12
Ojo de Melkart

Una poderosa figura apareció de pronto entre las tiendas y derribó a Antígono al pasar.

—Ah, el meteco. Lo siento. —Magón estiró el brazo y ayudó al heleno a levantarse.

Antígono estaba cubierto de lodo y excrementos de pies a cabeza.

—Si algún día vuelves a hacer esto, púnico, por favor que sea en verano y en un sitio seco.

—Claro, claro. —Magón sonrió divertido—. Y primero pondré a un par de muchachas celtas para que te recojan. —Se quedó mirando cómo Antígono intentaba limpiarse un poco.

—¿No tienes prisa, púnico?

—No; puedo disfrutar del espectáculo. Aníbal todavía no ha regresado.

Aníbal estaba fuera desde esa mañana; nadie sabía exactamente qué estaba planeando el estratega. Era un día horrible, el día siguiente al solsticio de invierno. Un día frío, húmedo y gris; la ribera del Padus, en el que desembocaba el pequeño pero torrentoso Trebia, estaba cubierta por una delgada capa de nieve. La mayoría de los árboles de la región habían sido talados para utilizar la madera en el campamento o como leña; los que aún estaban de pie estiraban ramas peladas hacia un cielo agobiante.

De pronto, Magón puso una mano sobre el hombro de Antígono.

—Gracias por esta maravillosa espada —dijo seriamente—. Nunca hubiera pensado que serías capaz de cruzar las montañas; mereces mi respeto por haberlo hecho. Y sé cuánto te aprecian mis hermanos. Entre nosotros nunca surgirá una gran estima; pero olvidemos las rencillas.

Antígono arrugó la frente.

—Esas rencillas nunca han nacido de mí, Magón.

El hermano de Aníbal asintió, se llevó la mano derecha al corazón, esbozando una media sonrisa, y se marchó. El heleno lo siguió con la mirada, sentía un extraño malestar. Magón era un grande y temible luchador, como jefe de tropa sólo se le podía comparar con los incomparables: Pirro, Amílcar, Aníbal. Antígono no dudaba de que Magón, quien aceptaba gustoso estar a las órdenes de su hermano, podía dirigir un ejército por si mismo. Pero había ese lado oscuro, esa lóbrega crueldad que había hecho que, desde hacía siglos, fenicios y púnicos resultaran odiosos para los helenos. Esta guerra era terrible, como todas las guerras; también Aníbal enviaba tropas a saquear las aldeas, pueblos y sembrados de las tribus aliadas a Roma. También Aníbal mandaba matar cuando no podía convencer. Pero Magón asumía el mando de esas tropas con un cierto placer, y en esto apenas si lo podía superar Aníbal Monómaco. A Antígono a veces le parecía como si en ese cuerpo gigantesco y velludo que tanto le hacia recordar a Amílcar se escondiera también una parte de Hannón el Grande, y no le era difícil imaginar a Magón cumpliendo el papel de Hannón en aquel primer encuentro, muchos años atrás, en la casa de Hannón en Byrsa.

Quería lavarse, pero luego decidió no hacerlo. Todo el campamento estaba cubierto de basura, lodo, desperdicios, sangre encostrada y excrementos. Después del breve descanso posterior al cruce de los Alpes habían estado en constante movimiento, sin que nadie, excepto Aníbal, pudiera abarcar todas las ramificaciones de los acontecimientos. Qué emisarios de qué tribus y pueblos de qué regiones itálicas habían llegado y partido, a qué tribus se habían enviado mensajeros púnicos, cuáles celtas todavía estaban del lado de Roma, dónde había guarniciones romanas… Después de ser derrotadas, las tropas de Publio Cornelio habían intentado defender el puente tendido sobre el Ticinus; luego lo habían incendiado. Aníbal consultó a Asdrúbal el Cano, encargándole que construyera en dos días un puente de barcos y balsas, no sobre el Ticinus, sino sobre el gran Padus. Para mantener verdadero contacto con los celtas dispuestos a unirse al ejército púnico, debía examinarse la cadena de fortificaciones romanas que se extendía a lo largo de la ribera del Padus maniatando a las tribus celtas. Ligures de armamento ligero fueron los primeros en sumarse a los púnicos, tentados por la plata de Iberia y las perspectivas de obtener renombre; la mayoría de los pueblos que habitaban las costas y montañas inmediatas al mar de Sardonia se mantenían del lado de Roma, pero parte de las tribus recordaban sus antiguas leyendas, según las cuales sus antepasados serían originarios del norte de Libia y habrían llegado a las regiones donde vivían actualmente, tras largos viajes a través de Iberia y las Galias. Éstos recibieron a los púnicos, libios y númidas como a parientes lejanos.

Pero los ligures también trajeron noticias que confirmaron las sospechas de Aníbal e incrementaron su admiración por Cornelio Escipión. Tras el combate a orillas del Ticinus, el estratega había supuesto que la caballería romana se habría adelantado a los soldados de a pie y que Cornelio no tardaría en atacar con las legiones. Pero como el ataque no se producía y los exploradores sólo traían noticias de cohortes romanas dispersas y guarniciones de fortalezas, Aníbal sacó ciertas conclusiones que discutió con sus oficiales. Los ligures no hicieron más que confirmarlo todo.

Publio Cornelio Escipión había intentado presentar batalla al ejército púnico en el Ródano; sin embargo, encontró los restos abandonados del campamento levantado en el lugar donde el ejército de Aníbal había cruzado el río; Cornelio apenas podía creer que alguien se atreviera a cruzar los Alpes, sobre todo en esa época del año, y afirmó repetidas veces que ningún púnico llegaría con vida a Italia. Como precaución regresó a Liguria con una pequeña parte de sus tropas, sobre todo jinetes. La mayor parte del ejército, y la mayoría de los barcos, bajo el mando de su hermano, Gneo Cornelio Escipión, seguían avanzando hacia el objetivo original: Iberia.

—No podemos tenerlo todo —dijo Aníbal mientras discutían las noticias—. Sempronio ha dejado Sicilia; Kart-Hadtha está a salvo. Hubiera preferido que ningún romano se dirigiera a Iberia, pero… —Calló; esa noche Antígono se escurrió bajo su manta con la desagradable sensación de que Aníbal concedía al ataque a Iberia más importancia de la que quería admitir.

Luego, otra vez marcha, acampada, marcha, acampada… siempre por la orilla sur del Padus, río arriba, bajo lluvias y nevadas, a través de campos mojados y lodosos, de pastizales que más parecían pantanos. El frío era lo bastante intenso como para matar hombres y animales cada noche, pero demasiado moderado como para congelar los ríos y convertir las superficies pantanosas en caminos transitables.

Publio Cornelio había reunido en un pequeño campamento a todas las tropas disponibles de los alrededores, además de guerreros celtas. Cuando, una noche lóbrega, estos últimos abandonaron el campamento y se pasaron a las filas de Aníbal, el romano volvió a ponerse en marcha, avanzando hacia el oeste y cruzando el Trebia. Aníbal despidió a los aproximadamente dos mil doscientos soldados celtas con regalos y palabras amables; explicó a sus oficiales que su amistad y sus refuerzos, en primavera, serían más importantes que unos cuantos desertores en ese momento.

Los celtas anamaros, cuyos territorios se extendían al otro lado del Trebia, pusieron a disposición de los romanos, de buena o mala gana, víveres, animales, madera y otras cosas. Cornelio, seguro tras las murallas del campamento, que se encontraba a unos dos mil pasos de distancia del río, bloqueó el único camino por donde el ejército de Aníbal podía seguir avanzando. Y el paso del Trebia. Las tropas de Tiberio Sempronio habían llegado hacía diez días. Los romanos no necesitaban emprender ninguna acción, podían limitarse a esperar.

Y ahora, desde la mañana de este horrible día, Aníbal estaba fuera. Ni siquiera Magón sabía lo que estaba tramando el estratega. Durante los últimos días y noches diversas patrullas púnicas habían recorrido el país de los anamaros, saqueándolo e incendiándolo. Todo lo que podía ser quemado o robado, no caería en poder de los romanos; además, los púnicos tenían que hacer algo para poder representar el papel de defensores de los celtas fieles a la alianza. ¿Cuándo, cómo, qué? Los ligures y celtas que hasta ahora se habían unido al ejército, casi trece mil hombres entre jinetes y soldados de a pie, completaban el caos de un campamento que ni siquiera Asdrúbal el Cano era capaz de ordenar. Su barullo y agitación terminó por contagiar incluso a las tranquilas y experimentadas tropas que desde la partida de Kart-Hadtha en Iberia habían estado acostumbradas a guardar orden, levantar las tiendas en filas que pudieran abarcarse de una ojeada, proteger esas tiendas, y a cocinar y comer juntos y a horas determinadas, para no desperdiciar leña. Ahora pequeñas hogueras ardían por todas partes. Las tiendas y chozas torcidas se levantaban como caídas del cielo, en líneas zigzagueantes y semicírculos. Sólo había un camino más o menos recto, el que conducía de la puerta del este a la tienda del estratega. Muchos de los celtas habían traído mujeres; las cinco mil mujeres y esclavos varones procedentes de tribus fieles a Roma habían sido instalados en un rincón, al que vallas y puestos de vigilancia separaban del resto del campamento, construido hacia tres días y dotado de terraplenes, empalizadas y parapetos de madera. A pesar de todas las privaciones de la marcha, en la que habían perdido a casi la mitad de sus compañeros, ni siquiera a los soldados más duros de la cálida Libia o de las regiones templadas de Iberia les parecía atractiva la idea de hacer el amor por la fuerza sobre barro helado y rodeados por miles de espectadores. A los celtas seguro que no; pero ellas eran piezas de botín y, como las monedas, armas o leña, tenían un destino y ninguna opinión. Lo mismo que los esclavos.

Antígono vio a Magón desaparecer en el redil de las mujeres; carcajadas se abrieron paso entre los gruñidos, era la voz de Monómaco. El viento helado, que había cesado, volvió a soplar con más fuerza; una breve nevada cayó sobre el campamento. Luego el viento cambió de dirección y trajo el olor repugnante de las letrinas y dehesas. Algunos de los elefantes estaban enfermos, al igual que muchos caballos. Antígono se abrió paso a través de íberos cubiertos de mugre y celtas embarrados.

Frente a la puerta del este se encontró con Maharbal y Muttines, quienes estaban caminando a lo largo de la cadena de centinelas.

—Algo tiene que pasar, ¿sabes alguna cosa, Tigo? —dijo el libiofenicio cuando Antígono hubo llegado hasta ellos.

—No podemos avanzar teniendo a los romanos a nuestra espalda —dijo Maharbal—. Tampoco podemos retroceder, si no queremos volver a dejarles la región libre. Además, ¿retroceder adónde? —Sacó la bota derecha del charco que siempre se formaba cuando uno se detenía en algún lugar, observó el agujero de la suela, por alguna extraña razón limpio de barro, y tiró violentamente de su manto de lana.

Jinetes númidas se acercaron procedentes de la colina que se levantaba río arriba; el Trebia fluía a unos ocho mil pasos al este del campamento. Antígono sólo pudo reconocer a Aníbal, que cabalgaba en el centro de la tropa, por su caballo casi negro. El estratega arrojó las riendas a otro jinete, desmontó y caminó hacia los guardas. Ya de cerca, Antígono advirtió que el estratega tenía la cara pintada con cal y ocre. Su barba despedía un brillo rojizo, y en la cabeza llevaba una peluca celta casi rubia.

—¿Dónde está Magón? —preguntó. Apenas parecía cansado; sin embargo, había pasado por lo menos diez horas sobre el lomo de su caballo, o quién sabe dónde.

—En el campamento, supongo. —Maharbal señaló hacia atrás con el pulgar.

—Está jodiendo, si quieres una respuesta más precisa —dijo Antígono.

—Ah. Para eso debería coger un par de piernas romanas. —Aníbal se pasó la mano por la cara y se escupió en la palma de la mano, también embadurnada—. Ahora sé lo que quería saber.

Muttines pareció levantar las orejas. A veces Antígono pensaba que el libiofenicio, quien estaba al mando de una parte de la caballería, se estaba transformando poco a poco en un caballo.

—¿Cornelio?

Aníbal asintió.

—Publio Cornelio continúa enfermo: la herida y el clima. Sempronio tiene el mando supremo. Eso está bien. Venid.

El estratega gritó algunas órdenes a los guardas; cuatro de ellos corrieron al campamento.

Media hora después, poco antes de la presunta puesta del invisible sol, empezó la reunión de oficiales. Aníbal se había lavado y quitado el disfraz. Informó de la excursión que había realizado hasta las puertas del campamento romano, disfrazado de ropavejero celta.

—Bien, a los hechos —dijo luego—. Cornelio, el mejor hombre de Roma, ya no cuenta. Sempronio es vanidoso y descuidado, a pesar de toda la prudencia que ha mostrado en Sicilia. Querrá ganar renombre en el campo de batalla antes de la elección de los nuevos cónsules. Me parece que deberíamos darle una oportunidad.

—¿Cómo? —Magón se inclinó hacia delante.

—Tú, hermano, lo ayudarás de un modo muy especial. Cuando hayamos terminado aquí, escoge cien libios y cien númidas, hombres buenos y resistentes, y llévalos a la puerta del este. Nos encontraremos allí. He encontrado una estupenda emboscada, es decir, si la tendemos bien.

Aníbal calló un momento.

—No será fácil. Los romanos han reunido todo lo que han podido encontrar. Dos ejércitos consulares completos, con dos legiones romanas y dos legiones de aliados cada uno, esto es dos veces ocho mil romanos y dos veces diez mil latinos. A la caballería habitual se suman alrededor de dos mil hombres que escaparon del asunto del Ticinus. Así pues, dieciséis mil romanos, veinte mil aliados, más unos cuatro mil celtas (cenomanos) y otros cuatro mil jinetes. Sempronio sabe que es muy superior a nosotros en número. Yo sé que nosotros —Aníbal miró uno a uno los rostros de los presentes— a excepción de los celtas, tenemos a los soldados más duros y, sobre todo, a los mejores oficiales. Pasemos a lo siguiente.

El estratega desarrolló su plan; no pasó mucho tiempo hasta que todos estuvieron convencidos e incluso entusiasmados. Asdrúbal el Cano y Antígono fueron los primeros en salir de la tienda, para reunir todo el aceite disponible y prepararlo.

Magón y sus hombres se pusieron en marcha antes de la medianoche. Previamente, Aníbal había dado un pequeño discurso indicando a los cien númidas y cien libios que cada uno de ellos debía escoger a otros nueve hombres. Mil soldados de a pie y mil jinetes marcharon de noche hacia el sureste. Un pequeño afluente del Trebia, de orillas pobladas de arbustos, maleza colgante, grupos de árboles y matas, corría al sur de ambos campamentos; los hombres de Magón debían esconderse allí y esperar. Los otros oficiales volvieron a reunirse en la tienda del estratega.

—Sé que me estoy repitiendo, pero nunca habremos revisado demasiado a fondo esta parte del asunto. —Aníbal señaló un papiro en el cual podían verse cifras, cuadrículas y líneas—. Será nuestra primera batalla contra un ejército romano completo. Lo hemos hablado muchas veces, pero cuando uno se enfrenta a legiones romanas hay que repetirlo todo. Si se quiere sobrevivir.

Antígono sostenía una antorcha sobre la mesa. En los rostros de los oficiales no veía aburrimiento ni rechazo contra la repetición, sólo rostros tensos que casi no respiraban, atención, decisión y seriedad. Y algo más: una total entrega a aquel hombre delgado que tenía en la cabeza todos los detalles que parecían ahogar a los demás.

—Las posibilidades de formación de la legión en la batalla son infinitas. —Aníbal sonrió—. Pero los romanos no saben que podrían convertir ese arma en una aún más afilada, flexible y mortal. Se aferran a la falange helénica, en lugar de buscar formar pequeñas unidades móviles. En este terreno, ya veremos, mañana. Hay, sobre todo, unas cuantas cosas básicas muy importantes. El legionario es ciudadano de Roma; no pelea por lealtad a un general ni por dinero, sino por todo. Si huye, no puede volver a su casa, como nuestros libios o íberos, pierde todo el honor, todas sus propiedades y, generalmente, la vida. Así que no contéis con que vuestros movimientos laterales puedan separar pequeños grupos que luego se rindan; antes preferirían morir.

Señaló las líneas y cuadriculas del papiro.

—Fijaos en el difícil número diez, es decisivo. —Esperó hasta que las risas sordas hubieron terminado—. La legión está formada por pequeñas unidades que, como ya he dicho, no utilizan de forma adecuada. Empecemos desde abajo. La centuria es la unidad básica; no está formada por cien hombres, como podría pensarse, sino por sesenta soldados capitaneados por un centurio. —Volvió a levantar la vista—. Si conseguís matar a la mitad de todos los centuriones, tendremos ganada más de la mitad de la batalla. Son más importantes que todos los demás, más importantes que los mismos tribuni; sólo el cónsul tiene mayor valor. Sigamos. Dos centuriae forman un manipulus, que está al mando de dos centuriones, naturalmente. La legión posee diez manípulos de velites, esto es, de soldados de armamento ligero; eso hace mil doscientos escaramuzadores. Constituyen la primera fila de la falange, o en realidad, una fila anterior a la primera. Luego vienen diez manípulos de hastati, que originariamente eran lanceros, pero desde hace mucho tiempo llevan tanto lanza como espada. Éstos ya no llevan armamento ligero, sino más bien semiligero; son los más jóvenes e inexpertos. Forman la primera línea de batalla. Detrás de éstos vienen diez manípulos de príncipes, los hombres más importantes, la mayoría tiene entre veinte y treinta años, llevan varios años de servicio y varias campañas. La tercera fila la forman, como su nombre lo indica, los triarii; son veteranos; de éstos sólo hay cinco manípulos, diez centuriae.

El estratega sonrió al observar los rostros de sus oficiales, en algunos de los cuales podía verse claramente que sacar cuentas no era su diversión preferida.

—En el campamento y durante la marcha forman cohortes, compuestas de un manípulo de hastati, un manipulo de príncipes y una centuria de triarii. Seria una buena unidad de lucha, pero nunca la utilizan en batalla. A esto hay que agregar trescientos jinetes por legión. Pero mañana no tendremos frente a nosotros a mil doscientos jinetes, sino a cuatro mil, algunos aliados, más los que pudo salvar Cornelio.

Se levantó, no miró más la mesa y recorrió cada uno de los rostros con la mirada.

—Amigos, matad a los centuriones, tomad los estandartes. Asdrúbal, mañana tú estarás al mando de nuestros hombres de armamento ligero, baleares y ligures. Además te daré a la mitad de los soldados de a pie ibéricos. ¿A quién quieres como segundo?

Asdrúbal el Cano titubeó.

—A Hannón, si es posible.

Hannón, el hijo del antiguo sufete, sonrió.

—Por mi está bien, a menos que tengas otra cosa pensada para mi, señor.

—No. Está bien. Asdrúbal dará las órdenes mientras se mantengan las filas. No tendréis problemas para ahuyentar a los vélites romanos; con los íberos seréis casi el triple. Si todo sucede como os he dicho antes, después avanzarán contra vosotros los hastati. Molestadlos un poco, pero sólo brevemente. Asdrúbal llevará la mitad de sus hombres hacia la izquierda, Hannón llevará el resto hacia la derecha. Discutid vosotros los detalles. Luego caeréis sobre las alas de la caballería romana. Cuando ésta se haya retirado, avanzad y atacad por los flancos a los príncipes y triarios. La retaguardia la dejaremos en manos de Magón. ¿Alguna pregunta? Bien. Pasemos a los otros grupos…

A primera hora de la mañana, de otra horrible mañana húmeda y helada, Antígono se encontraba en la inusual condición de jefe del campamento. Aníbal tenía algunos deseos en lo referente al orden y la limpieza; señal de la seguridad con que encaraba la batalla eran los casi mil hombres que había dejado al heleno para que limpiaran el campamento. Antígono dirigía la limpieza.

Al amanecer partieron los númidas restantes, cruzaron el Trebia y atacaron el campamento romano; cuando la escaramuza con los centinelas adelantados se convirtió en una gran batalla y Sempronio envió tropas arrancadas de su sueño y sin desayunar, la caballería ligera se retiró poco a poco, se dejó arrinconar contra el río y recibió el refuerzo de soldados de a pie celtas salidos del campamento púnico. Sempronio envió más unidades hacia el río.

Aníbal había enviado a sus hombres a descansar muy temprano, los había hecho despertar también muy temprano y se había preocupado de que desayunaran lo suficiente. Los númidas y celtas, que debían cruzar el río, habían tenido que untarse el cuerpo con aceite. Cuando los celtas intervinieron y luego se retiraron junto con los númidas a través del río, perseguidos por romanos que habían dormido poco y sentían hambre y frío, Asdrúbal y Hannón salieron del campamento con los hombres de armamento ligero, marcharon velozmente hacia la orilla occidental del Trebia y rodearon a los romanos sin hacerlos retroceder hacia el río. Esto obligó a Sempronio a enviar más refuerzos a través del agua helada.

Las tropas de Aníbal dejaban que los romanos las rechazaran y luego volvían a atacar; nuevas unidades púnicas, descansadas y bien abrigadas, salían del campamento y acosaban a los perseguidores romanos, obligando a más unidades romanas a salir a la batalla, que llegó a cobrar tales dimensiones que a Sempronio no le quedó más remedio que enviar a todo su ejército para no perder las tropas que ya había puesto en combate.

Pasaron varias horas hasta que aquello se convirtió en una verdadera batalla campal, horas en que los romanos, sin haber comido, vestidos con ropas insuficientes y calados hasta los huesos por las heladas aguas del Trebia, tuvieron que luchar contra hombres descansados, bien vestidos y alimentados, y, los que tenían que entrar en el agua, con el cuerpo untado de aceite.

Los romanos siguieron los cálculos de Aníbal. La apisonadora romana escalonada en tres niveles y compuesta por casi treinta y seis mil hombres avanzó hacia los púnicos; Asdrúbal y Hannón movilizaron a sus hombres hacia las alas. Allí estaban los cuatro mil jinetes romanos, enfrascados en tenaces combates individuales contra los diez mil jinetes númidas, íberos y celtas; cuando intervinieron los arqueros, lanceros y honderos, la caballería romana quedó rodeada y fue rechazada y derrotada completamente.

El grueso de las tropas de a pie —libios, la mitad de los íberos y un gran número de celtas— estaba bajo el mando del propio Aníbal. El estratega había mandado formar pequeños grupos dirigidos por gente muy capaz, como Bonqart, Cartalón, Himilcón y Monómaco, y que al toque de determinadas señales de trompeta se separaban o se juntaban. El ataque de los itálicos golpeó contra los celtas que se encontraban en el medio de las filas púnicas. Los elefantes, que estaban esperando la señal en las alas, detrás de la caballería, se pusieron en movimiento e hicieron huir a los espantados cenomanos. Luego atacaron los flancos romanos junto con la caballería y los hombres de armamento ligero.

Entretanto, los romanos se habían abierto paso arrastrando las líneas de celtas y libios; Aníbal mandó tocar la señal convenida; detrás de los romanos, los arbustos, árboles y maleza de la orilla del río escupieron a los jinetes y soldados de a pie de Magón. Éstos completaron el cerco.

Al día siguiente el campamento fue desmontado; gracias al trabajo de limpieza realizado por Antígono y sus hombres todo se hizo rápidamente y sin contratiempos. El clima y la estación, además de las exigencias estratégicas, no permitieron un largo descanso después de la batalla. Aníbal quería levantar lo más pronto posible un campamento de invierno, estable y seguro, en los linderos de los territorios bojos, cerca de las fortificaciones romanas más importantes que quedaban. Llevaron consigo a los prisioneros y heridos.

Del lado púnico había habido pocas bajas; sin embargo, muchos celtas habían caído cuando casi diez mil soldados romanos se abrieron paso a través de sus filas. Las irremplazables tropas de élite formadas por libios e íberos apenas si habían sufrido bajas, lo mismo que los jinetes íberos y númidas. Los elefantes lo habían pasado peor. Muchos de ellos ya estaban debilitados por el frío y las enfermedades; ahora a esto se sumaban graves heridas: en el tumulto, los romanos de armamento ligero habían intentado clavar sus lanzas y hasta sus espadas en las zonas sensibles y desprotegidas de los animales, debajo del rabo y en el abdomen.

Pero en conjunto las bajas eran de poca importancia. De todas las unidades, de la que más fácilmente se podía prescindir era de la desordenada horda de celtas. Libios e íberos habían conocido la fuerza combativa de los legionarios sin necesidad de ver derramada su propia sangre; sin duda, una victoria.

Sin embargo, había otras cosas más importantes. Dos ejércitos consulares reforzados con aliados, más de cuarenta mil hombres en total, representaban una fuerza monstruosa como nunca la habían visto los celtas del norte de Italia. Hacia unos cuantos años habían bastado pequeñas unidades para «exterminar» y «castigar» a las tribus, como se decía en Roma. Y ahora este terrible enemigo, estos tiranos, ladrones, criminales, habían sido derrotados por soldados que habían vencido a los Alpes y estaban al servicio de un general que ya era comparado con Alejandro y Pirro, y ese hombre enviaba a sus casas a los prisioneros itálicos, aliados de Roma, sin exigir un rescate, en parte incluso como regalo. Éstos se encargarían de esparcir el mensaje de Aníbal: Cartago no lucha contra Italia, Cartago lucha únicamente contra Roma, y Aníbal ofrece a todos los que se unan a esa lucha contra el yugo romano la libertad, la restitución de los antiguos derechos y costumbres: (exención de los tributos y la conscripción militar forzosa, libertad para volver a los antiguos idiomas y costumbres).

Los prisioneros romanos fueron utilizados como esclavos o vendidos como tales; casi veinte mil legionarios habían muerto en Trebia. Era el peor golpe que Roma había recibido jamás en una batalla campal. No quedaba ningún ejército romano en todo el norte de Italia. Los aproximadamente quince mil supervivientes de la batalla de Trebia erraban desbandados a través del paisaje invernal; sólo algunos llegaron a las fortificaciones romanas, dispersas, muchos se ahogaron en el Trebia o murieron congelados en las heladas noches. Aquí y allá había pequeñas tropas de ocupación en las fortalezas y tropas de apoyo en las colonias romanas, pero la cadena que aseguraba las riberas del Padus y las unía a Roma se había roto. El ejército púnico dominaba el norte y las carreteras. Y aquellos celtas que hasta entonces se habían mantenido a la espera enviaban al campamento de Aníbal soldados y caballos, armas y víveres, cuero y tela.

Pero el invierno fue más largo y crudo que todos los que los habitantes de las riberas del Padus habían vivido desde hacia décadas. Antígono lo encontraba aún peor que los dos inviernos que había pasado en Britania, pues aquí el frío nunca superaba a la humedad. Caía bastante nieve como para cubrirlo todo, pero ésta no tardaba en derretirse; los caminos eran pantanos lodosos. Los ríos crecían, desbordaban sus orillas, inundaban sembrados y pastizales; el agua era helada, pero no se convertía en hielo. Los celtas de la región padecían, y también los íberos, acostumbrados a los inviernos nevados y secos de las regiones montañosas. Todavía peor lo pasaban los libios, númidas, libiofenicios, gatúlicos y púnicos; pero quienes más sufrían eran los animales. En el transcurso de los veinte días siguientes a la batalla murieron veintinueve elefantes, por enfermedades, frío, humedad, a consecuencia de sus heridas, por la suma de todo esto. También murieron muchos caballos númidas. Las armas se oxidaron, se pusieron romas y quebradizas antes de que pudieran construirse alojamientos sólidos para todos los hombres. Naturalmente, los romanos puestos en fuga destruyeron los almacenes de provisiones; como todos los celtas del norte de Italia se habían unido a los púnicos y los aprovisionaban de lo necesario, los víveres no eran problema por la cantidad, aunque si por la calidad. A menudo el grano se llenaba de moho durante el lento transporte, a través del paisaje helado y húmedo, desde los graneros celtas hasta el campamento de invierno de Aníbal. Caballos morían por comer heno podrido.

A mediados del invierno llegaron los primeros mensajes de Aníbal a Iberia y Kart-Hadtha, y los de esos lugares al estratega. En una carta a Antígono, Bostar informaba del alegre ambiente de victoria que se respiraba en el tibio invierno de Libia. Las noticias del cruce de los Alpes y de las victorias de Ticinus y Trebia prevalecían sobre las malas noticias procedentes de otras regiones.

Antígono se presentó ante Aníbal con el sorprendente informe de Bostar. El estratega se encontraba en su tienda; Aníbal había renunciado a las comodidades de una casa seca mientras todos sus soldados no tuvieran un alojamiento sólido. Estaba envuelto en su manto de lana roja, sentado a una pequeña mesa, leyendo, escribiendo y dictando al mismo tiempo a Sosilos, sentado sobre la litera con las piernas cruzadas y una tablilla y papiro en las manos, le castañeteaban los dientes.

Aníbal levantó la mirada cuando el centinela abrió la tienda para dejar pasar a Antígono.

—Entra, Tigo, ¿traes noticias buenas o malas? —Dirigió los ojos al rollo que el heleno tenía en la mano.

—Una mezcla de ambas. Sorprendentes, sobre todo. —Antígono saludó a Sosilos con una inclinación de cabeza, acercó un escabel a la mesa y se sentó. Aníbal parecía cansado y abatido; sin embargo, Antígono no hubiera podido decir qué era lo que le causaba esa impresión. Los ojos del estratega estaban tan despiertos y agudos como siempre.

—Se trata de Hannón.

Aníbal lo interrumpió con un gesto de la mano.

—Ya lo sé, si te refieres a su repentino entusiasmo por los bárcidas.

—Debí haberlo imaginado. Te has enterado a través de otros, claro. —Antígono miró el montón de rollos.

Aníbal se levantó, hizo a un lado el escabel, estiró los brazos hacia atrás y dio unos cuantos pasos a través de la tienda; parpadeó a la luz de las antorchas.

—¿Conoce Bostar algún motivo oculto?

—No. Sólo escribe que Hannón no se cansa de alabarte y de decir que eres el más excelso de todos los héroes, y cosas así. Bostar se pregunta qué tan en serio lo hace; pero no hace alusión al motivo de este cambio repentino de Hannón. Aníbal se encogió de hombros; fue al mismo tiempo un gesto de menosprecio y un síntoma de escalofríos.

—Yo te puedo decir el motivo —dijo cansado—. En todo caso, supongo que de eso se trata. Hannón nos alaba y celebra la victoria para que al Consejo no se le ocurra pensar que necesitamos apoyo o refuerzos.

Sosilos chasqueó la lengua. Antígono entrecerró los párpados y golpeó la mesa con el rollo.

—Me temo que otra vez tienes razón, amigo. ¿Cuáles son esas malas noticias de otras partes del mundo?

Sosilos suspiró desde el fondo de la tienda, pero no se movió de allí. Aníbal se mordió el labio inferior.

—Hay de todo, y todas malas. Comienzan con la flota, continúan en el lejano Este y terminan en Iberia.

Aníbal describió en pocas frases el panorama general. El heleno quedó nuevamente sorprendido de la buena red de informadores que el púnico podía utilizar incluso allí, en el helado norte de Italia. Algunos detalles dejaban entrever con claridad que Aníbal estaba en contacto con la mayoría de los soberanos helenos, o, como mínimo, con altos funcionarios de éstos.

La flota de Kart-Hadtha, compuesta sobre todo por los barcos construidos en Iberia y enviados a Libia al inicio de la guerra, había sido empequeñecida y debilitada aún más mediante divisiones, y al parecer había sido dejada en manos de hombres incapaces. Melite estaba perdida, una flota demasiado pequeña enviada a Lilibea había sido interceptada y derrotada por los romanos, una tercera flota, dispersada por una tempestad, había ocupado más bien por azar las intrascendentes islas lipáricas, una cuarta había realizado una expedición de saqueo en las costas del sur de Italia. Ninguna de esas flotas había tenido una fuerza mayor, en el mejor de los casos, a veinticinco barcos; ahora, más de la mitad de las naves estaban hundidas o en poder de los romanos; de acuerdo a los detalles, la capacidad de los diferentes almirantes y capitanes se correspondía perfectamente con la insensatez de toda la empresa.

Por lo visto, Aníbal había enviado varios escritos a las ciudades, ligas de ciudades e imperios helénicos, instándolos a poner fin a sus estúpidas rencillas, a que se pusieran de acuerdo para aprovechar la situación y recuperar las regiones ilirias y epeirotas conquistadas por Roma, y a apoyar, reforzar y llamar a un esfuerzo común a las ciudades helénicas de Italia y Sicilia. Todos los italiotas y siciliotas, antes libres e independientes, y dueños de la autonomía interna incluso en la época del dominio púnico, se encontraban ahora bajo el control romano, estaban obligados a pagar tributos a Roma y muchos tenían que resignarse a la presencia de tropas de ocupación romanas. Sólo Siracusa había conservado la independencia —como aliada de Roma—. Las respuestas a las proposiciones de Aníbal parecían, en general, esperanzadoras; o, en todo caso, eso es lo que dijo el estratega. Los hechos, sin embargo, decían algo muy distinto.

Ésta era la unidad helénica: Ptolomeo de Egipto y Antíoco de Siria se encontraban en guerra desde hacia tres años y medio; además, Antíoco tenía que combatir simultáneamente contra diversos levantamientos de gobernadores provinciales. Macedonia y sus aliados helenos estaban en guerra contra los etolios; en el mismo momento que el ejército de Aníbal cruzaba los Alpes, Filipo de Macedonia empezaba el suculento y devastador saqueo de Laconia.

Y, por último, los romanos dirigidos por el otro Cornelio habían desembarcado en Iberia; en lugar de reunirse con Asdrúbal, replegado en el sur, el gobernador de Aníbal al norte del Iberos, Bannón, había actuado con precipitación, arriesgándose a presentar batalla a pesar de contar con fuerzas muy inferiores a las romanas, y había perdido todos los territorios del norte del Iberos, todos los almacenes de provisiones, la mitad de sus tropas, los rehenes de las tribus ibéricas y la ciudad de Kissa, donde se encontraban los bagajes dejados por el ejército de Aníbal.

Más tarde, cuando el gris del cielo empezaba a teñirse de negro, Sosilos se acercó a la cabaña de madera que Antígono compartía con Asdrúbal el Cano y Memnón.

—Tú que eres su amigo deberías saberlo —dijo el lacedemonio en voz baja, de modo que únicamente Antígono pudiera escucharlo—. No se lo ha dicho a nadie, yo lo leí por casualidad, mientras revolvía las cartas buscando otra cosa que tenía que copiar. —Suspiró—. Tras el desembarco de los romanos en Iberia, Himilce y el pequeño Amílcar cogieron un barco que se dirigía a Kart-Hadtha en Libia. El barco iba en un grupo de siete naves, una pequeña flota que llevaba noticias y plata. Uno de los barcos cargados con plata llegó a su destino. Los otros se hundieron. Con su mujer y su hijo.

Antígono se envolvió en su manto, cogió un ánfora de vino sirio y salió de la cabaña. La nieve caía siseando en las hogueras de los guardas y mezclándose con la humedad salada que cubría el rostro del heleno.

En la tienda del estratega ya casi se había consumido la última antorcha. Aníbal yacía estirado sobre las esteras, cubierto por su manto, tenía la mirada fija en el techo de la tienda.

Antígono se quedó en Italia con el ejército. Varias razones de diferente peso lo impulsaron a ello. Por una parte, la certeza de ser parte de una empresa como jamás se había visto hasta entonces. También estaba la segunda carta de Bostar, que lo tranquilizaba respecto a la situación de Kart-Hadtha y los asuntos del banco; su presencia en la metrópolis púnica era deseada pero no indispensable. Además, el viaje no era seguro; mensajeros iban y venían llevando noticias en clave, pero sin saber a ciencia cierta si llegarían a su destino; y esto no cambiaría hasta que los púnicos dispusieran de un puerto seguro en Italia y su flota se encontrara en mejores condiciones. Por último, estaba la curiosidad del comerciante, quien veía en un país nuevo la posibilidad de nuevos productos y mercados.

Por otra parte, aquí podía ser más que útil; Aníbal le había pedido que se quedara, como amigo y como estratega. Los conocimientos de Antígono y su habilidad en cuestiones de organización y abastecimiento descargaban de obligaciones a Asdrúbal el Cano, quien era también uno de los mejores oficiales de Aníbal.

Cuando terminó el invierno ocho elefantes seguían con vida, entre ellos Surus. El campamento se llenó de guerreros celtas; Aníbal y Asdrúbal el Cano tomaron en sus manos la tarea de preparar e integrar en el ejército a estos nuevos hombres, mientras los demás oficiales salían con pequeñas tropas para atacar fortificaciones romanas y vigilar las carreteras.

Los príncipes celtas rogaron a Aníbal que avanzara hacia el sur y atacara a la misma Roma. Además de consideraciones estratégicas que Antígono se negaba a aceptar sin poner algunos reparos, los movía la aversión a la perspectiva de ver a su país convertido en campo de batalla durante los próximos años. Aníbal, que de todas maneras tenía que avanzar hacia el sur si quería romper el sistema de aliados y vasallos de Roma, dejó que los príncipes celtas le endulzaran la partida con la promesa de enviarle regularmente provisiones, y también soldados.

Las cosas que contaban de Roma los informantes y espías siempre producían grandes carcajadas en las reuniones de oficiales. A diferencia de en Kart-Hadtha, donde la importancia de los templos venía disminuyendo paulatinamente desde hacia un siglo, en Roma el gobierno se veía estorbado por una maraña de oscuras supersticiones. Los oficiales de Aníbal, que, al igual que el estratega, adoraban a los mil dioses de sus soldados para no intranquilizar a los hombres, confiaban en sus aptitudes y no en designios divinos. Les parecía más que extraño que el enemigo, cuya fuerza combativa era respetada por todos y cuyas reservas de hombres capaces de luchar, riquezas y ciudades producían temor a todos, se confiara a las entrañas de animales sacrificados o a las inextricables líneas trazadas por el vuelo de las aves. Y que el miedo se cerniera sobre el país, miedo no a las armas púnicas, sino a los poderes ocultos y sus terribles augurios: en Sicilia se habían puesto al rojo las puntas de las lanzas de algunos oficiales, y en Sardonia, el bastón de mando de un oficial; brillantes fuegos habían iluminado las costas; dos escudos habían sudado sangre; en Praeneste habían caído piedras ardientes del cielo, en Capena habían brillado dos lunas el mismo día; de las fuentes de Caere había manado agua con sangre; en Antium se habían cosechado espigas sangrientas; en la Vía Apia la estatua de Marte y las de los lobos romanos se habían humedecido de sudor; a las cabras les había crecido lana; un gallo se había convertido en gallina (o a la inversa); debido a todos estos espantosos sucesos el Senado había consagrado al dios Júpiter un rayo de oro de cincuenta minas de peso y había celebrado todo tipo de fiestas para aplacar a los dioses. Gneo Servilio Gémino, uno de los nuevos cónsules, había organizado todo esto de la manera debida. Y había reclutado nuevas tropas.

El otro cónsul, Cayo Flamini, había emprendido la marcha hacia el norte con nuevas unidades, para reunir a los soldados dispersos durante el invierno; gracias a la ayuda de los aliados latinos, su ejército constaba de treinta mil soldados de a pie y tres mil jinetes. Hacia el final de la primavera el ejército del cónsul Servilio empezó a marchar hacia el norte, a través de la carretera que iba de Roma, en la costa occidental de Italia, hasta el puerto de Ariminum, en la costa oriental.

Una vez que los dos ejércitos consulares —en conjunto casi setenta mil hombres— hubieron llegado al norte de Italia, Aníbal hizo desmontar el campamento y ordenó la partida para la mañana siguiente. Por la noche los oficiales más importantes se reunieron en la celda del estratega; al igual que los demás, Antígono estaba convencido de que se intentaría dejar fuera de combate a uno de los dos ejércitos romanos y tomar por asalto las fortificaciones que se levantaban junto a la carretera.

—¿Cuándo nos ponemos en marcha? —Magón estiró los brazos y los arqueó lentamente frente a su pecho, como si quisiera estrangular a un hipopótamo.

—Mañana —dijo Aníbal sin levantar la mirada de los mapas. Las carreteras romanas, las fortificaciones, las montañas, todo aparecía en los papiros. El estratega hizo una señal a Sosilos—. Lee, amigo.

El lacedemonio carraspeó.

—Iberia —dijo en tono sombrío—. Terminado el consulado de Publio Cornelio Escipión, el Senado ha decidido extender su mandato y, además, le ha otorgado el mando supremo de Iberia. Le han entregado treinta nuevas penteras, todos los barcos de transporte que pueda necesitar y ocho mil hombres, y pronto se pondrá en marcha. De Asdrúbal sólo sabemos que ha construido nuevos barcos y reclutado nuevas tropas.

Muttines murmuró algo ininteligible y dio un empujón a Maharbal.

—Señor —dijo el jefe de caballería—, comprendemos que ésta es una mala noticia. Pero ya sabíamos que Roma disponía de suficientes hombres como para luchar en ambos frentes. —Sonrió sin ninguna alegría—. Como nosotros. ¿Qué haremos mañana?

Aníbal levantó por fin la mirada; tenía los ojos enrojecidos. Antígono sabía que el estratega llevaba varios días sin dormir; había recorrido los alrededores, interrogado a campesinos y hablado con exploradores, había despachado mensajes, leído y escrito cartas, dirigido la preparación de las tropas y los ejercicios de combate.

—No me mires con esa cara de preocupación, Tigo. —Aníbal hizo un guiño—. He pedido a Sosilos que os informe de la situación de Iberia para mostraros ciertas semejanzas con la nuestra. Gneo Cornelio está en el norte de Iberia; nosotros estamos en el norte de Italia. Su hermano le llevará refuerzos; Asdrúbal no puede enviarnos nada. Los dos Cornelios cruzaron el Iberos y avanzarán hacia el sur, y mañana nosotros marcharemos también hacia el sur. Sólo allí podremos sacudir los cimientos del dominio romano. Nuestra única esperanza estriba en aislar a los aliados y vasallos de Roma, y eso sólo podremos hacerlo en sus territorios.

Monómaco se pisé un pie con el otro; parecía sentir cierto malestar.

—Señor, eso ya lo hemos discutido muchas veces y todos sabemos que es así. ¿Qué desagradables novedades ocultas tras esta repetición?

Aníbal observó a su gigantesco oficial.

—Ya lo sospechas, ¿verdad? Tenemos que ir al sur. Servilio ha bloqueado la carretera que parte de Ariminum; además, ésta está defendida por fortificaciones. Sería una locura querer abrirnos paso por allí. De modo que queda excluida la excelente carretera que atraviesa Umbría. —El índice del estratega describió sobre el mapa un arco que iba desde el sur de la desembocadura del Padus hacia el suroeste, hacia Roma—. Al Oeste de esta carretera, prácticamente al sur de donde estamos ahora, está Etruria, la segunda ruta posible. Flaminio se ha puesto en marcha hacia allí después de reunir a todos los hombres que ha podido; está en condiciones de bloquear todos los caminos y pasos.

—¿Todos? —Asdrúbal el Cano arrugó la frente.

Aníbal asintió.

—Exacto; todos los que él cree transitables. Así que marcharemos por uno que a él deba parecerle intransitable. —Volvió a señalar el mapa—. El cauce de este río, aquí, a través de los Montes Apeninos, hacia la región de los magelios, casi directamente hacia el sur, por el curso superior del río llamado Arnus. Nuestro destino es un lugar llamado Faesulae.

Magón cogió a su hermano del hombro.

—Bien, ¡ahora dinos por qué Flaminio ha de pensar que ese camino es impracticable!

—El paso es un poco escarpado —dijo Aníbal sin dar mayor importancia al asunto—. Y desde la aldea etrusca de Pistoria, a orillas de un afluente del Arnus, hasta Faesulae, el camino es un poco pantanoso.

Al otro lado del terrible paso murió el penúltimo elefante; sólo Surus parecía poder habérselas con todo. Tras un largo y crudo invierno en el que una gran cantidad de nieve se había acumulado sobre las montañas elevadas, la nieve tardó en derretirse, de modo que los verdaderos deshielos no empezaron casi hasta finales de la primavera. En los valles fluviales de Etruria los días pasaban bajo un calor sofocante; enjambres de mosquitos oscurecían el cielo y caían sobre hombres y bestias. Las noches continuaban siendo frías, frío que se intensificaba por las heladas aguas del deshielo.

Durante la última parte de la marcha, cuatro días y tres noches, Antígono casi sintió nostalgia por los Alpes. Y el heleno había tenido suerte. La noche anterior al primer día de verdaderos pantanos, Aníbal reordenó las columnas de marcha, reagrupando a las unidades.

—Tigo, cuando salgamos, lo primero que necesitaremos será un lugar seco, provisiones, agua, espacio para letrinas, pastos. Ya sabes. Tú, Hannón e Himilcón os haréis cargo del primer grupo; os daré cincuenta unidades de libios y a la mitad de los íberos y baleares. Asdrúbal: tú hazte cargo de los íberos y libios restantes. —Arrastró la siguiente frase—: Presta especial atención a lo que suceda detrás de ti.

El Cano curvó hacia abajo la comisura de los labios y asintió lentamente. Detrás de él iría una parte de los bagajes, luego los celtas, luego más bagajes, finalmente los jinetes íberos y númidas. Cada soldado llevaba, además de su equipaje de marcha habitual, comida para varios días. Los mejores y más resistentes, que eran irreemplazables y posiblemente tendrían que despejar de enemigos el camino de acampada para salir del pantano, avanzaban por senderos que aún no estaban tan pisoteados, tenían los bagajes a su espalda y evitaban que los impredecibles celtas huyeran hacia delante. Los celtas, que marchaban entre los dos grupos de bagajes, sufrían avanzando por un terreno revuelto y pisoteado; lo único sorprendente de las bajas que tenían era que éstas no fueran aún mayores. Los jinetes cerraban la columna, impidiendo una huida de los celtas hacia atrás; éstos encontraban el terreno en un estado desastroso, pero eso concernía más bien a sus caballos. A Aníbal podía encontrársele a menudo entre los jinetes, a veces entre los celtas, rara vez en la vanguardia; iba sentado sobre Surus, lo que le permitía una cierta visión panorámica.

Los días en el humeante pantano, hundidos hasta las rodillas o más, picados y devorados por mosquitos, calcinados por el sol abrasador, fueron terribles. Pero las noches eran peores; el frío hacia presa de esos hombres calados hasta los huesos y cubiertos de barro, que no podían acostarse en ninguna parte. Imprudentes que se echaban a dormir u hombres que simplemente estaban demasiado agotados y se tumbaban sobre el engañoso suelo, se hundían y ahogaban en el pantano. Piezas de equipaje eran unidas con lanzas, vainas de espadas y escudos; si cien soldados unían sus pertrechos, alrededor de treinta podían descansar sobre éstos. Los que mejor dormían eran los que podían usar como cama el cadáver de algún animal de carga, si la bestia había muerto cerca de la orilla. Bajo el agua helada había caminos ribereños de piedra y viejos diques etruscos. Todo el resto de la llanura estaba inundada, pantanosa, sin fondo. Aquí y allá árboles aislados o copas de arbustos se levantaban por encima del cieno marrón verdoso. Al otro lado del río el horizonte era una capa de vapor; a este lado, las cimas y sierras de lejanas montañas. Detrás de éstas, fortificaciones romanas se levantaban invisibles y amenazantes.

A mitad del segundo día empezaron a acumularse las bajas. A los hombres les faltaban las fuerzas para volver a salir de agujeros en los que se hundían, o, si caían al río helado, para nadar hacia algún lugar donde hubiese algún tipo de suelo bajo el agua. Algunos que, mojados y débiles, se quedaban dormidos, ya no despertaban al terminar la helada noche. La fiebre se extendía. Animales de carga morían chillando, arrojados contra el suelo por el peso de sus cargamentos. Muchos caballos perdieron los cascos por enfermedades e infecciones. El hedor caliente y el vaho durante el día, la fría fetidez del pantano durante la noche, penetraban por las vías respiratorias de hombres y bestias; barro siempre liquido se filtraba por todos los agujeros en los fardos de equipaje, pertrechos de guerra, animales, soldados.

Los médicos no podían hacer prácticamente nada. No cesaban de ir y venir a lo largo del torturado convoy, montados sobre caballos extenuados. La segunda noche Memnón se dio un breve descanso entre los hombres de la vanguardia.

—Se quedará ciego —dijo en tono sombrío cuando Antígono le preguntó por el estratega—. La humedad, el cieno, el esfuerzo; no sé cuándo fue la última vez que durmió. Tiene ambos ojos inflamados. Diez días de descanso, con infusiones de hierbas, compresas, los ojos vendados y en un clima templado y seco… pero ¿qué se puede hacer aquí?

—Hacerle perder el sentido de un golpe y atarlo a Surus.

Memnón se mordió el labio superior.

—Es lo que quería Magón, pero Aníbal desenvainó la espada en seguida. Y después le soltó un discurso; algo así como lo que debía hacer Magón si le ocurría algo. Un discurso sobre Flaminio, el muy imbécil se considera a si mismo un gran estratega porque hace seis años, durante su primer consulado, no cayó en seguida del caballo luchando contra los celtas. Tolera todo menos las burlas, y se enfurece cuando tiene la sensación de que alguien lo menosprecia. —Memnón suspiró, se apoyó en el hombro de Antígono y se levantó del escudo en el que estaba sentado. El lodo no tardó en llegarle hasta la mitad de la pantorrilla—. Tengo que seguir. En todo caso… ya lo sabes, padre. Quizá a ti te haga caso.

Antígono siguió a Memnón con la mirada mientras éste caminaba hacia un caballo agotado.

—Cuando salgamos de aquí —dijo cansado—. En caso de que algún día salgamos.

—Entonces será demasiado tarde. Además, Aníbal ya tiene planes para el momento.

—Debe tener dolores horribles. —Durante un breve descanso bajo el calor de mediodía del tercer día, entre nubes de vapor y mosquitos, Asdrúbal el Cano se abrió paso hasta los oficiales de la vanguardia.

Hannón calló; Himilcón estiró los brazos.

—¿Qué podemos hacer? Aníbal es… —Tragó saliva.

Asdrúbal siguió con la mirada un cadáver que era arrastrado hacia delante; debía tratarse de un celta, a juzgar por los trozos de su traje que podían verse desde allí.

—Precisamente. Aníbal es como es. Creo que ya conoce a la mitad de los celtas por sus nombres. Y se preocupa de cada uno de los hombres. Comparados con él, todos nosotros somos bárbaros sin cerebro ni sentimientos. Gusanos. Si le cortaran la pierna con una sierra él no emitiría ni un solo sonido. Pero ahora lo he oído gemir y lo he visto apretarse la cabeza con las manos. Sus ojos…

Antígono miraba con los ojos entrecerrados el resplandor reflejado por la superficie del agua. Era una luz insoportable; insoportable hasta para ojos sanos.

Al mediodía del cuarto día de marcha dejaron atrás el pantano del valle del Arnus; los fértiles prados y sembrados del suroeste de Faesulae se extendía sobre terrenos un poco más altos, y los antiguos canales etruscos estaban en buenas condiciones. Éstos drenaban la región, demasiado húmeda.

Exploradores enviados a intervalos desde la mañana informaron que no había tropas romanas en los alrededores. Además, habían encontrado el lugar ideal para levantar el campamento, una especie de aldea fortificada: una finca romana fortificada en el territorio de antiguos enemigos sojuzgados, provista de un pequeño río, grandes graneros y heniles, enormes rebaños y todo tipo de edificios. Tras una breve deliberación de Antígono, Himilcón y Hannón buscaron voluntarios y los encontraron, a pesar de que la mayoría de los libios e íberos apenas si habían podido sentarse un momento. Dos grupos de alrededor de quinientos hombres cada uno partieron hacia el noroeste y el nordeste para rodear la aldea fortificada, asegurar los campos y evitar que todo el ganado fuera ahuyentado.

Antígono, siguiendo el consejo de los exploradores, siguió a Himilcón con el resto de los hombres para llegar desde el noroeste al lugar previsto para acampar. Siguiendo ese camino, que no era mucho más largo que el que iba en línea recta, el extenuado convoy —una parte del primer grupo de bagajes ya había salido del pantano; empezaban a aparecer los primeros celtas— evitaría el pequeño río, que de lo contrario hubieran tenido que cruzar a nado.

Cuando la columna de marcha llegó a la finca romana la lucha ya había terminado. La mayoría de los edificios seguían en pie; sólo una parte de la columnata del nordeste, donde los defensores de la aldea habían ofrecido resistencia hasta el final, estaba destruida. En ese lugar, la tierra parda estaba abierta o ya había dado una cosecha temprana; Antígono elogió al númida que había propuesto ese camino. Destruir lo menos posible era lo más sensato, pues así quedaba para el ejército la mayor parte de la producción de los huertos.

De ser otras las circunstancias hubiera sido un día maravilloso. Y hubiera sido un maravilloso espectáculo ver cómo, poco antes de la puesta del sol, la retaguardia celta se acercaba a la finca como una serpiente multicolor adelantada, aquí y allá, por los jinetes. Todo estaba preparado; los hombres instalaron puestos de vigilancia. El intenso sol del atardecer acercaba las lejanas faldas de los Apeninos, tiñéndolas de un azul irreal. Blancos conjuntos de nubes volaban con pereza hacia el este, llevadas por el viento templado del mar de Sardonia. Con largos pasos, extrañamente ligeros y elegantes, Surus pasó junto a las columnas de marcha, los arruinados edificios exteriores, y númidas detenidos.

Antígono dirigió la mirada a través de la columna y el viejo puente de piedra bajo el cual pasara alguna vez el río, ahora desviado, y contempló las colinas en las que se perdía el final de aquella serpiente humana. Un gato salió corriendo del patio interior y se aovilló sobre los restos agrietados de una columna. El aire estaba cargado de ruidos y olores: sangre y vísceras de reses recién sacrificadas, leña resinosa, tintineo de espadas dejadas sobre el suelo adoquinado, el raspar de recipientes contra las paredes del pozo amurallado, voces mudas, conversaciones a media voz, risas suaves.

Surus empezó a balancearse un tanto cuando llegó a los ribetes de sombras de las columnas. La embarrada manta que llevaba sobre el lomo estaba seca y, como por obra de un milagro, seguía siendo roja. El conductor del elefante levantó la lanza estandarte del estratega, que llevaba los símbolos de la medialuna de Tanit y el redondo ojo de Melkart. Aníbal estaba sentado detrás. Surus estiró la trompa entre las dos columnas, a las que faltaba el arco del remate, y soltó un bramido de dolor; luego hincó las rodillas delanteras. Sobre el hocico corrían delgados hilos de sangre. El portaestandarte saltó al suelo y ayudó al estratega a bajar del lomo del enorme animal.

Aníbal tenía un aspecto espantoso. Tenía ambos ojos hinchados y enrojecidos; sobre el derecho parecía haberse posado un velo de forma romboide. Su rostro, consumido por el dolor, tenía un color cenizo. Peso se sostuvo por sí mismo, apartó el portaestandarte y se arrodilló junto a la cabeza de Surus. A Antígono le pareció ver un ligero guiño en el ojo del elefante; luego el pesado cuerpo del animal cayó de costado.

Magón, Asdrúbal el Cano, Antígono, Memnón y Maharbal hicieron todo lo posible, pero fue finalmente Muttines quien consiguió convencer al estratega de que descansara dos días en una habitación oscura. Aníbal guardaba silencio; y no comía nada.

—Es como si se hubiera invertido completamente, de afuera hacia dentro —dijo Memnón—. Sin que lo interior se haga visible. Es muy extraño. Una especie… una especie de relajación drástica.

Sin proponérselo hablaba en voz muy baja, a pesar de que un pasillo y dos paredes separaban el descanso de Aníbal de la habitación donde tenía lugar la conversación. En el edificio principal de la finca todo el mundo andaba de puntillas; afuera, los miles de hombres que acampaban en las tiendas guardaban un silencio casi angustiante, y no sólo debido al cansancio.

—De momento no se puede hacer nada —dijo Magón—. Tiene que descansar. Ojo rojo de Melkart… si hay alguien que se merece un descanso es él. No habrá problemas con el ejército; los exploradores son de confianza, y de lo que haga falta decidir podemos encargarnos nosotros. Durante los próximos dos o tres días. Pero después…

El más joven de los bárcidas había cambiado casi de un momento a otro debido al peso del mando. No más provocaciones a Antígono o al libiofenicio; el rostro de Muttines mostraba una mezcla de sorpresa y alivio al mirar a Magón.

—Tú eres el médico —dijo Maharbal poniendo las manos sobre la mesa. Su mirada divagaba entre los vasos y jarras; agua y vino parecían interesarle más que las caras de los demás o el tema de la conversación—. ¿Qué le sucederá?

Memnón buscó los ojos de su padre. Antígono leyó la pregunta en el rostro de su hijo y asintió a disgusto.

—Perderá el ojo derecho —dijo Memnón—. Con suerte.

—¿Qué significa con suerte? —Magón apoyó el codo sobre la mesa y se inclinó hacia delante. Pero no dirigió la vista a Memnón.

—Quiero decir que tal vez el ojo izquierdo sólo pueda ver la mitad de lo que veía antes. Con suerte conservará la vista, en el izquierdo. El derecho no se puede salvar.

—Él es nuestra cabeza —dijo Asdrúbal el Cano con voz ronca—. Y el corazón de los treinta mil que están allí afuera. Qué…

Todos callaron; Antígono comprendió de repente que todos esos hombres no estaban únicamente afligidos y preocupados. Magón, quien podía coger a un buey por los cuernos y derribarlo, y, de hacer falta desenvainaría su espada y, dando un rugido, arremetería él solo contra una centuria de soldados romanos; Magón, quien no temía ni a los dioses púnicos ni a los romanos, ni al mar embravecido ni a las tempestades; Magón tenía miedo, miedo digno de lástima. No temía por su propia vida; tampoco por el ejército, al que tendría que conducir a la victoria, al fracaso o de regreso a Iberia. Maharbal, que del grupo de oficiales de la misma edad preparados por Amílcar y Asdrúbal el Bello era quizá quien tenía una amistad más íntima con Aníbal —Maharbal, que a veces parecía poder leer los pensamientos del estratega—; Maharbal tenía un miedo enfermizo. Miedo no por su vida ni por sus jinetes. Hannón, el hijo del antiguo sufete Bomílcar, un hombre alegre, ingenioso, valiente, uno de los mejores oficiales en los que una estratega había podido apoyarse Jamás, estaba sentado allí, con el rostro gris, cogido por un miedo abismal. El libiofenicio Muttines, quien amaba y veneraba al estratega y a quien éste nunca trataba como a un no-púnico, sino como a un amigo y buen oficial; Asdrúbal el Cano, parco en palabras, dotado de una excelente capacidad de ver las cosas globalmente y de una memoria increíble, conocedor de los filósofos y tácticos helenos, maestro en cuestiones de abastecimiento y sitios, un hombre que, sin dudar de si mismo ni desesperar por la tarea, seria capaz de llevar el ejército a Libia aunque él mismo tuviera que construir todos los barcos; Aníbal Monómaco, el gigantesco y a menudo cruel Aquiles púnico, quien no tenía por qué temer nada de lo que existía bajo el sol, sólo a sí mismo; los nobles, ricos e instruidos Cartalón, Bonqart, Himilcón, púnicos que con sus fortunas hubieran podido levantar reinos y academias de placer en el interior de Libia, y sin embargo habían preferido ponerse a las órdenes de Aníbal; todos ellos tenían miedo, miedo punzante, desgarrador, corrosivo, por la vida del conductor y ejemplo del ejército. Miedo de algo contra lo cual las corazas no los protegían, algo que no podía ser derrotado con la espada, la lanza o palabras astutas: la perfidia de una enfermedad que atacaba a los ojos, desprotegidos e irreemplazables, y partiendo de allí podía devorar todo lo demás.

Después de los días en el pantano, los esfuerzos de la marcha y el trabajo de organización, Antígono había dormido algunas horas, había pasado otro día ocupado con la planificación y el reparto de provisiones, lugares de acampada, mantas, medicinas, y luego había pasado diez horas enteras adormecido, sin conciliar el sueño. Todavía se sentía cansado, notaba de forma más palpable que nunca que ya tenía cincuenta y un años. Pero quizá se debía a esos años, empleados en cosas tan diversas, que a pesar del cansancio estaba libre del miedo que entumecía a los oficiales y se cernía como un vaho sobre todo el ejército.

Antígono se levantó, secó su copa y dio un golpe en la espalda al sobresaltado Muttines, que se encontraba a su lado.

—Voy a verlo.

La habitación al otro lado del pasillo estaba casi a oscuras. Aníbal estaba acostado sobre una amplia cama de madera revestida en cuero, llevaba puesto un chitón limpio y la manta le llegaba hasta la altura de la barriga. Manos y rostro estaban relajados, tenía los ojos vendados con paños blancos. Al lado de la cama había una bandeja honda; la mezcla de agua y cientos de hierbas llenaba la habitación de un aroma al mismo tiempo refrescante e inquietante.

—Hijo —dijo Antígono; se sentó en el borde de la cama y cogió la mano derecha de Aníbal. Estaba seca, ni demasiado fría ni demasiado caliente—. Deberías estar gritando o cantando o quejándote o pidiendo a gritos vino y mujeres o lo que sea.

El estratega esbozó una leve sonrisa y apretó la mano del heleno.

—¿Temor, Tigo?

—Tus amigos. Saben qué es una herida de espada, pero esto y tu retiro… Son los mejores oficiales que haya tenido estratega alguno. Si murieras en Babilonia no se dividirían tu imperio, sino que lo consolidarían y expandirían. Pero ahora son como niños asustados de que el sol se ponga. Y al mismo tiempo son grandes e inteligentes; por eso saben que el sol no volvería a salir y dejaría todo envuelto en tinieblas.

—Lo sé, Tigo. Sé que tienen miedo de algo contra lo que no pueden luchar. Pero eso es todo. —La mano derecha palpó buscando las vendas—. Seco. ¿Puedes…?

Antígono lo ayudó a quitarse el vendaje. Aníbal mantuvo los ojos cerrados mientras Antígono sumergía las vendas en la bandeja, las exprimía un poco y volvía a colocarlas alrededor de la cabeza de Aníbal.

—Desde el asesinato de Asdrúbal —dijo el estratega a media voz—, he dormido una que otra vez, pero nunca he descansado. Cuatro años, Tigo. Las expediciones contra los pueblos ibéricos, Zakantha, el Iberos, los Pirineos, los Alpes, el pantano. Cornelio y Sempronio. La cabeza, ¿comprendes? Demasiado llena; quería reventar. Por eso. Tantas cosas… Pensamientos, márgenes, todo… ya no podía mover ni un solo músculo.

—¿Estás mejor ahora? ¿Has dormido?

Aníbal sacudió la cabeza con cuidado.

—Mejor, sí; pero no puedo dormir. Yo… no, no yo, algo piensa. Yo soy pensador. Ordenar, empaquetar, guardar, Tigo.

Parecía completamente relajado; siguió hablando a media voz. Hizo preguntas que Antígono intentó responder o eludir con suposiciones. Pero casi todo eran informaciones, discusiones, ilación de pensamientos, juegos mentales. Todo formulado de forma controlada, concisa, a menudo lacónica; el recipiente de su cabeza, a punto de reventar, dejaba salir lo superfluo, después de haberlo escogido y revisado. Apenas dos o tres palabras sobre la guerra, el Senado de Roma y el Consejo de Kart-Hadtha, la locura del mundo helénico; esas cosas debían quedarse dentro del recipiente, y no pertenecían al subterráneo de los sentimientos, sino a las cámaras y graneros del pensamiento. Antígono estaba contento de haberse acercado a Aníbal; lo que el estratega tenía que dejar salir hubiera sido excesivo para Maharbal, y Magón lo hubiera arrojado al terreno de la incomprensión. Además del heleno, había únicamente otra persona que hubiera podido sentarse en la cama de Aníbal, escucharlo y darle consejos o replicarle en voz baja: Asdrúbal, muy parecido al estratega en muchos aspectos. Pero el hermano estaba en Iberia, luchando contra las legiones romanas y la testarudez de los íberos.

Eso que Aníbal llamaba sencillamente calor era un paisaje en el cual sus pensamientos erraban como en un laberinto.

—… dos inviernos maravillosos en la nueva Kart-Hadtha… Los ojos de Himilce, sus brazos, jugar con el niño. —Luego, tras un breve silencio—: Cuando era joven y pasaba algún tiempo contigo y Tsuniro sentía y amaba eso. —Buscó palabras para exponer sus pensamientos con mayor claridad, para explicarlos, establecer diferencias; pasó del púnico a la coiné—. Entre vosotros estaba eros, Tigo, y agape, los dos juntos, y para mí ese estado de seguridad era todo eso al mismo tiempo, eros, agape, philia, las caricias y risas de Tsuniro, tus bromas y abrazos…

—¿Quieres que bromee más a menudo, o que te abrace con mayor frecuencia?

Aníbal sonrío.

—Las dos cosas. Sobre todo: sé que tienes otras cosas que hacer en Libia, pero…no te vayas tan pronto.

Luego pidió a Antígono que le hablara de Kshyqti, su madre, a la que recordaba como un calor y una ternura infinitos que lo habían abandonado poco después de su cuarto cumpleaños. Más tarde, después de que el heleno hubo mojado las vendas por segunda vez, el estratega pidió caldo de carne y «que me dejen sólo hasta que yo diga lo contrario. Creo que voy a quedarme dormido».

Magón, Maharbal y Muttines estaban esperando; los demás habían ido a hacer las cosas que tenían que hacer. Magón se levantó de la mesa de un salto cuando vio entrar a Antígono, le salió al encuentro y le puso las manos sobre los hombros.

—¿Cómo…? ¿Cuál es tu opinión?

—Está sano. No puedo juzgar en lo que atañe a sus ojos, pero por lo demás está bien. Quiere caldo y después dormir.

Muttines suspiró aliviado, Maharbal estaba radiante, y Magón hizo algo inaudito: apretó al heleno contra su pecho y dijo:

—Te lo agradezco… Tigo. —Luego sonrió y se corrigió—: Meteco.

—No tienes qué agradecerme, púnico.

—Sin embargo —dijo Magón, otra vez en serio— si realmente se queda ciego…

—Eso está en manos del destino y de Memnón. Pero dime, Magón, ¿a quién preferirías al mando, a un Aníbal ciego o a un Pirro ciego? ¿O a todos lo cónsules romanos, con buena vista?

Muttines levantó ambos brazos.

—Cogería la luna para que él viera, Tigo, prefiero a Aníbal sin ojos, sin oídos y si hace falta sin piernas.

—No es que se lo deseemos —dijo Maharbal.

Antígono dio algunas indicaciones a una esclava de la cocina y volvió a la habitación de Aníbal.

—Dentro de pocos minutos te escaldarás la lengua, estratega. ¿Algún otro deseo?

—Envía una esclava a que me dé de comer, tu hijo dice que no puedo abrir los ojos. Y dame algo en qué pensar, algo diferente.

—Yo mismo te daré de comer. ¿En qué te gustaría pensar? ¿Algo reparador para estrategas marchitos?

Aníbal contuvo la risa.

—Algo que trace nuevos canales de desagüe en mi cerebro.

Antígono volvió a sentarse en el borde de la cama.

—Ah. Eso será difícil. ¿Quieres cosas sabias o tonterías?

—Ambas, Tigo. Todo lo que se te ocurra.

—¿Te he hablado alguna vez de Taprobane?

—¿Esa isla al sur de la India? Sé que has estado allí, pero creo que no me has contado nada más.

—En ella había un comerciante chino que tenía una hija muy simpática y complaciente; en esa época para mí la muchacha era más importante que las perlas de la conversación del comerciante. Pero recuerdo algunas de esas perlas. No bien ensartadas, que es como deben estar las perlas, sino más bien aisladas. Pero se adecuan bastante bien a tu caso. «Un árbol caído no hace sombra», oh postrado estratega. Y: «Hasta la cuerda más gruesa empieza a podrirse por un hilo». O ésta: «Una pulga en la cama es peor que un león en la estepa». O lo que me decía con especial énfasis el padre de la hermosa muchacha cuando yo contemplaba demasiados proyectos a un mismo tiempo: «Una montaña de plumas puede hundir un barco». O bien: «De un búfalo no se pueden sacar dos pieles». ¿Consiguen estas frases darte un poco más de sueño?

Aníbal dejó escapar una risa breve y gutural.

—Los comerciantes chinos son gente muy lista. Las últimas noticias que recibí de mis informadores de Oriente, antes de Kart-Hadtha, decían que en China había un nuevo soberano; éste ha comenzado a unir una multitud de murallas pequeñas y viejas para formar una sola muralla gigantesca que los separe del resto del mundo. Es una buena idea. La Oikumene debió construir hace cien años una muralla similar alrededor de Roma.

Memnón entró en la habitación; traía una escudilla con caldo y una cuchara de madera pulida.

—No es veneno —dijo antes de volver a salir de la habitación.

Antígono dio de comer al estratega. Aníbal había levantado un poco el torso, apoyándose sobre los codos. De pronto, el heleno echó a reír en voz muy baja.

—Al estar aquí intentando devolverte a la vida me he acordado de algunos discursos sobre la renuncia. En la India hubo hace mucho tiempo un piadoso predicador de la renuncia; el gran rey Ashoka, quien unificó a la India, se convirtió a su doctrina e incluso envió mensajeros hasta Alejandría para extender las pacificas enseñanzas.

—¿Renunció ese rey al mundo y la conquista? No recuerdo haber oído nada sobre la disolución del imperio hindú.

—Las palabras sensatas son para reflexionar sobre ellas, seguirlas sería demasiado. Gotamo, ese piadoso predicador, decía más o menos esto: «Quien renuncie a la vida mundana debe guardarse de dos muertes. La vida en los placeres es una muerte vulgar y vil; atormentar el propio cuerpo también es innoble. El camino intermedio crea luz y conocimiento; este camino intermedio lleva a la paz, el conocimiento, la iluminación. Pero el camino intermedio es el sendero de ocho ramales; creencias justas, decisiones justas, palabras justas, actos justos, vida justa, ambiciones justas, pensamientos justos, y el justo abandonarse a uno mismo. Además, hay cinco dolores: el nacimiento es un dolor, la vejez, la enfermedad y la muerte son dolores, ser uno con el desamor y vivir separado del amor es un dolor. El dolor surge de las ansias: ansias de placer, de llegar a ser, de caducidad. Pero la supresión del dolor es la supresión de las ansias y la anulación del deseo».

Aníbal eructó.

—Yo deseo algunas cucharadas más de caldo, oh letrado y sapiente Tigo.

—Bueno, bueno. Come, para que te hagas grande y fuerte, muchacho. Todavía tengo algo más para ti, una oración egipcia. Seguramente no la recuerdo completa; además, se la escuché a un viejo apóstata macedonio desdentado que no sabía egipcio y repetía los nombres de ciudades y templos en heleno. Pero es igual. Prepárate. Y abre la boca. «Oh tú el de largos pasos, que apareces en Heliópolis: no soy un malhechor. Oh tú que conservas el fuego, y apareces en Keraba: no soy un hombre violento. Oh tú el de la nariz, que apareces en Hermúpolis: no tengo malas intenciones. Oh devorador de sombras, que apareces en Elefantina: no soy codicioso. Oh tú, semejante a un león, que apareces en el cielo: no engaño con el peso del grano. Oh rompehuesos, que» ya no sé dónde aparece; creo que sigue: «no robo comida. Oh tú el de los dientes brillantes: no soy un blasfemo. Oh tú que bebes sangre: no he matado ningún animal sagrado. Oh Señor de la honradez: no soy un salteador. Oh tú que vuelves la espalda: no escucho lo que no debo. Oh víbora de Busiris: no incurro en adulterio. Oh Señor de la Casa del Mm: no soy deshonesto con nadie». Bien, ¿satisfecho?

Aníbal se dejó caer sobre la cama.

—Más que satisfecho, queridísimo amigo. Esa oración, aunque estaba incompleta, como has dicho, es un delicado catálogo de cosas que tengo que volver a hacer algún día. Después de haber dormido.

Durmió veinticuatro horas. Después, cuando Memnón fue a examinarlo, se confirmó que el ojo izquierdo de Aníbal no había sufrido ningún daño; el derecho estaba ciego.

Tras recibir los informes de sus exploradores, el cónsul Cayo Flaminio había apostado su ejército en, y alrededor de, la ciudad de Arretium, a unos cuantos días de marcha al sudeste del campamento púnico; de esta forma protegía el rico y fértil campo etrusco y podía alcanzar y bloquear rápidamente todas las grandes carreteras. Aníbal estaba reuniendo más detalles sobre la vida, los antecedentes y la manera de ver las cosas del cónsul.

A lo largo de todo el día estuvieron yendo y viniendo emisarios procedentes de las ciudades y familias etruscas. De manera incomprensible para Antígono estos emisarios hacían hincapié en la antiquísima amistad entre púnicos y etruscos, apoyándose en una cronología supuestamente cierta: hacía trescientos treinta años, decían, las potencias amigas habían movilizado una flota común para poner fin al avance hacia el oeste de los helenos focenses. Antígono sabía que una vez había habido un combate naval frente a las costas de Kyrnos, cerca de Alalia, y que después de ésta no había vuelto a levantarse ninguna colonia focense en Kyrnos; el heleno conocía también las viejas relaciones comerciales entre Karjedón y los etruscos. Lo que desbordaba la capacidad de comprensión de Antígono no era únicamente que los etruscos afirmaran conocer exactamente todos los años y los textos de todos los tratados, sino, sobre todo, que hablar de ello naciera de ellos mismos. Roma les había arrebatado un trozo de territorio tras otro, había ocupado una ciudad tras otra; el último levantamiento importante de los etruscos había tenido lugar hacia más de sesenta años; Etruria era considerada una parte firme y segura del sólido sistema de alianzas romano.

Y ahora los etruscos no habían esperado a que Aníbal los lisonjeara, les echara el cebo, les hiciera propuestas; ellos mismos ofrecían su ayuda.

—Hasta cierto punto —dijo Aníbal por la moche, cuando los emisarios ya se habían marchado—. Ningún soldado, pero si víveres, caballos frescos, que necesitamos urgentemente, después de haber perdido tantos en el pantano, metal para armas. Dejarán pasar las provisiones que nos lleguen desde el norte de Italia, siempre y cuando nosotros y los celtas no les causemos ningún daño ni saqueemos sus ciudades. Y harán la vista gorda si dos o tres barcos anclan frente a sus costas. Por otra parte, casi toda la costa está en manos de Roma.

—¿Qué pasará después? —Tras casi siete días de descanso, Magón parecía a punto de explotar, no cesaba de mover alguna parte de su cuerpo; se llevaba una mano a la cabeza, una rodilla daba un respingo, un pie frotaba el suelo.

—Flaminio ya sabe que estamos aquí. —Aníbal se acomodó el parche rojo que le cubría el ojo derecho; Antígono había recomendado el color, en alusión a Melkart—. Entretanto ya debe haber dado aviso al otro cónsul, utilizando la gran carretera del norte; de modo que debemos contar con que Servilio no tardará en llegar a Etruria.

Asdrúbal el Cano dejó escapar un silbido.

—¿Quieres esperar hasta que los dos ejércitos se hayan reunido?

Aníbal sonrió; era una sonrisa desagradable.

—Tengo pensada otra cosa —dijo lentamente—. Haremos cosquillas a Flaminio.

—¿Dejará que se las hagamos? —Muttines enarcó las cejas.

—Nos ofrecerá la barriga voluntariamente. —Aníbal se levantó y empezó a andar de un lado a otro de la habitación, enumerando las cualidades y peculiaridades del romano.

—Cayo Flaminio es lo que los romanos llaman un plebeyo, un hombre del pueblo, que ha conseguido salir adelante gracias a su propio esfuerzo. Adversario de las antiguas familias nobles y del Senado, controlado por éstas. Ambicioso, a menudo testarudo; se siente orgulloso de todo lo que sólo se debe a si mismo, no cree en los dioses y no hace caso de los malos presagios.

—Casi podría ser un buen amigo, y un púnico —murmuró Maharbal sonriendo.

—No podría serlo. Fuera de todo lo que lo separa del Senado, es un romano típico, los otros pueblos no le interesan. Hace quince años fue tribuno del pueblo y logró que se promulgara una ley de colonización contraria a los intereses de la aristocracia; tierra para los campesinos romanos pobres. Muy humanitario, pero la tierra que quería repartir pertenece en gran parte, aún hoy, a los celtas. Fue él quien fundó las primeras grandes colonias de las riberas del Padus; y quien levantó las fortificaciones. Hace diez años fue pretor y gobernador de Sicilia. Hace seis años fue cónsul por primera vez; se atribuye a sí mismo la victoria contra los insubros; en aquella ocasión el pueblo romano lo recibió con un triunfo, contra la voluntad del Senado. —Aníbal arrugó la nariz; cuando retomó el hilo su voz sonaba algo menos grave—. En realidad debe agradecer esa victoria frente a los celtas a sus tribunos militares, y, sobre todo, a los centuriones, éstos no siguieron sus confusas órdenes sino que las interpretaron como les vino en gana. Sigamos. Hace tres años era censor; como tal mandó construir la gran carretera que une Roma con Ariminum, que por eso es llamada Vía Flaminia; también hizo construir un circo en el Campo de Marte, en Roma. Durante los últimos años se ha ganado más enemistades en el Senado, por apoyar una ley que prohíbe el comercio marítimo a los senadores; separación del poder político y el poder económico.

—Todo eso está muy bien y es muy interesante —dijo Magón; bostezó—. Pero ¿adónde nos conduce?

—El cónsul es ambicioso y vanidoso, respondón y carente de todo ingenio. Quiere hace todo por si mismo y monta en cólera apenas siente que alguien no lo toma en serio. —Aníbal volvió a esbozar esa sonrisa desagradable, enseñando la mitad de los dientes—. Le haremos cosquillas y dejaremos que piense que no lo tomamos nada en serio.

Al cuarto día de marcha aquel largo gusano que era el ejército llegó a los alrededores de Arretium, devastó los campos y sembrados, desoló las fincas romanas y las tierras de las ciudades y tribus etruscas que permanecían fieles a Roma. El ejército del otro cónsul había dejado Ariminum y había emprendido una marcha forzada hacia el sur por la Vía Flaminia. Flaminio, convencido de sus propias dotes de estratega, probablemente esperaba los refuerzos con sentimientos contradictorios; según se deducía de las conclusiones de Aníbal, Flaminio quería el triunfo para él solo. Aníbal, Antígono y Sosilos, pensando en el carácter del cónsul, idearon, juntos, en latín vulgar, un poemita vulgar, grosero e imperfecto, que los hizo reír hasta que les dolieron las tripas. Cayo Flaminio debía contar con que, según las usanzas de la estrategia, el enemigo le presentaría batalla en Arretium. Pero Aníbal siguió hacia el sur, pasando a tan sólo tres horas de marcha al oeste de la ciudad. Exploradores númidas capitaneados por Maharbal detuvieron a unas cuantas docenas de jinetes romanos, los interrogaron y luego los dejaron ir, con un mensaje sellado para el cónsul. Éste contenía el mismo texto que casi cien trozos de papiro que dieron abiertos a los jinetes. Maharbal informó que los jinetes se habían marchado aplaudiendo y riendo a carcajadas, y que sin lugar a dudas harían correr el texto por el ejército romano.

—Ojalá atrapen unas cuantas burras —dijo Aníbal.

El horrible texto que el estratega había compuesto con los otros dos aludía a la valoración de sí mismo que tenía el cónsul; en Roma éste se había jactado muchas veces de poseer un espíritu penetrante y fértil, y una conducta ejemplar y virtuosa. Los ásperos versos decían:

FERTILITER CAIVUM PENETRARE ASINA PVTAT

EXINDE FLAMINII CACAT SEMINEM.

—La burra opina que Cayo es muy fértil y penetrante; luego caga el semen de Flaminio —dijo Antígono.

El jefe de tropa númida Miqipsa, quien había entregado los trozos de papiro a los romanos, se retorcía de risa.

—¿Y? ¿Está bien en latín?

—Absolutamente horrible, pero acaso el cónsul lea en ello una ofensa adicional, sobre todo en el segundo verso, que es un hiante imperfecto. Qué se habrá creído, ni siquiera sabe hacerlo correctamente, seguramente dirá algo por el estilo.

Los sembrados de los romanos y sus aliados habían sido saqueados, Flaminio debía haberlos protegido; el cónsul, listo para entrar en batalla, más aún: ansioso de entrar en batalla y ávido de gloria, había sido despreciado de manera insultante por Aníbal, que había pasado de largo con su ejército; y además estaba la áspera burla de los versos que los legionarios repetían entusiasmados: Cayo Flaminio no esperó al otro cónsul, sino que puso en marcha a su ejército y salió rápidamente en persecución de Aníbal.

Por motivos que de momento nadie conocía, Aníbal hizo marchar a sus hombres lentamente y luego otra vez de prisa. Siempre hacia el sur, en dirección a Clusium y Roma, pero la noche del cuarto día, después de haber hecho el desprecio al cónsul y de haber saqueado a fondo la región que se extendía al oeste de Cortona, el ejército de Aníbal cambió de dirección, marchó hacia el este cruzando un paso en las montañas de las orillas del lago Trasimeno y acampó sobre una elevación del terreno en la orilla septentrional del lago. Un pequeño grupo de retaguardia custodiaba el paso; los romanos pasaron la noche al oeste de las montañas.

Al caer la noche, jinetes de la retaguardia informaron que las tropas de seguridad romanas habían avanzado hasta las cercanías del paso y habían enviado oteadores a peñones elevados. Desde éstos podían verse con claridad las hogueras del campamento púnico.

Antígono no dudaba ni por un instante que la mañana traería un baño de sangre. Y que Aníbal había probado y sopesado las posibilidades del lugar, a más tardar cuando se encontraba en el campamento de invierno de Padus. No hubo reunión de oficiales; esta vez Aníbal se limitó a impartir órdenes, pero incluso sin reunión todos sabían cuál era la recompensa y cuánto costaría probablemente ganarla.

Más tarde, ya entrada la noche, Antígono cambió su evaluación de la situación. Lo que antes había tenido por silencio opresivo era en realidad callada serenidad; incluso de parte de los celtas, quienes a pesar de su caótico armamento habían aprendido a obedecer las órdenes de los oficiales púnicos de forma rápida y precisa.

Como hiciera antes en Trebia, también esta vez dejó Aníbal el campamento en manos de Antígono.

—Dos mil libios y mil íberos, Tigo; ya sabes de qué se trata. Cuida de que las hogueras no se apaguen. Deben dar la impresión de que todo el ejército está acampado aquí.

Poco antes de la medianoche empezó el gran cambio de lugar. Para variar, Maharbal y Muttines recibieron el mando de los baleares y de los lanceros ligeros íberos, celtas y ligures; marcharon sin hacer ruido hacia el este, bordeando el lago y ocuparon la cadena montañosa en el lugar donde el camino ribereño empezaba a subir y se dirigía hacia una llanura situada al otro lado de las colinas. Magón, Himilcón, Aníbal Monómaco y Asdrúbal el Cano, quienes estaban al mando de los soldados de a pie celtas, habían avanzado un corto trecho, tomando posiciones en las colinas que se levantaban al norte del lago. Con ellos estaban los jinetes celtas y parte de los númidas, al mando de Cartalón y Bonqart. Aníbal volvió a cruzar las colinas en dirección al oeste con el resto de los númidas, los catafractas ibéricos y el resto de los hoplitas libios e íberos; regresó casi hasta el paso por el que habían venido, pero algo más al norte.

Al amanecer la amplia superficie del lago yacía bajo una gruesa capa de neblina. Antígono mandó reavivar las hogueras y se esforzó por conocer mejor las inmediaciones. Cuando aclaró el día comprendió el plan de Aníbal. Era la trampa perfecta; sólo una cosa podía hacer que los romanos escaparan de esa trampa: que no cayeran en ella. Pero se podía confiar en Flaminio.

Tras una breve escaramuza la retaguardia púnica desocupó el paso y huyó hacia el este, pasando entre el lago y los montes, llegó al campamento y siguió de largo. Flaminio salió en su persecución; quería sorprender al enemigo a primera hora, desayunando junto a aquellas hogueras que se veían brillar a lo lejos. El camino —ni con la mejor voluntad podía llamársele carretera— se hacia cada vez más estrecho.

Al sur se extendía el lago Trasimeno, con sus orillas pobladas de cañaverales y una franja de terreno pantanoso; más allá se levantaban las colinas; el camino pasaba entre ambos.

Los fugitivos de lo que antes fuera la retaguardia púnica llegaron al paso estrecho del este, donde el camino empezaba a subir; corrieron a través del desfiladero llevando apenas cien o doscientos pasos de ventaja a la vanguardia romana, y se ocultaron entre arbustos y rocas parduzcas. La rápida avanzada romana se detuvo de pronto; desde algún lugar volaban piedras, flechas, lanzas.

Los hombres de armamento ligero de Maharbal y Muttines, muy adecuados para el paso y los estrechos senderos pedregosos, bloqueaban la salida del desfiladero. Entretanto, el grueso de las tropas romanas había llegado a la orilla del lago; Antígono se tapó los oídos cuando el mundo se sumió en estruendo y caos.

Todo empezó como con un monstruoso y visible tañido de gong: el sol despejó la neblina que se cernía sobre el lago y bañó todo con una luz lechosa, rojiza y desgarradora. Sobre las colinas brillaron las armas y estandartes de las tropas que habían permanecido ocultas hasta entonces; todos los heraldos púnicos empezaron a chillar y aullar al mismo tiempo, confundiéndose con los gritos estridentes de las trompetas romanas. Al oeste, bajo el desfiladero, los catafractas de Aníbal cayeron sobre la retaguardia romana, seguidos por los hoplitas libios y los íberos de a pie. Los númidas del grupo de Aníbal ocuparon el paso, como última tropa de ataque, pero también por precaución; nadie sabía exactamente dónde podía encontrarse el ejército del otro cónsul.

Durante la noche el campamento había sido fortificado con bloques de piedra, empalizadas y terraplenes; a los libios e íberos de Antígono no les había costado casi ningún trabajo defender el campamento de los romanos, quienes tenían que luchar subiendo una pendiente empinada y pedregosa. Del siguiente conjunto de colinas, muy al este de allí, los celtas cayeron dando terribles alaridos y blandiendo sus brillantes armas. Entre ellos había muchos insubros que se acordaban muy bien de Flaminio, de la carnicería de hacia seis años, de los incontables niños, mujeres y ancianos muertos a espada.

Cuando los celtas, sus jinetes y los númidas al mando de Himilcón chocaron contra las filas romanas, Antígono creyó sentir que la tierra vacilaba. El heleno fue el único que —sin confiar en sus sentidos— sintió el fuerte terremoto que destruyó aldeas en un radio de muchos estadios a la redonda.

La trampa estaba cerrada. Entre el lago y el pantano, a un lado, las montañas al otro, un paso ocupado a la espalda y una cadena montañosa bloqueada, al frente, los romanos tuvieron que presenciar cómo las legiones, el renombre, la presunción y el arte militar de Cayo Flaminio eran aniquilados. La amarga lucha duró tres horas. Hombres de ambas legiones que habían sido los primeros en entrar en la trampa consiguieron abrirse paso a través de los soldados de armamento ligero; unos seis mil legionarios llegaron a la llanura que se extendía al otro lado de las colinas y se atrincheraron en una aldea semiderruida por el terremoto. Maharbal salió tras ellos, los cercó; se rindieron al día siguiente.

Un insubro llamado Dukarrio se había hecho atar a su caballo desde el inicio de la batalla. Más tarde corrieron rumores sobre extraños juramentos de sangre, pero nadie sabía nada concreto. O quizá alguno de los supervivientes si lo sabía, pero no dijo nada. Al comenzar la batalla, un grupo de jinetes insubros se separó de la unidad comandada por un púnico llamado Itúbal. Los celtas formaron una cuña y penetraron hasta el centro de las filas romanas. Temeridad, valor, suerte o casualidad: a pesar de las terribles pérdidas, se abrieron paso hasta llegar a Flaminio. Dukarrio atravesó al cónsul con la lanza; luego cortó con su propia espada las cuerdas que lo ataban a su caballo, desmontó, derribó a tres romanos que le salieron al paso y descuartizó el cuerpo de Cayo Flaminio, hasta que un triario le clavó la espada en la nuca. Otros insubros decían que hacia seis años el mismo Flaminio había prendido fuego a unas cabañas cercadas por legionarios, en las que vivían los padres, la mujer y los cuatro hijos de Dukarrio.

La muerte del cónsul no decidió la batalla, que ya estaba decidida desde un principio, pero aceleró el final. Las filas romanas que aún se mantenían firmes se desbandaron. Muchos legionarios formaron erizos y pelearon hasta el final, otros se rindieron o intentaron huir. Muchos, muchísimos, se ahogaron en la orilla pantanosa o intentando escapar a nado por el lago.

Las dimensiones reales de lo ocurrido no pudieron apreciarse por completo hasta varios días después. Habían muerto más de dos mil quinientos hombres del ejército púnico; sobre todo celtas y ligures, pero también libios, íberos y más de treinta oficiales púnicos. Otros novecientos hombres murieron más tarde a causa de sus heridas.

Habían aniquilado al único ejército que podía bloquearles el camino hacia el corazón de Italia y los principales campos romanos: tres legiones romanas, el mismo número de aliados, más jinetes de los habituales; en conjunto, más de treinta mil hombres. Sólo unos cuantos centenares consiguieron escapar; casi quince mil fueron hechos prisioneros, contando a aquéllos que Maharbal había cercado en la aldea. El oficial púnico les había garantizado que serían puestos en libertad, desarmados; Aníbal arrugó la frente y dejó ir a los aliados de Roma, pero no a los romanos. Maharbal sonrió y se encogió de hombros; a la vista de las cien mil violaciones del derecho perpetradas por los romanos, no cumplir su palabra le parecía menos importante que evitar las bajas que se hubieran producido si tomaba por asalto la aldea cercada.

Un día después, Maharbal tuvo otra ocasión de distinguirse. Con catafractas númidas y lanceros a caballo, detuvo a cuatro mil hombres de la caballería romana que el cónsul Servilio había enviado como avanzada. La mitad de los romanos murió luchando, la otra mitad fue tomada prisionera. Sin más promesas.

De Cayo Flaminio, a quien Aníbal quería sepultar con honores, no se encontró ningún resto reconocible.

La noche posterior a la batalla, Sosilos, borracho menos por el vino que por los acontecimientos, se puso a declamar un discurso himnico poblado de versos de La Iliada. Aníbal no estaba de humor para escucharlo; las comisuras de sus labios le llegaban casi hasta la barbilla. Antígono consiguió detener la monserga del lacedemonio con citas falsas y preguntas impertinentes; el cronista se marchó a otra hoguera.

El heleno no podía dormir. Había demasiada intranquilidad dentro y alrededor de él. Hogueras ardieron toda la noche; armas y pertrechos de los prisioneros eran apilados en montones, lo mismo que sus joyas, bienes personales y monedas. Todo debía hacerse con rapidez. Aníbal quería conceder a los hombres algunos días de descanso antes de enviarlos a largas marchas. El campamento en las colinas estaba bien, pero los cadáveres tenían que desaparecer antes de que el sol del día siguiente criara un sinfín de mosquitos y gusanos. Algunos miles de hombres trabajaban cavando fosas comunes, reuniendo y echando los cadáveres a las fosas; los otros dormían, hacían guardia, bebían, charlaban. Era una noche fresca y clara; Antígono estaba acostado boca arriba, envuelto en una manta, contando las estrellas e intentando no pensar en nada.

Al amanecer, cuando el calor volvió a condensar una capa de neblina sobre el lago, el heleno se dio por vencido, se levantó, se acercó a uno de los fogones y se hizo servir un gran vaso de vino aromático caliente. Encontró a Aníbal en un peñasco, no muy lejos del campamento; los guardas, que formaban semicírculo de silencio alrededor del estratega, dejaron pasar a Antígono.

Aníbal tenía los brazos cruzados y la mirada fija en el sur; allí, en algún lugar, estaba Roma. A sus pies se amontonaba la montaña de armas romanas que terminarían con la heterogeneidad del armamento de los celtas y reemplazarían a las espadas inservibles, oxidadas, sin filo, de los libios e íberos. El rostro del estratega estaba gris en la gris neblina de esa mañana gris.

Antígono se acercó a él en silencio, le puso la mano izquierda sobre la espalda y le alcanzó el vaso de vino con la derecha.

—Gracias, Tigo.

—¿Has estado aquí toda la noche?

Aníbal se encogió de hombros; bebió. Luego volvió a bajar la mirada hacia las armas. Y las gigantescas fosas a medio llenar.

—¿Cómo está tu hígado, muchacho?

Aníbal pestañeó, cansado y sorprendido.

—¿Mi hígado?

—Pareces Prometeo en persona.

El púnico rió con desgana. Señaló las riberas del lago.

—No vendrá ningún águila; sólo buitres.

Antígono le quitó el vaso, dio un trago, devolvió el vaso al estratega.

—Has vencido por tercera vez a la invencible Roma, estratega —dijo a media voz—. Todo un ejército consular aniquilado. Y por tu aspecto parece como si hubieras preferido perder.

Aníbal cogió el yelmo sencillo y sin adornos, lo observó, se lo puso; sólo entonces cogió el vaso.

—No. Eso no. —Bebió, cogió el vaso con la mano izquierda, pasó el brazo derecho alrededor de los hombros del heleno—. Tú lo conocías, Tigo. ¿Cómo se sentía mi padre después de una batalla?

Antígono titubeó, luego decidió decir la verdad.

—Enfermo. Terriblemente enfermo. Miserable. Como tú. Creo que esa sensación nunca cesa, ni siquiera después de mil batallas. A menos que consigas odiar a cada uno de los hombres.

—Campesinos, artesanos, ciudadanos —dijo Aníbal. Señaló con el pie hacia abajo, hacia las fosas—. Hijos, padres, hermanos. Tantas vidas. Allí abajo yacen diez mil familias bañadas en lágrimas. ¿Cómo podría odiarlos? Yo… Para no hablar de nuestros hombres. —Suspiró—. ¿Por qué no simplemente nos dejan en paz?

—Endurece tu corazón, estratega —dijo Antígono en voz alta—. Los romanos sólo nos dejarán en paz, a ti, a mí, a todos nosotros, cuando tú los obligues a ello. En caso de que lo consigas.

—En caso de que lo consiga.

—Además, no olvides, Aníbal, que los romanos dicen que morir por la patria es dulce y honroso.

—Mierda de ratas en salsa verde. —El púnico escupió. Retiró el brazo de los hombros de Antígono y se acomodó el parche del ojo—. Esos virtuosos y ásperos filósofos. Deberían obligarlos a comer un trozo de carne agusanada de cada muerto dos días después de la batalla. ¡Dulce y honroso! Deberían comportarse de modo que dejaran vivir de forma dulce y honrosa a la gente de todos los países.

Antígono calló. En sus pensamientos se veía junto a Naravas y Amílcar en una tienda mal iluminada tras la batalla a orillas del río, tras la carnicería en el valle de la sierra.

Cuando Aníbal volvió a hablar, su voz sonaba como la de Amílcar.

—Sólo hay una cosa más espantosa que la victoria —dijo lentamente—. La derrota.

Antígono puso la mano sobre el brazo del púnico.

—Ésa es otra fiesta, y no podrás celebrarla hasta que te llegue el momento.

SOSILOS DE ESPARTA,

EN EL CAMPAMENTO DE INVIERNO DE GERUNIUM,

A ANTÍGONO DE KARJEDÓN, SEÑOR DEL BANCO DE ARENA,

KARJEDÓN - CARTAGO - KART-HADTHA, LIBIA -

ÁFRICA (COMO DICEN LOS ROMANOS)

Abundante salud, ganancias, que medren tus bienes y no tengas pérdidas, oh Tigo: Aníbal me ha encargado que escriba esto y aquello; yo quiero añadir algunas cosas por mi cuenta. Mencionemos por una parte —esto de ninguna manera me lo ha encargado el estratega— que Aníbal echa mucho de menos tus bromas y consejos. Han llegado algunos helenos nuevos al campamento o al menos semihelenos: Epicides, hijo de un desterrado de Siracusa y de una púnica, y su hermano Hipócrates, ambos de Karjedón. ¿Los conoces? Han corrido mundo, estuvieron al servicio de los aqueos en la guerra contra etolios y macedonios. Por cierto, al menos esa parte de la locura helena ya ha terminado; como probablemente sabes, la paz ha llegado a la Hélade. No en poco se debe esto a las inteligentes cartas enviadas por tu amigo, y estratega nuestro, a Agelao de Naupacta, a quien los aqueos han elegido estratega. Epicides ha traído consigo un escrito con el discurso que Agelao pronunció en las negociaciones con Filipo; eso fue poco después de que la noticia sobre la batalla del lago Trasimeno se difundiera por la Oikumene. No sé si fuiste tú el que aquella vez descifró con Aníbal el carácter del rey macedonio; ¿fuiste tú?

Como de costumbre, los consejos que Aníbal envió por carta a Agelao diciéndole que tentara al macedonio con la perspectiva de la hegemonía mundial para que éste detuviera de momento la pequeña rencilla helénica, tuvieron éxito. El estratega de Naupacta comenzó con mucha habilidad; todos, dijo, debían tener muy claro que el vencedor de la guerra entre Roma y Karjedón no se conformaría con Italia y Sicilia, sino que violaría todas las fronteras; a Filipo le correspondía la labor, de protector de todos los helenos, como si toda la Hélade ya le perteneciera; y si cumplía bien esta labor la Hélade se le entregaría sin violencia. Por ello debía dirigir la mirada hacia el oeste y, en el momento más adecuado, extender la mano hacia la hegemonía mundial, apoyando a los púnicos para que Aníbal consiga más victorias, pues sin duda tras la derrota de Roma sería posible arrebatar Italia a Karjedón, del mismo modo que la victoria romana haría completamente imposible conservar ni una sola ciudad helénica en Italia. Pero si se permitía que estas nubes amenazadoras se acumularan en el oeste y la tempestad romana se descargara sobre la Hélade después de la derrota de Karjedón, no quedaría más remedio que llorar amargamente sobre las guerras, armisticios y otros juegos de niños emprendidos en su día.

Este astuto discurso, que en realidad era el de Aníbal, ha llevado a Filipo y a los otros a la paz y los tratados; ahora el macedonio ya sólo está enfrascado en luchas contra los bárbaros del nordeste de su imperio, las ciudades y países helénicos han apartado la destrucción de la guerra. Dentro de un año, según dice el emisario de Agelao, Iktino, quien se encuentra entre nosotros desde hace una luna, los helenos pueden estar dispuestos a escuchar nuevas propuestas. Oh Tigo, seguramente ya intuyes el objetivo de esta carta: en otoño Aníbal necesitará a un heleno púnico que pueda servir como embajador pero que, al mismo tiempo, sea capaz de explicar a los aqueos, etolios y macedonios las ventajas económicas de una alianza con Karjedón. Oh Tigo.

Es extraño cómo muchas cosas se repiten; es extraño cómo vuelven a aparecer algunos personajes a los que ya se tenía olvidados. Discúlpame por utilizar caracteres latinos, pero Marcus Minucius Rufus es un nombre estúpido que parece aún más estúpido si se escribe Markos Minoukios Rouphos —o a mi me lo parece—. Lástima que este tribuno de la caballería romana no vaya a estar al mando de las legiones el próximo año; Aníbal dice que sería un placer jugar con él, porque es todavía más estúpido que Flaminio. Pero Minucius sólo ha podido jugar una vez; y ese juego le ha costado muy caro a él y a sus hombres. Por el contrario, el otro personaje de la luna pasada, un viejo conocido de nuestra historia, ha sido más bien una suerte. Una suerte que los romanos, en su nerviosismo a causa de las grandes victorias de Aníbal, no hayan podido o querido comprender cuánto deben a Quinto Fabio Máximo. Alégrate, amigo, de no haber estado con nosotros cuando Fabio nos condujo al desfiladero y acompañó nuestra marcha con las legiones, llevando a los soldados romanos siempre por encima de las cadenas montañosas, donde los númidas y los catafractas no podían atacarlos; la simple presencia de Fabio en las montañas nos impedía dormir, los romanos podían atacar en cualquier momento; la sensación de impotencia y la cólera se apoderaron de nuestro ejército, pues Fabio no daba la cara, pero permanecía siempre en el limite de nuestro campo visual. Fabio no es un gran estratega, y —como sabemos desde sus negociaciones con el gran Asdrúbal—, tampoco es muy listo; pero con sus tenaces emboscadas, persecuciones, sus maniobras para separar pequeñas tropas del grueso de nuestro ejército, casi nos lleva a la derrota sin arriesgar la vida de sus hombres.

Es extraño, muy extraño, cómo cambian las cosas. Nosotros —yo soy todavía menos púnico que tú, Tigo, pero hace ya mucho tiempo que formo parte de esta epopeya— no queremos aniquilar a Roma, sino obligarla a firmar la paz mediante una guerra de desgaste; Roma quiere borrarnos del mapa mediante una guerra de exterminio. Ellos nos desgastan para exterminamos; nosotros tenemos que exterminar para desgastarnos. ¿No es el mundo una casa de locos? Y si lo es, nosotros somos los locos, pero ¿quiénes son los guardas?

Y Quinto Fabio Máximo, a quien en Roma llaman el Vacilante porque no comprenden su astuta manera de actuar, casi lo consigue. A orillas de un río llamado Volturno. Teníamos el agua a nuestras espaldas y las montañas al frente, y en esas montañas, en las que hay un único paso, se estableció Fabio. Pero, oh amigo, ¿has leído alguna vez en los escritos de los pensadores militares helenos algo sobre la posibilidad de ahuyentar a un enemigo superior que domina las montañas y el paso, utilizando tan sólo unos cuantos soldados de armamento ligero y a doscientos hombres del abastecimiento? A veces me parece que entre todas las cosas que existen en el cosmos no hay ninguna que se niegue a cooperar con algún ardid de Aníbal. El clima, como a orillas del Trebia; el agua y las montañas, como en aquel lago de Etruria; incluso la astucia del enemigo. Aníbal es capaz de aprovechar todo, y no sé dónde pueden encontrarse los límites de su increíble espíritu. En todo caso, hasta ahora yo no los he visto.

Esto fue lo que ocurrió: Aníbal decía que, tratándose de él, los romanos ya estaban dispuestos a considerar posible cual cosa inimaginable; así que consultó con Asdrúbal el Cano. Entre el paso y el campamento romano había una colina, escarpada, pero no demasiado; se podía subir, pero jamás contra un enemigo fuerte. Sin embargo, en esas circunstancias los romanos consideraron realmente todas las posibilidades. Asdrúbal el Cano reunió a todo nuestro ganado, unos doscientos bueyes; les ató leños y antorchas en los cuernos y aproximadamente tres horas después de la medianoche arreó a los animales hacia la colina mencionada, en silencio y con mucho cuidado. Luego mandó encender los leños y antorchas y, apoyado por los hombres de armamento ligero, hizo que los animales subieran la escarpada colina. Fabio había guardado el paso con más de cuatro mil hombres; en ese pedregoso desfiladero esos hombres bastaban para detener y rechazar a todos los ejércitos de la Oikumene. Cuando vieron que un mar de llamas subía por la pendiente (y te aseguro que desde abajo, desde nuestro campamento, era una visión increíble; ¡cómo debía verse desde arriba!), pensaron que Aníbal quería hacer posible lo imposible y atacaría el campamento de Fabio en mitad de la noche. Esa idea se convirtió en certeza cuando la patrulla que enviaron se topó con los honderos y lanceros. En seguida abandonaron el paso y se precipitaron hacia la colina para impedir el avance; no tardaron en llegarles refuerzos del campamento. Nosotros, entretanto, nos pusimos en marcha; el propio Aníbal asumió el mando de los hoplitas libios, ocupó el paso, lo defendió contra los romanos cuando éstos por fin advirtieron el ardid, y nos puso a todos a salvo.

Así ha pasado el segundo año de esta grande y terrible guerra; el templado invierno en una ciudad sólida nos hace sentir lo pasado como si se hubiera tratado de un mal sueño. A ese mal sueño pertenece también lo ocurrido en el mar y en Iberia. Pero de eso debes estar mejor enterado que yo. Así que me despido, oh Antígono Karjedonio, con el deseo de volver a verte dentro de unas lunas. Tengo sed; trae vino sirio, amigo, y en abundancia.