13
Aníbal

Hannón el Grande hacia grandes negocios. Durante más de veinte años había hecho trabajar en pequeños encargos al astillero de la «lengua» que separaba el mar del lago de Tynes; una vez deducidos los gastos, el astillero no producía ingresos casi ningún año. Las instalaciones, vendidas por Antígono hacia el final de la primera Guerra Romana y dirigidas entonces por un comisionista de Hannón, reemprendieron la fabricación de piezas acabadas para penteras y trirremes el mismo día en que los romanos declararon la guerra. Durante el primer año la demanda había sido mínima; el Consejo de Kart-Hadtha intentaba arreglárselas con los barcos enviados de Iberia por Aníbal y los pocos que había en Libia. Durante el segundo año se construyeron casi cien penteras; la mitad de ellas con piezas acabadas procedentes del astillero de Hannón. Las armerías que pertenecían a Hannón o sus comisionistas suministraron durante el segundo año de guerra casi las dos terceras partes de las espadas, puntas de lanza, armaduras y yelmos fabricados en Kart-Hadtha.

Antígono sabía qué opinar del entusiasmo que Hannón mostraba hacia los bárcidas. Máxime cuando los gastos de guerra del Consejo, autorizados por Hannón, hasta ahora no habían costado nada a la ciudad. Kart-Hadtha se había creado un buen respaldo económico con los envíos de plata de las minas de los bárcidas, incrementados constantemente durante quince años. Una cantidad casi cuatro veces superior a la que Roma había arrebatado a la ciudad, tras las guerras Sicilianas y Libia, yacía en el tesoro de la ciudad, en parte en monedas y en parte en lingotes y dedos: más de doce mil talentos de plata, sólo de los envíos de Iberia. Además, durante más de diez años Iberia había suministrado y costeado todas las tropas y barcos —a excepción de una pequeñísima porción pagada por la capital púnica—, además de la colonización de Iberia y pequeñas expediciones de pacificación contra tribus númidas y mauritanas. Durante esa época de paz y tranquilidad, florecimiento económico y continuos crecimientos del comercio marítimo, cuantiosos ingresos procedentes de las aduanas fronterizas y portuarias, así como de constantes impuestos pagados por las otras ciudades púnicas y libiofenicias, el tesoro público de Kart-Hadtha apenas si había tenido gastos: ninguna epidemia, ninguna hambruna, ninguna gran construcción. Ni el líder de los bárcidas en el Consejo, Himilcón, ni Bostar, quien disponía de buena información extraoficial, podían precisar la cantidad a que ascendía el conjunto de las reservas; sus cálculos rondaban en torno a los veinte talentos de plata, más, como mínimo, mil talentos de oro procedentes de las minas situadas a orillas del océano, muy al suroeste de Libia.

Antígono y Hannón se encontraron sólo una vez durante ese invierno. Hannón no solía concurrir a la sede de los vinateros, entre los que no se contaba, pero una noche se presentó en el Palacio de las Uvas Embriagadoras con otros tres consejeros; se sentaron a la mesa contigua a la del heleno.

Antígono renunció a presentar a Hannón a su acompañante, una heleno-fenicia de Kypros llamada Tomiris. La mujer tenía cuarenta y dos años, había sobrevivido a tres esposos, poseía una docena de barcos, almacenes de mercadería en Mitilena, Kitión y Tiro, y llevaba sus negocios a través del Banco de Arena. Para la concepción helena de la belleza, su boca y sus caderas eran demasiado gruesas, pero Antígono prefería lo concreto a lo ideal. Desde su primer encuentro, esa mañana, en el banco, ambos se comportaron de forma espontánea y bromista. Querían pasar la noche en la habitación —tan utilizada por Antígono— de la tercera planta de la sede de los vinateros, y tomaron una comida ligera. Hannón llegó como un postre pesado y difícil de digerir.

—Bajo ciertas miradas las uvas se pudren y el queso empieza a criar moho. —Antígono empujó la bandeja hacia el centro de la mesa y vació su copa.

Tomiris cogió una uva, la puso frente a sus ojos, la hizo girar.

—Ésta todavía está buena, y su zumo es bueno para muchas cosas.

Hannón dio unas palmadas; un escanciador esclavo se acercó a toda prisa, Hannón le mandó quitar de en medio de las mesas un pie de bronce que sostenía cinco antorchas.

—Ahora te veo mejor, meteco. Un placer.

Antígono no miró hacia la otra mesa.

—Noble consejero Hannón —dijo no muy alto, a regañadientes—. Que tu noche sea ligera, tu digestión fácil y tu lecho cómodo. ¿O la plata bárcida que tienes en los cojines es muy dura?

—Oigo mal. —Hannón dio un profundo suspiro—. Es cosa de la edad, pero este defecto me evita oír muchas palabras poco amistosas que de lo contrario tendría que responder.

—¿Quién te obliga a responder algo? Yo creo que un largo silencio de tu parte sería un gran regalo para la ciudad. —Antígono miraba fijamente su copa.

Las comisuras de los labios de Tomiris se contrajeron.

—Queridos y viejos amigos que vuelven a encontrarse después de una larga separación, ¿eh?

Hannón se recostó en su silla de cuero acolchado.

—Ah, sí. —Juntó las manos sobre la barriga. En el Palacio de las Uvas Embriagadoras se hizo silencio; nadie hacia sonar los platos o cuchillos, ningún escanciador se movía de su sitio. Aparte del crujir y crepitar del fogón y las antorchas, lo único que podía oírse era el profundo silencio; éste parecía latir—. Ah, sí. Viejos amigos, es cierto. Y esta vez en cierta manera empuñamos el mismo remo, meteco. Un extraño placer.

—¿Cuándo dejarás el remo y bajarás del barco, príncipe de los terratenientes? ¿Cuando el barco comience a balancearse? ¿O cuando la costa se pierda de vista y te marees?

—Cuando ya haya remado lo suficiente, meteco. Así de sencillo. Y ése será también el momento en que lo mejor para el barco será izar las velas, encoger los remos y atracar en el muelle.

—Esta vez es otro quien lleva el timón, Hannón.

—Lo sé, meteco. Pero cuando la carcoma se apodera de la bodega, el piloto tiene que buscar un puerto.

—Olvidas, púnico, que tal vez ese puerto ya esté ocupado por piratas itálicos. Hannón se mordió los labios.

—Es posible. En ese caso será un lugar poco saludable para el piloto. Pero ciertos remeros como tú y yo podemos negociar incluso con piratas, podemos remar para ellos o mostrarles dónde crece la mejor madera para construir barcos.

Antígono se puso de pie, empujó la silla hacia atrás y extendió la mano hacia Tomiris, cuyos profundos y oscuros ojos azules iban y venían de Hannón al heleno.

—Ya hoy mismo puedo predecirte qué ocurrirá en ese caso, Hannón —Antígono no hablaba en voz muy alta, pero si de forma muy clara y enérgica; su voz llegaba hasta el último rincón de la taberna, y por lo menos uno de los acompañantes de Hannón bajó la cabeza—. Y te aconsejo que no lo olvides.

Hannón asintió mirando al heleno casi divertido.

—Me tienes lleno de maravillada expectación, meteco. ¿Qué es lo que no debo olvidar?

Antígono desenvainó su viejo puñal egipcio y lo levantó; la luz de las antorchas se deslizaba hacia el suelo rebotando en el hierro curvo.

—Este puñal será un ejemplo de la multiplicidad de los antiguos países, Hannón. En caso de que algún día sólo queden armerías romanas; en caso de que el mejor piloto que ha tenido jamás este barco se vea obligado a rendirse a causa de la carcoma; en caso de que resulte que alguien ha traído o ha dejado entrar la carcoma a la bodega, intencionadamente. —Volvió a guardar el puñal.

Hannón aguzó la vista.

—Los cocodrilos viejos tienen dientes afilados. Y gruesas corazas. Ya hay muchos puñales oxidados debajo de ellos, en el fondo del Nilo.

Antígono soltó a Tomiris, se acercó a Hannón y le dio unas palmadas en la espalda.

—Grasa —dijo—. Ni músculos, ni coraza, solamente grasa. Oh viejo y gran cocodrilo.

Aunque estaba cansado tras el delicioso esfuerzo, Antígono no podía dormir. Conocía ese estado e intentaba relajarse; desde su regreso a Kart-Hadtha apenas si había gozado de algún sueño profundo. Quizá le faltaba el cansancio de la campaña para poder encontrar el verdadero descanso. Quizá su cuerpo no estaba lo bastante cansado, quizá su mente no había sido exigida demasiado. Estaba escuchando los ruidos de la noche, la respiración de Tomiris, los crujidos de los maderos y la cama. En algún lugar por encima de ellos algo se deslizaba rápidamente, debía tratarse de un encuentro nocturno de los ratones de la casa. La ropa, dispersa por el suelo, exhalaba un vaho de vino, madera encendida, comida. Había algo más que la respiración y el olor del cuerpo caliente no disipaban: el aroma denso y penetrante del agua perfumada en que Hannón se bañaba y sumergía su ropa. Antígono se olió la mano derecha; fue un error darle esas palmadas en la espalda.

Cuando los chillidos de las aves nocturnas se hicieron más espaciados y las primeras luces del día perfilaron el borde de la cortina de cuero forrado, Antígono comprendió el motivo de su insomnio. Probablemente hizo un movimiento brusco; Tomiris se despertó, se sentó, lo miró, ya completamente despierta.

—¿Qué pasa?

Él le acarició la mejilla.

—Nada, oh gracia de Kypros. Sólo que de pronto he comprendido algo.

—Dime de qué se trata, para que yo lo sepa. —Antígono asintió.

—He estado con Aníbal casi dos años; he visto los tormentos y esfuerzos que miles de hombres cargan sobre si mismos para que esta ciudad en la que he nacido continúe siendo grande y libre. Y desde que he regresado he empezado a odiarla. A mi ciudad.

Tomiris se inclinó hacia delante, y fue como si la punta de su lengua tatuara signos exorcizantes en el pecho del heleno. Luego susurró:

—El amor disuelve el odio. —Rodó hacia él con un movimiento elástico que era al mismo tiempo un estirarse y un girar, como una ola.

Todavía estaba amaneciendo cuando dejaron la sede de los vinateros y salieron en busca de un lugar donde desayunar. Ya en la calle, Tomiris se detuvo y cogió la mano del heleno.

—Mi barco puede zarpar hoy, pero también puede esperar. ¿Quieres enseñarme tu ciudad? ¿Los días y las noches?

Antígono tenía la mirada fija en el gris cielo invernal. En las próximas horas el fuerte viento del norte rasgaría las nubes y dejaría brillar el frío azul del cielo.

—¿Por qué, señora del comercio?

—Ésta es la ciudad más grande y rica de la Oikumene, y una de las más antiguas, no puedo dejar de conocerla. —Le soltó la mano—. Sobre todo, me gustaría saber por qué la amas tanto, que ahora crees que la odias.

Cogió a la kipriota por los hombros y la miró a los ojos.

—Celebro el día de ayer, que te llevó al banco. Ven.

Andando por las calles secundarias llegaron al camino vigilado que conducía al puerto comercial; los comerciantes extranjeros no podían entrar en el puerto, tenían que atracar en el muelle exterior; pero para el señor del Banco de Arena y amigo de los bárcidas no existían barreras. Comieron pescado fresco en una taberna que no cerraba nunca, situada en el extremo sur de la dársena, junto a los puentes móviles. La kipriota observó los músculos de los estibadores y pescadores, todos púnicos y libios, comparó a media voz los taparrabos rojizos y marrones con los más bien claros que llevaban los trabajadores portuarios al este del mar, preguntó por el significado de algunos amuletos y advirtió que apenas una décima parte de los hombres vertía al suelo unas gotas de la primera bebida de la mañana —por lo general cerveza— para honrar a los dioses.

—Es estupendo, y… diferente. —Tomiris se detuvo frente a la enorme tienda de un velero. Tras la puerta abierta, cuatro hombres y tres mujeres estaban acuclillados junto a trozos de tela y paños de vela plegados limpiamente; hombres y mujeres cortaban y cosían, se arrastraban de un lado a otro sobre sus rodillas, manejaban varas de medir con una velocidad que hacia sus movimientos casi inapreciables. Todos estaban vestidos de la misma manera: taparrabo, túnica corta y sandalias—. Muy diferente.

Antígono siguió andando unos pasos más.

—La gruta de los aromas. —Le mostró el enorme almacén del gremio de perfumistas—. El banco y sus grupos subsidiarios también tienen una parte de su dinero invertida aquí. No podría ser de otra manera.

—En los puertos helenos sólo trabajan hombres; nunca había oído hablar de mujeres veleras. Y nada de lo que se cuenta sobre las costumbres de los karjedonios es cierto. —Tomiris cerró los ojos, arrugó un poco la nariz y aspiró los mil perfumes que brotaban de los estantes y cubas, las pilas de cajas llenas de botellas, las filas de grandes ánforas. Siempre había un frasco que se rompía; siempre caían unas cuantas gotas al verter las exquisitas esencias en los recipientes.

—¿En qué piensas? ¿La ropa? ¿Las mujeres trabajadoras?

—Ay, todo. Los púnicos tienen fama de ser oscuros santurrones; pero casi ninguno de esos bebedores de cerveza hacia la libación a los dioses. Se dice que los púnicos ocultan sus cuerpos y se envuelven en gruesas telas hasta cuando hace un calor bochornoso; pero ahora veo que los estibadores trabajan casi desnudos incluso en invierno. ¿Cómo se explica eso, señor del Banco de Arena? ¿Es mentira todo lo que se dice sobre Karjedón?

—Las historias necesitan tiempo para difundirse, y a veces cuando llegan al otro extremo del mar lo que cuentan ya ha cambiado. —Sonrió—. Hay púnicos que ven a Alejandro en cada macedonio.

Al llegar al extremo norte del puerto, Antígono pasó su brazo por debajo del de la kipriota.

—Ven; quiero enseñarte algo muy especial.

—¿Qué?

—Algo que ni siquiera los púnicos comunes y corrientes pueden ver.

Pasaron junto al lado del banco que daba al puerto. Bostar estaba en la sala donde se recibía a los clientes, hablando con un capitán de largas barbas y cabello hirsuto; vio a Antígono y a la mujer por encima del hombro del capitán y agitó la mano haciéndoles una señal que era más una queja que un saludo.

—¿Qué le pasa?

Antígono soltó una suave risita.

—Si lo he entendido bien, le parece que yo debería estar ocupándome de los negocios en lugar de divertirme paseando con una mujer extranjera.

Treinta pasos después llegaron al puente basculante tendido sobre el «gollete». La influencia mutua de los dos grandes idiomas comerciales del oeste de la Oikumene, el púnico y la coiné helena, había creado numerosos términos híbridos y había confundido el origen de las palabras. Originalmente el Cothon de Kart-Hadtha había sido el «puerto pequeño», en contraposición al gran fondeadero exterior, en el muelle y el mar; sin embargo, en Karjedón se había olvidado hacia mucho tiempo la antiquísima palabra fenicia qant, pequeño, y los mismos púnicos aludían ahora a la antigua cantimplora de los soldados lacedemonios, llamada cothon. La «panza» cuadrangular de la cantimplora se correspondía con el puerto comercial; el «gollete» conducía al puerto militar, que era casi redondo, como el tapón de la cantimplora. Antígono estaba casi seguro de que los lacedemonios habían dado ese nombre a sus cantimploras recordando el puerto púnico o algún otro puerto doble.

Dos murallas dobles de la altura de un hombre rodeaban el puerto militar. Una gruesa cadena y pesadas puertas revestidas de bronce en la parte que quedaba sumergida y de hierro en la parte superior bloqueaban el paso. El borde del «gollete» estaba formado por colosales bloques de piedra sin junturas ni argamasa. Junto a las puertas para los barcos empezaba la muralla doble, en la que se abría una entrada custodiada por cuatro hombres, puertas de dos hojas reforzadas con hierro. Los guardas eran púnicos; llevaban yelmos de bronce con un penacho rojo y protectores para la nariz y las mejillas, adornadas corazas pectorales de bronce sobre el chitón, protectores de hierro en las piernas y sandalias; estaban armados con lanzas, espadas, puñales y escudos ovalados.

Antígono tiró de Tomiris. Cuando estuvieron ante los guardas el heleno se detuvo, se llevó el puño al pecho y dijo a media voz:

—El señor del Banco de Arena, Antígono, solicita una conversación con el jefe de la flota.

Uno de los centinelas se dio la vuelta, golpeó la puerta de metal con la palma de la mano y susurró algo por una pequeña ventanilla enrejada abierta en la pared.

Antígono retrocedió unos cuantos pasos.

—Te vendarán los ojos —murmuró—. Pero podrás ver el puerto desde las habitaciones del almirante. No muchos detalles, pero como no eres una espía romana te bastará con el panorama general.

Tomiris estaba un poco pálida, a pesar de su tez morena.

—Puedes realmente… Quiero decir, eres el señor del Banco de Arena, pero no eres púnico.

—Puedo. Y desde que los romanos y todos los demás han aprendido a construir penteras, en realidad aquí ya no hay ningún secreto que guardar. Fuera de las posibilidades reales, el equipamiento, los depósitos y talleres. Pero tú lo verás, parcialmente.

Una de las hojas de la puerta se abrió. Un oficial púnico con un capote rojo brillante y hebillas doradas sobre los hombros salió por la puerta. En la mano tenía una gruesa venda de lino blanco. Cuando Tomiris ya no pudo ver nada, Antígono la cogió de la mano.

La isla del almirante, unida al atracadero por un pequeño dique, se levantaba al sudeste de la dársena circular. Desde la planta superior del edificio se divisaba no sólo el puerto militar, sino también el puerto comercial y la mitad de la ciudad. La torre era bastante alta, más alta que la muralla marítima. Desde allí el jefe de la flota podía contar todos los barcos anclados en la amplia bahía de Kart-Hadtha.

Los cobertizos de los barcos se extendían como cajitas alrededor de la dársena: doscientos veinte cobertizos para doscientos veinte barcos de guerra. Con talleres, herrerías, astilleros, almacenes de provisiones, arsenales, alojamientos para las tropas navales y los remeros, enormes almacenes subterráneos para guardar hierro, cobre, estaño y mil maderas distintas. Un barco cargado de plata procedente de Iberia y dos mercantes con lingotes de hierro flotaban en el muelle de descarga, frente a los almacenes; los tripulantes de esas naves habían desembarcado en el puerto comercial para ser reemplazados por oficiales del almirante y remeros de la flota militar, quienes los habían llevado a la zona de acceso restringido. Carros de cuatro ruedas cargados con lingotes de metal bajaban siguiendo las acanaladuras cavadas en la rampa que unía el muelle con los almacenes subterráneos. Dos oficiales supervisaban los trabajos; los estibadores eran exclusivamente púnicos de las capas más bajas. Llevaban puesto una especie de peto de cuero y turbantes de colores.

El oficial que guiaba a Antígono y Tomiris se mantuvo en silencio durante todo el camino. Detrás de las puertas, un pequeño puente basculante de madera cruzaba el «gollete»; algunos pasos más allá empezaba el dique que llegaba a la isla.

El almirante era uno de los hombres de Hannón, un hombre mayor y canoso llamado Sapu. Éste despidió al oficial, quitó él mismo la venda que rodeaba la cabeza de Tomiris y acomodó las sillas de tijera.

—Señor del Banco de Arena, ¿qué deseas?

—Ésta es la comerciante Tomiris de Kitión, Sapu. Habla púnico, pero…

Sapu levantó la mano.

—No me cuesta ningún trabajo —dijo en heleno. Tomiris inclinó la cabeza; luego se sentó. Desde las grandes ventanas podía verse toda la zona de ambos puertos, la parte baja de la ciudad, la bahía. Los ojos de la kipriota bailaban entre Sapu, Antígono y la vista del exterior.

—Se trata de transportar algo —dijo Antígono. Se reclinó en su asiento y observó los surcos que recorrían la cara del almirante—. Elefantes y númidas para el estratega. ¿Es posible llevar un campamento así a Italia en estos momentos, es decir, después del inicio de la primavera? ¿O perderíamos todos los barcos?

Sapu entrecerró los párpados.

—¿Quién pone los barcos de carga, señor del Banco de Arena?

Antígono señaló a la kipriota.

—Tomiris y el banco, ambos.

—Se trata, pues, de escoltarlos. Hmm. —Se dio la vuelta, cogió varios rollos de su mesa, los enrolló, volvió a dejarlos—. Los romanos todavía tienen barcos en Lilibea, y también frente a Drepana y en Panormos. Pocos; el grueso de la flota se encuentra en Ostia y al norte de Iberia. No obstante, por el norte de Sicilia el viaje no carece de peligro. Por el sur parece más fácil; de momento en Akragas sólo tienen cinco penteras y tres trirremes. Pero después está la costa oriental, y allí vigila Siracusa. ¿Dónde tendríamos que desembarcar a los soldados y elefantes?

—Al sur de Neápolis. No hay puerto, sólo una bahía desprotegida.

Sapu cerró los ojos; su mano derecha dibujó el perfil de Italia en el aire.

—Seria más fácil hacerlo al sur, entre las ciudades italiotas, en algún lugar cercano a Lokroi, o a Taras. —Abrió los ojos y miró hacia la ventana—. Si el Consejo no decide que la flota haga algo distinto.

—Los consejeros estarán de acuerdo, pues no les costará nada. A excepción de los elefantes. Los númidas y el transporte serán un regalo mío al estratega.

Sapu dejó escapar un silbido.

—Un costoso regalo, señor del Banco de Arena.

Antígono levantó una mano y estiró los dedos.

—Gracias al comercio con Iberia he ganado más de lo que nunca podré dar a Aníbal o a sus hermanos. No lo hago por Kart-Hadtha, Sapu, lo hago por el Barca y sus hijos.

El almirante arrugó la frente.

—A mí me importa más la ciudad; como debes saber, Antígono.

—Lo sé. Roma pisotea todo, y, si dependiera de Hannón el Grande, hace mucho que seriamos barro adherido a las sandalias romanas y nos alegraríamos de cada contacto con el suelo.

Sapu esbozó una ligera sonrisa.

—Utilizas metáforas poco edificables, Antígono. Y olvidas que Hannón apoya la guerra y al estratega.

—Así será mientras eso no le cueste nada e incremente aún más su riqueza. No le preocupa que Kart-Hadtha pueda convertirse en un impotente vasallo de Roma si sufrimos una nueva derrota.

El almirante guardó silencio un momento; luego dio un suspiro.

—Es cierto, meteco. Pero a pesar de sus coincidencias con Hannón, no todos los consejeros de los «Viejos» ven las cosas así. Dudo que me creas, pero si yo quiero más barcos y soldados es para hacer la guerra, y no para aumentar los bienes de nadie.

Antígono se encogió de hombros.

—Señor de la flota, eso te honra, y probablemente hasta te creo. Nunca he dudado de que en las filas de los «Viejos» haya hombres honrados que sepan de qué va todo esto. No obstante: Hannón tiene los hilos, y Hannón está siguiendo el juego de Roma al no luchar contra Roma sino a favor de su propio bolsillo. Pero es inútil seguir con esto. ¿Cuántos barcos de guerra crees que harán falta para escoltar a treinta elefantes y tres mil númidas?

—Eso depende de muchas cosas. Si el Consejo accede podríamos enviar dos flotas. Una que navegue hacia el norte y el nordeste pasando por Lilibea, para distraer a los romanos y quizá también saquear la costa itálica; y una segunda que escolte a tus mercantes a lo largo de la costa sur de Sicilia y desembarque el cargamento cerca de Taras.

Antígono se levantó.

—¿Los barcos necesarios estarían disponibles?

—Si. Si no les encomienda otra misión. Iberia, por ejemplo.

—Tendremos tiempo para discutir esos detalles y algunas cosas más. De momento te doy las gracias, Sapu.

Tomiris guardó un largo silencio. Sólo cuando hubieron abandonado la zona de acceso restringido a través de la puerta contigua al gran portón de los barcos y hubieron empezado a andar por la Calle Mayor en dirección al oeste, la kipriota carraspeó.

—¿No habrás dicho en serio que piensas embarcarme en esa locura?

—No. —Antígono rió—. No es tu guerra, gracia de Kypros. Pero el asunto es urgente; hace días que quería hablar con el almirante, y haciéndolo de esta manera tú has podido ver lo que un día fue el corazón de la gran potencia marítima y terrestre, Karjedón, y que aún hoy puede ser grande e importante.

Tomiris se detuvo frente a una tienda que ofrecía diez mil recipientes distintos: vasos de cuero alisado, vasos de cuero labrado o con adornos, preciosos objetos de cristal, finísimos y en todos los colores del arcoiris, copas de arcilla, copas de plata —lisa, adornada, rayada, repujada—, jarras de alabastro, una jarra de marfil en forma de elefante, con la trompa estirada como pico, amplias cráteras hechas con medio huevo de avestruz. Antígono interpretó la mirada de Tomiris, le pidió que esperara y entró en la tienda. El propietario era un púnico desdentado de piel apergaminada que parecía vivir dentro de su capucha, como si fuera una gruta; Antígono no regateó; en su calidad de conocedor y señor el Banco de Arena, obligó al propietario a bajar el precio. Tres vasos iguales, de una palma de alto y sostenidos cada uno por cuatro patitas de león; fuera de ello, los vasos eran preciosos y sencillos, adornados con finas figuras geométricas talladas en los bordes. Los tres habían sido tallados en una sola piedra por un artista púnico: uno en ámbar, otro en jade y otro en ónice. Antígono pagó y pidió que envolvieran los vasos en esparto y se los llevaran al banco.

—Los regalos te esperarán en el puerto —dijo a Tomiris al salir de la tienda—. Cuando te marches. No antes.

—No tienes que regalarme nada. —La kipriota se llevó las manos a las caderas y lo miró fijamente, sacudiendo la cabeza.

—Gracia de Kypros, si no los quieres, considéralos un homenaje a la diosa.

Ella rió y lo cogió de la mano.

—Sea lo que fuere ese regalo, lo apreciaré y celebraré a Afrodita con él. Y pensaré en un banquero púnico que siempre sabe qué responder.

En el ágora, Tomiris admiró las piedras y figuras del varias veces centenario edificio del Consejo; después de tomar una copiosa comida en una de las tabernas de la plaza, Antígono mandó a buscar un carro de alquiler e indicó al conductor que los llevara hacia Megara a través de las estrechas calles de Byrsa. Los huertos y sembrados de los ricos mostraban la escasez propia del invierno; sin embargo, gracias a los numerosos árboles y arbustos de hojas perennes que rodeaban a los viejos y brillantes edificios, para Tomiris el viaje fue quizá todavía más impresionante de lo que lo hubiera sido a principios del verano. La kipriota podía ver en cualquier lugar de la Oikumene la frondosa y colorida vegetación de un sinfín de plantas, pero la magnificencia pura, contenida y fría que representaban las fincas en invierno era algo que a Antígono le parecía único; la kipriota confirmó esto con su mudo disfrute del paisaje.

Salambua había vuelto a casa. Una de las numerosas disputas internas de los númidas la había convertido en viuda; Naravas había muerto en un enfrentamiento contra los masesilios. Ahora Salambua vivía en parte del viejo palacio familiar con sus dos hijos —Gya, de dieciocho años, y Tushtinit, de quince—, supervisaba la labor de sirvientes y jardineros y se dedicaba al tejido. Sus hermanos, quienes apenas si la habían conocido, confiaban en ella casi ciegamente; Antígono ya había oído decir a Bostar que Salambua tenía más y mejores informes sobre la mayoría de las cosas que el Consejo o los líderes del partido bárcida, que visitaban el palacio de Megara dos veces cada luna. Tras su regreso de Italia, Antígono la había visto pocas veces, y siempre durante muy poco tiempo; al principio le había sido difícil reconocer a la delgada y frágil Salambua en esa mujer de figura casi redonda.

Esa tarde la hija de Amílcar estaba de un humor más bien sombrío. Pasó algún tiempo hasta que empezó a hablar abiertamente en presencia de Tomiris.

—Me preocupa Asdrúbal —dijo Salambua después de que una sirvienta hubo traído una fresca infusión de hierbas—. Es decir, no él directamente, sino la situación a que lo lleva su dependencia del Consejo.

—¿Hasta qué punto depende de ellos más que Aníbal? Aníbal lo ha nombrado su representante en Iberia, y Aníbal apenas si se preocupa de lo que dicen los dos embajadores del Consejo de Ancianos. Por otra parte, éstos tampoco dicen mucho.

Salambua se llenó la boca de rosquillas dulces y grasosas, disolvió una gran cucharada de miel en su bebida de hierbas e infló las mejillas.

—Faof fúnico —farfulló. Luego masticó, tragó y sonrió divertida—. Caos púnico, como siempre. El ejército elige al estratega; el estratega concierta sus actos con los deseos del Consejo. Estrategas de Libia e Iberia han sido Amílcar y, después de él, Asdrúbal; desde la muerte de éste, lo es Aníbal. En los acuerdos pactados entre el Consejo y Amílcar, o bien Asdrúbal, no se dice nada sobre un estratega completamente independiente; y ahora en Iberia mi querido hermanito Asdrúbal se encuentra entre las ruedas del molino. Como estratega ha tenido a los tres mejores maestros: Amílcar, Asdrúbal y Aníbal. Pero a la hora de tomar decisiones se encuentra subordinado a las órdenes del Consejo de Ancianos; tan subordinado como lo estuvieron nuestros estrategas durante la primera guerra.

Antígono se rascó la cabeza.

—Nunca había pensado en ello —dijo lentamente—. Pero, desde luego, es cierto. ¿Y?

—Tiene dobles dificultades. Ay, cuádruples, ya sabes lo que pasó en el verano.

Antígono asintió. Lo sabía muy bien. Tribus del norte del Iberos se habían pasado al bando romano; cuando Asdrúbal avanzó hacia el norte con nuevas tropas, su golpe cayó en el vacío, pues Gneo Cornelio no presentó batalla. El romano esperó hasta que Asdrúbal hubo penetrado lo suficiente en el interior del país; luego se dirigió hacia su flota, asesorada y dirigida, al menos en parte, por experimentados capitanes masaliotas, hizo caer en una trampa a la flota de Asdrúbal, cerca de la desembocadura del Iberos, y hundió o capturó casi la mitad de los barcos, recién construidos pero mal tripulados. Pero ¿cómo podía Asdrúbal conseguir tan rápidamente capitanes y pilotos experimentados y hábiles, además de hombres duros y acostumbrados a pelear en el mar? Asdrúbal marchó a toda prisa hacia la costa para asumir él mismo el mando de las naves y atacar a los romanos con el resto de la flota; pero cuando llegó a la costa, los romanos ya habían desaparecido otra vez; Gneo Cornelio navegaba rumbo a las islas de los honderos. El cónsul no consiguió tomar por asalto la fortaleza de Ebyssos, pero muchos clanes y tribus se pasaron a sus filas. Al mismo tiempo, celtíberos que habían entregado rehenes y jurado amistad a los romanos avanzaron hacia el sur, cruzando el Iberos, y atacaron pueblos aliados de los púnicos, de modo que Asdrúbal tuvo que volver a dejar la costa y restablecer el orden en el interior. Mientras el estratega aniquilaba a los celtíberos en batallas muy costosas en número de bajas, Publio Cornelio Escipión desembarcó en Tarrakon con los refuerzos autorizados por el Senado, Gneo regresó de las islas, los romanos avanzaron por la costa hasta Zakantha, conquistaron la nueva fortaleza, se apoderaron de los rehenes de las tribus vecinas que eran retenidos allí, y volvieron a retroceder.

—Al parecer no tenemos suficiente con los romanos y los levantamientos que se producen aquí y allá —dijo Salambua—. La flota tiene que ser reconstruida y dotada de buenos capitanes, pero éstos sólo pueden proceder de barcos mercantes, y Hannón ha cuidado de que todos los comerciantes piensen únicamente en sus negocios y no cedan a ningún capitán. Además, el jefe de la flota es imbécil. Se llama Amílcar, es un insulto que lleve ese nombre. Y cuando Asdrúbal quiere enviar a alguno de sus oficiales a una pequeña expedición punitiva contra alguna tribu ibérica, los Ancianos, que tienen el poder, dicen: «Hazlo tú mismo». Y cuando ya se encuentra a mitad de camino, lo mandan llamar para que defienda las minas de plata de un ataque romano inexistente. Y cuando cierra un pacto de amistad con el príncipe de alguna tribu, los Ancianos esperan a que el estratega se haya retirado y luego exigen rehenes y dineros al príncipe, con quien Asdrúbal ha mezclado la sangre y el vino. —La hija de Amílcar parecía a punto de lanzar un escupitajo dentro de su copa—. Ya en la primavera pasada Asdrúbal quería marchar con sus nuevas tropas hacia el norte, siguiendo el camino de Aníbal hasta Italia. Quería deponer a los incapaces almirantes: los Ancianos se negaron. Quería dejar Iberia protegida por dos subestrategas capaces: los Ancianos se negaron. Quería cruzar los Alpes a principios del verano, sin grandes bajas, para llevar a Italia un segundo ejército púnico que se uniera con el de Aníbal y decidiera la guerra rápidamente: los Ancianos no hicieron más que gritar. Que era posible decidir la guerra en medio año, que en ese tiempo los dos pequeños ejércitos de los Cornelios no podían hacer mucho daño en Iberia, y esto si no los llamaban de Italia… nada de eso importaba.

«Asdrúbal, tienes que proteger las minas; Asdrúbal, tienes que construir barcos; Asdrúbal, tienes que hacer esto; haz esto otro, deja aquello; Asdrúbal, haz en seguida y al mismo tiempo todo, en el mar y en tierra, al norte y al sur, todo lo que nosotros queremos, no sólo lo que es sensato estratégicamente». Mierda púnica.

Salambua hablaba y hablaba y hablaba; a veces, cuando le faltaba una palabra púnica, introducía un término númida. La delgada e inteligente Salambua de voz dulce seguía siendo inteligente, pero al redondearse su cuerpo su voz se había hecho más delgada, dura y a menudo chillona. Antígono había visitado muchas veces a Salambua y Naravas, y sabía que ella había desempeñado un papel muy importante en la corte númida: hija del gran Amílcar Barca, púnica, en parte odiada y en parte venerada, siempre envidiada por todas las otras mujeres; esposa del hermano menor del famoso rey Gya, cuyo sucesor, el joven Masinissa, hacía todo lo posible para postergar a aquel tío que había ganado la gloria luchando al lado de Amílcar. Tras la muerte de Naravas todo aquello debía haber sido insoportable para Salambua.

—Hermana pequeña —dijo Antígono, y por un instante el rostro de Salambua recuperó la dulzura—, gracias por la información que me acabas de dar. Yo realmente pensaba que Asdrúbal podía actuar en Iberia con la misma libertad con que lo hace Aníbal en Italia. Pero todavía no veo cómo se puede cambiar esa mala situación.

—Yo si. —Salambua se puso de pie; su boca se convirtió en una franja dura—. Hannón tiene que ser… bah, pero eso no hay quién lo haga.

—Dime otra cosa. Tres mil jinetes masilios para Aníbal. ¿A quién tengo que preguntar?

Ella abrió los ojos de golpe.

—¿Preguntar? No a los viejos idiotas, esos llamados asesores. Se han hecho ancianos desde que ya no pueden reñir con Naravas. Pregunta a Masinissa. Pero será caro, muchacho, será caro.

—¿Qué tan caro, hermana pequeña?

—Te pedirá medio shiqlu diario por cada hombre. Quizá puedas regatear hasta en diez shiqlus por luna, no menos. Y exigirá que pagues por adelantado dejarlo las soldadas de un año. Una tercera parte para él, dos terceras partes para los hombres.

Antígono sacó cálculos. Trescientos sesenta mil schekels: cien talentos de plata. Tomiris aspiró con fuerza dejando que el aire susurrara entre sus dientes.

—Haces regalos muy costosos, señor del Banco de Arena —murmuró la kipriota—. ¿Puedes…?

—Puedo. Bostar pondrá el grito en el cielo, pero ya he aprendido a no escuchar sus gritos.

Salambua dejó su vaso, apoyó los codos sobre la mesa, la mejilla sobre las manos y miró algún punto entre Antígono y Tomiris.

—Podríamos preparar una buena cena —dijo a media voz—. Y aquí hay suficientes camas. Ay, Tigo, me he convertido en una vieja camorrista, ¿verdad? Cuando me llamas «hermana pequeña», nos veo aquí sentados, a los pequeños, que ahora hacen la guerra contra Roma, a Asdrúbal, Sapaníbal, mamá… ¿No queréis quedaros hasta mañana?

Antígono y Tomiris pasaron siete días recorriendo la ciudad y sus alrededores. Remaron entre los cañaverales del lago de Tynes y contemplaron los peces y aves marinas. En las malolientes callejas de los tintoreros y curtidores, el heleno vio a un anciano encorvado y de ojos legañosos en quien creyó reconocer a su amigo de la juventud Itúbal. En el barullo del barrio de los metecos perdió de vista a Tomiris y volvió a encontrarla varias horas después en la Calle Mayor, al norte del lóbrego templo de Baal. Ella dijo que nunca le habían ofrecido precios tan malos como ese día; Antígono le aconsejó que no se pintara los ojos de negro y los labios de rojo, y que no se pusiera una faja de color rojo chillón alrededor de las caderas, pero a la mañana siguiente Tomiris volvió a pintarse y vestirse igual que el día anterior. Bajo los edificios de los nobles, en la pendiente del Byrsa, bajaron al mundo subterráneo, caminaron entre las oscuras bóvedas y dieron nueva vida a sus cuerpos sobre un antiquísimo ataúd de piedra; el placer de Tomiris retumbó a través de los pasillos y cámaras, espantó a las ratas y ahuyentó a dos o tres muchachos que salieron corriendo gritando nombres de dioses. En el jaleo de un mercado suburbano Antígono resbaló al pisar una fruta podrida y se cogió de Tomiris y un odre de agua de un asno; ambos cayeron al suelo, el odre reventó y el aguatero los bañó de excrementos de animales y desperdicios. En la taberna de los cuchilleros, detrás de la muralla del istmo, oyeron historias sobre asesinatos entre los mauritanos, intrigas en las tribus gatúlicas, salteadores masilios, ladrones de ganado masesilios, pasaron toda una noche escuchando la vida de un garamanta tuerto que había guiado grandes caravanas a través del desierto y había hecho extraviarse a pequeñas caravanas que luego había saqueado. En los despachos de bebidas del puerto exterior hablaron con cordeleros y pescadores púnicos, con marineros de Alejandría, un traficante de esclavos de Cirene, comerciantes venidos a menos de la antigua ciudad fenicia de Mazabda, nombre que Seleuco había cambiado por el de Laodicea, charlaron con marineros procedentes de puertos del Ponto Euxino, un curtidor bizantino que, arruinado por deudas, ahora trabajaba como obrero velero para un comerciante de vino de Pérgamo; un comerciante ático los convidó a participar en perversas diversiones a bordo de su barco, pero ellos se negaron; un mercader de piedras preciosas originario de Rodas los invitó a echar un vistazo a su tesoro, cosa que aceptaron; grumetes sandaliotas intentaron timarlos con dados cargados; un viejo mercenario íbero les mendigó dinero para vino y les habló de Amílcar y la batalla de Eryx; el piloto persa de un barco construido en Patrai que pertenecía a un gran comerciante hindú dueño de sucursales en Charax, Sidón, Berenice —a orillas del mar egipcio— y Salamis —en Kypros—, cantó poco antes del amanecer, en el pobre dialecto heleno de Bactriana, canciones cargadas de melancolía sobre intrigas amorosas y puñales nocturnos a orillas del Éufrates, al que llamaba Puratti. Vendedores de trigo de Taras y Rhegión alabaron a Aníbal, que destruía las cosechas romanas; a los romanos, que les compraban grano; a las muchachas púnicas, con su ardor controlado; a las muchachas akragantinas, por su ardiente descontrol; y a las muchachas etruscas, por su fuego dominador. Una musculosa cretense hizo claras propuestas a Tomiris, llevó al heleno y a la kipriota al otro lado de la bahía en su bote de remos y, poco antes de llegar a la orilla oriental, extendió su propuesta a los dos; cuando la negación fue definitiva, e incomprendida, la mujer llenó de maldiciones el silencio del amanecer y pataleó hasta volcar el bote. Antígono y Tomiris nadaron hasta la playa y rieron hasta estar casi secos, escalaron el Monte Bicorne, durmieron unas horas bajo un arbusto espinoso, volvieron a bajar a la orilla, comieron en una pequeña taberna de pescadores y regresaron a Kart-Hadtha en la barca de un libio mudo. El bote volcado y la cretense no se veían por ninguna parte.

Pasaron la mayoría de las noches en la vieja casa del heleno, cerca de la puerta de Tynes. La última noche no durmieron; fue una larga noche de palabras y amor, hasta que en los establos de la muralla del istmo un elefante furioso sopló la estridente y horrible fanfarria del nuevo día.

Al salir del patio a la calle, Antígono tropezó con un cadáver, el cadáver de un mendigo cubierto de llagas, postemas y cicatrices. Dos manzanas más allá rondaban algunos policías de la guardia ciudadana, armados con porras y cuchillos; el heleno les arrojó un shiqlu de plata y les pidió que retiraran y quemaran el cadáver lo antes posible.

La Calle Mayor fue llenándose poco a poco; carros con fruta, verduras y grano pasaban rodando hacia los mercados de barrio. Las tiendas abrieron. Hasta el vendedor de papiros, que ofrecía rollos escritos en púnico, heleno y egipcio junto a la puerta de la muralla de Byrsa, estaba despierto, a pesar de que sus clientes difícilmente venían tan temprano. En el ágora se levantaban dos cruces; uno de los condenados seguía con vida. Lo habían atado a los maderos, le habían quebrado las piernas y le habían cortado el miembro. A juzgar por el color de su piel se trataba de un libio del sur; debía haber violado a una púnica. El otro hombre estaba muerto; también a éste le habían roto los huesos, y los intestinos le colgaban sobre la barriga abierta. Tres consejeros envueltos en túnicas con ribetes de púrpura pasaron junto a las cruces, camino al edificio del Consejo, sumidos en una conversación.

La despedida fue breve. Se detuvieron un momento en el banco y luego en una taberna donde desayunaron; luego Antígono llevó a la kipriota al muelle exterior y le entregó el paquete con los vasos.

—No lo abras hasta que estés a bordo. Gracias por estos días y estas noches.

Tomiris cogió el regalo, lo sopesó con la mano.

—Gracias por todo, señor del Banco de Arena. —Sonrió con tristeza—. Ay, Tigo, ¿volveremos a vernos?

Él se encogió de hombros.

—Un viejo cocinero asirio me dijo una vez que los manjares no se pueden pedir por encargo, hay que dejar que nos sorprendan.

Tomiris apretó la mejilla contra la del heleno.

—Todavía tengo que decirte por qué amas y odias a tu ciudad.

—Sí.

—Es una ciudad única. La ciudad más grande y rica de la Oikumene. Aquí puedes encontrar todo lo que existe en el mundo. Frente a Karjedón, Alejandría no es más que una aldea de mármol, y Atenas una ciudad de provincias. Y los púnicos lo saben. O, si no lo saben, lo sienten. Por eso, señor del Banco de Arena, no se interesan por nada de lo que sucede en otros lugares. Si alguien hace la guerra por ellos, en su nombre y por su futuro, los púnicos no se sentirán afectados hasta que la guerra llegue a sus puertas; Italia está muy lejos. Amas la ciudad porque es única, pero, sobre todo, porque es como es. Pues el amor no tiene razón. Cualquier motivo es sólo una excusa. Y la odias porque es como es. —Tomiris suspiró—. Una pobre sabiduría, Tigo. Si la ciudad fuera distinta no podrías ni amarla ni odiarla. Ambas cosas van de la mano.

—No siempre. A ti no te odio.

Tomiris se dio la vuelta en silencio y subió a bordo.

Los príncipes masilios y el Consejo de Kart-Hadtha rechazaron las propuestas de Antígono. Según éstos, era demasiado peligroso enviar por mar tropas y elefantes sin poseer puertos firmes en el sur de Italia, así como llevar a estas tropas a través de miles de estadios por territorios dominados por el enemigo. Lo que algunos mensajeros podían conseguir era totalmente imposible para una gran tropa militar. Además, había otras cosas en qué pensar. Hasta ahora Aníbal había ganado todo y no había tenido ninguna dificultad; naturalmente, estaría bien enviarle más hombres, pero la necesidad no era tan apremiante. Por el contrario, en Iberia, donde los romanos eran una amenaza no sólo para Asdrúbal y los dos miembros de la Gerusía, sino también, y sobre todo, para las minas de plata, podía surgir pronto una urgente necesidad de refuerzos. Y, además, llegaban noticias según las cuales las ciudades de Sicilia dominadas anteriormente por los púnicos se sentían muy insatisfechas con su situación y se levantarían contra los romanos lo más pronto posible, si tenían alguna perspectiva de victoria. Así pues, como Himilcón no estuvo muy brillante en la sesión del Consejo, la mayoría del Consejo decidió la siguiente escala de prioridades: ampliación de la flota militar y utilización de la misma para interrumpir las vías de aprovisionamiento romanas entre Iberia e Italia; reclutamiento de mercenarios númidas y libios, lentamente y sin costos muy elevados, para darle instrucción y mantenerlos en el país hasta que se decidiera su destino final.

Después de la conversación que tuvo lugar en casa de Himilcón, entre el ágora y Byrsa, Antígono dio un paseo para ordenar sus pensamientos y disipar sus temores. No llegó al banco hasta primera hora de la tarde. Bostar, quien había tomado parte en la sesión decisiva del Consejo, terminó un negocio con un caravanero egipcio y siguió a Antígono escalera arriba, al gran cuarto de trabajo.

—Himilcón debe habértelo contado, a grandes rasgos.

—Muy a grandes rasgos. ¿Cómo fue la votación?

Bostar se sentó en la repisa de una ventana.

—Rápida y sin esperanza. Alrededor de cuarenta, el grupo sólido, si quieres, se mostraron favorables a emprender en seguida lo que hiciera falta. El resto…ya, precisamente el resto. Doscientos cincuenta y cuatro. Dos estaban enfermos, dos están con Aníbal y dos en Iberia.

Antígono guardó un largo silencio. Cuando por fin se decidió a hablar su voz sonaba tan quebradiza como se sentía su espíritu.

—La grandeza del estratega nos dará unos cuantos años más, Bostar. Tres o cuatro, quizá. Poco a poco tendremos que hacernos a la idea de lo que ocurrirá después. De lo que tiene que suceder, pienso, con el banco y todo lo que le pertenece.

Bostar se frotó los ojos, luego se pasó ambas manos por los cabellos ralos y salpicados de gris.

—Esto es perturbador —dijo en voz baja—. ¿Cuánto tiempo ha pasado, treinta años? ¿Treinta y dos? Tuvimos esta misma conversación; ¿lo recuerdas?

Antígono asintió moviendo la cabeza sin fuerzas.

—Cuando regresé del océano; ¿te refieres a eso?

—Si. Después de la gran victoria naval. Todas las flotas romanas habían sido aniquiladas. Y tú…

—Aquella vez me equivoqué en la cantidad de años que nos quedaban. No podía contar con la grandeza y el arte militar de Amílcar; no lo nombraron estratega de Sicilia hasta después de nuestra charla.

—Ya no sé qué fue lo que calculaste entonces. Dos o tres años, creo, hasta que los mentecatos del Consejo desmontaran la flota y redujeran el ejército a la mitad. Después, victoria de los romanos. Pasaron siete años hasta que ésta se produjo.

Antígono rió, y su risa sonó como un guijarro arañando un metal fino.

—Está bien; elevaré la cifra. No serán tres o cuatro años. Digamos que Aníbal hace milagros y que resistiremos cinco o seis años. ¿Satisfecho?

—No, pero probablemente tienes razón otra vez. Es atroz. —Bostar giró un tanto y miró el puerto a través de la ventana—. Tantas oportunidades —dijo a media voz—. Tantas grandes oportunidades, únicas. El mejor estratega que ha existido jamás. Y ellos lo echan todo por la borda. Tenemos dinero y hombres y piezas para barcos, podríamos construir trescientos barcos sólo este año; y otros tantos el próximo. Preparar bien a los hombres, romper el dominio marítimo de los romanos. Y ahora hablan de ampliar la flota; ¿te ha dicho Himilcón las cifras exactas? ¿No? Entonces te las diré yo. Tenemos ochenta barcos, ahora y aquí. Asdrúbal debe tener unos cincuenta más. Construirán otros cincuenta. Ya podrían hundirse apenas salgan de los astilleros. De todas maneras no servirán para mucho más.

Antígono se recostó en el sillón y cerró los ojos. Le ardían.

—Ayer fue el día que se decidió la decadencia de Kart-Hadtha. Lo que venga a partir de ahora no será más que la lenta y tenaz realización de lo decidido ayer. Construirán barcos y reclutarán tropas cuando ya sea demasiado tarde, como lo hicieron hace veintiséis años.

—Hay algunas diferencias. —Bostar se tiró del lóbulo de la oreja—. Aquella vez Hannón poseía una ajustada mayoría. Los terratenientes querían terminar la guerra, conseguir la paz a cualquier precio y volver a dedicarse a sus negocios en Libia. Los comerciantes querían ganar la guerra tan pronto como fuera posible, pero no pudieron imponerse. Ahora terratenientes y comerciantes empuñan el mismo remo ¡Por el ojo rojo de Melkart, el regazo de Tanit y el hacha de Baal, por qué tienen que proteger todo y no arriesgar nada! ¡Los mercados de Iberia! ¡Las minas de Iberia! ¡La posibilidad de volver a hacer negocios en Sicilia! Italia está lejos, Aníbal ya casi ha vencido a Roma. Y cómo se reirán cuando eso termine. ¡Tigo! —Bostar se bajó de la repisa, se acercó a la mesa y cogió al heleno por los hombros—. ¡Qué crees que he dicho en el Consejo! Intenta hacer que lo comprendan. Que comprendan que perderán Iberia si sólo piensan en protegerla. Que no obtendrán Sicilia, porque Roma sólo renunciará a ella cuando esté en el suelo y ya no pueda levantarse. Que también perderán Libia si ahora no envían a Italia todo, todo, todo lo que se pueda enviar. —Soltó al heleno y regresó a la ventana arrastrando los pies.

Antígono tenía la mirada fija en el techo.

—A esto hemos llegado. —Su voz sonaba otra vez firme. Y fría—. Ya que los consejeros púnicos han regalado el futuro de Kart-Hadtha por no pensar más que en su dinero, hagamos nosotros lo mismo. Nosotros no podemos salvar nada, sólo nuestro dinero, quizá.

Bostar asintió lentamente.

—¿Qué propones?

—Empecemos a pensar, amigo. Despacio pero a fondo. ¿Qué nos queda si renunciamos a Libia e Iberia?

Bostar se mordió el labio inferior.

—¿Cuánto tiempo, oh gran profeta, necesitará Roma para devorar también el este de la Oikumene después de haber derrotado a Kart-Hadtha?

Antígono hizo una señal negativa con la mano.

—Eso tomará tiempo. Supongo que los romanos primero querrán consolidar su dominio en Iberia para no volver a perderlo, tan pronto lo consigan definitivamente. No pasará mucho tiempo hasta que los íberos, como ahora sucede con los siciliotas, se den cuenta de lo amable que era el dominio púnico. Se producirán levantamientos. Roma los acallará, sin duda; pero mientras eso sucede no podrá ocuparse de los helenos con todo su poder. Digamos… —Titubeó. Continuó hablando en voz baja—. Todas estas profecías son un poco inquietantes. ¿Te has dado cuenta de que estamos hablando sobre los cadáveres de Aníbal y Asdrúbal?

—Y sobre otros cien mil —dijo Bostar, fulminante—. ¿Quieres contarlos uno por uno?

—No. Digamos, cinco años hasta la caída de Kart-Hadtha. Después, diez años más hasta que la mayoría de las ciudades y Estados helénicos dependan de Roma. Otros diez o veinte años hasta que hayan perdido completamente la libertad. Dentro de treinta y cinco años le tocará el turno a Egipto.

—Eso llega hasta el fin de nuestros días, amigo. Ambos tenemos cincuenta y dos años.

—Ay, Bostar, pocas veces te he oído hacer bromas tan crueles.

El púnico rechinó los dientes.

—¿Debería pasarme la vida llorando en silencio? Así pues, trasladaremos nuestros negocios hacia el Este, poco a poco, ¿no? ¿Kypros, Egipto, los seléucidas?

—¿Qué otro remedio? ¿Cómo te sientes, amigo? No tienes buen aspecto.

Bostar respiró hondo.

—¿Cómo me siento? Como un… como algo… como un ánfora que acaba de advertir que la han agujereado. Todo el contenido se ha escurrido, Tigo; era vino sirio. Y la han llenado con excrementos de rata.

A principios del verano, el Consejo armó dos flotas. La primera estaba compuesta por cincuenta penteras y ciento veinte buques de carga que llevaban a bordo a tres mil quinientos libios y mil númidas. Navegaban rumbo a las islas Egates. La segunda flota, sesenta penteras y unos cuantos buques-escolta, navegó abiertamente a lo largo de la costa meridional de Sicilia, luego enrumbó hacia la costa oriental y penetró en la jurisdicción del aliado de Roma, Hierón de Siracusa, donde hundió barcos, saqueó pequeños puertos y devastó las costas. En otoño una flota romana de Lilibea se atrevió a avanzar hasta la isla Meninx, desoló la costa oriental del territorio púnico y perdió algunos miles de hombres cuando tropas de las guarniciones púnicas de Hadrimes y otras ciudades salieron de sus cuarteles y atacaron a las tropas de desembarco romanas. Mientras Roma conservara Lilibea esto podría suceder una y otra vez; además, cualquier intento de desembarco de los púnicos en Sicilia no tendría prácticamente ninguna posibilidad de éxito, mientras la vieja y sólida fortaleza perteneciera al enemigo. El plan del Consejo de Kart-Hadtha no era tonto, como incluso Antígono estaba dispuesto a reconocer; sin embargo, tampoco era especialmente astuto, y, sobre todo, no dio resultado. La segunda flota, la que navegaba hacia Siracusa, debía atraer a los barcos romanos de Lilibea; si Craso, que tenía el mando de esa ciudad, quería proteger a su aliado Hierón, tendría que lanzarse a la persecución de la flota púnica. Esto dejaría Lilibea desprotegida para el ataque de la primera flota, que esperaba en las islas Egates.

Pero Craso no hizo lo esperado; se quedó en Lilibea, confió en la colosal muralla de la ciudad de Siracusa y pidió refuerzos a Roma. Así, una poderosa flota que hubiera podido llevar refuerzos a Aníbal, en Italia, o a Asdrúbal, en Iberia, y que hubiera bastado para interrumpir el contacto entre Roma y Tarrakon, fue dividida y empleada en empresas menos importantes. Casi no hubo bajas, pero tampoco se ganó nada.

Antígono, a bordo del Alas del Céfiro, navegó junto con la segunda flota hasta las inmediaciones de Siracusa. Allí el capitán Bomílcar transformó el Alas en el Gracia de Kypris, que atracó en Taras con velas blancas y una tripulación formada por italiotas y siciliotas.

Taras, la antigua ciudad helena que sesenta años antes había pedido ayuda a Pirro contra la amenaza romana y luego había dejado en la estacada al estratega, disfrutaba de libertad teórica, aunque en ella estaba apostada una tropa de ocupación romana. Guardas romanos vigilaban el puerto, funcionarios aduaneros romanos subían a los barcos, inspectores romanos acompañaban a todos los representantes de la administración tarentina.

—Ésta es la ventaja de ser neutral —dijo el dueño de la posada de mala muerte donde Antígono pasó unos días. Bomílcar y el barco habían vuelto a zarpar en seguida.

—¿Hasta qué punto, señor de las gargantas?

El posadero llenó una jarra de agua y la puso junto a la jarra de vino del heleno. La mirada de sus ojos oscuros era al mismo tiempo astuta y desconfiada.

—¿Eres tú un heleno libre?

Antígono levantó su vaso.

—¿Existe eso? Vengo de Megalópolis y no soy amigo de los romanos. Si a eso te refieres.

—Nunca puede saberse. Nosotros ni somos amigos de Roma ni lo contrario; por eso las tropas de ocupación. Si fuéramos aliados de Roma habría el doble número de romanos en la ciudad. Y, como beneficiarios del derecho romano, Zeus así lo quiera, aún podemos tener tropas propias. Mientras más íntimos los lazos con Roma, peor la situación.

Antígono miró a su alrededor. La taberna estaba vacía; pero los dos bebedores solitarios de la mesa cercana a la puerta podían ser espías romanos, escuchas. El heleno dijo en voz muy baja:

—Ciudadano aliado sin derecho a voto, vasallo, amigo o sirviente, ¿cuál es la diferencia? Una graduación de falta de libertades, como mucho. Y, si esto es así, ¿por qué no abrís las puertas a los púnicos?

El posadero levantó la mano espantado.

—¡No! ¡Jamás!

—¿Por qué no?

—En primer lugar, porque los romanos se harían fuertes en la fortaleza; la ciudad no tardaría en convenirse en un campo de batalla. En segundo lugar, ¿conoces a los púnicos, señor?

—Muy ligeramente. Un poco. ¿Por qué?

El posadero se inclinó hacia delante y susurró:

—Los púnicos sacrifican y devoran niños. Son un pueblo siniestro. Bárbaros.

—¿Y qué son los romanos?

—Bárbaros aún peores. Es cierto, extranjero. Pero con ellos estamos enfrentados desde hace sólo setenta años; con los púnicos todos los helenos han tenido guerras desde hace, bah, yo qué sé. ¿Cinco, seis siglos? En todo caso, desde siempre; hemos estado en guerra contra ellos todo ese tiempo.

—Y, ¿no crees que italiotas y púnicos deberían luchar juntos contra Roma, ya que los romanos son peores y están más cerca de aquí?

El posadero bamboleó la cabeza.

—Eso seria muy razonable, extranjero. Pero ¿quién ha oído alguna vez que las cosas importantes, como la guerra, la paz, la amistad o la servidumbre se decidan de manera razonable? Miedo. Comodidad. Origen ilustre. Repetición de los errores de los antepasados. Cosas de ésas. ¡Pero no la razón!

A pesar de los controles romanos, Antígono pudo desembarcar, primero, y sacar de la ciudad, después, cinco talentos de oro ocultos entre hierbas medicinales, cajas y frascos. Se dirigió hacia el norte con cuatro asnos, haciéndose pasar por un mercachifle y curandero heleno. Esa suma de dinero —parte procedente de la fortuna del Barca, parte de la suya propia— equivalía a unos setenta talentos de plata, o doscientos cincuenta mil schekels: treinta días de paga para veinticinco mil soldados. Con los tres guías que había contratado no tuvo problemas para adentrarse en el territorio itálico; sin embargo, no sacó falsas conclusiones de esto; una tropa de tres mil númidas hubiera atraído inmediatamente a todas las unidades romanas del sur de Italia.

No tardó en enterarse de que los púnicos se encontraban en Apulia, a orillas del mar ilirio, cerca de Salapia. Desde allí Aníbal podía impedir cualquier movilización de tropas entre Roma y el sur de Italia; y, además, dominaba los fértiles campos de Apulia. Al parecer el campamento principal se encontraba en una pequeña fortificación llamada Cannae.

Todo el país estaba envuelto por una atmósfera extraña, y mientras más se acercaba Antígono a Cannae, más palpables se hacían los motivos, más clara se hacia la naturaleza de esa atmósfera. Campesinos apulinos, brutios, lucanos, con los que Antígono habló a lo largo de su tortuoso camino, declaraban simpatizar con el estratega y su empresa y manifestaban un profundo odio hacia el opresor romano; sin embargo, ni ellos ni sus paisanos se mostraban muy dispuestos a luchar al lado de los púnicos. Temían a Roma desde hacía décadas, y habían visto repetidas veces con qué rapidez, dureza y crueldad mandaba el Senado reprimir cualquier levantamiento o tentativa de liberación. Los campesinos seguían los acontecimientos con tensa expectación y esperanza en una victoria de Aníbal, pero también con una sensación de impotencia y un presentimiento de agonía; como si ninguna victoria del púnico pudiera cambiar en algo la absoluta superioridad de Roma.

A ello se sumaban las cifras. Cifras monstruosas. Los dos cónsules de ese año, Lucio Emilio Paulo y Cayo Terencio Varrón habían reunido en Larinum el ejército más grande de cuantos habían pisado jamás suelo itálico. Ocho legiones romanas y ocho legiones de aliados, en total ochenta mil hombres de a pie y seis mil jinetes. Estaba a punto de producirse la gran batalla, según se decía, y los púnicos no disponían ni de la mitad de lo que podían poner en acción los romanos.

Antígono pasó una noche luchando contra lo que le dictaba la razón. Las cifras, repetidas y confirmadas una y otra vez por diferentes personas, parecían ser, hasta cierto punto, fiables. Un ejército pequeño podía vencer a uno numeroso si era superior en armamento y preparación, como los macedonios de Alejandro vencieron a los persas, pero nadie era superior a las legiones; o podía vencer utilizando la sorpresa, ardides, emboscadas, lo cual no era posible en las amplias llanuras de Apulia. El arte militar de Aníbal podría, en el mejor de los casos, atenuar la inevitable catástrofe; ¿y después? Ningún punto de apoyo firme, ningún puerto para una retirada por el mar. La victoria de los cónsules pondría punto final al ya pequeño apoyo que Aníbal recibía de italiotas e itálicos del sur. Una derrota del ejército púnico, sea ésta como fuere, significaría el fin.

A la mañana siguiente el heleno decidió seguir adelante, a pesar de todo. Le parecía improbable poder llegar a algún puerto después de una victoria romana; pero, sobre todo, estaba tan cerca del gran estratega y mejor amigo que le parecía una traición dar media vuelta y no participar en el desastre final. Y si éste se producía ahora, todo estaría perdido; los cónsules levantarían sus campamentos de invierno al pie de la muralla del istmo de Kart-Hadtha; la sombría hipótesis de sufrir una derrota en un plazo de cinco años parecía ahora muy superficial y esperanzadora.

El heleno despidió a los guías y pasó la noche solo, con los asnos, a dos horas de camino de Cannae. Ni romanos ni púnicos patrullaban por la región; Antígono supuso que la batalla, en la que se utilizarían todas las fuerzas disponibles, estaba a punto de realizarse.

Sosilos lo saludó con prisas y nostálgica cordialidad y casi lo arrastró a la semiderruida fortaleza de Cannae. La altísima torre se levantaba sobre una colina; desde allí el heleno tenía una magnífica vista panorámica del desastre, que ya se dibujaba formado en filas.

—Nos pasarán por encima —dijo Sosilos en tono sombrío—. No he dormido en toda la noche, Tigo; y a pesar de ello no he terminado la elegía por el estratega muerto. Si…

Antígono lo interrumpió.

—Todo este campamento, a ambos lados del río. ¿Para qué?

Sosilos suspiró.

—Ir de aquí para allá y de allá para aquí, hoy así y mañana de otra forma. Nuestro campamento en la orilla sur —señaló un bloque de edificios abandonados al oeste de la fortaleza— era muy bueno para recorrer los alrededores y, eh, cosechar. Los romanos montaron su campamento al otro lado.

Antígono vio al nordeste el vago perfil de unas fortificaciones.

—Después cruzaron el río y levantaron un pequeño campamento en esta orilla. Para que nosotros no pudiéramos cabalgar y saquear la zona libremente. Entonces Aníbal trasladó nuestro campamento a la orilla norte, para irritar a los romanos.

El nuevo campamento, al otro lado del río, había sido construido casi frente al anterior. Los romanos, explicó Sosilos, jugaban a un juego especialmente interesante: los continuos cambios del mando supremo. El patricio Emilio Paulo era vacilante y partidario de esperar, como el exdictador Fabio; el plebeyo Terencio Varrón quería atacar.

—Hoy le toca el mando a Terencio. Dispensa, mira. —Sosilos señaló a los ejércitos, que avanzaban el uno hacia el otro por la orilla sur del Aufido. Los soldados de armamento ligero ya habían empezado a luchar. El ruido llegaba sofocado, lejano. La formación púnica se extendía desde el punto situado casi exactamente frente al lado derecho de la fortaleza, hasta muy al sudeste; en el ala izquierda, la más cercana, Antígono vio tropas de jinetes celtas y catafractas íberos. Estaban a casi siete estadios de la torre, casi silenciosos, reconocibles únicamente por los estandartes.

—Nunca el atardecer y la noche han sido como ayer —dijo Sosilos—. Todos sabían que hoy entrarían en batalla. Nadie, ni los soldados rasos ni los oficiales, ha pensado ni por un instante en la sombra de una posibilidad de victoria. Y, sin embargo, ninguno duda de que hoy el ejército romano será aniquilado. Porque Aníbal lo dice. Nadie sabe cómo se realizará el milagro, pero todos están convencidos de que sucederá. Cuando cruzaron el río para formar filas lo hicieron riendo y cantando. —El espartano sacudió la cabeza; tenía los ojos humedecidos.

—¿Cómo están distribuidas las tropas? ¿Quién las manda? —Antígono aguzó la vista. Nubes de polvo; el sol estaba al sudeste y dentro de menos de media hora cegaría a los romanos. Si para entonces las formaciones continuaban como hasta ahora. A través de la fina cortina de polvo se podían ver las sólidas y escalonadas filas de soldados de a pie romanos y latinos. Es decir, no se les distinguía, sólo se veía una falange inmensa e increíblemente sólida.

—Aquí, a la izquierda —Sosilos señaló a los jinetes del ala— están los catafractas íberos, en torno a los dos mil, y unos cinco mil celtas, la mayoría insubros. Están bajo el mando de Asdrúbal el Cano, quien tiene a Monómaco y Bonqart como segundos.

—¿Asdrúbal con los jinetes?

Sosilos asintió encogiéndose de hombros.

—Yo tampoco lo entiendo. Ni él ni Monómaco han estado jamás con los jinetes. En el ala opuesta están los númidas restantes, alrededor de tres mil. Hannón, con Maharbal y Cartalón. Arremeterán contra los aliados; Asdrúbal lo hará contra la caballería romana.

Antígono abanicaba con las manos, como queriendo alejar el polvo, que se hacia cada vez más compacto. No se dio por vencido hasta que oyó que Sosilos soltaba una risita. La falange romana seguía avanzando; los escaramuzadores del ejército púnico fueron rechazados. Daba la impresión de que baleares y ligures no se retirarían a la retaguardia, como era usual que hicieran los soldados ligeros después de abrir la batalla. Antígono no estaba seguro, pero le parecía ver a través del polvo que pequeñas tropas corrían hacia la derecha, hacia el ala donde esperaban los númidas.

—¡Ah! Allí.

El heleno no necesitaba seguir el dedo del cronista. Los catafractas íberos y los jinetes celtas de Asdrúbal cargaron de pronto. Entonces ocurrió algo extraño.

—Pero… ¡qué están haciendo! —Sosilos casi gritaba, inclinado sobre el borde de la torre—. Eso… ¿qué es eso?

Un instante después de su choque con la caballería romana, íberos y celtas saltaron de sus caballos, que fueron reunidos por unos cuantos jinetes. Los catafractas se habían convertido de pronto en hoplitas. Antígono cerró los ojos un momento.

Jinetes acorazados contra jinetes acorazados a pie… entre los romanos debía estar surgiendo una gran confusión. Íberos y celtas, seguros sobre sus piernas derribarían con lanza o espada a los romanos, sentados sobre las mantas y agarrados a las crines de sus caballos. Y golpearían las patas y panzas desprotegidas de los caballos. Una grandiosa ocurrencia, pero, no obstante: ¿por qué? La caballería púnica ya era superior en número y fuerza a la romana. ¿Para qué esta transformación de los jinetes en soldados de a pie? ¿Para acelerar la lucha a caballo?

—Aníbal está en el centro —dijo Sosilos. Su voz sonó ronca y desconcertada—. Con Magón; y también Himilcón, Muttines y Adérbal; pero ¿qué…? —Interrumpió la explicación y se mesó los cabellos.

Más adelante Antígono escuchó al cronista las cantidades y disposición de las tropas. Junto al ala izquierda había un bloque de alrededor de cinco mil hoplitas libios, bajo el mando de Muttines; junto a éstos, tres mil íberos de a pie. Luego, en el centro, bajo el mando directo de Aníbal, diez mil insubros y boios; otros tres mil íberos, los cinco mil libios restantes. Y después los númidas. Pero el heleno sólo veía un movimiento completamente absurdo, una carga del centro contra la falange romana. Sólo el centro; los íberos y libios de la izquierda y la derecha no avanzaron. Las filas de batalla púnicas, hasta entonces en línea recta, mostraron de repente una curvatura dirigida hacia los romanos.

Luego todo empezó a retumbar, a pesar de la distancia y el ligero viento del suroeste que debía haber alejado el ruido de la fortaleza. El viento llevaba el polvo levantado por el avance de los romanos hacia los ojos de éstos, ya medio cegados por el sol. Pero no era lo bastante fuerte como para apagar los gritos, las señales de trompeta, el fragor de las armas de cien mil soldados, los relinchos de caballos, los rugidos de los oficiales, los gritos de heridos. Ninguna de estas cosas podía escucharse con claridad, todo se mezclaba en un estruendo al mismo tiempo sordo y estridente. En el ala izquierda, la batalla entre jinetes y hoplitas ya estaba terminando. Mientras más se extendía el campo de batalla, más penetraban los celtas, íberos y romanos en el talud, por partes lodoso y por partes arenoso, de la orilla del Aufido, y más evidente se hacia la superioridad de la caballería desmontada de Asdrúbal sobre los jinetes de Roma, cuyas cabalgaduras resbalaban, tropezaban o simplemente se quedaban inmóviles en aquel terreno. Los romanos que no fueron derribados o capturados dieron media vuelta y huyeron. La mayor parte de los catafractas corrieron de nuevo a sus caballos, montaron y salieron tras los fugitivos. Los demás, casi exclusivamente celtas, galoparon hacia la retaguardia del centro de las filas púnicas, saltaron de sus caballos y se prepararon para seguir luchando.

Lenta, muy lentamente, la monstruosa masa de legionarios romanos hizo retroceder al centro púnico hasta que éste volvió a estar en la misma línea que ambas alas, y luego aún más atrás; ahora era en la retaguardia púnica donde se había formado una curvatura, y ésta parecía a punto de romperse. Los jinetes celtas, desmontados, cerraron las brechas.

Al sudeste, en el ala derecha, no había habido mucho movimiento hasta entonces; los númidas ligeros y los jinetes acorazados de los aliados de Roma, bajo el mando directo de Cayo Terencio Varrón, se habían limitado a cabalgar los unos en torno y a través de los otros. Hannón y Maharbal habían evitado presentar una verdadera batalla, y habían alejado a la caballería latina de la falange. Entre el ala izquierda romana y la masa de legionarios se abrió una brecha que no tardó en agrandarse. Los tres mil baleares, gatúlicos y ligures arremetieron por ese espacio vacío y, arrojando sus piedras y lanzas, alejaron aún más a los jinetes latinos. Entretanto, el avance de la aplastante falange romana había hecho que los soldados ligeros de Aníbal perdieran casi todo contacto con sus propias filas, y que ahora se encontraran casi detrás de los romanos.

Algo, quizá los chillidos del cronista lacedemonio, devolvió a Antígono a la torre. No sabía dónde había estado; roto en un millar de fragmentos e instantes que ahora se reencontraban de nuevo. Sosilos estaba dando saltitos y gritando sin cesar «oh oh oh» o bien «ah ah ah» o «ay ay ay»; algo que sonó como «ulalaleia» debía ser su versión del grito de guerra macedonio. El espartano estaba pálido; tenía los ojos saltones, los labios metidos, la lengua le colgaba fuera de la boca. Antígono le dio una sacudida.

—¿Qué?, ¿qué?, ¿qué?

—¡Vuelve en ti, hombre!

—Ah, Tigo.

—¡Ah, Sosilos! ¿Por qué gritabas así?

El cronista respiró profundo. Los ojos volvieron a sus cavidades.

—¿Gritar? ¿Yo? ¿Qué hora…?

Sólo ahora advertía el heleno cuánto había avanzado el sol hacia el sur. Debía haber pasado una hora desde su última percepción consciente del entorno.

Sosilos dirigió la mirada hacia el sol y luego otra vez hacia el campo de batalla, deslizando una mano derecha a lo largo del borde del muro.

—Ay, ¿qué pasa? En cualquier momento se echará a perder todo, allí en frente. Después empezará la matanza. —Sonaba como si fuera a ponerse a llorar.

Antígono sacudió ligeramente la cabeza; se sentía casi borracho.

—¡Pobre y ciego loco! —Señaló la curvatura de la formación púnica, que entretanto se había convertido casi en un semicírculo. Las filas celtas todavía se mantenían firmes, no había ninguna brecha.

—¿Por qué, loco?

—¿Acaso no lo ves? Sosilos, ¿no lo ves? La mayor victoria del estratega más grande que ha habido jamás.

—¡Eres tú el que está loco!

Antígono no contestó. Tenía la mirada fija en las filas y grupos, en los compactos bloques de íberos y libios que se mantenían a la espera junto a las filas curvadas de los celtas, sin atacar. La falange romana empezaba a asfixiarse en su propia masa. Ochenta mil soldados, formados en largas columnas, y casi ninguno podía intervenir en la lucha. El mayor ejército que jamás había pisado suelo itálico había hecho retroceder al semicírculo de quizá diez mil celtas, lo había llevado hasta sus líneas y luego más atrás. La enorme formación escalonada de los romanos provocaba una terrible presión, pero sólo los hombres de las primeras filas podían luchar.

Nuevas señales de trompeta. Ahora, por fin, después de dos horas de espera, íberos y libios atacaron, girando hacia el centro. El avance romano había permitido que íberos y libios se encontraran a la altura de los flancos enemigos; ahora cerraron la tenaza. Poco a poco también se fue haciendo evidente qué había ocurrido en el ala de los númidas. Los catafractas de Asdrúbal no habían perseguido durante mucho tiempo a los jinetes romanos dados a la fuga; montados sobre sus caballos frescos, aún no debilitados por el combate, los catafractas habían cabalgado hacia la retaguardia de la caballería latina de Terencio Varrón, para, junto a los númidas y soldados de armamento ligero, eliminar el ala izquierda romana en cuestión de minutos.

Los númidas se abrieron en abanico y galoparon por las riberas del Aufido persiguiendo a los fugitivos; los soldados ligeros se unieron a los íberos y libios que avanzaban hacia el centro desde la derecha, alargando los brazos de la tenaza. Los catafractas de Asdrúbal retrocedieron, dieron media vuelta y unieron los dos extremos de la tenaza púnica, cerrando el cerco.

Por la tarde alrededor de dos mil romanos huyeron hacia la fortaleza de Cannae, que no estaba defendida; estaban demasiado cansados y asustados como para hacer algo con los asnos cargados de oro de Antígono, o incluso para advertir que el heleno y Sosilos estaban sentados en lo alto de la torre. Aquello no duró mucho; los catafractas de Asdrúbal cargaron contra la fortaleza y los romanos que habían conseguido escapar del arco se entregaron casi sin oponer resistencia. Los desarmaron; poco después apareció el púnico Budún con soldados de armamento ligero para encargarse de vigilar a los prisioneros.

Al atardecer, el cielo de verano se cubrió de nubes, pero no llovió. Antígono arreó sus asnos hacia el campamento púnico, al otro lado del Aufido, con ayuda de Sosilos y unos cuantos íberos. La puesta del sol hurtó de las miradas al campo sangriento y oscuro. Pequeñas tropas de soldados de a pie y prisioneros romanos —Magón y Aníbal Monómaco estaban a cargo de esta tarea— se encontraban desde la tarde entre los otros cerros de cadáveres. Contar, separar, desnudar, reunir armas y joyas, llevar a un lugar seguro a los heridos leves y matar a los heridos graves. La parte más importante y repugnante del repugnante trabajo la realizaron los prisioneros romanos, casi faltos de voluntad propia, aturdidos por la inimaginable catástrofe. También era tarea de ellos señalar los cadáveres de los hombres más ilustres y reunirlos en un lugar aparte. Otros grupos de soldados seguían persiguiendo fugitivos; otras tropas cercaron los dos campamentos romanos, en los que se habían atrincherado algunos supervivientes.

Millares de pequeñas hogueras ardían en la llanura, bajo un cielo nublado que poco a poco se fue ennegreciendo. Asdrúbal el Cano, quien había entregado el mando de los jinetes a Maharbal y Muttines para ocuparse del campamento, cogió de pronto el brazo del heleno y señaló hacia arriba, y después hacia las hogueras.

—¿Lo ves, Tigo? Ahora nos calentamos junto a las estrellas que Aníbal nos ha bajado del cielo.

—Tú tampoco creías que fuese posible, ¿o sí?

Asdrúbal se pasó la mano lentamente por la cabeza y volvió a dejarla caer.

—¿Creía? ¿Qué significa creer? Yo sabía, todos nosotros, Magón, Maharbal, Hannón y todos los otros sabíamos que era imposible. Que esta noche estaríamos muertos. —Se encogió de hombros—. Pero él dijo que podíamos hacerlo. Y en ese momento todos supimos que venceríamos. Sabíamos las dos cosas, que era posible y que no lo era.

Antígono se arrodilló y tiró del fajín púrpura. Oro sobre lino teñido; la tela yacía cubriendo unos cojines; cascadas de monedas, limitadas por lingotes y canalizadas por pliegues, se derramaron sobre el suelo de la tienda de Aníbal. En lo alto de la tienda, el Melkart sentado veía todo desde su trono. Algunos de los hombres de Asdrúbal entraban y salían trayendo piezas muy particulares del botín —estandartes de las legiones, monedas romanas, magníficas armaduras de oficiales—. Dos cercos paralelos construidos con lanzas y estandartes romanos se extendían desde el centro del campamento hasta la tienda. El espacio que quedaba entre ambos estaba cubierto por togas de senadores caídos que habían llevado esta prenda debajo de la armadura; por espadas y vainas; por adornadas riendas de caballos romanos.

—Pero ¿cómo es posible… saber las dos cosas al mismo tiempo y sin embargo actuar?

Asdrúbal le puso la mano sobre la espalda.

—Déjalo estar; ya has tirado bastante de esa tela, amigo. ¿Cómo es posible? No lo sé. Sólo sé que con él todo es posible. Si él dijera: marcharemos por este desierto, yo conozco pozos, pero nosotros supiéramos que allí no existe ningún pozo, iríamos con él, pues sabríamos que él encontraría pozos.

Antígono se puso de pie y observó al canoso púnico, el duro y experimentado oficial y encargado de la ordenación del campamento, el maestro del abastecimiento, que no creía en nada ni en ningún dios.

—¿Y si Aníbal dijera: conozco el camino al Olimpo y quiero arrebatarle los rayos a Zeus?

Asdrúbal se desconcertó un tanto; después sonrió.

—Ay, tus dioses helenos. Si. Tanto da si se trata de Zeus, Baal o Melkart, yo iría con él. Sé que Zeus no existe, pero también sé que Aníbal encontraría los rayos.

Aníbal había estado con los heridos; ahora, según dijo un púnico, se encontraba cabalgando alrededor de los campamentos romanos y deliberando con Bonqart y Bityas, quienes estaban a cargo del cerco. Antígono echaba de menos a Memnón, pero se dijo que después de la batalla su hijo tendría cosas más importantes que hacer que aparecer en la tienda del estratega para celebrar la victoria.

Los otros oficiales habían ido llegando poco a poco, lo mismo que los representantes de los Treinta Ancianos del Consejo de Kart-Hadtha. Todos estaban alrededor de la tienda, frente a la entrada del triunfal paseo formado por los estandartes romanos. Muchos de ellos tenían heridas leves; todos estaban cansados; la mayoría bebía de pie de cualquier recipiente que le llegara a las manos. Esclavos traían jarras. El denso aroma del asado hacia la noche aún más profunda y cerrada, cubriendo el olor a sudor, sangre, polvo y los vahos de los caballos, sobre los cuales algunos habían pasado todo el día.

Después llegó Aníbal, cubierto por una costra de polvo y salpicaduras de sangre. Y entonces ocurrió algo que más tarde nadie pudo explicar, pues no había sido preparado, simplemente ocurrió.

Myrkam y Barmorkar, ambos ricos y viejos, dos de las treinta cabezas de la Gerusia, de los Ancianos del Consejo de Kart-Hadtha, dos ancianos canosos y duros que habían afrontado y superado la marcha a través de los Alpes y de los pantanos, ambos asesores y superiores del estratega, dos de los hombres más poderosos de la Oikumene. Myrkam y Barmorkar, vestidos con túnicas blancas inmaculadas, con un sinfín de anillos en los dedos, se arrodillaron a la entrada del paseo triunfal y se inclinaron hacia delante hasta que sus vientres tocaron el suelo, con las palmas de las manos estiradas hacia arriba. Levantaron la cabeza tanto como se los permitió la incómoda y humillante postura. Myrkam, enronquecido, dijo en el antiquísimo y ya apenas comprensible fenicio utilizado en el templo:

—Salud, señor; gracia de Baal; el más grande de todos los mortales…

Por todas partes había guardas con antorchas; las hogueras ardían por los alrededores. Brillantes escudos romanos, amontonados a derecha e izquierda del camino de estandartes y apoyados sobre las lanzas y símbolos romanos hacían la luz aún más intensa. Los rostros podían verse con claridad; pero a pesar de estar viendo aquello, Antígono no podía creerlo.

El heleno retrocedió medio paso y vio. Vio cómo el libiofenicio Muttines se dejaba caer con la expresión de un sumo sacerdote que se humilla ante la imagen de su dios; vio arder una hoguera que no era más que un reflejo en el rostro de Asdrúbal el Cano, que se arrojó al suelo, junto a Myrkam; vio resplandor, admiración, respeto e incredulidad en los rasgos de Magón; vio a todos caer de rodillas y echarse al suelo con los brazos extendidos, a todos los hijos de las familias ilustres de Kart-Hadtha, a los experimentados oficiales que habían vencido a íberos y uolcos, que habían superado los Alpes y los pantanos etruscos, habían hecho cenizas la invencibilidad de Roma, habían derrotado a las legiones a orillas de Ticinus, de Trebia, del lago Trasimeno, y ahora en Cannae: Itúbal, Mutumbal, Byryqt, Boshmún, Arish, Adérbal, Bomílcar, Budún, Cartalón, Atbal, Giscón, Gylimat, Himilcón, Maharbal, Hannón, Mutún. Todos, incluso Sosilos y los dos semihelenos Epicides e Hipócrates, incluso Aníbal Monómaco.

El estratega se quedó perplejo un momento; el yelmo, de borde ligeramente curvado hacia delante, no dejaba ver sus facciones. Antígono luchó contra el impulso, la necesidad de caer a tierra como los otros; pero cruzó los brazos y permaneció de pie.

Lentamente, casi deslizándose, Aníbal llegó al comienzo del paseo de estandartes; sin rozar los brazos y manos y extendidos hacia adelante. Cuando estuvo entre las primeras lanzas y estandartes se detuvo, se dio la vuelta, desenvainó la espada y la levantó sobre los oficiales postrados. El arma britana estaba cubierta de sangre derramada.

—Kart-Hadtha. —La voz de Aníbal sonó serena, desapasionada, controlada. Con la punta de la espada tocó a Myrkam y a Barmorkar, y después a Asdrúbal y Muttines—. Levantaos, padres de la ciudad. Levantaos, hermanos en la victoria.

—Volvió a envainar la espada.

Todos se levantaron, lentamente. Antígono, en la penumbra y fuera del camino de estandartes, expulsó el aire retenido en los pulmones, dejó caer los brazos y dijo a media voz:

—¡Ojo rojo de Melkart! Bienvenido, estratega.

Aníbal se dio la vuelta y miró fijamente al heleno, casi asustado; luego se empujó el yelmo hacia atrás, dio tres o cuatro pasos y abrazó a Antígono.

—Tigo, ¿tú aquí? ¿Has…?

Antígono soltó una suave risita.

—He visto tu triunfo, estratega, y también la increíble victoria. Pero no me he arrodillado, muchacho.

Aníbal retrocedió un paso. Hizo un guiño.

—Entonces puedo estar tranquilo.

—Dame a todos los jinetes, señor, ¡a todos! —dijo Maharbal de repente. Estaban sentados, bebiendo y comiendo, alrededor de una enorme hoguera encendida, frente al camino de estandartes; era una noche cálida.

—¿Para qué, amigo?

—Roma. —Maharbal señaló algo en la oscuridad, más o menos hacia el noroeste—. Dentro de cuatro días puedes estar comiendo en el Capitolio, Aníbal.

Se hizo silencio; sólo se oía el crepitar del fuego y el sordo murmullo de la animada noche de la llanura. Contadas palabras sobre la victoria, que todavía no habían asimilado, y ni una sola sobre el futuro, hasta ahora.

—¿En el Capitolio, Maharbal?

—En Roma, señor. Dame a los jinetes, y cuando llegues, la mesa estará servida. Aníbal clavó la mirada un momento en el fuego; luego levantó el vaso.

—Este trago va por vuestra victoria, amigos y hermanos —dijo sereno—. Pero no podemos tomar Roma, Maharbal.

El jefe de jinetes, sentado con la espalda muy recta, se desplomó. Sacudió la cabeza.

—¿Victoria? —dijo; su voz sonó casi amarga—. Vencer, eso es algo que sabes hacer, Aníbal, pero, sacar partido de la victoria…

Sosilos se levantó de un salto, caminó hasta detrás de Maharbal, le puso una mano sobre la cabeza.

—Tiene razón, estratega. ¡Nunca ha habido una oportunidad como ésta! —El cronista extendió los brazos hacia el cielo y gritó las siguientes frases—. Cuando los celtas arremetieron contra Roma, después de la batalla de Alia, ¡todavía existía el ejército romano! ¡Cuando Pirro vencía a Roma, las legiones podían retirarse y volver a formar después de la batalla! ¡Pero ahora no hay ni un solo ejército romano en toda Italia! ¡El cónsul Cayo Terencio ha huido, el cónsul Lucio Emilio está muerto! Gneo Servilio Gemino, Marco Minucio Rufo, los comandantes del año pasado, ¡están muertos, Aníbal! ¡Ocho legiones aniquiladas, más otras ocho de aliados! ¡Nunca ha habido una victoria como ésta! ¿Por qué, señor, estratega, amigo, Aníbal, favorito de los dioses, en los que no crees, y príncipe de todos los estrategas…?, ¿por qué no quieres oír a Maharbal?

—Porque lo que dice Maharbal es una insensatez —dijo Antígono en voz alta.

Los púnicos y semihelenos lo miraron fijamente; Sosilos levantó los brazos.

—Tigo se expresa con un poco de dureza, pero tiene razón. —Aníbal observó los rostros petrificados—. Las murallas de Roma son altas y sólidas, ¿cómo podíamos tomarlas por asalto sin torres, sin catapultas, sin arietes, sin todo lo que hace falta para sitiar una ciudad? ¿Creéis que nos abrirán las puertas cuando lleguemos? Los alrededores de Roma están densamente poblados: diez mil localidades, cien mil casas, una espada en cada casa, cien hombres dispuestos a luchar en cada localidad. ¿Creéis que nos dejarán dormir siquiera una noche, sin cortarnos la garganta? Los graneros de Roma están llenos, y el Tiberus cruza la ciudad, ¿creéis que incendiarán su comida y envenenarán su río para conocer por fin lo que son el hambre y la sed? Y aunque, aunque marcháramos hacia Roma, los cercáramos, la sitiáramos. ¿Qué creéis que harían los romanos? Aunque dispusiéramos de todas las máquinas de asedio del mundo, necesitaríamos seis, siete, ocho meses para derrumbar las murallas y entrar en la ciudad. En ese tiempo, amigos, las flotas romanas traerían de regreso a las tropas de Iberia y Sicilia, y los aliados latinos de Roma formarían nuevas legiones. Entonces seriamos nosotros los que estaríamos cercados, atrapados entre las murallas de la ciudad y las paredes de los campamentos de legionarios. Hoy hemos conseguido una gran victoria; pero nos ha costado muchos hombres, y otros muchos están heridos. Quizá después de esta noche nos queden veinticinco mil soldados capaces de ponerse en marcha mañana por la mañana. Si tuviéramos cuatro veces esa cantidad, para cerrar carreteras, dejar guarniciones en ciudades, defender puertos, poner cerco a Roma, y todavía nos quedaran hombres que pudieran recorrer el país y abastecernos de alimentos: entonces, amigos, no estaríamos sentados aquí. Hubiéramos partido nada más terminada la batalla.

Más tarde, cuando ya sólo Muttines y Asdrúbal estaban con ellos, el heleno preguntó a Aníbal por los detalles y cálculos del estratega, por otras posibilidades y formaciones en las que se hubiera podido desarrollar la todavía increíble batalla.

—¿Qué habría pasado si los romanos hubieran formado en la orilla izquierda?

—No podían hacerlo. —Aníbal sonrió a Asdrúbal—. Nos ocupamos de eso al trasladar el campamento; en parte fue idea de Asdrúbal. Al norte empiezan las colinas; junto al río están los campamentos, muy cerca el uno del otro, no había espacio para una batalla. Así que cuando nosotros pasamos a la orilla derecha, a ellos no les quedó más remedio que formar allí.

—Pero ¿para qué eso de convertir a los catafractas en soldados de a pie? Sé que fue una buena idea, pues dio resultado, pero ¿cómo podías estar seguro?

—Era un cebo. —Aníbal yació su vaso y se estiró—. Un cebo para el miedo que sienten los romanos hacia nuestra caballería. A nada temen más que a una llanura amplia en la que nuestros jinetes puedan actuar a placer. Cuando emplazamos a los catafractas entre el río y los soldados de a pie, casi encerrados, cometimos un error; eso pensaron los romanos. Y por eso se dieron tanta prisa en formar. Para que no pudiéramos reparar el error.

Antígono caviló un momento, finalmente dijo:

—De todas maneras, estratega. Hubieran podido formar, pero no en esa larga columna escalonada, sino en una falange del doble de ancho, que de todas maneras hubiera sido bastante larga.

Aníbal alargó el vaso hacia Muttines; el libiofenicio volvió a llenarlo.

—¿Un cerco romano? En ese caso hubiera distribuido a los celtas en el centro, hubiera enviado a los soldados ligeros contra la caballería romana y Asdrúbal hubiera roto el frente romano por el centro. Los hubiéramos dividido en dos grupos. No olvides que la caballería romana está atrapada junto al río y se hubiera ahogado en la masa de sus propios legionarios. La batalla hubiera sido más difícil y sangrienta, pero los romanos no podían vencer. A pesar de su superioridad. —Tras una breve pausa, añadió—: Sólo tenían dos posibilidades de victoria, o en realidad sólo una; y una de no perder.

—¿O sea…?

—La victoria, si hubieran formado en pequeñas unidades móviles. Pero no eran capaces de hacer eso. Y no ser derrotados, si se quedaban en el campamento. Pero habían pasado los últimos días demasiado excitados como para hacer eso.

Al día siguiente se rindieron los dos campamentos romanos; sus accesos al Aufido habían sido bloqueados y ya no tenían agua. Poco a poco se empezaron a percibir con mayor claridad las dimensiones de lo ocurrido el día anterior. Casi quince mil romanos y aliados habían sido tomados prisioneros, una cantidad similar había huido en pequeños grupos dispersos por la región. Más de cincuenta mil caídos cubrían el campo de batalla, entre ellos, además de numerosos caudillos de los aliados de Roma, se encontraban también un cónsul, varios cónsules y tribunos de años anteriores, los dos cuestores de ese año, veintinueve tribunos militares, algunos pretores y ediles de ése y otros años, ochenta senadores.

De los celtas, que habían hecho frente al avance de la falange, prácticamente ninguno había salido ileso; cuatro mil habían muerto. Además de alrededor de mil quinientos íberos y libios, y doscientos jinetes. El número de heridos que podrían reponerse rondaba en torno a los siete mil; según opinión de los médicos, otros mil, sobre todo celtas, morirían a causa de las heridas. El cálculo hecho por Aníbal la noche anterior era casi exacto; de los aproximadamente treinta y tres mil supervivientes, apenas veinticinco mil estaban en condiciones de emprender una marcha hacia Roma.

Aníbal despidió con regalos y palabras amistosas a los prisioneros pertenecientes a pueblos aliados de Roma; a diferencia de lo sucedido después de las batallas anteriores, esta vez el estratega habló también a los prisioneros romanos. Él, les dijo Aníbal, nunca había tenido como objetivo destruir Roma, y de ninguna manera se consideraba enemigo del pueblo romano. Durante siglos había reinado la amistad entre Roma y Kart-Hadtha/Cartago; la primera guerra había empezado con el ataque romano a Sicilia, hacia cuarenta y ocho años, apenas diez años después de la gran ayuda prestada por los cartagineses a Roma en la lucha contra Pirro.

Después de la guerra, Roma había roto el tratado de paz y obligado a Cartago a ceder Sardonia y a pagar una suma adicional. Después el Senado había firmado con Asdrúbal un tratado según el cual todos los territorios situados al sur del Iberos eran adjudicados a los púnicos; pocos años después, Roma se había declarado aliada de la ciudad de Zakantha/Saguntum, ubicada al sur del Iberos, y había permitido que desde allí se emprendieran hostilidades contra los púnicos y sus aliados ibéricos. El objetivo de esta expedición había sido, en un primer momento, evitar que su patria, Cartago, fuera atacada inmediatamente; ahora estaba dispuesto a firmar la paz, y éstas eran sus condiciones: Roma se retira de Iberia; las islas de Sicilia, Sardonia y Kyrnos/Corsica son dejadas en libertad por ambas partes; el mar que las rodea queda abierto al libre tránsito de ambas partes, pero ni Roma ni Cartago pueden reivindicarlo; los aliados itálicos de Roma que deseen permanecer del lado de Roma, pueden hacerlo; los demás, que hasta ahora han sido obligados a profesar amistad a Roma, quedan en libertad; se firmará un tratado de paz y amistad entre el Senado y el pueblo de la ciudad de Roma, y el Consejo y el pueblo de Cartago. No se pagarán indemnizaciones de guerra.

Además, y aludiendo expresamente a las exigencias romanas para la retirada de las tropas de Amílcar en Sicilia, Aníbal exigía un rescate por los prisioneros romanos: quinientos denarii de plata por cada jinete, trescientos por cada ciudadano de pleno derecho, cien por cada esclavo armado. Los prisioneros debían elegir ellos mismos diez hombres de confianza que serian enviados a Roma.

Tras largas discusiones entre oficiales, Aníbal eligió como embajador a Cartalón. El púnico, que a menudo había estado al mando de la caballería, hablaba latín y la coiné, había tenido buenos maestros helenos y era hijo de un consejero que ya pertenecía a los Treinta Ancianos. Cartalón también recibió instrucciones precisas de Myrkam y Barmorkar, pero de ser necesario podía discutir un acuerdo distinto; tenía una buena formación política y militar.

Cuando la embajada se puso en marcha, Antígono se preguntaba qué tan buena era esa formación. Los diez portavoces de los prisioneros habían dado su palabra de honor de volver en caso de fracasar las negociaciones.

—¿Volverán realmente?

—Ay, Tigo, no lo sé. El honor de los romanos… Atilio Régulo era un hombre de honor, y si Emilio Paulo no hubiera caído en la batalla lo hubiera enviado a él; el cónsul sí que hubiera vuelto. Además, sus palabras hubieran tenido peso en Roma. Esperemos a ver qué pasa.

—Bebe un trago más, estratega. El vino sirio es bueno contra las injusticias de la existencia.

Aníbal sonrió y le acercó la copa.

—Éste es el último; mañana temprano me hará falta la cabeza.

—¿Para qué?

—Para pensar, tonto. Si los romanos no aceptan nuestras propuestas, tendremos que continuar la guerra.

Antígono creyó advertir algo oculto tras las palabras de Aníbal.

—¿Qué otra cosa has encargado a Cartalón? —Aníbal rió.

—No se te escapa nada, ¿eh?

—Los comerciantes viejos y miserables siempre oímos una oferta más detrás de la última oferta del otro.

—Ya, claro. —El estratega se inclinó hacia delante y habló en voz baja—. Entre nosotros, amigo. Esta oferta es la palabra del estratega Aníbal, hijo Amílcar Barca; no la he comentado con los Ancianos ni está respaldada por Kart-Hadtha. Cartabón tiene el encargo de negociar unas condiciones muy diferentes, si hace falta.

Antígono juntó las manos detrás de la cabeza, se recostó y vio a través de la puerta entreabierta de la tienda el paisaje nocturno de la llanura, las hogueras de los centinelas y del campamento.

—Continúa.

—Me parece que puedes adivinarlo.

—Puedo suponerlo, si. ¿Iberia y Libia para Kart-Hadtha, toda Italia para Roma, incluidas las grandes islas?

—Sí. Autonomía interna para las ciudades helénicas, dentro del marco del sistema de alianzas romano. Aplicación mutua de tasas aduaneras interiores, libre comercio, derechos comunes para los comerciantes romanos en Libia e Iberia.

—Es decir, todo lo que tenían antes de empezar la guerra, y todavía más. Y ¿qué exiges a cambio?

—Desarme. Reducción a la mitad de la flota y el ejército. Renuncia a intervenir en Iberia y Libia, renuncia a intervenir en la Hélade. Lo mejor seria que el tratado, que incluirá unas cuantas cláusulas para asegurar su cumplimiento, también fuese firmado por Filipo, Ptolomeo, Antíoco, Atalo y comisarios de las ligas de ciudades helenas. Con juramentos sagrados en todos los templos existentes entre Roma, Delfos y Babilonia.

Antígono guardó un largo silencio. Aníbal mantuvo los ojos cerrados, dio unos cuantos tragos cortos y, en algún momento, murmuró:

—Y si tienen que seguir molestando que lo hagan en las Galias y en Germania. O en Britania y Tuli, si de mi dependiera. Pero que dejen la Oikumene en paz de una vez por todas.

—¿Crees que Kart-Hadtha te apoyará?

Aníbal abrió los ojos.

—Tienen que hacerlo.

—Y crees que Roma… Estás haciendo regalos a los romanos, estratega. Les estás dando más de lo que tienen actualmente.

—Eso no es nada nuevo, Tigo. Ya en el primer tratado, hace trescientos años, Kart-Hadtha reconocía a Roma como dueña de Italia central, y los romanos tardaron más de un siglo en conquistar esa región.

—¿Crees que Roma aceptará?

Aníbal dio un trago, se recostó, volvió a cerrar los ojos.

—No.

Apenas diez días después, días en que las tropas de Aníbal realizaron pequeñas expediciones por Apulia y avanzaron hacia Samnium, Cartalón estuvo de regreso. Traía exactamente lo que Aníbal esperaba: nada.

—Han elegido un nuevo dictador, Marco Junio Pera. Éste me envió a uno de sus funcionarios, a un lictor; hablamos alrededor de una media hora.

—¿Le hiciste las propuestas?

—Si, estratega. Todas, incluso las más extremas. Él me escuchó y dijo que informaría al dictador y al Senado. Y que yo tenía hasta la puesta del sol para abandonar el perímetro de la ciudad de Roma. Eso fue todo.

—¿Y los prisioneros?

Cartalón se encogió de hombros.

——No pagarán ningún rescate. Los que vinieron a Roma no han regresado conmigo. Tal vez vengan detrás.

No vinieron. Durante los días siguientes sólo llegaron nuevas noticias; en algún momento de esos días Maharbal colocó su yelmo a los pies de Aníbal y le pidió perdón por su propuesta de sitiar Roma; había comprendido que era una insensatez.

La flota romana anclada en Ostia, cerca de la desembocadura del Tiberus, había sido enviada a Lilibea como refuerzo; siguiendo las costumbres de la Dictadura, el dictador Pera había nombrado a un comandante supremo de la caballería, Tiberio Sempronio Graco, y había confiado la dirección de la guerra al experimentado Marco Claudio Marcelo, quien ya se había puesto en marcha hacia Canusium con las tropas disponibles y estaba reuniendo a los supervivientes dispersos de la gran catástrofe, mientras en Roma se armaba a muchachos, esclavos y criminales. Ninguna palabra de paz, ninguna señal de la más mínima disposición para negociar. Pero si sacrificios humanos para aplacar a los dioses: una pareja de helenos y una de celtas, los cuatro sepultados vivos en el forum.

Antígono partió menos de una luna después de la gran batalla. Llevaba mensajes para Filipo de Macedonia, en la cabeza; como la flota romana también dominaba el mar Ilirio, hubiera sido una ligereza llevar mensajes escritos que pudieran caer en manos de los romanos. Aníbal necesitaba a alguien de confianza que preparase el camino para las anheladas negociaciones; sin embargo, dado el antiguo odio que profesaban los helenos hacia todo lo que fuera fenicio o púnico, el primer embajador no podía ser un púnico. Antígono no era únicamente el único heleno en quien Aníbal podía confiar; gracias a su extendida red comercial, el heleno conocía a algunos personajes distinguidos de Peía, quienes podrían atestiguar ante el rey que —aun sin llevar nada por escrito— Antígono era el corazón, los ojos, las orejas y la boca del estratega y los bárcidas. Antígono abandonó gustoso la cruel guerrita iniciada en torno a las plazas fuertes de Apulia; Canusium, donde se encontraban los restos de las legiones, bajo el mando de Claudio Marcelo, distaba apenas diez leguas de Cannae.

Era provechoso volver a viajar, pero ese viaje resultaba de poco provecho. Cruzó el mar en la embarcación de unos pescadores apulios de las cercanías de Salapia; el precio de la travesía fue equivalente al valor de media docena de barcas pesqueras. El imperio macedonio prácticamente carecía de caminos transitables; las carreteras parecían más bien revolcaderos para jabalíes, la mitad de todos los pasos montañosos —todos a poca distancia de las fortificaciones macedonias— no estaban protegidos por tropas reales, sino por salteadores de caminos. En Apolonia, amiga de Roma desde la muerte de Pirro, Antígono siguió las preocupadas advertencias de unos comerciantes helenos y contrató a una docena de capadocios que haraganeaban en la ciudad, pero, a pesar de la habilidad de éstos con el arco, el heleno tuvo que sumergir su propia espada en sangre en tres ocasiones, la vieja espada que Amílcar le diera tras la batalla contra los mercenarios, acortada, pulida y afilada por un herrero de Aníbal. El viaje era como para desanimar a cualquiera; Antígono empezaba a sentirse viejo, y se preguntaba una y otra vez por qué querría conquistar medio mundo el quinto portador del nombre real de Filipo, si ni siquiera era capaz de poner orden en su país. Las tropas macedonias que vio lo convencieron de la superioridad de las legiones romanas. Mil soldados de a pie libios, comandados por un hombre inteligente, como Muttines, hubieran podido abrirse paso desde la costa ilirio-epeirota hasta Peía en cuatro semanas, y sin sufrir grandes bajas. La capital macedonia, una mezcla de barro, estiércol y mármol, le dio una nueva perspectiva de las cosas: Alejandro debía haber marchado en su campaña de conquista sólo para no tener que vivir en Peía.

Filipo mostró un cierto entusiasmo por las propuestas y ofertas de Aníbal; acordaron que en primavera se firmaría un tratado que, en esencia, se correspondía con las propuestas de Aníbal. Filipo causó diversas impresiones a Antígono; ninguna de ellas era especialmente favorable, y cada una anulaba a las anteriores. El macedonio parecía demasiado inestable. Un día estaba entusiasmado y al día siguiente lo devoraban las dudas; ahora estaba seguro de la victoria, y luego se encontraba abatido; hacia planes para el norte y miraba hacia el sur; se mostraba sabio e indulgente, vengativo y apocado; daba grandes discursos en los que ponía en juego reinos enteros; y se salía de sus casillas cuando perdía un óbolo jugando a los dados (en la corte las apuestas eran pequeñas): zorro y chacal, león y hiena, murena y cerdo marino. Por casualidad Antígono vio las armas del rey el día antes de su partida; la vaina era de oro y estaba adornada con incrustaciones de piedras preciosas de la India, pero la hoja de la espada no tenía filo.

Ya había comenzado el inverno cuando Antígono llegó a la costa oriental de Italia. Era un invierno templado, y también la atmósfera del país era amistosa. Todavía había tropas romanas en varias ciudades, pero la mayoría de los apulios, casi todos los samnitas, muchos lucanos, hirpinos y brutios —todos sometidos por Roma tras sangrientas guerras— se habían pasado al lado de Aníbal. Las ciudades italiotas más grandes, como Taras, Metapontión, Lokroi y Rhegion, aún vacilaban. Pero, con pocas excepciones, todo el sur de Italia estaba del lado de los púnicos, o, cuando menos, ya no del de Roma; enviados secretos de Taras y Metapontión hicieron saber al estratega que aún no les era posible hablar con libertad, entre otras cosas debido a las tropas de ocupación romanas, pero que ya tampoco emprenderían ninguna acción contra flotas púnicas que, por ejemplo, pudieran desembarcar provisiones en pequeños puertos. Nombraron los puertos.

Menos agradable era la antigua enemistad interna de las grandes ciudades de Campania. La rica Capua había decidido ponerse del lado de Aníbal, y con ello casi había empujado a los brazos de Roma a Neápolis, igualmente antigua y rica y quizá más importante por su situación costera, lo mismo que a la sagrada ciudad de Kyme/Cumae.

En un primer momento, Capua no le gustó nada a Antígono; era demasiado pulcra, demasiado ordenada, demasiado arreglada. Los habitantes, que hablaban un latín con diversas influencias, se jactaban de que su ciudad era, como mínimo, tan antigua como Roma. Originalmente había sido fundada por oscos, luego había pasado a manos etruscas y, finalmente, había sido ampliada por samnitas. Ciento veintidós años atrás, Roma había conquistado Capua y los alrededores y, un poco después, con la construcción de la Vía Apia había abierto toda la región a las tropas y colonos romanos. Pero el trazado geométrico de las calles, los limpios bloques de casas, el orden excesivo y la sobria opulencia de la ciudad no eran romanos. La calle principal, que cubría los aproximadamente dos mil quinientos pasos que separaban dos de las puertas de la ciudad, de Este a Oeste, había sido recta antes de que se trazara la Vía Apia; la carretera romana que iba desde Casilinum, al noroeste, hasta Calatia; al sudeste de Capua, había cambiado la dirección de la calle, enredando hasta cierto punto su trazado. Las grandes murallas del norte y del sur estaban separadas por unos dos mil pasos; en ese rectángulo de la ciudad había todo lo que hacía falta a las tropas. Casas de baños, y no sólo la de los ricos, de forma octogonal, cubierta por una bóveda de cobre y provista de agua por una fuente termal; tabernas, tras cuyas limpias fachadas se bebía, blasfemaba y mentía tanto como en cualquier ventorrillo de la Oikumene; posadas en las que los miles de frutos del campo y los sembrados de la fértil llanura campania se preparaban con la carne de vacunos y corderos, pescados de río y animales de caza.

Y, sobre todo, había mujeres. Hacia algunas décadas Capua había recibido de Roma una variante del derecho civil latino; los habitantes de Capua podían sentirse romanos, aunque sin derecho a voto, y podían agradecer esto a que pagaban impuestos y suministraban tropas a Roma. Según las últimas cifras, Capua y sus alrededores podían movilizar a casi treinta mil soldados de a pie y a cuatro mil jinetes; tras las escaramuzas de los romanos contra los celtas y los dos primeros años de la gran guerra, ya faltaban en Capua más de cinco mil hombres. Había más de tres mil viudas, y muchas más muchachas que jóvenes.

En la ciudad confluían cinco grandes carreteras; con ellas, Aníbal dominaba las principales vías de comunicación entre Roma y el sur. Desventajas que Capua había comprobado dolorosamente muchas veces —como la carencia de defensas naturales— se habían convertido en ventajas. Como no existía un río caudaloso, ni una pared de piedra impenetrable, los capuanos habían rodeado la ciudad de grandes y gruesas murallas que en el pasado —contra samnitas y romanos— no habían podido guarnecer con el suficiente número de hombres. Las tropas púnicas se dirigieron hacia esas murallas y los cuarteles correspondientes; Asdrúbal el Cano, quien no sabía pasar un invierno ocioso, ocupaba a uno u otro grupo de soldados en trabajos de mejora y fortificación.

Consejeros de Capua habían procurado a Aníbal y sus oficiales espaciosas casas en las inmediaciones de la muralla. Cuando Antígono llegó por fin a Capua, encontró a Aníbal, para su gran alegría, en el mejor de los cuidados. Pacuvia tenía treinta años, y era una mujer inteligente y cariñosa. Era la dueña de la casa confiscada por la ciudad, que en un primer momento había debido y querido abandonar.

Había muchas noticias buenas, y aún más noticias malas, que eran discutidas una y otra vez durante las largas y tranquilas noches de invierno. Aníbal estaba a menudo con la tropa, llevaba a los hombres en marchas forzadas a través de Campania, mandaba poner sitio a Casilinum y emplazaba destacamentos de seguridad en puntos importantes; sin embargo, pasaba la mayor parte del tiempo en la ciudad, donde los largos hilos de su red de informadores empezaban a atarse de nuevo.

Las buenas noticias eran más bien vagas; promesas o anuncios: un príncipe llamado Hampsikhoras comunicó desde Sardonia que su gente, resignada a no recuperar la libertad, ansiaba volver del opresor dominio romano a la moderada dirección de Kart-Hadtha. Mensajes similares llegaban desde diferentes regiones de Sicilia, donde la opresión romana y los crecientes abusos de los legionarios contra la población hacían añorar cada vez más los viejos buenos tiempos de la epicracia karjedonia. Por último, en Siracusa, ciudad cuyo viejo rey Hierón había renovado la antigua alianza con Roma dos años atrás y había enviado unos cuantos arqueros al Tiberus, se decía que las cosas estaban adquiriendo un nuevo cauce: a Hierón no le quedaba mucho tiempo de vida, aunque sí más que a su hijo Gelón, muerto hacía poco, quien se había mostrado más inclinado hacia los púnicos; no obstante, el previsible sucesor de Hierón, su nieto Hierónimo, se separaría de los romanos.

Frente a estas promesas se levantaban hechos negativos. Entre éstos se encontraba el informe desfavorable hecho por Antígono respecto a Macedonia y Filipo, lo mismo que la continuación de la «locura helénica». Después de la batalla de Rafia, en la frontera sirio-egipcia, la guerra entre Ptolomeo y Antíoco había terminado, por fin, hacía un año; pero aún continuaba el levantamiento del antiguo gobernador seléucida de Asia, Achaios, contra Antíoco, de modo que una guerra desembocó inmediatamente en la otra. Quizá Ptolomeo volvía a estar en condiciones de mirar más allá de su propio umbral. Antíoco continuaba sin poder hacerlo.

Las peores noticias llegaron de Iberia. Tras los contragolpes del año anterior, Asdrúbal había conseguido sofocar insurrecciones, reforzar el ejército y construir una nueva flota. Incluso había recibido refuerzos de Kart-Hadtha —cuatro mil soldados de pie libios y quinientos númidas—. Sin embargo, los representantes de los Ancianos le habían impedido que depusiera de su cargo al incapaz almirante Amílcar —quien ahora se había puesto de acuerdo con los romanos y había incitado a la rebelión a los tartesios—. Asdrúbal, en lugar de poder utilizar el ejército reforzado para atacar a los dos Cornelios en el Iberos, tuvo que emprender una marcha forzada hacia el sur. Apenas Asdrúbal hubo aniquilado a los tartesios, con un copo perfectamente ejecutado, el Consejo de Kart-Hadtha le ordenó que emprendiera aquella expedición hacia Italia, a través de los Pirineos y los Alpes, que el estratega había proyectado el año anterior y el mismo Consejo había impedido entonces, y ahora la orden fue dada con tan poca cautela que prácticamente toda Iberia se enteró. Ahora bien, las alianzas firmadas entre íberos y púnicos no hacían que los primeros se sintieran obligados hacia la lejana Kart-Hadtha, sino hacia el hombre con el que habían cerrado esas alianzas. La noticias de la inminente partida de Asdrúbal hacia Italia hizo que todo el país ardiera en llamas; sólo después de recibir cartas apremiantes de Asdrúbal, decidió el Consejo de Kart-Hadtha enviar a Iberia a un inexperto subestratega llamado Himilcón con un ejército de aproximadamente diez mil libios y mil númidas; éste debía ocuparse de mantener la tranquilidad en Iberia tras la partida de Asdrúbal.

Como para demostrar que dominaban a la perfección el elevado arte de embrollarlo todo con insensateces, los dos Ancianos se inmiscuyeron también en los preparativos y organización de la expedición a Italia. Asdrúbal había planeado separar a los Cornelios atacando la flota romana, capitaneada por Publio Cornelio Escipión, y atrayendo a Gneo Cornelio hacia el interior mediante el ataque de pequeñas tropas de acoso y noticias falsas, para así poder avanzar bordeando la costa hastalos Pirineos sin entrar en sangrientas batallas con los romanos, que retardarían la marcha. Pero los Ancianos decidieron otra cosa: la flota era demasiado costosa como para ponerla en juego en un ataque, y antes de partir hacia Italia, Asdrúbal tenía que aniquilar al ejército romano en el Iberos. Y tenía que hacerlo de inmediato, sin un largo descanso después de la expedición contra los tartesios, sin reorganizar las tropas, sin fuerzas adicionales que protegieran los flancos; las tropas de Himilcón debían quedarse en el sur de Iberia. El agotado ejército fue vencido y reducido casi a la mitad por los dos Cornelios, cerca del Iberos.

—No dejo de preguntarme cuánto más tiene que tragar tu hermano antes de asesinar a los Ancianos. O de abandonar todo. —Antígono se repantigó frente a la gran hoguera; había pasado una larga y agradable noche de conversación con Memnón y un largo día durmiendo; su hijo había salido a caballo a primera hora de la tarde para hacer la ronda habitual por los campamentos adelantados. Aníbal, quien acababa de regresar de una cabalgata de seis horas, estaba sentado sobre un escabel, con el torso desnudo y el rostro dirigido a la hoguera. Tenía un vaso de vino aromático caliente en la mano. Pacuvia le estaba frotando la espalda con aceite y ungüento perfumado.

—No hará ninguna de las dos cosas. —Aníbal dejó escapar un gemido de placer cuando los dedos de Pacuvia se ocuparon de un punto tenso—. No hará ninguna de las dos cosas, Tigo. Él… él es un Barca.

—A pesar de ello. Oh estratega, vuestra lealtad hacia una ciudad que apenas conocéis y que siempre os apuñala por la espalda tiene algo de divino. Ya sea misterio divino, o divina estupidez.

—Sangre divina —dijo Pacuvia. Sonreía y seguía dando friegas.

—Tal vez. El peso de la sangre, la historia y la tradición, Tigo.

El heleno tenía la mirada fija en su vaso.

—No os comprendo. No del todo. Existen límites.

Aníbal carraspeó.

—¿Crees que Quinto Fabio Máximo se pasaría a nuestro bando si el Senado lo degradara? ¿Por ejemplo?

Antígono pensó un largo rato.

—No. Se presentaría bajo los estandartes como simple legionario. Supongo.

—Exacto. —Sonó como si con ello todos los problemas quedaran explicados y resueltos.

—¿Y Magón? ¿Piensas que también él se dejaría tratar como Asdrúbal, sin amotinarse?

—Magón también, sí. Es mi hermano y es hijo de Amílcar.

Magón se encontraba fuera desde hacia mucho tiempo. Había marchado hacia el sur con parte de la tropa para ejercer sobre ciudades brutias una suave presión que las moviera a pasarse a los púnicos; luego había viajado a Kart-Hadtha llevando algunos cántaros llenos de anillos, festones de espadas y otras joyas quitadas a los cuerpos de los romanos muertos en Cannae; viajaba como embajador de su hermano, intermediario entre el estratega y la ciudad, portavoz de los deseos del estratega.

—¿Crees que le concederán lo que pides?

Aníbal arrugó la frente y balanceó la cabeza.

—¿Después de las malas noticias de Iberia? Me temo que el Consejo pensará primero en la plata y reclutará tropas para Iberia.

—Pero sin refuerzos…

—Necesito gente, es verdad. Todavía no se… Ya veremos qué nos depara la primavera.

Con sus fortalezas y pequeñas guarniciones, los romanos no podían acometer grandes empresas contra Aníbal, pero si le obligaban a vigilarlos constantemente. Y para ello hacía falta gente. Aníbal tenía que emplazar soldados que vigilaran las carreteras importantes, y otros que protegieran las ciudades que se habían pasado al bando púnico y ahora eran acosadas por los romanos. Según los tratados firmados con Capua y otras nuevas ciudades amigas que hasta entonces habían tenido que suministrar soldados a Roma, estas ciudades no estaban obligadas a esto con Aníbal; Capua había abierto sus puertas después de que Aníbal prometiera observancia de la antigua constitución de la ciudad, autonomía interna y exoneración de tributos forzosos. Los púnicos podían reclutar voluntarios en Capua o en cualquier otro lugar, pero para ello hacía falta dinero. Los oficiales no dejaban de confiar en conseguir mejores resultados en el siguiente intento de reclutar tropas, pero las cantidades exigidas siempre eran demasiado elevadas; para proteger los territorios, ciudades, puertos y aliados ganados hasta entonces, hacia falta por lo menos veinticinco mil hombres más. Dinero para pagarles. Más dinero para reclutar itálicos. O mucho más dinero para reclutar únicamente itálicos y quizá algunos helenos, si no les enviaban refuerzos de Kart-Hadtha.

—Soldados, caballos, monedas, barcos —murmuró Aníbal—. Sobre todo barcos. Si se llegara a un acuerdo con Filipo… Macedonia no tiene flota. ¿Cómo traerían sus tropas a Italia? ¿Cómo protegeremos Siracusa si Hierón muere y su nieto realmente se pasa a nuestro bando? ¿Y Sardonia? Barcos. Monedas. Armas. Soldados.

Un jinete llegó a la puerta de la casa. O varios. Un guarda apareció en el umbral. Aníbal se levantó, se echó encima el chitón, sonrió a Pacuvia y salió.

—¿Un poco de asado, heleno?

—Señora de la casa, diosa de la hospitalidad, ¡sí!

Pacuvia inclinó la cabeza y salió por otra puerta. Antígono yació su vaso y cerró los ojos. Pensó en sus dudas. Después en los milagros que Aníbal había hecho hasta ahora. El cruce de los Alpes había sido imposible, lo mismo que la victoria de las tropas extenuadas frente a Cornelio y Sempronio; imposible había sido también la marcha a través de los pantanos, y aún más imposible la victoria contra el poderoso ejército de Flaminio. Para no hablar de Cannae. Era completamente imposible romper las sólidas alianzas de Roma. y ahora prácticamente todo el sur de Italia era púnico. Antígono volvió a sus dudas, las sopesó poniendo en el otro platillo la riqueza de ideas de Aníbal, al parecer inagotable. El estratega pesaba más. Roma nunca había estado tan quebrantada: ¿a caso esta gran guerra terminaría ganándose, a pesar de los Señores del Consejo de Kart-Hadtha?

Retumbar de pasos. Antígono abrió los ojos. Aníbal estaba de nuevo en la habitación; se acercó lenta, muy lentamente, al heleno. El ojo del estratega parecía como cubierto por un sutil velo.

—¿Qué pasa? —Antígono se levantó de un salto, recordó que Aníbal apreciaba el humor negro, carraspeó—. Por tu aspecto uno diría que… que un mensajero acaba de informarte de la caída de la eterna Kart-Hadtha.

—Peor, Tigo. —La voz de Aníbal hacía sus palabras casi ininteligibles. El estratega estiró los brazos—. Un viejo y muy querido amigo… uno de mis más viejos amigos. Sostenme.

Antígono abrazó al estratega, perplejo y espantado.

—Muchacho ¿quién…?

—Una pérdida irreparable, Tigo. —La voz de Aníbal era sólo un murmullo; apretó a Antígono contra su cuerpo.

Por un instante el heleno tuvo la extraña sensación de que no era él quien sostenía a Aníbal, sino que el estratega lo sostenía a él.

—Oh Tigo —dijo Aníbal en voz muy baja—. Una lanza. Todo sucedió muy rápidamente. Una emboscada romana; en la carretera.

Antígono sentía que los vigorosos músculos del púnico lo sostenían, le servían de apoyo. Y lo hacían girar de modo que la mirada del heleno se dirigiera hacia la puerta, por encima del hombro de Aníbal. Cuatro númidas —uno de ellos tenía una cicatriz en la mejilla; ¿por qué era importante eso?— trajeron un cadáver, colocándolo sobre la mesa. Podía verse un palmo de la lanza quebrada; la punta continuaba clavada en el pecho de Memnón.

ANÍBAL, HIJO DE AMÍLCAR BARCA, ESTRATEGA,

ANTE LAS PUERTAS DE NOLA, CAMPANIA,

A ANTÍGONO, HIJO DE ARÍSTIDES, SEÑOR DEL BANCO DE ARENA,

KART-HADTHA EN LIBIA

Recuerdos, salud, valor, amistad, oh Tigo: Como ves, el problema de Nola continúa sin resolverse; Marco Claudio Marcelo ocupa la fortaleza y la carretera, y basta nos ha propinado una pequeña derrota. La primera, y está bien que haya sido pequeña; pero en algún momento tenía que producirse nuestra primera derrota. Más amargo es el número de bajas. Tú sabes que al no haber refuerzos, cada hombre vale por diez. En todo caso, sé muy bien a quién tengo que agradecer los jinetes; cuatro mil veces gracias, amigo.

Las propuestas que hiciste en invierno y tuvimos que dejar para más adelante deben hacerse realidad ahora. No busques motivos, ocúpate de que Daniel siga administrando bien la finca, de modo que si algún día termina esta guerra, sin la muerte y la decadencia de todo, unos cuantos ancianos. —Aníbal desdentado, Asdrúbal encorvado, Magón con dolor de espalda— todavía puedan encontrar un último pan que comer. Todo lo demás, Tigo, absolutamente todo, todo, gástalo, a conciencia y hasta el último schekel. Ya sabes cuál es la situación: tenemos el sur de Italia, tenemos una parte del centro de Italia, Siracusa está de nuestra parte, Sardonia arde, los siciliotas del oeste se están levantando contra Roma, el tratado con Filipo está vigente. He enviado a Cartalón y Bonqart al norte, a territorio celta, y nos han hecho un costoso regalo: los celtas bajo el mando de Cartalón y Bonqart han aniquilado cuatro legiones de boios. Los etruscos e incluso algunos latinos empiezan a vacilar, las grandes ciudades italiotas del sur vacilan desde hace ya mucho tiempo. Hay ejércitos romanos aquí y allá, pero el poder de Roma ha vuelto al estado de hace cien años; antes de Pirro, antes de la primera Guerra Romana. Y esto a pesar de los acontecimientos de Iberia.

Sé que el Consejo de Kart-Hadtha piensa que todo está ganado y sólo se preocupa por las minas de plata y los mercados de Iberia. Les he escrito; a cada uno de los consejeros; les he escrito que los frutos podrán recogerse dentro de un año, si hay suficientes recolectores para construir las escaleras y apoyarlas al árbol, sacudir el tronco y cortar las ramas molestas. He mandado acuñar monedas, oh Tigo, en Bruttium; monedas púnicas acuñadas sobre suelo itálico. Pero falta la plata para acuñar suficientes monedas, y faltan lo s hombres que reciban esas monedas como soldada. Armas no nos faltan; si sólo hubiera suficientes hombres para empuñar las espadas romanas que tomamos como botín en Cannae. Ya sabes cuánto he intentado conservar a los irremplazables íberos y libios; pero muchos de esos hombres han sido fieles a mi padre, a Asdrúbal y ahora a mi, y se están haciendo viejos, como tú y yo. Consolidar lo que hemos conseguido, haciendo economías y yendo con cuidado, sin correr riesgos; proteger a los nuevos aliados, fortificar ciudades, defender puertos, vigilar carreteras y cerrarlas a las legiones: bastarían treinta mil hombres, pero no los tengo; me falta la quinta parte de esa reducida cifra. Y harían falta otros treinta mil más para enfrentar las batallas decisivas, para hacer volar en mil pedazos el edificio, en apariencia sin grietas, de las alianzas latinas. Un año, ¡ojo rojo de Melkart!, medio año y Roma pediría la paz de rodillas. Pero lo que tenemos aquí no alcanza ni para una cosa ni para la otra. Hoy tenemos que sitiar esta ciudad, mañana partir en marcha forzada hacia una carretera para interceptar a un ejército romano, después tenemos que dividirnos en tres partes para ayudar a dos ciudades amigas y bloquear un paso. Todos están cansados, todos están extenuados, y todos son grandiosos.

Pero, cuando, el día de mañana, desembarque en Libia un ejército romano, cuando el Consejo se sienta con la soga al cuello y los Señores vean arder sus fincas, entonces —ya lo hemos visto, lo hemos oído, lo sabemos—, entonces, oh Tigo, nuestros consejeros tardarán pocos meses en reclutar a cien mil soldados entre los masilios y masesilios, mauritanos y gatúlicos, garamantas, augíleros y nasamones, y en Lacedemonia y Asia. No comprenden que ese gasto está a punto de caer sobre ellos, y que será el fin. Si gastan ahora sólo la tercera parte de eso, los frutos serán recogidos. Si no lo hacen ahora, el árbol que nos impide ver el sol crecerá sin control.

Por eso, amigo y guardián del dinero, gasta todo lo que puedas gastar. Quinientos númidas son demasiado pocos, pero son muchos; trescientos gatúlicos de aquí, mil lacedemonios de allá, muy poco, demasiado poco, pero envíamelos.

E intenta, con Bostar y los otros, influir en una cosa. Se trata de algo casi tan importante como lo anterior. El Consejo enviará barcos y tropas al lugar donde los bolsillos de los consejeros estén amenazados o donde puedan encontrar ganancias. Enviarán tropas a Iberia, en lugar de dejar actuar a Asdrúbal, y perderán esas tropas; apoyarán a Sardonia con tropas y dinero, y lo perderán todo; desembarcarán tropas y dinero en Sicilia, y lo perderán todo, si los estrategas que envíen allí no tienen presente una cosa. También esto se lo he escrito, pero, te lo ruego, díselo a todos los de la ciudad, hazles regalos para que te escuchen: deben enviar a esos lugares la mitad, y la otra mitad a nosotros, a Italia; y los que asuman el mando en Sicilia y Sardonia tienen que atrincherarse en ciudades y defender puertos, fortificar las montañas y construir murallas, molestar y mantener ocupados a los romanos con su simple presencia, pero, por todos los dioses en los que pueda creer alguien, nunca, nunca, nunca deben buscar una batalla abierta contra las legiones romanas con sus tropas inexpertas. Enviadme soldados, movilizad a los antiguos soldados para mantener a los legionarios romanos lejos de Italia, pero no presentéis batalla. Defendeos, pero no ataquéis; debilitad, pero no intentéis aniquilar, pues de lo contrario seréis aniquilados. Con oficiales experimentados y tropas probadas durante años de luchas, y también astucia, aprovechamiento del terreno y el clima y, por último, suerte, es posible vencer a las legiones; pero no con soldados recién reclutados y oficiales inexpertos.

Una cosa más, oh Tigo, que te debo y agradezco; y al mismo tiempo el ruego de que utilices toda tu influencia para que se construyan barcos y las flotas no sean desperdiciadas. Si se desembarcan en Sardonia y Sicilia tropas bajo el mando de oficiales cautos, que los barcos se retiren inmediatamente y de allí, antes de que se vean metidos en un combate naval contra los romanos. Lo importante no es que los romanos tengan barcos o no, sino que los nuestros puedan moverse; para bloquear Apolonia cuando lleguen las tropas macedonias y para traer a los macedonios a Italia.

Pues éstos son el tratado y el juramento que, conseguido gracias a tu hábil mediación, el estratega Aníbal, los ancianos Myrkam y Barmorkar y todos los miembros del Consejo de Kart-Hadtha y todos los otros púnicos que acompañan a Aníbal en la campaña, han cerrado y jurado con y frente a Jenófanes, hijo de Cleómaco de Atenas, a quien el rey Filipo, hijo de Demetrio, ha enviado a nosotros en calidad de apoderado suyo, de los macedonios y de sus aliados.

(Te envío la versión helena, amigo; la púnica ya la tiene el Consejo; debes tener en cuenta que todo esto no hubiera sido posible sin ti, y que ha sido difícil y ha tardado en conseguirse, pues Jenófanes fue capturado por los romanos cuando venía hacia aquí y sólo fue puesto en libertad porque alegó ante el jefe de la patrulla romana que traía importantes mensajes de Filipo para el Senado. Pero en el viaje de regreso volvió a caer en manos de los romanos, y esta vez no lo dejaron ir. Ahora Roma conoce el contenido del tratado. Sólo una nueva embajada, encabezada por Heráclito el Oscuro, Crilón de Boiotia y Sosioteo de Magnesia, consiguió llegar a Filipo con el tratado. Ya ves la infinita importancia que tiene la cuestión de la flota en el mar Ilirio. Antes de transmitirse el tratado, tal y como fue firmado, permíteme repetirte una vez más: tropas de apoyo pequeñas y cautas a Sicilia y Sardonia, que éstas no se dejen llevar de ninguna manera a una batalla campal; mano libre para Asdrúbal; envío urgente de refuerzos a Italia; dirección de la flota hacia un objetivo, traer tropas macedonias a través del mar Ilirio).

El tratado:

Ante Zeus, Hera y Apolo, ante el Protector de Karjedón, Heracles y Iolaos, ante Ares, Tritón y Poseidún, ante los Dioses que están con nosotros en nuestra campana, ante el Sol, la Luna y la Tierra, ante los Ríos, Puertos y Aguas, ante todos los Dioses que rigen el destino de Karjedón, ante todos los Dioses que rigen el destino de Macedonia y el resto de la Hélade, ante todos los Dioses que nos acompañan en la campaña, que todos ellos vigilen el cumplimiento de este juramento:

El estratega Aníbal y todos los miembros del Consejo de Karjedón que están con él, y todos los karjedonios que lo acompañan en esta campaña, declaran, después de haber recibido nuestro y vuestro visto bueno, que prestamos este juramento de amistad y sincero afecto jurando ser amigos, aliados y hermanos bajo estas condiciones.

El rey Filipo, los macedonios y todos los otros helenos que sean sus aliados deberán brindar protección y ayuda a los karjedonios, como parte preponderante del contrato, al estratega Aníbal y a quienes están con él, y a quienes se encuentran bajo la soberanía karjedonia, regidos por las mismas leyes que éstos, y a los habitantes de Ityke, y a todas las ciudades y tribus súbditas de Karjedón, a los soldados y aliados, a todas las ciudades y tribus de Italia, los territorios celtas y Liguria con las que tenemos amistad y con las que cerremos pactos de amistad y alianza. Asimismo, el rey Filipo, los macedonios y los otros helenos que sean sus aliados recibirán protección y ayuda de los karjedonios que están con nosotros en la campaña de los habitantes de Ityke y de todas las ciudades y tribus súbditas de Karjedón, de los soldados y aliados, de todas las ciudades y tribus de Italia, los territorios celtas y Liguria, y de todos con quienes cerremos alianzas.

No urdiremos intrigas unos contra otros, ni nos tenderemos emboscadas, sino que, con sentimientos sinceros, con el mayor celo, sin perfidia ni mulos pensamientos, seremos enemigos de aquéllos que emprendan guerras contra los karjedonios, a excepción de reyes, ciudades y tribus con los que hayamos jurado tratados y amistad. Pero también seremos enemigos de aquéllos que emprendan guerras contra el rey Filipo, a excepción de reyes, ciudades y tribus, con los que hayamos jurado tratados y amistad.

Pero vosotros también seréis aliados nuestros en la guerra que sostenemos con los romanos, hasta que los Dioses nos den la victoria a nosotros y vosotros, y nos ayudaréis según sea preciso y según acordemos. Cuando los Dioses nos hayan dado la victoria en la guerra contra los romanos, cuando los romanos pidan cerrar un tratado de amistad, lo cerraremos de tal manera que la misma amistad se extienda también a vosotros, y bajo condiciones que no permitan que los romanos emprendan jamás guerras contra vosotros, y que los romanos no posean soberanía en Kerkira, Apolonia, Epidamnos, Faros, Dimale, los partianos y los atintanos. Los romanos deberán devolver a Demetrio de Faros todos sus súbditos, que ahora se encuentran en la zona de dominio romano. Pero si los romanos emprenden la guerra contra vosotros o contra nosotros, nos ayudaremos mutuamente en esa guerra, según sea preciso para cada uno. Lo mismo si estalla alguna otra guerra, a excepción de aquellas contra los reyes, ciudades o tribus con los que hemos jurado tratados y amistad.

Si en algún momento nos parece bien quitar o añadir algo ueste tratado, sólo quitaremos o añadiremos lo que parezca bien a ambas partes.