11
Rozando el cielo

—Ahora avanzaremos más rápido, sin bagaje ni rémoras. Tenemos que hacerlo; dentro de dos lunas comienza el otoño. —Aníbal apoyó la rodilla izquierda en la pierna derecha. Se había quitado el yelmo y lo había llenado de guijarros. Lentamente, casi con extremada parsimonia, como si se tratara de un acto sagrado, de un sacrificio a los dioses del mar, arrojaba uno a uno los guijarros al agua.

Una luna después del punto más álgido del verano. Las escaramuzas al norte del Iberos habían durado demasiado. El púnico Bannón debía defender la región con diez mil soldados de a pie y mil jinetes como ejército principal, más algunas pequeñas unidades dispersas. Había habido muchos heridos y muertos; además, unos tres mil íberos estaban a punto de dejar la expedición. Aníbal los había dado de baja, lo mismo que a otros siete mil, a los que consideraba poco fiables o inadecuados para la empresa. Y, como señal de que confiaba en el regreso, el estratega había indicado a sus hombres que dejaran a Bannón sus equipajes pesados y que sólo llevaran lo que tenían encima o lo que pudieran cargar en unos cuantos animales. Los elefantes, cincuenta mil soldados de a pie y nueve mil jinetes habían cruzado los Pirineos y disfrutaban ahora de un día de descanso en la llanura y la playa. Muchos dormían; los otros, a excepción de los centinelas y las tropas de exploración, habían dejado las armas y pertrechos de guerra y estaban chapoteando en el agua poco profunda de la playa, o estaban sentados entre los arbustos, charlando y comiendo. Las faldas de las montañas bloqueaban el camino de regreso y el cielo. No soplaba viento; el mar, verde azulado, yacía indiferente y eterno.

—¿Qué tienes en contra del otoño? —Antígono bajó del pequeño peñasco, recogió más guijarros y se los dio al estratega.

Aníbal sonrió.

—Gracias, Tigo. En otoño los pasos a través de las montañas son intransitables; la nieve comienza más o menos en la época en que el día dura igual que la noche, a finales de Ulul.

—¿Tan pronto?

—Nieve vieja. Aludes. Las nevadas empiezan más tarde. Pero hace mucho frío.

Antígono señaló la llanura.

—Y todos los hombres y animales tienen que comer. Yo… me mareo cada vez que pienso en tu aventura. ¿Cuándo se lo dirás a los hombres?

Aníbal arrugó la frente.

—Cuando tengamos el Ródano detrás de nosotros. De lo contrario seria demasiado fácil regresar.

Antígono se apoyó contra la roca en que se encontraba Aníbal.

—Si, debes tener eso en cuenta. Pero ¿por qué este día de descanso, si queda tan poco tiempo?

—Para esperar a los rezagados, todavía debe haber gente cruzando las montañas. Y para reordenar los grupos de marcha. —Aguzó la vista para observar el mar—. Además, ayer los príncipes celtas se reunieron en Ruskino. Esta tarde, o esta noche, sabré si nos dejan pasar.

—O no.

Aníbal levantó los hombros.

—El mar —dijo a media voz—. Sentarse y hacer preguntas al mar, pensar. Beber vino. Zambullirse. Ah.

Antígono puso la mano sobre la espalda de Aníbal.

—Despierta, estratega. Al faraón no le está permitido soñar con el Gran Verdor; tiene que dar de comer a los suyos y enfrentarse a los envidiosos dioses.

—Lo sé. No obstante… —Cerró los ojos y respiró profundamente—. Sal —murmuró de forma casi inaudible—. Algas. El gran balanceo. Amplitud. Odio las montañas. —Volvió a abrir los ojos—. Cárceles, altas y frías paredes de calabozos. Sobre todo los Alpes. —Sonrió, pero las comisuras de sus labios volvieron a hundirse de repente. Antígono se levantó.

—Te dejo con tu melancolía, amigo. Disfruta de la tranquilidad. Al menos un instante; no tardará en venir alguien a pedirte o preguntarte algo.

Aníbal extendió la mano.

—¿Nos dejarás cuando lleguemos al Ródano?

—Sí. Bomílcar hará pasar el Alas frente a la desembocadura, navegando de bolina y con velas falsas, sin el ojo de Melkart.

—Esperemos que así sea.

—¿Qué quieres decir?

—Los romanos. La flota romana. Y los masaliotas. Tal vez no deseen invitados.

Antígono arrugó la nariz.

—Los romanos no pueden hacer absolutamente nada, a nadie.

—¿Y después?

—No lo sé. Kart-Hadtha, probablemente; pero primero iré a tu nueva Kart-Hadtha. ¿Por qué?

Aníbal titubeó.

—Himilce y Amílcar —dijo luego—. Si realmente se desencadena la gran guerra…

Antígono suspiró.

—Ya lo has intentado tú mismo.

—Sí, pero ella no quiso. Hasta quería participar en esta absurda expedición.

Hasta donde Antígono sabía, Himilce y su hijo de dos años residían en Kart-Hadtha/Mastia —cuando Aníbal se encontraba allí— o con su familia en la región del nacimiento del Baits. No había querido viajar a Kart-Hadtha en Libia, donde prácticamente no conocía a nadie.

—A lo mejor no cambia de opinión —dijo Antígono en tono mordaz—, hasta que te haya sepultado un alud. O hasta que Cornelio se presente en Iberia. Intentaré convencerla.

—¿Prometido?

—Desde luego, Aníbal. ¿Acaso alguna vez…?

—No. No lo has hecho nunca. O lo haces siempre. —Sonrió.

Mensajeros iban y venían; el gigantesco ejército se puso en marcha por la mañana. Las nuevas filas de marcha confundieron a muchos, incluso a Antígono; Aníbal había ordenado que los soldados probados y experimentados marcharan en la vanguardia, a excepción de unos cuantos centenares de libios que, junto con los jinetes, protegían los flancos de la retaguardia. Pero esta retaguardia, formada por nuevos soldados ibéricos, estaba prácticamente abierta. Al anochecer ya faltaban algunos íberos. El canoso encargado del abastecimiento se tomaba las cosas con calma.

—Hay que sopesar las posibilidades, Tigo. Entre dos posibilidades malas, hay que elegir la menos perjudicial.

Hogueras ardían en la llanura. Asdrúbal y Antígono estaban sentados en la orilla del riachuelo que el ejército tendría que cruzar al amanecer. En la orilla opuesta ya acampaba una parte de los númidas; las siluetas de caballos pastando se dibujaban frente a las fogatas.

—¿Qué posibilidades, Asdrúbal?

—Dentro de cinco años, o quizás incluso dentro de tres años, hubiéramos podido traer con nosotros al doble de soldados experimentados, y habríamos tenido que alimentarlos a todos. Bannón se ha quedado con algunos buenos soldados, no era posible hacer otra cosa. Nosotros tenemos casi una cuarta parte de novatos, que poco a poco empiezan a comprender dónde se han metido. Tarde o temprano nos abandonarán. Desde aquí todavía pueden regresar a Iberia, y nosotros necesitaremos menos provisiones para la… la larga marcha. Cuando lleguemos a nuestra meta los novatos, asustados, podrían pasarse al enemigo. Es mejor que se vayan ahora.

Al anochecer del día siguiente el ejército debía llegar a Illiberis, una pequeña ciudad al sur de las Galias; la ciudad estaba habitada por un pueblo llamado Sordono. Allí se tenía previsto un encuentro entre Aníbal y los príncipes de los tectosagos, arecomicios, baitirenses, helvios y sordonos. Los exploradores de Aníbal ya surcaban la región del Ródano, intentando averiguar cómo se comportarían los helenos de la ciudad de Theline, que no eran precisamente amigos de los masaliotas. Pero más importante era lo que sucedería en Iliberis; sólo de Aníbal y de su habilidad como negociar dependía que el ejército pudiera continuar la marcha en paz y fuera abastecido de provisiones gracias al entusiasmo de los habitantes del país o a cambio de una paga, o bien que se tuviera que perder más tiempo en luchas con los nativos y expediciones de aprovisionamiento.

Las puertas de Iliberis estaban abiertas; buena señal. Sin embargo, Aníbal ordenó a sus oficiales que cuidaran de que nadie entrase a la ciudad, señal de cortesía. Luego cabalgó con unos cuantos acompañantes hacia las negociaciones.

Antígono pasó la noche con su hijo y una jarra de vino, entre los elefantes. Memnón estaba silencioso y cansado; la monstruosa cantidad de soldados hacía que al término de cada día de marcha hubiera casi tanto que hacer como después de una batalla: tobillos dislocados, espinas, inflamaciones, estómagos enfermos, problemas en las nalgas de los jinetes, brazos y piernas rotos en caídas, hasta heridas leves producidas en pequeñas rencillas.

—Entre cien y ciento cincuenta bajas diarias, aproximadamente —dijo Memnón—. Regresan a Iberia. Refuerzos para Bannón. No tenemos carros y no podemos estar siempre arrastrando a heridos o enfermos. ¿De dónde has sacado el vino, padre?

Antígono señaló hacia el Oeste.

—Una charla con un par de mercaderes galos, esta mañana. —Observó el rostro prematuramente marcado de su hijo de veintiocho años. Pensó en Isis, luego en Tsuniro; maldijo la noche.

El jefe de los «hindúes» se acuclilló junto a la fogata del heleno; era un cuidador egipcio de mediana edad. Llevaba tan sólo un taparrabos polvoriento y, sobre la frente, una cinta que hacía mucho que había dejado de ser blanca. Cuando Antígono levantó la jarra, el hombre sonrió y sacó un vaso de cuero de los pliegues de su taparrabo.

—¿Cómo están tus niños mimados?

El egipcio se inclinó, siempre en cuclillas, levantó el vaso hacia Antígono, bebió y chasqueó la lengua.

—Ah. Bien. Ambas cosas, vino y buenos amigos.

Los animales estaban tranquilos. Apenas se les podía distinguir balanceándose junto a sus estacas. El peculiar olor que desprendían cubría incluso el aroma de la madera resinosa que ardía en la hoguera.

—Qué bien que no sean elefantes grandes de Libia —dijo el «hindú».

Memnón dirigió la mirada hacia el cuidador; la trémula voz de la fogata parecía chisporrotear en sus ojos. Antígono volvió a pensar en Isis.

—¿Por qué, oh cuidadoso guardián de los elefantes? —dijo el joven médico en egipcio.

—Aníbal es astuto, como ya todos sabemos. —El hombre estaba visiblemente alegre de no tener que hablar en púnico—. Los grandes animales de las estepas libias son buenos contra los íberos. Y muy buenos contra los númidas. Pero me temo que son poco adecuados para las montañas del norte o las regiones húmedas. Además, huelen peor.

Los pequeños elefantes de los países boscosos y montañosos de la Libia púnica, de Numidia y Gatulia, estaban más acostumbrados a los caballos, y éstos a ellos. El espléndido regalo de Aristón, los poderosos elefantes de las estepas, con sus casi doce pies de altura hasta la cruz, tenían un olor distinto, y con su tamaño y su vaho habían espantado incluso a los caballos acostumbrados a entrar en batalla junto a elefantes más pequeños. El caos que crearon en las filas propias fue casi tan grande como el efecto causado sobre el enemigo íbero. Aníbal los había enviado a Kart-Hadtha en Libia. Un poco a su pesar, sin duda, al igual que los elefantes hindúes, que llegan a medir casi diez pies de altura, los gigantes libios podían llevar barquillas con arqueros en las batallas. En todo caso, Antígono era más escéptico en lo concerniente a utilizar elefantes contra las legiones romanas. Le parecía que la única tarea sensata que podían realizar los elefantes contra los recios, resistentes y bien preparados soldados de Italia era formar cuñas para romper líneas sólidas. E intentar espantar a los caballos romanos y eliminar la caballería enemiga. Pero ambas cosas las podían realizar también elefantes pequeños montados por un «hindú» y un lancero o un arquero. Estos elefantes no llegaban ni siquiera a los ocho pies de alzada, pero para los caballos itálicos serían monstruos terribles, y con los afilados cuchillos en los colmillos podían asustar también a las legiones.

—¿Cómo está el amigo particular de Aníbal?

El egipcio sonrió.

—¿Surus? Bien, bien. Ah, lo olvidaba. Fuiste tú quien se lo regaló al estratega, ¿verdad? Si tuviéramos dos, o más, seguramente habría dificultades. Pero un solo animal hindú no molesta a los libios. Ni siquiera a los caballos. —Rió para sí—. Tiene unas orejas tan pequeñas. Hace poco un corcel libio intentó mordérselas. Lo que me asombra es que a pesar de tener un solo dedo en la trompa sea tan hábil como los libios, que tienen dos.

Cuando el cuidador ya se había marchado, Memnón se inclinó de repente hacia delante.

—Padre —susurró—. ¿Hasta dónde piensas seguir con nosotros?

Antígono miró a su hijo a los ojos.

—No lo sé. A decir verdad, hasta el Ródano; pero Aníbal cree que es difícil decir si Bomílcar podrá esperarme allí. Debido a los romanos y los masaliotas. ¿Por qué?

Memnón apretó su mejilla contra la de Antígono.

—Por esto. Es bueno verte a menudo.

Aníbal consiguió negociar la marcha pacífica; el ejército se arrastró como una gigantesca oruga a través del fértil paisaje de las Galias. Había sido decisivo que el estratega consiguiera hacer creer a los príncipes que no tenía ni la más mínima intención de conquistar territorios galos, y que el enemigo era Roma. Y Roma no sólo era aliada de los odiados masaliotas; Roma había avasallado, desposeído de sus derechos y matado a cuchillo a los parientes noritálicos de los celtas galos. Las relaciones de los galos con los pueblos del norte de Italia eran buenas, casi íntimas; varios príncipes galos habían estado en Italia, y muchos habían recibido visitantes procedentes de allí. Había lazos de parentesco formados por matrimonios, y como las costas de las ciudades helenas de Massalia, Atenópolis, Antípolis y Nicea estaban infestadas de aliados romanos y pobladas hasta muy al este de los territorios no celtas de los ligures, las vías de comunicación entre los celtas galos y los itálicos pasaban a través de los Alpes. Aníbal afirmó que habían discutido muchas ideas importantes con los príncipes galos.

Veintitrés días después del cruce de los Pirineos, la larga columna de marcha llegó al Ródano, aproximadamente una luna antes de que el otoño igualase la duración de las noches a la de los días. Los combates y operaciones de fortificación llevados a cabo antes de cruzar los Pirineos habían exigido casi una luna más de lo previsto, y se habían perdido al menos otros tres días debido al rodeo realizado entre el paso de los Pirineos e Iliberis —el ejército había marchado hacia el este, en dirección al mar, y luego hacia el norte, en lugar de hacerlo directamente hacia el noroeste.

A orillas del Ródano se produjo la siguiente demora. Aníbal parecía tomarse todo con calma; los oficiales que conocían el objetivo de la larga marcha y sabían aproximadamente cuánto tiempo quedaba, luchaban contra si mismos y contra este saber. Mientras las tropas no estuvieran enteradas del objetivo, no se les podría apresurar. Ya era bastante difícil hacerlas avanzar a la velocidad que llevaban. No por los jinetes; éstos podían llevar todo lo que les hacía falta a ellos o a sus caballos colgando de sus cabalgaduras dos sacos u odres atados entre sí. Llevar carros hubiera aminorado excesivamente la velocidad de la marcha; los no muy numerosos animales de carga llevaban sobre todo las herramientas de los armeros, expertos en construcciones de guerra y artesanos, además de medicinas y vendajes, y, por último, pequeñas cantidades de víveres no perecederos: uvas pasas, cecina, cecial. Todo lo demás lo cargaban los soldados, junto a sus pertrechos de guerra: puñal, espada, escudo y lanza, los hoplitas; hatillos de flechas, arcos, aljabas, hondas y piedras, los diferentes soldados de armamento ligero. Grandes bolsas impermeables de cuero con botes de parches, ropa de recambio, amuletos, recuerdos y comida para dos o tres días: trigo sin moler, fruta, pescado fresco asado, botas de cuero llenas de agua. Además, cada unidad tenía que cargar una parte de todo aquello que hacía falta para la marcha, los campamentos y el combate: molinos de trigo, picos, palas, cacerolas; cada hombre tenía que cargar dos pilotes, tela de las tiendas y estacas. Numerosos grupos de cuatro hombres cada uno cargaban jaulas hechas con lanzas y tejidos de mimbre, llenas de aves de corral; algunas unidades arreaban carneros y vacunos.

Se quería cruzar el Ródano en un punto situado a cuatro días de marcha por encima de la desembocadura y a un día y medio de marcha al norte de la colonia helena de Theline, en la cual se dividía el gran río. Cuando las tropas adelantadas llegaron a la orilla, encontraron la margen oriental ocupada por galos. Maharbal, quien capitaneaba la avanzada, envió negociadores que cruzaron la ancha y caudalosa corriente sobre una balsa.

—Uolcos —dijo Maharbal en la reunión nocturna—. Comercian con Massalia y no quieren dejarnos pasar.

Antígono había dado una larga caminata por el campamento para desentumecer las piernas, cansadas del caballo. Se había extraviado en medio del barullo de personas, tiendas, hogueras, montones de armas, pilas de provisiones, mugidos, balidos, gritos, voces, relinchos, charcos de sangre y cerros de tripas apilados junto a los mataderos, donde parte del rebaño era preparado para los asadores. Sólo ahora llegaba a la hoguera del estratega.

Aníbal estaba sentado en el suelo; sobre las rodillas tenía algún tipo de lista redactada por Sosilos. El espartano estaba arrodillado a su lado.

—Magón. Itubal. Gulussa. Vosotros cogeréis doscientos jinetes y trescientos libios cada uno. Magón irá río abajo, Itubal hacia el noroeste, Gulussa río arriba. Portaos lo mejor posible, por favor; esto último vale para todos. Ya tenemos suficiente con los enemigos del otro lado del río. Necesito todos, realmente todos, los botes, barcas, barcos y material de construcción que haya en las aldeas. Compradlo o tomadlo prestado, prometed lo que queráis, siempre y cuando podáis cumplirlo. Pero traed todo.

—¿Cómo quieres cruzar? —Magón, con la espalda apoyada en un fardo de equipaje, miraba fijamente a su hermano.

—Aún no lo sé. Pero tenemos que pasar al otro lado, como ya sabéis.

—¿Y los elefantes?

Aníbal pestañeó, obligado por la hoguera.

—Ah, Tigo. Sí, los elefantes. Ya se nos ocurrirá algo. ¿Cuándo nos dejarás?

Antígono titubeó. Pensaba en el campamento, los hombres, los animales, el ancho río y los enemigos que esperaban en la orilla opuesta.

—Creo que cuando todo esté en la otra orilla. Esto tengo que verlo. Un espectáculo como éste no puede verse todos los días.

La tarde siguiente, cuando llegaron las primeras maderas, obreros y soldados comenzaron a construir balsas y a ahuecar troncos fuera de la vista de los uolcos, ocultos tras tiendas y árboles que crecían en la orilla. Aníbal volvió a enviar negociadores a la orilla opuesta, prometiendo oro y plata a los uolcos; en vano. Durante todo el día estuvieron llegando al campamento soldados rezagados. El segundo día de descanso forzoso, pero bien recibido por los hombres, se pasó revista a la tropa. De esta revista resultó que el ejército contaba todavía con aproximadamente treinta y nueve mil soldados de a pie y algo menos de nueve mil jinetes.

Hannón, el hijo del antiguo jefe Bomílcar, se puso en marcha la noche del tercer día, rumbo al norte. Los jinetes de Gulussa habían explorado la orilla del río y averiguado de los nativos diversos detalles sobre la región que se extendía río arriba. Aníbal dio instrucciones precisas; Hannón no cesó de sonreír mientras las recibía.

El cuarto día, las barcas compradas y las balsas y canoas construidas que se encontraban tanto río abajo como río arriba, además de las construidas en los talleres ocultos, fueron llevadas a la orilla; los uolcos salieron de su campamento entre gritos y cánticos de batalla y se apostaron en la margen oriental del Ródano. Pero no ocurrió nada. Una y otra vez, íberos y libios subían a algunas barcas, remaban hasta la mitad del río y daban la vuelta; la corriente los empujaba hasta muy por debajo del campamento. Mientras el resto de las tropas dormía, íberos acompañados por portadores de antorchas arrastraban las barcas dos o tres estadios río arriba, observados por los uolcos, quienes no pudieron descansar mucho esa noche.

En la mañana del quinto día Aníbal ordenó a los hombres que subieran a todas las embarcaciones: lanceros en las balsas más grandes, en la popa de las cuales se habían atado las riendas de los caballos para que éstos nadaran tirados por las balsas; soldados de a pie en las pequeñas barcas y canoas. Los trasnochados uolcos se agolparon en la otra orilla, agitando sus armas y desafiando a las tropas de Aníbal a que entraran en combate de una vez por todas.

Al norte del campamento de los uolcos una delgada columna de humo cortó el cielo azul plateado de la mañana, luego cesó, volvió a levantarse, volvió a cesar y cambió de color, como si hubieran echado leña húmeda al fuego. Aníbal subió a una gran barca, levantó la espada y señaló la orilla oriental. Quizá dijo algo, pero fue inaudible. El río corría rugiendo. Al otro lado los uolcos rugían, gritaban, cantaban, pataleaban y agitaban los brazos, golpeando las espadas contra los escudos. Caballos relinchaban al nadar arrastrados por las barcas de Aníbal; remeros luchaban contra la corriente dando gritos a un ritmo sostenido. En las barcas y balsas debía haber alrededor de cuatro mil soldados, algunos de pie y otros sentados; la gran masa del ejército púnico se había agolpado en la orilla y alentaba a los hombres que iban en las embarcaciones. Antígono había trepado a un sauce y ahora estaba ahorcajado sobre una rama, tapándose los oídos con las manos.

Hannón, y con él tres mil libios y mil catafractas íberos, habían realizado una marcha forzada nocturna río arriba. Cruzaron el río en un punto situado a doscientos estadios del campamento. Allí la orilla opuesta no estaba vigilada. En el medio de la corriente se levantaba un islote. Los hombres construyeron balsas; muchos simplemente cruzaron a nado los dos trechos del río, cogiéndose de odres o hatillos de madera. Tras el necesario descanso, el cuarto día reemprendieron la marcha, esta vez río abajo. Luego hicieron las señales de humo acordadas.

Los uolcos se llevaron una gran sorpresa. La primera barca, con Aníbal en la proa, estaba todavía a treinta pasos de la orilla cuando los jinetes de Hannón, cada uno con un soldado de a pie en la grupa, cargaron contra los galos, que seguían en la orilla. Los libios que venían detrás ocuparon el campamento, y las tropas de Aníbal completaron el cerco.

El encargado del abastecimiento organizó la siguiente fase del cruce del río, tal como Aníbal había mandado. Aun antes de que los uolcos pudieran huir —los que habían sobrevivido a la tenaza púnica—, empezaron ya los preparativos para embarcar el bagaje. Asdrúbal ordenó amontonar en la orilla las piezas de equipaje más ligeras, primero, y las más pesadas, después, y mandó dividir en grupos pequeños a las reses que aún quedaban. Luego se dio una pausa para tomar aliento; tenía la frente arrugada, las comisuras de los labios curvadas hacia abajo y la mirada fija en el tumulto de la batalla, que ya llegaba a su fin. Aníbal no estaba a la vista; probablemente se encontraba en la parte más densa del combate.

—Esto tiene que terminar —dijo Asdrúbal cuando Antígono le rozó el codo.

—¿Qué? ¿Las batallas?

El canoso púnico sacudió violentamente la cabeza.

—No, ¡bah!, absurdo. Eso sería un sueño. No. que el estratega se mezcle en ellas.

—Tiene que ser así. Hay situaciones en las que los hombres sólo le siguen a él. Asdrúbal escupió al agua de la orilla.

—Es cierto, Tigo. Hoy era uno de esos días, y eso no se puede evitar. Pero…cuando hayamos llegado al otro lado (a nuestro objetivo final, quiero decir, no al otro lado del río) él será el único que pueda moverlos o mantenerlos unidos. Aquí todavía podemos regresar si un celta lo coge, pero en… Es el mejor guerrero de cuantos he visto; y también he conocido a Amílcar. Pero, a Aníbal no se le puede reemplazar. ¡Simplemente no puede participar en esas peleas!

—Díselo a él.

Asdrúbal hizo una mueca.

—¿Has intentado alguna vez aplacar una tormenta de arena o persuadir a una catarata?

Al caer la noche, el ejército ya había cruzado el Ródano y levantado un nuevo campamento en la orilla oriental. En la orilla occidental sólo quedaban algunas tropas de protección y los «hindúes» con los treinta y siete elefantes.

El embarque y cruce de los elefantes requirió casi todo el día siguiente. Pequeñas tropas de jinetes partieron en todas las direcciones para reconocer el terreno y vigilar a los uolcos puestos en fuga, pero la mayor parte del ejército pasó el día descansando, y muchos siguieron con nerviosismo y divertida atención cómo cruzaban el río los enormes animales.

Una vez que obreros y soldados hubieron construido balsas que se ajustaban perfectamente unas a otras, amarraron dos de éstas con fuertes cuerdas —juntas medían unos cincuenta pasos de ancho— y las aseguraron a la orilla. Luego ataron a la parte exterior de estas balsas dos balsas más, de modo que el conjunto quedó como un puente que se introdujera en el río. Los lados contra los que chocaba la corriente fueron asegurados desde tierra con cuerdas atadas a algunos árboles que crecían en la orilla, para que la corriente no arrastrara todo. Una vez que el puente se hubo introducido unos doscientos pasos en el río, aumentaron dos balsas más, dotadas de una especial resistencia y atadas entre sí con mucha firmeza, pero unidas a las anteriores mediante cuerdas que podían ser cortadas fácilmente. Al otro extremo de las últimas balsas se ataron cabos mediante los cuales unas barcas remolcarían hasta la otra orilla a las balsas. Luego echaron una gran cantidad de tierra sobre las balsas, hasta formar una superficie de altura y color homogéneos, que simulaba un sendero que conducía de tierra firme a un vado. Como los elefantes obedecían a los «hindúes» hasta cuando se encontraban en el agua, pero no podían ser obligados a entrar en ella, se hizo subir al terraplén primero a dos hembras, a las que los otros seguirían sin más. Una vez que los animales hubieron llegado a las últimas balsas, fueron cortadas las cuerdas que unían éstas a las demás, las barcas tiraron de las balsas con los elefantes y las alejaron rápidamente del resto. Los animales se pusieron nerviosos y empezaron a girar de un lado a otro, buscando una salida; pero como estaban rodeados de agua por todas partes se dieron por vencidos y no se movieron. Añadiendo dos nuevas balsas cada vez, se consiguió hacer cruzar el río a la mayoría de los elefantes. Algunos se cayeron al agua a mitad del viaje. Sus conductores murieron, pero los elefantes se salvaron gracias a su fuerza y al tamaño de sus trompas, que siempre mantenían por encima de la superficie, de manera que podían respirar. Para poder hacer esto tenían que empinar la mayor parte de su cuerpo, que quedaba cubierta por el agua.

En el transcurso de ese día llegaron al campamento dos noticias importantes. Una patrulla de observación númida enviada hacia el este se había topado con una expedición de boios; Magalo, el príncipe de este pueblo celta del norte de Italia, había cruzado los Alpes junto con algunos parientes y consejeros para salir al encuentro de Aníbal. La segunda noticia era quizá más importante, aunque menos agradable: Publio Cornelio Escipión y su ejército, reforzado por masaliotas y algunos centenares de celtas prorromanos de la región, se encontraban a cuatro días de marcha, en la desembocadura oriental del Ródano.

—Según lo que hemos podido averiguar, los romanos creen que todavía estamos en los Pirineos, señor. —Subas, el jefe de la patrulla númida, sonrió.

Aníbal permaneció serio y echó una mirada escéptica a Antígono. Luego clavó los ojos en el fuego. La noche era cálida y estaba llena de mosquitos y cigarras. Sobre esa pequeña colina situada a unos tres estadios al este del río el barullo del enorme campamento podía oírse con claridad, aunque algo apagado.

—Y yo suponía que él seguía en Liguria. Tigo, me temo que tu barco no te estará esperando.

Antígono se encogió de hombros.

—Ya encontraré cómo pasar. Pero el ejército…

Magón desenvainó la espada, contempló el resplandor de la hoguera sobre el arma britana, volvió a meterla en la vaina.

—Tarde o temprano tendremos que enfrentarnos, ¿por qué no ahora?

Aníbal Monómaco asintió; los otros oficiales estaban inseguros. Maharbal se rascaba la barba. Asdrúbal el Cano miraba con desconfianza, como siempre. Muttines, que al ser libiofenicio era por lo general muy moderado frente a los púnicos, contemplaba el rostro de Aníbal como si se tratara de un dios que no tardaría en manifestarse. Cartalón y Budún hablaban entre sí en voz baja; Cartalón tenía a Budín cogido del brazo, como si quisiera convencerlo de algo.

—Las opiniones están divididas, estratega —dijo Antígono—. Si veo bien.

—Está claro.

Magón echó a Antígono una mirada casi amistosa.

—En una cosa no, meteco —dijo—. Tu despedida…

Antígono asintió.

—Lo sé, muchacho. Te alegras de que me marche. Y tienes razón en cuanto a la unanimidad de las opiniones al respecto. Aparte de ti, nadie lo ve con tanta estrechez.

El encargado de abastecimientos sonrió divertido; Maharbal contuvo la risa. Los demás guardaron silencio.

—Basta de tonterías; hay cosas más importantes. —Aníbal echó una mirada a Magón; el muchacho bajó la cabeza—. Publio es un hombre astuto. Muy cauteloso. No caerá en una trampa con la misma facilidad con que lo han hecho los galos.

Maharbal y Muttines discutían entre susurros.

—Señor —dijo el libiofenicio titubeando—, si yo… —Calló.

Aníbal sonrió.

—Habla, amigo.

—Yo me opongo. Debemos ver de llegar a Italia con tantos hombres como sea posible. Si es que conozco correctamente tus planes.

Aníbal volvió a fijar la mirada en la hoguera.

—Yo pienso lo mismo, pero todavía no sabemos lo suficiente. Mañana llegan los boios, o quizás esta misma noche; ellos nos pueden decir más cosas sobre el norte de Italia. Y necesitamos conocimientos exactos acerca de Cornelio. —Levantó la mirada—. Maharbal: diez grupos de númidas. Tú te quedas, Cartalón, lo mismo Himilcón; mañana me haréis falta para explicar nuestro objetivo a los hombres. Me haréis falta todos vosotros. ¿Qué opinas de Asdrúbal, el hijo de Byryqt?

Maharbal se tiró del lóbulo de la oreja derecha e infló los carrillos.

—Es joven. ¿Diez grupos? Puede ser.

Aníbal se levantó; fue un movimiento elástico y fuerte.

—Así pues, diez grupos. Escógelos tú mismo, Maharbal. Y envíame a Asdrúbal, dentro de media hora, más o menos. Hasta entonces, dejadnos solos a Tigo y a mí.

El estratega se acercó a Antígono, que estaba sentado sobre una piedra, y le puso las manos sobre los hombros.

—Amigo, ¿te bastan quinientos jinetes númidas como escolta? Una vez tú le llevaste dos mil a Amílcar, con Naravas. ¿Quieres dos mil?

Antígono esperó hasta que los otros hubieran desaparecido en la oscuridad.

—Pero no vendrán por mi causa, ¿o…?

—También tienen que averiguar algo más sobre los romanos: dónde están exactamente, cuántos son, adónde se dirigen. Lo habitual, apresar centinelas o patrullas. Supongo que no tomarás a mal…

—De ningún modo. Intentaré llegar a Massalia, a donde mi hermano Atalo. Desde allí existen algunas posibilidades.

Aníbal se arrodilló junto a él.

—¿Necesitas algo más para el viaje?

Antígono sacudió la cabeza.

—Si quieres que lleve algo conmigo: recuerdos o mensajes.

—Nada, aparte de lo que tú también has visto.

Antígono golpeó el pecho del estratega con la punta de los dedos.

—¿No irás a decirme que sabes qué cosas he observado?

Aníbal sonrió.

—El estratega debe saberlo todo.

—Pero tenías tantas otras cosas…

Aníbal se frotó los ojos.

—Sí, claro, pero… ¿Has considerado todas las posibilidades que hay para el comercio? ¿Qué frutas se dan, cómo se llaman las ciudades y aldeas del sur de las Galias, cómo están fortificadas, qué carreteras conducen a dónde, qué mercancías pueden ser intercambiadas con ganancias?

Antígono pensó en las casas de piedra de las ciudades, las fuertes murallas de piedra, las aldeas rodeadas de estacadas de madera y barro, el campo verde y fértil, fruta y miles de productos agrícolas, vino y aceite, esculturas de madera y trabajos de orfebrería, todo lo que había visto; pensó en las noticias sobre minas y vetas del interior, la carretera que empezaba al norte de los Pirineos, pasaba por diversos valles fluviales y llegaba hasta la desembocadura del Garyno, donde se abría un gran puerto hacia el océano; pensó en los centenares de pueblos, en sus nombres, su número de habitantes, sus armas, los caballos fuertes y pesados, las relaciones de cada tribu con los masaliotas, con los celtas del norte de Italia, con pueblos ibéricos, sus preferencias y aversiones, su buena disposición para tratar con los lejanos púnicos antes que con los cercanos y amenazadores masaliotas y romanos. Luego pensó en las negociaciones, en los problemas de aprovisionamiento y del orden de la marcha, en el millar de cosas que el estratega tenía que tener presentes cada minuto de cada hora de cada día y cada noche. Y, junto a todo eso, el estratega también había prestado atención a los productos de la región y había calculado las posibilidades comerciales.

—En Kart-Hadtha hablaré de la región y de las tribus —dijo el heleno con voz ronca—. Y del más juicioso y cauto de todos los estrategas.

Aníbal rió suavemente.

—No les digas que el estratega vacila y duda. Y desespera. —Rostro y voz estaban serenos y controlados, como siempre, pero Antígono sintió que el estratega hablaba con la mayor seriedad.

—Cuando tu padre tenía veintinueve años, el estratega Asdrúbal intentó reconquistar Panormos; más tarde fue empalado. Amílcar, que tenía planes, conocimientos y posibilidades, fue mantenido lejos de la guerra y no pudo hacer nada. Cuando yo tenía veintinueve años estalló la Guerra Libia; ese año Amílcar no pudo hacer nada, porque Hannón era el otro estratega y entorpecía todo, fue el año en que Ityke e Hipu pasaron a manos de los mercenarios.

Aníbal cogió las manos del heleno.

—Te lo agradezco otra vez, amigo. Tal vez el empalamiento o la cruz me esperen al final de mi camino. Pero aquí no hay ningún Hannón que pueda impedirme actuar. Sin embargo, tengo miedo de lo que pueda hacer en Kart-Hadtha.

Antígono parpadeó mirando las estrellas.

—Hannón tiene la misma edad que hoy tendría Amílcar. Sólo los dioses, que no existen, saben por qué matan a los osos y dejan vivir a las serpientes. Pero Hannón no está solo en Kart-Hadtha; hay otros: Bomílcar, Bostar.

—Tiene más de sesenta años, ¿verdad? Quizá…

Antígono asintió lentamente.

—Quizá. Podríamos contribuir un poco.

—Sólo si realmente no quedara otro remedio.

—Lo tendré en cuenta, estratega. Pero ¿qué son esas vacilaciones, dudas, desesperación?

Aníbal calló, se dio media vuelta, se sentó en el suelo.

—Las muchas cosas imposibles —dijo finalmente, de forma casi imperceptible—. Un ejército consular: dos legiones romanas, dos legiones de aliados romanos, caballería; en conjunto, alrededor de veinticuatro mil hombres. Eliminarlos estaría bien. Pero… Se acerca el otoño, hemos perdido mucho tiempo en Iberia y aquí. Interceptar a Cornelio, plantear la batalla, luego dar dos días de descanso, eso nos costaría ocho o diez días más. —Suspiró—. Si partimos mañana hacia los Alpes, subiendo primero por el Ródano y luego bordeando el Isarra, ya será bastante tarde. Tendremos pérdidas terribles, por las montañas, el camino, el hielo, los montañeses. Si esperamos más será aún peor.

—¿Y la costa?

—Imposible. Los masaliotas no nos dejarán pasar. Tendríamos que vencer a los ejércitos de todas las ciudades helenas de la costa: Massalia, Antípolis, Nicea, como mínimo a esas tres. Luego llegaríamos a Liguria, donde los romanos han construido fortalezas. Además, con la flota siempre podrían echarnos más tropas encima, por el flanco. Y muchos de los ligures están de su parte. La única posibilidad que tenemos de desviar el golpe mortal dirigido contra Kart-Hadtha es aparecer en el norte de Italia lo más pronto posible y con tantos soldados como podamos, y llegar no a Liguria, sino a los territorios de los boios y los insubros: los celtas. Allí podremos recibir ayuda: comida, caballos, soldados. Todo lo demás… —Levantó los brazos—. El trayecto que he elegido es el que tiene menos nieve. Existen otros caminos, pero pasan a través de zonas glaciares.

—¿Qué tan serio es ese golpe mortal? En Iberia dejaste todo muy claro. Dijiste que Kart-Hadtha podía soportar un largo sitio, etcétera.

Aníbal esbozó una débil sonrisa.

—Sempronio actúa muy a conciencia. Las últimas noticias que he oído no sonaban muy alentadoras. Sempronio sigue en Lilibea; está reclutando más hombres y embargando o construyendo más barcos. Entretanto, nos ha arrebatado las últimas islas que nos quedaban entre Sicilia y Libia; Melite, sobre todo. Ahora son más puntos de apoyo adelantados para Roma: pueden utilizar los campamentos y astilleros. —Dejó de hablar, susurró algunas cosas para si mismo—. Si yo estuviera en el lugar de Sempronio…

—¿Qué harías?

—Esperaría una luna más y luego desembarcaría en Libia. Durante el invierno devastaría el interior, intentando sublevar a tantos libios, ciudades y aldeas, como fuera posible, intentando aislar a Kart-Hadtha.

—Pero eso también lo intentaron los mercenarios, y Atilio Régulo. No hablemos ya de Agatocles, hace noventa años.

Aníbal lo negó con un movimiento de la mano.

—La situación es distinta. Sempronio puede utilizar todo lo que no tenían los otros. Más tropas, más provisiones; tiene el control del mar, que antes siempre había sido nuestro. Y tiene lo que no tenemos aquí ni tendremos en Italia: máquinas de asalto, arietes, torres, catapultas.

Antígono calló. El ejército de Agatocles había sido pequeño, apenas una tercera parte del que Sempronio podía movilizar. Atilio Régulo se había encontrado en similares circunstancias, y los mercenarios no poseían ningún tipo de fuerza naval, ni máquinas de guerra. Sempronio podía sitiar, estrechar, cercar Kart-Hadtha desde el mar y desde tierra; el campo púnico lo abastecería de víveres, y Roma le enviaría refuerzos. Más legiones en primavera. La gran muralla del istmo de Kart-Hadtha podía resistir cualquier intento de asalto, siempre y cuando hubiera suficientes soldados en la ciudad; los huertos de Megara podían proporcionar frutas y grano, suficientes para alimentar a una décima parte de la población. Esta vez no había una gran flota púnica que pudiera abastecer a la ciudad y romper el cerco incluso después de sufrir derrotas y pérdidas.

En el calor de la noche, una mano helada estrujó el estómago del heleno.

—Aquel día, en Iberia, dijiste que de momento Kart-Hadtha podía cuidar de sí misma, defenderse a sí misma; de modo que sólo fue…

—Para tranquilizar a los otros. Además, tenía la débil esperanza de que Sempronio se apresurara más de lo necesario y no llevara suficientes tropas a Libia. Pero está actuando a conciencia. Ay, Tigo, hubiéramos podido desguarnecer Iberia y enviar todo a Kart-Hadtha, con mucho esfuerzo y grandes pérdidas. ¿Y luego? Cornelio y Sempronio se habrían echado a reír y marchado hacia Iberia, y unas cuantas lunas después hubiéramos estado más débiles y desesperados que cuando terminó la Guerra Libia.

—Así pues, ¿o una derrota sin luchar, o esto?

Aníbal se puso de pie, apoyándose en el hombro de Antígono. El movimiento fue duro, pesado. Al pie de la colina se oían voces; el joven oficial púnico, uno de los Asdrúbales, hablaba con los centinelas.

—O esto. —Aníbal dijo en voz muy baja—: Si hubiéramos partido antes, habríamos podido cruzar las montañas en verano, e incluso entonces hubiera sido una empresa sin esperanza. Con un gran ejército y ayuda celta. El ejército que Roma tiene en Italia es muy fuerte, muy seguro. Pero ahora que llegaremos a las montañas en otoño, sufriremos terribles pérdidas. Cuando pasemos… Es un poco como si uno se arrojara sobre su propia espada. Sólo que más difícil.

Por lo visto Publio Cornelio Escipión era efectivamente tan hábil como Aníbal había dicho. El romano no había querido dar crédito a los rumores que decían que los púnicos ya estaban en el Ródano, pero por precaución había enviado a trescientos jinetes pesados con escoltas masaliotas y guías celtas.

En la llanura del sudeste de Theline, desde donde aún se podían ver las extrañas y blancas formaciones montañosas, se encontraron los dos grupos de jinetes. Los númidas capturaron a una patrulla de exploración romana, al pie de las montañas. Asdrúbal mandó que se hiciera un breve pero enérgico y eficaz interrogatorio a los prisioneros. Antígono se mantuvo junto a su caballo.

—Lo tienes bastante mal —dijo el joven púnico una vez que el interrogatorio hubo terminado. Se acercó lentamente al heleno—. El masaliota nos ha contado cosas muy importantes. Cornelio no sabe dónde estamos, ni tampoco cuántos somos. Tiene veinticinco mil hombres; su objetivo es Iberia. Pero por lo que a ti respecta… —Sacudió la cabeza.

—¿Qué pasa?

—Tu hermano está bajo vigilancia; puede moverse y trabajar, pero está siempre vigilado. Por lo visto los romanos saben que el hermano del vinatero y comerciante Atalo desempeña un cierto papel en Kart-Hadtha. Y por lo visto también saben que este Antígono está con Aníbal, y que piensa dejar el ejército en el Ródano. Roma te está buscando, Antígono.

Antígono pensó en Kart-Hadtha, en el Alas del Céfiro en Bomílcar, el hijo de Bostar, y en el resto de la tripulación. Y en Hannón el Grande. Rechinó los dientes.

—¿Algo sobre mi barco?

—Nada. Pero si yo estuviera en tu lugar no intentaría cabalgar a Massalia ni a ninguna otra parte.

—Y si yo estuviera en tu lugar —dijo Antígono—, mandaría montar en seguida y daría media vuelta.

Asdrúbal escupió.

—Quinientos contra trescientos. Creo que primero limpiaremos un poco el terreno.

—¿Has intentado alguna vez luchar con númidas ligeros contra romanos acorazados?

Asdrúbal sonrió.

—No. ¿Tú?

Media hora después estaba muerto. Como la mitad de los romanos y dos quintas partes de los númidas. Antígono asumió el mando, apoyado por Miqipsa, uno de los cuatro oficiales supervivientes. Tarde o temprano los númidas aniquilarían a los romanos, a quienes ahora doblaban en número, pero al heleno le pareció más sensato llevar a Aníbal trescientos hombres y noticias que tres o cuatro supervivientes. Momentos después el heleno no podía recordar haber atravesado con la espada a un jinete romano, como afirmaba haber visto Miqipsa. El encarnizamiento del combate, la resistencia y firmeza de los romanos, quienes a pesar de la inferioridad numérica no retrocedieron, y finalmente pudieron sentirse vencedores, pues los libios se retiraron, el vocerío, los gritos de los heridos, el fragor de las armas y la sangre en las espadas, el piafar y relinchar de los caballos, todo ello se mezclaba en la memoria del heleno, dando forma a un terrible recuerdo que era al mismo tiempo un presentimiento.

Se lo dijo a Aníbal al día siguiente, cuando llegó al campamento del Ródano, ya casi desierto. Las tropas de a pie y parte de los jinetes ya estaban a medio camino hacia el norte; el estratega se había quedado con los elefantes y el resto de los jinetes.

—No se rendirán, Aníbal. Si los haces caer en una trampa, como hiciste con los uolcos en el río, no empezarán a correr de un lado a otro como gallinas, ni huirán, sino formarán grupos compactos e intentarán abrirse paso, o morirán.

Aníbal silbó con cuatro dedos y señaló río arriba; la señal para iniciar la marcha. Había suficientes caballos frescos; los cansados jinetes pudieron montar en animales frescos y hacer que éstos tirasen de los caballos agotados.

—Lo sé —dijo Aníbal—. Ven. —Cogió al heleno del brazo y lo llevó hacia el Surus. El gran elefante hindú se arrodilló, permitiéndoles trepar a su lomo; el «hindú» montó en el caballo fresco y cogió las riendas del animal cubierto de sudor que llevaba el equipaje de Antígono.

—Lo sé, Tigo. Amílcar siempre lo advertía cuando yo opinaba que nuestros soldados íberos y libios estaban realmente bien preparados. También Asdrúbal; él estuvo en Sicilia, allí los vio en acción.

El elefante se puso en marcha. Antígono iba sentado en la nuca, detrás de Aníbal, con la espalda apoyada contra la barquilla vacía.

—¿Y a pesar de esto todavía quieres cruzar los Alpes?

Aníbal volvió la cabeza.

—¿Qué otra cosa puedo hacer? Cuando se está en un remolino lo único que puede hacerse es intentar mantenerse a flote y respirar tanto aire como sea posible. No hay ninguna salida. Sólo queda masticar y tragar. Los nadadores fuertes pueden… retrasar un poco el final.

Durante la ausencia de Antígono había tenido lugar la gran asamblea con todo el ejército. Aníbal presentó al príncipe boio Magalo, que había llegado a través de las montañas, del lugar al que ellos irían por el mismo camino.

Antígono no averiguó ningún detalle exacto sobre el discurso del estratega, o demasiados detalles inexactos. Cada uno recordaba cosas distintas, y Sosilos, quien le mostró un texto escrito, reconoció con sinceridad que ése era el discurso que el estratega hubiera dicho de haber seguido las exigencias de la retórica y las excelencias del estilo, así como los deseos de su cronista. Al parecer el estratega había recordado a los hombres la situación de las regiones limítrofes con Italia, el apuro en que se encontraba Kart-Hadtha, las dificultades que ya habían superado y el hecho de que durante las últimas décadas muchos ejércitos celtas habían cruzado los Alpes. Lo que habían conseguido ejércitos desordenados no sería ningún problema para los hombres más esforzados y capaces. Además, según aseguró Magalo, al otro lado de los Alpes había ricos botines que sólo se tendrían que compartir con los aliados que los esperaban allí: celtas hartos de un avasallamiento que ahora Roma quería extender, como un sofocante manto, sobre Iberia y Libia.

Cuatro días después llegaron a la confluencia del Isarra y el Ródano. En las fértiles llanuras de terreno de aluvión, llamadas «Isla», se tomaron un descanso necesario tras los días de marcha forzada; y se abrió la posibilidad de recibir una gran ayuda. Antígono se enteró de los antecedentes sólo marginalmente; como no tenía más remedio que seguir adelante con el ejército, el heleno quería al menos ser de utilidad, de modo que ayudaba a Asdrúbal el Cano en su trabajo. El meteco heleno y comerciante estaba más familiarizado con las dificultades de organización, abastecimiento y planificación que con cualquier otra de las cosas que hubiera podido hacer.

El numeroso y bélico pueblo de los alóbroges, que habitaba la «Isla» y el valle del Isarra, se había dividido por la pugna entre los dos hijos del príncipe muerto. El hijo mayor, Braneus, pidió al ya aquí también famoso estratega púnico que sentenciara el asunto; Aníbal decidió la disputa a favor de Braneus, apoyado por la opinión de la mayor parte de los ancianos del pueblo. Braneus respondió a este dictamen favorable suministrando al ejército púnico reses de matanza, grano, cuero para zapatos apropiados para las montañas y el invierno, y todas las otras cosas posibles; además, acompañó al ejército con parte de su gente durante la marcha río arriba.

Los alobrogos también fueron de mucha ayuda en otra cuestión: conocían muy bien los caminos que debía seguir el ejército, y sirvieron de mediadores entre los habitantes del valle fluvial y los púnicos. Asdrúbal, Memnón y Antígono compraron y trocaron todas las cosas útiles que pudieron conseguir.

—Los alejandrinos han hecho muchos experimentos. —Memnón estaba contando, omitiendo los detalles desagradables, las experiencias realizadas cuando se dejaba pasar hambre a criminales enviados por el rey, se les daba una alimentación incompleta, se les suministraba esto y aquello y se les quitaban otras cosas a cambio—. Ptolomeo quería atravesar el desierto, y necesitaba ciertos conocimientos: cómo aprovisionar al ejército si en los alrededores no había manera de conseguir provisiones, cosas así. Las montañas también están desiertas, ¿verdad?

Asdrúbal conocía, menos por investigaciones planificadas que por los años de experiencia, las frutas conservables, las plantas alimenticias, el tiempo que se conservaban y las dificultades que se planteaban en cada caso.

De momento las reses de matanza cargaban bultos y víveres, hasta que ellas mismas eran convertidas en comida. Asdrúbal repartía todo muy bien; las uvas pasas de Iberia permanecían intactas, lo mismo que otros comestibles que habían trocado durante la marcha, sobre todo nueces y castañas.

—A los caballos no les gustan las nueces —dijo Asdrúbal—, pero pueden comerlas. Pero los caballos no comen carne de buey. Nosotros comemos con gusto carne de buey, pero no heno. Los bueyes no comen carne de caballo, pero si heno. En las montañas no hay pastos; tan pronto dejemos los valles fluviales tendremos que cargar heno y paja para las reses, caballos y elefantes. Los bueyes para nosotros, heno para los bueyes. Así de sencillo. Un puñado de frutos secos es tan alimenticio como un trozo de filete de buey, y da el doble de energías que el pescado magro; pero los frutos secos se conservan más tiempo y son más fáciles de llevar. Las nueces son tres veces más alimenticias que las castañas o el pan. Las nueces y castañas también pueden molerse y cocerse con agua de los torrentes; pero a la carne de buey hay que darle de comer mientras viva.

Los alobrogos confirmaron sana vez más que el camino elegido era el más indicado. El Drouentios, que corría muy al sur de allí, conducía también a un paso alpino transitable, pero a unos cuantos días de marcha por encima de su desembocadura en el Ródano corría con tanta violencia y su cauce era tan estrecho que ya los pequeños grupos de viajeros tenían problemas, y para un gran ejército el camino era completamente imposible.

—Lo cual no dice nada sobre el camino que nosotros tenemos que seguir —refunfuñó Asdrúbal la noche del décimo día después de dejar la «Isla». El campamento se había estrechado; habían llegado al lugar donde el torrente del Aqra desembocaba en el Isarra.

Por la mañana, Braneus y sus hombres dejaron al ejército, que en este punto doblaba hacia el sur. Aparecieron otros alobrogos, tribus cuyos cabecillas reconocían como señor al hermano menor de Braneus, sometido por la decisión de Aníbal. Con la llegada de estos enemigos comenzó algo que nadie podía comprender ni concebir en su totalidad, pero que ninguno olvidaría jamás. Más tarde Antígono, con ayuda de las anotaciones fragmentarias de Sosilos, consiguió dar forma a una ordenación más o menos clara y llena de lagunas de los días y noches y sufrimientos y esfuerzos y luchas; en la memoria todo se fundía en una masa amorfa y atormentadora, una pesadilla continua, cuyas partes aisladas sólo podían diferenciarse unas de otras con mayor o menor violencia.

Treinta y ocho mil soldados de a pie, ocho mil jinetes, treinta y siete elefantes, además de, al comienzo, numerosos animales de carga y de matanza, marcharon durante quince días a través de un mundo subterráneo que se extendía entre las cimas de las montañas y era más espantoso que todos los Tártaros imaginados. Al principio Antígono se esforzaba por retener imágenes y compararlas con las historias del mundo subterráneo contadas por los egipcios, los babilonios y los hindúes, pero pronto él y los otros hombres se convirtieron en aquello que los animales tienen la suerte de ser desde el principio: carne incapaz de agravar con pensamientos y consideraciones del pasado sufrimientos lindantes con lo insoportable. Pues lo que les esperaba, lo que los consumía y desgarraba, lo que los hacía arder y congelarse, era tan poderoso y vasto que ni siquiera el filósofo más inteligente, de haber pensado en ello, habría sido capaz de estructurarlo y hacerlo asequible a su espíritu mediante subdivisiones.

Esta deformación, este fundirse miles de seres en una sola masa, afectaba tanto a los espíritus más pobres como a los más elevados. Antígono hacia las veces de oficial, como Asdrúbal el Cano, Magón, Muttines, Maharbal, Budún, Cartalón, Himilcón, Hannón hijo de Bomílcar, Itúbal, Byryqt, Abdeshmún, Atbal, Giscón, Mutumbal, Bonqart y los otros; como ellos, el heleno buscaba conocimientos calculados y una visión amplia, y, tan pronto disponía de éstos, intentaba hacerlos aprovechables, salvarlos, ordenarlos. Soldados experimentados se convertían en gimientes hatos de carne; otros se transformaban en pilares errantes y daban apoyo a sus compañeros. Ambos, el desplomarse y el mantenerse firme, eran cosas ajenas a la sugestión; no conservaban sus fuerzas aquéllos que querían conservarlas, sino aquéllos que, además de querer, podían hacerlo gracias a poseer cualidades hasta entonces ocultas. Bromistas voces de aliento salían de hombres que antes apenas si habían mostrado poseer algún humor; viejas enemistades terminaban o, cuando menos, eran dejadas para más adelante, pues nadie tenía fuerzas para seguir cultivándolas. Magón, más fuerte que todos los osos de todas las montañas, sostuvo a Antígono cuando éste dio un traspié, aferrándose luego a la mano de un íbero que lo rescató de las fauces de un abismo.

Ese día Antígono perdió el contacto con la realidad; de pronto se encontraba sólo sobre una cima rocosa que no permitía ningún regreso. Ante él se abría la lóbrega entrada de una caverna; el suelo era resbaladizo, las paredes estaban cubiertas por una especie de vellosidades. Llegó a un pabellón en el cual estatuas sin rostro lo miraban fijamente. Lo miraban sin ojos, y cuando el heleno siguió andando las estatuas se volvieron sobre sus pedestales de piedra para seguirlo con esa no-mirada. El segundo pabellón estaba lleno de excrementos y arena movediza, y pasó una eternidad hasta que el heleno pudo cruzarlo. En el tercer pabellón vio sobre el suelo cubierto de hierba a una mujer que se parecía a Isis, pero también a Tsuniro; su piel no tenía color, y estaba desnuda. La sonrisa de la mujer se contrajo formando un gesto de placer; sólo al tocarla comprendió Antígono que ese gesto reflejaba un dolor inimaginable, un terror infinito y unas náuseas tan profundas como el mar. La mujer no tenía voz. Sobre su delicioso cuerpo pululaban un sinfín de cresas que devoraban su carne. En ese momento, Antígono despertó gritando atragantado, entre un grupo de íberos de ojos hundidos que habían tropezado y caído con él por una pendiente de guijarros.

El ejército se convirtió en un cuerpo palpitante y sangrante que empezaba a descomponerse y sólo se mantenía unido gracias a una cadena de hierro: Aníbal. El estratega estaba en todas partes, abarcaba todo con la mirada; desde Surus, desde un caballo, un peñasco; allí donde él hacía levantarse a uno de veinte hombres caídos, los otros diecinueve se incorporaban por sí mismos; allí donde él aparecía con un puñado de nueces, diez hombres hambrientos reemprendían la marcha; allí donde él se sentaba, cien hombres tumbados se sentaban derechos; allí donde él hacía una broma grosera, treinta hombres exánimes y desesperados volvían a la vida; allí donde él dormía, pero él no dormía. Parecía que no necesitaba dormir. Cuando un paso era atacado, los montañeses huían y el ejército se dejaba caer jadeando en la nieve y el hielo, para descansar, Aníbal reunía a los oficiales, se preocupaba por las provisiones, daba órdenes para defender las cimas, instrucciones para el día siguiente. Una vez ayudó a los dos valientes ancianos, Myrkam y Barmorkar, a bajar de los elefantes, los llevó a una hoguera, indicó a guías celtas cómo debían dar fricciones y cuidar a los miembros de la Gerusía púnica y luego se dirigió hacia los agotados animales para darles de comer y susurrarles lisonjas libias por debajo de las orejas. Aníbal era el corazón, cerebro, yelmo y taparrabo del cuerpo palpitante y herido, y el dios de los soldados; en algún momento dijo Asdrúbal el Cano: «La China tiene suerte. Si el gran Alejandro hubiese sido Aníbal, sus hombres no se hubieran sublevado en el Indo; hubieran seguido avanzando».

Cosas que al comienzo parecían irrealizables, más adelante, cuando comenzaron las verdaderas dificultades, fueron vistas como un paseo por una playa soleada: la acampada nocturna en un largo valle rocoso; la reagrupación de todo el ejército en senderos pedregosos, cuando los bagajes tenían que ser llevados al medio y los hoplitas debían pasar de la retaguardia a la vanguardia para ocupar un paso por la noche; siguió una breve batalla y el lujo de poder descansar en una meseta, junto a una aldea conquistada. Luego ya no hubieron valles, ni mesetas, ni aldeas, ni descanso, salvo breves desfallecimientos entre hielo y rocas.

Fue en el valle del Aqra donde los libios, númidas, gatúlicos, íberos, baleares, púnicos, libiofenicios, helenos, vieron por primera vez lo que significaban realmente esas montañas. Se habían oído muchas cosas, pero la altura de las montañas vistas desde cerca, las masas de nieve que se confundían con el cielo, las horribles cabañas construidas sobre prominencias rocosas, los animales de rebaño y de tiro deformados por el frío, crearon un nuevo terror; los salvajes de cabelleras hirsutas y sin cortar, toda la naturaleza viva e inerte, petrificada por el hielo, todo resultaba mucho más espantoso visto de cerca que en las descripciones oídas antes, todo contribuía a acrecentar el miedo. Cuando el ejército empezó a subir, los hombres advirtieron que los montañeses tenían ocupadas las colinas adelantadas; si hubieran ocupado los valles ocultos y hubieran atacado de pronto, el ejército habría huido desbandado y aquello habría sido una carnicería. Aníbal ordenó hacer alto y envió unos galos a que reconocieran la región; de ellos supo que allí no existía ningún otro paso, de modo que mandó acampar en el valle, entre rocas y peñascos. Los guías celtas informaron al estratega que los montañeses sólo ocupaban el paso de día, y que de noche todos desaparecían en sus casas; al amanecer Aníbal se acercó a las colinas, como si quisiera tomar el paso por la fuerza. Pasó el día allí, ocupado en otros asuntos, como se tenía proyectado. El ejército fortificó el campamento en el mismo lugar en que habían hecho alto. Cuando, al caer la noche, Aníbal advirtió que los montañeses habían bajado de las cimas, dejando en éstas sólo a algunos centinelas aislados, el estratega ordenó que los bagajes, la caballería y la mayor parte de los soldados de a pie retrocedieran; luego marchó a través del paso al frente de sus tropas de élite, ocupando las colinas donde antes habían estado los montañeses.

Partieron de allí al amanecer, al mismo tiempo que el resto del ejército se ponía en marcha. Cuando los montañeses quisieron volver a su puesto de vigilancia, se encontraron de repente con que parte de los enemigos ocupaban las colinas que se levantaban por encima de sus cabezas, mientras el resto del ejército púnico avanzaba por el paso. Esto los paralizó un momento. Pero cuando notaron que en el paso surgía una cierta agitación y vieron que el ejército se sumía en el caos a causa de su propio barullo, sobre todo por los caballos que de pronto se espantaban, los montañeses, familiarizados con todos los senderos y zonas intransitables, bajaron corriendo de los peñascos. El ejército se vio acosado al mismo tiempo por los enemigos y por el terreno; la confusión se acrecentó más debido a los propios soldados que a los enemigos, pues todos querían escapar, como fuese, del inminente peligro.

Lo que más firmeza restaba a la columna de marcha era el comportamiento de los caballos, asustados por el terrible griterío que el eco de los valles hacia aún más intenso. Corrían relinchando de un lado a otro, y cuando recibían un golpe o eran heridos se espantaban de tal modo que pasaban por encima de hombres y todo tipo de bultos de equipaje. Como el paso estaba flanqueado por pendientes cortadas a pique, a uno de los lados, y una escarpada pared de piedra, al otro, muchos animales se vieron arrojados al abismo, lo mismo que un gran número de soldados. Animales de carga rodaron con sus bultos como casas demolidas. Aníbal se mantuvo en su posición un momento, reteniendo a sus hombres para no incrementar aún más la confusión y el tumulto. Cuando vio que los montañeses abrían brechas en las filas del convoy, y que existía el peligro de que el ejército pudiera salir imbatido pero sin los bagajes, el estratega se apresuró en bajar de las cimas; el ataque de Aníbal dispersó al enemigo; la confusión cesó de un momento a otro, como si la huida de los montañeses hubiera despejado el camino. Pronto todo el ejército marchaba tranquilo y sin alboroto a través del paso. Conquistaron un castillo, la principal fortaleza de la región, y algunas aldeas de los alrededores; los rebaños de ganado y los víveres tomados como botín les proporcionaron comida para tres días. Durante esos tres días dejaron atrás una parte considerable del trayecto.

Luego el ejército llegó al territorio de otra tribu, que poseía una gran cantidad de aldeanos para tratarse de una región montañosa. Allí los púnicos no fueron atacados directamente, sino mediante astucias y trampas. Los señores de las pequeñas fortalezas, en su mayoría ancianos, se presentaron ante Aníbal como negociadores y dijeron haber aprendido de la desgracia de los otros; preferían la amistad a la lucha y seguirían todas sus órdenes obedientemente. Aníbal podía coger provisiones, guías y rehenes. El estratega les respondió de forma amistosa, aceptó los rehenes y también las provisiones. Luego siguió a los guías en grupos perfectamente ordenados, pero no como si marcharan a través de un país amigo. El primer grupo estaba formado por los elefantes y jinetes. Aníbal iba tras ellos con sus tropas de élite, sin cesar de mirar hacia todas partes. Cuando llegaron a un camino estrecho que tenía a uno de los lados una amenazadora garganta, los montañeses, emboscados, aparecieron de repente y atacaron tanto por delante como por la retaguardia, luchando cuerpo a cuerpo y también desde lejos, haciendo rodar grandes piedras sobre la columna de marcha. El grueso del ataque se había centrado en la retaguardia púnica. Todos sabían perfectamente que sufrirían una terrible derrota en ese paso estrecho si no reforzaban las partes exteriores de las columnas de marcha. Los montañeses arremetieron por el flanco y pudieron ocupar parte del camino, pues el ejército púnico se había dividido en dos partes; Aníbal pasó la noche sin caballería ni bagajes.

Como al día siguiente los montañeses no arremetieron con tanta violencia contra las brechas, las tropas púnicas pudieron volver a reunirse y dejar atrás el paso; por suerte las mayores pérdidas fueron de animales, y no de hombres. Desde entonces los montañeses ya sólo atacaron en pequeños grupos, más como salteadores que como guerreros. Arrear a los elefantes a través de los estrechos y escarpados senderos producía grandes pérdidas de tiempo, pero allí donde se encontraban los elefantes la columna de marcha estaba segura, pues los enemigos tenían miedo a esos animales insólitos.

El noveno día llegaron a la cima de los Alpes, marchando casi siempre por caminos equivocados y terrenos escabrosos. En la cima levantaron un campamento en el que pasaron dos días: miseria, lucha, pocas provisiones y ninguna tranquilidad. Animales arriscados habían seguido el rastro dejado por el ejército y ahora llegaban al campamento. Una nevada vino a sumarse a todas las dificultades. El ejército partió al amanecer, marchando a través de una alta capa de nieve; los ataques enemigos ya no eran más que pequeños asaltos y pillajes. Pero el camino de descenso era mucho más arduo de lo que había sido la ascensión, pues los Alpes eran más accidentados por el lado itálico. Casi todo el camino era escarpado, estrecho y resbaladizo, de modo que no podía evitarse caer cuando alguno tropezaba y se quedaba tumbado en el sitio. Hombres y animales caían unos sobre otros. Más adelante llegaron a un peñasco que dejaba un paso muchísimo más estrecho; las paredes de piedra eran tan verticales que ni siquiera un soldado desarmado podía escalarías cogiéndose con las manos de los arbustos y troncos. El peñasco, vertical por naturaleza, había caído desde casi mil pies de altura en un desprendimiento de tierra reciente. Cuando Aníbal vio que los jinetes se habían detenido como si hubieran llegado al final de un camino y preguntó qué detenía la marcha, le respondieron que ese peñasco hacía imposible seguir adelante. El estratega cabalgó en seguida hacia el frente de la columna, para examinar el terreno. En efecto, Aníbal tuvo que conducir dando un rodeo a través de regiones en las que no existían senderos y que nunca habían sido pisadas por nadie. Luego el camino se hizo completamente intransitable. Pues cuando la nieve nueva no formaba una capa muy alta sobre la vieja, los hombres podían andar sobre ésta apoyando los pies con seguridad. Pero como ahora la nieve ya estaba deshecha por el paso de tantos hombres y animales, los soldados tenían que andar sobre hielo, sobre un suelo resbaladizo en el que no se podía pisar con firmeza; y la empinada superficie de las cuestas hacia que los pies resbalaran aún más. Cuando uno quería levantarse haciendo presión con las manos o las rodillas, perdía el apoyo y volvía a caer. No había ni troncos ni raíces en los que uno pudiera apoyarse con las manos o los pies. Así, los hombres avanzaban resbalando sobre hielo liso y nieve derretida. Los animales de carga a menudo rompían el hielo. Cuando apoyaban los cascos para levantarse de la caída se hundían por completo, quedando atrapados en la dura y profunda capa de hielo como en una trampa helada. Finalmente, levantaron un campamento en la cima de las montañas, frente a otra pared de la piedra. Hizo falta un gran esfuerzo para despejar el terreno. Hubo que excavar y retirar una gran cantidad de nieve. Luego se ordenó a los soldados y los pocos zapadores que aún quedaban que fueran al enorme peñasco para hacerlo transitable; era el único camino posible, hacia falta romper la piedra. Para ello talaron los árboles que se levantaban a los alrededores y los apilaron en un enorme montón; cuando se levantó un viento adecuado prendieron fuego a los troncos; el viento avivó las llamas; luego ablandaron la piedra caliente derramando sobre ella el poco vino avinagrado que quedaba y grandes cantidades de agua de deshielo; rompieron a golpes la roca, ahora quebradiza, e hicieron transitables sus pendientes dándoles una ligera curvatura; ahora podían bajar por ella no sólo los animales de carga, sino incluso los elefantes. Pasaron cuatro días en esa peña. A los pies de las montañas había valles y colinas, y también arroyos en las cercanías de los bosques. Se dejó a los animales vagar por los pastos y los extenuados hombres encontraron por fin el merecido descanso. Tres días después ya estaban en la llanura. El ejército había vencido a los Alpes en quince días, con un terrible esfuerzo y pérdidas espantosas. Llegaron a Italia doce mil hoplitas libios, ocho mil soldados de a pie íberos, alrededor de mil soldados de armamento ligero y seis mil jinetes íberos y númidas. Y los treinta y siete elefantes.

SOSILOS DE LACEDEMONIA, AL PIE DE LOS ALPES,

A FILINO DE AKRAGAS, EN SIRACUSA;

POR TRIPLICADO

Viejo amigo, entregaré una copia de esta carta a un arriero de asnos ligur, otra a un comerciante etrusco y otra a un mensajero samnita, esperando que alguna llegue a tus manos. Yo me quedo con una cuarta copia, la quinta la tiene Antígono Karjedonio, quien me ha ayudado a hacer las copias.

Ya debes haber oído lo que no se puede describir. Hemos realizado un milagro, es decir, no nosotros, sino él, el príncipe de todos los estrategas, desafiador de los dioses, terror de Roma, asombro del cosmos, maestro de las armas, domador de las fieras, señor y protector de los hombres, vencedor de la Moira, Aníbal. Las pérdidas han sido terribles; el agotamiento, insoportable; los tormentos, indecibles; pero el futuro ha cambiado. Aníbal ha apoyado a los tambaleantes, ha levantado a los caídos, ha dado valor a los vacilantes y fuerza a los débiles. Cuando ya no podíamos arrastrarnos él nos hacia alargar el paso; cuando aludes y enemigos desmembraban el ejército, él volvía a unir sus partes; cuando el camino, que no era tal, se estrechaba y nos encajonaba, él hacía volar los peñascos; cuando la pétrea infinitud del hielo acumulado nos arrastraba a la desesperación, él nos llevaba a una cumbre y nos mostraba las verdes llanuras de Italia. Salimos de las montañas arrastrándonos, enfermos, andrajosos y casi locos, y estábamos rodeados de enemigos; pero Aníbal marchó al frente de los últimos hombres capaces de luchar y tomó por asalto la ciudad de los taurinos, aliados de Roma. Publio Cornelio Escipión apareció con jinetes frescos, y Aníbal condujo a la batalla a sus espíritus hambrientos montados sobre esqueletos de caballo: un ejército romano vencido en suelo itálico, el cónsul herido, retirado de la batalla por su joven hijo. Un ejército romano vencido sobre suelo itálico, oh Filmo.

Hace sólo unos cuantos años Roma sometió a los celtas del norte de Italia; ciudades fueron convertidas en sembrados, aldeas ardieron, hombres y mujeres, niños y ancianos, fueron matados a miles. Roma empezó la construcción de carreteras y fortalezas, tomó rehenes de entre los supervivientes, robó reses y propiedades, esparció tropas por toda la región. El Senado dijo que tras ese terrible castigo nunca más osaría un celta levantar la cabeza contra Roma. Pero los príncipes de los boios y los insubros nos envían alimentos y ropas, madera y ganado de matanza; están pasando revista a sus tropas, y en invierno nos darán no sólo pastos, sino también caballos, no sólo caballos, sino también jinetes, no sólo jinetes, sino también armas, no sólo armas, sino también soldados de a pie. Los samnitas, sometidos por Roma después de una guerra terrible, nos envían mensajeros en secreto; brutios y campanios cruzan Italia por caminos ocultos para venir al norte a ver al hombre que ha vencido a las montañas y ha de liberar a los pueblos y ciudades de Italia del yugo romano. Nadie esperaba esto, ni siquiera el mismo Aníbal; de pronto vuelven a arder en el país las hogueras pisoteadas por las legiones.

Pero de momento se acerca el invierno, y será terrible. Las llanuras están cubiertas de nieve; los habitantes del país dicen que hace décadas que no se daba un invierno tan fuerte. Pero antes del invierno hay aún algo más y quizás éste sea el triunfo más grande de Aníbal.

Tiberio Sempronio Longo, listo para conquistar Libia, ha dejado Lilibea con la mayor parte de sus tropas. Kart-Hadtha ya no está amenazada. Dentro de pocos días se presentará aquí, reunirá a las guarniciones de los lugares vecinos y nos atacará. Tiene que hacerlo, pues el año llega a su fin, y con él su consulado; si quiere ganar la gloria, sólo le quedan pocos días. Ésa es nuestra posibilidad, la posibilidad de Aníbal. Todos los que conocen a las legiones temen el encuentro; un ejército consular con tropas de los aliados y reforzado por lo que queda de la caballería de Cornelio. Pero eso fue lo que dijo el estratega cuando arengaba a sus hombres antes del primer choque contra Publio a orillas del río Ticinus: ¿Quién podrá venceros, a vosotros que habéis vencido a los Alpes y ganado fama inmortal?

Oh Filmo, tú has visto muchas cosas cuando cabalgabas con Amílcar; pero esto, esto no lo ha visto nadie. Y nadie podrá comprender jamás qué es lo que ha sucedido en las últimas lunas. Cinco lunas han pasado desde el cruce del Iberos, y Aníbal ha conquistado el norte de Iberia, ha superado los Pirineos, ha atravesado el sur de las Galias, ha cruzado el Ródano, ha vencido a los Alpes, ha derrotado a la caballería de Cornelio. En cinco lunas, amigo. Cinco lunas.