15
Príncipe de la paz

Muchos inviernos habían sido mucho más agradables que ése, casi cinco años después de la muerte de Asdrúbal, previo al comienzo del decimoséptimo año de guerra. Y previo a la ya inaplazable decisión del conflicto. Los vientos, el aire y el mar volvían a tentar a Antígono; los asuntos de Kart-Hadtha y Libia prácticamente lo obligaban a ceder ante su pasión por el mar. Pero los bárbaros lo retenían. En el año en que Antíoco y Filipo cerraron un pacto contra Egipto y el comandante ptolomeico de Pelusión, Tíepolemos, derrocó al autor/tirano Agatocles en Alejandría, en el año en que se perfiló la quinta guerra entre Egipto y Siria y Antígono regresó de Arabia, Publio Cornelio Escipión ya llevaba un año en Libia. En Krotón, Aníbal, sin refuerzos y con tropas cada vez más reducidas, había vuelto a derrotar a otro ejército romano, pese a la gran superioridad del enemigo. El mundo empezaba a derrumbarse; el Consejo de Kart-Hadtha no comprendía que ya sólo un pilar sostenía a la ciudad, el mismo que la venía sosteniendo desde hacia años; que Italia había sido devastada por los propios romanos, que estaba cansada de la guerra pobre y desangrada; que Cornelio, después de haber conquistado Iberia, podía conquistar también Libia, Ityke, Hipu Akra, Tynes, pero que se estrellaría contra las colosales murallas; y que ese año, como todos los años desde Cannae, un poderoso ejército de refuerzo podía salvarlo todo.

El mismo Cornelio Escipión lo dijo varias veces durante ese desgraciado invierno. El romano había derrotado en Iberia a un ejército formado por hombres inexpertos y sin preparación, mandados por Magón y Asdrúbal Giscón, había puesto fin al dominio púnico en la península y, mediante un regalo y palabras bonitas, había convencido al masilio Masinissa de que se pasase a su bando. La hija de Asdrúbal Giscón, Sapaníbal, llamada Sofonisba por los romanos, se había casado con el masesilio Sifax, lo cual provocó que éste se pasase al lado púnico. Sifax y el hijo de Giscón reunieron un poderoso ejército de más de cincuenta mil soldados y lo perdieron todo debido a un ardid de Cornelio, quien empezó negociaciones con los púnicos y, en la noche, mandó prender fuego al campamento enemigo. Si la mitad de esas tropas perdidas hubieran sido enviadas a Italia…

—Naturalmente, él todavía podía forzar la situación, pero el Consejo los mandó llamar, a él y a Magón. Antígono observó al romano, de quien era anfitrión obligado. Los campamentos principales levantados en las cercanías de Ityke y de Tynes estaban más o menos a la misma distancia de la vieja finca. Ésta había salido indemne del desembarco de Régulo y de la Guerra Libia. Ahora daba albergue al comandante romano y a sus oficiales más cercanos.

—¿Por qué me miras con tanto escepticismo, heleno?

Antígono levantó la comisura izquierda de sus labios.

—Admiro tu talento y tus conocimientos, romano. Puesto que disfrutas de mi hospitalidad y no has destruido mi casa, no quiero arriesgarme a ofenderte con comentarios sobre tu manera de llevar la guerra. Pero soy curioso, como la mayoría de los ancianos; dime solamente esto: ¿qué harías tú en el lugar de los Señores del Consejo? Y, ¿qué si estuvieras en el lugar de Aníbal?

El romano estaba jugando con el vaso de cristal; los rayos del sol del atardecer y el color del vino, el brillo de los braseros y el mármol verde del tablero de la mesa se mezclaban en un punto de sombrío resplandor. El rostro casi helénico o etrusco, de ninguna manera tosco, de Cornelio, estaba relajado, casi un tanto alegre. Tenía treinta y tres años; Antígono pronto cumpliría sesenta y seis. El heleno, que había conocido a Régulo, Hannón el Grande, Amílcar el más Grande, Asdrúbal el Bello, Aníbal, Asdrúbal, Magón, Filipo de Macedonia y Ptolomeo Filopátor, respetaba a su ilustre huésped, sin tenerlo en mucho. El romano era culto, hablaba heleno con fluidez; era inteligente y había disfrutado de la mejor instrucción que puede recibir un general: duro de servicio en las legiones, participación en numerosas batallas perdidas entre Ticinus y Bradanus, suficientes posibilidades para aprender de las astucias y mañas del más grande estratega y no repetir los errores de sus propios comandantes; además de las intrigas y disputas políticas de Roma. Pero también era el hombre que había provocado inhumanos baños de sangre en Iberia —Kart-Hadtha, Orongis, Ilurgeia— sin que éstos tuvieran algún objetivo táctico o estratégico, y había encubierto las matanzas cometidas en Lokroi por Pleminio, su representante. Matanzas cuya desmesura había sido desaprobada incluso por el inconmovible Senado romano, y que habían sido investigadas en un proceso judicial.

—¿Qué hubiera hecho en el lugar de los Señores del Consejo? —Escipión arrugó la frente—. Probablemente hubiera intentado evitar el estallido de la guerra. Pero una vez desatada la guerra, hubiera enviado cada uno de los hombres disponibles, cada caballo, cada barco y cada óbolo a Aníbal.

Antígono advirtió la amabilidad del romano, que, en la conversación sostenida en heleno, nunca decía Karjedón o Cartago, sino siempre Kart-Hadtha —aunque la mayoría de las veces el sonido gutural se convertía en una kappa normal— y nunca decía Hannibas, sino Aníbal. El heleno, por su parte, evitaba llamar al romano Cornelio o Escipión.

No había mucho que hacer en ese invierno; Cornelio enviaba emisarios a Roma, a Sicilia, a sus campamentos, a Masinissa; preparaba las primeras campañas de la primavera, leía rollos de Antígono y disfrutaba de las largas entrevistas con el amigo de los bárcidas.

Antígono cuidaba de no sobrevalorar ese tipo de placeres y las ocasionales muestras de cortesía del romano; examinaba y sopesaba las cosas que podía decir sin delatar las posiciones y posibilidades púnicas. Su vida no corría peligro, de eso estaba seguro; Publio Cornelio podía asolar toda Libia y Kart-Hadtha, pero se llevaría a todos los personajes importantes cuando hiciera su entrada triunfal en Roma.

Nada más comenzar la involuntaria hospitalidad del heleno, Cornelio le había expresado su satisfacción de que el señor del Banco de Arena, conocido en Roma desde hacia más de cuarenta años, por haber sido un amigo importante de Amílcar y Asdrúbal el Bello, y ahora de Aníbal, hubiera caído en sus manos gracias a una afortunada casualidad. Una desafortunada casualidad, según la opinión de Antígono. Un intenso viento del oeste había obligado a Bomílcar a navegar de bolina hacia mar abierto; cuando el viento cambió de dirección, impulsó al sexto Alas del Céfiro hacia la costa que se extiende entre Ityke y Kart-Hadtha, donde se encontraba una pequeña flota romana. Bomílcar y la tripulación también se encontraban presos en la finca, como Antígono; el Alas servía a los romanos de correo.

—Sé —dijo Cornelio tras un largo silencio— que has hecho todo lo posible. Si estuviera en tus sandalias no me reprocharía nada. Pero ¿a los otros? —Levantó el vaso; sin aparente ironía, brindó por los funestos errores de los gerusiastas de Kart-Hadtha.

Oscureció. Antígono dio unas palmadas. Uno de sus esclavos —libio— entró en la habitación acompañado de un romano que se quedó en la puerta, con la mano en el pomo de la espada, mientras el esclavo encendía ocho candiles y otros tres braseros. Frente a la ventana a medio cubrir tremolaban las hogueras de la pequeña tropa que Cornelio había emplazado alrededor de la finca. Un viento suave del noroeste pasaba entre los cipreses y cubría con un perfume de sal, algas y vastedad el mal olor de las hogueras y braseros, fogones y hombres, caballos, letrinas y cerros de desperdicios.

—Sí. Hay algo que me reprocho.

La mirada de Cornelio había resbalado del rostro de Antígono al viejo arcón, cuyas figuras talladas parecían bailar bajo la trémula luz.

—¿Qué te reprochas, señor de la casa?

—No haber advertido antes la relación entre el comerciante Demetrio de Taras y Hannón, y no haberlas cortado con la espada.

La fugaz sonrisa del romano disipó las últimas dudas del heleno. Escipión carraspeó.

—¿Qué crees que hará Aníbal?

Antígono se encogió de hombros.

—No lo sé. No sé con qué fuerzas cuenta, ni dónde está Magón.

—En ninguna parte.

Antígono dejó el vaso; con violencia. Un poco de vino se derramó sobre el tablero de la mesa, que, bajo la luz mortecina de los candiles, ya no desprendía un brillo verdoso, sino negro.

—¿Quieres decir que…?

Cornelio asintió.

—Sé que soy un mal huésped. Pero sencillamente había olvidado decírtelo. Si. Magón está muerto. Murió en la travesía, en algún lugar cercano a Sardonia, a consecuencia de una herida.

Antígono cerró los ojos. Tres leones cuyos rugidos estremecerían al mundo… Ahora ya sólo quedaba uno con vida, el más grande de los tres. La muerte de Magón llenó al heleno de una incierta tristeza que se debía más a la ciudad y a Aníbal que a Magón. El Consejo lo había enviado a otra aventura insensata…, insensata realizada de esa manera y en ese momento. Cuando Iberia ya estaba poco menos que perdida, Magón y Asdrúbal Giscón alistaron a otros casi cincuenta mil soldados y arremetieron contra Escipión, cuyas experimentadas legiones no tuvieron mucho trabajo para deshacerse de los mercenarios recién reclutados. Después, Magón había viajado a la más pequeña de las islas Baleares, donde había ampliado un puerto natural y reclutado tropas que, por orden del Consejo, no fueron enviadas a Aníbal, sino al norte de Italia. Gracias a posteriores refuerzos procedentes de Kart-Hadtha —para Magón, tampoco esta vez para Aníbal— y al alistamiento de celtas y ligures, su ejército había llegado a tener veinticinco mil soldados de a pie y cuatro mil jinetes, además de diez elefantes y unas cuarenta penteras y trirremes. Pero fuertes tropas romanas tenían bloqueadas las carreteras del norte de Italia; era imposible abrirse paso hacia el sur y reunirse con Aníbal. El ejército equivocado en el lugar equivocado. Sin embargo, el Consejo dejó a Magón y sus hombres en Liguria, en lugar de llevarlos a Libia o Bruttium.

—¿Y su ejército?

—Una parte está con Aníbal. En Hadrimes. Otra parte continúa en los territorios celtas, bajo el mando de un púnico llamado Amílcar.

—Un buen nombre.

Los ojos de Cornelio brillaron.

—Uno de los mejores. Pero no todos los que lo llevan le hacen honor. Bien, ¿qué crees que hará Aníbal?

—No lo sé. Supongo que intentará reforzarse.

—Como sea, tiene un amigo inteligente. —Escipión yació el vaso y se levantó.

—Todos tenemos los amigos que merecemos. Y los enemigos que nos tocan en suerte. Sólo muy rara vez podemos elegir a nuestros amigos y enemigos.

El romano torció el gesto.

—Eso también es cierto. Demasiado cierto. Que pases una noche agradable, heleno, a pesar de mi presencia.

Antígono movió ligeramente la mano derecha. Cuando Cornelio hubo salido, el heleno volvió a llenar su vaso y se preparó para otra larga noche de insomnio y meditación. Escipión parecía sentir un enorme respeto, casi temor, por Aníbal, «él todavía podía forzar la situación». Antígono suspiró y pensó en los años desperdiciados, los hombres desperdiciados, los medios desperdiciados. Todavía el año anterior, quince años después del cruce de los Alpes, trece después de Cannae, todo había seguido al alcance de la mano. Las flotas púnicas, los ejércitos, el dinero… Y las extrañas bifurcaciones de la historia.

Sapaníbal, la hermosa hija de Asdrúbal Giscón, convertida en esposa del masesilio Sifax. El invierno anterior Asdrúbal y Sifax habían cercado a los romanos cerca de Ityke, habían entablado negociaciones en lugar de forzar la decisión, y luego todo se había perdido por la astucia de Cornelio y el fuego. Pero llegaron nuevas tropas, cuatro mil mercenarios libios; Asdrúbal reclutó libios, Sifax alistó un nuevo ejército en su reino, y pocas lunas después de la catástrofe de Ityke volvieron a tener más de treinta mil soldados. Cuando llegaron tropas experimentadas, Asdrúbal y Sifax ya habían vacilado y perdido todo; en lugar de dar instrucción a sus nuevos e inexpertos aliados, o, lo que hubiera sido mejor, enviárselos a Aníbal, a la devastada Italia, atacaron y volvieron a perderlo todo en la batalla de los Grandes Campos.

Kart-Hadtha destinó la flota, por fin, para algo que no era transportar refuerzos a los lugares equivocados. No se consiguió forzar a los romanos a levantar el sitio de Ityke, pero una parte de la flota romana pasó a manos púnicas o fue hundida. Y Sifax volvió a reclutar otro ejército; los masesilios aún no estaban agotados, ni mucho menos. Pero volvió a arriesgarse demasiado con soldados inexpertos; esta vez el mismo Sifax fue tomado prisionero. Su viejo enemigo mortal, Masinissa, lo utilizó como prenda para extorsionar a la capital masesilia, Kyrta; el mismo día en que ésta se entregó, Masinissa se casó con Sapaníbal, la esposa de Sifax e hija de Giscón. En parte, según se decía, encandilado por su belleza, en parte para impedir que la muchacha cayera en poder de los romanos. Pero Escipión sabía muy bien que el astuto númida tenía grandes proyectos en Libia para después de la guerra; ¿una unión del rey masilio con una de las grandes familias de Kart-Hadtha? Cornelio exigió que le entregara a Sapaníbal; Masinissa hizo que le llevaran veneno, para que ella misma decidiera. Sapaníbal decidió en contra de Roma.

Esto había sucedido a principios del otoño, antes de que Magón y Aníbal abandonaran Italia. Sifax prisionero, los romanos a las puertas de Ityke y Tynes, Kart-Hadtha aislada del interior, una mayoría del Consejo se pronunció a favor de la paz y envió una embajada a Cornelio. Se negoció un proyecto de tratado de paz, bajo estas condiciones: devolución de todos los prisioneros y desertores, retirada de los ejércitos del sur de Italia y Liguria, renuncia a Iberia, renuncia a todas las islas situadas entre Italia y Libia, entrega de todos los barcos de guerra, excepto veinte, pago de cinco mil talentos de plata, entrega de rehenes. Se enviaron emisarios a Roma, donde el Senado y la Asamblea Popular aprobaron el tratado.

Mensajeros púnicos y romanos regresaron a Libia. Entonces tuvo lugar el siguiente de tantos actos incomprensibles, monstruosos e insensatos que había realizado el Consejo púnico durante la guerra. Una tempestad arrastró varios veleros mercantes romanos a la bahía de Kart-Hadtha durante el período de tregua, mientras se esperaba el regreso de los emisarios con la decisión de Roma. Entretanto, el ejército de Aníbal y lo que quedaba de las tropas de Magón ya habían desembarcado en Libia; el Consejo de Kart-Hadtha decidió apresar los barcos romanos, que habían encallado. Un grupo de emisarios de Cornelio no fueron escuchados y hasta se les amenazó.

De todo aquello Antígono sólo conocía lo que Cornelio había querido contarle, pero no desconfiaba de la veracidad del informe. Los sucesos eran tan increíbles que Publio Cornelio Escipión no podía habérselos inventado. Así pues, la paz negociada y pactada había sido revocada. Hannón el Grande y el nuevo futuro hombre de los «Viejos», otro Asdrúbal, apodado —Antígono no podía comprender por qué— el Carnero, se habían ocupado de que, por lo menos, los embajadores romanos abandonaran la ciudad ilesos. Por primera vez, en cuarenta y cinco años, Antígono estaba de acuerdo con una medida tomada por Hannón.

Antígono repasó los acontecimientos una y otra vez durante ésa y muchas otras noches; una y otra vez remontó su memoria a la Kart-Hadtha de su niñez, a la Iberia de Amílcar, a las negociaciones que llevara Asdrúbal el Bello antes de cerrar el Tratado del Iberos, a los inextricables, despiadados y sangrientos años de guerra. Los consejeros de la antigua ciudad… Hasta el último momento, una parte de las tropas y medios, que en vano habían dejado de utilizarse en Italia y se habían desperdiciado en otros lugares, hubieran podido alcanzar la victoria en Italia de haber estado bajo el mando de Aníbal; a pesar de haberse perdido Iberia, a pesar del cerco romano a Kart-Hadtha. Y ahora se había implorado la paz, se había conseguido y se había rechazado, con desmedida soberbia y confiando en el estratega que durante todos esos años había sido admirado, temido y abandonado a su suerte. Supuestamente, según informadores de Cornelio, al desembarcar en Hadrimes, Aníbal había manifestado a los enviados del Consejo que estaban locos; a la exigencia de éstos de que emprendiera algo inmediatamente contra los romanos, Aníbal había respondido con el siguiente comentario: «Primero habéis impedido la victoria durante años con vuestra estupidez y avaricia; después habéis desperdiciado la paz. Lo que suceda a partir de ahora ya no está en manos del Consejo de Kart-Hadtha, ni de los Ancianos o los Jueces. Lo que suceda a partir de ahora sólo está en manos de tres: las armas, Publio Cornelio Escipión y vuestro estratega».

Además de dar vueltas a muchos otros pensamientos y conocimientos, las turbulentas noches de insomnio de Antígono giraban una y otra vez en torno a tres puntos, a tres agujeros formados en su cosmos: Publio Cornelio Escipión; la flota; Hannón.

Cornelio era un hombre tenaz, duro, inteligente. Después de todo lo que había visto durante casi medio año de cautiverio, Antígono estaba dispuesto a colocar al romano al mismo nivel que los oficiales más capaces de la incomparable plana mayor que poseyera Aníbal en los primeros años de la guerra: Maharbal, Muttines, Asdrúbal el Cano; quizá también Magón. Pero Cornelio disponía de ocho legiones, además de los hombres de Masinissa, probados en batalla desde hacia años. ¿Qué podía oponer Aníbal a eso? ¿Soldados viejos y reclutas recién alistados del agotado interior libio? Los romanos no lucharían únicamente por la victoria, sino también por el dominio de la Oikumene, y por sus vidas; las tropas de Aníbal siempre podían huir en caso de una derrota, y el objetivo más ambicioso que tenía para ellos la última batalla era conseguir una paz honrosa, una libertad honrosa para Kart-Hadtha.

La flota era algo que atormentaba al heleno. Por lo visto, los romanos temían a los barcos de guerra púnicos, que durante toda la guerra sólo habían entrado en combate una vez: el año anterior, frente a la costa de Ityke. La flota púnica debía ser mucho más numerosa de lo que Antígono había supuesto hasta entonces, pues, de no ser así, ¿cómo se explicaba que dos ejércitos púnicos emplazados en Liguria y Bruttium hubieran conseguido llegar a Libia sin ser molestados? ¿Qué pasaría si ahora el Consejo…? Pero el Consejo no lo haría, ni ahora ni nunca.

Por más largas que fueran esas noches de insomnio y por más insomnes que fueran esas largas noches, todo el odio que Antígono era capaz de sentir, todo el rencor que, a pesar de la repugnancia y las náuseas que le provocaban los romanos, jamás había albergado, se dirigían contra los Señores del Consejo de Kart-Hadtha, contra su sede de riquezas, su avaricia, sus intrigas, su infinito derroche de hombres, medios, posibilidades. Y en el centro de ese odio monstruoso, que se hacía cada vez más intenso y frío, se encontraba Hannón. Hannón el Grande; Antígono pensaba que no haberlo matado aquella vez, en lugar de matar al desgraciado esclavo, era el error más grande que había cometido en toda su vida, quizá el peor error de toda la historia de Kart-Hadtha. Y ahora estaba convencido de que su segundo gran error había sido no instar a Amílcar y Asdrúbal el Bello a tomar el poder por la fuerza después de la Guerra Libia. Eran cenizas pasadas, pero esas cenizas todavía revoloteaban en el aire para caer cubriendo la cabeza del heleno.

Llegó la primavera, y después el verano. Cornelio Escipión pasaba la mayor parte del tiempo fuera, pero de vez en cuando regresaba a la finca, que quedaba fuertemente vigilada incluso durante su ausencia. Los esclavos, sirvientes y arrendatarios de Antígono podían labrar los campos situados dentro de los limites determinados por los puestos de vigilancia romanos; ya no había ganado que cuidar. En un primer momento, de mala gana, luego ya resignado a lo irremediable, el heleno comía con los oficiales romanos del ganado que los hombres de éstos traían del interior. La antigua ciudad libiofenicia de Ityke resistía el sitio; lo mismo Kart-Hadtha, aunque —si los informes de los romanos eran fiables— con dificultades.

El campamento levantado en las inmediaciones de Tynes y las patrullas romanas habían provocado que el istmo fuera abandonado por sus habitantes; los sembrados y huertos contribuían a alimentar a los romanos. Como en los peores días de la Guerra Libia, casi setecientas mil personas se apiñaban tras las colosales murallas de Kart-Hadtha; la ciudad padecía estrechez y nerviosismo, que derivaban en saqueos y enfrentamientos cuando los saqueadores, llevados por el hambre, la codicia o la locura, asaltaban palacios urbanos defendidos por los guardas de los ricos. Antígono esperaba que su hermana Argíope se encontrara en Megara, con su vieja amiga Salambua, detrás de las murallas del palacio bárcida. Cuando los romanos desembarcaron en Libia, Argíope se encontraba casualmente en la ciudad, y no había regresado a la finca.

Con permiso de Cornelio, Antígono había podido avisar a Bostar, que seguía con vida, y Bostar había confirmado parcamente haber recibido el aviso. Pero Escipión se negaba a dejar a Antígono en libertad o a permitirle dirigirse a la ciudad con una escolta. El heleno era uno de los hombres a los que Escipión llevaría en su entrada triunfal a Roma en caso de producirse la derrota y destrucción total de Kart-Hadtha; y en caso de que la metrópolis púnica y sus alrededores no fueran destruidos, sino transformados en una provincia romana, el señor del Banco de Arena sería importante para la reconstrucción del país y el comercio.

Había otro motivo para no dejarlo marchar, motivo que Antígono fue deduciendo poco a poco de fragmentos de conversaciones: el miedo. En un primer momento, al heleno le había resultado difícil percibir ese miedo, o considerarlo fundado. Pero a medida que pasaba el año, más nítido se hacia a sus ojos el perfil del miedo romano. Miedo provocado, sobre todo, por Aníbal, quien, con escasos medios y un pequeño ejército, había dominado Italia durante quince años, había vencido a numerosos cónsules, había amenazado a Roma y, finalmente, se había retirado imbatido. En segundo lugar, Cornelio sabía muy bien en qué estado se encontraban los territorios que rodeaban el mar: Iberia ocupada, pero intranquila; pequeñas unidades púnicas y celtas levantiscos en el norte de Italia; brechas difíciles de cubrir en la alianza latina; el sur de Italia desolado, ciudades destruidas, campos y sembrados sin cultivar; Roma tenía que apostar legiones en todas partes para evitar por la fuerza el desmoronamiento de su imperio, incluidas Sardonia, Sicilia y Kyrnos. El último censo había vuelto a subir a doscientos catorce mil ciudadanos capaces de portar armas, pero esa cifra era una ilusión. Más de la mitad de los hombres hábiles para el combate, entre ellos una parte de las legiones apostadas, no podían servir en el ejército, sino que tenían que reparar los daños, mantener un mínimo vital de la producción agrícola, hacer frente a bandas de incendiarios que azotaban Italia o completar el contingente de plazas fuertes y tropas de ocupación de ciudades, para impedir que estallaran levantamientos en Sicilia y las regiones italiotas. Las aproximadamente veinte legiones —el heleno no conocía cifras exactas— apostadas en Iberia, Italia, la Galia itálica, Sicilia, Sardonia, Kyrnos y Libia —las de Escipión— representaban todo lo que Roma podía ofrecer. Poco a poco podían reclutar unas pocas tropas más, pequeñas cantidades de refuerzo para Escipión. Quizá el ejército de éste podía aumentar de ocho a diez legiones en un año; pero Roma estaba agotada, desangrada, y las vías de comunicación que la unían con Cornelio eran demasiado extensas. Kart-Hadtha, por el contrario, parecía disponer de una gran flota, que no aprovechaba; las aldeas del interior, ocupado por los romanos, ya no podían suministrar a la ciudad alimentos ni hombres, pero no parecía haber problemas de abastecimiento; Kart-Hadtha era aprovisionada por vía marítima. Esto no sólo significaba que la flota romana era demasiado débil para bloquear la ciudad, sino también que el este y el sur del territorio libio seguían libres: y allí se encontraba Aníbal. Las arcas del tesoro púnico podían estar vacías, pero la riqueza de Kart-Hadtha no estaba agotada, ni mucho menos.

Y, como durante tantas décadas, a lo largo de dos guerras y épocas de paz, los Señores del Consejo púnico habían juzgado equivocadamente a Roma, midiendo, con su propia y moderada medida de dureza, la tenacidad y la exclusiva voluntad de dominio y ansias de poder de Roma; así Publio Cornelio Escipión contaba ahora con que los púnicos adoptarían medidas que se correspondían con la manera de pensar romana. Medidas como éstas: momentánea subordinación de todo y todos a un solo hombre, como Roma se había puesto en manos de los dictadores Fabio Máximo y Junio Pera. El dictador púnico sólo podía llamarse Aníbal, él reuniría a las tropas dispersas, obligaría a los ricos a entregar dinero al tesoro público, reclutaría a, por lo menos, cincuenta mil hombres de la ciudad capaces de portar armas, y mandaría traer otros tantos de los territorios libios más alejados. Los masesilios no estaban derrotados; el hijo de Sifax, Vermina, parecía estar reuniendo nuevas tropas, y el aliado romano, Masinissa, estaba tan ocupado ordenando sus reclamaciones que sólo podía enviar al combate a unos cuantos miles de hombres, no a un ejército poderoso.

Ese aspecto presentaba la situación, si no era contemplada con los ojos de los consejeros púnicos. Los Trescientos, «Viejos» y bárcidas, habían demostrado su incapacidad tanto para la guerra como para la paz. Antígono no dudaba ni por un instante que el ejército de Cornelio, aun reforzado por Masinissa, seria hecho trizas, seria convertido en nada si Kart-Hadtha daba a Aníbal todas las posibilidades de actuar. Masinissa había cerrado una vez una alianza con Asdrúbal Barca, no con Kart-Hadtha; si se producía una victoria púnica, el masilio buscaría un arreglo y una alianza con Aníbal, el hermano del amigo muerto. Escipión lo sabía; el romano también sabía que unos años después de su triunfo en Iberia los pueblos íberos echarían de menos el tenue dominio púnico y volverían a levantarse inmediatamente; y que Roma no sobreviviría a un nuevo desembarco del gran estratega púnico en Italia. En ese punto de su reflexión, Antígono comprendió también por qué el romano hacia vigilar tan de cerca al meteco púnico. Antígono había forzado algunas decisiones del Consejo, una vez mediante su propia comparecencia en una sesión, y otras veces mediante conversaciones privadas con consejeros. El heleno no podía saber qué estaba ocurriendo exactamente en Kart-Hadtha, pero, por lo visto, Escipión sabía lo suficiente como para temer que el señor del Banco de Arena pudiera provocar el gran giro final.

Antígono no compartía ese temor, que para él hubiera sido una esperanza. En el año de la batalla de Cannae, él había predicho que la derrota se produciría cinco o seis años después. El sorprendente arte de Aníbal había podido más que las absurdas decisiones del Consejo púnico. Ahora, catorce años después de Cannae, cinco años después de la muerte de Asdrúbal, cuatro años después de la pérdida de Iberia, esta despiadada guerra todavía podía ganarse. Publio Cornelio Escipión tenía razón. Pero no tenía de qué preocuparse; los romanos no tenían de qué preocuparse. Ahora, igual que hacía diez, quince o cincuenta años, podían confiar en el Consejo y la Gerusia de Kart-Hadtha.

Una noche de principios del verano, tras una larga y angulosa conversación, Cornelio destapó el recipiente lleno de frescas cañas de escribir que había sobre la mesa de Antígono. Pidió permiso con una mirada; luego sacó las cañas y pasó las yemas de los dedos sobre el cascarón adornado y labrado.

El huevo de avestruz estaba bañado en oro por dentro; por fuera mostraba imágenes extraídas de las crónicas de viaje del gran marinero Hannón: la humeante Montaña de los Dioses, los peludos salvajes a los que había llamado gorilas, cuyas pieles había regalado al templo de Baal, la fundación del poblado de la isla Kerne. Eran diminutas imágenes de casi dolorosa nitidez. Faltaba la cuarta parte superior del huevo; el borde parecía un tosco ribete de púrpura, pero también estaba labrado. El huevo estaba colocado sobre un finísimo pie de oro repujado en forma de zarcillos. Zarcillos y flores de plantas fantásticas.

—¿Cómo hacéis esto? —murmuró el romano—. Es maravilloso, en toda Italia no hay algo que pueda comparársele.

—Te lo regalo, por tu honrosa paz con Aníbal; una paz que nos traerá aire para respirar y tiempo libre para labrar objetos como éste.

Cornelio volvió a dejar el cascarón sobre la mesa.

El verano transcurrió con pequeñas escaramuzas. Un poblado ocupado aquí, un barco capturado allá. Pero Kart-Hadtha no puso en acción a la flota. Ityke continuaba sitiada, el campamento romano de Tynes no fue atacado. Hannón el Grande y Asdrúbal el Carnero no podían enviar otra embajada de paz, pero intentaban evitar la rendición absoluta de la ciudad y el envío de todos los medios a Aníbal. Tikeos, rey de los númidos areacos, se presentó ante Aníbal con dos mil jinetes; en el Oeste de Libia, Vermina, el hijo de Sifax, se puso en marcha con un poderoso ejército, rumbo al campamento del estratega.

Publio Cornelio Escipión dejó la finca; esta vez definitivamente. Y se llevó consigo a Antígono. La batalla que decidiría la guerra estaba a punto de producirse. Aníbal había dejado Hadrimes, en la costa oriental, y había marchado hacia el interior, hacia las fértiles llanuras de Zama. Cornelio tenía que actuar con rapidez. Antígono no sabía qué estaba ocurriendo en Roma y en Kart-Hadtha, pero de algunas frases poco claras de Escipión se infería que, después de un año de inactividad, el Senado podía entregar a otro estratega el mando de África —como los romanos llamaban a Libia—. A ese problema de ambición se sumaba el problema de la manera de llevar la guerra: aunque con medios limitados, al parecer Aníbal disponía de un ejército poderoso que durante el invierno podría cortar las vías de abastecimiento romanas, sitiar a los sitiadores de Ityke y Tynes, acorralarlos y dejarlos sufrir hambre. Y, según sus conocimientos de la manera de ser púnica, Antígono suponía que en Kart-Hadtha reinaban el nerviosismo, la escasez, la impaciencia; que Aníbal preferiría una larga guerra de desgaste a una batalla decisiva, pero que tendría que contar con que mientras se prolongara el estado de indecisión, más consejeros y ciudadanos se pondrían de parte de Hannón el Grande y Asdrúbal el Carnero, quienes no tenían ningún oponente bárcida de su talla y pedirían la destitución del estratega y la paz a cualquier precio. Precio que tendría que ser mayor que el estipulado en el tratado roto por el Consejo.

Mensajeros, incesante ir y venir de mensajeros. Vermina se acercaba, pero todavía estaba bastante lejos. Masinissa venía, no venía, si venía. Un emisario de Aníbal: el estratega proponía una entrevista. Cornelio titubeó; al día siguiente llegó una avanzada de Masinissa, pero el masilio no venía con los veinte mil jinetes esperados, sino con sólo seis mil soldados de a pie y cuatro mil jinetes. Romanos y númidas marcharon hacia Zama. Antígono cabalgaba entre la plana mayor de Cornelio, como prisionero vigilado. Varias veces intentó hablar en secreto con Masinissa; pero Escipión parecía intuir o ver todo, y se ocupó de que el heleno y el númida nunca se quedaran a solas.

Llegaron a Naraggara un día seco y cálido; Escipión envió un mensajero a Aníbal, estipulando sus condiciones, el lugar y el momento para una entrevista. El púnico y su ejército dejaron Zama y montaron su campamento a tan sólo seis mil pasos de los romanos.

Prácticamente nadie durmió esa noche. Al atardecer se produjo una airada discusión entre Masinissa y Escipión. Antígono había dicho en presencia del númida que ambos generales debían presentarse unidos a la entrevista con Aníbal. Al oír esto, Cornelio hizo llevar al heleno a una tienda, bajo férrea vigilancia. Por la mañana, una mañana descolorida tras una noche en blanco, en la que sólo el nombre del estratega púnico había mantenido despiertos a casi todos los romanos, un Cornelio Escipión pálido comunicó al heleno quiénes irían a la entrevista.

—Masinissa se queda aquí. El púnico podría enredarlo. Pero tú vienes conmigo. Antígono casi deja caer el vaso. En el campamento romano había amarga cerveza floja para desayunar.

—¿Qué?

Escipión asintió.

—Como intérprete.

—No hace falta un intérprete. Tú hablas la coiné, Aníbal también. Además, él sabe latín.

—Tú vienes conmigo.

Se encontraron en el centro de la amplia superficie que separaba ambos campamentos. Durante el lento acercamiento, Aníbal vaciló un momento, probablemente al reconocer al heleno. Cuando estuvieron frente a frente ya no podía verse ninguna señal de sorpresa o temor. El rostro del estratega, que llevaba un parche negro en el ojo, parecía haber sido tallado en mármol con delicadas herramientas.

—Nada de traición, muchacho —dijo Antígono—. Me tienen prisionero. —Quiso estirar los brazos para abrazarlo, pero Cornelio lo detuvo y señaló el suelo.

—Tienes un amigo muy fiel y discreto, gran púnico. Me temo que sabe más de mí que yo de él. —Escipión hablaba en heleno.

Aníbal se echó el sencillo yelmo redondeado un poco hacia atrás y se sentó en el polvoriento suelo. Frente a la brillante armadura del romano —coraza adornada, yelmo alto con un penacho rojo, capa roja de general— el peto de cuero revestido en bronce de Aníbal se veía muy pobre. Pero donde el púnico se sentaba era el centro de la llanura, de Libia, de la Oikumene.

—Ave. —Fue todo lo que dijo Aníbal; observó los ojos del romano, doce años más joven que él.

Escipión entrelazó los dedos sobre el regazo; Antígono, a su lado, observó los blancos nudillos.

—He esperado mucho tiempo este encuentro —dijo el romano—. Enfrentarme a ti con la espada o con palabras.

Aníbal inclinó ligeramente la cabeza.

—Vuestros dioses y los nuestros, el azar y el transcurso de los acontecimientos no han permitido que nos encontremos antes. He estado deseando verte desde tu grandiosa conquista de la nueva Karjedón, en Iberia. Sin espada, Cornelio; no necesitamos medirnos. La Oikumene sabe que ambos somos igual de grandes.

Los bramidos de los elefantes del campamento de Aníbal llegaban diluidos a través del aire caliente y sin viento. La mirada de Escipión pasó por encima del púnico.

—Tendremos que medirnos, mañana. Si no conseguimos llegar a un acuerdo.

Aníbal sonrió; sus manos descansaban sobre sus rodillas.

—Dos grandes ejércitos —dijo a media voz—. Dos buenos estrategas. Cuando ninguno de los dos es superior, sólo el azar puede decidir el resultado, sólo el favor de lo imponderable. ¿Quieres poner a tus hombres, la suerte de Roma y el futuro en manos del destino, de un juego de azar? Yo estoy dispuesto a aceptar cualquier acuerdo justo.

—Hace veinte años teníais uno, debisteis observarlo entonces, púnico. Fuiste tú el que atacó Saguntum, una ciudad aliada de Roma.

—Sabes tan bien como yo, Cornelio, que el estratega de entonces, Asdrúbal, y vuestro gran Fabio habían cerrado un tratado según el cual todos los territorios al sur de Iberos pertenecían a los púnicos. Y que vuestra alianza con Zakantha, ciudad situada al sur del Iberos, fue pactada varios años después de la firma de ese tratado. Así pues, fuisteis vosotros los primeros que rompisteis el tratado.

Escipión separó los dedos entrelazados y estiró los brazos.

—Quinto Fabio Máximo, Padre de la Patria y Escudo de Roma, murió el año pasado. Hablemos del presente, púnico.

—El presente sólo puede soportar el edificio del futuro cuando al disponer los cimientos se pueden reconocer y reparar las carencias y grietas del pasado.

Cornelio hundió los dedos de la mano derecha en el suelo seco.

—No somos arquitectos, púnico, sino soldados. Hablemos sobre la guerra y su final.

Aníbal se encogió de hombros.

—Preferiría que nosotros, los dos estrategas más grandes y famosos, decidiéramos convertirnos hoy en Príncipes de la Paz. Mientras el mundo exista y los hombres posean memoria, nuestros nombres serán mencionados constantemente, púnico.

Si se produce una batalla, nada cambiará para las estrellas, los dioses y los hombres que vengan después de nosotros. Tu victoria mañana, mi victoria mañana, ni la una ni la otra podrán aumentar o reducir nuestra gloria. Por eso no debemos hablar del final de la guerra, sino del comienzo de la paz.

El comerciante, el regateador, el persuasivo Antígono estaba sentado inmóvil, apenas se atrevía a respirar. Aníbal había advertido todo con unas cuantas miradas y las pocas palabras del romano: ambición y ansias de gloria. Cornelio podía mostrarse complaciente ante cualquier otro adversario, pero no ante el más grande.

El futuro de Roma, la decadencia o el dominio de la mayor parte de la Oikumene, nada de eso importaba al romano. Y Aníbal parecía querer realmente la paz, casi a cualquier precio. Antígono pensó en la embajada de paz llevada por Cartabón después de la batalla de Cannae. Casi sin darse cuenta, dejó escapar un suspiro; Escipión lo miró enfadado.

—Guarda silencio, heleno.

Antígono se esforzó por esbozar una sonrisa.

—El intérprete tiene derecho a suspirar, pues no tiene nada que hacer.

Cornelio se encogió de hombros.

—Es igual. ¿Cuáles son tus condiciones para la paz, púnico?

Aníbal levantó una mano, mostrando la palma al romano.

—No tengo condiciones que imponer, Cornelio. Sólo quien es superior puede imponerlas. Entre iguales se deben expresar deseos y buscar una conciliación.

—Sea cuales fueren esos deseos y esa conciliación, Aníbal, seria difícil explicárselo a mis soldados. Hemos derrotado a todos los ejércitos púnicos de Iberia y África, y conmigo hay muchos legionarios que aún eran niños pequeños cuando sus padres murieron en el lago Trasimeno o en Cannae. Quieren venganza, no un acuerdo.

—Conmigo, romano, hay muchos hombres que obtuvieron la victoria en el lago Trasimeno y en Cannae. Te vencieron a ti y a tu padre en el Ticinus; en esa época todavía eras un muchacho. Aniquilaron a Flaminio, mataron a Emilio Paulo, enviaron a Claudio Marcelo a sus antepasados. Tus hombres sólo conocen su propia fuerza y a adversarios débiles; los míos saben que las legiones romanas pueden ser vencidas. —Aníbal titubeó; luego extendió ambas manos, con las palmas hacia arriba—. Piensa una cosa, romano: has ido rápidamente de victoria en victoria, favorito de vuestro Marte, las estrellas y los soldados. Tu padre y su hermano fueron grandes, pero hoy tú eres ya el más grande estratega que Roma haya tenido jamás. Se te pondrá en el mismo grupo que a Jerjes y Darío, Temístocles, Alejandro, Pirro y, sin ninguna duda, también Aníbal y Amílcar. Si se produce una batalla y vences, tu gloria no aumentará. Pero si, pudiendo pactar una paz justa, te decides por la batalla y pierdes todo, se dirá: era tan grande como Alejandro y los otros colosos, pero no conocía los límites entre la audacia y aquella locura que los imprudentes confunden con el valor.

El romano guardó un largo silencio. Finalmente, dijo en voz muy baja:

—¿Qué pides, qué propones?

—Italia, Iberia y todas las islas para Roma, ahora y para siempre. Karjedón se compromete a no provocar ni aprovechar problemas en esas regiones, nunca. Entrega, inmediata y sin pago de rescate, de todos los prisioneros. Entrega de rehenes, si los quieres, incondicionalmente. Un tratado en el que Roma renuncie a intervenir en Libia. Reconocimiento de tu aliado Masinissa como soberano de los masilios, y fijación de fronteras sagradas entre su reino y las partes púnicas de Libia. Comercio libre para todos y con todos. Karjedón pagará una cantidad determinada por ti mismo para la reconstrucción de Italia, que, dicho sea de paso, no ha sido devastada por púnicos. Karjedón sólo conservará los barcos de guerra necesarios para proteger nuestras costas, y tantos soldados como requiera la defensa de nuestras fronteras. Karjedón prestará ayuda militar a Roma en todas sus guerras futuras, como amigos y aliados, no como subordinados. A excepción de guerras contra ciudades o pueblos con los que tengamos alianzas.

—Por una parte, es poco, por otra, es más de lo que se acordó el año pasado, antes de que tu gente rompiera la tregua y el tratado.

Aníbal asintió.

—Son unos estúpidos insensatos; yo se lo dije. No puedo pedir disculpas por los obcecados del Consejo, Cornelio; sí por el pueblo engañado.

Escipión se rehusó moviendo los dos brazos.

—Todo lo que ofrezcas y todas las disculpas que des serán siempre demasiado poco.

—¿Qué exiges, romano?

Publio Cornelio Escipión respiró hondo.

—Todo, púnico. Karjedón entrega la flota, a excepción de diez barcos. Karjedón no volverá a hacer la guerra jamás, en ningún lugar y contra nadie. A menos que Roma lo autorice. Karjedón no mantendrá ningún ejército y devolverá a Masinissa todas las regiones que una vez pertenecieron a él y a sus predecesores. Karjedón pagará diez mil talentos de plata, entregará todas las armas y se pondrá bajo las órdenes de un pretor romano.

Aníbal rió.

—Vuelve en ti, Cornelio. Como Príncipe de la Guerra y como Príncipe de la Paz puedes acceder al salón de la gloria; como Príncipe de la Insensatez lo perderás todo. Paz, romano, con la consolidación de todo aquello que los romanos han ganado con las armas durante los últimos años; con una Karjedón empequeñecida que no volverá a ser un peligro para Roma. Pero no un sometimiento humillante. Karjedón preferirá luchar hasta el último aliento y la última gota de sangre. Si quieres convertir la ciudad en la sede de un gobernador romano, primero tendrás que destruirla.

Escipión volvió a entrelazar los dedos.

—Eso, o la batalla, púnico.

Aníbal se levantó; Escipión y Antígono hicieron lo mismo. El heleno carraspeó.

—La desmesura merma la gloria y el honor, Cornelio —dijo en voz alta. Luego, dirigiéndose a Aníbal, añadió—: Me gustaría llevarte un regalo como el que le di a tu padre. Antes de la batalla.

Aníbal lo miró un momento, con tristeza.

—Todos tus preciosos regalos, Tigo… Te los devolvería a cambio de un regalo así. O a cambio de la paz.

Los dos ejércitos tenían más o menos las mismas fuerzas; gracias a Masinissa, los romanos disponían de una caballería más numerosa. Cornelio Escipión había pasado la noche en su tienda y había hecho una arenga a las legiones por la mañana. Aníbal seguramente había pasado la noche entre las tropas, y ahora debía estar con ellas, en lugar de observar la llanura desde lo alto de una colina, como hacia Escipión. Antígono, vigilado por dos hombres levemente heridos, se acercó a la elevación de terreno; Escipión lo observó un momento, y lo saludó inclinando la cabeza.

El suelo pardo, polvoriento, de sembrados cuyos frutos ya habían sido cosechados. Casi noventa mil hombres, miles de caballos. Movimientos inabarcables para la vista, bosques de lanzas y estandartes, brillo de armas y corazas. Densas nubes de polvo. Heraldos y estafetas. No había viento, sólo el olor de la tierra cultivada y de soldados enviados absurdamente a una batalla innecesaria. Masinissa, montado sobre un corcel negro, gritó algo a Cornelio y galopó hacia la derecha.

El polvo volvió a caer lentamente al suelo. Cornelio Escipión se hizo sombra a los ojos con la mano derecha. «Astuto demonio», dijo en voz baja. Llamó a unos estafetas con una señal, dio nuevas instrucciones a los heraldos.

Antígono tenía la mirada fija en las líneas de batalla. Las legiones formaban una falange triple, sin dejar mucho espacio entre los hastati, los príncipes y los triarios. Los jinetes itálicos, bajo el mando de Lelio, esperaban en el ala izquierda; los númidas de Masinissa, en la derecha.

Las tropas de Aníbal, cuyo número y composición Antígono desconocía, estaban formadas en ocho grandes cuadrados dispuestos no en línea, sino como una cuña dirigida hacia las líneas romanas. Delante de éstos estaban las dos líneas ralas formadas por los escaramuzadores púnicos y romanos. Detrás de los cuadrados, dos grandes grupos de soldados de a pie cambiaron de frente, formando una larga línea. Las alas estaban protegidas por jinetes; los itálicos tenía en frente a jinetes púnicos, probablemente de las ciudades y aldeas de la costa oriental; los númidas de Masinissa estaban frente a los númidas de Tykeos. Vermina aún no había llegado.

Los escaramuzadores ya habían empezado la batalla, cuando Escipión mandó tocar retirada. Los cuernos sonaron por todas partes. En los espacios dejados por los cuadrados de Aníbal aparecieron elefantes. Antígono intentó contarlos, pero el polvo levantado privó de visibilidad al heleno y al comandante romano. Escipión gritó órdenes que Antígono no llegó a escuchar.

Segundo intento. Cuando el polvo cayó, los romanos habían formado cuatro bloques de tropa compactos, separados por pequeños espacios libres. Frente a ellos había tres poderosos bloques púnicos, detrás, tropas de choque. Aníbal había llevado a los hombres de armamento ligero a las alas y había colocado a los elefantes y catafractas púnicos como cuña en el centro, apoyados por algunos miles de hoplitas. Los númidas dieron un rodeo y atacaron por detrás a las tropas de choque.

Cornelio Escipión dejó escapar un gemido.

—Seremos destruidos y arrasados. ¡Por todos los dioses de Roma! ¿Es que acaso siempre se le ocurre algo? ¡Retirada! ¡Retirada inmediata!

Tercer intento. Los manípulos de hastati, protegidos por la línea de vélites, formaron bloques dejando grandes espacios intermedios. Detrás, cubriendo las brechas, los manípulos de príncipes, tras éstos, también en las brechas, los manípulos de triarios. Antígono recordó de repente la exposición de Aníbal sobre las posibilidades de las legiones —¿cuándo había sido aquello? ¿Antes de la batalla de Trebia?—. Rió amargamente y tosió, atragantado por el polvo.

El ejército de Aníbal formó un triángulo, con la punta dirigida hacia las filas romanas. Los elefantes en los flancos, los jinetes detrás de éstos. Los escaramuzadores volvieron a avanzar, el romano volvió a suspirar y a ordenar el toque de retirada.

Antígono no sabía cuánto tiempo había pasado. Sólo sabía que nunca había habido una batalla como ésa. Se acercó a Cornelio, que tenía la mirada fija en la nube de polvo.

—Detén la batalla, romano —dijo a media voz.

Escipión se volvió; sus facciones estaban petrificadas.

—¿Qué?

—Detén la batalla. Lo que vosotros dos, tú y Aníbal, habéis demostrado aquí en cuestión de ingenio y obediencia de las tropas alcanzaría para ganar tres guerras normales. Nunca ha habido ejércitos como éstos, nunca ha habido dos estrategas tan grandes. Desperdiciar tanto arte, tanto valor y tantos hombres en una batalla sería un crimen.

Escipión titubeó. Sus manos se abrieron y volvieron a cerrarse.

—Tengo que hacerlo…, si, tengo que hacerlo —murmuró.

—No tienes que hacerlo, romano. No exijas demasiado a los dioses. Tienes la paz al alcance de la mano, ¿para qué quieres regalarla? O, ¿para qué quieres arriesgar en una batalla lo que puedes obtener sin sangre?

Volvió a caer el polvo. Volvió a ofrecerse un nuevo cuadro; y otra vez había ordenado Cornelio una formación de batalla que iba dirigida contra la formación anterior de Aníbal, sin tener en cuenta la nueva. Los romanos se habían replegado; los manípulos de hastati, príncipes y triarios estaban formados en largas columnas, uno detrás de otro, separados por espacio suficiente para un manípulo. Delante de éstos estaban los vélites, luego los escaramuzadores púnicos, tras éstos, en una línea, los elefantes, tal vez ochenta; en todo caso, más de los que Aníbal había podido utilizar jamás. Detrás, tres líneas de soldados de a pie muy separadas entre sí.

Llegaron otros estafetas. Según los fragmentos latinos que Antígono percibió en su semiconciencia, parecían estar interpretando los símbolos de los estandartes. Como al comienzo, los jinetes púnicos estaban frente a los itálicos, los númidas de Aníbal, frente a los de Masinissa. Las tres filas de soldados de a pie parecían estar formadas por unos doce mil hombres cada una, y en la primera se encontraban los restos de las tropas de Magón y los nuevos mercenarios: ligures, celtas, baleares, mauritanos, todos traídos a través del mar por barcos púnicos sin que Roma hubiera podido evitarlo; la segunda línea, según el parte de los estafetas, estaba formada por libios y púnicos de las ciudades de la costa oriental; en la última, casi doscientos pasos detrás de la segunda, se encontraba lo mejor de lo mejor, las tropas de élite de Aníbal, imbatidas en las campañas itálicas.

—Qué… —murmuró Cornelio, pero no siguió hablando, ni ordenó por quinta vez la retirada y la recomposición de las tropas. Los númidas de Masinissa habían empezado el ataque por el ala derecha romana, arrastrando con ellos a los soldados ligeros que se encontraban a su lado. La batalla había comenzado, y ahora cualquier orden de retirada hubiera significado lo mismo que una huida en desbandada y la derrota.

Cornelio Escipión guardaba silencio; todas las órdenes ya estaban dadas. De pronto se vio aparecer entre el polvo que cubría al ejército romano a los elefantes, que no cesaban de bramar y, por lo visto, ya no eran refrenados. Tal vez habían hecho daño, tal vez no; no podía verse. En todo caso, las columnas de manípulos se habían hecho a un lado, dejando que los enormes animales pasaran corriendo entre los bloques de soldados de a pie.

Escipión envió estafetas; los vélites debían pasar a la retaguardia y detener a los elefantes cuando éstos dieran media vuelta.

El mundo se hundió en polvo, sordo fragor y gritos. No podía verse nada; lo que estaba ocurriendo en el campo de batalla sólo podía inferirse de los informantes, que llegaban cada vez con mayor frecuencia, y quizá también de los estridentes y balbuceantes toques de trompeta, aunque Antígono no los podía descifrar.

Al parecer, la superioridad numérica de los romanos y los númidas de Masinissa había sido decisiva en el choque de las caballerías, y ahora éstos habían salido en persecución de la caballería púnica, dada a la fuga. Los hastati habían dado un fuerte golpe a la primera línea de mercenarios púnicos, obligándolos a retroceder lentamente.

En ese momento empezó el desastre. A diferencia de lo sucedido en Cannae y tantas otras batallas, los mercenarios recién reclutados, quienes no podían tener una confianza ilimitada en su estratega, no resistieron a pie firme la embestida romana. Al abrirse las primeras brechas en sus filas y ver que los púnicos y libios de la segunda línea no venían en su ayuda, los mercenarios novatos suspendieron la lucha contra los romanos, gritaron que habían sido traicionados y cargaron contra la segunda línea de Aníbal, casi al mismo tiempo que los hastati y príncipes romanos. La línea púnica no tardó en descomponerse, los romanos siguieron avanzando.

Llegaron nuevos estafetas. Antígono no comprendió lo que éstos gritaron; sólo vio cómo, de pronto, Cornelio Escipión perdía la firmeza y se llevaba las manos a la cara.

—Ese demonio negro —dijo el romano entre dientes— es el más oscuro de todos los demonios y el más grande de todos los estrategas. ¡Retirada! ¡Tocad retirada inmediatamente! ¡Mi caballo!

Más adelante, Antígono comprendió qué era lo que había pasado en esa fase decisiva de la batalla. El propio Aníbal y sus oficiales más importantes habían llevado a los soldados de la línea desmembrada a las alas de la tercera línea, devolviéndolos al combate; cómo había hecho ese milagro, era un enigma para el heleno. El objetivo de las dos primeras líneas había sido debilitar y minar a los príncipes y hastati hasta que los triarios se vieran obligados a intervenir. Sólo entonces avanzarían los imbatidos, los supervivientes de tantas batallas en Italia, para dar el golpe mortal al ejército romano. Pero las dos primeras líneas habían sido rotas, y sólo la intervención directa de Aníbal había conseguido convertir la catástrofe en una posición ventajosa, ventaja tan increíble que parecía calculada de antemano. En su arremetida, los hastati, príncipes y triarios se acercaron —entre polvo y gritos, resbalando y tropezando con cadáveres y armas— a la tercera línea, alargada con los supervivientes de las dos primeras líneas emplazados en las alas. Muy alargada. Las alas empezaron a avanzar.

Sólo la repentina inteligencia y la acción inmediata de Publio Cornelio Escipión salvaron a las legiones del cerco, la bolsa, la aniquilación. El romano galopó rápidamente entre el polvo y la aglomeración, detuvo a sus hombres ebrios de victoria, y, con ayuda de los centuriones, hizo que los legionarios volvieran a escuchar las señales de trompeta, se reunieran, retrocedieran, formaran, cerraran filas, giraron. El terreno, cubierto de miles de caídos, el polvo y el gentío impidieron un ataque inmediato de las tropas púnicas; el combate se detuvo durante casi una hora. Luego los ejércitos volvieron a chocar el uno contra el otro: la línea ya no tan larga de los soldados reagrupados por Aníbal, y la falange de los romanos. La encarnizada batalla hizo que, poco a poco, fueran abriéndose brechas en ambas formaciones; púnicos y mercenarios novatos fueron superados por las legiones, las tropas de élite de Aníbal rompieron las filas romanas, se abrieron paso entre éstas, destrozaron la falange, que vacilaba, pero no caía. Los vélites consiguieron cerrar durante un momento algunas brechas; pero la mayoría de los romanos de armamento ligero estaban ocupados rechazando a los elefantes.

El tiempo decidió la batalla; el tiempo y la rápida intervención de Escipión cuando el cerco amenazaba a sus tropas. La pausa de una hora realizada en mitad de la batalla trajo la victoria a los romanos, que ya parecía estar en manos de las tropas imbatidas de Aníbal. El estratega había ordenado a sus jinetes, inferiores en número, que huyeran después de una breve escaramuza y alejaran tanto como pudieran a la caballería de Masinissa y Lelio. Ni siquiera una hora, un cuarto de hora menos hubiera bastado. Publio Cornelio Escipión había desmontado y estaba peleando a pie, con la espada, quizá para conjurar la derrota. Las filas de las legiones mostraban brechas por todas partes; los hombres que habían vencido a los padres en Cannae, el lago Trasimeno, Krotón y muchos otros lugares, estaban derrotando ahora a los hijos. Antígono oía los gritos de victoria de los íberos, veía a través del polvo cómo avanzaban los estandartes libios. Y en ese momento regresaron Lelio y Masinissa con casi ocho mil jinetes; media hora, un cuarto de hora después y hubieran sido destrozados por los cuadrados erizados de espadas del vencedor, pero ahora hicieron pedazos la retaguardia de los casi vencedores.

Aníbal escapó; según oyó después Antígono, el estratega cabalgó cuarenta y ocho horas seguidas, parando únicamente para cambiar de caballo, hasta Hadrimes.

Publio Cornelio Escipión tampoco escapaba a aquello que desgarraba a Amílcar y Aníbal: miseria, náuseas, malestar físico y anímico después del baño de sangre. El romano no dijo mucho, y al heleno absolutamente nada, pero Antígono leyó en el rostro de Cornelio que ese día había envejecido diez años. Y que sabía esto: a pesar de la derrota, su adversario había demostrado ser el mejor estratega, la victoria que coronaria y completaría la fama de Escipión había sido un regalo del azar, de la fortuna, del tiempo, de un cuarto de hora. Quedaba una cosa por hacer, y Antígono decidió hacerla rápido, en silencio y a conciencia, antes de que los desórdenes llegaran a su fin. En Kart-Hadtha un gran número de personas habían muerto o sido heridas —Argíope había sido asesinada por salteadores en la Calle Mayor; Antígono nunca volvió a saber nada de los hijos de su hermana—; la cosa no venía de uno más o uno menos. Y pudieron haber muerto muchos más; tras la victoria, la plana mayor de Cornelio Escipión y sus asesores discutieron la posibilidad de sitiar, conquistar y destruir la ciudad de Cartago; finalmente, Cornelio se decidió en contra de esta postura. El enemigo todavía poseía un estratega, una flota, hombres y dinero; los últimos medios, que, en caso de extrema urgencia, seguramente no dudarían en emplear. El romano decidió no volver a tentar a los dioses.

Pasó algún tiempo hasta que se acordó el armisticio y Antígono fue puesto en libertad. Las condiciones pactadas eran muy duras; un tribuno contó al heleno que el bárcida Giscón había hecho un apasionado discurso a favor de la continuación de la guerra en el Consejo de Kart-Hadtha, y Aníbal, que de Hadrimes se había dirigido en barco a la ciudad, había destrozado al charlatán desde el púlpito. Luego llegó una embajada encabezada por Asdrúbal el Carnero («huele como un carnero y golpea como un carnero, por eso», explicó el tribuno). El armisticio debía durar tres lunas y sería llevado bajo estas condiciones: Cartago paga reparaciones por los daños causados por la incautación de barcos realizada durante el armisticio anterior (veinticinco mil libras romanas de plata, alrededor de doscientos ochenta talentos, a pagar en el acto); Cartago da provisiones y paga las soldadas a las tropas romanas; Cartago entrega ciento cincuenta jóvenes rehenes, escogidos por Escipión; los romanos cesan los saqueos desde el momento de la firma del armisticio.

Antes de que se anunciaran las condiciones para un tratado de paz, un senador del alto mando romano propuso que se incluyera entre estas condiciones la extradición de Aníbal. La mayoría de los representantes de la administración romana aprobaron la propuesta de inmediato; los legados y tribunos de Cornelio guardaron silencio; Masinissa se levantó y abandonó la reunión; Lelio torció el gesto y se pasó la mano por la cabeza. Publio Cornelio Escipión desenvainó su espada, la cogió por la hoja y ofreció la empuñadura al senador.

—¿Qué pasa?

—Uno puede pedir que se entregue una estatua de Marte, pero no al dios mismo. Si el Senado exige la extradición del más grande de todos los estrategas, Cartago continuará la guerra. Y, en ese caso, Roma necesitará a otro comandante, yo no participaré en ese juego. Existen limites. Finalmente, se anunciaron las siguientes condiciones:

—Roma y Cartago eran ciudades amigas y aliadas.

—Cartago continuaba gozando de autonomía.

—Cartago quedaba libre de tropas de ocupación.

—Cartago conservaba los territorios que poseía en el interior de la Fosa Púnica, antes de que Publio Cornelio Escipión llegara a África.

—Todos los territorios contiguos a la región determinada para Cartago que antes fueran propiedad de Masinissa o sus predecesores serian devueltos a Masinissa.

—Cartago debía entregar a todos los prisioneros y desertores.

—Cartago llamaría de regreso a las tropas que aún se encontraban en territorios ligures y celtas.

—Cartago entregaría todos los barcos de guerra, excepto diez trirremes, y nunca volverían a poseer más de diez barcos.

—Cartago entregaría todos los elefantes de guerra y no volvería a adiestrar elefantes.

—Cartago no podría volver a hacer la guerra fuera de África.

—Cartago no volvería a reclutar mercenarios celtas o ligures.

—Cartago nunca apoyaría a enemigos de Roma.

—Cartago pagaría diez mil talentos de plata en cincuenta años, doscientos cada año.

—Cartago entregaría cien rehenes no menores de catorce ni mayores de treinta, que serían escogidos por el comandante del ejército romano.

Se fijaron plazos para el cumplimiento de cada uno de los puntos. Cuando se acordó el armisticio, Cornelio Escipión dejó en libertad al heleno; Antígono se dirigió a su finca rústica para poner las cosas en orden, y luego cabalgó a Kart-Hadtha. Era un invierno frío; por las noches muchas veces se congelaban los pequeños charcos de agua estancada, y la escarcha cubría el espíritu del heleno. El verano siguiente cumpliría sesenta y siete años, la ciudad —su ciudad— entraría en el año seiscientos catorce de su historia; dos largos recorridos que se precipitaban rápidamente hacia el fin. ¿Qué quedaba aún? Una frontera insegura: la antiquísima y ya enterrada fosa, que empezaba en algún lugar entre Ityke e Hipu, se adentraba en el campo púnico y luego trazaba un arco hacia el este, para terminar en la costa, frente a la isla Menix. En algún lugar debían quedar restos visibles de esa fosa, pero Antígono nunca los había visto, a pesar de todos sus viajes y cabalgatas. ¿Roma no lo sabía, o fijar esa frontera obedecía a algún cálculo? Podían haber fijado la frontera de un modo más exacto, nombrando ciudades limítrofes, montañas, ríos. Masinissa soñaba otra vez con un gran imperio númida; era aliado de Roma. ¿Qué pasaría si violaba la imprecisa frontera? ¿Autorizarían los romanos que Kart-Hadtha emprendiera una guerra defensiva contra un aliado de Roma?

¿Y la larga franja costera púnica que se extendía entre la isla Menix y la frontera cirenia-egipcia, con el antiguo y rico asentamiento comercial? Quedaba fuera del territorio estipulado por Escipión; lo mismo que las ciudades situadas entre Hipu y las columnas de Melkart. El comercio con éstas no había sido prohibido, pero pronto dejarían de fluir hacia las arcas de Kart-Hadtha los tributos pagados por esas ciudades. La plata de Iberia, el estaño de Britania, el oro de las costas libias lindantes con el océano… todo perdido, como Kart-Hadtha en Iberia, como la secular Gadir, Kart Eya, Ispali (allí Escipión había fundado la ciudad de Itálica, para legionarios veteranos licenciados), Kanluba, Mainate, Leuke Akra, fundada por Amílcar, las colonias y ciudades cinco veces centenarias de las islas Baleares. Kart-Hadtha había sido encadenada, amordazada, castrada, condenada a ser amiga de Roma, pero sin contar con protección romana. El Banco de Arena, que había trasladado sus negocios del Oeste al Este, siendo hasta ahora una prestigiosa institución de la rica y poderosa Karjedón, sería en el futuro un banco cualquiera de una ciudad desvalijada e impotente, cuya calidad de avalista no volvería a ser tomada en serio por nadie. Y en el Este, donde el banco hubiera podido hacer negocios, Filipo de Macedonia y Antíoco habían empezado una guerra contra el Egipto gobernado por el quinto Ptolomeo —un menor— y sus posesiones en Asia y el Egeo. ¿Qué quedaba?

Kart-Hadtha recordó al heleno aquello que tenía que hacer. Al decretarse el armisticio, los habitantes de los suburbios y aldeas del istmo habían vuelto a abandonar la ciudad; no todos, no de inmediato; al caer la noche muchos regresaban para refugiarse tras la muralla del istmo. Cuadrillas de salteadores continuaban surcando las callejas al abrigo de la oscuridad; la rabia, desesperación, desilusión y rivalidad entre partidarios de los bárcidas y de los «Viejos» eran descargadas cada día —y sobre todo cada noche— en peleas callejeras, actos de pillaje, incendios y duelos a cuchillo. Los guardias, escasos y no preparados para pelear, se limitaban a retirar a los muertos por la mañana, siempre gris. La embajada encabezada por Asdrúbal el Carnero estaba en Roma, negociando una paz que ya existía en el campo de batalla, pero que sin embargo faltaba dentro de las murallas de la ciudad. Los ricos se protegían con tropas de vigilancia; todo lo demás era caos y muerte.

No todo; también estaban los ventorrillos, los puertos, tabernas, campesinos, aguadores, fruteros, tiendas de papiros; el Consejo, que se reunía a veces en su propio edificio y a veces en el templo de Eshmún; estaba el estratega, quien se movía desprotegido, sin escolta, entre el palacio bárcida de Megara y el Consejo, enviaba mensajes al interior, tiraba de hilos que Antígono creía cortados desde hacia mucho tiempo. La paz y sus duras condiciones aún no entraban en vigor; todavía existía la flota púnica, nunca puesta en acción. Por las noches, barcos procedentes de la costa oriental escupían hombres que eran esperados por gente de Aníbal y llevados a los acantonamientos de la gran muralla. Nadie sabía exactamente qué estaba pasando, qué planes tenía el estratega, si el Consejo aprobaría esos planes; y nadie podía saber si el Senado de Roma aceptaría la paz, si aprobaría o endurecería las condiciones; si Kart-Hadtha tendría que luchar, por última vez, cuando llegara la primavera.

Antígono decidió no visitar de momento a Aníbal; suponía que el estratega y amigo no aprobaría la sed de venganza de un anciano. El heleno pasó dos noches en la sede de los vinateros, los días, en el banco. No había mucho que hacer; durante el armisticio, Kart-Hadtha no podía recibir embajadas ni comerciantes de regiones extranjeras. Bostar había contratado a una tropa de vigilancia púnica para proteger el banco. Otra tropa, formada ésta por púnicos y metecos, protegía el barrio en que él vivía. Instó a Antígono a que se mudara durante un tiempo a su casa, pero el heleno declinó la oferta. Antígono pasó diez días vagando por la zona del puerto, el barrio de los metecos, las calles de tintoreros y carreteros; llevaba puesto un traje raído, peluca, una barba postiza de color rojizo, habló con miles de personas y gastó casi veinte minas de monedas de plata. Poco a poco, fue enterándose de lo que quería saber, rió cuando la mayor dificultad se resolvió por sí misma, compró las espadas y el silencio de veinte robustos metecos helenos de familias a las que conocía desde hacia tiempo, y preparó todo lo demás.

Un poema malicioso, que hizo recordar a Antígono otro epigrama de días infinitamente lejanos, circulaba por la ciudad; era como un resumen de todos los sentimientos e intenciones del heleno:

Grande la deshonra de esta ciudad: sometida al dominio de Roma.

Terrible la vergüenza del pueblo: por codicia traicionó al héroe.

Espantoso el oprobio del mundo: Hannón la Víbora sigue con vida.

El sumo sacerdote de Baal, miembro del Consejo de Ancianos y cabeza de la amistad con Roma, tenía ya setenta y nueve años, gozaba de una salud envidiable, era más rico que nunca antes y estaba a punto de recuperar la mayoría en el Consejo. Desde el comienzo del armisticio se había refugiado en el lugar más lóbrego de la Oikumene, el templo de Baal, el antiquísimo tofet. El lugar sagrado, al que sólo se podía entrar en días de fiesta y estaba terminantemente prohibido a los no púnicos, era más fácil de proteger que el palacio que poseía Hannón en Byrsa.

Todos los metecos odiaban y temían el templo; había algo en lo que Antígono confiaba aún más que en su plata y las antiguas amistades familiares: profanar el lugar más sagrado del dios púnico más terrible era peor que cualquier otra cosa que pudiera suceder en el templo. Ninguno de los hombres se atrevería a hablar de ello jamás.

Por la tarde empezó a llover. El cielo, gris desde hacia varios días, estalló sobre la ciudad derramando un mar sobre ésta. Torrentes de agua arrastraban tierra de los huertos de Byrsa, espuma parduzca bajaba por las estrechas callejas que conducían al ágora. Hacia la puesta del sol, el agua acumulada en las calles y callejas de la ciudad llegaba a la altura de las rodillas. En las fosas de los curtidores se ahogaron tres operarios; el repugnante líquido arrastró sus cadáveres a través del barrio contiguo a la muralla del istmo. La cortina de lluvia cerrada ante el templo de Baal rechazaba toda luz, apagaba las antorchas encendidas al atardecer por los guardas de Hannón, las cegaba.

El asalto se realizó sin problemas; todos sucedió rápidamente. Diez púnicos fueron abatidos, encadenados y amordazados en breves instantes. Los hombres de Antígono les vendaron los ojos y ocuparon sus lugares; diez quedaron como centinelas, los otros se dirigieron hacia el templo, arrastrando los recipientes al interior.

La gigantesca estatua de bronce del dios devorador de niños, iluminada en el interior por la llama perenne de la fiesta del mulk, irradiaba un espantoso resplandor desde el fondo del espacioso salón. Los helenos se quedaron como de piedra; Antígono se sobrepuso a un terrible escalofrío. Las negras columnas, las colgaduras rojas, oscuras y fosforescentes, las hileras de bancos de piedra, la ensangrentada mesa de piedra y los ropajes e instrumentos del sacerdote, extendidos sobre una especie de altar, parecían devorar la luz que reflejaban.

Hannón el Grande estaba descansando sobre un amplio diván colocado en uno de los rincones del salón, rodeado de cirios y candiles. El sumo sacerdote estaba envuelto en pieles de leopardo, leyendo un papiro. Junto a él había varias ánforas, vasos, bandejas y platos con restos de comida. El viejo consejero levantó la mirada.

—Estás profanando el templo, meteco.

La voz resonó, quebrándose por invisibles pasillos y salones. La vista de Hannón debía seguir siendo muy aguda; Antígono no había podido reconocer al púnico desde esa distancia.

—He venido para rendir homenaje al sumo sacerdote, púnico. Yo nací en esta ciudad, hace casi sesenta y siete años. —Antígono se acercó lentamente al púnico—. Casi sesenta y siete años en los que he vivido, luchado, trabajado y, muchas veces, también sufrido por esta ciudad. He sacrificado a mi hijo Memnón a esta ciudad y a sus dioses. Ahora soy tan púnico como tú, Hannón.

—Nadie es púnico si no ha nacido siendo púnico, de una madre púnica y criado por un padre púnico. Vete.

—No me iré, Hannón. Gran Hannón, he venido para arreglar algo que hay entre nosotros desde hace más de cuarenta años. Para reparar un error, demasiado tarde; por desgracia, demasiado tarde. Pero dos ancianos que tienen los días contados deberían hablar con franqueza antes de que les llegue el final.

Hannón se levantó. Sus movimientos seguían siendo rápidos, no eran de ninguna manera los de un anciano decrépito.

—Me estás despertando la curiosidad…, meteco púnico.

Antígono hizo una señal a sus hombres. Éstos dejaron los recipientes sobre una fila de asientos y se retiraron en la penumbra.

—¿Dónde están mis guardias? —dijo Hannón de repente, como si no hubiera pensado en ellos antes.

—Nos están protegiendo, quietos y callados. No nos molestarán. Nadie nos molestará durante esta ceremonia sagrada, Hannón. Una ceremonia muy sagrada: comeremos juntos frente al rostro del gran Baal… una comida púnica. Bazofia púnica, como decía mi padre.

Hannón se acercó. Sus ojos seguían siendo de hielo; barba y cabello eran blancos, hacia tiempo que ya no se los teñía. El rostro arrugado expresaba una extraña mezcla de aversión, curiosidad, interrogación y desconfianza. Y de algo más, que Antígono no podía identificar; una especie de incomprensible, impenetrable unidad del hombre y el templo, el púnico y el dios, el consejero y la esencia de la antigua ciudad; algo a lo que el heleno jamás podría acceder. Antígono sintió escalofríos.

Haciendo un gran esfuerzo, el heleno logró dominarse y empezó los preparativos. Vertió agua de un odre en un enorme plato hondo y le añadió más o menos una mina de harina blanca. Removió la mezcla hasta que el agua y la harina formaron una pasta espesa. Hannón estaba de pie junto a él, observando en silencio. Antígono pasó la pasta a un segundo plato hondo, que llenó con tres minas de queso fresco, media mina de miel y un huevo.

—Faltan el pan y la sal, Hannón. Sé tan amable de alcanzarme el pan, está allí.

El púnico se encogió de hombros, refunfuñó algo y fue hacia el final del banco de piedra. Cuando cogió el pan y se dio la vuelta, la parte más importante de la ceremonia ya estaba hecha: el contenido de un pequeño frasco de cristal se encontraba en el fondo de la escudilla en que ahora Antígono estaba sirviendo la papilla. Hannón vio como el heleno removía la mezcla; cogió la escudilla de manos de Antígono sin mostrar apenas alguna resistencia.

—¿Quienes partir tú el pan, púnico?

Hannón volvió a encogerse de hombros sin decir nada, dejó su escudilla y partió la hogaza de pan en dos pedazos. Antígono ya había llenado la segunda escudilla y ahora la tenía en la mano izquierda, mientras con la derecha echaba sal sobre los dos trozos de pan.

—Ante el rostro de Baal, digo solemnemente lo que hay que decir. —Levantó la escudilla—. Yo, el señor del Banco de Arena, Antígono hijo de Arístides, nacido y criado en Kart-Hadtha, quiero borrar todo el odio y toda la enemistad, rencor y envidia, malos pensamientos y deseos que haya albergado y aún hoy albergo contra Hannón el Grande, señor de muchas fincas rurales, gerusiasta de Kart-Hadtha, sumo sacerdote de Baal. Que al terminar esta comida no quede nada de todo ello entre Hannón y Antígono.

Hannón tenía la mirada fija en el heleno. De pronto dibujó una sonrisa y parpadeó.

—Un gran juramento, meteco. Bien. Si es eso lo que quieres… ¿Realmente todo?

—Todo —dijo Antígono en voz baja—. La primera guerra contra Roma, la Guerra Libia, las intrigas contra Amílcar, las intrigas contra Asdrúbal, las intrigas entre nosotros, tu amistad con Roma, tu odio y tus esfuerzos por socavar la posición de Aníbal, todo. Incluido Demetrio de Taras.

Hannón balanceó lentamente la cabeza.

—¿Y por qué?

—Kart-Hadtha está destruida. Debemos levantarla juntos, en una paz sin condiciones. Para beneficio de ambas partes.

Hannón frunció el ceño, titubeó; luego asintió, levantó la escudilla ante Baal y pronunció palabras que declaraban extinguido todo el odio y afirmaban que ya no existía nada entre ellos.

Comieron la papilla, después el pan. Hannón escanció vino en dos vasos y alcanzó uno al heleno, quien lo observaba con atención.

—Ahora bebamos, dos púnicos ante el dios.

Bebieron. Hannón se dejó caer sobre el banco de piedra y levantó la mirada hacia Antígono.

—Has sido un buen enemigo —dijo con una sonrisa extraña—. No sé, quizá eche de menos nuestra larga enemistad.

Antígono enarcó una ceja.

—Yo no. Puedo vivir muy bien sin ella, Hannón. Pero préstame atención un momento. Quiero contarte la historia de unas espadas.

—¿Espadas?

—Para sellar la paz entre nosotros, si quieres. La primera espada pertenecía a un oficial de Amílcar de la guerra de Sicilia; yo lo maté en la batalla a orillas del Bagradas, cuando Naravas acudió en ayuda de Amílcar. El Rayo me regaló la espada al terminar la lucha. Hace ocho años, cuando estuve prisionero en Massaha, me la quitaron. —Hizo una pausa; Hannón estaba sentado, quieto. Por un instante se llevó la mano a la barriga—. Hace casi tres décadas y media pagué una buena cantidad de oro a una herrero de Britania para que hiciera unas espadas que pasé a recoger un tiempo después. Seis espadas, Hannón. Una se la di al hijo de mi amigo Bostar, mi actual capitán, Bomílcar. Esa espada también se perdió en Massalia. Otra fue para mi hijo Aristón, quien gobierna un reino en el sur de Libia. Tres para los hijos del Barca. La de Asdrúbal se quebró debajo de él cuando cayó en Metauro; un hombre valeroso en su última batalla. Magón murió en la travesía de Liguria a Iberia; su espada se perdió. Nadie sabe dónde. Aníbal, el hijo más grande de esta ciudad, todavía conserva la suya. La sexta espada pertenecía a mi hijo Memnón; murió en Capua. Ahora yo llevo su espada. —Puso la mano sobre la empuñadura del arma que le colgaba del cinto.

Hannón volvió a mirar al heleno con desconfianza.

—¿Por qué me has contado esa historia de espadas?

—La historia aún no ha terminado, Hannón. Todos los que murieron, murieron por culpa tuya. Cuando te era posible evitar el envío de refuerzos, lo evitabas. Cuando no podías evitarlo, cuidabas de que no fueran enviados a aquel lugar donde hubieran podido decidir la guerra. Los Ancianos de tu partido sumieron Iberia en el caos con sus órdenes absurdas. La sangre de Asdrúbal, Magón, Memnón y las decenas de miles que murieron en las tres guerras, contra Roma y contra los mercenarios, tiñe el ribete de tu precioso traje. En tus oídos retumban los gritos de agonía de Eryx, Zama y Baikula, los crujidos de los barcos hundidos, el borbotear del agua en las gargantas de los ahogados, los gritos de los mutilados, los llantos de las mujeres violadas.

—No escucho nada —dijo Hannón. Sonrió; luego soltó un suave gemido, se llevó el pulgar de la garganta a la barriga, cogió el vaso y lo vació de un trago.

—Con la ayuda de Demetrio hiciste saber a los romanos cosas de las que nunca debían haberse enterado. Mandaste matar a Asdrúbal el Bello y mostraste a Escipión el camino hacia la nueva Kart-Hadtha. Has cometido millones de infamias, siempre en contra de la ciudad y el pueblo, siempre a favor únicamente de tu bolsillo. Muchas veces he deseado meterte una serpiente en la garganta y coserte los labios.

Hannón inclinó la cabeza y eructó.

—Te he impresionado, ¿eh? —Hizo una mueca con la boca.

—Pero ahora no debe existir odio entre nosotros. Quiero olvidar todo eso, púnico. Pues ya he tomado venganza, y después de la venganza viene la paz, el silencio, el olvido.

Hannón aguzó la vista. Volvió a cogerse la barriga.

—¿Qué… cómo que venganza?

Antígono desenvainó la espada que había pertenecido a Memnón. La hoja estaba mellada, desgastada en el borde superior, pero aún conservaba su filo.

—Con esta espada de Memnón, mi hijo muerto, he cortado y triturado los pelos de la cola de un caballo, oh gran Hannón. Con una fuerte lima he sacado limaduras de esta espada, oh gran Hannón. Ambas cosas, pelo y limaduras, más un veneno lento y efectivo, se encontraban dentro de la bazofia púnica de tu escudilla. —Volvió a meter la espada en su vaina—. Tu dios Baal es mi testigo: después de esta comida no volverá a haber nada entre nosotros.

Hannón lo miró fijamente, con los ojos muy abiertos. La boca se le abrió, la lengua asomó entre los labios. En la penumbra que inundaba el monstruoso salón, la luz huyó del rostro del púnico, convirtiéndose en una mancha nebulosa. Quiso levantarse de un salto.

Su cuerpo sufrió una convulsión. Hannón gritó. Gritó durante horas, maldijo a Antígono, imploró de rodillas que le diera el golpe mortal, gimoteó, chilló, se revolcó en el suelo. Antígono estaba de pie, junto a él, observándole, endureciendo sus entrañas, pensando en los muertos y mutilados, torturados y violadas. Hannón el Grande murió nueve horas después de dar el primer grito; murió con el cuerpo retorcido de dolor, con la boca llena de espuma ensangrentada, devorado de dentro hacia fuera por miles de ardientes colmillos de serpientes, al amanecer, a los pies del terrible dios.

El meteco, pálido, recogió los platos, escudillas y recipientes. Una hora más tarde, el relevo encontró a los guardas de Hannón encadenados, con los ojos vendados, casi ahogados bajo la lluvia y casi desquiciados de terror. Hablaron de los rugidos encolerizados del dios y de los mil demonios que los habían atacado esa noche.

Era como si la lluvia y el crimen hubieran purificado a Kart-Hadtha. Durante un momento Antígono se dejó confundir por ese pensamiento tentador; luego comprendió que era a otro poder al que le correspondía limpiar las calles de bandas de asesinos.

Días después, Bostar dio al heleno informes del Consejo, que la noche de la última cena de Hannón se había reunido en el templo de Eshmún, sin la presencia de Hannón y de muchos otros, que se habían quedado en sus casas a causa de la lluvia.

—Un buen estreno —dijo. Se pasó los dedos extendidos sobre los ya ralos cabellos—. Aníbal simplemente les hizo saber que él seguiría dando golpes a medianoche. Puesto que durante la guerra habían dejado que él mismo tuviera que pagar una gran parte de los gastos, y, así, le habían impedido que, como estratega, cuidara de la seguridad exterior de la ciudad, seguramente ahora no se opondrían a que él anticipara de su bolsillo los medios necesarios para, por lo menos, velar por la seguridad interior de la ciudad. —Bostar dejó escapar una risita reprimida—. Entonces se levantaron un par de hombres de Hannón: qué se había creído Aníbal, las cosas no se hacían así, tenía que haber una decisión del Consejo y el número de consejeros presentes no era el suficiente. A eso Aníbal respondió: «No hace falta que el Consejo tome una decisión. La decisión concierne al estratega. Si no queréis que se preocupe de la seguridad de Kart-Hadtha, tendréis que deponerlo. Pero yo en vuestro lugar esperaría hasta que los romanos se retiren efectivamente».

En el ágora se levantaban treinta cruces; de ellas colgaban bandoleros, asesinos, cuchilleros, violadores. Poco después de la medianoche, numerosas patrullas salieron de los cuarteles de la muralla, cada una compuesta de diez soldados y un oficial púnico. La tranquilidad volvió paulatinamente a la ciudad. Y cada vez más penteras, cuatrirremes y trirremes llegaron a la bahía y el puerto militar, hasta que éste quedó repleto; las que llegaron después atracaron en el muelle exterior o anclaron frente a la «lengua».

Cuando Antígono quiso visitar a Aníbal, el estratega había desaparecido. Salambua, todavía hinchada y todavía camorrista, no le pudo decir nada exacto. Aníbal tampoco se encontraba en los cuarteles de la muralla del istmo. Sin embargo, allí Antígono se topó con un viejo amigo, el subestratega de Aníbal, Bonqart.

—Se ocupa de esto y de aquello —dijo el púnico con un guiño—. No lo sé, Tigo, pero creo que está fuera.

—Pero ¿qué está haciendo fuera?

Bonqart se encogió de hombros.

—Hablar con informadores, reunir gente, ¿qué otra cosa? Y envuelto en un disfraz, bajo las narices de Escipión.

Llegó la primavera y, con ella, la entrada en vigor del terrible tratado de paz. Miles de personas se agolparon junto a la muralla de la bahía, en los tejados de las casas y en los lugares vacíos de Byrsa. Antígono, desconcertado, contaba una y otra vez los barcos, que llegaban de todos los rincones del mar y habían sido reunidos por los romanos. Cinco de tal puerto púnico, diez de tal otro, treinta de más allá de las columnas de Melkart, otros tantos de aquí, más de allá… Roma, la potencia más fuerte de la Oikumene, había dominado el mar durante toda la guerra, la flota de Roma se componía de doscientas cuarenta naves.

Luego se prendió fuego a los barcos de Kart-Hadtha, de la ciudad cuyos marineros surcaban el mar y el océano desde hacía seiscientos años; en el puerto militar flotaban diez trirremes; en la bahía se levantaron nubes de humo, se elevaron grandes llamaradas. Las armas desaprovechadas, desperdiciadas como todo lo demás, ardían; veintidós sólidos cuatrirremes, sesenta y siete trirremes, cuatrocientas once penteras: quinientos navíos de combate, más del doble de lo que Roma había tenido jamás. No soplaba ningún viento que esparciera el humo. El cielo de la ciudad ennegreció. Muchos de los que se encontraban sobre las murallas tosían y se atragantaban, hasta que empezaban a correrles las lágrimas.

Antes de la partida de sus tropas, Publio Cornelio Escipión nombró a su aliado Masinissa rey del reino masesilio y otros pueblos númidas. Sifax fue llevado a Roma, donde murió en prisión. Escipión obtuvo un triunfo; a partir de entonces se le llamó el Africano.

Durante todo ese tiempo no hubo manera de encontrar a Aníbal. Era posible que quisiera permanecer oculto para que los romanos no decidieran en último momento exigir su extradición; algunos rumores decían que había ido a ver a Masinissa para negociar con quien ahora era el hombre más poderoso de Libia.

Pocos días después de la partida de las últimas tropas romanas, Antígono recibió una carta de su viejo amigo Daniel, a quien no veía desde hacia mucho tiempo. El judío seguía administrando las propiedades que poseían los Barca en Byssatis, entre Tapsos y Acola. El hijo del dueño había estado allí con unos cuantos amigos, escribía el circunspecto Daniel; después se había marchado a examinar los canales y, sobre todo, las fosas.

Pronto llegaron noticias más exactas. El estratega había reunido a supervivientes dispersos de su viejo ejército, y no estaba dedicado únicamente a examinar las fosas púnicas y consolidar las fronteras. Saqueadores númidas —patrullas del rey Masinissa, decían algunos— azotaban la región; en varios lugares se estaban produciendo levantamientos libios. En las montañas cercanas a la ruta de caravanas se había formado todo un ejército de salteadores de caminos. En verano llegó a la ciudad la primera caravana, procedente de Sabrata; íberos y libios la escoltaron.

Sobre el azul profundo del cielo corrían ralas franjas de nata cuajada por el color. Bostar frenó su caballo al llegar a una encrucijada donde el camino se dividía en tres. En el lado norte de las colinas, rodeadas de cipreses y pequeñas palmeras, un cobertizo se apoyaba contra un gran depósito de agua rodeado por un muro. Los caminos y acequias se disolvían a lo lejos en estratos, sobre los cuales olivos colgaban del cielo. La ondulada llanura festoneada de colinas parecía extenderse hasta el fin del mundo, con sus filas de olivo, blancos y vellosos ajos, cepas, trigo, alcachofas.

—¿Y ahora?

Antígono bajó del carro y caminó hacia el cobertizo. Allí encontró herramientas, restos de semillas y también dos toscas vasijas de barro llenas hasta la mitad, una con agua y la otra con vino. El heleno dejó la puerta entornada, como la había encontrado.

—Por aquí tiene que haber aparceros en alguna parte.

Bostar se llevó las manos a la boca y gritó:

—¡Eeeeeh!

Un bulto nudoso que se encontraba debajo de un olivo cercano se movió, se levantó y se acercó. Era un anciano de rostro gris, pelo gris, traje y sandalias grises.

—¿Cómo podemos llegar a la casa, amigo?

El hombre observó a Antígono, ladeó la cabeza, sonrió y abrió la boca, en la que todavía quedaban cuatro o cinco dientes amarillentos.

—Siguiendo el camino de la derecha, señor Tigo.

Antígono aguzó la vista.

—Tú… conozco tu cara. Un momento. —Levantó una mano—. El nombre… el nombre es Mi… Marbil, ¿correcto?

El hombre rió, se acercó un paso más, estiró la mano y estrechó el antebrazo de Antígono.

—Me honras, amigo del estratega. Tantos años.

El heleno puso la mano en un hombro del aparcero.

—Tantos años, si. No sabía que trabajaras aquí. ¿Hay otros más?

Marbil señaló en varias direcciones.

—Muchos. Pero ésta es la parte antigua; la mayoría está en las plantaciones nuevas. ¿Te quedarás mucho tiempo, señor?

—No me llames, señor, viejo amigo. Después de todos los años… Sí, nos quedaremos un buen tiempo.

—Entonces volveremos a vernos. Sigue ese camino. —Marbil volvió a los árboles. Antígono subió al carro; Bostar hizo chasquear el látigo. Los dos caballos reemprendieron el trote. El heleno se volvió una vez más, haciendo una seña con la mano a aquella figura gris.

—Un viejo conocido, ¿eh?

Antígono asintió.

—Nos conocemos desde hace, ah, casi cuarenta años. Es uno de los catafractas íberos de Amílcar. La batalla del Taggo, donde cayó Amílcar, las campañas de Asdrúbal en Iberia, después en Italia, con Aníbal… supongo que también ha estado en Zama.

Bostar dejó escapar un suave silbido.

—Desde el Taggo hasta Naraggara. Y ahora poda olivos.

Antígono suspiró.

—El agradecimiento de Kart-Hadtha es muy justo e ilimitado, como tú sabes. Hannón fue sepultado en un ánfora de oro; los viejos soldados, que no pueden volver a sus países de origen porque ahora están ocupados por Roma…

El camino hizo una curva entre olivos y cepas, colinas bajo las cuales yacían cisternas, y canales, pasó por varios pequeños puentes de piedra, subió un poco y luego descendió hasta un amplio valle verde, en el que pacían caballos y vacas. Una muralla de altura similar a la de tres hombres erigida en el centro del valle rodeaba a un grupo de viejos y altos árboles de copa ancha; tras el intenso verde brillaban paredes blancas. Fuera del recinto amurallado, edificios secundarios y establos yacían como alas extendidas.

Dos o tres muchachos salieron corriendo a su encuentro y condujeron sus caballos. Por la puerta de la muralla podía verse a una persona inclinada. El traje de color claro caía muy holgado sobre el cuerpo enjuto; sobre la cabeza llevaba un sombrero negro y puntiagudo.

Bostar soltó las riendas, levantó los brazos y gritó:

—¡Ja! ¡El follacabras!

Daniel cruzó los brazos y se apoyó en el pilar de la puerta.

—Los nobles señores —dijo en voz alta—. El púnico cabeza de chorlito y el heleno alcornoque. ¡Que yo haya tenido que ver esto!

Antígono había convencido a Bostar de viajar hasta el otro lado del mundo: tres días en el barco de Bomílcar, desde Kart-Hadtha hasta Acola. Daniel había visitado la capital por última vez tres años antes de que comenzara la guerra, el año del asesinato de Asdrúbal. Durante el último cuarto de siglo Bostar y Daniel se habían escrito muy a menudo, por asuntos de negocios, pero no se habían visto. Antígono había estado en la finca el año posterior a Cannae, pero desde entonces habían pasado ya diecinueve años.

Tres rostros arrugados, tres hombres de setenta y dos años. Rieron, bromearon y se abrazaron.

—Ninguno de vosotros ha cambiado tanto —dijo Daniel—. Ya antes erais viejos chochos —añadió—. Venid a la casa. Pero el señor todavía no ha vuelto.

—¿Dónde está?

—Ha salido a caballo esta mañana. Con su mujer.

Antígono sacudió la cabeza.

—¿Su qué?

—Mujer. ¿No sabes lo que es? —Daniel sonrió burlón—. Una criatura de dos patas y piel agradable al tacto. Necesaria para la reproducción, pero, por lo demás, más bien inútil y no especialmente duradera.

Daniel no había apostatado de la fe de sus antepasados, que lo obligaba a tomar por esposa a una judía; únicamente la indiferencia y la omisión habían moderado su fe; se había casado con una libia, había tenido cinco hijos, era abuelo de catorce nietos y viudo desde hacia cinco años.

Caminaron bajo los árboles hasta una segunda muralla, detrás de la cual había más cobertizos y establos. El suelo entre la muralla y la casa estaba cubierto de ladrillos; Antígono vio tres pozos. La casa propiamente dicha se levantaba sobre una superficie plana de, quizá, cincuenta pasos de largo por cincuenta de ancho; la más baja de las tres plantas no tenía ninguna ventana. La puerta había sido reforzada con chapas de hierro. Bajo las ventanas de la primera planta, púas de hierro rodeaban toda la casa como una orla de flecos.

Mientras Daniel mandaba preparar refrescos, Bostar y Antígono pasearon por el edificio, que el heleno recordaba muy bien a pesar del tiempo transcurrido desde su visita anterior. La pequeña fortaleza en la que los antepasados de Aníbal a menudo tenían que defenderse de saqueadores númidas o libios era obra, en su forma actual, de Baalyatón, el padre de Aníbal, padre de Amílcar el Rayo. Sin embargo, parte de los muebles y adornos eran más antiguos. Pesados arcones centenarios, recipientes de vidrio egipcios de la época en que los persas dominaban el Nilo, el peto de bronce que una vez perteneció a un soldado de Croiso, estatuillas de jade de la China, la cabeza, tratada con procedimientos desconocidos, de un gran simio de apariencia humana —un antepasado llamado Magón había tomado parte en la larga travesía libia de Hannón el Marino por el océano—; una bandeja de oro, grande como la rueda de un carro, con imágenes de la antigua mitología hindú; un sencillo y tornasolado incensario de madera de cedro, traído por el piloto del barco de la princesa Elisa de Tiro; miles de estatuillas de animales esculpidas en huesos de ballena, marfil, carey, ónice, cornalina; joyas de oro, plata, cobre verde, centenares de piedras preciosas distintas. Antígono contempló con amor y tristeza una cadena de un finísimo hilo de oro engarzado con piedras verdes y brillantes alternadas con otras más pequeñas y de color rojo oscuro, y adornada con dos discos de oro del tamaño de la palma de una mano —sujetos con broches también dorados—, de los que brotaban pájaros fantásticos: trocitos de piedras preciosas engastados en oro y cubiertos por una delgada capa de cristal pavonado. Esa joya maravillosa había colgado en numerosas ocasiones festivas del cuello y sobre el pecho de Kshyqti.

En otras habitaciones había pesadas camas de madera de ébano, con cabezas de personas talladas y pequeños discos de marfil, sábanas de lino blanco extendidas sobre tirante cuero granulado y cubiertas por mantas de púrpura con ribetes de oro, o pesados brocados de oro. En la biblioteca —tres habitaciones contiguas del lado oeste—, miles de cilindros de barro cerrados herméticamente con cera yacían en estantes negros. Contenían rollos de papiro, copias o piezas únicas, obras de valor incalculable, irremplazables y, muchas veces, increíbles: el cuaderno de bitácora del piloto Magón, cien veces más detallado que el informe de Hannón guardado en el templo; una temprana versión helena de los versos de la Odisea del ciego Homero, junto a una temprana traducción púnica; copias de las crónicas de los reyes de la ciudad de Tiro; crónicas de Gadir, Tarshish, Liksh, Kalpe, Kerne, Kart Hannón, en la desembocadura del Gyr; las crónicas de Kart-Hadtha, los informes de los comandantes de plaza de Sicilia y Sardonia, los informes de jefes de puertos de las Islas Afortunadas; las notas de los capitanes que habían cruzado el océano y habían comerciado en las tierras del norte y el sur del continente que se encontraba al otro lado; una versión prohibida de los libros sagrados de los egipcios, en escritura popular; dibujos egipcios de Manetho; una versión sacerdotal egipcia de las historias sumerias de Gilgamesh y Engidu; una copia completa de los libros de la Sibila, que incluía aquello que la sabia mujer destruyó cuando los romanos no quisieron pagar el precio; la astronomía de los egipcios y babilonios; los escritos de los estrategas, tácticos y maestros en cercos helenos; Aristóteles, Platón, Eurípides, Sófocles, Esquilo, Aristófanes y muchos otros escritores helenos; las memorias de Temístocles, escritas en la corte del rey persa; las pequeñísimas y confusas historias falsas de Mutumbal, que había vivido en Kart-Hadtha hacia cuatrocientos años; el parco y a veces sarcástico informe —Antígono había disfrutado al leerlo, durante su primera estadía en la finca— de un comerciante tirio anónimo sobre los verdaderos acontecimientos ocurridos en Ilión; escritos de templos; registros comerciales, listas de seguros, listas de cargamentos de barcos que alguna vez había poseído la familia; el informe del marino púnico Arish sobre su viaje de Egipto al País del Incienso, la India y Taprobane, las islas del lejano Oriente, en las que había tigres, elefantes, rinocerontes, extraños lagartos gigantes y montañas que escupían fuego, luego hasta China y después de regreso, a través de desiertos y estepas, montañas y ríos caudalosos, hasta en el Ponto Euxino; la dulce y melancólica canción de amor de una poetisa púnica anónima de la época inmediatamente posterior a la fundación de la ciudad; las epopeyas mercantiles y guerreras de Bitias de Ityke, Gilimat de Kart-Hadtha, Magón el Sacrílego, Boshmún el de Medio Corazón; los tratados entre Kart-Hadtha y Tarshish, los tratados con etruscos, siciliotas, italiotas, atenienses, corintios, lacedemonios, egipcios, persas, árabes, cushitas, masaliotas, romanos, macedonios, gatúlicos…

Los suelos de casi todas las habitaciones estaban cubiertos de gruesas alfombras tejidas, sobre todo en Kart-Hadtha, pero también en Egipto o la India; por todas partes colgaban tapices multicolores flanqueados por viejas espadas; de todas las paredes salían brazos y puños de hierro o bronce, en los que se podían colocar antorchas. Todas las habitaciones, incluso las de la planta baja, cerradas hacia el exterior, eran frescas y luminosas; las paredes blancas absorbían la luz del patio interior, tiros y agujeros hacían circular el aire. En las plantas superiores, las ventanas que daban al sur estaban cerradas por postigos; todas las ventanas de la casa tenían marcos de madera móviles revestidos con traslúcida vejiga de cerdo.

Los pasillos de las dos plantas superiores conducían a galerías que daban al patio interior; Antígono y Bostar bajaron las escaleras de madera. En el lado interior de la planta baja, sencillas columnas de mármol verde sostenían los arcos enladrillados en que se apoyaban los maderos de la galería. Flores de mil colores y diez mil aromas, dispuestas en tiestos y parterres, llenaban el patio interior, en cuyo centro se levantaba un pozo de mármol negro. Junto a éste, en una mesa baja, Daniel había mandado servir asado frío, pan, alcachofas en vinagre, puerros rehogados, miel, frutas, vino y agua.

En la comida casi no hablaron de los últimos años; como todos los ancianos, hablaron de la juventud. Sólo mucho más tarde volvió Antígono a su pregunta:

—¿Qué era eso de la mujer?

Daniel cerró los ojos.

—Es la mujer más hermosa, inteligente y dulce de cuantas viven entre las columnas de Melkart y los suburbios de Babilonia.

Se llamaba Elisa y era más que todo lo que había dicho Daniel. Su piel —crema de leche y nuez— parecía tensarse un tanto sobre los pómulos; cabello y ojos cobijaban una luz negra, la túnica blanca, con franjas verticales de púrpura y una faja de oro alrededor de la cintura, le llegaba hasta las rodillas, perfilando la silueta de una estatua de Afrodita; pero Elisa era lo que ninguna diosa inventada sería jamás, una mujer radiante y viva. Dientes para morder, labios para sonreír, párpados para hacer guiños; Elisa irradiaba ingenio y tibieza, y, cuando la veía moverse, Antígono pensaba en una vela de seda henchida por el fresco y suave viento del sudeste en una mañana de otoño, en algún lugar entre las islas Baleares y Sardonia.

Conversaron hasta ya muy entrada la noche; primero en el patio, luego junto a la chimenea, en una de las grandes habitaciones de la planta baja. Había muchas cosas que contar, intercambiar, comparar; y muchas carcajadas. Antígono, inconsciente de su propia y profunda voz, retuvo en la memoria una mezcla de sonidos, olores, ruidos, una exquisita combinación de muchas cosas. Elisa como nardo, almendra, cinamomo y reluciente alabastro; la aguda risita con que Daniel envolvía sus bromas; el vino fresco y claro en el patio interior el vino caliente y diluido con miel y pimienta; la voz tibia y áspera de Elisa, como el buche peinado con las yemas de los dedos de un lejano pájaro de copos de nieve y esmeralda; el crepitar de la leña y aquella extraña mezcla de incienso y otras hierbas, que subía desde los braseros como agua fresca de algún puerto; las canciones que una anciana libia cantaba por la noche en los establos; los movimientos de Bostar imitando puñaladas, acompañados de maldiciones por la situación de la economía púnica; el chillido de un pájaro nocturno, que al extinguirse fue seguido por los primeros cantos de las cigarras; el gran sosiego del antiguo estratega, la audacia de sus nuevos proyectos.

Demasiadas cosas que decir, y todas fueron dichas, saltando de un lugar a otro. La visita de Antígono a Aristón, en el lejano sur; los intentos de Bostar de sacar al banco indemne de los arrecifes y remolinos de los años turbulentos; el gran trabajo de renovación emprendido por Daniel y Aníbal en todo Byssatis, no sólo en la propiedad bárcida: nuevas y grandes plantaciones, centralización de pequeños sembrados de arrendatarios, preparación de terrenos para ser cultivados por antiguos soldados, las nuevas formas de la locura helena y la oscilación de Roma entre la decadencia económica y el poderío militar: la guerra de tres años entre Roma y Macedonia, la derrota de Filipo ante Tito Quinto Flaminio, los ataques del seléucida contra Egipto y Pérgamo, la ocupación de Éfeso y Abydos (Filipo y Antíoco contra Egipto, Roma contra Filipo, Atalo a favor de Roma, Antíoco y Rodas contra Filipo), levantamientos contra Roma en Iberia central, guerra de restos de tropas púnicas y soldados celtas, comandados por Amílcar, contra Roma, en el norte de Italia, conquista de Placentia, derrota y muerte de Amílcar… En algún momento, Daniel se quedó dormido en su sillón, roncando; Bostar se estiró sobre un montón de alfombras y mantas y su charla enmudeció a mitad de una frase; Elisa se fue a dar un paseo nocturno por la casa y no regreso.

Al amanecer Antígono estaba apoyado contra el borde del pozo; el patio interior era una inextricable muestra de miles de líneas y espacios grises y verdes, empapados del brotar del agua y los arrullos de las palomas que ya habían despertado. Aníbal estaba sentado encima de la mesa, con las piernas cruzadas. En la luz cambiante, el rostro con el parche rojo en un ojo parecía al mismo tiempo joven y roído por el cansancio. Hablaba sobre las fronteras violadas y sus vanos intentos de tener una entrevista con Masinissa.

—Me temo que los romanos se lo han prohibido. Como si creyeran que la mera presencia de Aníbal bastara para hacer cambiar de bando a Masinissa.

—Puede ser cierto; probablemente incluso tienen razón. No olvides que era amigo de Asdrúbal, después aliado de Roma, después esposo de Sapaníbal durante tres días. Tiene sus sueños, pero es muy influenciable. Escipión, que influenció en él, lo sabe mejor que nadie.

Aníbal se encogió de hombros.

—A pesar de ello. Con todo lo que hoy representa Roma, yo no tengo nada que ofrecerle.

Antígono sonrió.

—No oscurezcas tu luz, gran púnico. Masinissa es un bárbaro, pero criado mucho tiempo en Kart-Hadtha. Kart-Hadtha es desde hace seiscientos años una palabra mágica que produce envidia, temor y apocamiento a todos los númidas. Y Masinissa es un guerrero que reverencia al más grande estratega y, desde la pequeña guerra fronteriza, también lo teme.

Un año después de cerrado el acuerdo de paz, los númidas habían empezado a violar las imprecisas fronteras, a saquear aldeas, ocupar territorios. En una batalla, tres mil viejos soldados del estratega habían aniquilado a un ejército númida cuatro veces superior en número y comandado por el propio Masinissa.

—Sí, pero con la ayuda de Roma se curó rápidamente la nariz ensangrentada.

Antígono suspiró, repantigándose sobre el pretil del pozo.

—Fue a quejarse a Roma y los romanos exigieron tu destitución del cargo de estratega. ¿Ha impedido eso que continúes actuando? He escuchado algunas historias, pequeñas tropas dirigidas por un enmascarado, como un salteador de caminos. Al parecer estas tropas contestaban todas las intrusiones númidas con un golpe aún peor.

Aníbal sonrió.

—Durante el último año he pasado bastante tiempo en los caminos. Ahora la frontera está más o menos consolidada; pero hemos tenido que quemarle tres veces cada dedo a Masinissa para que por fin saque la mano.

Un rojo desteñido se deslizaba por el cielo. Los aromas de las flores, encapsulados por la noche, se liberaron, frescos y húmedos.

Antígono observó al púnico. A través de las estrías de sus ojos viejos y cansados vio el heleno las piernas morenas, las manos de dedos largos descansando sobre las rodillas, el chitón corto de color blanco, la barba negra y rizada, el parche del ojo, el pelo negro. Y una conjunción de estrías, colores de la mañana, vino y deseos hizo que viera Antígono como un manto transparente de energía que envolvía la fuerza y el poder, la inmensa voluntad de aquel hombre de cincuenta y un años que aún ahora apenas necesitaba dormir y nunca descansaba.

—Has hecho varias alusiones muy osadas sobre las cosas que quieres hacer ahora.

Aníbal asintió.

—Me obligaron a perder la guerra —dijo sin amargura—. Ahora yo quiero obligarlos a ellos a ganar la paz.

—Para eso necesitas un cargo público, amigo.

—Ése es el problema, Tigo. Tanto de cara al exterior como al interior. Roma puede prohibir al rey de los númidas que mantenga conversaciones con el estratega Aníbal; pero si Aníbal representara a la ciudad, en ejercicio de un cargo público, hasta Roma tendría que hablar con él. Lo mismo Masinissa, Antíoco, el próximo Ptolomeo.

—Hablarían, eso es seguro, pero no con el representante de la ciudad, sino con el dueño de un nombre famoso, con el antiguo estratega. La ciudad está desgarrada, ya no tiene importancia.

Aníbal se estiró, cruzó las manos detrás de la cabeza, hizo movimientos circulares con los codos.

—Cinco lunas, Tigo, es todo lo que necesito para devolver su grandeza a la ciudad.

Antígono sonrió.

—Cruzar los Alpes contigo fue una saludable tarde de excursión. Devolver la grandeza a Kart-Hadtha es más difícil.

Aníbal sacudió la cabeza.

—Te equivocas, Tigo. Ya te lo he dicho: he pasado mucho tiempo en los caminos durante el último año. Sé de qué estoy hablando, y sé qué es lo que tendría que hacer.

—También sabes que Roma respondería a cualquier golpe de Estado enviando legiones.

—Lo sé. También sé que las legiones es todo lo que tiene Roma. En Etruria ha estallado un levantamiento de esclavos; durante la guerra los romanos devastaron tanto sus propios territorios que ahora ya sólo tienen esclavos, no campesinos. En los próximos años se producirán levantamientos de esclavos en todas partes. Los romanos necesitan dinero y grano, Tigo, una Kart-Hadtha fuerte y amiga, no un cerco sangriento. Escipión sabe lo fuertes que son nuestras murallas.

—¿Qué quieres hacer? ¿Cómo puedo ayudarte?

Aníbal se inclinó hacia delante, siempre sentado sobre la mesa; puso ambas manos sobre los hombros de Antígono.

—Queridísimo amigo, tú has dado a mi padre, a mi cuñado, a mis hermanos, a mí y a la ciudad, más ayuda de la que jamás podría alguien recompensarte.

—No pido recompensa, muchacho.

—Lo sé. Pero, no, por ahora no necesito tu ayuda. El otrora estratega de Libia, Iberia e Italia es ahora miembro del Consejo de Kart-Hadtha y puede postular a cargos públicos. Además, gracias a la ayuda de Daniel y Bostar sigo siendo, o he vuelto a ser, un terrateniente adinerado, y puedo pagar sin problemas lo que hay que pagar para la adjudicación del cargo.

—¿Qué cargo, Asombro del Mundo?

Aníbal esbozó una sonrisa, pero en seguida volvió a mostrarse serio.

—Dentro de un par de lunas el pueblo elegirá a los nuevos sufetes. Antígono retuvo el aire un momento.

—Claro. El Consejo y los Ciento Cuatro no te darán nada, pero el pueblo…

—El pueblo me dará mucho más que eso, espero; pero eso es algo que todavía tengo que meditar más detenidamente.

—Aníbal sufete —Antígono meneó la cabeza—. Príncipe de la paz y juez supremo de Kart-Hadtha… Y, ¿después?

—Ah, ya veremos. Depende de muchas cosas.

Varias hogueras ardían en la plaza que se extendía detrás de las cuadras, graneros y almacenes. Al atardecer del día del solsticio de verano, el señor de la finca dio una fiesta para todos los trabajadores, trabajadoras y sus familias. Niños desnudos corrían alborotando entre los grupos de personas mayores; chicos y chicas adolescentes ayudaban maravillados a girar los asadores, repartir los panes, escanciar vino y, más tarde, entusiasmados y ebrios, se estrechaban entre los arbustos y detrás de los edificios. Arrendatarios, esclavos manumisos, viejos soldados procedentes de un sinfín de pueblos, mujeres jóvenes y mayores, ancianas y ancianos, todos comían, bebían, cantaban, contaban o escuchaban historias. Bostar estaba rodeado por una docena de niños, que tenían que soportar sus deslucidas canciones e ingeniosos juegos. Daniel y Aníbal iban de grupo en grupo, de hoguera en hoguera; lo mismo Antígono, que se reencontró con Marbil y muchos otros viejos conocidos, conversó con ellos y con sus mujeres, intercambió anécdotas y escuchó alabanzas a Aníbal, que había llevado a sus soldados a la gloria y, al terminar la guerra, les había dado pan y trabajo.

En cierto momento el heleno se encontraba con uno de muchos, muchísimos vasos de vino en la mano, sentado sobre un fardo de paja, con la espalda apoyada contra la muralla. Todos seguían cantando y bailando y riendo. Las hogueras, los vasos, los rostros bajo la luz reflejada por las paredes blancas; mucho más allá, sobre las colinas del horizonte, el oscuro mecerse de pastos y juncos bajo el soplo del viento nocturno y las estrellas. Antígono, cansado, pensaba en su cuerpo frágil, viejo, increíblemente resistente; un recipiente en el que su vida empezaba a agotarse; cerró los ojos, dio un trago y aspiró la noche con la nariz y la boca. En el vaho del vino, la resma de la leña en las hogueras, el olor de las cuadras, los hombres y mujeres bailando sudorosos, el aroma fresco de las murallas, cipreses y encinas y el ligero olor a moho de la paja, se mezcló un perfume de amarga dulzura, almendras y cinamomo; sin abrir los ojos, Antígono supo que Elisa estaba a su lado.

El heleno levantó el vaso, con los ojos todavía cerrados.

—Señora de las estrellas. Princesa de los colores de la noche.

Una risa suave. Viento llevando el polvo dorado de una hoja de palma.

—Señor del Banco de Arena. ¿Te molesto?

—Tu venida me refresca el espíritu.

Los fardos de paja se movieron; Elisa se sentó.

—¿Qué pensamientos te produce esta noche, Antígono?

—Pensamientos propios de un viejo loco, Elisa. Estaba pensando que es agradable vivir aquí, y que también seria agradable morir aquí.

—¿Lo dices por los hombres que están aquí, y los muchos que faltan?

Antígono abrió los ojos; parpadeó.

—Por las cosas que oculta esta noche. Olores que recuerdan otros olores, y los lugares en los que los sentí. Hogueras que recuerdan otras hogueras. Hogueras en Iberia, en los Alpes, en el hielo y la nieve, bajo la lluvia de un invierno itálico, en la llanura cálida de Cannae. Todas las hogueras, Elisa… éstas son las primeras desde que hay paz.

—A mi me sucede lo mismo.

Largos minutos después dijo Antígono a media voz:

—¿Qué puedo darte que puedas conservar, princesa?

Ella comprendió de inmediato y rió; una risa triste, casi silenciosa.

—Nada de lo que vale la pena conservar, se deja conservar. Todo lo que ahora me gustaría saber, dejará de ser importante mañana. Él siempre está cambiando, siempre inquieto, siempre en marcha hacia algún lugar. Tú lo sabes, Antígono.

—Pero su próximo objetivo es firme y definitivo. Kart-Hadtha. Quiere pasar allí un año, como mínimo.

—Una jungla. En Italia estaba más seguro. O aquí. —Elisa suspiró, bebió un traguito de su vaso—. Háblame de ti… Tigo.

Antígono se encogió de hombros.

—¿Qué puedo contarte? Nací en Kart-Hadtha, hijo de un meteco. Mis antepasados eran comerciantes, yo aún lo soy. He levantado un banco y administrado las fortunas de Amílcar Barca y Aníbal. He viajado un poco, hasta la India y Britania. He vivido un poco de la Primera Guerra Romana, toda la Guerra Libia, parte de la paz y casi toda la Segunda Guerra Romana. Ahora soy viejo, sigo siendo un loco, envidio a Aníbal porque tú lo amas, bebo demasiado y sueño con una muerte agradable.

La mano de Elisa, tibia y, sin embargo, fresca, se posó sobre el brazo de Antígono.

—Como él dijo una vez: «Tigo es el corazón de las cosas y actúa como si sus latidos no tuvieran importancia».

—¿Ha dicho él eso? Ja. Háblame de ti, dueña del corazón.

Hablaron de mil cosas distintas; al amanecer seguían sentados al pie de la muralla. Elisa, hija de un armador, había nacido el año del asesinato de Asdrúbal el Bello y, dos años después de la muerte de Asdrúbal Barca, se había casado contra su voluntad con un sobrino segundo de Hannón el Grande. Éste se había puesto en contra de su tío abuelo cuando la ciudad parecía precipitarse hacia el desastre y había muerto en la batalla de Naraggara, en la que tomó parte como suboficial de la caballería.

—Paz —dijo ella, mientras el cielo empezaba a teñirse de rojo—. Paz. Vino. Papiros que leer. Hijos e hijas. Amigos. Cuidar de que la miseria disminuya y los amigos aumenten. Tigo, lo he tenido tantas veces en mis brazos. Es inteligente y dulce, su cuerpo todavía es el de un joven guerrero. Pero dime, si puedes, ayúdame, si puedo pedírtelo: tengo el derecho de… Es como si yo quisiera ser la única dueña de algo que pertenece a toda la Oikumene, al cosmos.

—Es un hombre, no un dios, Elisa. Ha reñido y llorado y bebido y matado, ha dormido con mujeres y ha asombrado al mundo. Pero yo nunca lo había visto tan tranquilo y tan… tan equilibrado como aquí. Perdió demasiado pronto el calor y el regazo de la princesa Kshyqti. Dice que cuando era niño encontraba algo de eso en mi casa. Su padre, el gran Amílcar, lo amaba, pero con la vida que llevaba no podía dar calor a sus hijos. Aníbal ha dado a la ciudad más de lo que ésta quería recibir, y ha dado a la Oikumene más de lo que ésta vale. Tú, Elisa, le das a él todo lo que él siempre ha deseado. Lo que ha deseado el hombre, no la musa de la historia.

—Yo lo conozco y, al mismo tiempo, no lo conozco. Cuéntame… no tengo celos de las cosas pasadas, pero quiero saber más. Háblame de las mujeres. —Sus uñas se clavaron en el brazo del heleno—. También de las cosas malas que sucedieron en la guerra.

Antígono soltó la mano de Elisa de su brazo y la acarició.

—En todos esos años nunca ha tomado a una mujer por la fuerza, nunca ha deshonrado, maltratado ni vejado a mujer alguna.

El heleno hablaba sin seleccionar sus palabras con cuidado. Mientras los primeros borrachos dormidos empezaban a despertar y los animales de los establos y los pasos cercanos comenzaban a impacientarse y hacer ruido, Antígono hablaba de muchas otras personas y cosas, de llama y de Ylán, Isis y Tsuniro, Memnón y Aristón, Asdrúbal y Magón, las charlas con Cornelio Escipión, la resignada tristeza que se había apoderado de él cuando se enteró de que una tempestad había hundido el barco en que viajaba Tomiris… Se inclinó hacia delante y cogió las manos de la mujer que Aníbal amaba.

—La felicidad no se puede ordenar a voluntad ni conservar a la fuerza, Elisa. Horribles palabras de un viejo. Cuando la tengas, cógela en tus brazos y estréchala contra tu corazón; no preguntes si los dioses, que no existen, se equivocaron al repartirla, o si otras personas de la Oikumene, del cosmos, tenían derecho a ella. Si existieran dioses no existiría felicidad para los hombres, pues los dioses se quedarían con ella y la cuidarían celosamente, como al fuego que, dicen, les robó Prometeo. ¿Qué es el fuego, comparado con el amor?

Ella sonrió, cansada y triste, se arrodilló frente a Antígono y le besó las mejillas.

—Gracias por una noche larga y preciosa.

—No des las gracias por un regalo sin importancia, pues al aceptarlo has hecho un regalo mucho más grande a quien te lo daba.

Elisa soltó de repente una risita reprimida.

—Oh Tigo, el estratega es muy sabio en lo que opina de ti. Te ama; hace unas horas he visto cómo nos miraba y sonreía. Aníbal dice que tú siempre conviertes todo lo bueno en mejor. Pero…, tengo una pregunta más. No como Elisa, sino como amada del gran estratega. No como la mujer que te visitará con frecuencia en Kart-Hadtha, sino como la viuda del sobrino segundo de Hannón la Víbora.

Antígono torció los ojos.

—Estropeas la noche que hemos pasado al mencionar ese nombre.

—A pesar de ello, Aníbal dijo una vez que él había leído el nombre que escribiste en la carne de Hannón. Pero no quiso explicar que quería decir con eso.

Antígono se sentó derecho.

—¿Eso ha dicho? ¡Demonio negro!

—¿Qué quería decir, amigo?

—Hannón el Grande murió a los pies de su dios, como convenía. Yo no escribí nada en su carne.

Elisa le puso las manos en las mejillas; sus ojos negros absorbieron toda la fuerza con que el viejo comerciante podía mentir.

—Entonces se dijo que el dios Baal, en su gracia infinita, había hecho reventar el corazón de su sumo sacerdote. Yo siempre odié a Hannón, y me entristece ese honroso final —dijo Elisa.

Antígono suspiró y puso sus manos sobre las de Elisa, que seguían sobre sus mejillas.

—Aunque se me concedieran setenta y dos años más, nunca podría llegar a comprender a los púnicos. Ni a las púnicas. Tú, recipiente de todo el amor y la belleza, ¿puedes odiar?

Luz negra brotó de los ojos de la mujer.

—Oh, Elisa —dijo el heleno muy despacio—, ¿entiendes el idioma del templo? ¿El antiguo fenicio, como era antes de transformarse en el deteriorado púnico?

Ella asintió; sus grandes ojos estaban repletos de interrogantes.

—El más inmisericorde de todos los púnicos, uno de los personajes más siniestros que la musa de la historia ha ideado jamás, Hannón, apodado el Grande, se llamaba Khenu.

—El misericordioso, la gracia, lo sé. —Una luz de comprensión brilló detrás de sus ojos.

—Era sumo sacerdote de Baal, el más inmisericorde de todos los dioses inventados por los púnicos. Yo me ocupé de que Hannón y Baal se reunieran en la muerte. Ése es el nombre que escribí no en su carne, pero sí con su carne.

Lentamente, asombrada, Elisa dijo:

—Hannón Baal (Khenu Baal) Aníbal.

—Gracia de Baal.

Ella quitó las manos de las mejillas del heleno, cogió sus manos, las apretó casi con furia.

—Y, ¿cómo… cómo lo hiciste?

Antígono suspiró, cerró los ojos, habló de la noche de lluvia y el tofet. Cuando acabó volvió a abrir los ojos y la miró.

Elisa echó la cabeza hacia atrás, mostrando los tendones de su delgado cuello. Rió, rió a más no poder, tomó aire, volvió a reír. Después se inclinó hacia delante y le besó las manos.

En Kart-Hadtha tuvo lugar otra ceremonia fúnebre, que se había aplazado hasta ya no admitir mayores dilaciones. Salambua, hija de Amílcar y Kshyqti, viuda de Naravas, hermana de Aníbal, Asdrúbal, Magón y Sapaníbal —la primera esposa de Asdrúbal el Bello, muerta hacía mucho tiempo— había muerto por exceso de gordura y estancamiento del espíritu, de su corazón grande y dulce, que, sepultado bajo la áspera lengua, ya no encontraba ningún refugio, nada a donde dirigir su cariño.

En la reunión de la Asamblea Popular celebrada para elegir a los nuevos sufetes, Asdrúbal el Carnero instó a los ciudadanos de pleno derecho a que no eligieran de ninguna manera a Aníbal. Les presentó a los candidatos apoyados por el Consejo, dos consejeros de las filas de los «Viejos», que últimamente se llamaban a si mismos pacifistas y amigos de Roma. Aníbal, quien había convencido de que se presentara como candidato a su viejo amigo, oficial y subordinado Bonqart, también miembro del Consejo y descendiente de una vieja y rica familia, dio un discurso breve, mordaz y fulminante. La plaza situada frente al edificio del Consejo estaba repleta; la anunciada candidatura del antiguo estratega había atraído al ágora a más ciudadanos con derecho a voto que ninguna otra elección anterior.

—Asdrúbal, a quien llamamos el Carnero porque apesta y deshonra a vuestras hijas tan a menudo como puede; Asdrúbal, que lloró en el Consejo cuando hubo que pagar los primeros doscientos talentos a Roma; Asdrúbal, que me ha llamado frívolo y desconsiderado con las lágrimas de otros, porque me río de sus lágrimas; Asdrúbal, a quien aquella vez dije que debía haber llorado cuando nuestros quinientos barcos de guerra ardieron en llamas, y con ellos nuestra libertad; Asdrúbal el Carnero, amigo de Roma, que cada luna envía un informe al Senado romano; Asdrúbal, que pasó largos años sin hacer nada para defender nuestras fronteras ensangrentadas por Masinissa; Asdrúbal, que pronto necesitará que la mano de un romano lo ayude hasta para mear; Asdrúbal el Carnero, quien ha convertido vuestra sangre en su plata, vuestras lágrimas en su oro, vuestro sudor en sus piedras preciosas; Asdrúbal el Apestoso, cuya gente lleva años dejando que la ciudad se hunda, se suma en la miseria, sea pasto para ladrones y salteadores que por las noches se enriquecen a costa de vosotros, igual que Asdrúbal lo hace de día; ¡ese Asdrúbal, ciudadanos de Kart-Hadtha, quiere ahora deciros por quién debéis votar!

Hizo una pausa. Su poderosa voz había llegado a las decenas de miles de ciudadanos agolpados en la plaza. Asdrúbal, a unos cuantos pasos de distancia de Aníbal, cruzó los brazos y luego volvió a dejarlos libres; su rostro tenía el color de una maligna puesta de sol.

El tono de voz de Aníbal, hasta entonces incisivo, se hizo suave, casi triste.

—Ha habido otros hombres que llevaban el nombre de Asdrúbal. Para encontrarlos no tenemos que retroceder mucho en la historia de Kart-Hadtha, en una historia gloriosa que los sucios dedos de este hombre se han encargado de manchar. El estratega Asdrúbal, que luchó contra Timoleón en Sicilia. Asdrúbal el Bello, que, junto con Amílcar el Rayo, puso fin a la Guerra Libia y conquistó Iberia, y, después de la muerte de Amílcar, fue durante ocho años un gran estratega de Libia e Iberia, protegió a la ciudad, estimuló el comercio, cerró un buen tratado con Roma, que los romanos después rompieron. Asdrúbal, hijo de Amílcar, mi hermano, que a pesar de los obstáculos puestos por Hannón y sus correligionarios luchó valiente y diestramente en Iberia y Numidia, marchó hacia Italia cruzando los Alpes y cayó como un gran estratega en una gran batalla, siendo honrado incluso por los romanos. Pero este Asdrúbal —se volvió hacia el líder de los pacifistas, extendiendo los brazos— deshonra a vuestras hijas, a la ciudad y al nombre que hombres mejores que él han llevado de mejor forma. Sobre los cabezas de chorlito a los que ha propuesto para ocupar los cargos más altos de Kart-Hadtha prefiero no decir nada.

»Vosotros me conocéis. Sabéis qué he hecho durante los años de guerra. Pero no os hagáis falsas esperanzas. Si nos elegís a Bonqart y a mí no habrá guerra. Roma es demasiado fuerte, Masinissa es demasiado poderoso. Los titubeos del Consejo me hicieron perder la guerra. Con vuestra ayuda, ciudadanos, contra el Consejo y el Tribunal de los Ciento Cuatro, intentaré ganar la paz. La ciudad y el país deben poder respirar de nuevo; vosotros debéis poder volver a dormir en noches tranquilas; todos nosotros tenemos que poder trabajar otra vez para obtener ganancias seguras que no terminen en los bolsillos de funcionarios corruptos, sino que nos ayuden a todos nosotros y a la ciudad. Durante los últimos años he viajado mucho; sé que de cada cinco shiqlus que se pagan como tasa aduanera en un puerto púnico, sólo uno llega al tesoro de la ciudad. Y también sé adónde van a parar los otros cuatro. Le cortaré la mano al que se apropie del dinero que tanta falta le hace a la ciudad. Protegeré las fronteras, para que nuestras ricas fincas y plantaciones puedan trabajar sin preocupaciones y sin saqueos. Protegeré a las ciudades que se encuentran entre Acola y Sabrata, que están infestadas de piratas y salteadores de caminos, para que el comercio y los impuestos puedan fluir. Además, debemos utilizar nuestros diez barcos de guerra, y las ciudades deben poseer pequeñas tropas. Escucho a los consejeros lanzar ayes; las tropas cuestan dinero, es cierto. Pero cuestan menos que los asaltos a las aduanas y el robo de los tributos.

Hizo otra breve pausa; luego sonrió.

—Y ahora basta de hablar. Sólo quiero pediros una cosa más. Cuando hagáis vuestra elección, pensad a quién y qué estáis eligiendo. Si nos elegís a mí y a Bonqart, por favor, quedaos un momento después de la elección, pues los nuevos sufetes quieren proclamar dos nuevas leyes muy importantes. Naturalmente, si nos elegís, no asumiremos el cargo hasta el inicio del nuevo año, pero, independientemente de quiénes sean los sufetes, las leyes las hacéis vosotros, el pueblo.

Tras oír el discurso y las inequívocas manifestaciones de la multitud, Antígono supo qué resultado tendría la elección. El heleno estaba sentado en la primera planta de una taberna del ágora, desde donde tenía una visión panorámica de la plaza; se preguntaba qué estaría tramando Aníbal. En ninguna de las conversaciones que había sostenido con él había hablado de una nueva ley que seria sometida a aprobación de inmediato.

La multitud se arremolinó de forma caótica, hasta dividirse en dos grupos. Los sufetes en funciones, que dirigían la elección, renunciaron a contar las cabezas. Frente a los candidatos propuestos por Asdrúbal el Carnero, a uno de los lados del edificio del Consejo, quedaba mucho espacio libre; alrededor de una séptima parte de los ciudadanos se había colocado allí; todos los demás estaban al otro lado, frente a Aníbal y Bonqart.

Tras las habituales invocaciones a los dioses y la proclamación del resultado, Aníbal y Bonqart agradecieron la elección a los ciudadanos; después, el antiguo estratega retomó la palabra.

—El verano llega a su fin; dentro de veinte días empezará el nuevo año. Los proyectos que pondremos en práctica juntos volverán a llenar las desvalijadas arcas de la ciudad, lenta y continuamente. Harán posible que podamos pagar a Roma los doscientos talentos anuales sin que los ojos se nos llenen de lágrimas. Veréis mejoras rápidamente, pero no de inmediato. Harán falta dos o tres lunas para que las nuevas medidas rindan sus frutos, pero para poner en práctica nuestros planes la ciudad necesita dinero en seguida. ¿Quiénes de vosotros poseéis más de cincuenta shiqlus? No hablo de herramientas ni de propiedades que valgan esa cantidad, sino de dinero.

Debían ser unos dos mil de los más de cuarenta mil; dos mil brazos se habían levantado.

—Bien. Ésta es la primera nueva ley para la que os pido vuestra aprobación, ahora, inmediatamente. Vosotros sabéis que no soy avaro. En la guerra, cuando el Consejo no quería costearme tropas, gasté por vosotros nueve décimas partes de la fortuna adquirida por mis antepasados. La mitad de la décima parte restante la entregaré al tesoro de la ciudad. A vosotros os pido una ley según la cual todo el que posea más de cincuenta shiqlus entregue a la ciudad la centésima parte de su fortuna, como impuesto de emergencia.

Esperó, sereno y en apariencia completamente impasible, hasta que el barullo hubo cesado. Los consejeros presentes en la elección agitaban los brazos y vociferaban.

—Sé que los ciudadanos de Kart-Hadtha nunca han tenido que pagar impuestos, pero la ciudad nunca ha estado en tan mala situación. Yo propongo esa ley; lo mismo Bonqart. Hemos pensado cómo se puede cobrar ese impuesto de manera justa y sin perjudicar a los ciudadanos ni a la ciudad. Si estáis de acuerdo, las corporaciones y gremios de Kart-Hadtha elegirán a cien hombres honestos que sepan leer y escribir, conozcan y respeten las leyes y no se dejen sobornar. Esos cien hombres asesorarán al tesorero. Quien no quiera declarar sobre su fortuna, o haga una declaración poco creíble, deberá someterse a una tasación hecha por los Cien. Los grandes negocios o bancos que no pertenezcan a una persona, sino a muchas, no pagarán sobre su fortuna, de la cual no pueden disponer, sino sobre sus ganancias; la décima parte de las ganancias obtenidas durante el año que ahora termina.

Sufetes, consejeros y los miembros del Tribunal de los Ciento Cuatro que estaban presentes deliberaron, pero en vano. Los sufetes recién elegidos habían propuesto una ley sin precedentes, que rompía con las tradiciones y costumbres, pero las leyes de la ciudad les dejaban abierta la posibilidad de hacer esa propuesta.

La votación demoró un largo rato. No porque hubiera dudas sobre el resultado, que era tan claro como el de la elección de los sufetes, sino porque consejeros y jueces corrían una y otra vez hacia la multitud, hablaban, maldecían, prometían. Pasó casi una hora hasta que Aníbal y Bonqart pudieron someter a votación la segunda ley; ley que casi equivalía a un cambio de régimen.

La voz fría de Aníbal trataba el proyecto como si fuera cosa de todos los días.

—Los trescientos señores del Consejo son elegidos entre los miembros de las familias más antiguas y ricas de la ciudad. Treinta de ellos forman el Consejo de Ancianos. Con los que no pertenecen a los Trescientos Grandes, pero se acercan a ellos, se constituye el Consejo de los Ciento Cuatro: los jueces que salvaguardan nuestras leyes. El Consejo y los Ciento Cuatro determinan la composición de las comisiones de cinco miembros que deciden sobre asuntos particulares de importancia, supervisan las recaudaciones aduaneras, cuidan de la seguridad ciudadana, etcétera. Puede ser que entre ellos haya hombres decentes —grandes carcajadas—, pero que algunos ricos sean seleccionados para desempeñar altos cargos de por vida, y que al morir sean sucedidos por otros ricos, es algo que a Bonqart y a mi nos parece… hmm, si, poco inteligente. Los ricos y sabios han dirigido diestramente a Kart-Hadtha durante mucho tiempo; también han cometido errores, como cualquier ser humano. Pero la ciudad y el país no están compuestos únicamente por hombres ricos y sabios. Por eso proponemos que vosotros, los ciudadanos de Kart-Hadtha, elijáis en los barrios, los gremios, las corporaciones, los comités laborales, a mil hombres justos y honrados que sepan leer y escribir y que conozcan y respeten las leyes. Esos mil hombres se presentarán ante vosotros el día posterior a la toma del cargo de los nuevos sufetes. Entre esos mil hombres elegiréis, vosotros, a los Ciento Cuatro jueces, y el cargo no será vitalicio, sino que se renovará cada año. Durante el período en que desempeñen su cargo, los jueces recibirán un sueldo pagado por la ciudad, para que no tengan que aceptar dinero de otros ni tengan que pasar hambre. Pasado un año dejarán el cargo y se elegirá a otros. Nadie podrá ser elegido dos veces. Si aprobáis esta propuesta, los actuales Ciento Cuatro cesarán sus funciones el día en que los nuevos sufetes asuman su cargo.

Corrían unos calurosos días de principio de otoño, pero no era el sol lo que hizo hervir a toda la ciudad hasta el comienzo del nuevo año y mucho después. Empezó la cruel guerra de la paz. Pocos días después de asumir su cargo, los nuevos sufetes presentaron al Consejo y los nuevos jueces montañas de pruebas contra funcionarios aduaneros, supervisores de aduana y hombres de la administración aduanera, miembros de diferentes pentarquías y miembros del supremo Consejo de Kart-Hadtha que se habían dejado sobornar. El impuesto sobre las fortunas particulares produjo casi tres mil talentos sin perjudicar a nadie ni provocar malestar. Los sufetes encargaron a un experimentado suboficial de la Guerra Romana, Adérbal, la formación de un ejército fronterizo de seis mil soldados de a pie y mil jinetes, reforzaron y depuraron las tropas de vigilancia de la ciudad, exhortaron a los gremios a que formaran milicias ciudadanas en los diferentes barrios. Con los diez trirremes y tripulaciones escogidas, Bonqart emprendió un rápido ataque contra los piratas de Sirte; se emplazaron tropas en las ciudades, y centros comerciales púnicos situados entre Takape y Filenón.

De pronto volvieron a llegar caravanas; en el transcurso de dos lunas se triplicaron las recaudaciones de las aduanas terrestres y portuarias. Masinissa envió una embajada. Los nuevos jueces aplicaron duras sanciones a los funcionarios sobornados; se confiscaron fortunas. El comercio marítimo volvió a prosperar; la enterrada, desvastada, malgastada, olvidada riqueza volvió a brillar en la antigua ciudad, que aún poseía a los comerciantes más astutos y a los mejores artesanos de la Oikumene, y cuyos fértiles campos pronto volvieron a entregar excedentes; y era una riqueza gigantesca. Antígono calculaba que cuando acabara el periodo de sufetes de Aníbal y Bonqart, la ciudad seria capaz de pagar a Roma en una sola entrega los ocho mil ochocientos talentos de plata restantes. Roma, un Estado armado hasta los dientes, pero perturbado y formado por una población hambrienta, Macedonia, siempre disgregándose, las ciudades y Estados helenos como Pérgamo, el rico Egipto, estremecido por disturbios, incluso el seléucida Antíoco, que volvía a avanzar en el Egeo, dirigían la mirada hacia Kart-Hadtha, enviaban embajadas y extendían el comercio. Siete años atrás la ciudad había sido la dueña del mar y la potencia más fuerte del Oeste de la Oikumene; a pesar de las guerras, derrotas y pérdidas de territorio, Kart-Hadtha era otra vez la más importante y sólida potencia económica.

Aníbal, quien ahora también en la paz era el Asombro del Mundo, había dado nueva vida a la ciudad y a algo más. Elisa estaba encinta. Pero el milagro, realizado en pocas lunas, exigió como precio la tranquilidad. Aníbal y Bonqart, con ayuda de la Asamblea Popular y los nuevos jueces, echaron abajo la tenaz resistencia de los ricos y el Consejo, quienes habían impuesto que también los sufetes sólo podrían ser elegidos por un año y una sola vez. No habría reelección; todo lo que tenían proyectado debían realizarlo en el transcurso de ese año. A todas las horas del día y de la noche el palacio de Megara pululaba de mensajeros, embajadores, colaboradores, funcionarios, peticionarios… Kart-Hadtha era un floreciente hervidero, mientras Roma padecía, Iberia comenzaba la siguiente insurrección, los celtas del norte de Italia continuaban la guerra, en el Alto Egipto estallaba un levantamiento contra el joven Ptolomeo y Antíoco cruzaba el Helesponto para volver a levantar el imperio de Alejandro también en Occidente.

Antígono visitó a Elisa la víspera de su partida; ella quería dar a luz al hijo de Aníbal en la finca de Byssatis, no en el barullo y vértigo de Kart-Hadtha.

—Los viejos lobos están sacando los dientes —dijo Elisa—. Me temo que en algún momento les llegará su turno. Tigo, tengo miedo. Todo va demasiado rápido, demasiado bien, demasiado maravilloso. Y esto. —Se puso la mano sobre la barriga, donde empezaba a notarse una curva.

—Intentaré cuidar de él.

Ella asintió moviendo la cabeza lentamente.

—Si pudieras hacerlo…

Pero no llegó la hora de los lobos. Llegaron dos cartas de Roma, en un bote rápido; llegaron un día antes que el gran barco de guerra romano que trajo a los emisarios. Una carta era de Sosilos el Traidor, quien tras la última batalla se había ido con Escipión. La otra carta era de Torcuato, un escritor romano que recordaba las buenas maneras. Ambas estaban dirigidas a Antígono; cartas dirigidas al sufete Aníbal no hubieran podido salir de Roma. Ambas acusaban a Publio Cornelio Escipión de un honroso crimen por el cual él, el vencedor de Naraggara y príncipes del Senado romano, merecía gloria eterna. Escipión había hecho llamar a Sosilos y Torcuato, les había pedido, como de paso, información sobre la salud de Aníbal, de la que ellos sabían menos que el romano, había sostenido un oscuro monólogo sobre el bote correo de alquiler visto en Ostia y había hablado, casi para si mismo, de Asdrúbal el Carnero, quien había acudido a Roma con quejas contra el sufete: Aníbal estaría planeando unirse con Antíoco y hacer la guerra contra Roma. Naturalmente, había murmurado luego Escipión, él sabía que todo eso era absurdo y se había opuesto al Senado, pero finalmente, y contra su voluntad, se había decidido que Roma pidiera a Cartago la extradición de Aníbal y de su amigo y banquero Antígono.

Un día después del arribo del bote correo llegó el barco de guerra de la loba romana, y le tocó el turno a Asdrúbal: empezó la hora del Carnero.

ELISA, HIJA DE BUDUN, ESPOSA DE ANÍBAL

A ANTÍGONO, HIJO DE ARÍSTIDES,

SEÑOR DEL BANCO DE ARENA

Guardián de los Tesoros, Protector de los Rayos, Amigo de todos los Amigos, oh Tigo: Aníbal me ha escrito diciendo que todo va estupendamente. Aquí, en el campo, la vida es tranquila y feliz; la gente trabaja cantando. Sé qué Aníbal y Bonqart hicieron milagros con los gremios y la Asamblea Popular, que las nuevas leyes sólo pueden ser derogadas por la Asamblea Popular, que ni siquiera un sufete llamado Asdrúbal el Carnero puede volver a estancar el río liberado. El campo es muy agradable, Daniel me distrae con sus charlas maliciosas; me ha dicho que envíe recuerdos a ese viejo alcornoque meteco, ¿a quién se habrá referido?

Pero a medida que el niño crece en mi vientre, se multiplican los malos sueños. Oh Tigo, sueños de sangre y decadencia. No todas las noches, pero muy a menudo, demasiado a menudo. ¿Acaso tú, que has viajado tanto y has vivido en tantos países y épocas, sabes interpretar esos sueños? Un barco anclado junto la orilla que se llena de sangre y, sin embargo, no se hunde; una tempestad que se desata sobre el desierto y se acerca cada vez más, hasta que veo que está formada por serpientes monstruosas y despierto gritando; un león saliendo de un fuego que todo penetra; una pared de agua que llega hasta el cielo y arrastra todas las escaleras y escalas salvadoras. Miedo, Tigo; tengo miedo, y sin embargo debería estar celebrando las maravillas del campo y de mi vientre.

Tres lunas más, y aparte de los sueños no hay ningún trastorno. ¿Vendrás cuando el niño esté aquí, Tigo? Hijo o hija, es igual, tu mano tiene que posarse sobre la cabeza del pequeño, como lo hizo sobre la de Aníbal. Sé qué le prometiste a Kshyqti, y también sé que no soy digna de llevar las joyas de Kshyqti que Aníbal me ha reglado. Pero te quiero y te agradezco los años de amistad que le has dado a él y a los otros, y te pido que también quieras y protejas a este futuro niño.

Escríbeme diciendo si vas a venir, Y si sabes interpretar los sueños. Y cuídate.

Elisa