—Si emborrachas a un chivo, le tuerces la pata derecha delantera, le vendas los ojos y lo haces correr a lo largo de una pendiente llena de agujeros de conejos y mojada, aquí y allá, con el derrame de una cabra en celo…
—Si —dijo Antígono débilmente y sin interés.
—Y si después dibujas en un papiro el camino cubierto por ese pobre chivo, ¿qué obtienes como resultado?
—Espero que me lo digas en seguida.
Bostar asintió furioso.
—Te lo diré ahora mismo. Obtienes una buena reproducción del rumbo que está siguiendo el Consejo de Kart-Hadtha en esta guerra.
Antígono esbozó una sonrisa forzada. Estaba cansado se sentía viejo y decrépito; el hueco entusiasmo de la ciudad le daba náuseas, y el chiste matutino de Bostar más bien empeoraba todo.
El viejo amigo advirtió que las cosas no estaban como debían estar.
—¿Los pequeños?
—Ya no estoy acostumbrado a las malas noches, en todo caso, no a ese tipo de malas noches.
Bostar le dio una palmada en la espalda y se dirigió a su escritorio.
—Pues bien, abuelo, simplemente disfrútalo, diciéndote a ti mismo que por lo menos son demasiado pequeños para que los mentecatos los envíen a la guerra.
—Qué gran consuelo, qué gran consuelo. ¡Bah!
Cuatro días antes había llegado Qalaby, la viuda de Memnón, con sus dos hijos, Amílcar (cinco años) y Arístides (tres). La nuera casi desconocida y los nietos completamente extraños eran una obligación evidente, pero de ninguna manera un consuelo; habían abierto la herida justo cuando ésta comenzaba a cerrarse. Antígono estaba sentado a su mesa, sobre la cual se apilaban los rollos, mirando fijamente por la ventana: el puerto, el cielo gris del invierno. Se dijo a si mismo que la mayoría de la gente moría antes de llegar a su edad: cincuenta y tres años; que ya era inusualmente viejo. El heleno siempre había cuidado de que sus pensamientos salieran al encuentro de las cosas desagradables, para así superarlas; pero ahora él —o algo dentro de él— pensaba con esas cosas, las imaginaba en cierta medida reforzadas y protegidas, y aumentaba sus fuerzas. Antígono nunca había tenido molestias en los dientes; pero ahora que pensaba que la vida había perdido su sabor, los dientes empezaban a dolerle. Como pensaba que era viejo, se sentía como un anciano. Negocios excitantes e imaginativos lo dejaban frío; ya tampoco se le ocurría nada, y todos los buenos negocios se remitían a las ideas de Bostar. Estaba convencido de que su desgastado cuerpo de anciano no volvería a ser amado por una mujer, no volvería a soportar un largo viaje por mar, no volvería a sentarse sobre un caballo; las tabernas de mala muerte del puerto lo aburrían, el vino sabía como agua, el pan recién hecho y el asado parecían papiro. Estaba jugando distraído con la caña de escribir, la quebró, la dejó sobre la mesa, sumió la mirada en el pasado. Ninguna noticia desde hacía tres años, ninguna señal de vida de su hermano Atalo, de Massalia… guerra. Cinco años atrás, su hermana Arsinoe y su esposo, Casandro, le habían vendido la vieja casa familiar del barrio de los metecos y el viejo negocio comercial, o bien la parte que poseían de éste, y se habían mudado a Atenas con sus hijos, ya adultos. No les hacía falta hacer nada, o casi nada; podían vivir de su fortuna. Pero ya no estaban allí.
El esposo de Argíope había muerto, ¿hacía cuántos años? ¿Siete? ¿Ocho? La hermana vivía en la vieja finca de la costa, al noroeste de Kart-Hadtha y Tynes, que había salido sin daños de la guerra contra los mercenarios; Antígono ni siquiera sabía qué estaban haciendo actualmente los hijos de Argíope. El hijo de Isis, Memnón, estaba muerto; el hijo de Tsuniro, Aristón, era feliz, rico y poderoso dentro de lo que cabe, pero estaba lejos, en el sur. El heleno dejó escapar un suave suspiro, sin advertirlo, y se dijo que lo más sensato era amar a Qalaby y a los dos nietos, pero de momento los odiaba, porque le hacían recordar a Memnón y le molestaban el sueño; mudarse con ellos al campo y ser un abuelo viejo y querido… pero la idea le daba terror.
—¿Sabes qué es lo que te falta?
Antígono se sobresaltó y miró hacia Bostar.
—No. ¿Qué?
Bostar sonrió.
—Un largo viaje en el Alas, coger la gran borrachera con Bomílcar todas las noches en la cubierta de popa, visitar puertos y, ¿cómo se llama esa semihelena? ¿Tomiris? Una cuantas lunas en su cama. Eso es lo que te falta. Muchacho.
—¿Puedes leerme los pensamientos?
—No, pero sí la cara. —Se levantó y se acercó a la mesa de Antígono—. Ahora levántate.
—¿Por qué?
—Vamos, levántate. Es importante.
Antígono se encogió de hombros y se puso de pie. Bostar lo hizo girar, de modo que el heleno quedó de cara a la ventana, retrocedió unos pasos y le dio una patada en el trasero.
—Por eso —dijo el púnico casi con seriedad cuando Antígono se dio la vuelta—. Si tú no te das a ti mismo una patada en el culo, entonces tengo que dártela yo.
Gracias a la patada de Bostar u otras razones, Antígono salió del bache; ya no le dolían los dientes. Se le cayó una muela. Durante las lunas siguientes se desarrolló un cierto afecto entre el heleno y su nuera ibérica, y un amor entrañable entre abuelo y sus nietos. La casa de la puerta de Tynes volvía a tener vida; sin embargo, Antígono no la consideraba la mejor residencia imaginable.
—Los niños necesitan algo diferente —dijo una templada noche invernal, cuando Amílcar y Arístides ya se habían ido a dormir y Antígono y Qalaby se quedaron a solas en el gran salón, bebiendo vino aromático caliente y respirando el perfume que brotaba de los braseros: carbón vegetal y miles de hierbas, y entre ellas un poco de incienso.
—¿Qué, padre? —El rostro de Qalaby era un juego de siluetas móviles, luces sombras cambiantes, ojos resplandecientes, dientes brillantes.
—Mejor aire. Más espacio.
—Te estamos agradecidos por todo esto. —Qalaby insinuó una inclinación sin levantarse de su asiento.
Antígono sabía que ésa no era una conversación vacía; también sabía qué mal lo habían pasado su nuera y sus nietos los últimos tiempos en Iberia. Al comenzar la guerra, cuando Memnón marchó hacia el norte con el ejército, Qalaby se quedó un tiempo en la nueva Kart-Hadtha; más tarde, al nacer su segundo hijo, regresó al seno de su familia, en las montañas, al otro lado de Mastia. Cuando se vio que Aníbal no volvería, sino que seguiría hacia Italia, y con él Memnón, y cuando los romanos desembarcaron al norte de Iberia, la atmósfera cambió incluso en las cercanías de la nueva Kart-Hadtha. Memnón había podido dejar un poco de dinero y, en un primer momento, Qalaby, como las otras mujeres de soldados y oficiales que se habían quedado en Iberia, recibía regularmente la mitad de la paga de su esposo. Pero con la creciente inquietud, los contragolpes, el avance de los romanos, la tesorería de la capital ibérica se sumió en el caos. Finalmente, Qalaby y los niños tuvieron que depender únicamente de su familia, en la que algunos empezaban a hablar a favor de Roma. Memnón podía ser heleno, pero Qalaby se había convertido en una esposa púnica. En el fondo, los íberos no estaban a favor de los romanos, sino únicamente a favor de la propia libertad. Gente sensata, algunos de los cuales habían viajado mucho, intentaron hacer comprender a los otros que esa posibilidad no existía, y que sólo podían elegir entre los púnicos, que sólo estaban interesados en la apertura económica y las ganancias y dejaban intactos los usos, costumbres e instituciones de las tribus, y los romanos, que pisoteaban todo y querían que todo se semejase a su concepción del mundo. Cuando Antígono le pidió a Qalaby que viniera a Libia, la viuda de Memnón subió a bordo del Alas de1 Céfiro sin pensarlo mucho.
Todavía había un problema, un tema doloroso para ambos, pero que tendría que ser comentado alguna vez. No para encontrar una solución inmediata, sino para aclarar las perspectivas. Antígono observó a la íbera por encima del borde de su vaso, hasta donde era posible observarla en la penumbra. De un brasero brotó un siseo que pareció el de una serpiente furiosa. Una ráfaga de viento hizo tremolar los tres candiles.
—Hay otra cosa que tenemos que discutir, Qalaby.
—Habla, padre.
Antígono se reclinó contra el respaldo de su sillón de cuero y puso los pies sobre la mesa baja de madera y junco balear.
—Eres una mujer joven, Qalaby. Memnón ha muerto hace un año, y antes de su muerte ya habías pasado dos años y medio sin verlo. Ahora estás en casa de su padre, que es también tu padre, y no quiero que guardes luto por él hasta que seas una anciana.
Antígono no la vio levantarse, pero de pronto Qalaby estaba arrodillada junto a él, besándole la mano en silencio. Tenía las mejillas húmedas. El heleno quitó la mano derecha de los labios de la muchacha y acarició su cabello corto y rizado.
Salambua estaba más que dispuesta; estaba entusiasmada de poder acoger por un tiempo a la viuda y los hijos del «pequeño Memnón» en el palacio bárcida de Megara. Y de que el mayor de los hijos se llamara Amílcar. Todo volvía a ser como antes: los niños podían jugar con hijos de sirvientes y esclavos, hacer alboroto o montar a caballo por las cuadras, huertos y arboledas; y allí podían respirar un aire mucho más puro que en la enorme y superpoblada ciudad. Antígono salía a cabalgar cada dos o tres días, jugaba con sus nietos y a menudo pasaba la noche fuera, y al montar a caballo, jugar, charlar, sentía que la primavera le había devuelto las fuerzas, que su cuerpo no era un tronco de caña podrido. Volviendo la vista hacia atrás, comprendió que su profunda depresión se había cebado de miles de cosas reunidas a un mismo tiempo, y que, junto a la muerte de su hijo, había sido esencial la extraña antipatía que sentía hacia la ciudad y su atmósfera general.
En el transcurso de ese año, el cuarto año de guerra, habían ocurrido muchas cosas, y todas las de importancia se habían desarrollado tal como Aníbal temía y Antígono suponía. Kart-Hadtha celebró la alianza con Macedonia, pero Filipo no emprendió ninguna acción; el rey macedonio hubiera podido ocupar puertos de la costa iliria mediante un ataque rápido, para así poder enviar tropas a Italia en primavera. Ahora había dos legiones romanas en, y cerca de, Apolonia, y la flota de persuasión que Aníbal solicitara para traer a los macedonios no había sido construida.
Magón, enviado por Aníbal a Kart-Hadtha, en Libia, había cumplido hábilmente su misión; la exposición realizada por Bostar era inequívoca. El bárcida informó al Consejo de las victorias, de la situación en Italia, de las ciudades y regiones conquistadas o aliadas, y después reclamó dinero y tropas. Hannón el Grande se levantó para atacarlo con burlas: la máscara había caído. Él, dijo el viejo rival de los bárcidas, siempre oía hablar de victorias y conquistas, y, acto seguido, de la imperiosa necesidad de refuerzos y dinero; eso significaba que las victorias no podían ser tan grandiosas. Sólo entonces, no antes, Magón hizo derramar en el suelo del Consejo dos fanegas —casi cuatro talentos— de anillos de oro y plata pertenecientes a romanos caídos en la batalla de Cannae. El bárcida pidió a Hannón que contara los anillos y calculara el número de romanos muertos a los que habían pertenecido.
El Consejo decidió enviar dinero y refuerzos a Aníbal: cuatro mil jinetes númidas, cuarenta elefantes y mil talentos de plata. Muy poco, demasiado poco; además, los cuatro mil masilios habían sido reclutados por Bostar, por encargo de Antígono, y no costaban nada al Consejo, salvo los barcos de la escolta. Por otra parte, se decidió que Magón y un joven oficial llamado Cartalón —uno de los hombres de Hannón el Grande— reclutarían en Iberia a otros veinte mil soldados de a pie y cuatro mil jinetes, la mitad para Iberia y la mitad para Italia. Tras duras negociaciones, Magón consiguió arrancar algo más al Consejo; durante el invierno, —en el que Antígono estaba aún en Capua, en el que murió Memnón, en el invierno siguiente a la batalla de Cannae— se reclutaron doce mil libios y mil quinientos númidas, y, además, se pusieron a disposición de los bárcidas otros veinte elefantes y otros mil talentos de plata.
Al llegar la primavera, una pequeña flota bajo el mando del nuevo almirante Bomílcar, hijo de Mutumbal, zarpó de Kart-Hadtha con destino a Italia; la segunda flota, que, con una escolta de sesenta naves de guerra, debía llevar a Italia a los libios y númidas recién reclutados y a los elefantes, no llegó a zarpar, pues en el interín llegaron malas noticias de Iberia, y Magón fue enviado con las nuevas tropas a reforzar a su hermano Asdrúbal. Otro Asdrúbal, llamado el Frío, partió hacia Sardonia con casi veinte mil hombres.
Todo sucedió tal como Aníbal lo había temido, como Antígono casi había esperado. Dinero y tropas insuficientes para el estratega, pero en el momento en que el Consejo vio que las minas de plata de Iberia estaban amenazadas y olió una posibilidad de recuperar viejas propiedades en Sardonia, de pronto hubo dinero; hubo barcos y se pudieron reclutar tropas que antes habían sido demasiado caras. Ya el año anterior habían enviado cuatro mil quinientos hombres a Iberia, y luego a Himilcón con otros diez mil, en lugar de dejar a Asdrúbal las manos libres para actuar. Ahora Magón y Cartalón también eran enviados a Iberia, y una flota a Sardonia; en pocas lunas se había reclutado un total de cincuenta y tres mil hombres, pero Aníbal sólo recibió cuatro mil.
Como le faltaban tropas, el estratega apenas si había podido emprender nuevos movimientos en Italia; además, tenía que dividir sus pequeñas fuerzas para cercar las grandes ciudades italiotas en las que había guarniciones romanas encargadas de preservar la amistad forzada, para presionarías y, en caso de éxito, protegerlas. Rhegión se mantenía firme, pero Lokroi y Krotón se pasaron al lado púnico. Los subestrategas de Aníbal —Hannón en Lokroi, un joven de Ityke llamado Amílcar en Krotón— cerraron tratados según los cuales las ciudades gozaban de autonomía y quedaban libres de pago de tributos o levas forzosas, pero abrían sus puertos a los púnicos. Por otra parte, los romanos pudieron reconquistar algunas localidades de Samnium y Apulia luchando contra las diseminadas unidades púnicas; aquí empezó algo que provocó —sin consecuencias— el espanto de toda la Oikumene: la estrategia romana de la crueldad. Ciudades que se habían pasado al bando de Aníbal fueron destruidas, los habitantes, pasados por la espada o esclavizados, todo el territorio, declarado propiedad del Estado romano.
A Iberia, Sardonia e Italia se sumó un cuarto frente de guerra: Siracusa y Sicilia. En un primer momento, Aníbal envió a negociar con Hierónimo de Siracusa a los dos semihelenos, Epícides e Hipócrates, hijos de un siracusano y una púnica; en las negociaciones, continuadas luego en Kart-Hadtha, se acordó reponer los antiguos límites una vez conseguido el éxito: Sicilia oriental para Siracusa, Sicilia occidental para Kart-Hadtha, con el río Himeras como frontera. Cuando, de repente, Hierónimo exigió toda Sicilia para si, el Consejo púnico se mostró conforme. En contrapartida, el joven rey de Siracusa envió a su tío Zoippos a Alejandría para proponer a Ptolomeo una alianza contra Roma; en vano.
Para hacer aún más intrincado el asunto, que ya era bastante enmarañado gracias a la metódica insensatez de los Consejeros de Kart-Hadtha, los dioses, o el azar que reina sobre ellos, añadieron un quinto escenario de batalla: Numidia occidental.
Gracias a las sabias decisiones del Consejo, en Iberia había ahora cinco comandantes: Asdrúbal, Magón, Himilcón, enviado el año anterior como refuerzo para Asdrúbal, Cartalón, enviado junto con Magón, y el hijo menor del antiguo sufeta bárcida Bomílcar, Aníbal, hermano del Hannón que se encontraba en Italia. Cada uno de éstos estaba acompañado por dos miembros del Consejo de los Treinta Ancianos; Asdrúbal y Magón consiguieron deshacerse por un momento de los gerusiastas. Mientras Magón empezaba a pacificar el sur de Iberia, Asdrúbal reunió tropas escogidas y avanzó hacia los romanos, se produjeron varias pequeñas escaramuzas; Publio y Gneo Cornelio Escipión no presentaron batalla hasta que los Ancianos volvieron al lado de Asdrúbal y se inmiscuyeron en los detalles de la formación de las tropas. Los púnicos perdieron la batalla. Y enviados romanos convencieron al príncipe Sifax, soberano de los masesilios del Oeste númida, de que se pasara a su bando.
Cuando, de repente, peligraron las vías de comunicación terrestre entre Kart-Hadtha y las columnas de Melkart, el Consejo volvió a superarse a sí mismo una vez más. En lugar de reclutar nuevas tropas en Libia, entre los masalios, darle el mando a Magón y enviarlo contra Sifax —como propuso Asdrúbal—, los Ancianos llamaron a Asdrúbal a Libia; a Asdrúbal, que era el único que gozaba de una elevada consideración personal entre muchas tribus ibéricas. Y no le dieron ni mano libre ni nuevas tropas, sino que tuvo que cruzar el estrecho con las unidades urgentemente requeridas de Iberia.
El árbol de la insensatez pronto dio frutos. El ejército enviado a Sardonia bajo el mando de Asdrúbal el Frío, quien no hizo caso a ninguna advertencia y presentó batalla, fue aniquilado por las tropas romanas. Soldados que de haber estado bajo el mando de Aníbal en Italia hubieran bastado para decidir la guerra, murieron absurdamente en un escenario de batalla secundario.
Los únicos rayos de esperanza, además de la adhesión sin consecuencias del rey de Siracusa, los hicieron brillar Aníbal, Asdrúbal y Magón. A pesar de la resistencia y de la escasez de tropas, Aníbal consolidó la posición púnica en el sur de Italia; Magón consiguió entender mal las órdenes de los gerusiastas y poner orden a la situación de Iberia, y lo hizo tan bien que los Cornelios pidieron refuerzos, que Roma no podía enviar; por último, Asdrúbal se atrevió a realizar la osadía de perder cuatro de los sesenta barcos de transporte en una tempestad, y entre esos cuatro barcos se encontraban casualmente los dos que llevaban a los molestos Ancianos. Acto seguido, envió de regreso a Magón a las tres cuartas partes de los hombres que había traído de Iberia, reclutó nuevos soldados en Mauritania, Gatulia y las ciudades costeras metagonias, venció a Sifax en el primer encuentro y cerró una alianza personal con Masinissa, el príncipe de los masilios.
En conjunto, había sido un año perdido, un año de empresas absurdas y contragolpes evitables. Roma padecía terriblemente bajo el peso de la guerra, pero luchaba con la mayor decisión y dureza; Kart-Hadtha nadaba en la abundancia, era generosa con las empresas inútiles y avara con todo lo concerniente a Aníbal y la verdadera guerra.
El proceder que se ocultaba tras esta insensatez no era difícil de descubrir, pero hizo falta algún tiempo para que todas las sutilezas quedaran visibles…, visibles para algunos.
El propio Antígono, quien veía los objetivos ocultos, tardó en advertir ciertas cosas. Éstas no eran tan evidentes; además, era el año siguiente a Cannae y a la muerte de Memnón, el año de su profunda depresión. Mientras más confusas se hacían las decisiones del Consejo y más celebraba la población esas medidas supuestamente audaces, más evidente veía el heleno la victoria de Roma. El Consejo de los Treinta Ancianos —los miembros que se encontraban con los diferentes comandantes habían sido sustituidos por otros— se debatía notoriamente entre diversos deseos y temores. La mayoría sabía muy bien que la ciudad poseía a un nuevo y mejor Alejandro en la figura de Aníbal: un hombre que dominaba tanto la guerra de posiciones como los movimientos sorprendentes, que tenía una visión global de todo el mar y toda la Oikumene, que había hecho realidad alianzas con enemigos tradicionales de los púnicos, como Macedonia y Siracusa, que había superado infinitamente a todos los estrategas romanos, que hacía de cualquier circunstancia la mejor y de cualquier situación precaria un triunfo. Y un hombre a quien las tropas se entregaban incondicionalmente en el campo de batalla; tras el templado invierno pasado en Capua, hombres cansados de la guerra habían desertado en el primer encuentro desafortunado con Claudio Marcelo, en Nola —exactamente dos mil doscientos íberos y númidas—. Los romanos los habían honrado, colmado de oro y llevado a un lugar seguro; pero todos los demás —celtas, íberos, baleares, ligures, mauritanos, gatúlicos, libios, númidas, púnicos— preferían a Aníbal y las privaciones de la cruel guerra, que librarse de ésta pasándose al enemigo.
Y los Ancianos reflexionaban sobre qué sucedería si Aníbal recibía los medios necesarios para terminar la guerra con una victoria. Los medios estaban allí, todos lo sabían, pero ¿quién contendría a un Aníbal victorioso, endiosado por las tropas y aclamado por el pueblo? Después de la Guerra Libia, Amílcar había vacilado y había terminado decidiéndose en contra de asumir el poder por la fuerza. Pero el gran Amílcar se había criado en la ciudad, mientras que su hijo lo había hecho en el extranjero, en Iberia, en el campo de batalla. Amílcar se había sentado en el Consejo, había servido a las centenarias instituciones, había seguido sus mandatos, si bien es cierto que muchas veces a disgusto, pero Aníbal no conocía esas instituciones, o apenas, no tenía ningún motivo para respetarías y una vez conseguida la victoria, no tendría ninguna razón para contenerse. Y tenía dos hermanos casi tan grandes y temibles para el Consejo como él.
Antígono sabía muy bien que ninguno de los hijos del Barca intentaría hacerse del poder por la fuerza; sin embargo, recordaba aquella discusión decisiva, hacía veintidós años, entre Amílcar y Asdrúbal el Bello, y lamentaba haber intercedido a favor del respeto a las instituciones y la renuncia a un golpe de Estado. Pero también comprendía el temor de los consejeros —tanto «Viejos» como bárcidas— a un regreso victorioso del estratega al frente de sus tropas, que no eran leales a la ciudad, sino al estratega.
Lo que comprendía, pero no podía soportar, y siempre le provocaba una rabia impotente y temblorosa, era que el asno púnico se muriera de sed entre dos pozos situados a una misma distancia. El Consejo quería todo y nada, de ser posible al mismo tiempo y en seguida. Conservar Iberia, recuperar Sardonia, volver a la vieja epicracia en Sicilia, pero esto sin dejar que Roma fuera vencida por un Aníbal poderoso. No comprendían que Roma sólo dejaría de enviar tropas a Iberia, Sardonia y Sicilia cuando no quedara piedra sobre piedra en la ciudad del Tiberus y que nadie, excepto Aníbal, podía derrotar a los romanos. Era el mismo funesto error, el mismo cálculo equivocado de la primera guerra: la suposición de que Roma aceptaría, tarde o temprano, una paz equitativa, como tantas veces había hecho Kart-Hadtha. La ruptura del tratado de paz, la extorsión tras la Guerra Libia, aquel obviar el tratado del Iberos mediante la posterior alianza con Zakantha, no habían enseñado nada a los consejeros púnicos. Roma no concertaba acuerdos de paz equitativos, Roma sometía o era sometida. Las posibilidades de vencer estaban al alcance de la mano: el Senado estaba pidiendo dinero prestado a los ciudadanos más ricos de Roma para poder continuar la guerra; Kart-Hadtha, después de la construcción de las flotas y los reclutamientos del año anterior, todavía disponía de plata suficiente.
El heleno y Bostar intentaron una y otra vez convencer a los honorables y viejos señores del partido bárcida, en vano. Hubiera sido fácil movilizar a veinte mil hombres más, además de los cincuenta mil reclutados en las últimas cinco lunas, volver a reforzar la flota y utilizar todo de una manera sensata. Sifax hubiera podido hacer su guerra contra los otros númidas; los masesilios no podían aplastar a los masilios en menos de dos años, y Kart-Hadtha hubiera podido ayudar a Masinissa antes de que acabaran esos dos años. Mano libre para Asdrúbal en Iberia, y quizá treinta mil soldados más; junto con Himilcón, Cartalón y las tribus íberas que le eran fieles, Asdrúbal podía, si no vencer a los dos Cornelios, al menos sí reprimirlos y dejar el camino libre para un ejército íbero-libio comandado por Magón, que marcharía hacia Italia a través de los Pirineos y los Alpes y podría atacar Roma desde el norte. Diez mil de los cuarenta mil hombres restantes podían ser enviados a la costa iliria, donde, después de ponerse de acuerdo con Filipo de Macedonia, conquistarían y resguardarían el puerto de Apolonia, para que el ejército y las unidades macedonias pudieran cruzar el mar en dirección a Italia. Los otros treinta mil soldados debían ser enviados inmediatamente y sin condiciones a Aníbal, junto con una cantidad suficiente de plata. Esto, en primavera; y en otoño la guerra había terminado. No se debía enviar ninguna tropa a Sicilia ni a Sardonia; las legiones y flotas emplazadas allí serian retiradas inmediatamente cuando Roma se viera en serio peligro.
Pero era como susurrar en una tormenta como encender una vela en el resplandeciente mediodía, como soplar contra los cimientos de las pirámides. Y Antígono ni siquiera intuía las cosas ocultas que se estaban cociendo en el Consejo y las clases altas de Kart-Hadtha.
Estaba empezando el verano del quinto año de guerra. En esta misma época, cuatro años atrás, Antígono había cruzado los Pirineos con el ejército de Aníbal. Ahora estaba sentado frente a Bostar en el enorme despacho del banco, calculando pérdidas. Una pequeña flota romana, ataques a la costa púnica, barcos de carga hundidos o tomados como botín; la desagradable vida diaria de esta guerra que abarcaba a toda la mitad occidental de la Oikumene.
Bostar llevaba puesto un escandaloso traje verde chillón; Antígono lo miraba una y otra vez por encima de sus papiros. Por las ventanas se introducían los ruidos y olores del puerto: madera crujiendo bajo las sierras, pez caliente, pasos, martilleo, los gritos y maldiciones de miles de obreros, el irremplazable y exquisito aroma del agua salobre y pescados podridos. Antígono arrugó la frente y caviló un momento, hasta que pudo recordar un poema oído en un ventorrillo, que empezaba hablando de esos olores. El poeta —¿la poetisa?— guardaba silencio desde hacía años. La delgada púnica, de quien aquella vez Antígono sospechara que era la autora, podía seguir con vida o estar muerta, él no lo sabía. Había muchas artes y muchos artistas; la vieja casa familiar del barrio de los metecos se había convertido en lugar de reunión de escritores, pintores, escultores y músicos, de quienes el banco recibía buenas sumas de dinero. Por otra parte, los artistas no tenían ningún motivo para quejarse; sin Antígono y sus contactos, su visión, su gusto, el escultor en bronce Boethos difícilmente hubiera podido llevar una vida tan holgada. En Kart-Hadtha, sus obras alcanzaban precios de entre dos y tres minas; ciento cincuenta schekels eran un gran éxito. Sin embargo, en Atenas y Alejandría se pagaba diez veces esa suma por sus Melkarts sentados —que allí pasaban por Heracles sentados—, sus leones saltando o sus incomparables Afroditas de pie (la sensacional modelo había sido la púnica que vivía con Boethos); una quinta parte de estos ingresos eran para el banco. Un intermediario de Hannón el Grande había comprado hacia poco tiempo un busto de Tanit.
—¿Qué estás pensando… qué estás soñando, heleno alcornoque? —Bostar lo miraba con el entrecejo fruncido, mordisqueando el extremo de su caña de escribir.
—Estoy pensando en el arte, púnico cabeza de chorlito, y sueño con días de abundancia y paz. Hannón ha mandado comprar un busto de Tanit, de Boethos.
—Hannón está comprando cosas muy distintas, querido amigo; pero no se puede demostrar.
—¿A qué te refieres?
Bostar se rascó el pecho; el brillante traje verde chirrió de forma muy desagradable.
—Me refiero a los extraños accidentes.
Antígono parpadeó.
—Explícate, amigo. No consigo seguirte.
—Hace tres lunas se ahogó el consejero Mutún. ¿Correcto?
—Correcto. No sabía nadar.
—Entonces, ¿qué hacía en el lago de Tynes? Y hace dos lunas se desbocaron los caballos de un carro, casualmente en el preciso momento en que el consejero Shymnalo cruzaba la calle. Fue aplastado por los cascos de los animales y las ruedas del carro.
—¿Adónde quieres llegar?
Bostar meneó la cabeza.
—En las últimas trece lunas han muerto once consejeros debido a accidentes similares, o por haber comido pescado en mal estado, o cosas así. Dos eran bárcidas, uno era del grupo de Hannón, los restantes eran más bien indecisos. Pero todos, oh Antígono, eran viejos: se encontraban en el umbral del Consejo de Ancianos. Cuatro de los Treinta han muerto por causas naturales; gracias a los accidentes de los otros, los cuatro que han subido al Consejo de Ancianos son hombres de Hannón. Y Hannón está oculto en su fortaleza urbana desde hace un año, guardado como el tesoro de Ptolomeo; si sale de la fortaleza es sólo para ir al Consejo, y esto acompañado por veinte guardaespaldas.
—¿Desde cuándo sabes todo eso?
—No sé absolutamente nada. Sólo he reunido unos cuantos hechos. Pero ¿quién puede demostrar algo? El que haya un hombre de Hannón en la lista de consejeros muertos lo confunde todo. Quizá haya sido un accidente, o quizá haya querido abrir la boca, o quizá Hannón simplemente lo mandó matar para poder decir: ¿Qué queréis?, mi gente también se ha visto afectada.
El Consejo de Kart-Hadtha: trescientos miembros, los hombres más ricos y poderosos. Para conseguir una fortuna limpiamente hacia falta poseer un mínimo talento; en determinado momento también se creyó que para los ricos seria más fácil resistir la tentación de enriquecerse a costa de la ciudad. Estaba demostrado que eso era falso. Antes de la Primera Guerra Romana, después de un largo período de crecimiento y florecimiento del comercio exterior, la lista de «elegibles para el Consejo» había quedado limitada a quienes poseían fortunas personales de más de quinientos talentos. El poder concentrado no sólo en el Consejo, sino en el conjunto de la ciudad, se patentizaba en el hecho de que casi novecientos hombres estaban por encima de ese límite económico. Hacía doce años, más o menos en la época en que Asdrúbal y Fabio negociaban el tratado del Iberos, el Consejo subió el límite a setecientos cincuenta talentos. Seguía habiendo más de quinientos hombres elegibles. Cuando moría uno de los Trescientos, éste podía nombrar un sucesor; sin embargo, el Consejo no estaba obligado a seguir este deseo, y a menudo elegía a otro. Los más ancianos de los Trescientos formaban el núcleo del poder, el Consejo de los Treinta, llamado por los helenos, de manera un poco burlona, «ancianidad», gerusía. El Consejo nombraba a los ciento cuatro miembros del Tribunal, menos por sus aptitudes, que por relaciones y deseos personales. Además, el Consejo formaba comisiones de cinco para problemas determinados: construcción de flotas, administración de impuestos, orden público, trazado de calles, etc. Los únicos funcionarios elegidos realmente por el pueblo —los púnicos varones con pleno derecho de ciudadanía— eran los jueces supremos designados cada año; pero antes de la elección, los grupos del Consejo se ponían de acuerdo sobre los candidatos elegibles, de modo que el pueblo únicamente confirmaba la elección.
—Es decir —dijo Bostar tras un largo silencio—, que veintidós de los Treinta apoyan a Hannón. Veintiuno; el otro es él mismo.
—¿Qué tan viejos son los venerables señores?
—El mayor es Muía; tiene ochenta y dos años. El más joven es Himilcón, cincuenta y nueve. Y los tres siguientes en ascender del Consejo, cuando muera alguno de los Ancianos, son hombres de Hannón.
Antígono perdió varios días intentando encontrar pruebas; finalmente se dio por vencido y escribió una breve carta:
Antígono, hijo de Arístides, señor del Banco de Arena, a Hannón el Grande, señor del Consejo de Ancianos.
Púnico: Treinta años nos separan de aquel pinchazo; no ha habido paz entre nosotros, pero tampoco una guerra declarada. Por Baal, al que sirves, por Melkart y Tanit, que protegen el banco, te digo: si continúan sucediendo esos extraños accidentes que aumentan el número de tus hombres en el Consejo de Ancianos, y disminuyen el de los bárcidas, el puñal egipcio volverá a salir de su vaina; considera el poder del banco, que se dirigiría directamente contra Hannón en caso de una gran guerra.
No recibió ninguna respuesta. Como sea, tampoco hubo más accidentes que terminaran con la vida de consejeros.
Al llegar el verano las cosas empezaron a moverse de nuevo. Cuando Antígono volvió de la vieja finca familiar de la costa, en la que había dejado a Qalaby y los niños al cuidado de Argíope, las nuevas noticias ya corrían de boca en boca. Filipo de Macedonia había estirado la mano hacia Apolonia, sin apoyo naval púnico; la guarnición romana, bajo el mando de Marco Valerio Levino, le había aplastado los dedos. En toda la costa de Iliria no había ni un solo puerto donde pudieran embarcar las tropas de Filipo. En Numidia, Asdrúbal y su aliado Masinissa habían vuelto a rechazar a los masesilios de Sifax, sin poder hasta ahora quebrantar verdaderamente el poder de éstos. En Iberia, Canalón y Aníbal, hijo de Bomílcar, aceptaban el asesoramiento de los Ancianos; Magón, sin ser molestado por los consejeros emprendió una desconcertante guerra de movimientos, aniquiló pequeñas unidades romanas, apareció ante las puertas de ciudades insurrectas, desalojó paulatinamente a los Cornelios del centro y los hizo retroceder hasta el Iberos.
Antígono seguía con rabia las levas y alistamientos que el Consejo mandaba realizar. Contra lo que le dictaba la razón, tras la catástrofe de Sardonia había tenido un momento de esperanza, pero estas esperanzas se vieron defraudadas, y los dictámenes de la razón se confirmaron. Los treinta mil soldados de a pie, seis mil jinetes y cuarenta elefantes que habían sido reunidos en los extramuros de Kart-Hadtha no eran para Aníbal; serían llevados a Sicilia. Bostar y Antígono liquidaron bienes; dos mil talentos de plata y cuatro mil quinientos helenos —de Micenas y Lacedemonia, reclutados en sus patrias— partieron rumbo a Italia en barcos que llevaban el ojo de Melkart en las velas.
El seléucida Antíoco continuaba en guerra con su gobernador insurrecto en Asia; las vías terrestres de comunicación con la India estaban interrumpidas. El rey egipcio dormía con su hermana, oprimía al pueblo, aumentaba el tesoro real y enviaba grano ptolomeico a la hambrienta Roma. Antígono partió cuando el rey Hierónimo era asesinado en Siracusa y la flota púnica, mandada por el almirante Bomílcar y un estratega llamado Himilcón, llegaba al siguiente escenario secundario de batalla, en el que Roma no podía ser vencida. Antes de partir, el heleno todavía tuvo tiempo de oír que la fortaleza de Akragas, conquistada por los romanos por primera vez hacía cuarenta y seis años, había vuelto a manos de los púnicos y ya no era llamada Agrigentum. Antígono cruzó el desierto con arrieros de asnos, pasó varias lunas en los placeres auríferos cercanos a las playas del océano, viajó por los ríos Gyr y Gher y visitó a Aristón. Con su hijo cabalgó varios días hacia el oeste, a través de la tierra de los gorilas, hacia aquellos dioses-montaña que vomitaban fuego en la costa, de los que Hannón el Marino había informado hacía dos siglos. La primavera siguiente —el calendario púnico no tenía ninguna relación con las estaciones del sur de Libia— Antígono viajó con trescientos guerreros de Aristón hacia el este, cruzando los desiertos, estepas y montañas, hasta Kush y la costa del mar egipcio, para averiguar si esta ruta era apta para desarrollar el comercio de incienso con Arabia y el comercio de especias con la India, a través del mar, sin tener que hacer escalas en puestos egipcios ni encontrarse con aduanas de Ptolomeo. El heleno confirmó que era posible, pero resultaba demasiado caro.
Antígono había dejado en Kart-Hadtha, entre muchas otras cosas y personas, a un esclavo romano. En la subasta de los prisioneros de Aníbal, intermediarios de Antígono habían pujado para elevar los precios y así procurar más dinero al estratega. Los romanos costaban tanto como los macedonios, pero como esclavos no valían ni la décima parte que éstos. Antígono había pagado cinco minas y cuarto, trescientos quince shiqlu, por un hombre que, sin comprender demasiado, cribaba las noticias e informes, los elaboraba y luego los escribía con caracteres latinos, en un púnico difícil de comprender y poblado de nombres latinos. Demasiado caro, pero al menos habían sido cinco minas y cuarto para los fondos de guerra de Aníbal, la soldada de treinta lunas para un númida.
Ya de regreso a Kart-Hadtha, Antígono dejó que el romano siguiera escribiendo; lo que Séptimo Torcuato trasladó al papiro —una mezcla de detalles caprichosamente elegidos y descripciones grandilocuentes e impenetrables— se correspondía perfectamente por su carácter confuso, con la guerra:
Hieronymus empezaba a prepararse para la guerra cuando fue asesinado. El rearme de los romanos ha hecho que los campanios, y en especial los habitantes de Capua, teman lo peor. Le han pedido a Aníbal que se acerque, y él lo ha hecho. Aníbal sitió Puteoli, pero no consiguió nada. Hannón fue completamente derrotado por Tiberio Sempronio Graco, cuyo ejército estaba compuesto en gran parte por esclavos a los que les ofreció la libertad a cambio de cada cabeza enemiga, de tal modo que de diecisiete mil de a pie y doce mil a caballo salieron dos mil con vida, que tampoco hubieran corrido esta suerte si los vencedores no se hubieran dedicado a cortar cabezas. De los romanos cayeron dos mil. Aníbal hizo un nuevo ataque contra Nola, pero fue rechazado por Marcelo. Fabio conquistó Casilinum y envió a la guarnición prisionera a Roma. Aníbal ya había recibido noticias de que en Tarento se tramaba una traición ventajosa para él. Esta ciudad era importante para él, pues tenía un buen puerto al que Filipo de Macedonia podía enviar sus tropas. Aníbal acampó a sólo mil pasos de la ciudad. Pero como todo continuaba en tranquilidad creyó que la traición había sido descubierta y marchó hacia Salapia, a donde mandó llevar provisiones para instalar allí los cuarteles de invierno. Pero Marcus Valerius había enviado a Tito Valerio para que defendiera y protegiera Tarento. Entretanto, en Sicilia, Marcelo sitiaba Syracus y las otras ciudades desertoras. Himilcón desembarcó unos treinta mil hombres cerca de Heraclea y se reunió con los demás enemigos de los romanos. Es cierto que esto enardeció el valor de los sicilianos, pero Himilcón no pudo conseguir que Marcelo levantara el sitio. El año siguiente Fabio conquistó Arpi. La guarnición cartaginesa fue dejada en libertad. Aníbal permaneció la mayor parte del verano en las cercanías de Tarento, continuaba esperando poder conquistar la ciudad por medio de una traición, lo cual finalmente consiguió. En Roma había rehenes tarentinos, pero como no se desconfiaba de la lealtad de la ciudad ni de la de los rehenes, éstos eran vigilados de forma muy negligente. Un cierto Fileas de Tarento, hombre de cabeza inquieta e inclinado siempre a la acción, habló a los rehenes y los convenció de apuñalar a los guardas y huir. Sin embargo, fueron detenidos, azotados con varillas y despeñados por un acantilado. Este duro castigo irritó tanto a algunos tarentinos distinguidos, que trece de los más ilustres, encabezados por Nico y Filomenes, juraron poner la ciudad en manos de Aníbal. Bajo el pretexto de dirigir escaramuzas contra el enemigo, salieron de la ciudad y los cabecillas se hicieron conducir a presencia de Aníbal, mientras los otros se quedaban ocultos en el bosquecillo. La oferta fue aceptada con alegría, y, para que los tarentinos pudieran regresar con mayor seguridad y los habitantes les otorgaran una mayor confianza, Aníbal mandó arrear ante ellos un buen número de reses que los traidores presentaron en la ciudad como si se las hubieran arrebatado al enemigo. Poco después efectuaron otra entrevista, en la cual se determinaron las condiciones bajo las cuales la ciudad sería entregada al estratega, es decir: los tarentinos serían declarados totalmente libres por el conquistador, de modo que los cartagineses ni les aplicarían tributos ni podrían darles órdenes. Pero las casas de los romanos podrían ser saqueadas por los soldados. Al mismo tiempo, se dio a los traidores una consigna para que pudieran ir al campamento enemigo cuando quisieran. Filomenes era un extraordinario amante de la caza y solía procurar que la cocina de Gaio Livio, el gobernador romano de la ciudad, estuviera bien surtida de carne de venado, y para que los guardas de la puerta estuvieran mejor dispuestos a dejarlo pasar en cualquier momento, les daba a éstos parte de las piezas. Una vez que todo estuvo preparado, llegó el día en el que Livio acostumbraba a dar un banquete con los notables de la ciudad, día fijado para llevar a efecto el plan. Aníbal, a tres días de marcha de la ciudad, el día fijado mandó que diez mil de sus mejores hombres de a pie y de a caballo cogieran víveres para cuatro días y partieran por la mañana. Al mismo tiempo, mandó a parte de los númidas que se adelantaran un trecho, en parte para coger prisioneros a quienes salieran al encuentro, y en parte para hacer creer a los habitantes de la región de que se trataba únicamente de una patrulla habitual de númidas. Cuando ya se encontraba a sólo quince mil pasos de la ciudad, mandó hacer alto cerca de un río, en un terreno lleno de concavidades y valles. Apenas empezó a anochecer, continuó la marcha, de modo que hacia la medianoche llegó a las puertas de la ciudad con su guía Filomenes, quien iba arrastrando un gran jabalí. En la ciudad, Livio se había presentado para el banquete a la hora de la puesta del sol. Allí le llegó la noticia de que los númidas estaban desolando los campos. Ordenó inmediatamente que a la mañana siguiente la mitad de su caballería saliera a detener el saqueo, pero ni por un momento pensó que el enemigo pudiera encontrarse tan cerca. Nico, Tragiscus y otros conjurados se reunieron en la ciudad al caer la noche y esperaron con impaciencia el regreso de Livio del banquete. Cuando éste apareció, irrumpieron algunos borrachos que lo llevaron a casa entre gritos de alegría y barullo. Estos hombres ocuparon los accesos del mercado y también la casa de Livio, porque sabían que, si se descubría algo, él sería el primero en ser informado. También habían convenido con Aníbal que cuando el cartaginés se acercara a la ciudad se lo haría saber con una señal de fuego, que ellos responderían de manera similar. Así pues, tan pronto vieron la señal de Aníbal levantaron sus antorchas y se dieron prisas para atacar la puerta al mismo tiempo. Mataron a los guardas y abrieron la puerta justo en el momento en que Aníbal llegaba con los suyos. Éste marchó con sus tropas hacia el mercado, por las calles más próximas, pero dejando a dos mil jinetes fuera de los muros de la ciudad para que cubrieran la retirada. En el mercado, Aníbal mandó hacer alto y esperó a ver si Filomenes había tenido la misma fortuna. Para asegurarse, Filomenes cogió a mil africanos y buscó entrar por otra puerta. Cuando se acercaba a la puerta, dio su señal habitual; el guarda vino a abrirle. Filomenes y otros tres entraron cargando un jabalí, y, mientras el guarda observaba la pieza, lo mataron. Entonces entraron también los africanos, de los cuales una parte derribó la puerta y otra abatió a los guardas. Marcharon hacia el mercado; allí el estratega dividió a dos mil galos en tres grupos y puso a algunos conjurados en cada grupo, ordenándoles que ocuparan los accesos al mercado. A otros conjurados les encargó que previnieran a sus paisanos, los pusieran al corriente y les prometieran la libertad, pero diciéndoles que mataran en seguida a los romanos. Surgió una gran agitación. Livio, incapaz de defenderse a causa de la borrachera, se presentó con su familia en la entrada del puerto e hizo que lo llevaran en una barca a la fortaleza. Filomenes mandó a los trompetas que tocaran la señal habitual. Ésta tuvo como consecuencia que los romanos, dispersos por la ciudad, quisieran dirigirse a los lugares de reunión, siendo muertos por cartagineses y galos en las calles. Por la mañana, los tarentinos vieron a los romanos muertos que yacían por doquier, pero no supieron qué significaba esto, hasta que Aníbal les comunicó que se presentasen en el mercado sin armas. El cartaginés los arengó y les ordenó que escribieran en las puertas de sus casas la palabra tarentinos. Las propiedades romanas, sin esa señal, fueron entregadas a los soldados para que las saquearan. Pero como la ciudad estaba unida a la fortaleza, y ésta estaba ocupada por los romanos, después de muchas discusiones acordaron separar la ciudad de la fortaleza con una sólida muralla y un terraplén, para que la guarnición romana no pudiera causar ningún daño a la ciudad. Los romanos intentaron estorbar las obras, pero fueron rechazados con grandes bajas, gracias a las inteligentes medidas de Aníbal. La muralla y el terraplén pronto estuvieron listos, y se estaban haciendo los preparativos para tomar por asalto la fortaleza cuando llegaron por mar refuerzos de Metapontus. Los sitiados cobraron nuevos ánimos, hicieron una salida y destruyeron todas las máquinas de asalto. Entonces se comprendió que el castillo no podría ser tomado por asalto mientras los romanos poseyeran el dominio del mar, y éste no podía serles arrebatado por los tarentinos, pues al tener la fortaleza, los romanos tenían también el acceso del puerto al mar. Pero Aníbal, cuyo espíritu suele superar todas las dificultades, les dio el consejo de llevar sus barcos por tierra, botarlos fuera del puerto y procurarse así una flota. En seguida se pusieron manos a la obra, y, utilizando carros y alzaprimas, el trabajo se concluyó con tanta fortuna que pronto pudieron cercar a los romanos por mar y por tierra. Aníbal volvió a su antiguo campamento y pasó lo que quedaba del invierno en calma.
Entretanto, los dos cónsules se encontraban en Samnia; habían cortado toda vía de abastecimiento a los campanios, de modo que en Capua pronto se produjo una gran carestía, pues los romanos les habían impedido sembrar. Los campanios enviaron mensajeros a Aníbal, pidiéndole que les suministrara grano antes de que los romanos salieran de sus cuarteles de invierno. Aníbal escribió inmediatamente a Hannón, quien se encontraba en Bruttium con sus tropas. Éste vino, se hizo fuerte en una elevación del terreno cercana a Beneventum, mandó que los aliados le trajeran grano y escribió a Capua diciendo que enviaran carros a recoger el grano. Pero los campanios enviaron apenas cuarenta carros, mostrándose muy poco esmerados en todo este asunto. Los beneventinos pusieron al corriente de todo a los romanos. Fluvio marchó de noche hacia Beneventum y, al oír que el campamento enemigo estaba sumido en el mayor desorden debido a la entrega del grano, decidió atacar. Ordenó que sus soldados dejaran todos sus pertrechos y se presentaran en el lugar acordado llevando sólo sus armas. A la mañana siguiente atacó el campamento. Los enemigos defendieron la colina con gran valentía, y Fluvio ya estaba tocando retirada cuando un jefe de una tropa arrojó el estandarte al otro lado de la fosa y se maldijo a sí mismo y a los suyos al ver el símbolo et poder del enemigo. Entonces él mismo saltó a la fosa, y todos lo siguieron; y poco después conquistaron el campamento enemigo. Murieron alrededor de seis mil, otro siete mil fueron hechos prisioneros y se conquistó un gran botín en víveres, carros y similares.
Hannón marchó rápidamente de regreso a Bruttium. Los habitantes de esta región se dirigieron a él y le prometieron entregarse inmediatamente si se acercaba a las murallas de la ciudad, lo cual ocurrió después de que la guarnición romana fuera sacada de la fortaleza con mañas y aniquilada en gran parte. También una parte de los lucanos se pasó al bando cartaginés, ocasión en la cual fue muerto Tiberio Graco. Aníbal mandó que el cadáver del comandante romano fuera puesto a salvo y sepultado con honores.
Tras la derrota de Hannón, los campanios enviaron emisarios a Aníbal, quienes dijeron que los dos cónsules estaban a punto de poner cerco a Capua. El cartaginés envió algunos miles de soldados de caballería bajo las órdenes del samnita Magón, que también fueron rechazados por los enemigos y perdieron alrededor de quince mil hombres. Entretanto, Aníbal se acercó a Capua y ambos ejércitos se encontraron, pero de tal manera que ninguno de los dos consiguió la victoria. Los dos cónsules se separaron para mantener a Aníbal lejos de Capua. El cartaginés decidió perseguir a Claudio, quien, sin embargo, pronto dio un rodeo y volvió a Campania. Mediante sus fanfarronadas, Marco Centenio se había ganado la confianza del pueblo, que le entregó ocho mil hombres para, como él decía, terminar inmediatamente la guerra. Pero Aníbal lo atacó en Lucania y lo derrotó de tal forma que no llegaron a mil los hombres que salieron con vida. Mientras esto ocurría, Capua era sitiada por los ejércitos de los dos cónsules. El cartaginés, en lugar de apresurarse a acudir en ayuda de Capua, decidió utilizar la imprudencia del pretor Gneo Fulvio, quien se encontraba en las cercanías de Herdonia, en Apulia, con unos veinte mil hombres. Aníbal dejó parte de su ejército oculto en las aldeas, bosques y valles de los alrededores y la mañana siguiente mandó formar a sus tropas en orden de batalla. Fulvio aceptó la invitación con tanta alegría como imprudencia, y fue completamente derrotado, de modo que apenas dos mil hombres salieron con vida. Él mismo salió huyendo, recién comenzada la batalla.
Aníbal regresó a Tarento y de allí a Brundusium, pero no pudo conseguir nada allí. Volvieron a llegar mensajeros de Capua, y él les prometió enviar ayuda. En esta época, Syracus fue conquistada por Marcelo. Una terrible peste acabó con la mayor parte del ejército cartaginés emplazado en Syracus y la flota de Bomílcar huyó del puerto y se refugió en alta mar. Tito Otacilio saqueó la costa africana y capturó muchos barcos de carga.
Mientras tanto, continuaba el sitio de Capua, y el cerco sobre la ciudad era tan estrecho que los habitantes padecían hambre y ya ni siquiera podían enviar mensajeros a Aníbal. Finalmente, encontraron a un númida que se ofreció para llevar cartas al estratega. Aníbal dejó todo el equipaje pesado en Bruttium y marchó hacia Campania. Mandó avisar a los sitiados cuándo atacaría al enemigo. Pero tampoco este ataque rindió frutos. Después de haber sitiado durante un tiempo el campamento romano y ver que todo era en vano, decidió marchar hacia Roma. Mediante esta astuta decisión esperaba obligar a Apio a levantar el sitio de Capua o, por lo menos, dividir sus tropas. Llegó a Samnia en marcha sostenida, cruzó el río Anio y nadie advirtió su presencia hasta que estuvo a sólo cinco mil pasos de Roma. En la ciudad surgió una gran confusión. Creían que el ejército de Capua había sido derrotado. Se apostaron soldados en las murallas, los oficiales mantuvieron repetidas deliberaciones. Aníbal ya estaba dispuesto a atacar durante los días siguientes, cuando, con singular fortuna, los romanos Gneo Fulvio y Publio Sulpicio llegaron con un ejército recién reclutado. El cartaginés, que comprendió la imposibilidad de tomar la ciudad por asalto, saqueó las regiones adyacentes e hizo un gran botín. Como no había conseguido conquistar la ciudad ni romper el sitio de Capua, decidió regresar a Campania. Pero Sulpicio había mandado derribar los puentes tendidos sobre el Anio, obligando así al enemigo a meterse en el río. Es cierto que la caballería númida impidió que el romano pudiera causar algún daño a las tropas cartaginesas, pero también lo es que consiguieron arrebatarles una parte del botín.
Aníbal regresó a Capua de improviso, atacó el campamento romano y lo conquistó. Pero como vio que el enemigo ocupaba una posición muy ventajosa en una colina, siguió su marcha cruzando Apulia, Daunia y Bruttia, y apareció repentinamente en Rhegium, donde tomó prisioneros a muchos habitantes y casi conquista la ciudad misma. Como los sitiados de Capua vieron que no recibirían ninguna ayuda decidieron finalmente rendirse. Veintisiete consejeros ingirieron veneno y murieron juntos en una casa. Los demás esperaban clemencia de los romanos.
Pero Fulvio envió inmediatamente un parte de éstos a Cale y otra a Theanum. Apio Claudio quería salvarlos, y se empeñó en que las decisiones sobre castigo o perdón debían tomarse en Roma. Pero Fulvio cogió parte de su caballería y marchó en seguida a Theanum, donde hizo que los consejeros fueran azotados con varillas y decapitados. Luego se dirigió a Cales. Cuando estaba a punto de ajusticiar también a los consejeros que se encontraban allí, llegó un emisario de Roma. Fulvio dejó el escrito sobre su regazo, sin leerlo, y mandó ejecutar a los campanios. Después abrió la carta y encontró, como había supuesto, la postergación de la ejecución.
En otras ciudades campanias se portó con la misma dureza; más de ochenta consejeros ilustres fueron ejecutados, trescientos caballeros fueron hechos prisioneros, los ciudadanos restantes fueron, en su mayoría, esclavizados.
El año siguiente, Marcelo conquistó Salapia gracias a una traición; en esa ciudad se encontraba una parte considerable de la caballería cartaginesa. Las flotas romanas fueron derrotadas por los tarentinos, pero éstos sufrieron algunas derrotas en tierra. Laevino conquistó Agrigento, donde todavía había una guarnición cartaginesa, con lo cual toda Sicilia quedó sometida a los romanos.
Algunos de los confusos años se diferenciaban de los otros; en conjunto Antígono tenía en la cabeza una mezcolanza de nombres y cifras, de impresiones entreveradas, impotencia furiosa, esperanzas frustradas. Una vez que Asdrúbal y Masinissa hubieron derrotado totalmente al príncipe masesilio Sifax —este episodio secundario de la Gran Guerra había costado dos preciosos años—, Asdrúbal se llevó consigo a Iberia al rey de los masalios y unos miles de sus jinetes. En Iberia reinaba una frágil calma; los ataques romanos eran rechazados, pero tampoco se llegaba a una gran victoria púnica. Los Ancianos seguían demostrando ser el peor obstáculo. Dos años después de terminada la guerra en Numidia —Antígono había cumplido cincuenta y siete, la Gran Guerra había entrado en su octavo año— Kart-Hadtha envió, más bien por error, a un buen subestratega: Asdrúbal, hijo de aquel Giscón a quien los mercenarios insurrectos habían torturado hasta la muerte durante la Guerra Libia. Junto con el hermano de Aníbal, el nuevo subestratega consiguió mantener alejados a los Ancianos durante medio año, convenciéndoles de realizar las aplazadas visitas de inspección y control a las minas de plata, los astilleros de los puertos del sur y la administración de Karduba y Gadir. En ese tiempo, Asdrúbal Barca, Asdrúbal Giscón, Magón y Masinissa avanzaron hacia el norte en cuatro columnas. En la misma época en que Aníbal marchaba en vano hacia Roma y los romanos conquistaban Capua y exterminaban a sus habitantes, los cuatro estrategas pusieron fin a la amenaza romana en Iberia. Los ejércitos de Publio Cornelio Escipión y Gneo Cornelio Escipión fueron acorralados, obligados a presentar batalla y aniquilados. Los legionarios supervivientes, reunidos por un legado y atrincherados en las montañas costeras del norte del Iberos, no tenían ninguna importancia.
Después de la gran victoria, Antígono viajó a Iberia y pasó allí dos lunas. El heleno confiaba en que Magón y Asdrúbal Giscón podrían marchar por fin hacia Italia con la mitad de los casi setenta mil soldados de que disponían. Pero el Consejo de Kart-Hadtha veía las cosas de una manera distinta: más urgentes eran la pacificación y el ordenamiento definitivos de Iberia, elevar la producción de las minas de plata y abrir nuevos mercados.
A pesar de la caída y el saqueo de Siracusa, la guerra en Sicilia no había terminado. Antígono visitó Akragas y mantuvo largas conversaciones con siciliotas que habían conocido al gran Arquímedes, una de las víctimas de la carnicería realizada por los romanos en Siracusa; el heleno se enteró de que Marco Claudio Marcelo, el general más diestro de Roma, era llamado, incluso por algunos romanos, «el Carnicero de Sicilia». Aníbal, quien dependía cada vez más del dinero del Banco de Arena y de su propia fortuna, luchaba con un ejército en el que la mitad de los hombres eran itálicos: brutios, campanios, lucanos que se habían alistado. No obstante, el estratega era consciente de lo que ocurría en otros lugares y se esforzaba por cerrar todas las brechas, hasta donde eso era posible.
La peor de todas las brechas, la Hélade, era imposible de cerrar. El importante aliado Filipo había emprendido una guerrita absurda contra otras regiones helenas apoyadas por pequeñas tropas romanas. La segunda brecha se había abierto en Sicilia. Himilcón, el no muy hábil pero sí precavido subestratega del primer año, había sido depuesto por orden del Consejo y de los Ciento Cuatro, quienes lo acusaron de inactividad. Una provechosa inactividad: Himilcón había ganado pequeñas porciones de terreno, había eludido toda batalla campal y casi había expulsado a los romanos del oeste de Sicilia. Su sucesor fue un hombre emprendedor y sin cerebro llamado Hannón, un sobrino segundo de Hannón el Grande. En el transcurso de pocos meses Hannón perdió grandes regiones y ofendió una y otra vez el amor propio de los siciliotas; se comportaba como el amo púnico del país, y consideraba inferiores a todos los demás —incluso a sus propias tropas no-púnicas—. Aníbal pidió al Consejo de Kart-Hadtha que enviaran a Magón a Sicilia; en vano. El estratega envió al fiel Maharbal; pero en cierto momento la familia de éste había contraído deudas con la de Hannón, y el subestratega de Sicilia aprovechó esta circunstancia para enviar a Maharbal de nuevo a Italia. Así, Aníbal envió al mejor hombre que le quedaba, el libiofenicio Muttines. Antígono vio el comienzo, intuyó el final y se marchó.
Muttines asumió el mando de toda la caballería y se convirtió en el terror de las legiones, pero tenía que luchar más contra la arrogancia de Hannón que contra los romanos. Y, de pronto, en un momento de desesperación, Muttines se dio por vencido, abrió la fortaleza de Akragas a los romanos, aceptó la oferta de acogerse al derecho civil romano, adoptó el nombre de Marco Aurelio Mottones, viajó a Roma y, tres lunas después, se atravesó el vientre con su propia espada. Akragas estaba perdida; Hannón el Fanfarrón fue cerrado por las legiones y exterminado junto con su ejército. En Sicilia la guerra había terminado.
El centro del remolino, el sur de Italia, parecía casi en calma, pues los romanos rara vez se arriesgaban a atacar directamente a Aníbal. Las legiones asaltaban ciudades cuando el estratega se encontraba en otro lugar, incendiaban las tierras, pasaban por la espada a los habitantes, esclavizaban a los supervivientes, parecían obstinados en destruir todos los territorios que no podían arrebatar al ejército púnico, cada vez más reducido. Cada vez que uno de los cónsules o consularis presentaba batalla confiado en la superioridad numérica, el Senado perdía un ejército, y a menudo también a su comandante.
La aparente calma y los viejos temores hicieron que el Consejo de Kart-Hadtha considerara superfluo o incluso perjudicial enviar refuerzos a Aníbal. Sicilia estaba perdida, Sardonia estaba perdida, pero en Iberia se había conseguido una gran victoria, los mercados y las minas de plata estaban a salvo, podía empezarse a construir el país. Magón y Asdrúbal discutieron con los Ancianos: sólo había dos objetivos importantes, aniquilar las tropas romanas restantes, que se encontraban en un estado miserable y no podían ofrecer seria resistencia, y enviar un ejército a través de las Galias y los Alpes. Pero el Consejo y los Ancianos decidieron algo distinto: los romanos no eran ninguna amenaza, tarde o temprano Roma se retiraría del norte de Iberia; y Aníbal sabía ayudarse a si mismo.
El año en que cayó Akragas, Roma envió un comandante de veinticinco años a los desordenados restos de las tropas del norte del Iberos: Publio Cornelio Escipión, hijo del consularis del mismo nombre muerto hacía un año. En un primer momento el joven no hizo mucho; había luchado ocho años como suboficial en Italia y había estudiado a Aníbal; ahora empezó a reunir y reorganizar a los desmoralizados legionarios que aún quedaban. Asdrúbal y Magón, que hubieran podido vencer definitivamente el problema de las tropas romanas con una rápida victoria, fueron enviados a realizar expediciones punitivas contra pequeños pueblos íberos del sur y a recaudar impuestos y tributos.
En el este helénico, al borde del remolino, reinos que aún no sabían que no eran más que naves a la deriva trazaban rumbos confusos creyendo ser ellos quienes llevaban el timón. Atalo de Pérgamo cerró un tratado con Roma y atacó en la Hélade, ocupó Egina —junto con un ejército auxiliar romano— y rechazó a la guarnición macedonia. Filipo, quien desde la derrota en Apolonia no había hecho ninguna otra tentativa de poner en práctica su tratado con Aníbal, estaba dedicado a saquear pequeños Estados y ciudades helenas. Antíoco, señor del imperio seléucida, había derrotado a su gobernador insurrecto y ahora marchaba hacia el este para volver a apoderarse de los territorios armenios y bactrianos. Ptolomeo enviaba granos, sin recibir ningún pago, a los hambrientos romanos, quienes estaban sufriendo las consecuencias de su propia fiebre devastadora; como debido a la guerra no se había puesto en circulación más plata ibérica y púnica en el este de la Oikumene, el soberano egipcio cambió las monedas de plata de su reino por monedas de cobre —en el año en que el joven Cornelio Escipión llegó a Iberia—; sesenta dracmas de cobre equivalían a un viejo dracma de plata.
En Kart-Hadtha, Boethos creó una pequeña maravilla, la escultura de un muchacho con un ganso; y Qalaby se casó con un comerciante heleno de Alejandría. Antígono sufrió en silencio cuando sus nietos subieron a bordo del navío egipcio y partieron hacia el este; luego dejó los negocios en manos de Bostar, mandó preparar el nuevo —el quinto— Alas del Céfiro, supervisó el embarque de dos mil númidas y dos mil talentos de plata para Aníbal, esperó a que zarpara la flota de carga y se hizo a la mar. La fortuna del Barca estaba casi agotada; como Roma, como el mundo, como Antígono. Sólo Kart-Hadtha florecía y se permitía el lujo de descuidar los asuntos de interés vital. El heleno se alegró de ver las almenas de la muralla marítima desapareciendo bajo el horizonte.
El invierno templado del sur de Iberia permitía que flores amarillas, azules y plateadas se encrespasen en los jardines de la nueva Kart-Hadtha. Los astilleros trabajaban; la opinión de Asdrúbal había logrado prevalecer. Se estaban construyendo treinta nuevas penteras.
—No oyen ni ven nada —dijo el púnico. Su voz ni siquiera sonaba amarga; hacia años que se había acostumbrado a aquella insensatez—. Hace un año, hace incluso dos años, hubiéramos podido terminar todo esto. Ni un solo romano al norte del Iberos, Magón y cuarenta mil hombres a Italia. Estaba a nuestro alcance, lo hubiéramos podido hacer sin ningún esfuerzo. Ahora… —arrugó ligeramente la frente—. Quedaban quizá seis mil romanos, sumidos en el caos, prácticamente sin armas, casi sin un jefe. Ahora la situación es muy diferente.
Antígono dirigió la mirada a la vieja Mastia, que se levantaba al otro lado de la bahía. Allí vivían los descendientes de sus artesanos, aún; más de treinta años… Sus pensamientos vagaron por el tiempo, retrocedieron hasta la victoria contra Hannón, la venta de la aldea sin valor que luego fuera destruida por los mercenarios. Una pentera se deslizaba en la bahía. Los remeros eran nuevos, como el barco, los movimientos de los remos eran horribles; como tiras de trapo sacudidas en todas las direcciones por una ráfaga de viento.
Antes de que el hijo del Cornelio muerto llegara a Iberia, los romanos enviaron refuerzos, sobre todo tropas que habían quedados libres tras la rendición de Capua, y el Senado no quería arriesgarse a enviar contra Aníbal. Una legión, otros doce mil soldados de a pie y mil cien jinetes, romanos y latinos, habían llegado a Tarrakon y, en rápido avance, habían atacado a Asdrúbal por la espalda, mientras éste estaba ocupado con una pequeña tribu de las cercanías del Iberos. En lugar de luchar —encerrado entre montañas—, Asdrúbal se había rendido y había dilatado la negociación de la rendición; mientras se realizaban estas negociaciones, sus soldados de a pie, jinetes y una docena de elefantes utilizaron las noches para escapar del encierro por un pedregoso sendero de montaña. Cuando Asdrúbal interrumpió la negociación y los romanos quisieron atacar ya no había nadie allí. Pero el joven Cornelio había llegado a Tarrakon con otras dos legiones.
—Él mismo los instruye, los prepara con dureza, los hace practicar en grupos pequeños. Más de treinta mil soldados de a pie y tres mil quinientos jinetes. Tigo, me temo que en Italia ha observado demasiado bien a mi hermano.
—Y, ¿qué dicen los Ancianos?
—Son imbéciles. Piensan en las minas de plata y se rascan la barriga. Nos dividen y nos envían a donde no hacemos falta. Magón está sentado en algún lugar entre Karduba y Kastulo; el hijo de Giscón está descansando en Gadir. ¿Se puede saber qué hace en Gadir, por el ojo de Melkart?
—Contar barcos.
Antígono apartó la espada, que se le había resbalado de entre las piernas, y se inclinó sobre el muro del parque enorme y multicolor. En algún lugar berreaba un elefante. De los establos subía al aire una pesada dulzura, el vaho de excrementos calientes en un templado día de invierno. Los tejados de la ciudad brillaban. Al este de la isla había anclado un mercante sobrecargado; barcas de remos oscilaban entre el puerto terrestre y el barco, y llevaban bultos al muelle, que se extendía en la base del cabo.
—¿Qué pasa ahí?
Asdrúbal, que estaba apoyado en un rincón del muro, se acercó al heleno.
—¿Eso de allí? Nada, un poco de arena tonta. Vientos de determinada intensidad, y el viento del norte, empujan el agua fuera de la bahía; entonces casi puede cruzarse a pie.
En el lado norte de la bahía, otro velero abandonaba las instalaciones portuarias de la vieja Mastia. A juzgar por el estilo del navío, debía tratarse de un comerciante de una ciudad italiota, Lokroi o Taras. El barco pasó cerca de la pentera nueva, que justo en ese momento estaba trazando un torpe viraje.
Pájaros salieron volando de los árboles del parque. Los flamencos estaban intranquilos en su porción del parque —les habían cortado las alas—, chillaban, graznaban y se picoteaban unos a otros.
Asdrúbal hizo un guiño, cruzó los brazos y se apoyó en el muro.
—Está bien que lleves tu espada, Tigo.
El heleno soltó una risa suave y sin alegría.
—Y el viejo puñal. Vivimos tiempos indignos, amigo, hijo y hermano de mis amigos. Un comerciante amante de la paz que cumplirá cincuenta y nueve años esta primavera no debería llevar ningún arma. Pero ya me he acostumbrado. —Llevó la mano a la empuñadura de la espada—. Me la dio Amílcar, hace… casi treinta años. Pertenecía a uno de sus viejos mercenarios; antes.
—Tendrás que usarla —susurró Asdrúbal. Parecía relajado y, al mismo tiempo, listo para saltar, como un gran felino.
—Eso me temo —dijo Antígono encogiéndose de hombros—. Somos pequeños hombrecitos perdidos en la gigantesca tabla de bronce sobre la cual la musa de la historia escribe con cincel y martillo. Hay que defenderse.
Asdrúbal suspiró.
—Preferiría poder quedar fuera del alcance de esa musa, Tigo. Ver crecer a los niños, amar a mi mujer, comer y beber bien, paz con Roma. Y ningún atentado. Desenvaina.
Asdrúbal hablaba con dureza, pero no en voz alta. Cuatro hombres con los rostros cubiertos salieron del parque y cayeron sobre él. El púnico, acostumbrado desde bacía años a vivir en constante peligro, los había visto, o intuido. Antes de que Antígono pudiera desenvainar su espada, el segundo hijo del Barca sacó su arma, se abrió paso entre los atacantes dando un amplio golpe de espada, golpeó la garganta del primero con la empuñadura y dio media vuelta. El acero hizo un movimiento brusco y giró hacia un lado. De la muñeca del segundo asesino brotó un chorro oscuro de sangre; la mano cayó sobre el empedrado empuñando la espada. El tercer hombre arremetió contra el vientre de Asdrúbal con su arma corta, el cuarto se precipitó sobre Antígono con espada y puñal. El heleno se dejó caer de rodillas, sintió la ráfaga de viento de la espada pasando sobre su cabeza, puso lentamente, como en un sueño, la punta de su espada contra el estómago de su atacante, y le hundió el acero en las tripas. Después se levantó de un salto, desenvainó el puñal egipcio, se colocó detrás del adversario de Asdrúbal y pasó la curva cuchilla por el cuello del asesino. En ese mismo momento Asdrúbal terminaba un terrible golpe que arrancó el arma de la mano de su oponente y le partió en dos el esternón.
Sólo el segundo atacante seguía con vida. Sus ojos estaban fijos en la muñeca por la que se le escapaba la vida. Asdrúbal le cogió el antebrazo con la mano derecha y lo apretó. Con la izquierda sacó su puñal y puso la punta del arma frente al ojo izquierdo del hombre.
—¿Quién os ha pagado? —La voz continuaba controlada, suave, aguda, apenas había variado.
Antígono arrancó la tela que cubría el rostro del primer atacante, a quien la furia del golpe de espada le había roto el hioides y la nuca. Dobló la tela dándole forma de cuerda y aplicó un torniquete al brazo del superviviente.
—¿Quién?
El hombre no respondió. Asdrúbal dejó escapar un silbido por entre los dientes y movió el puñal de forma apenas perceptible. El herido se apartó el arma de la cara gritando; una mezcla líquida, carnosa y vidriosa bajó por la mejilla.
—¿Quién?
Los gritos se convirtieron en un gemido sordo. Asdrúbal se pasó el puñal a mano derecha, rasgó con un movimiento rápido las ropas que cubrían el torso del hombre y cortó el cinturón.
Antígono se dio la vuelta, limpió su arma egipcia en el traje del tercer atacante, la guardó, se inclinó, dio la vuelta al cadáver e intentó sacar su espada. Escuchó un chillido gutural, luego otra vez la voz de Asdrúbal.
—¿Quién os ha pagado? Puedes morir ahora mismo. O puedes tardar diez días en hacerlo. Dilo.
—Dem… Demetrio. Demetrio… de Taras.
—¿El cabeza de buitre? Ah.
El cuerpo cayó sobre el empedrado con un ruido sordo. Antígono se volvió lentamente. Asdrúbal sostenía el puñal manchado en alto y la mirada en el mar. El velero mercante seguía al alcance de la vista pero ya no al de la mano.
—Yo lo he visto aquí, cuando los romanos vinieron para las negociaciones —dijo el heleno enronquecido—. Y después del asesinato de Asdrúbal. Y creo que también lo vi una vez en Roma.
Asdrúbal se llenó los pulmones de aire, se metió tres dedos en la boca y dio un agudo silbido.
—Yo sé dónde más puedes haberlo visto, Tigo. —El púnico se inclinó y limpió el filo del puñal—. El honrado comerciante Demetrio de Taras, que hace negocios con nosotros desde hace veinte años, desde que existe esta ciudad, es uno de los socios de Hannón.
Antígono pasó la mirada del filo de la espada que le regalara Amílcar al rostro dominado del hijo de éste.
—¿Hannón el Sombrío?
—Hannón la Rata. Hannón el Buitre. Hannón el enterrador de Kart-Hadtha. Si; viejo amigo, Tigo: gracias.
Hombres de la guardia llegaron corriendo por el parque.
—¿Gracias, por qué?
—Por esto. —Asdrúbal señaló los cadáveres—. Solo no hubiera podido acabar con ellos.
—Yo creo que sí. Además… también venían por mi cuello.
—Porque daba la casualidad de que estabas aquí. —Asdrúbal puso las manos sobre los hombros del heleno—. No está mal para un viejo, Tigo. No deberías considerarte más viejo de lo que eres.
Una vez que la guarda hubo retirado los cadáveres, cerrado el parque y la fortaleza y buscado a otros posibles conjurados, Asdrúbal llevó al heleno al coto de los flamencos.
—Gracias a los queridos animales. Y también a los otros, a los que echaron a volar. Pero yo ya no podía silbar, ni gritar, ¿sabes?
Antígono asintió.
—Ya estaban demasiado cerca, ¿o qué?
—Pensaban que podían sorprendernos; por eso pudimos sorprenderlos nosotros. De no haber sido así…
—¿Qué pasará con Hannón?
—No podremos probar nada, Tigo. «¿Demetrio de Taras? Un comerciante, sí, tengo negocios con él. Pero amigos, púnicos, paisanos, si yo hubiera sabido que Demetrio iba a cometer un acto tan vil…». O algo por el estilo.
Los días en la capital ibérica eran agradables, templados y, casi siempre, secos. Asdrúbal urdía proyectos, organizaba, hacía preparativos para la primavera, prácticamente sin ser molestado por los dos gerusiastas, a quienes el invierno parecía haber hecho caer en una especie de entumecimiento político. Se habían encerrado en una ala de la fortaleza, con vino, buena comida y mujeres jóvenes. Corrían horribles rumores sobre sus diversiones.
Al atardecer, Antígono solía salir del Alas con Bomílcar y otros para visitar las tabernas del puerto de la capital insular o de los otros sectores portuarios de la bahía; a veces pasaba la noche en la aldea de artesanos, con la viuda de un tallador de marfil. Sin embargo, casi siempre estaba con Asdrúbal y su mujer, Ktusha una balear de la gran isla de Klumyusa. Ktusha había nacido en un poblado de la escarpada costa noroccidental de la isla, donde los púnicos habían construido terrazas y cisternas hacia siglos. Pero las fértiles terrazas escalonadas de las pendientes se estaban arruinando desde que, ocho años atrás, los romanos ocuparon una parte de la isla y mataron a los campesinos y terratenientes púnicos. Durante esas semanas de invierno Antígono y Asdrúbal intentaron varias veces convencer, persuadir, hacer cambiar de opinión a Ktusha, pero la balear no quería saber nada de la propuesta de subir a bordo del Alas con los cuatro niños y viajar a Kart-Hadtha en Libia.
—Y, ¿en primavera? ¿Qué pasará en primavera?
Ella sonrió.
—Lo que pasa siempre en primavera, Tigo: tengo un esposo, tenemos dos hijos y dos hijas, y los tenemos porque solemos estar juntos. Así debe seguir. Asdrúbal marchará con el ejército y nosotros nos quedaremos aquí, esperándolo.
—¿Es segura la ciudad?
Asdrúbal se encogió de hombros.
—¿Qué es seguro? —Su voz sonaba cansada—. Murallas, barcos, soldados, cuarenta mil personas. Pero los asesinos pueden colarse por cualquier parte. Sin embargo, —rechinó los dientes— Ktusha tiene razón en una cosa. Aquí no están cerca de Hannón.
—Pero los romanos…
—Los romanos están en Tarrakon, diez días de marcha al norte. Si de mi dependiera… —Calló.
Antígono sólo asintió inclinando la cabeza. Asdrúbal, el hijo de Giscón, tenía casi treinta mil soldados en el campamento de Gadir, muy al suroeste de allí; Magón estaba en Kastulo, con más o menos el mismo número de hombres, y los campamentos levantados en, y alrededor de, Mastia y Kart-Hadtha albergaban a casi treinta mil soldados de a pie libios, mauritanos, gatúlicos e íberos, además de a unos siete mil jinetes númidas e íberos y cincuenta elefantes. Asdrúbal había querido aprovechar el invierno para enviar hacia el Iberos a todas las tropas disponibles divididas en pequeños grupos dispersos y poco llamativos, para dar el gran golpe contra los romanos a comienzos de la primavera. Pero los Ancianos ya habían hecho planes para todo el año. Asdrúbal Giscón, con sus hombres y casi cuarenta barcos haría una visita a los tartesios y lusitanos; Magón protegería las Montañas Negras y las minas; Asdrúbal marcharía hacia el noroeste, hacia el interior, y castigaría a los carpesianos, quienes empezaban a mirar con buenos ojos a los romanos. Antígono albergaba los mismos temores que Asdrúbal. No los expresaban en voz alta, pero casi podían palparse en el silencio. Cuando el invierno llegó a su fin y Asdrúbal marchó contra los carpesianos, Antígono subió a bordo del Alas del Céfiro. El heleno esperaba poder hacer otra visita a Asdrúbal dentro de pocos meses; sin embargo, pasaron casi dos años y medio hasta que pudo volver a ver algo de Asdrúbal.
Vientos poco propicios empujaron al Alas hacia el norte, una repentina tormenta primaveral sacudió el barco. Cuando ésta amainó, se encontraban en aguas dominadas por los romanos y masaliotas. Gracias a la oportuna caída de la noche pudieron eludir una flota de abastecimiento romana; por la mañana, tres trirremes masaliotas los avistaron, apresaron y condujeron a Massalia. Antígono ya conocía la vieja dársena rectangular, los almacenes, templos, columnatas y tabernas de mala muerte; había estado allí en tiempos de paz. Cuando atracaron en el puerto, lo envolvió una extraña mezcla de sentimientos de regreso al hogar y de extravío. Apestaba como en todos los puertos; la luz del sol primaveral era devorada por el agua salobre y sombría. Los masaliotas fueron corteses; dejaron que, de momento, Bomílcar, Antígono y los otros esperaran a bordo del Alas, en lugar de cubrirlos de cadenas y arrastrarlos a través del concurrido atracadero.
—¿Y ahora qué, señor y amigo de mi padre? —dijo Bomílcar en voz baja cuando se retiró uno de los oficiales de la flota. Los vendedores de fruta y las pescateras del mercado portuario dejaron de preocuparse por los guardas y el barco después de echar unos cuantos vistazos.
—Tal vez hayamos tenido suerte, a pesar de todo. —Antígono señaló a los centinelas masaliotas, los símbolos masaliotas en las naves de guerra, los guardas masaliotas en la salida del puerto—. Esta rica y vieja ciudad es poderosa. Puede movilizar cien barcos de guerra y enviar al campo de batalla a veinte mil soldados. Y es la mejor amiga de Roma.
Bomílcar gruñó y se rascó la negra barba.
—Y, ¿dónde está nuestra suerte?
—Tenemos suerte de que Massalia sea tan fuerte y leal que a Roma no le haga falta enviar tropas de ocupación; quizá tampoco se atreve a enviarlas. Es decir: sea lo que fuere, lo que hagan con nosotros depende únicamente de los masaliotas. No caeremos en manos de salvajes.
Las autoridades masaliotas confiscaron el barco y su cargamento y repartieron a los miembros de la tripulación entre sus propias naves. Antígono, famoso y rico comerciante, descendiente de grandes hombres que habían contribuido a fijar el rumbo del comercio masaliota desde hacía siglos, y su capitán Bomílcar, hijo de un adinerado consejero púnico, fueron alojados en la fortaleza y, como tenían suficientes monedas de plata —schekels, dracmas, dinarios—, sus guardas les suministraron todo lo que deseaban: vino, mejor comida, mantas y pieles en lugar de sacos de paja, rollos de papiro, rameras. Todo menos la libertad.
Antígono se enteró de que su hermano Atalo había muerto hacia cuatro años, dejando a un único hijo y heredero. Arquesilao, comerciante de vinos y naviero, de treinta años de edad, algo desconcertado, algo dolido y algo solicito, visitó a su tío desconocido y le ofreció —si el Consejo de Massalia lo autorizaba— alojar a Antígono y a Bomílcar en su casa, bajo vigilancia. El heleno sopesó la oferta, pero finalmente dio las gracias y no aceptó, para no importunar a la familia de su sobrino. Con todo, Arquesilao cuidó de que Bomílcar y Antígono fueran trasladados a una habitación más grande y con más luz; prometió informar indirectamente al Banco de Arena de Kart-Hadtha, transmitirles noticias —incluso sobre la Gran Guerra— y mandar buscar a la comerciante Tomiris de Kitión. Después de aquel encuentro en Kart-Hadtha, Antígono se había topado con Tomiris dos veces más, en diferentes puertos, y siempre había sido como aquella primera vez. Tomiris era natural de una isla que no se inclinaba hacia ninguna de las dos ciudades en guerra; sus propiedades se encontraban en islas que pertenecían a los seléucidas o a Egipto. Tal vez, si era posible encontrarla, ella podría abrir caminos; Antígono temía que, sin una ayuda como ésa, tendría que quedarse en Massalia hasta que terminara la guerra, o bien seria enviado a Roma como amigo y banquero de los bárcidas. Sin duda, Bostar haría todo lo que estuviera a su alcance, pero una mano más en la brega podía ser de ayuda.
La estrecha convivencia con Bomílcar era muy llevadera, y bastante menos íntima que durante los largos viajes a bordo del barco. Después de instituir algunas costumbres, pasaban todos los días practicando lucha, corriendo durante horas en el patio de la fortaleza, batiéndose a duelo con varillas; Antígono comprobó con satisfacción que la diferencia de fuerza y destreza que había entre ellos era menor que la que correspondía a los veintidós años que separaban sus edades.
Pasaron la primavera, el verano y el otoño. Cuando empezó el invierno llegó una breve noticia de Kart-Hadtha, según la cual Bostar estaba haciendo todo lo posible.
El décimo año de guerra llegó a su fin. Según rumores e informes procedentes de Italia, Aníbal había sufrido una derrota tras otra, perdiendo cinco veces tantos guerreros como los que nunca había comandado. Antígono desconfiaba de los detalles, y sólo extrajo esta conclusión: el estratega todavía conservaba en sus manos casi todo el sur de Italia; lo cual era más que un milagro, considerando la falta de apoyo. Podía ser cierto el grandioso parte de victoria que aseguraba que Roma había recuperado Taras/Tarentum; pero también parecía cierto lo que Arquesilao había oído de boca de otros comerciantes: la inconmovible alianza latina mostraba grandes desgarraduras; aproximadamente la mitad de las ciudades latinas ya no entregaban tropas a Roma ni pagaban tributos. También parecían haberse producido deserciones similares en Etruria, donde Roma había emplazado a dos legiones sin que la región estuviera amenazada por los púnicos. Antígono se mesaba los cabellos y pensaba en lo rápidamente que caería Roma si Aníbal dispusiera de tan sólo un tercio de las tropas disponibles en Iberia.
Iberia y el Este habían sido los otros dos escenarios de batalla de ese año, y los espectáculos presentados ahora en esos escenarios superaban todo lo sucedido en ellos durante los años anteriores. Filipo por fin había dado un mejor nivel a sus tropas y había conseguido defender Macedonia, el centro de la Hélade, el norte del Peloponeso y Eubea, venciendo a tropas de Etolia, Pérgamo e incluso a un ejército romano; después de tantos años de inactividad, Kart-Hadtha había enviado a Filipo una flota auxiliar de cincuenta penteras, que expulsó a los romanos de todos los puertos importantes. Y el macedonio había empezado, por fin, a construir una flota propia. Sin embargo, en otoño, Filipo abandonó todo y se dirigió a la frontera norte de Macedonia para hacer la guerra a un par de tribus sin importancia.
En Iberia fue el año de la gran catástrofe. Ésta se produjo más o menos como Antígono y Asdrúbal lo habían temido. Publio Cornelio Escipión, quien había observado los movimientos y ardides de Aníbal en Italia desde el comienzo de la guerra, avanzó por la costa hacia Mastia/Kart-Hadtha. Fue una marcha forzada que ningún estratega púnico pudo interceptar; gracias a las sabias decisiones de los Ancianos, todos los estrategas se encontraban demasiado lejos, en el sur o el Oeste. La flota romana, dirigida por Lelio, entró en el puerto de la ciudad. Cuatro días después de iniciado el sitio sopló un intenso viento del norte y la marea bajó más de lo habitual: Cornelio mandó que soldados de a pie cruzaran la superficie cenagosa en que se había convertido la franja de mar que separaba el cabo de la isla, y, una vez en ésta, los romanos tomaron por asalto un sector desprotegido de la muralla. Acto seguido, el general romano, siguiendo honrosas costumbres de su padre, dio mano libre a sus hombres para que cometieran saqueos y asesinatos en la ciudad ocupada. Cuando el comandante púnico de la fortaleza, quien sólo tenía a mil hombres bajo su mando, abrió las puertas y se entregó, apenas seguían con vida diez mil de los cuarenta mil habitantes de la ciudad. Publio Cornelio Escipión había golpeado en el corazón de la Iberia púnica. Además de los más de seiscientos talentos del tesoro público, los romanos se apoderaron de otros quinientos talentos de oro y plata, miles de vasos y copas de oro y plata, dieciocho barcos de guerra, sesenta y tres naves de transporte, cuatrocientas mil fanegas de trigo, doscientas setenta mil fanegas de cebada, decenas de miles de espadas, armaduras, lanzas, caballos; hicieron esclavos a los mejores artesanos de la Oikumene, tomaron prisioneros a dos miembros del Consejo de Ancianos y a otros quince púnicos de alto rango. Y apresaron o dejaron en libertad a más de trescientos rehenes pertenecientes a tribus ibéricas. Cornelio consolidó la situación de la ciudad, la fortaleza y los puertos, y marchó de regreso a Tarrakon, donde abrió negociaciones con pueblos ibéricos, despidiendo a los rehenes liberados con regalos, tal como había hecho Aníbal en Italia con aliados de Roma. Y Asdrúbal Giscón, Asdrúbal Barca y Magón, quienes querían reunir sus ejércitos e iniciar el ataque de inmediato, tuvieron que hacer algo muy distinto por orden del Consejo de Ancianos: la ciudad ya estaba perdida, ahora había que cuidar de mantener la paz en el interior y no arriesgarse en una batalla contra Cornelio. Así, Cornelio pudo mantener la paz en el interior, cerrar alianzas con íberos y mejorar su situación.
Gracias a las viejas y buenas relaciones entre Massalia y Antígono y todos sus antepasados, poco a poco los limites dentro de los cuales se permitía andar al prisionero se extendieron a todo el perímetro de la ciudad. Era un gran alivio poder ir al puerto con Bomílcar y tres o cuatro guardas, poder comer y beber en tabernas de mala muerte, hurgar en tiendas de papiros o detenerse en una plaza y observar funciones teatrales, representaciones musicales y actuaciones de bufones.
A veces el heleno se topaba con los grandes señores de Massalia. Un frío día de otoño, en el que los árboles de los recintos del templo se inclinaban hacia el mar y las crudas ráfagas de viento que soplaban del norte azotaban la dársena y metían a la gente en sus casas, Antígono bebió vino aromático caliente con el armador Oreibasio en una taberna cercana al edificio del Consejo. El masaliota, quien desde hacia veinte años realizaba negocios con la mitad de la Oikumene, debía tener alrededor de cincuenta años; pero la barba completamente negra y la piel lisa hacían que más pareciera un adolescente. Un nervio diminuto no dejaba de latir debajo de su ojo izquierdo; Antígono tuvo que esforzarse para que su mirada no se quedara fija en ese punto.
—Obtenemos buenas ganancias y no tenemos que arriesgar mucho. Pero esta guerra no es más que una larga y dolorosa agonía. Sería mejor que terminara mañana mismo.
—Todavía tiene para años.
Oreibasio asintió con un brusco movimiento de cabeza.
—Tú lo has dicho, señor del Banco de Arena. Me temo que tendrás que ser nuestro huésped durante mucho tiempo. Si te falta algo, dímelo.
Antígono agitó su vaso y siguió los movimientos trazados por las hierbas aromáticas en el vino.
—Mi barco y el cargamento han sido confiscados. Se me están acabando las monedas.
Oreibasio carraspeó.
—El señor del Banco de Arena tendría medios ilimitados a su disposición…
Antígono levantó la mirada.
—¿Tendría?
—Si uno de nosotros supiera a ciencia cierta que el Banco de Arena va a seguir existiendo cuando termine la guerra.
—Mientras exista Kart-Hadtha, existirá el Banco de Arena.
—Precisamente.
—No pareces tener muchas esperanzas al respecto, armador.
Oreibasio se encogió de hombros.
—¿Esperanzas? ¿Qué son las esperanzas? Sabemos muy bien que Roma está ganando terreno. Y conocemos las ilusiones y los cálculos errados del Consejo de Karjedón. Suma ambas cosas, ¿qué resultado obtienes?
Antígono calló.
—Te lo diré yo. —Oreibasio se inclinó hacia delante y cogió con los dedos afilados una punta del capote de Antígono—. Vosotros tenéis al estratega más grande que ha existido desde Alejandro. Aníbal es Ares hecho hombre. Los Alpes, las batallas contra las invencibles legiones… Desde hace casi diez años se está manteniendo con mercenarios procedentes de mil pueblos de Italia, y ninguno de ellos ha intentado jamás matarlo para convertirse así en hijo predilecto de Roma. Pero… —Sacudió la cabeza—. Si yo fuera púnico, amigo, estaría desesperado y loco de rabia. Nadie creía que Aníbal fuera capaz de conseguir lo que ha conseguido. Desde Cannae, todos los años, y éste es el octavo, todos los años ha podido decidir la guerra, ganar, someter a Roma. En algún momento será derrotado o llamado de regreso a Karjedón, y entonces parecerá que todo lo conseguido desde Cannae no ha sido más que absurda y desesperada obstinación. —Tiró violentamente de la punta de tela—. Pero nosotros sabemos que eso no es cierto. Incluso ahora, después de la caída de la nueva Karjedón en Iberia, una flota y un buen ejército de refuerzos le bastarían.
—Lo sé —dijo Antígono en voz baja—. Latinos y etruscos están abandonando a los romanos, Aníbal todavía controla casi todo el sur de Italia. Un golpe rápido y fuerte… Pero lo dejan solo.
—Y por eso Massalia está del lado de Roma, amigo. No sólo a causa de la vieja alianza. Cuando empezaba la guerra hubo una enconada discusión en el Consejo. Sabemos que los púnicos, bastante alejados de nosotros, nunca querrían ni podrían dominarnos. Nuestra enemistad hacia Karjedón es tradicional; púnicos y helenos se odian desde hace siglos. Es absurdo, pero así es. Y teníamos conflictos debido a los emporios en Iberia, la navegación en el oeste del mar.
—Y, a pesar de ello, ¿discusión en el Consejo?
—A pesar de todo ello, sí. Karjedón no destruye; Karjedón quiere comercio y riqueza, puntos de apoyo e influencia, pero no un dominio absoluto. Incluso el imperio de Iberia debía ser únicamente un baluarte. Si se destruyen mercados y se matan artesanos es imposible conseguir riquezas mediante el comercio. Roma, por el contrario, sólo quiere dominar. En algún momento su estrategia de guerra le costará muy cara.
—¿Te refieres a Iberia?
—Sobre todo a la misma Italia. Cada ciudad que reconquistan, después de que ha estado en manos de Aníbal, es destruida; los habitantes son ejecutados, los campos pasan a manos de Roma. Desde Cannae, los romanos han ajusticiado cada año en su propio país a más pobladores pacíficos que soldados han perdido en la mayor de todas las batallas. Cuando termine la guerra, Italia estará sembrada de ruinas, campos devastados, ciudades despobladas. Ya no existirá lo que constituye la columna vertebral de un Estado, los campesinos libres y los arrendatarios semilibres. Y Roma, un pueblo agrícola, tendrá que reconstruir el país con esclavos. Naturalmente, también Aníbal ha hecho saqueos, pero las nueve décimas partes de la devastación se deben a los propios romanos. Ya no existirán los campesinos tozudos y rebeldes acuñados por Roma; todo esto cambiará la cara de Roma y de Italia.
—¿Y por eso se discutía en el Consejo? ¿Preveíais todo esto desde el comienzo de la guerra?
Oreibasio rió.
—No podía preverse. Sin Aníbal la guerra hubiera terminado hace mucho, y un hombre así no podía entrar en nuestros cálculos. No, señor del Banco de Arena. —El masaliota soltó por fin el traje de Antígono—. Si durante cualquiera de estos años Karjedón hubiera utilizado únicamente la quinta parte de sus gastos de guerra para enviar refuerzos a Aníbal, Roma hace tiempo que hubiera retrocedido hasta sus antiguas fronteras y hubiera tenido que cerrar tratados que la limitaran a éstas. O hubiera sido destruida. Pero Karjedón ha despilfarrado, desperdiciado, regalado, sacrificado absurdamente todo. Y nosotros no rompimos la alianza con Roma porque sabíamos, calculábamos, esperábamos que eso sería precisamente lo que haría el Consejo de Karjedón. Karjedón ha sido siempre un enemigo agradable; Roma es un amigo terrible. Karjedón no nos hubiera protegido; como principal amigo de Roma, Massalia no necesita protección contra Roma, aún no. Quizá de esta manera consigamos mantener nuestra independencia diez o veinte años más. Después nos convertiremos en una provincia de Roma, con un gobernador y una guarnición romana, y nos obligarán a hablar latín y a renunciar a nuestras antiguas instituciones.
Antígono examinó el liso rostro de adolescente. Los latidos debajo del ojo eran ahora más violentos, más evidentes; sobre las facciones del armador yacía una fría capa de amargura.
—¿De modo que os habéis puesto del lado de Roma para no ser esclavizados en seguida, sino dentro de un par de décadas?
—Así es. Y como apoyamos tan valientemente a los romanos, ahora podemos comerciar en las regiones que han ocupado en Iberia. Y —tosió— puesto que somos amigos tan leales, no nos hacen exigencias desagradables. Saben tan bien como nosotros que Aníbal todavía puede vencer, y que necesitan toda la ayuda posible.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Sólo quiero decir, señor del Banco de Arena, que en Roma se sabe que estás aquí. Y, naturalmente, saben que has intentado varias veces enviar dinero y tropas a Aníbal. Pero no nos han pedido tu extradición. Todavía no.
Antígono bebió lentamente el vino aromático, ya frío.
—¿Y si quisieran tenerme en sus manos, qué pasaría?
Oreibasio sonrió.
—En esta casa aprobaríamos la extradición y te dejaríamos escapar. Discretamente. Hasta entonces… —Afiló los labios y dijo susurrando: tu barco, ¿diez talentos de plata?
—Demasiado, señor de los barcos.
—Tú conoces la situación. En estos tiempos muchos mercantes se hunden, son apresados, requisados, se pierden. Actualmente los barcos cuestan el doble de lo que se pagaba por ellos antes de la guerra. Y tu barco está especialmente bien pertrechado y en muy buen estado para navegar.
Cinco días después un emisario trajo varios pesados sacos de cuero a Antígono. El heleno contó las monedas en su cómoda prisión. Seis talentos; no sabía si Oreibasio había pagado con dinero propio o con medios del Consejo.
En primavera, casi un año después del inicio del cautiverio de Antígono, llegó a Massalia una embajada del Senado de Roma. Era el día de la gran fiesta del inicio de la primavera. Arquesilao visitó a su tío por primera vez desde hacía mucho tiempo; llevaba prisa.
—Mañana tendrá lugar la fiesta del sol, en la explanada que hay frente al templo de Artemis. —Hablaba titubeando, e, intencionadamente o no, en voz muy baja—. Resulta que estaréis unos momentos sin vigilancia. Oreibasio se ocupará de ello. En la desembocadura oriental del Ródano os espera un barco, oculto entre los cañaverales. Debéis subir a una carreta de bufones cubierta con una capota de tela de color azul grisáceo. Tiene unos parches rojos, un triángulo sobre la rueda trasera de la izquierda.
Arquesilao se marchó antes de que Antígono o Bomílcar pudieran darle las gracias o hacer preguntas.
La fiesta de la igualdad del día y la noche era celebrada en todos los templos de Massalia. Únicamente la pequeña comunidad judía no participaba en la celebración. La plaza situada frente al templo de Artemis no tenía ninguna significación especial; sólo era la más grande. La mayoría de las fiestas tenían lugar casi sin que hubiera creyentes; por lo demás, Massalia depositaba los regalos y honraba a los dioses en los días prescritos, esto es, después de la cosecha, para que (en el caso de los sacerdotes: sí) éstos los dejaran en paz. Hogueras con carne asada ardían en la gran plaza; los viñadores y comerciantes de vino había montado puestos con enormes ánforas y grandes cubas de madera. Frente a todos los despachos de vino habían mesas burdas y troncos usados como asientos; los posaderos de las calles vecinas participaban sacando a la calle grupos de mesas que parecían cabezas de puentes. Por todas partes podían verse tiendas y barracas: adivinos, contorsionistas, narradores, tragasables, bufones, monstruos. Coleccionistas de animales que habían viajado mucho mostraban sus piezas más exóticas. En un aprisco levantado a uno de los costados de la plaza, dos bisontes castrados, un elefante hembra y unos cuantos chacales se mantenían a cierta distancia unos de otros; al lado, tras altas estacas, un leopardo andaba en círculos, resoplaba, observaba a la multitud con ojos fosforescentes.
En un cuadrilátero dejado libre en el centro de la plaza, galos y germanos desnudos, untados de aceite y brillantes de sudor luchaban entre si; el que quería perder su dinero podía retar a uno de los feroces gigantes. Sobre una plataforma de madera era exhibida una ternera de dos cabezas, cuidada por una mujer pelirroja de piel escamosa y miembros infinitamente hinchados. Un grupo de músicos heleno-frigios tocaban, en la escalinata del templo, liras, siringas, diversas flautas e instrumentos de percusión de madera y metal. Antígono y Bomílcar escucharon un rato a los músicos, que hacían brotar como por encanto maravillosas escalas y armonías, y rieron con los masaliotas cuando el músico de más edad habló de una breve estancia en Roma, donde los bárbaros habían empezado a inquietarse al terminar la segunda pieza, y al concluir la tercera les habían reclamado que dejaran los instrumentos y lucharan o pelearan un poco con los puños.
Un gigante de barba blanca que llevaba un tambor colgado se abrió paso entre la multitud, dando golpes a la tensa piel de ternera del tambor y gritando una y otra vez:
—Ari, Ari, Aristoboulos. Aristoboulos y sus estremecedores enanos. Estre, estre, estremecedores enanos. Venid, venid, venid a Ari, Ari, Ari y estre, estre, estre.
Uno de los guardas tocó el codo a Antígono.
—Deberías ver a los enanos, señor. Por recomendación del armador Oreibasio.
Antígono inclinó la cabeza y tiró de Bomílcar. El capitán dejó de mala gana que una ramera escapara de sus brazos. Aristoboulos —el mismo gigante del tambor, pero ahora sin barba— se volvió hacia los curiosos.
—Negocios urgentes nos llaman —gritó el gigante—. Negocios muy urgentes. Ésta será nuestra primera y única función de hoy. Quien quiera verla, que la vea; quien quiera asombrarse, que se asombre, quien quiera verla y asombrarse, ¡que pague! ¡Empezaremos cuando el bote haya alcanzado un cierto peso!
Alguien gritó:
—¡Primero la función, después el dinero!
Aristoboulo se levantó; su voz sonó irritada.
—¡El arte que entusiasma a la Oikumene! Bárbaros y romanos querían ver primero y pagar después; ¡las personas de gusto exquisito saben qué fue lo que se perdieron!
El bote de madera circuló entre el público. La compañía parecía haber recibido efectivamente cierta llamada; la mayoría de los curiosos arrojaron óbolos y hasta dracmas al bote. Aristoboulo había colocado su carreta en una calle estrecha que salía de la plaza y llevaba hacia el oeste; un cordel sostenido por toneles formaba un circulo que se extendía, en parte, sobre la plaza y, en parte, sobre el final de la calle. Dentro del circulo se habían colocado gruesas esteras. Cabezas observaban desde los edificios de ambos lados de la estrecha calle; Aristoboulo lanzó maldiciones contra los vecinos que pretendían ver el espectáculo sin pagar, hasta que también de las ventanas cayeron monedas.
La carreta —grande, de cuatro ruedas, cubierta con una capota de color azul grisáceo— estaba cerrada por detrás con una portezuela. De pronto ésta se abrió. Siete enanos salieron del carro dando volteretas, rodaron pasando unos por encima de los otros, por debajo, cruzándose, corrieron alrededor del circulo formado por el cordel, saltaron unos sobre otros al mismo tiempo y desde tres puntos distintos. Como peces brincando sobre la superficie del agua. Luego dos de ellos se colocaron espalda contra espalda; otros dos subieron sobre los hombros de éstos, el quinto trepó sobre el cuarto y pronto los siete habían formado una torre. Aristoboulo arrojó al que se encontraba más arriba un paquete atado con cordones. El enano desató los cordones y se pasó una tela por encima de la cabeza; un paño de lana azul grisácea con puntos rojos cayó ondeando y envolvió a la torre de enanos. El que se encontraba en lo alto de la torre se puso un sombrero de ala ancha; de pronto los enanos se habían convertido en un personaje gigantesco, el paño de lana, en un abrigo. Un instante después el abrigo se abrió un poco. Uno de los enanos, envuelto en una tela color carne, salió por la abertura, como un falo. Su cabeza, calva y rosada, era el prepucio. La torre empezó a balancearse rítmicamente, hacia adelante y hacia atrás, mientras Aristoboulo tocaba el tambor y cantaba con voz ronca una canción apenas inteligible, pero sin duda obscena. De pronto, el enano que hacia las veces de falo escupió un líquido lechoso y se dejó caer hacia adelante; el abrigo volvió a envolverlo.
Los espectadores gritaban, aplaudían y pataleaban. El abrigo cayó, lo mismo el sombrero; los siete enanos —dos, otros dos y tres más, uno encima de otro— daban gritos y agitaban los bracitos. Aristoboulo arrojó al que se encontraba debajo una gran esfera de madera, después otra, otra y otra; finalmente fueron una docena o más. Los enanos empezaron a pasarse las pelotas unos a otros, formando un desordenado circuito. Unos instantes después, el enano de más arriba dio un grito ronco al resbalársele una de las pelotas. La esfera se estrelló contra el suelo, se partió en dos mitades y de su interior salió volando una paloma blanca que se posó sobre la cabeza de Aristoboulo. Cuando reventó la segunda esfera, dejando salir una paloma pintada de azul, Antígono sintió que alguien le tocaba el codo.
—Vamos. Estamos sin vigilancia —le susurró Bomílcar al oído, aunque en ese griterío también hubiera podido hablar en voz alta sin que apenas pudiera entenderse lo que decía.
Se abrieron pasó lentamente entre la multitud, hasta llegar a la calle estrecha y la carreta. Vieron el triángulo rojo pintado en la madera, encima de la rueda trasera del lado izquierdo. En la parte delantera había cuatro bueyes uncidos, con cebaderas colgadas del pescuezo; Antígono y Bomílcar subieron el pescante y se deslizaron a la parte cubierta por la capota.
Adentro hacía una peste terrible; parecía que los enanos no sólo vivían y comían allí, sino que también hacían allí sus necesidades. No podía tratarse únicamente de excrementos de paloma. Bomílcar sonrió al heleno.
—¿No pensabas a veces que a bordo del Alas faltaba espacio?
—Faltaba o sobraba; cuida tus monedas. Me temo que los pequeños tienen dedos rápidos.
Bomílcar asintió y se llevó la mano al cinturón.
—Aquí no entrarán.
La función duró mucho tiempo. Gritos, aplausos y carcajadas decían una y otra vez a los dos cautivos que se estaban perdiendo algo; pero si la fuga realmente tenía éxito, aquél era un precio razonable.
De pronto los enanos inundaron el carro, parloteando y cuchicheando. Aquello no era ni heleno ni ningún otro idioma que Antígono hubiera escuchado alguna vez. Aristoboulo cerró la portezuela; uno de los enanos hizo un guiño a Antígono, se abrió la parte superior de su traje y soltó una carcajada. El enano era una enana con tres pechos. Antígono suspiró sin dejarse oír.
El carro se puso en movimiento, lenta, torpemente, haciendo mucho ruido. Como en una larga pesadilla, el heleno sintió que los enanos trepaban sobre él, lo cubrían, lo llenaban de babas. Mientras se encontraran en la ciudad, Antígono no podía correr el riesgo de defenderse.
En algún momento la carreta se detuvo; oyeron voces, luego el vehículo siguió rodando. Aristoboulo hizo chasquear el látigo y se puso a rugir a todo pulmón canciones impenetrables, o trozos casi inconexos de una única canción interminable. El carro se balanceaba, se inclinaba hacia un lado, volvía a enderezarse. Uno de los enanos tiró violentamente del cinturón de Bomílcar; otro dejó que una paloma roja volara dentro del carro. La enana —¿o acaso había más de una?, ¿todas con tres pechos?— se había desnudado completamente; una piel rojiza la cubría desde las rodillas hasta el ombligo. Abrió las piernas, dio unos estridentes chillidos y se sentó sobre el calzón de Antígono. En ese momento se detuvo el carro; Aristoboulo metió la cabeza bajo la capota, sonrió ante el panorama que se ofrecía a sus ojos y chasqueó la lengua.
—Siento interrumpiros, vosotros dos os bajáis aquí.
Arquesilao estaba esperándolos al borde de la carretera que doblaba por las colinas costeras, al noroeste de Massalia. El hijo de Atalo estaba montado a caballo, y tenía en la mano las riendas de otras dos cabalgaduras. Éstas llevaban mantas, alforjas de provisiones, botellas de cuero y espadas.
Llegaron al Ródano después de tres días de viaje ininterrumpido hacia el norte. Muchas ciudades y tribus se dedicaban al comercio fluvial y marítimo; había que contar con la presencia de barcos de vigilancia romanos. En un pequeño puerto vendieron los caballos y adquirieron una balsa plana. Bomílcar dio un hondo suspiro de alegría cuando los cogió la corriente y empezaron a avanzar bordeando los cañaverales de la orilla, rumbo al mar.
—Sal —dijo el púnico, con los párpados entrecerrados—. Ah, el mar. Mi mar.
—No por mucho tiempo, amigo. Dentro de poco los romanos lo llamarán su mar.
Bomílcar escupió al río.
—No pueden controlar cada una de sus gotas.
Hacia el atardecer llegaron al extenso cañaveral de la zona de la desembocadura. La jungla húmeda y susurrante se mecía bajo los rayos rojizos y sesgados del sol. Flamencos, garzas y grullas volaban surcando el velo del cielo. Un pez gigantesco se elevó casi verticalmente a unas cuantas brazas de la balsa, cogió algo al vuelo y volvió a caer en el agua.
—Ninguna embarcación a la vista. —Bomílcar miró río abajo y río arriba—. Nadie nos vigila. Pero ¿dónde buscamos el barco prometido? —Antígono arrugó la frente.
—Tú eres el capitán, ¿dónde lo hubieras escondido tú?
—No demasiado cerca del mar… por los romanos. Y tampoco muy arriba; en los cañaverales no es muy profundo.
—Ayúdanos un poco más.
Bomílcar sonrió.
—Ah, ¿yo he de ayudar?
—Hace tiempo que no te doy una buena azotaina, hijo de mi amigo.
—La última vez fue hace unos treinta años.
Antígono se levantó; Bomílcar mantuvo el equilibro de la balsa. El heleno dirigió la mirada hacia la jungla del cañaveral; luego se llevó las manos a los lados de la boca y gritó:
—¡Taaaniiit! ¡Meeelkaaart!
Bomílcar dejó escapar una risita.
—¡Que yo haya tenido que ver esto! El impío negador de la existencia de todos los dioses, clamando a Tanit y Melkart. Pero quizá tengas razón. Cualquier barca de vigilancia romana que te haya oído vendrá hacia aquí de todas maneras. Ellos nos ayudarán.
Esperaron; finalmente decidieron avanzar un poco más. Un trecho más adelante, río abajo, vieron a la derecha una pequeña barca pesquera semioculta en la espesura; también podía tratarse de la barca de un cortador de cañas. En la barca estaba sentado un hombre que llevaba un enorme sombrero y tenía en las manos una caña de pescar y la cuerda de una nasa. Bomílcar dirigió la barca hacia el cañaveral y gritó al solitario pescador.
—Eh, señor de los peces, nos hemos extraviado.
El pescador siguió mirando el agua por debajo del ala de su sombrero; después se echó el sombrero hacia atrás. Era Tomiris.
Todavía, después de casi once años de guerra, no había en Kart-Hadtha ninguna señal de fatiga, cansancio o escasez de provisiones. Antígono pasó algún tiempo luchando contra la idea de emprender una guerra abierta contra Hannón, pero Bostar le aconsejó que lo olvidase. Hannón ya sólo era la mitad de importante; el Consejo por fin había decidido dejar que Asdrúbal y Magón actuaran con mediana libertad en Iberia.
Demasiado tarde, y sólo a medias. Asdrúbal había marchado con su ejército hacia el sur, perseguido por Cornelio. Quería atraer a los romanos a la región donde Asdrúbal Giscón y Magón podrían intervenir con sus tropas; pero Publio Cornelio Escipión volvió a demostrar que era un aplicado discípulo de Aníbal. La batalla tuvo lugar en Baikula, al norte de Baits, más o menos a mitad de camino entre Kastulo y Karduba. Gracias a que numerosas tribus ibéricas se habían pasado al bando romano, Cornelio Escipión contaba por primera vez con un ejército superior en número. Las legiones y sus aliados íberos abandonaron la marcha y atacaron con inaudita violencia, una batalla de movimientos al estilo bárcida. Asdrúbal comprendió que no podía ganar el combate; sin embargo, realizando hábiles maniobras consiguió retirar a casi todo el ejército de la batalla. Luego se puso en marcha hacia el noroeste, en dirección a Magón; pero Cornelio no lo siguió.
Los estrategas púnicos y los representantes del Consejo de Ancianos se reunieron al norte de las Montañas Negras para deliberar. Magón, Asdrúbal Barca, el príncipe masilio Masinissa, Asdrúbal Giscón, otro nuevo subestratega llamado Hannón y los gerusiastas Arish, Mished y Mastanábal se pasaron dos días discutiendo cuál seria el rumbo correcto a seguir. Asdrúbal y Magón eran partidarios de cualquiera de estas dos posibilidades: reunir a todos los ejércitos y barcos dispersos para dar un golpe que aniquilara a Cornelio en Iberia, o bien retirarse a posiciones del sur fáciles de mantener y enviar todas las tropas disponibles a Italia, la mitad por tierra, bajo el mando de Asdrúbal Giscón, y la otra mitad, bajo el mando de Magón, por mar, directamente a Aníbal. Los gerusiastas se decidieron por una ineficaz mezcla de ambas propuestas. Asdrúbal Barca y su ejército marcharían a través de los Pirineos y los Alpes y se reunirían con Aníbal en algún lugar del norte de Italia; Asdrúbal Giscón defendería el sur con las tropas restantes, que todavía hubieran bastado para un ataque; Masinissa recorrería el país con tres mil jinetes, protegiendo a los aliados e importunando a los romanos; Magón reclutaría nuevos soldados en el norte de Libia y las Baleares, soldados que no serían para Aníbal, sino para Iberia, las minas de plata, los mercados.
Frente a este caos del Oeste se levantaban los éxitos conseguidos en el Este. Filipo, con ayuda de la flota púnica, había conseguido sostenerse frente a los romanos; tras perder una batalla, Atalo de Pérgamo se retiró de la guerra y marchó hacia Asia, para —continuando con la mejor tradición helena— reñir un poco con Prusias de Bitinia. Antíoco y el poderoso ejército del imperio seléucida habían emprendido una gran marcha hacia el este para recuperar las regiones partas y bactrianas conquistadas por Alejandro. Rodas había construido una gran flota a la sombra de los acontecimientos, convirtiéndose en la mayor potencia marítima del este de la Oikumene; junto con Ptolomeo, los rodanos estaban intentando mediar entre Roma y Macedonia.
Antígono renunció una vez más a encontrar formas lógicas y con sentido a los acontecimientos y conclusiones. Mientras una flota romana devastaba la costa púnica, los barcos de guerra púnicos estaban dispersos por todo el mar; por lo visto, nadie del Consejo sabía cuántas penteras y trirremes había en Iberia, frente a las costas del sur de Italia, frente a los miles de puertos libios, en la Hélade. Ni siquiera Hannón el Grande, según se decía. Por otra parte, Hannón, quien ya había cumplido setenta y dos años, estaba gravemente enfermo y no se ocupaba de los asuntos del Consejo desde hacía lunas.
La venta de los negocios de Iberia y el corrimiento hacia el Este habían rendido grandes ganancias; el Banco de Arena todavía guardaba una parte de la fortuna Barca, de la que no se había podido disponer en un primer momento. Antígono consultó con Bostar, pidió un convoy al Consejo, consiguió primero la aprobación, luego las naves —cincuenta penteras y doscientos barcos de transporte—, sacó de circulación mil talentos de plata, reclutó a tres mil libios y dos mil númidas y en otoño se embarcó hacia Italia con las tropas, todo tipo de provisiones y los setecientos talentos restantes. Kart-Hadtha se sumió en su sueño invernal; en los territorios númidas reinaba la calma. El príncipe de los masesilios, Sifa, había convertido en su capital a la antigua colonia púnica de Siga, y parecía querer esperar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos en Iberia. Probablemente después, se pondría del lado del vencedor. Su vecino y enemigo, Masinissa, no había llevado a Iberia a tantos hombres como para que Sifax pudiera atacar el corazón de Masilia sin dificultad. En todo caso: uno de los frentes de guerra estaba en calma, aunque no en paz.
Durante la travesía, Antígono se divirtió leyendo las crónicas de Séptimo Torcuato. Resultaba evidente que el escritor romano era uno de ésos que no mejoran ni con largos años de práctica. Con todo, sus trabajos sobre la guerra en Italia tenían más base que todos los rumores que el heleno había escuchado durante su cautiverio en Massalia.
Marcelo ha conquistado diversas ciudades en Sambia, haciendo grandes botines. El procónsul Gneo Fluvio estaba no muy lejos de Herdonia, y pensaba conquistar esta ciudad mediante una traición. Como Aníbal oyó que aquél tenía una posición insegura y que en su campamento no reinaba el orden conveniente, el cartaginés vino de Bruttium en marcha redoblada y mandó que tropas formaran en orden de batalla. Fluvio en seguida estuvo dispuesto. Pero Aníbal ordenó que, durante el choque de las tropas de a pie, la caballería atacara el campamento y cayera sobre la retaguardia enemiga. Puesto que fue eso lo que sucedió, los romanos se sumieron en un gran desorden y huyeron, después de haber perdido mil doscientos hombres.
Marcelo tomó a su cargo lo que quedaba del ejército derrotado y salió al encuentro de Aníbal. Hubo otro combate, al que puso final la noche. La noche siguiente Aníbal siguió avanzando. Marcelo lo siguió; todos los días se produjeron pequeñas escaramuzas. La flota romana saqueó las costas africanas, las cartaginesas y las sardas.
El año siguiente las noticias sobre los preparativos de los cartagineses provocaron nuevas preocupaciones en Roma, en especial porque gran parte de las colonias y aliados se rehusaban a entregar dinero y hombres para continuar la guerra. Aníbal se acercó a Canusium. Marcelo lo siguió y le dio alcance. Volvieron a enfrentarse, pero la noche dejó la victoria indecisa. Al día siguiente se reanudó el combate, pero en perjuicio de los romanos, pues éstos perdieron tres mil hombres y huyeron al campamento.
Fabio sitió Tarento. Allí Aníbal había emplazado a una guarnición de brutios cuyo comandante amaba a una mujer que era hermana de uno de los hombres del ejército de Fabio. Tras el necesario acuerdo con Fabio, este hombre se dirigió a Tarento y convenció a su hermana de que persuadiera a su amante para que éste entregara la ciudad. Lo cual ocurrió. En la noche abrieron las puertas a los romanos y les entregaron la ciudad. A la mañana siguiente la guarnición se encontró con que el mercado estaba ocupado. Los traidores más ilustres murieron en el combate. La ciudad fue saqueada y la mayor parte de los miembros de la guarnición y de los habitantes fueron pasados por las espadas o tomados como esclavos.
El año siguiente, doceavo de esta guerra, el ejército romano, comandado por Marcelo y Crispino, se encontraba en Apulia, donde también se hallaba Aníbal. El cartaginés no se sentía lo bastante fuerte como para enfrentarse a los dos romanos, y sólo buscó la ocasión de vencerlos mediante ardides. Escuchó que los romanos iban a enviar algunas tropas de Tarento para sitiar Locri. Aníbal mandó atacar a esas tropas en una emboscada, matando a dos mil y tomando mil doscientos prisioneros. Entre los dos campamentos enemigos había una colina cubierta de vegetación que ninguno de los dos había ocupado. Aníbal ocultó algunas unidades en el bosquecillo. Marcelo y Crispino salieron a reconocer el terreno, para ver si el enemigo podía estar acercándose; sin embargo, se atrevieron a alejarse demasiado, y, cuando menos se lo esperaban, los cartagineses los aislaron del campamento. Apenas empezado el combate, Marcelo fue atravesado por una lanza y cayó de su caballo. Crispino y el hijo de Marcelo escaparon heridos. Los demás fueron muertos o tomados prisioneros. Aníbal ocupó inmediatamente la colina. Pero Crispino retrocedió. Aníbal mandó sepultar con honores a Marcelo y dirigió su marcha hacia Locri, que estaba sitiada por Cincio, quien había llegado de Sicilia. Éste levantó el cerco al enterarse de que el enemigo se estaba acercando.
Los continuos movimientos, envíos de noticias, observación del enemigo, negociaciones con ciudades no cesaban ni siquiera en invierno. Los libios y númidas estaban envueltos en gruesos ropajes; un grupo de soldados de espada ilirios recién llegados, a través del mar, de lejanas montañas del nordeste, corrían casi desnudos, llevando únicamente un taparrabo y las eternas gorras de piel de comadreja, hasta cierto punto sagradas.
El campamento principal se encontraba aproximadamente a cien estadios por encima de Metapontión. El punto central era una aldea fortificada que se levantaba sobre una colina, a orillas del Bradanus; el río constituía la frontera entre Lucania y Apulia. Unos cien estadios al otro lado del Bradanus pasaba la prolongación hasta el sur de la Vía Apia, que unía Roma con Taras/Tarento y Brundusium. Desde el campamento también se tenían al alcance las principales carreteras que cruzaban Lucania con dirección a Bruttium.
Había muchos grupos y rostros nuevos. Y muchas tristes ausencias. Habían pasado dos años desde la traición y muerte de Muttines; desde entonces, también Maharbal y Asdrúbal el Cano habían muerto en encuentros con los romanos. Hannón, el hijo del viejo Bomílcar, que a pesar de haber perdido algunas batallas era el mejor segundo hombre de Aníbal, se encontraba al mando de la mitad del ejército, dividida entre numerosas fortalezas y campamentos de Bruttium. Poco había cambiado el conjunto de las fuerzas, pero mucho su composición. Era el día del solsticio de invierno; Aníbal, Antígono, Sosilos y el jefe de la caballería, Bonqart, estaban bebiendo vino en una terraza sobre el río. Debajo, en una franja plana de la orilla, celtas de pelo gris armados con varas y escudos de madera practicaban la manera de romper y dispersar una formación escalonada de príncipes. Hijos de campesinos brutios y reclutas lucanos, campanios, unos cuantos italiotas de Metapontión y de la región de Sibaris, hacían las veces de enemigos; unos trescientos hombres observaban el encuentro y recibían instrucciones de un oficial púnico. Entre los espectadores había pocos libios, ningún íbero, unos cuantos gatúlicos y baleares; y otros cuyos peinados, trajes y colores de piel Antígono no podía identificar.
—Siciliotas —dijo Bonqart—. Prefieren morir con Aníbal que vivir a las órdenes de un gobernador romano. Sardos. Hijos de pescadores liparios. Ligures. Ilinos. Epeirotas. Cretenses. Aqueos. Hasta tenemos una docena de partos, no me preguntes cómo han venido a parar aquí; simplemente aparecieron y dijeron que querían luchar para el gran estratega.
El estratega estaba sentado en silencio, con el ojo cerrado; se acomodó el parche rojo que le cubría el otro ojo, bebió, dejó el vaso, apoyó la cabeza en la pared de la casa.
—Y unos cuantos tracios. —Sosilos soltó una débil risita—. Además de mis queridos paisanos, lacedemonios. Y bitinios. Capadocios. Arcanianos y gente de Cefalonia. Atenienses, eubeos, paflagonios, armenios, pontinos, egipcios, macedonios, kipriotas, caldeos, gedrosios, sirios, árabes. ¿He olvidado algo?
—Treinta tribus celtas —dijo Aníbal sin cambiar de posición—. Cinco pueblos númidas. Libios procedentes de veinte tribus y ciudades distintas. Samnitas, latinos, sabinos, etruscos. Cincuenta y cinco pueblos íberos. Ah, si, también hay unos cuantos púnicos.
—Han pasado exactamente diez años desde que limpié de hielo, nieve y estiércol tu campamento a orillas del Trebia, estratega. Aquí se está más caliente que en el Norte.
Bonqart miró al heleno casi ensimismado.
—¿Diez años? Yo diría que han sido mil, señor del Banco de Arena. Y tú apenas has cambiado desde entonces.
—Ya entonces era viejo. Entre los cincuenta y los sesenta ya no se cambia mucho.
Bonqart torció el gesto y se pasó el dedo índice por las hendiduras formadas alrededor de su boca y junto a la nariz, por las arrugas de la frente.
—Cuando cruzamos el Iberos yo tenía veinticuatro años, ahora tengo por lo menos setenta.
—Interesante aritmética. —Sosilos dejó escapar una risa breve y gutural y se pasó la mano por el cabello gris—. Veinticuatro más mil suman setenta.
Melite apareció sin hacer ruido, casi como flotando. Dentro de la casa hacia más fresco; la esbelta mujer llevaba un mantón de lana sobre la falda semejante a un chitón. Aníbal parecía haber sentido su silenciosa llegada, abrió el ojo y le sonrió.
—Príncipe de mi corazón —dijo ella—. Un emisario te busca. ¿Estás descansando, o…?
—¿Ahora descansa de vez en cuando?
Aníbal echó una mirada bromista al heleno.
—Tío Tigo preocupándose otra vez por el niño. Muy amable de tu parte. En seguida vuelvo. —Se levantó, tan rápido y elástico como siempre. Su cabello seguía siendo oscuro, lo mismo que la barba. Cogió a Melite de la mano y la llevó al interior de la casa.
—Creo que sé de qué tipo de emisario se trata. —Sosilos hizo un guiño a Antígono—. Trae un regalo para ti.
—¿Un regalo para mí?
—Aníbal lo encargó cuando llegaste. Yo lo había olvidado por completo, pero él piensa en todo.
Un instante después Aníbal y Melite estaban de regreso. El púnico traía un objeto alargado envuelto en una manta de lana. Se detuvo ante Antígono, soltó de pronto una risita, se arrodilló. Melite le puso una mano sobre la cabeza.
—Señor del Banco de Arena; amigo; oh Tigo. Nosotros solemos sepultar con honores a los enemigos muertos y respetar sus tumbas; los romanos no lo hacen. Por eso antes de que empezara el gran sitio mandé ocultar algo de un sepulcro de Capua.
Antígono quitó la manta y levantó la espada britana de Memnón.
—Te lo agradezco mucho —dijo de forma casi imperceptible; se inclinó hacia adelante y juntó la mejilla a la del estratega.
Aníbal se levantó.
—Estaba en Krotón. —Trajo una silla de tijera para Melite y volvió a sentarse en el sillón apoyado a la pared de la casa.
—Entonces sólo se ha perdido una de las seis espadas, hasta ahora.
—¿Cuál?
—La de Bomílcar, el hijo de Bostar, tu viejo amigo. Su espada, mi viejo cuchillo y la espada que me regaló tu padre están en Massalia.
—¿La de Aristón…?
—La tiene Aristón. —Antígono refirió su último viaje al sur.
Más tarde, Aníbal dijo como de pasada:
—La espada equivocada está en camino. Asdrúbal ha montado su campamento de invierno en territorio de los alobrogos. En primavera cruzará los Alpes. Debería quedarse en Iberia, hay príncipes y tribus que quizá sólo lo escucharían a él. Debería venir Magón; no por los Alpes, sino directamente aquí, por mar.
—Pareces preocupado.
Aníbal se mordisqueó un momento el labio inferior.
—Nnno… preocupado no. Todo es peligroso; quizá el camino a través de los Alpes sea más sencillo para Asdrúbal de lo que lo fue aquella vez para nosotros. Es una mejor estación y quizá tenga menos problemas con los montañeses. Pero…
Los barcos de guerra de los púnicos estaban en todas partes y en ninguna; para poder transportar con seguridad al gran ejército desde Iberia hasta Italia hubieran tenido que reunirse todas las flotas dispersas: veintiocho mil soldados de a pie, siete mil jinetes y treinta elefantes se habían puesto en marcha con Asdrúbal.
—Una gran flota, que no volviera a zarpar de inmediato. —Aníbal se quitó el parche y se frotó el ojo muerto. No era algo agradable de ver—. Hubiéramos podido dejar aquí una guarnición suficientemente fuerte y avanzar por la costa campania con un ejército poderoso y apoyo marítimo. Ahora… ahora todo será mucho más difícil.
En otoño, cuando llegaron las noticias de la marcha de Asdrúbal hacia Italia, el Senado había retirado inmediatamente a todos sus ejércitos destacados en Iliria y la Hélade. Asdrúbal podría reclutar celtas y ligures —según se decía, en otoño sus emisarios ya habían reunido a ocho mil soldados en las regiones del norte de Italia— y marchar hacia el sur con un ejército reforzado; en cualquier caso, Aníbal tenía que dejar tropas de ocupación para defender las regiones del sur itálico. En lugar de un ejército muy poderoso que pudiera terminar la guerra, habría dos ejércitos más débiles que marcharían hacia un punto de encuentro. Y entre ellos había dieciséis legiones, además de los aliados de Roma.
El miedo del Senado tenía un motivo más. Algunos años antes del estallido de la guerra se había realizado un censo; en aquel entonces Roma tenía doscientos setenta mil ciudadanos capaces de portar armas, más de cuatrocientos mil considerando a los aliados. Después de diez años y medio de guerra, en ocho de los cuales Roma había devastado y destruido sus propios territorios y los de sus aliados, un nuevo censo había hecho saber que sólo quedaban ciento treinta y siete mil ciudadanos romanos aptos para la guerra; latinos y etruscos ya apenas entregaban tropas, lo mismo que sabinos, lucanos y samnitas. La cantidad de hombres disponibles se había reducido a la tercera parte. El dominio de Roma se había desmoronado, el ejército con que contaba Roma había disminuido considerablemente, el paisaje de Roma estaba desolado; el tesoro público, vacío. Únicamente las legiones y la voluntad del Senado mantenían unidos los restos, restos a los que ni siquiera los aliados más fieles querían apoyar. Un golpe rápido y duro de un ejército poderoso comandado por Aníbal, protegido y apoyado por una flota unida…
—No hay que soñar, estratega —dijo Antígono a media voz—. Puede ser que los frutos nunca hayan estado tan a nuestro alcance como ahora. Pero los frutos sólo se pueden coger estando despiertos. ¿Qué está haciendo tu complaciente aliado Filipo? ¿Ahora que los romanos se han retirado de todos sus territorios?
Aníbal guardó silencio; Melite dijo:
—¿Qué, oh Antígono, debería hacer? ¿Y qué crees que está haciendo?
El heleno se encogió de hombros.
—Debería tomar Apolonia y venir a Italia. Pero no lo hará.
A veces a Antígono le resultaba difícil comprender que el hombre que era el asombro del mundo desde hacía más de una década fuera a cumplir tan sólo cuarenta años en primavera. En las conversaciones de otros, en los informes y rumores que circulaban por todo el mar y probablemente se derramaban sobre la Oikumene como olas encrespadas, Aníbal era más grande que Alejandro, Pirro, Siro, y estaba tan por encima de éstos como Odiseo o Aquiles. Pero Aníbal era también el hombre nervudo e infatigable que pasaba un par de noches con Melite y luego cabalgaba casi sin escolta de un campamento a otro, de un poblado a otro, hablaba con los centinelas de avanzada y pasaba noches sentado alrededor de una hoguera con arqueros gatúlicos, soldados de espada libios, jinetes ibéricos, honderos baleares, lanceros celtas, hoplitas espartanos, patrullas númidas y escaramuzadores lidios. Antígono lo acompañaba a menudo. En una noche tormentosa de finales del invierno acamparon a orillas del curso superior del Bradanus, donde, unos cuantos estadios al nordeste de la localidad de Bantia, debajo de la cadena montañosa que separaba los campos apulios de Venusia de los territorios iapigos, mesapios y Salentinos, los romanos conservaban una fortaleza. Quince años atrás habían sido censados cincuenta y seis mil soldados iapigos y mesapios, y ahora todavía unos siete u ocho mil luchaban del lado de Roma. El castillo protegía la Vía Apia y el paso hacia Venusia.
Poco antes de la medianoche Antígono se había envuelto en una manta para intentar dormir. No había ninguna choza, ninguna tienda; la tempestad y la lluvia hacían imposible encender una hoguera. El heleno aún no se había quedado dormido, cuando sintió que alguien le tocaba el hombro.
—Despierta, Tigo.
Aníbal se acuclilló.
—Vamos a tomar el campamento de vigilancia romano. No esperan que lo intentemos en invierno, y menos con este clima. —La lluvia chorreaba por la barba del púnico.
—¿Tienes suficientes hombres?
Aníbal rió sin hacer ruido.
—Son tres manípulos romanos y alrededor de cuatrocientos iapigos. Menos de ochocientos hombres. Nosotros tenemos cuarenta númidas y doscientos libios.
Antígono silbó.
—Así como lo dices, suena como si hubiera una gran superioridad de nuestra parte.
—Y así es. ¿Vienes con nosotros?
Antígono se desembarazó de la manta y puso la mano sobre el pomo de la espada que una vez perteneciera a Memnón.
—También un viejo meteco tiene que morir en algún momento. ¿Por qué no esta noche?
Aníbal asintió.
—Una buena noche, amigo. Te daré a veinticinco libios. Ahora pasemos a lo siguiente.
Antígono escuchó con atención; cuando Aníbal hubo terminado, el heleno asintió con la cabeza.
—Comprendo por qué te temen. Y por qué sigues con vida, muchacho. Nos veremos al amanecer.
Faltaban seis horas para emprender la acción. El campamento romano medía aproximadamente setenta pasos de largo por setenta de ancho. Estaba rodeado por una fosa y el terraplén estaba reforzado con empalizadas; dos puertas, una hacia el noroeste y otra hacia el sudeste. En cada uno de los lados del campamento, detrás de las empalizadas, había varios centinelas; esa noche no podían ver mucho. Además, la inactividad de las lunas de invierno los había vuelto despreocupados; ésa era la conclusión que se extraía de los informes de los libios.
Al despuntar el alba, Antígono y sus veinticinco hombres se presentaron ante la puerta del sudeste. Todos estaban cubiertos de barro, sucios, agotados. Antígono llamó a los centinelas romanos.
—Nosotros escapados de Aníbal —gritó—. Importantes noticias. Enviar hombres afuera para informar. —Su latín era perfecto, pero no tenía problemas para balbucir como un viejo siciliota.
La puerta se abrió un tanto. Un centurión vestido a medias salió a la tormentosa lluvia y examinó al sucio destacamento.
—¿Qué pasa? ¿De dónde venís?
—Metapontum. Aníbal marchando en Lucania, Grumentum; tiene traidores en campamento.
—¿En qué campamento?
—Flaco.
Por lo visto, el nombre convenció al centurión más que el aspecto de los hombres. Quinto Flaco había llegado al campamento de Grumentum cinco días atrás, procedente de Roma.
—¿Traidores?
—Cuatro nombres. Tú mi espada, centurión; llevarme a… a… a jefe de campamento.
El romano observó una vez más al sucio grupo de supuestos desertores, observó la espada que Antígono le ofrecía guardada en su vaina, se encogió de hombros y llamó con una señal a unos cuantos legionarios.
—Quitadles las armas. Y traedlos. Esto debe escucharlo el propio tribuno.
Antígono y unos diez libios ya estaban dentro del campamento, todavía no desarmados. El heleno profirió un grito, desenvainó la espada, puso la punta en la garganta del centurión.
—¡No te muevas, si quieres seguir vivo!
Los libios cayeron sobre los lentos romanos, que no habían dormido lo suficiente; no más de una cuarta parte de los hombres del campamento estaban ya despiertos. Los demás acompañantes de Antígono hicieron retroceder a los pocos guardas que estaban completamente despiertos, abrieron la puerta de par en par y la aseguraron con cuñas. Sonó un cuerno.
Unos cien pasos al frente de la puerta del campamento había unos arbustos secos y erizados tras los cuales era imposible esconderse. De no haber sido así los romanos los habrían quitado de en medio hacía tiempo. En la región había suficiente leña buena; los pequeños y espinosos zarcillos no servían ni siquiera para eso.
Por la noche los hombres de Aníbal habían arrastrado hasta allí desbrozo, montones de maleza y ramas. A la brillante luz del día un centinela romano podría haber notado que los arbustos parecían un poco más grandes y tupidos que el día anterior, pero en el amanecer, con lluvia y una rala neblina, nadie sospecharía. Durante la noche, los hombres, sin espadas ni corazas, habían cavado como topos la tierra reblandecida por la lluvia, haciendo un túnel desde los arbustos hasta el campamento. Cuando los primeros estuvieron cerca de la puerta del campamento, los de atrás les pasaron sus espadas, envainadas; todo estaba sucio y cubierto de barro, pero las espadas seguían limpias.
El grito de Antígono era la señal. El arbusto tembló, se partió en dos, se derrumbó. Los númidas, con un soldado de a pie sentado en la grupa de cada caballo, cruzaron al galope la superficie lodosa, irrumpieron por la puerta, dispersaron a los primeros grupitos de soldados romanos, cabalgaron hasta la otra puerta, regresaron. Los soldados de a pie desmontaron frente a la tienda del tribuno; un instante después —o eso le pareció a Antígono— uno de los hombres salió de la tienda blandiendo una lanza; en la punta estaba la cabeza del jefe del campamento romano.
Los otros soldados de a pie, que habían estado esperando en el túnel cavado por ellos mismos, bajo una delgada capa de barro, cayeron sobre el campamento como espíritus de la tierra. Aníbal iba al frente. Se produjo un breve y sangriento combate. La mayor parte del campamento no despertó hasta oír los toques de trompeta y los gritos; en invierno, los romanos y sus aliados no dormían con las armas. Sólo unos cuantos de los que ya estaban despiertos cuando se produjo el ataque tenían sus espadas a mano. La cabeza del tribuno, que se balanceaba en la punta de una lanza en el centro del campamento, fue para la mayoría la señal para rendirse. Los aliados ni siquiera intentaron defenderse; los romanos que empuñaron la espada fueron muertos. El centurión era inteligente; se mantuvo tranquilo y sobrevivió.
—Me estoy haciendo viejo para estas tonterías. —Antígono se frotó la espalda contra una encina bantiana y se envolvió mejor en el capote—. Los viejos deben quedarse en la cama. —Le dolían los huesos, pero aparte de eso y del cansancio se sentía espléndidamente.
La noche era fría y clara; la persistente lluvia de los días anteriores había dejado el suelo lodoso. Se encontraban en un puesto de avanzada, al noroeste del campamento conquistado; desde allí podían vigilar bien el acceso al paso de montaña y la Vía Apia, y bloquearlos de ser necesario.
Aníbal abrió el ojo.
—Si, si; con un juguete y una piedra caliente, bien abrigado. Tigo, hay gente que nunca envejece. Tú eres uno de ellos.
—Mis huesos no opinan lo mismo.
El estratega volvió a aspirar la flema que empezaba a correrle dentro de la nariz.
—Si hablas con tus huesos… culpa tuya.
Aníbal se quedó dormido, su respiración era tranquila y estaba completamente relajado. Estaba acostado sobre el suelo, a tres pasos de Antígono, envuelto en su capote rojo oscuro. El heleno continuó sentado, apoyado en la encina, presa de un cansancio que no lo dejaba dormir. Cansancio y tensión; la mezcla desemboco en una serie de imágenes diversas y no siempre completas, reventó en hebras y jirones precipitados e inconexos. Las brillantes estrellas y el estratega dormido, las hogueras consumidas, de las que brotaban siseos y crujidos, las voces apagadas de los guardas que hacían rondas por el campamento; aves nocturnas volaban sobre campos y arbustos. Olía a cuero húmedo, tela mojada, ceniza y brasas, excrementos de caballo y sudor de hombres, aún resonaba el eco oloroso de la sangre encostrada sobre hierros afilados. Un breve y débil viento nocturno que no tardó en amainar trajo un torrente de ajo, asado y vino del centro del campamento. Olores similares había sentido en diez mil otras noches, en las Galias y Britania, en barcos, el desierto de Libia y el gran río Ganga, en las afueras de Pa’alipotra o a orillas del Nilo. En el Norte debía estar haciendo mucho frío; Antígono recordó el invierno posterior al cruce de los Alpes, cuando a menudo por la mañana había que despedazar elefantes muertos para poder retirarlos. El invierno siguiente a la batalla de Trebia, antes de la primavera, en los pantanos etruscos. Diez años de una guerra despiadada en la que, poco a poco, se había visto envuelta casi toda la Oikumene. Diez años desde entonces, en total once años de sangre, ejércitos aniquilados, barcos hundidos, ciudades arrasadas. Publio Cornelio Escipión, vencido en el Ticinus, muerto siete años después en Iberia, como su hermano Gneo; Sempronio, vencido en el Trebia; Flaminio, muerto en el lago Trasimeno; Emilio Paulo, muerto en la batalla más grande, en Cannae… Terribles derrotas de Roma, una tras otra, una tras otra, la pérdida del Norte, las deserciones de etruscos y latinos, la pérdida de casi todo el sur de Italia, la pérdida de las dos terceras partes de los hombres capaces de portar armas. Sin la astucia de ese hombre que dormía a tres pasos de la encina, con la sombra oscura de una rama sin hojas sobre el rostro, sin los ardides y tácticas de Aníbal, la antiquísima Kart-Hadtha se hubiera ido a pique hacía mucho tiempo. Los púnicos hubieran podido resistir dos años, quizá tres, sitiados tras sus colosales murallas. La invencible Roma, las inquebrantables legiones, los cónsules, legados, tribunos, centuriones, vencidos una y otra vez, aniquilados, destruidos, abatidos por fuerzas inferiores. El arte, el espíritu, la cabeza de este hombre amado y venerado por sus soldados, que lo seguían incondicionalmente por fuego y hielo, hierro y sangre, porque él iba al frente, sólo dormía en una tienda cuando todos los demás tenían tiendas, bebía agua y comía cereales remojados, como ellos, en lugar de hacerse servir por una cocina de campaña. En todos los años una sola traición: Muttines en Sicilia, pero aquello no había sido una traición a Aníbal, sino la desesperación de un grandioso jefe de jinetes ante el estúpido púnico al que tenía que someterse allí. En todos los años, sólo una tropa había desertado: los doscientos doce íberos y númidas que se pasaron al bando romano después de la abundancia y comodidades del campamento de invierno en Capua y el contragolpe en Nola. Se entregaron a Marco Claudio Marcelo, cinco veces cónsul, primer comandante romano que no salía vencido de un encuentro, el de Nola: Claudio Marcelo, el Carnicero de Sicilia, muerto hacía un año en una emboscada, cerca de Petelia. La Espada de Roma, así lo habían llamado; ahora la espada estaba rota. Y el Escudo de Roma, Quinto Fabio Máximo, el Vacilante, se había hecho viejo y frágil.
En todos esos años de constante movimiento, ataques rapidísimos, astutas retiradas y golpes veloces, la ciudad había admirado, temido y abandonado a su estratega. Durante nueve años, desde la batalla de Cannae, Aníbal siempre había tenido la cantidad justa de soldados para mantener su posición. Nueve años a las puertas de la victoria, nueve años con los frutos maduros y el árbol al alcance de la mano, pero sin los brazos suficientes para recogerlos. Una pequeña parte de todo aquello que los mentecatos del Consejo púnico habían despilfarrado absurdamente en Iberia, Sardonia y Sicilia, hubiera sido suficiente para el estratega, suficiente para defender las regiones y ciudades conquistadas o ganadas mediante astutas negociaciones, para hacer pedazos los últimos ejércitos de Roma, para tomar por asalto las últimas plazas fuertes romanas.
Gracias a la ironía casi divina del azar, el objetivo podía alcanzarse ahora. Había hecho falta un hombre, el joven Publio Cornelio Escipión, y su capacidad de aprendizaje. Cornelio Escipión había observado a Aníbal desde lejos, había reformado, mejorado y transformado a las tropas romanas de Iberia, había dejado de lado la rígida falange para formar unidades más pequeñas y móviles. Órdenes absurdas de los gerusistas púnicos habían entorpecido las acciones de Asdrúbal y Magón, fraccionando sus fuerzas combativas. Lo que todos los buenos argumentos, todas las cartas, intrigas, súplicas no habían podido hacer, lo hizo la catástrofe ibérica: por fin venía a Italia el segundo gran ejército. Venía por el camino equivocado y con el comandante equivocado, que era quizá el único que podía defender Iberia. Pero venía, y cuando llegara a Italia, cuando Aníbal y Asdrúbal se unieran, ya no importaría perder Iberia; ya no habría Senado que llame de regreso a Italia al joven Cornelio. Roma, decían los informes, estaba petrificada de espanto.
La luna casi llena erraba por el cielo profundo y frío. El rostro de Aníbal se hizo más brillante al deslizarse la sombra de la rama. Una de las parejas de guardas pasó junto al estratega durante su eterna ronda por el campamento: era un celta y un libio. Se detuvieron un momento; luego el celta reemprendió lentamente la ronda. El libio se acercó al estratega dormido. Antígono se llevó la mano a la empuñadura de su espada. En su extenuada cabeza giraban dos ruedas de pensamiento: admiración de que Aníbal hubiera conseguido hacer el milagro de conservar una parte de los libios, íberos y númidas de sus tropas de elite durante todos esos años, en los que los ejércitos romanos se habían desangrado; miedo de lo que sucedería si una de esas noches un asesino a sueldo lograra poner fin al Asombro del Mundo y Terror de Roma.
Pero el libio trajo dos espadas cortas y un escudo de otra hoguera, se arrodilló al lado del estratega, clavó las espadas en el suelo y apoyó el escudo en éstas, de modo que hiciera sombra al rostro de Aníbal. Antígono se relajó; los libios creían que la luz de la luna causaba la locura a quienes dormían expuestos a ésta. Con un movimiento casi tierno, el libio acomodó el capote del estratega, volviendo a cubrirle los hombros. Luego se puso de pie y miró casualmente hacia Antígono; sonrió al toparse con la mirada del heleno. Era viejo, seguramente uno de los hombres que ya habían servido bajo el mando de Asdrúbal el Bello, quizá también bajo el de Amílcar.
Una media hora más tarde, cuando Antígono sentía que por fin podría quedarse dormido, se oyó el ruido de unas armas. Aníbal se levantó de un salto, sin aparente transición del sueño a la vigilia, y miró en la dirección de donde había venido el ruido; tenía la espada en la mano. Luego la envainó y se dio la vuelta.
—¿Todavía o de nuevo despierto, Tigo?
—Todavía, amigo mío. He estado observando tu rostro y pensando.
Aníbal se agachó junto a la hoguera, que brillaba débilmente, reavivó el fuego y puso en éste una jarra de estaño llena de vino y agua, un par de ramitas de cinamomo y miel que cogió de una vasija de barro con una cuchara de cuerno.
—Más o menos una hora, ¿no?
—Más o menos. Vuelve a acostarte. Deja que yo haga lo mismo.
—¿Acostarme? ¿Cómo? Pero si ya he dormido. Ya basta de eso. Hay demasiadas cosas que hacer. Duerme tú, Tigo. —El estratega se levantó. Cogió media hogaza de pan y se puso a patrullar el campamento.
Antígono se quedó sentado hasta que salió vapor de la jarra de estaño. Curvó la mano, sacó la jarra del fuego, vertió un poco en su vaso y dejó la jarra sobre una piedra caliente, parte de la cual estaba dentro del fuego. Regresó a la encina con su vaso y un trozo de pan.
Dos días después llegaron quinientos celtas y brutios, y ciento cincuenta númidas. Aníbal dejó el campamento y la vigilancia del paso en manos del comandante de los recién llegados, un púnico de ojos pequeños llamado Sedenbal. El estratega volvió, con Antígono y unos pocos acompañantes, al pequeño poblado a orillas del río, por encima de Metapontión, a las casas y a Melite.
Esa segunda mitad del invierno pasó en calma y con menos frío. Mensajeros iban y venían todos los días. Una pequeña flota desembarcó provisiones y a mil númidas en el puerto de Krotón. Demasiado poco. En barcas sin escolta llegaron unos dos mil micénicos y espartanos. Demasiado poco. Aníbal envió al ya canoso númida Miqipsa y a un joven púnico, Boshmún, para que emplazaran a estos hombres en lugares determinados.
Se celebraron algunos reencuentros. Hacia finales del invierno, cuando los preparativos para la campaña de primavera ya casi estaban concluidos, Hannón llegó a Metapontión con casi trece mil hombres —soldados de a pie y jinetes—, de los campamentos y plazas fuertes de Bruttium. Entre ellos estaba Himilcón, sereno, frío e impecablemente vestido, como siempre. Habían dejado Bruttium casi descubierto; pequeñas tropas de ocupación apostadas en las fortalezas defenderían el sur de Italia hasta que todo hubiera pasado.
El entusiasmo era casi irreal, y contagiaba a todos. En el Norte, en las Galias, la primavera aún se estaba haciendo esperar; por otra parte, Asdrúbal no podía marchar hacia los Alpes apenas comenzara la primavera en el valle. Tenía que esperar a que la nieve se derritiera, y, probablemente, después tendría que luchar para abrirse paso, como había hecho su hermano once años atrás. Aníbal calculaba que el ejército de Asdrúbal llegaría a los territorios celtas y ligures a comienzos del verano. Después, mensajeros, el encuentro, la reunión de los ejércitos, el sitio de Roma, la paz. Ambos ejércitos juntos seguirían siendo inferiores en número a las tropas que le quedaban a Roma, pero los romanos no tenían un Aníbal.
El primer objetivo era Grumentum, en el corazón de Lucania, unas sesenta leguas al oeste de Metapontión. Allí el gran ejército, comandado por Flaco y el cónsul Claudio Nerón, protegían las carreteras que se dirigían hacia el norte y el noroeste. Eran cuatro legiones y alrededor de quince mil soldados aliados, un total de cuarenta mil hombres; Aníbal marchó contra ellos con todo lo que tenía: seis mil jinetes númidas, mil catafractas íberos, mil celtas a caballo, seis mil hoplitas libios, tres mil soldados de a pie íberos y cinco mil celtas, algo menos de dos mil ligures, baleares y gatúlicos de armamento ligero, y otros seis mil soldados de a pie procedentes de Bruttium, Campania, Lucania, la Hélade y el resto del mundo. Treinta mil hombres, descansados, bien preparados, fundidos en una unidad gracias al arte y la dirección del estratega.
Claudio Nerón y Flaco presentaron batalla en Grumentum. Los catafractas, insólitamente en el centro de las filas púnicas, rompieron a los hastati y príncipes de la falange y penetraron en los manípulos, formados en línea, de los triarii; luego golpearon los libios y celtas. Los jinetes númidas desarticularon la caballería romana, haciendo retroceder a los supervivientes hacia las faldas de las montañas. Claudio Nerón interrumpió la batalla después de apenas una hora de lucha, se retiró con gran número de bajas al campamento amurallado y abandonó el lugar la noche siguiente. Aníbal decidió dar a los hombres dos días de descanso; luego se puso en marcha hacia el norte, por el paso montañoso que llevaba a Venusia. Allí se produjo un nuevo encuentro; Flaco y Claudio Nerón habían recibido refuerzos, pusieron en el campo de batalla a una vez y media más soldados que Aníbal, y, tras hora y media de lucha, tuvieron que volver a interrumpir la batalla, otra vez con gran número de bajas. Aníbal salió en su persecución; hacia el nordeste, hacia Canusium, no lejos de Cannae. Allí se unían las carreteras de Latium, Campania y Samnium, procedentes de la costa oriental, la occidental y el interior. Claudio Nerón se atrincheró tras el Aufido, a una pocas leguas al oeste de Canusium; en Grumentum, el cónsul había intentado vencer a Aníbal con una falange, en Venusia, lo había hecho con manípulos dispuestos en una formación escalonada. En Grumentum, Aníbal había decidido la batalla con las catafractas; en Venusia, con una cuña de ataque sesgada formada por coraceros libios y celtas. Ahora el cónsul se daba por satisfecho con impedir que los púnicos cruzaran el río y avanzaran por las carreteras del norte y el Oeste. Un sorpresivo ataque nocturno de los jinetes, que cruzaron el Aufido lejos de las posiciones romanas llevando soldados de a pie a la grupa de sus caballos y atacaron el campamento y las fortificaciones poco antes de la medianoche, obligó a los romanos a retroceder una vez más; los púnicos controlaban ahora ambas orillas y todos los vados.
Los romanos construyeron un extenso sistema de murallas y estacadas con dos campamentos muy bien fortificados y algo retrasados. Aníbal envió patrullas para que le trajeran noticias sobre los cambios producidos en el norte de Apulia y encontraran posibles rodeos. Ciudades lucanas que habían vuelto a acercarse a Roma se pasaron otra vez al bando púnico. En Samnium estalló un levantamiento de ámbito limitado.
Era como un delirio, la liberación, el rescate, después de años. Por fin el segundo ejército, por fin la posibilidad de decidir la guerra. El delirio se mantuvo incluso durante los días de inactividad en el campamento de Canusium. Era un buen lugar para montar un campamento; las patrullas habían encontrado varios caminos por los que se podían eludir los puntos en que los romanos habían bloqueado las carreteras, pero el ejército permaneció a orillas del Aufido. Todo movimiento hacia el norte sería absurdo mientras no se supiera qué camino tomaría el ejército de Asdrúbal. Si Asdrúbal avanzaba hacia el sur bordeando la costa oriental, el encuentro y la reunión de los ejércitos seria más difícil si Aníbal marchaba ahora muy hacia el oeste.
Todos eran presa del delirio. Sólo el estratega parecía dominado y frío, como siempre. Mandó hacer saqueos, rodear las poblaciones ocupadas por los romanos, reconocer las carreteras. Y esperar. Noche tras noche las hogueras de la fortificación de barrera romana hacían guiños a las fogatas del campamento púnico; día tras día se producían pequeñas escaramuzas de jinetes o soldados de armamento ligero. Hasta aquella terrible noche en que los romanos hicieron un regalo a los púnicos.
Más tarde pudo reconstruirse la imagen que nadie pudo ver esa noche. Asdrúbal había cruzado los Alpes mucho antes de lo esperado y sin muchas dificultades, había reunido a ligures y celtas en el norte de Italia y, con un ejército de cuarenta mil hombres y treinta elefantes, había avanzado hacia la costa oriental, pasando por Ariminum, para marchar hacia el sur por la Vía Apia. Sus mensajeros —cuatro celtas y dos númidas— fueron detenidos por los romanos. Claudio Nerón arriesgó todo y ganó. Apostó a sus mejores hombres —seis mil soldados de a pie y mil jinetes— detrás de la cadena de hogueras y puestos de vigilancia, y salió en marcha forzada hacia el norte, hasta el campamento del otro cónsul, Marco Livinio Salinator, cerca del río Metauro. Aunque los romanos mantuvieron todo en secreto, las dobles señales de trompeta delataron al experimentado y cauteloso Asdrúbal que algo sucedía en el campamento enemigo. Desmontó su campamento y marchó hacia el noroeste, con la intención de alcanzar la carretera de la orilla izquierda del Metauro y eludir a los romanos. Pero los guías que conocían la región lo abandonaron al anochecer, y los celtas recién reclutados entorpecían la marcha y creaban confusión. El ejército fue alcanzado por los romanos y obligado a presentar batalla antes de que pudiera llegar al río.
Antígono estaba agachado junto a una hoguera con oficiales y suboficiales; alguien cantaba una canción brutia obscena, los hombres reían y contaban anécdotas.
De pronto se produjo un conmoción entre los centinelas; dos libios vinieron corriendo. Lo que traían pasó a las manos de Aristón. Las piernas del púnico parecían vacilar; a pesar de la escasa luz de la hoguera, Antígono vio palidecer su rostro. Himilcón levantó el objeto de forma redonda. Como en un sueño gris, Antígono estiró las manos. La cosa estaba deformada, encostrada, teñida, y apestaba.
—Iré yo. Dame…
O tal vez Antígono sólo lo pensó, tal vez no dijo nada. Tampoco sabía cómo era capaz de poner una pierna delante de la otra. Tenía el rostro empapado. Sintió la inquietud de los hombres; aunque estaba fuera de sí, la parte que quedaba del heleno sentía físicamente la pesada carga de terror caída sobre el campamento. Por su mente corrían imágenes, frases, conversaciones enteras. Y recuerdos compuestos de imágenes y palabras y olores y sensaciones. Los elefantes a orillas del Taggo. Los asesinos a sueldo en Kart-Hadtha. El viento de las Montañas Negras. Asdrúbal el Bello y su administración. La larga conversación con Aníbal, tres noches atrás, sobre el segundo hermano, al que no veía desde hacia once años, la alegría, los proyectos, la marcha de los ejércitos unidos.
Para entrar en la tienda del estratega tuvo que levantar una cortinilla con el brazo izquierdo, que tenía libre. El brazo derecho se quedó fuera de la tienda mientras Antígono echaba un vistazo al interior. Aníbal y Sosilos, iluminados por tres antorchas y cuatro candiles, estaban sentados a la pequeña mesa repleta de rollos de papiro. El estratega tenía la espalda vuelta hacia la entrada de la tienda. Extraño. Como si lo intuyera y no quisiera verlo.
Algo, no Antígono, dijo con voz enronquecida:
—Haces enterrar a los enemigos ilustres con demasiados honores, muchacho.
—Era una observación absurda.
Aníbal no se movió. Sosilos levantó la mirada; Antígono ya había entrado completamente en la tienda, el rostro del lacedemonio se desmoronó. Sosilos levantó las manos, dejó caer la caña de escribir, murmuró en heleno:
—Día vendrá en que perezca la sagrada Karjedón. —Se levantó, como ciego, pasó corriendo junto a Antígono y salió de la tienda a tropezones.
Aníbal se volvió lentamente; su ojo parecía entrecerrado y, al mismo tiempo, gigantesco. El cuerpo se curvó: un arco tensado con indecible furia, que ni se rompería con la tensión, ni se relajaría. Sobre la mesa, un papiro se enrolló con infinita lentitud, rodó hasta el borde de la mesa, cayó al suelo.
Antígono puso sobre la superficie vacía dejada por el papiro la cabeza cubierta de sangre encostrada de Asdrúbal Barca. Hundió sus dedos en los hombros del estratega.
ANTÍGONO KARJEDONIO, SEÑOR DEL BANCO DE ARENA,
EN CASA DEL COMERCIANTE DE INCIENSO TAFUR, GERRHA,
A LA REINA DEL COMERCIO TOMIRIS, KITIÓN, KYPROS
Salud, ganancias y bienestar, señora de las escalas y los barcos, oh Tomiris: Los ancianos debemos viajar; eso da ánimos, extiende las fibras de la percepción, vence a los recuerdos y estimula la agilidad de la carne. Todavía hay jugo bajo la vieja cáscara. Pasaré parte del invierno en esta costa cálida y arenosa, si es que aquí se puede hablar de invierno. Espero encontrarte en Laodicea apenas llegue la primavera; una barca me llevará de Guerrha a Charax, subiendo por el Éufrates, y el trecho que queda hasta el mar lo haré a caballo o con una caravana. Si las inclemencias del tiempo y de la guerra lo permiten, Bomílcar se presentará en Pelusión para el solsticio de verano. Al viejo meteco púnico le agradaría pasar en tu barco las tres lunas y muchas leguas que quedan entre medio. Señora de mi corazón, dueña de mi virilidad, compañera del viento nocturno, oh Tomiris: si los vientos, las olas y la fortuna están en contra, no te preocupes. Los viejos siempre encontramos alguna barca apolillada o alguna cabaña en la que ahogar el pasado con vino, en compañía de marineros piojosos.
Los últimos casos de locura helénica han tenido efectos sensatos en uno de esos casos. El acuerdo de paz de Filipo con Roma, sin considerar su tratado con Karjedón, la tutela tiránica de Agatocles desde la muerte del cuarto Ptolomeo y el caos en que se encuentra Egipto, todo eso es absurdo y odioso. El seléucida, que ahora se llama Antíoco el Grande, después de reorganizar la parte oriental de su imperio ha emprendido la marcha hacia Arabia planeada por Alejandro; Gerrha está obligada a pagarle tributos, ahora el incienso llega a la desembocadura del Éufrates a través del Mar Arábigo. Lo mismo que especias y piedras, telas y conocimientos de la India. Nosotros, que nos movemos a la sombra de los Grandes, que no nos dejan espacio para navegar, no podemos ejercer ninguna influencia sobre la dirección que ha de seguir nuestro viaje, y tenemos que alimentarnos con los trozos de sobras que sus cocineros arrojan sobre la borda.
Pero esto es lo que sobra para nosotros: incienso y especias. El incienso es más barato en Gerrha que en el sur del Mar Egipcio, sobre todo ahora que la flota del seléucida ha exterminado a los piratas árabes, mientras que el estrecho del sur de Egipto y Kush continúa infestado de desvergonzados recaudadores de tasas aduaneras obligatorias. Charax se queda con el dos por ciento de las importaciones, Laodicea con la misma cantidad de las exportaciones, y Antíoco exige un uno por ciento de impuesto real. En el reino de Ptolomeo es distinto, como bien sabemos. Dos décimas partes para el rey, cuatro por ciento al llegar a Berenice, cuatro por ciento al salir de Alejandría. Además, los costes del transporte a través del país de los dos ríos pueden ser bastante inferiores a los del transporte por Egipto. Considéralo, señora del comercio. El Banco de Arena posee desde hace algunos años una sucursal y numerosos almacenes en Laodicea, además de cuatro caravanas, una posada y un pequeño astillero. Conoces nuestras condiciones. Fue inteligente, aunque falto de escrúpulos, abandonar a tiempo Iberia, confiar más en la necedad del Consejo de Karjedón que en el arte de los últimos estrategas que quedaban en Iberia.
Antes de despedirme quiero compartir contigo otra tristeza. Oh extraños sentimientos de los ancianos, cuyos corazones cuelgan de repente de nietos que antes apenas conocían. Qalaby y su segundo esposo han dejado Alejandría para instalarse en Berenice, en la costa del Mar Egipcio. Está bien que mis dos nietos estén lejos del caos en que está envuelta Alejandría. Pero ¿volverá a verlos este anciano, que quiere regresar a Karjedón?
Éxitos, oh reina del mar, ganancias, placer, vientos suaves y constantes, y un encuentro en Laodicea.
Tigo