dio la espalda. Desde la sala de conferencias, situada en el piso doscientos, los vehículos engalanados de negro parecían escarabajos que reptaban a lo largo del cañón urbano, pero sus implicaciones resultaban bien claras en los rostros apesadumbrados que lo miraban.
Atravesó la habitación hasta su silla y se sentó. Apoyó los codos en la gran mesa y colocó la barbilla entre las palmas, mientras se frotaba los ojos. Después se enderezó.
—De acuerdo. Tengo que estar en el cementerio dentro de una hora, así que vayamos al grano. —Volvió los ojos hacia Constance Palmer-Levy, ministro de Seguridad de la República Popular de Haven.
—¿Sabemos algo más sobre cómo consiguieron acercarse a Walter, Connie?
—La verdad es que no. —Palmer-Levy se encogió de hombros—. Los guardaespaldas de Walter detuvieron al asesino de una manera quizá demasiado expeditiva. No podemos interrogar a un hombre muerto, pero lo hemos identificado como un tal Everett Kanamashi…, y lo poco que tenemos sobre él parece apuntar a que era un miembro radical de la UDC[1].
—Maravilloso. —Elaine Dumarest, la ministra de Guerra parecía estar a punto de subirse por las paredes. Ella y Walter Frankel llevaban años siendo adversarios (de forma inevitable, debido a los conflictos económicos entre sus ministerios), pero Dumarest era una persona organizada. Prefería un universo cuidado y pulcro donde ejecutar sus propias políticas, y gente como la que integraba la Unión de Derechos del Ciudadano ocupaba un lugar muy alto en su lista de personas descuidadas.
—¿Crees que la cúpula de la UDC tenía en su punto de mira a Walter? —preguntó Ron Bergren, y Palmer-Levy frunció el ceño.
—Nuestros topos están situados en las mejores posiciones —le aseguró el ministro de Asuntos Exteriores—. Ninguno de ellos comentó que la cúpula estuviera preparando algo tan drástico, pero las propuestas de Walter acerca del SBM[2] consiguieron enfurecer sobremanera al pueblo. Por otro lado, se están volviendo más paranoicos. Empiezo a ver signos de una organización basada en células, así que supongo que es posible que la autorización de su comité nos pasase inadvertida.
—No me gusta nada de esto, Sid —murmuró Bergren y Harris asintió—. La Unión de Derechos del Ciudadano aboga por la «Intervención directa en interés legítimo del pueblo», lo que significa un continuo ascenso en la calidad de vida de los pensionistas, aunque se suele dedicar a participar en disturbios, vandalismo, ocasionales atentados con bomba y ataques a burócratas de baja posición que sirvan de ejemplo para el resto. El asesinato de un ministro del gabinete supone un precedente nuevo y peligroso…, contando con que la UDC haya, de hecho, autorizado el ataque.
—Debemos actuar y deshacernos de esos bastardos —gruñó Dumarest—. Sabemos quiénes son sus líderes. Dale los nombres a SegNav[3] y deja que mis marines se ocupen de ellos… para siempre.
—Seria un mal movimiento —apuntó Palmer-Levy—. Semejante represión solo conseguiría soliviantar al populacho, y si les dejamos que se reúnan, al menos sabremos lo que planean hacer.
—¿Como en este caso? —preguntó con ironía Dumarest, y Palmer-Levy se ruborizó.
—Si la cúpula de la UDC, y enfatizo el «si», planeó o autorizó el asesinato de Walter, he de admitir que fue un grave error. Pero como tú has indicado, hemos podido confeccionar listas de miembros y simpatizantes. Si los conviertes en ilegales, perderemos esa capacidad. Y, como he dicho, no hay ninguna evidencia de que Kanamashi no actuase por su cuenta.
—Ya, claro —bufó Dumarest.
Palmer-Levy estuvo a punto de responderle de forma airada, pero la mano alzada de Harris la detuvo. Desde un punto de vista personal, el presidente solía estar de acuerdo con Dumarest, pero también entendía la perspectiva de Palmer-Levy. La UDC creía que los pensionistas tenían un derecho divino a que su subsidio básico de manutención fuera siempre mayor del recibido. Haría saltar por los aires a otra gente (incluidos sus camaradas pensionistas) para imponer sus exigencias, y eso hacía que Harris se viera obligado a acabar con todos y cada uno de ellos. El problema radicaba en que las familias legislaturistas, que dirigían la República Popular, no tenían otra posibilidad que no fuera permitir que organizaciones como la UDC existiesen. Aparte del potencial para la violencia inherente a cualquier movimiento abierto contra ellos, llevaban tanto tiempo enfrentados, estaban tan firmemente establecidos, que la eliminación de uno de ellos solo dejaría una vacante para que otro ocupase su lugar, y ya se sabía que «más vale malo conocido que bueno por conocer».
Aun así, el asesinato de Frankel resultaba terrorífico. La violencia de los pensionistas casi siempre estaba legitimada, puesto que parte de la estructura de poder mantenía al populacho satisfecho mientras que las familias legislaturistas se dedicaban a dirigir el Gobierno. Los disturbios y los ataques ocasionales sobre partes prescindibles del sistema burocrático de la república se habían convertido en algo aceptable dentro del proceso político, pero siempre había existido (al menos hasta ahora) un acuerdo tácito que excluía a los oficiales del gabinete y los legislaturistas de importancia de la lista de objetivos válidos.
—Creo —dijo el presidente, midiendo con cuidado sus palabras— que hemos de asumir, al menos por el momento, que la UDC sancionó el ataque.
—Me temo que he de estar de acuerdo —concedió Palmer-Levy a regañadientes—. Y, francamente, me siento igual de preocupada por los informes que aseguran que Rob Pierre está congraciándose con la cúpula de la UDC.
—¿Pierre? —La sorpresa enfatizó la voz del presidente, y la ministra de Seguridad asintió taciturna. Robert Stanton Pierre era el administrador de pensiones más importante de Haven. No solo controlaba casi el ocho por ciento de los votos de los pensionistas, sino que adoptaba el papel de portavoz del Quorum del Pueblo, el «Consejo político» que les decía a los administradores de pensiones cómo tenían que votar.
Tal poder en manos no legislaturistas era suficiente para poner nervioso a cualquiera, ya que las familias hereditarias gobernantes se apoyaban en el Quorum del Pueblo para sancionar las «elecciones» que legitimaban su reino. Pero Pierre estaba asustado. Había nacido pensionista, y se había abierto camino desde su infancia como perceptor del SBM, hasta obtener el poder que ahora mismo poseía, mediante todo truco sucio que la ambición pudiera concebir. Algunos de ellos ni siquiera se les habían ocurrido a los legislaturistas, y si él seguía sus instrucciones no era más que porque sabía quién tenía la sartén por el mango; pero todavía era un hombre hambriento y ávido de poder.
—¿Estás segura sobre lo de Pierre? —inquirió Harris tras un momento, y Palmer-Levy se encogió de hombros.
—Sabemos que ha mantenido contactos con el GDC[4] —dijo, y Harris asintió. El GDC era el brazo político de la UDC, que operaba de manera abierta dentro del Quorum del Pueblo y condenaba «El comprensible pero reprobable extremismo al que algunos ciudadanos se han visto obligados a llegar». Nada más que una fachada, pero al aceptarla los administradores del Quorum se podían hacer una idea de los miembros que componían la UDC.
»Desconocemos a ciencia cierta de lo que han estado hablando —continuó Palmer-Levy—, y su posición como portavoz del Quorum nos hace pensar que podría tener múltiples razones legítimas para reunirse con ellos. Pero parece que se está haciendo muy amigo de algunos de sus delegados.
—En tal caso, creo que hemos de valorar con seriedad la posibilidad de que estuviera enterado del asesinato con antelación —convino Harris quedamente—. No digo que tuviera nada que ver con la planificación del mismo, pero si la UDC se involucró de manera oficial, es probable que supiera, o sospechara, lo que pasaría. Y si lo sabía y no nos dijo nada, quizá sea debido a que consideraba positivo cimentar su relación con ellos, incluso a nuestra costa.
—¿Crees de verdad que las cosas están tan mal, Sid? —preguntó Bergren, y el presidente se encogió de hombros.
—No, no del todo. Pero hemos de ser pesimistas, ya que si la UDC dio el visto bueno, y si Pierre sabía algo sobre ello, pero no quiso decírnoslo, y no damos por supuesto que lo hicieron, podríamos cometer un grave error político.
—¿Sugieres que nos opongamos a las propuestas de Walter sobre el SBM? —preguntó George de La Sangliere. De La Sangliere, un hombre corpulento y de cabello cano, había sucedido a Frankel como ministro de Economía… no sin tratar, por todos los medios, de declinar tal «honor». Nadie en sus cabales querría cargar con la responsabilidad de ocuparse de la decrépita estructura fiscal de la República, y la expresión de De La Sangliere no parecía muy feliz mientras planteaba la pregunta.
—No lo sé, George —suspiró Harris, mientras se pellizcaba el puente de la nariz.
—Odio decirlo, pero no creo que podamos —replicó De La Sangliere—. No, si no rebajamos el gasto militar al menos un diez por ciento.
—Imposible —saltó Dumarest de inmediato—. Señor presidente, ¡sabe que eso es inaceptable! Hemos de mantener la fuerza de nuestra flota en los niveles actuales, como poco, hasta que acabemos con la Alianza Manticoriana de una vez por todas.
De La Sangliere frunció el entrecejo sin ni siquiera mirarla mientras dirigía una mirada casi suplicante a su presidente, aunque sus esperanzas pronto se evaporaron ante la expresión de Harris.
—Debimos haberlos destrozado hace cuatro años —refunfuñó Duncan Jessup. El ministro de Información Pública era un hombre achaparrado, con el pelo siempre revuelto, que se hacía pasar ante los ciudadanos por un viejo huraño con corazón de oro. Información Pública era el portavoz oficial del Gobierno, su principal medio de propaganda, pero también había conseguido arrebatar el departamento de Higiene Mental del Ministerio de Salud Pública veinte años antes. Jessup utilizaba la policía de Higiene Mental con una frialdad y crueldad que, a veces, asustaba al propio Harris, y su control personal de la PHM[5] lo había convertido en el miembro más poderoso del gabinete, tras el presidente.
—No estamos preparados —protestó Dumarest—. Nos hemos expandido demasiado al asimilar nuestras nuevas adquisiciones, y…
—Y tú no dejas de fantasear de manera estúpida —interrumpió Jessup con un brusco resoplido—. Primero ese error en Basilisco y después los desastres de Yeltsin y Endicott. Todo lo que hemos conseguido es permitirles crear su «alianza», mientras nuestro potencial militar sigue congelado. ¿De verdad sugieres que nos encontramos en una posición más fuerte, relativamente hablando, que por aquel entonces?
—Suficiente, Duncan —dijo Harris con tranquilidad. Jessup le dirigió una mirada fulminante por un momento para luego bajar los ojos, y el presidente continuó aun de forma más serena, a pesar de lo que sentía en su interior—. El gabinete al completo apoyó ambas operaciones, y os recordaré a todos que, aunque ambas fueron fallos catastróficos, el resto de nuestras acciones tuvo éxito. En ningún caso podríamos haber impedido que los manticorianos fundasen su alianza, pero nos hemos garantizado posiciones seguras para contraatacar. Al mismo tiempo, creo que todos sabemos que el momento de la confrontación decisiva con Mantícora se acerca. —Las cabezas asintieron sin mucho entusiasmo, y Harris volvió sus ojos hacia el almirante de la flota, Amos Parnell, JON[6] de la Armada popular, que se sentaba codo con codo con Dumarest—. ¿Cuál es la situación, Amos?
—No tan buena como me gustaría, señor —admitió Parnell—. Todo apunta a que Mantícora posee una importante ventaja técnica, como nadie podría haberse imaginado hace cuatro años. He interrogado personalmente a los supervivientes de la operación Endicott-Yeltsin. Ninguno de los nuestros estuvo envuelto en la acción final del operativo y no tenemos ningún dato contundente que apoye nuestros análisis con respecto a lo que sucedió, pero resulta evidente que los manticorianos derribaron un crucero de batalla clase Sultán con solo un crucero pesado y un destructor. Por supuesto, la tripulación masadiana del Saladino no se puede comparar con nuestros estándares en términos de entrenamiento y experiencia, pero aun así nos sirve como indicativo de las capacidades de nuestro hardware. Sobre la base de lo ocurrido al Saladino y los informes de los supervivientes de acciones más tempranas, estimamos que, más o menos, su superioridad técnica les otorga una ventaja de entre un veinte y un treinta por ciento.
—Seguro que no tanto —objetó Jessup, y Parnell se encogió de hombros.
—Mi intuición me dice que esos datos son, incluso, cautos, señor ministro. Afrontémoslo, sus sistemas de educación e industria son mucho mejores que los nuestros, y eso se refleja en su investigación y desarrollo.
El almirante miró de refilón a Eric Grossman mientras hablaba, y el ministro de Educación enrojeció. Las catastróficas consecuencias de la «democratización de la educación» en la República Popular habían constituido un punto de divergencia entre su ministerio y los ministerios de Economía y Guerra por igual, por lo que los intercambios entre él y Dumarest se habían vuelto un tanto ácidos desde que la superioridad de la tecnología manticoriana había quedado de manifiesto.
—A todos los niveles —continuó Parnell—, Mantícora tiene de su lado una ventaja definitiva, por mucho que nos cueste reconocerlo. Por otro lado, casi doblamos su tonelaje total, y el cuarenta por ciento de su muro de batalla está compuesto por acorazados. Los acorazados de la RAM[7] son mayores que los nuestros, pero el noventa por ciento de su muro cuenta con superacorazados. Por último, decir que nosotros tenemos una considerable experiencia en el combate, y que sus aliados no añaden demasiado a su capacidad operativa.
—¿Entonces por qué preocuparse? —exigió saber Jessup.
—Por la astrografía —replicó Parnell—. Los manticorianos ya poseían la ventaja de la posición interior; pero ahora han construido una defensa muy profunda. Dudo que lo sea tanto como a ellos les gustaría, de hecho apenas cubre treinta años luz más allá de Yeltsin, pero, ahora que han cerrado la brecha en Hancock, se han hecho con una red de bases fortificadas de suministros y mantenimiento por toda la frontera. Eso les otorga una considerable ventaja en cuanto a la vigilancia, por no hablar de que cada una de estas bases es un puesto avanzado desde el cual pueden asaltar nuestras líneas de suministro si avanzamos hacia ellos. Sus patrullas ya cubren cada eje de aproximación, señor ministro, y las cosas solo irán a peor una vez la guerra haya comenzado. Tendremos que abrirnos paso a través de ellos, deshaciéndonos de sus bases a la vez que protegemos nuestros flancos y retaguardia, y eso significa que van a saber cuál será nuestra línea de ataque y que serán capaces de desplegar sus fuerzas para encontrarse con nuestra vanguardia.
Jessup gruñó y se echó hacia atrás, con expresión poco halagüeña; Parnell continuó:
—En otro orden de cosas, hemos establecido nuestras propias bases para cubrir las suyas, y ya que somos los atacantes, contamos con la ventaja de la iniciativa. Sabremos cuándo y dónde atacaremos; ellos tendrán que estar atentos con respecto a todos y cada uno de los lugares donde podríamos atacar, y hacerlo con una armada de tamaño inferior. No creo que puedan detenernos si optamos por una ofensiva total, aunque nos va a salir más caro que nunca.
—¿Entonces dices que les ataquemos, o que no? —preguntó Harris quedamente. Parnell miró de reojo a la ministra de Guerra, que le indicó con un gesto que respondiera, y aclaró su garganta.
—Nada es seguro durante una campaña militar, señor presidente. Como ya he dicho, tengo serias reservas en lo que concierne a la inferioridad de nuestro equipamiento técnico. Además, creo que, en la actualidad, contamos con una ventaja cuantitativa decisiva, y sospecho que la brecha en cuanto a nuestras capacidades técnicas solo va a ensanchar. Seré honesto con usted, señor. No quiero enfrentarme a Mantícora, no porque crea que nos pueden derrotar, sino porque nos pueden debilitar; pero si hemos de luchar, lo mejor sería hacerlo tan pronto como sea posible.
—Y si lo hacemos, ¿cuál es el plan? —inquirió con brusquedad Jessup.
—Mi personal y yo hemos diseñado un conjunto de planes, bajo el nombre en código «Perseo», que contiene diversas aproximaciones. Perseo Uno coloca en primer lugar la captura de Basilisco, para así permitirnos atacar Mantícora directamente, a través de la Confluencia del Agujero de Gusano de Mantícora, con asaltos simultáneos en las líneas Basilisco-Mantícora y Estrella de Trevor-Mantícora. Supone una oportunidad inmejorable para aprovecharnos del factor sorpresa y ganar la guerra en un único golpe, pero corremos el riesgo de sufrir pérdidas desastrosas si fallamos.
»Perseo Dos es más convencional. Reuniremos nuestras fuerzas en la base DuQuesne, situada en el sistema Barnett, lo suficiente lejos dentro de la frontera como para que Mantícora no sepa qué estamos tramando. Desde ahí atacaremos por el sureste a Yeltsin, el punto más vulnerable de su perímetro. Con Yeltsin en nuestras manos, deberíamos avanzar en dirección a Mantícora, destruyendo en el camino las bases de nuestros flancos para proteger nuestro avance según este se efectúa. Las pérdidas serán mayores que en un hipotético Perseo Uno efectuado con éxito, pero evitaríamos el riesgo de la destrucción total de nuestras fuerzas.
»Perseo Tres es una variante de Perseo Dos. Lanzaremos dos ataques desde Barnett, uno contra Yeltsin y otro al noreste, contra Hancock. La intención es presentar un doble frente a Mantícora, de tal forma que tenga que dividir sus fuerzas. Hay cierto peligro en la maniobra, pues pueden concentrar su fuerza total en un ataque y luego en el otro, pero las circunstancias juegan en su contra, ya que tendrían que asumir demasiados riesgos con respecto al otro bloque de nuestro ejército. En la opinión de mi personal, nuestra exposición en este ataque se compensaría por la capacidad de dictar el curso de las operaciones, al elegir con qué pinza presionar.
»Por último, hay un Perseo Cuatro. A diferencia del resto, este aboga por una ofensiva limitada para debilitar a la Alianza, en lugar de pretender acabar con Mantícora de un plumazo. En este supuesto atacaríamos el noroeste una vez más, la estación Hancock. Hay dos variantes posibles. La primera es reforzar nuestro ejército en Seaford Nueve y atacar a Hancock de forma directa, mientras que la otra consistiría en enviar una fuerza independiente desde Barnett, tomar Zanzíbar y luego situarse en el norte, a la par que las fuerzas de Seaford Nueve atacan el sureste para atrapar a Hancock en una pinza. El objetivo inmediato es destruir la base principal manticoriana en la zona y conquistar Zanzíbar, Alizon y Yorik, tras lo cual negociaríamos el cese del fuego. La pérdida de tres sistemas estelares habitados, en especial en una zona recién incorporada a la Alianza, debería poner nervioso al resto de los componentes de esta, y la posesión de la región nos colocaría en una posición de ventaja para llevar a cabo Perseo Uno o Tres.
—¿Y si Mantícora decide continuar con sus operaciones en lugar de aceptar nuestra propuesta de paz? —preguntó Palmer-Levy.
—En ese caso podríamos optar por Perseo Tres, a menos que recibamos más castigo del esperado, o retirarnos a nuestras posiciones anteriores al inicio del conflicto y negociar un alto el fuego desde ahí. La segunda opción nos situaría en una posición menos ventajosa, pero sería una alternativa aceptable en caso de que las cosas no salieran según lo planeado.
—¿Y cuál es el plan que prefiere, Amos? —preguntó Harris.
—Me inclinaría por Perseo Tres, si queremos terminar con todo esto de una vez por todas, o por Perseo Cuatro, lo que hace disminuir el riesgo global, si nos conformamos con objetivos más limitados. Por supuesto, en qué consiste nuestro objetivo depende de una decisión política, señor presidente.
—Lo sé. —Harris pellizcó el puente de su nariz de nuevo, y después miró a todos los integrantes de la mesa.
—¿Algo que añadir, damas y caballeros?
—Hemos de continuar con la expansión de nuestra base económica si deseamos seguir abonando los pagos del SBM —dijo con gravedad De La Sangliere—. Y si la UDC acabó con Walter, creo que deberíamos ser muy cautos sobre posibles reducciones del SBM.
Harris asintió, sombrío. Dos tercios de la población de Haven vivían gracias a las pensiones, y la inflación galopante era un hecho. Afrontarla con una tesorería que llevaba un siglo a cero había conducido a Frankel a la desesperación y a proponer la limitación del SBM en función de la tasa de inflación, de tal manera que se mantuviera su poder adquisitivo sin incrementarlo. Las «filtraciones» que Jessup había dispuesto con todo cuidado para probar la respuesta del pueblo habían provocado disturbios en cada hogar proletario, y dos meses después Kanamashi había hundido doce dardos de pulser explosivos en el pecho de Frankel, lo que obligó a celebrar el entierro con el ataúd cerrado.
Fue, como Harris había reflejado de manera torva, uno de los «votos de protesta» menos ambiguos que jamás se había registrado, y por tanto comprendía el miedo que despertaba la idea de recortes al SBM en sus colegas de gabinete.
—Con estas consideraciones —continuó De La Sangliere— hemos de conseguir acceso a los sistemas más allá de Mantícora, en especial a la Confederación silesiana. Si cualquiera conoce una forma de apoderarnos de ellos sin luchar con Mantícora en primer lugar, estaría encantado de escucharlo.
—No hay ninguna. —Palmer-Levy recorrió la mesa con la mirada, retando a que cualquiera contradijera su tajante afirmación. Nadie lo hizo, y Jessup avaló su comentario con un cortante asentimiento. El aspecto de Bergren era, con diferencia, el menos halagüeño de entre sus colegas, pero el ministro de Exteriores también asintió.
—Por otro lado —siguió la ministra de Seguridad—, una crisis extrema tal vez ayude a enfriar la situación interna, al menos a corto plazo. Siempre lo ha hecho.
—Cierto. —Había una nota casi esperanzadora en la voz de De La Sangliere—. Tradicionalmente, el Quorum del Pueblo siempre ha aceptado una congelación del SBM durante las operaciones militares.
—Por supuesto que sí —bufó Dumarest—. ¡Saben que luchamos por ellos!
Harris se sobresaltó ante tan cáustico cinismo. Era mejor que Elaine estuviera al cargo del Ministerio de Guerra y no de otro que requiriese mayor tacto con los ciudadanos, pero a pesar de su brusquedad no podía condenar su análisis.
—Exacto. —La sonrisa de Palmer-Levy se petrificó en su rostro mientras miraba a Parnell—. ¿Dice que sufriremos bajas contra los manticorianos, almirante? —Parnell asintió—. ¿Pero se alargarían las operaciones?
—No veo cómo, señora ministra. Su flota no es tan grande como para absorber las pérdidas que nosotros sí podemos asumir. A menos que de algún modo consigan infligirnos un número de bajas desaforado, debería ser una guerra breve.
—Es lo que creo —dijo Palmer-Levy, con un tono de satisfacción—. Y, además, jugaría a nuestro favor el sufrir un cierto número de bajas. Estoy seguro de que podríamos aprovechar la situación, y utilizar los muertos de nuestros valientes defensores para encauzar la opinión pública en tales tiempos de crisis, ¿verdad, Duncan?
—Por supuesto. —Jessup no se relamió por los pelos (aunque sí que se frotó las manos) ante tal perspectiva propagandística, ajeno al repentino brillo de rabia que apareció en los ojos de Parnell—. De hecho, es probable que seamos capaces de crear el equilibrio necesario para el futuro, si lo manejamos con cuidado. Algo muy diferente, sin duda, del creciente descontento existente en la actualidad.
—Entonces, de acuerdo —dijo Palmer-Levy—: lo que necesitamos es una guerra breve y triunfal…, y creo que todos sabemos dónde encontrar una. ¿Cierto?