Diez días sin escribir ni una sola palabra, diez días sin dictar ni una sola palabra a la cretense. Diez días de reflexión, diez atardeceres de bebida, diez noches de tristeza. Bomílcar me ha ayudado durante los días y atardeceres, Corina en las noches. Es extraño que algo sepultado en la memoria, algo ya perdido, llorado y aceptado, pueda volver a emerger y morder y desgarrar el hígado como un buitre; que lo muerto se levante, conjurado por objetos inertes.
Bomílcar me ha despertado esos recuerdos; lo bendigo, alabo, reprocho y maldigo. Deben haber recorrido un extraño camino, los dos objetos. Un esclavo los ocultó al morir Aníbal, salvándolos de los romanos y del rey Prusias; en el caos de la guerra entre el hijo de Prusias, aliado con Pérgamo y Capadocia, contra Farnaques de Ponto, el último sirviente de Aníbal consiguió sacar de Lybissa la carta y la espada, y llevarlas a Karjedón y Bizancio, y de allí a Peía, donde los entregó a un comerciante que me conocía y que guardó los objetos, pues no sabía dónde me encontraba. El esclavo murió en Peía. Y ahora, dos años después de la muerte de Aníbal, Bomílcar me ha traído todo.
Antígono Karjedonio, antiguo señor del Banco de Arena de Karjedón.
Oh Tigo, te escribo muy de prisa. He cogido el frasco que llevo al cuello; pronto besaré a Elisa por última vez. No sé a qué esperan los criados de Prusias y los acompañantes de los romanos. Tito Quinto Flaminio ha exigido en Nicomedea la extradición de un anciano.
Siete salidas subterráneas, hacia el mar y las montañas, y en todas brillan antorchas. Quiero poner fin al enorme temor de los romanos, que no son capaces de esperar ver morir en paz a un hombre viejo.
Oh Tigo, el largo día termina y comienza la noche de la que nadie regresa. Si dividiera mi vida en las horas de un día, tú estarías conmigo en todas las horas. Ha sido un buen día, no pasó en vano. Sólo los pobres de espíritu se lamentan por lo que no se podía alcanzar.
Nunca podré darte las gracias. Dale la espada a alguien que pueda empuñarla. Un abrazo.
Sólo las señas, incompletas, estaban en heleno; el resto, en púnico.
Mucho, mucho tiempo he contemplado la luna solitaria que entró en creciente la noche pasada. El mar brilla y se encrespa; sal penetra en las habitaciones. Hoy he preparado todo, he dispuesto todo, he aclarado todo lo turbio. Aristófanes de Bizancio, señor de la gran biblioteca, ha recibido los rollos escritos y los colocará en la sección correspondiente a Karjedón cuando estén terminadas las dos copias que ha mandado redactar. Cuando el último rollo esté escrito, Corina recibirá cien talentos y será libre. La casa, los negocios, los almacenes, los barcos, las casas en otras ciudades se las dejaré a los hijos de Memnón, que durante los dos últimos años han sido nietos extraordinarios y encantadores; padres de mis bisnietos, el mayor de los cuales tiene ya trece años. Quinientos talentos de plata en monedas de oro nos acompañarán a Bomílcar y a mi en el largo viaje, a nosotros dos y a la buena y última tripulación del último Alas del Céfiro. Navegaremos río arriba por el Nilo, hacia la miserable Kush, de allí seguiremos con arrieros de asnos, cruzando el desierto occidental y las montañas. Aristón nos espera bajo las estrellas del sur, en la sofocante jungla. Su reino, conquistado con la otra espada, la última, toca el sur del océano. Todavía habrá un puerto, una casa y vino en la playa, sal y olas. Luego vendrá la noche.
No obstante, no quiero dejar esta extensa obra sin un final adecuado. Los fragmentos escritos durante muchos años, las notas sin terminar, las cartas guardadas, todo lo he mejorado y completado con la ayuda y las bromas de Corina. En la obra se habla demasiado de una persona sin importancia llamada Antígono, de un presuntuoso comerciante y banquero cuyas alegrías y penas no interesan a nadie. Muy poco de Amílcar el Rayo y Asdrúbal el Bello; demasiado poco de Aníbal.
Lo que pensaba al principio, añadir el relato de mi juventud, es ahora ocioso y superfluo. Son acontecimientos de otra época, y fueron vividos por un hombre joven al que hace mucho tiempo que ya no conozco.
La carta, la espada, los recuerdos, despertados con la escritura, de la fortuna de la otra vez grande Kart-Hadtha, del más grande de todos los sufetes, de la preciosa Elisa y el crepúsculo de la hora del Carnero: juntos me entumecen la lengua y la pluma. Describir a fondo los acontecimientos sucedidos desde entonces hasta la muerte de Aníbal requeriría otros cien rollos de papiro, muchos días y más fuerza de la que poseo después de esta conmoción y entumecimiento. Doce años transcurrieron entre el final de la Primera Guerra Romana y la muerte de Amílcar, doce años entre la toma de Zakantha y la muerte de Asdrúbal en la batalla de Metauro; otros doce años, no menos intensos, han transcurrido desde la huida de Aníbal de Kart-Hadtha y su muerte en Lybissa. Doce años de proyectos de un gran hombre; proyectos grandes y realizables que se frustraron al chocar contra la fútil pequeñez de los reyes Antíoco y Prusias; doce años de lucha contra los bárbaros y sus cabecillas consulares y senatoriales, cabecillas de ladrones. En el país de los gálatas, un año después de la gran batalla del monte Sipylos, mataron a los hombres, violaron mujeres, pasaron a cuchillo a viejos y niños; dejaron con vida a una quinta parte de la población, y esas cuarenta mil personas fueron esclavizadas; las viejas ciudades reales, que los celtas gálatas no habían tocado, los palacios de Kroisos y Kyros, los templos de mil dioses, fueron destruidos y saqueados, como también lo fue ese mismo año la antigua y venerable Ambracia jónica. Y yo ni siquiera poseo una copia de la carta que Aníbal me mostró antes de enviarla a los rodios, aliados de Roma. Era una carta extremadamente sarcástica y punzante; reprochaba a los rodios su falta de lógica y les aconsejaba que, si querían que la Oikumene y ellos mismos se fueran a pique, en lugar de cerrar un tratado con los asesinos hijos de la loba sarnosa, debían hacerlo con todos los escorpiones, chacales, torpedos y murenas, las montañas escupefuego y los terremotos, las mareas y el granizo que azotan las cosechas, y todo lo que existe en el cosmos como encarnación de la barbarie y la infamia.
Si no fuera un viejo comerciante, sino un escritor refinado, reinventaría esa carta y la escribiría como clave y cifra de la vida de Aníbal, más o menos como Sosilos escribió el discurso de Aníbal a los hoplitas libios que habían saqueado una tienda en una ciudad itálica amiga. Sosilos escribió algo así: «Oh atrevidos héroes, audaces guerreros, los más valientes entre los valientes, indomables vencedores de las legiones, reflexionad y pensad que en esta elevada contienda necesitamos amigos que nos abran las puertas y los graneros para que podamos saciar nuestro hambre. Los nobles héroes agradecen esa amistad con un comportamiento decente y cortés. Como vuestro estratega, os ordeno y mando que de ahora en adelante abandonéis vuestras conductas innobles». Aníbal había ordenado efectivamente que los cuatro soldados devolvieran todo lo obtenido en el saqueo, dejaran la tienda como estaba antes y pagaran los daños de sus propias soldadas; luego añadió, dirigiéndose a los cuatro hoplitas y a todos los presentes: «La próxima vez que alguno de vosotros, culos de rata, no pueda tener los dedos quietos, lo azotaré y colgaré con mis propias manos».
Nada de eso. Absolutamente nada. Doce años, desde el año cincuenta y dos hasta el sesenta y cuatro de su vida. Lo que Aníbal proyectó y realizó en ese tiempo hubiera bastado a un hombre más pequeño que él para alcanzar la inmortalidad; en la historia, que pronto sólo será redactada por escritores romanos en toda la Oikumene, desde su punto de vista y con sus horribles instrumentos, todo esto empalidecerá ante las cosas que el mismo Aníbal hizo antes. Pero el señor de la gran biblioteca, Aristófanes de Bizancio, me ha instado a intentar, por lo menos, un breve resumen, para que mi obra no quede demasiado incompleta.
Hablaré con rapidez; Corina y Bomílcar se turnarán para escribir. Mucho vino, que avive la memoria y, al mismo tiempo, amortigüe los dolores del recuerdo. Dentro de dos noches habrá luna llena; dicen que el día siguiente a la luna llena es el día propicio para viajar.
Empezó la hora del Carnero. Asdrúbal regresó a Kart-Hadtha a bordo de una pentera romana; desde Lilibea el barco fue seguido por otros veinte, para ilustrar el mensaje del Senado. Pero el Alas del Céfiro ya había zarpado. Yo había recibido las cartas del traidor Sosilos y del romano Torcuato por la mañana, en el Banco de Arena. Preparamos todo en tres horas. Bomílcar alistó la partida y mandó subir a bordo las cosas que me eran más queridas —rollos de papiro escritos, fragmentos con anotaciones mías, la valiosa espada de Memnón. Y monedas—. Bostar y yo redactamos un tratado según el cual todos los bienes del banco y de sus empresas que se encontraban sobre territorio púnico pasaban a propiedad de Bostar. Él, dijo, quería observar los próximos acontecimientos y luego intentaría vender todo poco a poco para trasladarse a otro país. Pero los señores del Consejo y las musas del azar y la historia no lo quisieron así.
Aníbal y Bonqart se encontraban en el edificio del Consejo. Comprendieron de inmediato. Sin tomar grandes precauciones, entregaron la dirección de los asuntos oficiales a dos hombres del tribunal de los Ciento Cuatro. La mujer y los hijos de Bonqart se encontraban en Sikka; él no seria extraditado, pero sabía lo que le pasaría tan pronto Asdrúbal el Carnero y su gente, apoyados por espadas romanas, empezaran la gran depuración. Hacia el mediodía salió de la ciudad a caballo; unos días después llegó a Sikka, y con su mujer, sus hijos y los bienes transportables, acudió a Masinissa, quien lo recibió generosamente.
Aníbal cabalgó por la «lengua» hacia el sudeste. Yo le propuse que partiera conmigo a bordo del Alas y, una vez en Thapsos, enviara hombres de confianza a Elisa. Pero él albergaba ciertos temores y pensaba que a caballo, cambiando varias veces de caballo, llegaría más rápido a Byssatis.
Tenía razón; no obstante, llegó demasiado tarde. Asdrúbal el Carnero se sirvió de las almenaras construidas por Aníbal para, desde Kart-Hadtha, ordenar que se dirigieran a la finca de Aníbal a los esbirros de las patrullas ciudadanas de Thapsos, Acola y Kartudun; no a las guarniciones emplazadas en las fortalezas de esas ciudades, pues éstas estaban entregadas al antiguo estratega.
Los esbirros, armados y encabezados por un púnico llamado Mutumbal, llegaron en mitad de una noche. Cuando Aníbal llegó a su finca ya había pasado todo, los esbirros se habían marchado, la finca había sido saqueada e incendiada, seiscientos viejos soldados, mujeres, niños y ancianos habían sido muertos a espada.
Daniel fue colgado de los pies; después le habían abierto el vientre y lo habían dejado morir. Elisa… Espero que haya sucedido en este orden y rápidamente. Elisa, almendras y cinamomo y el viento de la noche golpeando en velas de seda, Elisa fue decapitada, le abrieron el vientre, sacaron al niño, un varón al que faltaba menos de una luna para nacer, y lo descuartizaron.
Aníbal llegó al Alas, anclado a unas leguas frente al puerto de Thapsos, en una pequeña barca. Llegó con cinco viejos hoplitas libios. Llegó con las entrañas convertidas en piedra. Y llegó con un tonel; éste fue atravesado con clavos; entre las púas gritó y gimió Mutumbal, el jefe de los esbirros. Zarpamos, y a mitad de camino entre Thapsos y Querquenna nos topamos con peces grandes y voraces. Dos horas después de la salida del sol atamos una cuerda de cuero alrededor del torso de Mutumbal y tiramos al esbirro por la borda. Lo sacamos varias veces del agua, pero se iba disminuyendo su cuerpo. Su muerte fue demasiado dulce y rápida; a primera hora de la tarde arrojamos a los peces los gimientes restos.
En el puerto de Querquenna flotaban mercantes. Y un barco de vigilancia púnico cuyo capitán ya sabía que se estaba buscando a Aníbal. El antiguo estratega y antiguo sufete subió a bordo del barco de vigilancia con un ánfora del mejor vino sirio e invitó a beber al capitán y los comerciantes. El sol era abrasador; se izaron las velas y se colocó un toldo sobre la cubierta de popa. Poco antes de la puesta del sol Aníbal se levantó y fue a buscar más ánforas; una vez a bordo del Alas dio la orden de zarpar. Cuando los mercantes y el barco de vigilancia pudieron volver a bajar las velas ya nos había envuelto la noche.
Roma se olvidó de mi; el banquero Antígono de Cartago se había convertido en el comerciante Antígono en algún lugar del Este de la Oikumene, y, como ya no asoldaba más ejércitos púnicos, había perdido toda importancia; por eso sería adecuado hacerlo desaparecer también de este resumen.
Aníbal se dirigió a Éfeso, donde Antíoco el Grande había reunido a la corte y la plana mayor y estaba deliberando, preparando, dejando de lado y transformando todos los grandes planes futuros. Antes el púnico se había detenido en Tiro, la madre de Kart-Hadtha; los fenicios lo honraron como al más grande hijo de su pueblo, lo agasajaron como a un rey, le rindieron todos los honores que Kart-Hadtha le había negado. Y lo aburrieron terriblemente.
Antíoco tenía la mirada puesta en la Hélade, en las ruinas de pequeñas ciudades que se hacían la guerra unas a otras y en ciudades marginales venidas a menos, como Esparta y Atenas. Dos años antes, legiones romanas bajo el mando de Quinto Flaminio habían aniquilado a la falange macedonia en Kinoskefalai, obligando a Filipo a cerrar la paz, pagar mil talentos de plata y entregar la flota macedonia. En Asia quedaban, además de numerosos pequeños Estados, la mayoría de los cuales estaban en parte o totalmente sometidos a los seléucidas, Bitinia, Pérgamo y Rodas, estado pequeño pero militarmente poderoso y protegido por una gran flota. El año anterior había fracasado un intento de Antíoco de tomar Kypros; y la tensión entre Roma y el seléucida se había intensificado al cruzar Antíoco el Helesponto con dirección a Tracia.
Antíoco recibió al gran estratega con honores; Roma tenía un nuevo motivo para inquietarse y temer. Rumores infundados habían hecho que la potencia militar más grande de la Oikumene occidental exigiera la extradición del sufete, que supuestamente se había puesto de acuerdo con Antíoco para luchar contra Roma; así, fueron los propios romanos quienes empujaron a Aníbal a la corte del soberano de la principal potencia militar del Este de la Oikumene, quien discutió con el púnico sus planes de guerra contra Roma. La sospecha hizo realidad el motivo de la sospecha.
Antíoco el Grande: demasiado pequeño para el nombre, pequeñísimo para aquel imperio y sus posibilidades. Dos años antes del asesinato de Asdrúbal el Bello había comenzado su reinado; cuatro años antes de la muerte de Aníbal, un año después de terminada la guerra contra los romanos, fue muerto durante el saqueo de un templo de Baal en Susa; ciertamente, un final regio y adecuado. Cuando Aníbal llegó a Éfeso, Antíoco gobernaba, no tiranizaba, sobre un sinnúmero de personas y territorios, desde el Helesponto hasta el mar Arábigo, desde el país de los judíos hasta las fronteras de la India: satrapías cuya lealtad hacia el soberano siempre debía ser puesta en tela de juicio. La riqueza del imperio beneficiaba al pueblo bastante más que en el Egipto lágida, donde todo el oro redundaba únicamente en provecho del rey; sin embargo, una muy buena parte del tesoro quedaba a disposición de los derroches de Antíoco. Derrochó a sus gigantescos ejércitos en absurdas guerras por aldeas construidas con hojas de palma y por pozos secos; no utilizó su oro para afilar las hojas de las espadas, sino para adornar los yelmos de sus jinetes; y, finalmente, en la única guerra sensata que emprendió desperdició los consejos, los planes y la ayuda del hombre que hubiera podido ganarlo todo para él.
Tres años pasados en Éfeso y otras ciudades y plazas fuertes del gigantesco imperio, tres años en los que Aníbal, primero, intentó persuadir al seléucida de no hacer la guerra contra Roma, y, luego, como Antíoco seguía empeñado en acudir a las armas, le aconsejó formas determinadas de dirigir la guerra. Antíoco era de miras estrechas; quería restablecer el imperio de Alejandro y unir a la Hélade, pero no veía que esa guerra tendría que realizarse en, y contra, Italia. Como antes los consejeros púnicos, tampoco Antíoco comprendía que una guerra contra Roma no podía limitarse a ser un enfrentamiento localizado.
Para preparar la gran campaña, Antíoco cerró una paz de mutuo acuerdo con Egipto y casó a su hija Cleopatra con el quinto Ptolomeo. Un año después de la huida de Aníbal de Kart-Hadtha, las tropas del gran rey cruzaron una vez más el Helesponto y conquistaron Tracia —los romanos se habían retirado a la Hélade el otoño anterior—. Enviados del seléucida cabalgaron a Roma, donde explicaron al Senado los planes de Antíoco: unir a los helenos sin constituir una amenaza para Roma. El Senado respondió que cualquier cosa que pasara en la Hélade era asunto de Roma, y no de un seléucida.
Más o menos en esa época, Aníbal envió mensajes a Kart-Hadtha con el tirio Harashty, llamado Aristón por los helenos; Asdrúbal el Carnero se enteró. Harashty pudo eludir la prisión y consiguió escapar de la ciudad. Gracias a él supimos más detalles de la situación en que se encontraban el banco y la fortuna bárcida. Todo había sido embargado, confiscado, puesto bajo la administración del Consejo. Habían incendiado el palacio de Megara, como antes hicieran con la finca de Byssatis; los negocios del banco serían liquidados en favor de la ciudad. Al viejo Bostar lo obligaron a realizar trabajos sucios; estaba bajo fuerte vigilancia, pasaron dos años hasta que pudo enviarme un mensaje por primera vez.
Pero el mal éxito del viaje de Harashty no preocupó especialmente a Aníbal; Kart-Hadtha y su importante poderío económico se pondrían del lado de Antíoco cuando Roma empezara a tambalearse.
Y éste era su nuevo, grande y convincente plan: Antíoco el Grande, libertador y conciliador de todos los helenos, desembarcaría en la Hélade y ocuparía y construiría posiciones de defensa contra un ataque romano. Aníbal y mensajeros nombrados por él harían el resto. Los campos del sur de Italia, devastados y desolados, yacían yermos o eran cultivados por esclavos; el levantamiento de esclavos producido en Etruria aún no había sido sofocado completamente; no tardarían en estallar levantamientos en Apulia, que podrían ser atizados. Las ciudades de Italia y Sicilia fundadas y habitadas por helenos murmuraban y refunfuñaban contra los opresores romanos. La guerra celta al pie de los Alpes aún no cesaba; los ilirios soñaban con recuperar la libertad. Pequeños levantamientos en Iberia podían, con el hombre y los medios adecuados, convertirse en una gran guerra. Roma dominaba sólo con la espada, pero las legiones eran tropas de ocupación odiadas incluso en los campos que rodeaban la ciudad, las brechas abiertas en la alianza latina se habían hecho aún más grandes y profundas después de la guerra contra Aníbal.
Y esto no era sólo una opinión de Aníbal; todos los espías y viajeros confirmaban estaba valoración: Roma se encontraba en peor situación que cuando Kart-Hadtha llamó a su estratega a Libia para que defendiera la capital. En Iberia, emisarios inteligentes provistos de suficiente dinero podían no sólo provocar un gran levantamiento, sino también reclutar soldados adicionales; lo mismo entre los celtas, ligures e ilirios. La flota seléucida para transportar a los mercenarios y como guardaflancos, diez mil soldados de a pie seléucidas, mil jinetes, unos cuantos elefantes y dos mil talentos para alistamientos o para tranquilizar a los italiotas, más posiciones defensivas firmes en la Hélade, capaces de frustrar un ataque romano rápido, y el hinchado monstruo militar que era Roma se rompería, reventaría, se desplomaría. Pero esto sólo se podía afirmar porque, por separado, todos los enemigos de Roma eran muy débiles, y entre éstos se encontraban también los latinos y etruscos.
Un gran plan, un proyecto atrevido y sencillo al mismo tiempo. Ninguno de sus puntos era inalcanzable o demasiado difícil de lograr; sin hacer llamar tropas de la parte oriental del imperio, sin reclutar nuevos soldados, Antíoco disponía de más de cien mil hombres en su ejército permanente; poseía bastante más dinero del que hacia falta para costear las propuestas de Aníbal. Pero no poseía ni la necesaria claridad de miras ni la indispensable grandeza de espíritu.
Y tenía malos consejeros. El incapaz estratega Thoas, quien lo ayudaba a perder rápidamente la guerra; un filósofo indeciblemente versado en cuestiones de arte militar, llamado Formión; otro charlatán cuyo nombre no está consignado. Éste afirmó una vez, con aplausos de la corte, que sólo un hombre con conocimientos universales podía ser un verdadero estratega. Aníbal rió y dijo que un estratega no se hacía únicamente contemplando las nubes y leyendo papiros, sino en el campo de batalla. Formión soltó una conferencia de una hora sobre el arte militar, que impresionó a todos sólo por lo incomprensible y extensa que fue. Finalmente, alguien preguntó al púnico qué tenía que decir al respecto. Aníbal tenía esto que decir: «A lo largo de mi vida ya me he topado con muchos charlatanes presumidos, pero éste los supera a todos».
Tras muchos titubeos y vacilaciones, Antíoco decidió poner en práctica el plan de su gran estratega Thoas y llevar a Aníbal únicamente como acompañante. El ejército marchó a la Hélade y tomó por asalto nombres altisonantes pero sin mayor importancia, en lugar de consolidar posiciones que pudieran ser defendidas. En invierno, Antíoco se hizo odiar por los helenos, debido a su arrogancia y afán de ostentación. En primavera se produjo el contragolpe romano.
Como Aníbal se encontraba con Antíoco, el Senado había supuesto que el seléucida dejaría en manos del gran estratega la conducción de la guerra. Quien no utiliza su arma más afilada, quien no quiere utilizarla, no debería empezar una guerra. Roma, en clara conciencia de sus propias debilidades y las enormes posibilidades del gran rey, pero, sobre todo, aterrada por tener que luchar nuevamente contra Aníbal, quien esta vez tenía a su disposición más y mejores medios; esta pobre, atemorizada y rapaz Roma había supuesto que Italia seria atacada de inmediato y había construido bastiones. Pero el ataque no se produjo; Acilio Glabro se dirigió hacia Iliria con las legiones, que de pronto ya no tenían que ocupar posiciones defensivas, marchó hacia Tesalia y aniquiló en las Termópilas al ejército de Antíoco, tres veces superior en número. Aníbal dio la enhorabuena al estratega Thoas después de la derrota. Considerando las fuerzas, dijo el púnico, él había visto ocho posibilidades de victoria y una de derrota; considerando el clima y el terreno, tampoco había visto más de una posibilidad de derrota, frente a once maneras de realizar fácilmente un cerco y obtener la victoria; que Thoas hubiera elegido la única formación de las tropas que conducía a perder la batalla era sin duda alguna una muestra de gran destreza.
Antíoco dio por terminada la guerra y se retiró de la Hélade. En lugar de salir en persecución de los romanos o autorizar por fin el desembarco de Aníbal en Italia, se enfrascó en pequeñas guerritas contra Pérgamo y Rodas. Nombró a Aníbal almirante; el maestro de la guerra en tierra tenía ahora que dirigir a la flota contra la potencia marítima más fuerte del Este de la Oikumene, Rodas. Sin embargo, Aníbal no estaba solo; él estaba al mando de una de las alas de la flota seléucida, y ganó su parte del combate. La otra ala, capitaneada por el protegido de Antíoco, Apolonio, fue hecha trizas y arrastró a la derrota a la parte victoriosa de la flota.
Un año después de la batalla de Tesalia, los romanos, comandados por Lucio Cornelio Escipión, asesorado por su hermano Publio, marcharon hacia Asia, tal como Aníbal había esperado y predicho. Antíoco, que entretanto había empezado a desconfiar de Thoas, no estaba dispuesto a entregar el mando de sus tropas al púnico; quería ganar renombre y grandeza, y quería hacerlo él solo.
El día anterior a la batalla, cuando la gigantesca masa de tropas marchó frente a su soberano, Antíoco se mostró entusiasmado por los yelmos dorados y penachos ondulantes de los catafractas, los petos adornados de oro de los soldados de a pie, las piedras preciosas engastadas en los pomos de las espadas de los oficiales, y dijo:
—¿No crees que los romanos tendrán suficiente con esto?
—Son terriblemente ávidos de botín —dijo Aníbal—, pero esto será suficiente incluso para ellos.
Dos horas después del inicio de la batalla, Aníbal se marchó al galope. Tras él quedó el gigantesco ejército del gigantesco imperio, derrotado por cinco legiones y unos cuantos miles de aliados procedentes de Pérgamo. En el puerto de Megiste el púnico recibió un mensaje del rey. Por lo menos una vez mostró Antíoco poseer una especie de grandeza. Hizo saber a su desestimado pero honrado huésped que Roma había exigido su extradición.
Aníbal pasó un breve período en Gortyn, Creta, donde se defendió contra la codicia de los cretenses guardando su dinero en deterioradas vasijas que dejó en el patio de su casa, mientras los gortinos dirigían su atención a las preciosas ánforas que —llenas con plomo— el púnico había confiado al templo para que las guardaran en un lugar seguro.
Fui a visitarlo allí, en un puerto sin nombre, en un triste día de otoño. Lo encontré por casualidad; su barco, un pequeño velero rápido, estaba listo para zarpar. Vasijas deterioradas fueron subidas a bordo, cretenses que haraganeaban por el puerto rieron al ver aquello. La taberna portuaria apestaba a caldo de ajo.
—¿Y ahora? —le pregunté cuando ya nos habíamos dicho todo lo que teníamos que decirnos.
Aníbal levantó el vaso, lleno por cuarta vez.
—El mundo se ha hecho pequeño, Tigo. Ahora que también Publio Cornelio opina que no habrá paz mientras yo me encuentre en libertad…
—¿Adónde puedes ir? Kart-Hadtha te entregaría; hasta han entregado unos cuantos barcos de guerra a los romanos, contra Antíoco. Iberia es romana, Macedonia te entregaría, lo mismo la Hélade. ¿Egipto? Egipto te entregaría apenas se lo pidieran los romanos. El imperio de Antíoco está cerrado. Ni siquiera puedes viajar a la India; tendrías que pasar por regiones seléucidas, donde no tardarían en apresarte.
Se encogió de hombros.
—El Ponto Euxino. Ya sabes que necesito el agua y la sal.
—Lo sé, igual que yo.
Llevó la mano a la empuñadura de su espada britana.
—Al final siempre quedará eso. Es mejor que reventar en un sótano romano como Sifax.
Su barco se dirigió hacia Armenia, donde el rey Artaxias, quien también era gobernador de Antíoco, estaba construyendo una ciudad. Pero el año siguiente Roma y Antíoco firmaron la paz; el seléucida entregó su flota y pagó quince mil talentos. Además, se comprometió a entregar a Aníbal apenas el púnico pisara suelo seléucida. Aníbal tuvo que huir de la Armenia seléucida; las ciudades del norte del Ponto Euxino, que pertenecían a Bizancio, Macedonia u otros amigos de Roma, le bloqueaban el paso hacia las estepas escitas. Satrapías seléucidas le impedían dirigirse hacia éste, hacia la India o aún más lejos. En el sur se extendían otras provincias seléucidas, además de Capadocia y Pérgamo, aliadas de Roma. Sólo le quedaba Bitinia, sólo el rey Prusias, quien finalmente lo envió en unas barcas apolilladas contra la flota de Pérgamo. Tras la sorprendente victoria, Aníbal marchó hacia el interior, examinó las plazas fuertes fronterizas, atrajo hacia una emboscada a un pequeño ejército del soberano de Pérgamo, Eumenes, y lo aniquiló. Los proyectos, los proyectos nuevamente atrevidos y siempre realizables… Pero Prusias quería la gloria para él mismo; depuso a Aníbal como comandante del ejército, lo envió a una bonita casa a orillas del mar en Lybissa, entre Nicomedea y Karjedón, y condujo él solo sus tropas a la derrota. Poco tiempo después llegó Tito Quinto Flaminio, y el más grande estratega, que ya no pudo escapar de ese cerco, besó por última vez a Elisa.
Oh Aristófanes, aquí tienes el final que querías. ¿No crees tú también que uno de tus historiadores lo hubiera hilado mejor, engarzado con más belleza, tejido con mayor solemnidad, escrito de forma más majestuosa? ¿Con arengas altisonantes, señor de la gran biblioteca; con espadas de fuego, elefantes dando coces, catafractas diarréticas? ¿Con un héroe resplandeciente que, doce años después de su huida de Kart-Hadtha, abrazara a la amada de cristal y, en la noche preñada de leones o bajo los dedos de rosa de Eos, dejara salir palabras aladas de su pecho palpitante? ¿Rodeado por la espuma de reyes ingratos, berreantes romanos, yermos bramidos?
Pero yo no quiero echar espuma por la boca ni sentirme airado. Cuando cumplí ochenta años, hace ya mucho tiempo, me puse en paz con los dioses, que nunca han existido. Envié al templo levantado al antiguo Amón en el oasis la espada mellada de Memnón, rota en tres partes. Ya no más rencillas con la mejor parte del cosmos, la real; también quiero hacer las paces con los hombres, que no existirán jamás. La otra espada…
El sol se pone, la luna llena ya se arrastra por el cielo como una mala comparación. Jugaremos con ella, Bomílcar y el Alas del Céfiro y la tripulación y yo; todos jugaremos. El mensajero de Aristófanes de Bizancio está esperando el último rollo; dice que mañana se celebrará una fiesta en la biblioteca, una fiesta de despedida para Antígono Karjedonio. Los hijos, nietos y nietas de Memnón y Qalaby, muerta prematuramente, me aguardan en el puerto del lago Mareotis. Ah, Qalaby, si aún estuvieras allí.
Corina apagará los candiles y abandonará la casa junto con el mensajero de la biblioteca. Los campos de Eleusis. Sus cien talentos, trescientos sesenta mil dracmas según el cómputo ptolomeico, la esperan en el Banco Real; he oído que la vida en Alejandría se ha encarecido mucho. Para vivir medianamente bien hace falta un dracma y medio al día. Corina, vivirás medianamente bien, pero no llores, escribe.
Ella apagará los candiles cuando la última palabra haya sido escrita. La licencia que hay que solicitar en Egipto hasta para respirar, la autorización para navegar con el Alas a través de los canales que conducen al Nilo y luego subir por éste hasta la primera catarata; también eso está concedido. El Alas está anclado en el puerto interior; será una buena travesía, con viento del noroeste que hinche la vela, con luna llena que tapice tierra y agua con escarcha de lágrimas. Y con la pobre alegría de un viejo comerciante que elude honores superfluos y dolorosas despedidas.
La espada de Ylán, forjada entre las Piedras Danzantes, en Britania: la espada de Aníbal, que debo entregar a alguien capaz de empuñarla. Bomílcar y Corina estuvieron de acuerdo tras largas vacilaciones y me ayudaron. Arrojaré al Nilo los cinco trozos de la espada; mañana.