10
Zakanah

—Pobres cerdos. El que se fía de Roma… —Sosilos miraba fijamente a los zacantinos. Eran los supervivientes de mayor rango, quizá dos docenas de hombres y mujeres rendidos, negros de hollín, heridos.

La ciudad, que, tras ocho lunas de sitio, finalmente había caído, seguía en llamas. El viento helado del noroeste empujaba gruesas columnas de humo hacia la llanura y el puerto. El campo, saqueado y devastado, aún mostraba una especie de frutos: las tiendas y máquinas de guerra de los púnicos. Junto al atracadero y los cuatro muelles, y frente al puerto, flotaban por lo menos trescientos barcos. Buitres carroñeros; como en cualquier guerra localizada, también aquí se habían dado cita mercaderes comerciantes procedentes de todos los rincones del mar, con el objetivo de obtener ganancias a como diera lugar. Sobre todo desde las advertencias de Aníbal; desde que todo el mundo sabía qué suerte correrían la ciudad y sus habitantes. Todas las riquezas, todas las armas, todos los bienes muebles pasarían a ser propiedad del Estado púnico; los habitantes serían entregados a los soldados del ejército, los notables que sobreviviesen serían llevados a Libia.

El nuevo Alas del Céfiro se balanceaba ligeramente. Los sacos llenos de esparto crujían junto al muro del muelle. Antígono bostezó y se froté los ojos. No había visto aquel infierno, pero sí sus restos, durante dos largos días. Las listas solicitadas por Aníbal ya estaban terminadas. Los hombres del encargado del abastecimiento, Asdrúbal el Cano, podían haber proporcionado al estratega un cálculo correcto, pero Aníbal quería la opinión del amigo y comerciante, y Antígono se la había dado muy a su pesar. El espartano Sosilos, quien hacía ya mucho tiempo que había dejado de ser el maestro de Aníbal, para convertirse en su cronista, le había prestado una gran ayuda con los papiros, tintas y cañas.

—Sigo sin entender por qué primero arman semejante jaleo y después… —Sosilos volvió hacia arriba la palma de la mano izquierda—. Nada.

Antígono se encogió de hombros, sin decir nada. Volvió a levantar la vista hacia los restos de la gran ciudad, a trescientos pasos de distancia del puerto; ciudad construida para la eternidad y ahora destruida en gran parte. Al final los soldados íberos y libios habían tenido que allanar el camino de casa en casa. Zakantha, bastante al sur del Iberos, había sido repentinamente declarada aliada de Roma, cuatro años después de la firma del tratado. Confiando en el respaldo del poderoso ejército de sus nuevos amigos, los zacantinos habían intentado mediante intrigas, ardides, sobornos y promesas, separar a otros pueblos ibéricos de la liga púnica. Pero Roma únicamente envió a dos senadores, Publio Valerio Flaco y Quinto Baebio Tanfilo, que advirtieron a Aníbal contra un ataque a Zakantha/Saguntum. El estratega se remitió al Tratado del Iberos. «Vuestro senador Quinto Fabio Máximo no dijo nada respecto a Zakantha; según sus explicaciones, no existe ningún aliado de Roma al sur del Iberos. Zakantha está a más de siete días de marcha al sur de ese río. Además, Zakantha ha emprendido hostilidades contra nosotros, y éstas continúan; nosotros nos hemos defendido empleando únicamente palabras». Los romanos continuaron su viaje hasta Kart-Hadtha; Bostar envió un informe exhaustivo sobre las negociaciones llevadas a cabo en el Consejo. Había sido más una exposición de derechos que una conversación. Según el tratado firmado por Amílcar y Lutacio al terminar la Guerra Siciliana, todos los aliados de cada una de las partes estaban bajo la protección de la parte respectiva, y esto valía también para Saguntum, arguyeron los romanos; eso no era así, argumentaron los consejeros de Kart-Hadtha, pues los tratados sólo pueden referirse a los aliados existentes en el momento de la firma del acuerdo, y en aquel entonces Zakantha no era aliada de Roma.

¿Qué pasaría si de pronto Kart-Hadtha declarara como su aliada a alguna ciudad celta del norte de Italia, y aplicara a ésta el Tratado de Lutacio? Además, en el Tratado del Iberos Roma había renunciado a todos los territorios que se encontraban al sur del Iberos. Pero, dijeron los romanos, el Tratado del Iberos no había sido ratificado por el pueblo y el Senado, ni en Roma ni en Cartago. Absurdo, alegaron los púnicos; a diferencia del Tratado de Lutacio, el Tratado del Iberos no preveía una ratificación formal de Roma y Kart-Hadtha. Tanto los decenviros romanos encabezados por Fabio, como el estratega Asdrúbal, gozaban de plenos poderes, y, por otra parte, los años de observancia del tratado equivalían a una ratificación.

Pero en realidad no se trataba de una cuestión legal; cuando los dos romanos llegaron a Kart-Hadtha, Aníbal ya había empezado el sitio de Zakantha, y una vez quedó demostrado que las bases legales de los romanos eran insostenibles, éstos dejaron caer las máscaras, no quisieron oír hablar más de tratados y exigieron sin más ni más que Aníbal les fuese entregado. En este punto de las negociaciones, si aquello eran negociaciones, la postura de Hannón el Grande empujó a más de la mitad de sus propios hombres a sumarse a los bárcidas: el líder de los «Viejos» se sometió a los romanos, ordenó que Aníbal fuese entregado inmediatamente a los romanos, para «que este pequeño fuego no produzca un gran incendio», propuso un gesto de humildad, encarnado en el viaje de una embajada del Consejo a Roma, y la retirada de todas las tropas púnicas de Iberia hasta una nueva frontera, trazada mucho más al sur, a la altura de la nueva Kart-Hadtha. El Consejo de Kart-Hadtha, doblemente irritado por la arrogancia de Roma y el servilismo de Hannón, se opuso a estas propuestas casi por unanimidad.

Antígono había meditado todo mil veces. Al cansancio y el espanto se unía una creciente confusión. El gesto de Sosilos resumía bastante bien la situación. Roma tenía tropas y barcos de guerra, así como los suficientes veleros de transporte; pero Roma estaba en guerra contra Iliria y dejó solos a los aliados de Zakantha, por los que poco antes tantas molestias se había tomado. Durante las dos primeras lunas del sitio, Aníbal dejó todo en manos de Maharbal para marchar con tropas reunidas con premura a las regiones del interior, donde quería someter a dos importantes pueblos antes de que éstos estuvieran completamente preparados para levantarse en armas. Los informantes del estratega habían capturado a espías y alborotadores que trabajaban a las órdenes de Roma. El problema suscitado por orisanos y carpetanos fue arrancado de raíz gracias a la inesperada intervención de Aníbal, pero también gracias a que los íberos carecieron de ayuda romana.

—Si tan sólo supiéramos —dijo Antígono con voz ronca— qué es realmente lo que quiere Roma. ¿Acaso todo este jaleo por Zakantha, la embajada romana, las discusiones sobre los tratados, acaso no han sido más que disputas verbales? ¿Sin consecuencias? Parece excesivo. Pero ¿por qué han dejado correr nueve meses sin hacer nada, salvo la guerra contra los ilirios? Si realmente quieren poner un pie en Iberia… nunca podrían encontrar una punta de lanza mejor que Zakantha, con el puerto, los campos del interior y la fortaleza. Y ahora ya no queda nada de eso. ¿Para qué entonces todo esto? Es como un sueño confuso del que uno quiere despertar para ordenarlo y pensar en él.

Sosilos señaló hacia los numerosos navíos mercantes.

—Ésos de allí no están soñando. Harán buenos negocios.

Antígono asintió. El encargado del abastecimiento, Asdrúbal, hijo de Muía, había dispuesto todo de la mejor manera posible, como siempre. Las tropas habían podido saquear algo, pero habían tenido que entregar la mayor parte, y, ¿qué debían hacer los setenta mil soldados con los aproximadamente cuarenta mil prisioneros que Aníbal había dejado en sus manos? Asdrúbal había propuesto venderlos como esclavos y repartir los ingresos entre la tropa.

Roma, Kart-Hadtha, la incendiada Zakantha, los mercaderes, los esclavos, los muertos; todo ello formaba una enmarañada e inextricable danza en el cansado cerebro de Antígono. Y, desde luego, Aníbal, a quien en las últimas lunas sólo había visto en algunos breves encuentros y cuyos planes para el futuro inmediato desconocía. El heleno se levantó muy lentamente, cansado. Se apoyó en la pequeña mesita. La cubierta de popa parecía encabritarse bajo sus pies.

Sosilos lo miraba con los ojos entrecerrados.

—De pronto pareces viejo, amigo de los bárcidas.

Antígono sonrió con amargura.

—Es lo que corresponde a un comerciante que dentro de pocas lunas cumplirá cincuenta años. Y estos pensamientos que bailan en mi cabeza no me hacen más joven, por cierto.

El día siguiente llegaron aún más barcos a la rada de Zakantha. Entre ellos se encontraba el renovado y ampliado Soplo de Kypris. Antígono pasó las noches siguientes con Argíope. La damasquina compró algunos pequeños objetos procedentes del saqueo de la ciudad y adquirió por quince minas a cinco zacantinas altas y delgadas a las que podría vender por el doble en cualquier mercado de esclavos, en Rodas, por ejemplo. Pero ésas eran cosas secundarias. La mercancía principal se la mostró a Antígono al atardecer del cuarto día, cuando aquel gran mercado se acercaba a su fin y una parte de los más de seiscientos barcos mercantes, entre grandes y pequeños, ya se habían marchado rumbo a Kart-Hadtha, Ebyssos, Gadir, la nueva Kart-Hadtha, Akragas y Panormos, Siracusa y Leontinos, Epiro, Corinto, Alejandría, y también Massalia, Neápolis, Taras y Regio.

Entre las bonitas baratijas y las mejores joyas —un vaso kipriota de cristal azul, con incrustaciones de hilos de cobre; estatuillas de marfil; amuletos de hierro pintado ibéricos; alhajas de plata— Antígono descubrió un objeto que en un primer momento le causó recelos, pero luego le produjo una extraña excitación. Era una figura sentada de algo más de un brazo de largo, deforme y recubierta de una capa de pez bajo la cual asomaba el yeso.

—¿Qué es esto?

Argíope extendió los brazos.

—No lo sé exactamente. Una copia en yeso de alguna estatua. He pagado dos shiqlus por ella. ¿Por qué?

Antígono se mordisqueaba el labio inferior. Se dejó caer sobre el amplio lecho del camarote de popa del Soplo de Kypris.

—Mi olfato de comerciante, ya sabes. En el fondo es sólo eso.

Argíope cerró bruscamente la tapa del arcón y se sentó sobre éste. Sólo la estatuilla negra continuaba en sus manos. Era pesada; más pesada de lo que pueden serlo el yeso y la pez juntos.

—¿Qué te dice tu olfato?

Antígono sonrió y puso un dedo en la punta de la nariz de la damasquina.

—¿Estamos hablando como comerciantes, o como amantes?

Ella enarcó las cejas.

—Todavía estoy vestida.

—Eso se puede cambiar. —Antígono se desabrochó el cinturón, lo dejó caer, se quitó de encima el grueso mantón de invierno, húmedo por la niebla, y se sacó el chitón.

Argíope lo observó, soltó una risita divertida y empezó a desnudarse. La estatuilla negra estaba sobre los tablones del suelo, entre las piernas de la damasquina.

—¿Y ahora?

—Si se trata de aquello que apenas me atrevo a creer, sería un buen regalo para Aníbal.

—Habla, amante. —Argíope se acercó a él, se arrodilló encima de la litera y tiró del calzón del heleno. Él se inclinó hacia delante y rozó con la lengua el pecho izquierdo de la mujer.

—Algunas cosas —dijo Antígono de forma apenas perceptible— adquieren valor sólo por el paso de los años; tú, por ejemplo. No comprendo a los hombres que sólo desean a muchachas jóvenes, en lugar de a mujeres que han vivido y conocen las múltiples posibilidades de esa muerte exquisita que es el amor.

—Si se tiene más de cuarenta años —dijo Argíope—. Pero ¿adónde quieres llegar? Aparte de los piropos y lo que sigue.

Antígono señaló la estatuilla negra.

—También hay gente que prefiere las estatuas o esculturas nuevas a las antiguas.

—Ah. —La damasquina dejó que sus piernas se balancearan sobre el borde de la litera y observó fijamente la estatuilla de pez y yeso—. ¿Crees que oculta algo especial?

—¿Me permites? —preguntó Antígono desenvainando el viejo puñal egipcio.

Argíope asintió.

—Pero con cuidado.

Antígono empezó a rascar, cortar, perforar. Un gran trozo de yeso recubierto de pez se desprendió de la estatua, luego otro. Finalmente Antígono dejó a un lado el puñal. Levantó la escultura con cuidado, casi con devoción. Argíope se arrodilló detrás de él, apoyando la barbilla sobre su hombro derecho.

—Nadie puede asegurarlo —murmuró el heleno—, pero esto parece auténtico.

—Explícate, amante. Y hazlo de prisa. Hay ciertos asuntos que nos están esperando. —Pasó los brazos alrededor de su cintura.

—El Heracles sentado de Gades —dijo Antígono en voz baja—. Bronce. Unos cien años de antigüedad; es uno de los últimos trabajos del incomparable Lisipo de Sykion.

Argíope estiró las manos hacia la valiosa obra de arte.

—¿Quieres decir que es auténtico?

—Auténtico y de un valor incalculable, de lo contrario, ¿para qué lo ocultaría el propietario bajo este recubrimiento de yeso y pez? Observa, compañera del viento nocturno: las líneas del cuerpo, los músculos, la cabeza larga y delgada. Sólo Lisipo trabajaba así. «No como las personas son, sino como yo las veo». O los dioses, en este caso. —El heleno balanceaba el torso hacia delante y hacia atrás; con los ojos entrecerrados, pronunció los antiguos versos púnicos:

Amar y ser amado como el Melkart de Gadir: mucho.

Sentarse sosegado como el Melkart de Gadir: siempre.

Morir como el Melkart de Gadir: nunca.

—¿Y tú quieres regalarle este dios a Aníbal? —Argíope dejó la estatuilla en el suelo.

—Si fuera mía… sí.

—¿Dices que tiene un valor incalculable?

—Absolutamente impagable.

—Entonces te lo regalo. —Abrazó a Antígono del cuello, lo hizo caer sobre la litera y cayó con él—. Y ahora…

La llanura que se extendía ante la ciudad no volvió a quedar realmente vacía hasta varios días después. La mayoría de los comerciantes ya habían abandonado la rada y el puerto, aprovechando el favorable viento invernal del noroeste. También Argíope. Con ella, Antígono había levantado tibias murallas para abrigarse de la noche; ahora que ella se había marchado, los asuntos y preguntas sin respuesta volvieron a asediar al heleno. Cada día que pasaba aumentaba su sensación de ser como un trozo de madera flotando a la deriva, al borde de un remolino monstruoso.

Aníbal parecía no dormir nunca. El estratega supervisó el reparto del dinero conseguido a la tropa, dictó cartas al Consejo de Kart-Hadtha, a sus hermanos Asdrúbal y Magón —que se encontraban en la región de la desembocadura del Baits, donde habían derrotado a los turdetanos—, envió mensajes por mar y por tierra, deliberó con los oficiales y los hombres de la administración, habló con suboficiales y simples soldados, ordenó talar árboles de los bosques cercanos a Zakantha y los mandó llevar a los astilleros de Zakantha en Iberia, recibió a embajadores y príncipes de tribus ibéricas, reunió las noticias traídas por sus informadores, trasladó a los campamentos de invierno a tropas libias que al mismo tiempo vigilaban determinados lugares, dio de baja a otras tropas y las envió a sus respectivos pueblos ibéricos. Cuando, después de una noche que había pasado bebiendo con Sosilos, el heleno se dirigía de la tienda de éste al puerto, poco antes del amanecer, el heleno vio al estratega y a un grupo de baleares acuclillados junto a una hoguera. Aníbal tenía en la mano una ramita con la que dibujaba algo —¿movimientos de tropas?— en el suelo, aún no congelado del todo. Poco antes del mediodía el hijo del Barca estaba en la playa con una docena de jinetes númidas, de camino hacia el norte. Hacia la medianoche estaba acuclillado sobre los talones junto a una hoguera, dictando al extenuado Sosilos otra carta para el Consejo, en la que llamaba la atención a los púnicos sobre determinadas mercaderías y posibilidades de comercio en el sur de las Galias.

Cada uno de los casi setenta mil soldados había obtenido cien schekels del cuantioso botín, la venta de los supervivientes y los diferentes objetos a los que no podía sacarse provecho de inmediato. Los zacantinos más distinguidos fueron embarcados hacia Kart-Hadtha junto con algunos objetos de valor escogidos; Aníbal mandó que los pertrechos de guerra, monedas, metales para acuñar monedas y el resto del producto de las ventas fueran llevados a Kart-Hadtha en Iberia con una fuerte escolta. Los campesinos, criadores de ganado, pastores y esclavos, de los cuales sólo una pequeña parte había buscado refugio en la ciudad, regresaron de las montañas y campos del interior. Aníbal también se ocupó de ellos, encargó a algunos arquitectos del ejército la planificación y reconstrucción de los canales de regadío, proyectó mejores obras de fortificación y nombró gobernador de Zakantha a un joven oficial llamado Bostar. Éste contaría con cuatro mil libios y mil númidas para defender la ciudad y los campos y volver a hacerlos habitables.

La noche previa a su partida con las últimas tropas hacia el campamento de invierno, el estratega invitó a los salones de la fortaleza de Zakantha, arreglados provisionalmente, a los príncipes y caudillos de las tribus vecinas, los portavoces de los campesinos que habían regresado del interior, los oficiales y funcionarios que quedaban en la ciudad y los últimos comerciantes extranjeros. Asadores abiertos que también servían para dar calor ardían sobre las agrietadas baldosas de las espaciosas salas; antorchas y candiles iluminaban las mesas y a los convidados.

Más tarde, ya muy entrada la noche, sólo quedaban Aníbal y Antígono, el general de caballería Maharbal y Muttines; estaban sentados junto a una chimenea cerrada en la cual madera resinosa crujía y chisporroteaba.

—Se ha terminado: la ciudad, el sitio, el año y la fiesta. —El rostro de Muttines, ajado por los combates, los proyectos y el cansancio, parecía al mismo tiempo demoníaco y frágil bajo la luz de las antorchas. El rostro de un anciano de veintiocho años. También Maharbal tenía el rostro marcado, y lo mismo Bostar, el nuevo gobernador de la ciudad, quien tras hacer una larga ronda se acercó al grupo y se sentó suspirando. Media luna antes de lo más crudo del invierno, las noches de las costas ibéricas eran heladas; el viento procedente de las montañas nevadas del interior silbaba entre las ruinas de la ciudad y se colaba en los salones a través de agujeros y grietas. Antígono se apretó contra el respaldo de madera de su silla y se acurrucó bajo el pesado mantón de lana.

—¿Y ahora qué, estratega? —Muttines levantó una copa de cristal finísimo, la sostuvo ante sus ojos y miró a través del recipiente y el vino. El libiofenicio, vestido con chitón y peto, se había puesto una manta de lana sobre las piernas desnudas y una piel de leopardo alrededor de los hombros.

Aníbal contemplaba el fuego. En su mantón de púrpura, el púnico era el único de esos jóvenes guerreros cuyo aspecto se correspondía con su verdadera edad.

Nada parecía haber minado su físico; ni los combates, ni las marchas forzadas al interior, ni la herida en la cadera, ni tampoco las responsabilidades, la falta de sueño, las preocupaciones. Su rostro sólo reflejaba una cosa: alivio.

—Eso depende de muchos factores. Roma, Kart-Hadtha, los íberos. ¿Cuáles son tus planes, Tigo?

—Tengo que regresar. El banco. —Antígono se levantó y sacó un objeto muy bien envuelto de un rincón junto a la chimenea—. Pero antes esto, estratega de Libia e Iberia.

Aníbal cruzó los brazos.

—¿Qué es eso, amigo?

—Un recordatorio. —Antígono mostró los dientes en una especie de sonrisa—. Quizá te sorprenda que este recordatorio venga de mí, sabes muy bien cuánto creo en los dioses.

Aníbal dejó caer los brazos, se inclinó hacia delante y estiró la mano derecha, juntando el pulgar y el índice.

—Así de poco. Lo sé. Menos que nada. ¿Y?

—Los dioses son un invento de personas que quieren explicar lo inexplicable. —Antígono levantó con las dos manos la escultura aún envuelta—. Casualidades, cosas absurdas, irregulares. Cosas ante las cuales ni siquiera un estratega victorioso puede hacer algo. Una flecha perdida, una piedra que se desprende, el paso en falso de un caballo, o enfermedades y agotamiento. Deberías dormir de vez en cuando, Aníbal.

Maharbal rió para sí.

—Aníbal no necesita dormir. —El rostro del púnico estaba desfigurado por una máscara de cansancio acumulado.

—Lo sé. Pero los dioses del sueño necesitan a Aníbal, para que la suma de todos los dones que dan a la humanidad no pierda valor a causa del desprecio que les profesa un estratega. Voy a regalarte un dios, amigo e hijo de mi amigo. —El heleno desenvolvió la estatuilla sentada y se la dio al bárcida.

—El Melkart sentado de Gadir —dijo Muttines en tono reverente—. Y es un trabajo maravilloso.

Maharbal dejó escapar un suave silbido por entre los dientes. Bostar se inclinó hacia delante y señaló la estatuilla con el índice.

—¿Helénico?

Aníbal colocó la escultura sobre las piedras y siguió las líneas suavemente con la mano derecha.

—Una obra del inmortal Lisipo, cabeza de chorlito —dijo a media voz. Dejó la figura de bronce sobre la mesa, se levantó, puso las manos sobre los hombros de Antígono y lo miró a los ojos—. Conozco la historia del llama, amigo de Amílcar y Kshyqti. Sé que llevaste a mi padre los jinetes de Naravas cuando estaba a punto de sufrir una derrota. Que arrastraste a Hannón a una trampa para que no pudiera causar ningún daño. A mis hermanos y a mí nos has regalado unas espadas incomparables traídas del norte. En el Consejo de Kart-Hadtha hiciste trizas a Hannón cuando éste quería hacerse con el poder absoluto. En la batalla del Taggo represaste el agua para que Amílcar y sus hombres pudieran salvarse. Me has regalado elefantes y a tu hijo Memnón, que atiende y cura a enfermos y heridos en nuestra capital. Me diste tu amistad ya antes de mi nacimiento… y ahora el dios de Gadir.

—El estratega apretó su mejilla contra la de Antígono. El heleno sintió los músculos de hierro de ese cuerpo que era una inagotable fuente de energía. Pero también sintió el suave temblor y escuchó los secos sollozos, seguidos de una fuerte carraspera.

Aníbal se separó del heleno sacudiendo la cabeza.

—¿Cómo podré agradecértelo, Tigo?

—Descansando de vez en cuando. —Antígono sonrió—. Un baño caliente tampoco puede hacerte daño. Hueles muy mal, estratega.

—Melkart de Gadir —Aníbal inclinó la cabeza sobre la estatuilla—, que me conserve tu humor negro.

Antígono se sentó.

—A mí también. De momento es el último norte que me queda.

Aníbal rodeó la escultura de bronce con las manos y miró fijamente los ojos del dios.

—¿Cómo dices?

Antígono respiró profundamente.

—Recuerdo a un viejo asirio que me leyó un epígrafe. De eso hace ya muchos años; no recuerdo a qué rey se refería. «Trajo silencio al centro de la ciudad, también a los suburbios y las laderas de las montañas; los convirtió en un desierto, como la llanura». Estratega: la noche fluye por encima de ese silencio, las puertas están vigiladas. Pero ¿qué ocurrirá mañana?

El silencio casi se podía tocar. En la chimenea ardía un leño carcomido por el fuego; el crujir de la madera y el revoloteo de las chispas hacían que el silencio fuese aún más denso y sofocante.

Antígono observaba al hijo de Amílcar. También los ojos de Bostar, Muttines y Maharbal se habían posado sobre aquel estratega de veintiocho años. Su cuerpo delgado y nervudo parecía languidecer, como perdido en la noche helada, el silencio y la soledad. Por un momento, el heleno tuvo la fantástica sensación de que el joven estratega estaba luchando contra el antiquísimo dios de las ciudades, contra la inconcebible energía y dignidad de todo aquello que el Melkart sentado ocultaba y había sido erigido hacia más de mil años por los primeros mercaderes de Tiro que llegaron a Gadir. La lucha llegó a su fin; de las terribles sombras del dios surgió la sencilla noche. Aníbal, el vencedor, levantó la mirada, y su rostro, sus ojos, su sonrisa, abrieron túneles de fuerza y calor a través de la asfixiante montaña de noche y de frío. Con un movimiento suave, casi elegante, Muttines cayó de rodillas y estiró las manos hacia el dobladillo del mantón de Aníbal. Cuando levantó la mirada, las huellas del cansancio habían desaparecido de su rostro. No dijo nada; sus ojos brillaban.

—La noche es fría, pero quizás el Hades sea demasiado caliente, Muttines —dijo Antígono—. No pidas a Aníbal que te lleve allí, terminará por hacerlo.

Rieron; Muttines volvió a sentarse. Pero el hechizo continuaba, incluso se hacía más fuerte. Aníbal estaba de pie en el centro de la habitación. Si ahora se desprendiera una piedra de la chimenea, pensaba Antígono, no caería al suelo, sino sobre Aníbal. Se sentía otra vez en el borde de un gigantesco remolino, un remolino más grande que el océano, inabarcable, que todo lo devora.

—Explícame el remolino del mañana —dijo casi susurrando.

Aníbal comprendió a qué se refería y sacudió ligeramente la cabeza.

—Ah, Tigo, no se puede explicar. Es una mezcla de muchas cosas que flotan a la deriva; son arrastradas por la corriente y creen que tienen el timón en las manos. La decadencia de los etruscos, la debilidad de la Hélade, la estupidez de los reyes del Oriente, la fuerza de Roma, impulsada por una oscura furia. —Hizo un movimiento circular con los brazos extendidos—. Todo esto, Iberia, es únicamente una muralla que mi padre ha levantado para que Kart-Hadtha no sea cogida y tragada por el remolino. Y la muralla tiene brechas. Nos harán falta dos años para hacerla tan firme como estaba en el momento de la muerte de Asdrúbal. Pero no se nos concederán esos dos años.

Maharbal se inclinó hacia delante.

—¿Qué es lo que sabes?

Aníbal puso las manos sobre la cabeza de la estatuilla de bronce, como si quisiera tapar los oídos al dios.

—Lo sé desde ayer —dijo con voz aparentemente serena—. Roma ha enviado una embajada a Kart-Hadtha en Libia. El jefe de la embajada es Quinto Fabio Máximo, y esta vez no hay ningún Asdrúbal que pueda hacerle perder la cabeza. Según lo que han averiguado nuestros hombres de Italia, Fabio no tiene intención de dejarse llevar por conversaciones sobre posibles interpretaciones de tratados. Va a declararnos la guerra.

Antígono subió a bordo al amanecer. El Alas del Céfiro zarpó y se dirigió a mar abierto. El heleno se pasó varias horas dando vueltas sobre la amplia litera, sin conseguir conciliar el sueño. La noche anterior, con sus conversaciones enmarañadas e infinitas, le parecía cada vez más fantasmagórica; poco a poco fue comprendiendo que Aníbal había omitido deliberadamente ciertas cosas, o las había esquivado dando rodeos. Rodeos que sin embargo permitían a Antígono descubrir lentamente de qué se trataba; pero los jóvenes oficiales que tenían arduas misiones que cumplir durante el invierno y la primavera debían dedicarse a su trabajo sin que éste se viera estorbado por la trampa de las mil reflexiones contradictorias, las posibilidades y los imposibles.

Aníbal había enviado a Kart-Hadtha en Libia gran parte del botín de Zakantha y a los personajes ilustres de la ciudad conquistada; al aceptar ese tributo, el Consejo púnico había atado firmemente el lazo que unía a la ciudad con el estratega, de modo que no podría declararse contrario a las empresas de Aníbal en Iberia. Después de hacer una breve escala en la Kart-Hadtha ibérica («y un par de baños calientes, Tigo, y también para que Himilce esté contenta»), Aníbal quería viajar en barco a Gadir, para hacer un exvoto. No importaba que el estratega considerara al cosmos absurdo, a los dioses, invenciones, y a la vida, una eterna lucha entre la voluntad y la capacidad del hombre y las injusticias del azar; a sus soldados, procedentes de quinientos pueblos diferentes, les gustaba ver que sus cinco mil dioses distintos eran venerados, y saber que su estratega estaba amparado por las potencias celestiales. Por eso el viaje al Melkart de Gadir; por eso en todos los campamentos de Aníbal había una tienda con numerosas estatuas, cuadros y amuletos. Melkart, que era el mismo que Heracles, imaginado por hombres necesitados de consuelo y formado por los hábiles dedos del gran Lisipo, ocuparía de ahora en adelante un lugar de honor entre esas imágenes de dioses.

La explicación bosquejada por Aníbal en torno al comportamiento de Roma era extremadamente sencilla, y mientras pensaba en ella, más convencido estaba Antígono de que el estratega estaba en lo cierto. El objetivo del Senado era debilitar a los fuertes hasta que pudieran ser aniquilados o convertidos en vasallos complacientes que finalmente serían anexionados al imperio; hasta que todo el mundo, toda la Oikumene, fuera romana. El Tratado del Iberos había proporcionado tiempo a ambos lados; Roma lo había utilizado para avanzar posiciones en Iliria y el norte de Italia, fortificar Sicilia y someter a prueba a las legiones. Los púnicos habían incitado a los celtas de Italia contra Roma, los romanos a los íberos contra Kart-Hadtha. Según los registros del Senado, Roma y sus aliados itálicos —sabinos, etruscos, umbríos, sarsinatos, vénetos, cenomanos, latinos, samnitas, iapigos, masapios, lucanos, marsos, marrucinos, frentanos, vestinos— podían aportar, en conjunto, a unos setecientos mil soldados de a pie y setenta mil jinetes. Con sus más de doscientos navíos de guerra, dominaban el mar desde Massalia hasta Sicilia. Tan pronto el Senado viera algún signo de debilidad en el adversario y encontrara algún pretexto más o menos justificable para aprovecharla, el Tratado de Lutacio y el Tratado del Iberos no valdrían ni siquiera el papiro en que estaban escritos. Hasta aquí no había nada nuevo para Antígono en las reflexiones de Aníbal; lo desconcertante era la manera en que explicaba por qué Roma no había atacado antes: rencilla entre partidos y oposición de parte de romanos fieles a los tratados. Durante la gran Guerra Siciliana había habido muchos ciudadanos romanos que consideraban que la guerra era una insensatez; sólo después de años de discursos acalorados de los oradores y abstrusas historias difamatorias —por ejemplo, que Régulo había sido torturado hasta la muerte por los púnicos— había podido el Senado llevar hasta el final la despiadada guerra de exterminio. Cuando la Guerra Libia estuvo a punto de hacer sucumbir a Kart-Hadtha, parte del pueblo romano instó a su gobierno a que suministrara trigo y otras provisiones a los púnicos, y a que rechazara las ofertas de los sublevados respecto de Sardonia; sólo dos años de invectivas contra el resurgimiento de la amenaza que constituía Kart-Hadtha lograron vencer la resistencia. Cuando comenzó el sitio de Zakantha, parte de los ciudadanos de Roma se habían mostrado partidarios de la observación del Tratado del Iberos, y habían reclamado la paz entre Roma y Kart-Hadtha; sólo ahora, gracias a discursos bañados en lágrimas sobre aliados traicionados impunemente, habían conseguido los oradores de los instigadores de la guerra hacer que el tratado y las obligaciones que implicaba valieran tan poco como la amistad consignada en el papiro.

La causa de las extrañas vacilaciones de Roma durante los últimos años no se debía a los cálculos inextricables de un adversario astuto, sino a la oposición interna. Aníbal había dicho que necesitaba dos años para hacer que la muralla volviera a ser segura, pero probablemente Roma no le daría esos años. Podían preverse varias posibilidades. O sucedía un milagro y la embajada romana se comprometía a observar los tratados vigentes, según los cuales Zakantha se encontraba en la zona de influencia púnica, y se mantenía la paz; o bien Roma declaraba la guerra utilizando a Zakantha como pretexto. Si se llegaba a una declaración de guerra también había varias posibilidades: Roma se limitaba a hacer unos cuantos ataques con la flota y abandonaba el asunto después de breves escaramuzas, con las cuales su honor quedaba a salvo —ésa era la posibilidad más sensata y, por ende, también la más improbable—. O bien Roma enviaba tropas a Iberia. O Roma atacaba directamente Kart-Hadtha en Libia. O ambas cosas.

Y el dilema del estratega de Libia e Iberia era que, con apenas la décima parte de los hombres que Roma podía hacer entrar en combate, tenía que tomar precauciones contra todas esas posibilidades, y no podía cubrir todas las posibilidades al mismo tiempo. Para asegurar rápidamente las defensas de Iberia tenía que hacer trizas el tratado, cruzar el río fronterizo y someter o firmar alianzas con los pueblos de la región, para evitar que los romanos pudieran desembarcar tropas sin el menor estorbo. Para ello necesitaría a todas las fuerzas, incluso las que se encontraban en Libia. Si lo que quería era proteger Libia, tenía que dejar Iberia desprotegida. Si intentaba defender ambas regiones, probablemente las escasas tropas no bastarían ni siquiera para mantener el Iberos. Sabía que si mandaba construir urgentemente más barcos, tendría que enviar al mar a gran parte de sus fuerzas de tierra, pues no había más tripulaciones disponibles. La gran Guerra Siciliana, o Romana, a la que el padre de Aníbal había tenido que dar un amargo final, se había desarrollado lejos de Kart-Hadtha.

Esta nueva guerra, cuando estallara, tendría lugar sobre suelo púnico, y estaría acompañada por nuevos levantamientos en Libia e Iberia. Los romanos se habían hecho fuertes en Sicilia. Dado el poderío de la flota romana, no había ninguna posibilidad de enviar tropas a la isla. Italia misma era completamente inatacable. La grande y rica Massalia, aliada y punto de apoyo de los romanos en caso de guerra, podía cerrar los caminos costeros, y más allá de Massalia bastaban pocas legiones para bloquear las delgadas franjas de tierra llana que se extendían entre el mar y las montañas; además, los barcos de Roma podían desembarcar tropas en cualquier parte.

Así, pues, no quedaba más que la pobre esperanza de la paz y la gran probabilidad de emprender una guerra defensiva contra un enemigo superior que podía decidir el escenario, la prontitud y la forma del enfrentamiento.

—Por eso quiero la paz a cualquier precio, meteco. —Hannón sonreía casi con bondad; poco faltaba para que estirara la mano y acariciara el brazo que Antígono aún podía retirar de la mesa.

La Gruta de los Placeres Amargos se encontraba a la misma distancia del tofet que del puerto, un poco al norte de ambos, cerca de la Calle Mayor. A primera hora del mediodía no había mucha gente en la taberna: otras cuatro mesas con clientes, en total once hombres y tres mujeres. La luz de las antorchas que iluminaban el frío sótano se reflejaba en los recipientes de cristal y en las pulidas superficies de madera tratada con resina y cera. Una parte de los pensamientos de Antígono estaba perdida en las montañas de col rehogada con vinagre de vino, jugo de cebollas y rodajas de limón, en los puerros remojados en salsa amarga, el pescado salado, el asado de caballo escabechado con vinagre y acompañado por algas cocidas en agua salada, el muslo de perro cebado, con pepinos y aros de cebolla como guarnición, y todas las otras cosas que Hannón había devorado o todavía tenía en la mesa.

Antígono se limitó a tomar vino con cinamomo y agua caliente, pan y un asado un tanto frío y sin vinagre.

—Sólo verlo ya me causa ardor de estómago —dijo haciendo un movimiento de desdén con la mano.

Otra parte de sus pensamientos estaba con los romanos, que habían hecho una larga escala en el sur de Italia y en Sicilia y no habían llegado a Kart-Hadtha hasta la noche anterior. El resto de sus pensamientos estaba en Iberia, con Aníbal, y en un intento de adivinar las razones que había tenido Hannón para concertar este encuentro.

—¿Ardor? Ah, eso siento yo en el espíritu cuando escucho el nombre de Aníbal. —Hannón se secó la boca con el dorso de la mano y se limpió los restos de comida del anillo del dedo mayor. La piedra era azul oscuro.

—En cierta manera estoy de acuerdo contigo en lo que se refiere a la situación inicial de la guerra, si es que estalla alguna. Pero, gran Hannón, ¿qué sucedería si siempre pagas el precio que nos piden por la paz? ¿Qué precio tienes en mente ahora?

El púnico se reclinó un momento y se acomodó la gorra de fieltro. La barba, antes blanca, estaba teñida de castaño.

—Eso depende.

—¿De qué?

—Del precio que exijan nuestros amigos romanos.

—Tus amigos. Yo elijo a los míos con más cuidado.

Hannón dejó escapar una risa suave. Hundió la mano en el plato de mijo sazonado con especias picantes, formé una bolita y se la metió en la boca.

—Es igual. No estamos hablando de amistad —dijo de forma casi ininteligible—. Tratándose de nosotros, creo que sería un tema equivocado. Estamos hablando de precios. De muchos precios.

Antígono arrugó la frente.

—¿Muchos precios? ¿Cuáles?

—La decisión que debe tomarse esta tarde nos concierne a todos nosotros. Y tiene muchos precios, meteco. Montañas de plata por una guerra que tenemos perdida de antemano. O, de lo contrario, dos o tres pequeños sacrificios que a nosotros, a todos nosotros, pero en especial a ti y a mí, nos permitirán seguir con el comercio y las ganancias.

—No creo que esos sacrificios puedan ser tan pequeños.

Hannón extendió los brazos.

—Eso es cuestión de la vara con que se midan. ¿Qué es grande, qué es pequeño?

—No soy inspector de pesas y medidas. ¿Qué precio estás dispuesto a pagar?

Hannón cogió la cola de una sardina en vinagre.

—Iberia. —Se metió todo el pescado en la boca y masticó.

—¿Iberia? ¿Toda Iberia?

El púnico asintió y tragó el bocado.

—Seamos honestos: los que más ganancias han sacado de Iberia son los que ahora han provocado la guerra.

—¿Los romanos? —Antígono enseñó los dientes.

—Los bárcidas —dijo Hannón impasible—. Todos nosotros hemos ganado algo, claro; pero la plata de Iberia ha servido sobre todo para poner al populacho del lado de Asdrúbal, Aníbal y el consejero Bomílcar.

Antígono rió.

—Oh gran Hannón, ambos sabemos muy bien que la adhesión del pueblo depende de regalos agradables. Estoy pensando en las numerosas fiestas que has dado en el ágora. ¿Reprochas ahora a los bárcidas el hacer lo mismo que tú?

—No se lo reprocho. El poder, meteco, sólo se posa sobre aquéllos que pueden pagarlo y aplicarlo. Yo he pagado, los bárcidas han pagado. Hasta aquí es un juego antiguo y, por lo tanto, respetable. Pero ahora tendremos que pagar todos. Las piedras de Saguntum caerán sobre nuestras cabezas.

—Zakantha, Hannón. No es una ciudad latina.

—Es una aliada de Roma, meteco. Deberíamos sopesar todo.

—Sopesa, púnico, te escucho.

Hannón asintió y se inclinó hacia delante. Apoyé los codos sobre la mesa y fue levantando los dedos de la mano derecha al tiempo que hablaba.

—Primero: en lugar de que todo se destruya y se pierda en una guerra, intentaremos conservar tantas posibilidades de comercio y territorios como sea posible. Segundo: ofreceremos a Roma que se trace una línea desde el cabo del norte de la antigua Mastia hacia el Oeste. Las minas de plata se encuentran al sur de esa línea. El norte estará bajo dominio romano. Tercero: pagaremos a Roma una indemnización similar al importe del botín de Saguntum; puesto que Saguntum quedará en la parte romana de Iberia, el Senado podrá reconstruir y devolver a la ciudad a los habitantes sobrevivientes. Cuarto: reduciremos el número de nuestros efectivos en Iberia, digamos a una tercera parte. Eso no puede ser una amenaza para los romanos. Quinto: ofreceremos a Roma un nuevo tratado, amistad y una alianza. En caso de guerra, pondremos tropas y barcos a disposición de los romanos; a cambio nos dejarán que conservemos Libia para siempre.

Antígono jugaba con el cuchillo; por un momento su mano se cerró con fuerza alrededor de la empuñadura.

—¿Te hacen falta los cinco dedos de la otra mano, púnico, o ya has terminado?

—He terminado. —Hannón se reclinó en su asiento y cogió la copa de vino.

—Recuerdo que tus antepasados rechazaron una propuesta similar hecha por Marco Atilio Régulo, enviar barcos y esas cosas a las guerras de Roma. Así pues, ¿quieres convertir a tu ciudad en sierva y vasalla?

Hannón bebió y arrugó la nariz.

—El orgullo es una cosa, meteco; las ganancias y la supervivencia, otra muy distinta.

—Puede ser. Pero yo creo que sigues teniendo una opinión equivocada sobre Roma. Si los romanos quisieran paz y amistad no hubieran empezado la primera guerra, ni nos hubieran arrebatado Sardonia y Kyrnos al terminar la guerra contra los mercenarios. Aunque aceptaran tus condiciones sin exigir nada más…, los libios no estarán seguros hasta que vean las cosas de otra manera. Firmar tratados con Roma es como intentar acuñar el rostro del viento en una moneda. O como trenzar una cuerda con arena.

—Deja a un lado la poesía, meteco.

—Ah, lo había olvidado; las comparaciones gráficas no son muy de tu agrado. Pero, fuera de que me parece estúpido y cobarde suplicar a Roma que nos deje algo que pertenece a Kart-Hadtha y donde Roma no tiene nada que hacer, me refiero a Libia, ¿de verdad crees poder conservar los yacimientos de plata de Iberia?

Hannón se encogió de hombros.

—¿Por qué no?

—Porque la frontera que propones para Iberia no se puede sostener. Es una línea trazada arbitrariamente sobre un mapa, sin ríos, montañas o fortificaciones que le sirvan de apoyo. Además: aunque se pudiera trazar esa frontera, pronto habría problemas. Los íberos que quedaran al sur de la frontera no tardarían en levantarse, y el ejército empequeñecido no podría dominarlos. Perderíamos todo Iberia, y probablemente la chispa de la rebelión saltaría sobre los númidas, y si esto sucede arderá toda la parte occidental de Libia, como mínimo. O, lo que es más probable: Roma somete al norte de Iberia, y a más tardar tres años después, los íberos del norte se dan cuenta de que bajo el dominio púnico tenían una vida más fácil, más libre y mejor; entonces se levantan contra los romanos, y el sur de Iberia no puede quedar al margen de la lucha. En lugar de evitar una guerra, lo que harás es provocarla.

—Sería otra guerra, que concluiría con la desocupación de Iberia.

Antígono comprendió de repente que el líder de los «Viejos», quien ya había cumplido sesenta y dos años, estaba desesperado; el heleno rió.

—Ahora te entiendo… El Consejo ha aceptado a los rehenes zacantinos; los bárcidas han repartido el botín entre el pueblo. Sabes que perderás en la discusión de esta tarde. ¿Y ahora quieres que obligue a los bárcidas a que laman la bota romana?

—Tú puedes hacerlo. —El rostro de Hannon no reflejaba ninguna emoción. Los ojos de serpiente miraban firmes y fríos, pero esta vez eran sólo una máscara.

—Los dos grandes adinerados —dijo Antígono—. Hannón por los terratenientes, Antígono por los comerciantes. Regateando por el futuro de la ciudad y del orbe. Si Kart-Hadtha cae, Hannón, toda la Oikumene será de Roma. ¿O acaso crees que los macedonios pueden resistir a las legiones? ¿O Atenas, Pérgamo, quien quieras?

—Roma no desea eso en absoluto.

—Sí, eso es exactamente lo que desea Roma. Kart-Hadtha es la última muralla.

Egipto sigue el juego a los romanos. Y, ¿Siria? Siria está muy lejos; los seléucidas pueden retirarse a las montañas de Bactriana. Todo el mar, Hannón, todos los países, bajo el yugo de la bota romana; ¿es eso lo que quieres?

El púnico arrugó la frente.

—No, pero es mejor que la decadencia.

—La decadencia no es segura; la esclavitud sí. No, Hannón, no instaré a los bárcidas a que se arrastren ante Fabio. Y hay algo que has olvidado al hacer tus cálculos. Un hombre: Aníbal. Y su ejército. ¿Acaso crees que, aunque el Consejo satisfaga tus deseos, Aníbal lo aceptará tan fácilmente?

—Tal vez no le quede otro remedio que aceptarlo.

Hannón tenía una idea más, pero Antígono no supo de ella hasta más tarde. El heleno alcanzó a Bostar y al líder del partido bárcida, el antiguo sufete Bomílcar, antes del comienzo de la sesión del Consejo. Les pidió que dejaran hablar a Hannón, asegurándoles que arrojaría a los «Viejos» a los brazos de los bárcidas.

Antígono pasó la tarde en el banco. Casi no había clientes; una invisible capa de plomo se cernía sobre la ciudad. Por una ventana vio que en el puerto casi nadie estaba trabajando; por todas partes se veían pequeños grupos de mercaderes, estibadores y obreros que conversaban sentados. Todos sabían qué estaba pasando en el edificio del Consejo.

El sol del invierno ya se había ocultado cuando Bostar entró en el banco. Antígono estaba en la planta baja; había enviado temprano a casa a los empleados, pues no había nada que hacer. Una mirada al rostro de su viejo amigo fue suficiente. Bajo la luz del único candil, Bostar presentaba un aspecto gris.

—Guerra. —No era una pregunta, sino una afirmación.

Bostar asintió, suspiró, se dejó caer sobre una silla.

—Sí, guerra. Ellos no querían otra cosa.

—¿Quiénes, ellos?

—Los romanos. Quedó claro desde el comienzo.

—Cuéntamelo.

—No hay mucho que contar, Tigo. Entraron, los romanos, como si fueran dueños de todo. Los sufetes invocaron también a los dioses romanos, por cortesía. Luego se desencadenó todo.

Quinto Fabio, Marco Livino, Lucio Emilio, Gayo Licino y Quinto Baebio impidieron todo intento de hablar de la forma gentilmente descortés habitual en este tipo de reuniones. Después de que los sufetes hubieron invocado a los dioses y abierto la sesión, Fabio se puso de pie y preguntó sencillamente si Aníbal había sitiado Saguntum por decisión y orden del Consejo de Cartago. Bostar hacía una buena imitación del romano hundiendo la cabeza entre los hombros y sacando la barbilla. Antígono, que conocía al hosco y testarudo senador de las negociaciones del Tratado del Iberos, sonrió cansado.

—Bomílcar lo hizo muy bien. «Siempre calentando la cabeza, ¿eh, romano?», dijo, o en todo caso algo parecido. «¿No sería mejor discutir primero las causas del sitio y la destrucción de Zakantha, y si lo sucedido atenta contra el derecho y los tratados vigentes?». Fabio lo miró fijamente un instante; luego repitió su pregunta: «¿Sucedió por decisión y orden del Consejo de Carthago?». Todo muy entreverado, por cierto, se hablaba a veces en heleno, a veces en latín, a veces incluso en púnico. Baebio chapurreó algo en púnico. Bomílcar sólo sonreía, muy dueño de sí mismo. «Romano», dijo, «¿para qué haces esa pregunta? Tú y Asdrúbal firmasteis un tratado en el que nos cedíais las regiones situadas al sur del Iberos».

»No.

»¿No? ¿Cuál era entonces el objeto del tratado?

»Asdrúbal se comprometió a no utilizar hombres armados al norte del Iberos.

»Eso significa que al sur del Iberos sí podía hacerlo.

»Ahora no se trata del Iberos, sino del ataque a un aliado de Roma.

»De los cuales no se habla en el tratado.

»Pero si en el tratado firmado entre Lutacio y Amílcar, púnico. Allí se establece que todos los aliados de ambas partes gozan de protección.

»Bomílcar se echó a reír. “Pero cuando se firmó este tratado Zakantha no era aliada de Roma, Fabio. Los tratados sólo tienen validez para las cosas vigentes en el momento de su firma. Además, no puedes invocar un tratado para anular el otro. Tú mismo lo firmaste”.

»Tras un breve resuello, Fabio volvió a lo mismo: “¿Hubo una decisión del Consejo respecto a Saguntum?”.

»Eso no tiene ninguna importancia, romano. Zakantha está al sur del Iberos y había atacado a algunos aliados de Kart-Hadtha —a los torboletos, por ejemplo—. Por eso Aníbal tuvo que actuar, y actuó según el derecho vigente y de conformidad con todos los tratados.

»¡Rompió la paz!

»Si tanto os importa la paz, ¿por qué exterminasteis, hace cuarenta y seis años, a una chusma de ladrones en Reghion, pero ayudasteis a la otra en Messana, sin preguntarnos si pensábamos hacer algo? ¿Por qué rechazasteis tantas ofertas de paz durante la guerra? ¿Por qué trabajasteis junto a asesinos levantiscos para robarnos Sardonia y Kyrnos? ¿Por qué cuernos firmáis tratados, si no tenéis intención de cumplirlos?

»Gran alboroto, risas, aplausos, también de muchos de los “Viejos”. Fabio daba vueltas a algo; finalmente dijo:

»¿Hubo una decisión del Consejo respecto a Saguntum?

»Mientras repetía la pregunta, las risas se hacían cada vez más fuertes. Bomílcar vio que Hannón quería decir algo. Tú ya nos lo habías advertido, así que Bomílcar dejó hablar a Hannón. ¡Oh Tigo, cómo habló Hannón!

»Hannón el Grande habló de paz y amistad. No había habido una decisión del Consejo, y él estaba a favor de entregar a Aníbal a Roma. En ese momento Fabio dejó casi sin argumentos a Hannón al preguntarle si creía que Aníbal aceptaría ser entregado. Hannón propuso que Kart-Hadtha se convirtiera en aliada de Roma y que prestara su ayuda en las guerras llevadas por los romanos, e insinuó que esa nueva colaboración podía comenzar con un ataque conjunto contra Aníbal, y que en lo sucesivo Iberia y Libia podían ser tratadas como dos cosas distintas. El edificio del Consejo casi se derrumba.

»Cuando por fin volvió una cierta tranquilidad, Bomílcar dijo: “Puesto que hemos llegado tan lejos, podríamos dejar de hablar de Aníbal y Zakantha y el Iberos. ¿Qué es lo que queréis realmente, romanos?”.

»El romano plegó su toga formando una especie de saco y dijo: “Aquí os traemos la guerra y la paz. ¡Coged lo que queráis!”.

»Y uno de los hombres de Hannón, con la cara roja de furia, tan roja como un cangrejo muy cocido, gritó: “¡Danos aquello de lo que puedas prescindir!”.

Antígono rió, contra su voluntad.

—Bien. ¿Y? ¿De qué podía prescindir Fabio?

Bostar se frotó los ojos.

—Justamente: Roma puede prescindir de la paz. Pero Fabio no quería dar la paz. Así que se quedó quieto, parecía un poco tonto.

—¿Y luego?

Bostar se tiró de la nariz.

—Bomílcar. Su gran día, sin duda. Se mantuvo firme como una estatua y dijo: «Vosotros, romanos, siempre cogéis todo, tanto si os pertenece como si no. Nosotros, por el contrario, cumplimos los tratados. Kart-Hadtha no es un nido de ladrones latinos. Y no cogemos nada de los romanos. Pero creo que tú y tus hombres hace tiempo que habéis decidido coger todo y darnos únicamente eso que ocultas en tu toga: aire. ¿Qué nos daréis ahora para luego poder quitarnos también el aire?».

»Fabio se sacudió la toga, deshaciendo el saco, y dijo: “Os doy la guerra”.

Antígono guardó silencio un momento. Luego dijo:

—Todo es absurdo. —Su voz sonaba quebradiza—. Bomílcar ha estado brillante, pero eso no tenía ninguna importancia. Hubierais podido decir lo que quisierais; hasta la lengua almibarada de Asdrúbal, si aún viviera, hubiera podido romperse los labios hablando en vano. La declaración de guerra estaba decidida incluso desde antes que Aníbal empezara el sitio de Zakantha.

Bostar apoyó la cadera contra el tabique bajo que separaba la parte del banco que daba al puerto de la que daba a la ciudad.

—¿Y ahora, viejo amigo?

Antígono cerró los ojos.

—Ahora tendremos que esperar a ver qué hacen los romanos. Y confiar en que algo se le ocurra a nuestro estratega.

En el patio de la nueva y reforzada fortaleza de Zakantha había algunos íberos: nobles tomados como rehenes para garantizar el buen comportamiento de ciertas tribus vecinas. Los rehenes no prestaron atención al heleno. Antígono pasó al lado de los robustos guardas libios.

Desde la ventana de la sala de deliberaciones podía verse la llanura costera que se extendía al norte de la ciudad. Los árboles frutales estaban llenos de flores, pero más numerosas que las flores eran las tiendas y hogueras, los carros y majadas, los montones de pertrechos de guerra y víveres. Una fila de, por lo menos, dos mil elefantes, cada uno de ellos con un «hindú» púnico en la nuca, volvía a abrevar en el pequeño río.

Antígono evaluó lo que había oído decir a suboficiales, quitó la mitad y añadió un tanto; era la primera vez que podía divisar el panorama desde arriba. Aníbal había enviado a las tropas íberas a que pasasen el invierno en casa; maniobra muy hábil por tres motivos: así no necesitaba alimentar a los íberos en las ciudades y campamentos púnicos, esta prueba de confianza estrechaba aún más sus lazos con los soldados del gran ejército permanente, y el estratega podía tener la certeza de que éstos volverían en primavera trayendo consigo a más voluntarios. Antígono calculó que debía haber unos cien mil hombres acampados en los alrededores de Zakantha.

Poco a poco fueron llegando todos los invitados a la reunión. Aníbal, Asdrúbal y Magón habían estado en la fortaleza desde mucho antes de la llegada de Antígono, lo mismo que el gobernador de Zakantha, Bostar. El heleno vio caras desconocidas o apenas familiares, pero también al general de caballería Muttines, a Maharbal, Himilcón, el gigantesco Aníbal Monómaco, el canoso encargado del abastecimiento, Asdrúbal, y los dos embajadores del Consejo de Ancianos, Myrkam y Barmorkar. También estaban Sosilos con dos o tres helenos más, un egipcio, un macedonio, varios celtas y Memnón, con quien Antígono había celebrado un formidable encuentro dos días antes.

Aníbal dio unas palmadas; cesó el murmullo.

—Ahora sabemos a qué atenernos —dijo el estratega. Como de costumbre, sólo llevaba puesto el chitón claro, el peto de cuero con guarniciones de bronce y un sencillo yelmo redondeado. La espada britana colgaba de su cinturón—. Me refiero a las pretensiones de los romanos. —Señaló a uno de los helenos y a dos celtas—. Se lo debemos a estos hombres, han traído las últimas noticias.

El estratega hizo una pausa y observó a cada uno de los hombres.

—Los cónsules son Publio Cornelio Escipión y Tiberio Sempronio Longo. A Cornelio le ha tocado en suerte Iberia; a Sempronio, aquello que en Roma llaman África: Libia.

—Qué bien —dijo el anciano Myrkam rompiendo el silencio—. Como si el mundo les perteneciera y pudieran repartírselo cuando quisieran.

—Cornelio tiene unos treinta mil hombres, entre romanos y aliados, y sesenta barcos; Sempronio, el mismo número de soldados y ciento veinte barcos. ¿Comprendéis?

Algunos murmuraron algo, todos asintieron. A las penteras había que añadir veleros de carga y navíos para el transporte de tropas; Cornelio probablemente marcharía sobre Liguria y Massalia y de allí seguiría hacia Iberia, pero la fuerza principal se dirigiría contra la propia Kart-Hadtha. Con la mayor parte de la flota y, probablemente, más tropas que Sempronio podía alistar en Sicilia.

—Lilibea —dijo Barmorkar, el otro anciano. Sonó como una maldición.

Aníbal sonrió.

—Si, amigo, Lilibea. Nosotros la construimos y utilizamos; conocemos la calidad del puerto y fortaleza. Y sabemos que desde allí se llega a Kart-Hadtha en tres días.

Aníbal Monómaco estiró sus poderosos brazos.

—¿Dónde golpeamos nosotros, estratega? ¿Podemos llegar a Libia?

Aníbal sacó el labio inferior.

—Con veleros rápidos, sí, pero no podemos llevar un ejército lo bastante grande para recibir a los romanos. Gracias a las refinadas economías del Consejo de Kart-Hadtha, no tenemos suficientes barcos.

Myrkam tosió, pero no dijo nada.

—¿Dónde golpeamos entonces? —volvió a preguntar el que lucha solo.

—¿Dónde quieres golpear? —dijo Aníbal—. ¿Quieres ir a Libia nadando? ¿O a Massalia caminando bajo el agua?

Aníbal Monómaco se rascó la cabeza.

El pulso de Antígono se aceleró; sus sienes empezaron a latir con violencia. «Ahora —se repetía el heleno una y otra vez—. ¿Qué viene ahora? ¿Qué es lo que tiene preparado?». Todos miraban fijamente al estratega.

Aníbal se inclinó sobre el gran mapa: numerosas tiras de papiro pegadas una al lado de la otra sobre pieles de animal cosidas entre sí. Era un mapa muy preciso del mar y las regiones que lo rodeaban; Antígono vio que hasta el puerto de tránsito de la isla britana de Vektis estaba correctamente marcado en el mapa. Como todo lo demás, hasta donde podía juzgar: ríos, tribus, pueblos y ciudades de Iberia, montañas y desfiladeros de los territorios númidas, los poblados celtas de las Galias, la zona de influencia de los masaliotas y los caminos costeros transitables que unían el delta del gran Ródano con la pendiente meridional de los Alpes, los pobladores celtas del norte de Italia, las ciudades de los ligures, boios e insubros, las fortalezas que los ilirios poseían más allá del mar Ilirio, las plazas fuertes fronterizas de Macedonia.

—Aquí —dijo Aníbal—. Y aquí. —Primero señaló el mar que separaba Lilibea de Kart-Hadtha, luego la costa de Liguria—. Sempronio está haciendo preparativos en Lilibea y en los alrededores. Se está tomando su tiempo y se prepara a conciencia. Nosotros no podemos hacer prácticamente nada contra él. Roma tiene la flota. Si quisiéramos enviar tropas a Kart-Hadtha tendríamos que hacer un sinfín de viajes de ida y vuelta, y Sempronio atacaría, a más tardar, cuando llegara nuestro segundo contingente. Y Cornelio está reuniendo sus legiones aquí, en el norte; parte de sus tropas vendrán hacia el oeste por tierra, y parte en barco, hasta algún lugar aquí, al norte del Iberos, en Iberia.

—¡Si tuviéramos barcos para enviar un gran ejército a Kart-Hadtha! —Mirkam suspiró.

—Si así fuera, señor y amigo, otro sería mi objetivo. —Los ojos de Aníbal brillaban—. Si tuviéramos barcos podríamos desembarcar un gran ejército aquí. —Señaló la costa de Italia.

Tras un largo silencio, dijo Muttines.

—Señor, explícanos. ¿Qué quieres hacer?

Asdrúbal y Magón intercambiaron miradas; naturalmente, el estratega había puesto al corriente de sus planes a sus hermanos. Todos los demás miraban el mapa, a Aníbal, de nuevo el mapa.

—Tenemos que proteger Libia e Iberia —dijo el estratega—. Sobre todo Libia, de manera discreta y sin prisas. Podemos enviar tropas desde los puertos del sur, y también desde los puertos situados al norte de Libia, hasta las Columnas de Melkart. —Hizo un guiño a Antígono—. Lo que vosotros, los helenos, llamáis Metagonia, Tigo. Y las órdenes serán transmitidas mediante los faros.

Aníbal empezó a enumerar; Sosilos escribía. Soldados de Iberia y el noroeste de Libia serían movilizados a Kart-Hadtha; por otra parte, se enviarían íberos al noroeste de Libia y algunos libios más a Iberia. En conjunto, doce mil jinetes y trece mil ochocientos cincuenta soldados de a pie de Iberia, más ochocientos setenta baleares, serían enviados a Mauritania y Karjedón. Cuatro mil soldados de a pie mauritanos y gatúlicos irían también a Karjedón, como rehenes y vigías.

—Hemos construido barcos; Kart-Hadtha los necesita con más apremio que nosotros, para protegerse y asegurar el abastecimiento. La mayor parte de nuestra flota ya está en camino.

—¿Y qué pasa con Iberia? ¿Y con los romanos?

Aníbal se volvió hacia su hermano.

—Asdrúbal se quedará con las cincuenta penteras, dos cuatrirremes y cinco trirremes restantes; no obstante, sólo hay tripulación para los trirremes y treinta y cinco penteras. Los otros marineros están en camino a Kart-Hadtha.

—Prepararemos nuevos marineros. —La voz de Asdrúbal sonaba totalmente tranquila, como si se tratara de un juego en la playa.

—Fuera de eso —Aníbal hizo una pausa— en los puertos meridionales de Kalpe, Kart Eya y Adbarat han desembarcado cuatrocientos jinetes libiofenicios y libios, más ochocientos númidas. Y once mil ochocientos cincuenta hoplitas libios dirigidos por suboficiales experimentados que ya han estado antes en Iberia. En Mastia hay más tropas nuevas, Asdrúbal: trescientos ligures, quinientos baleares. Además de veintiún elefantes nuevos.

Sosilos escribía. Los demás miraban fijamente a Aníbal y Asdrúbal, murmuraban, dos o tres empezaban a hablar.

—¿Y eso de allí fuera? ¿Todos esos soldados? —Myrkam señaló hacia la llanura a través de la ventana más cercana—. ¿Y quieres que las tropas que has mencionado defiendan Kart-Hadtha contra treinta mil romanos, o más? ¿Y?, ¿qué quiere decir que Asdrúbal se quedará con eso y con aquello? ¿Se quedará dónde? ¿En Iberia? ¿Tú, que harás, estratega?

Todos rodearon a Aníbal, que de pronto sonrió.

—Kart-Hadtha —dijo lentamente—, puede resistir un sitio prolongado, y reclutar tropas propias, además de las que yo le envíe. Libia no arderá en cuestión de días. Asdrúbal es el que mejor conoce Iberia, tanto en la guerra como en la paz; él se encargará de dirigir, defender, proteger y sacar adelante el país. Reclutará más arqueros de Gatulia, al otro lado del mar, y dispondrá de nuevas tropas ibéricas.

—¿Y tú? —dijo Myrkam tras un largo silencio.

—Yo marcharé con vosotros y los soldados acampados en la llanura hacia Italia.

Todos empezaron a vociferar, agitar los brazos, gritar. Finalmente, la voz gruesa y profunda de Aníbal Monómaco se impuso sobre las otras.

—¿Cómo? —rugió. Parecía querer coger y sacudir al estratega—. ¿Cómo dices? Sin flota no puedes ir por mar. Y, ¿por tierra? Imposible, tendríamos que enfrentarnos a los masaliotas y a los romanos en los estrechos caminos costeros. Y lo hemos hablado cientos de veces.

Aníbal asintió, sereno y con una ligera sonrisa.

—Lo hemos hablado, sí. Pero no sólo existe la costa. —Señaló algunos puntos en las Galias y el norte de Italia—. Durante este invierno viajaron por esta región exploradores y enviados míos para verificar las últimas novedades y discutir alianzas y nuestra marcha con príncipes y tribus. Boios e insubros nos esperan en el norte de Italia; nos darán soldados y víveres, además de alojamiento. Los pueblos establecidos entre los Pirineos y el Ródano también están dispuestos a apoyarnos. Probablemente surgirán problemas después de cruzar el Ródano, pero tienen solución.

—¿Cómo? —gritó el que lucha solo—. ¿Cómo quieres llegar a Italia? Sólo existen la ruta terrestre y la ruta marítima, y ambas están descartadas. ¿Quieres volar?

Nadie rió. Aníbal miraba el mapa como si nunca antes lo hubiera visto.

—Existe una segunda ruta terrestre —dijo luego lentamente y en voz baja. Señaló allí donde los cartógrafos habían dibujado un sinfín de triángulos abiertos por debajo—. A través de los Alpes.

La caña de escribir de Sosilos ya no rasgaba el papiro. Podían escucharse los pasos de los centinelas en el pasillo; un caballo relinchó a lo lejos. El viento sacudía violentamente las ripias del tejado y aullaba al rozar los salidizos. Los sordos rugidos del mar, excitado por el viento, se confundían con las diminutas voces y ruidos de las decenas de miles de hombres de la llanura. La mesa crujía bajo el mapa.

Las rodillas de Antígono vacilaron; el heleno se dejó caer sobre un escabel.

ANTÍGONO, HIJO DE ARÍSTIDES, EN BARKINO,

A BOSTAR, HIJO DE BOMILCAR, CUSTODIO DEL BANCO DE ARENA

Y CONSEJERO DE KART-HADTHA EN LIBIA

Puedes pensar diez mil veces que estoy loco, pero yo insisto en seguir. Hasta el Ródano, en cualquier caso. Hace tiempo que quería viajar al sur de las Galias, al interior de Massalia, ver lo que haya que ver, comprar lo que se pueda comprar, visitar a mi hermano Atalo. Tu hijo Bomílcar, el mejor de todos los capitanes, zarpará al amanecer llevando consigo esta carta, además de algunos objetos extraños que he encontrado o comprado aquí, al norte del Iberos. Tú verás qué valor tienen esas toscas estatuillas. Este nuevo lugar que Aníbal ha fundado y llamado en honor de los Barca dispone de un pequeño puerto muy bueno y un campo fértil. Según los mapas y los exploradores, nos encontramos a unos mil estadios del mejor paso a través de los Pirineos.

De los combates poco puedo decirte, pues han pasado casi desapercibidos para mi. Y también para la mayor parte del ejército. Los ilercavones, ilergetes, lacetanos, layetanos, tienden emboscadas, pero no presentan batalla; si lo hicieran serían eso que dices que soy yo: locos. Cuando cruzamos el Iberos éramos muchos; noventa mil soldados de a pie, doce mil jinetes, cincuenta elefantes, animales de carga, carros, médicos, asistentes, herreros… Ningún pueblo de Iberia se enfrentaría abiertamente contra un ejército así. Aníbal mantiene al grueso del ejército cerca de la costa, en la ruta hacia el norte. Él mismo se separa de tanto en tanto con pequeñas unidades, para apaciguar, como él dice, a tal o cual tribu. Las bajas son considerables, pero no nos afectan mucho. Sólo alrededor de la mitad del gigantesco ejército son tropas de confianza, el resto son voluntarios nuevos, y los combates sostenidos aquí constituyen al mismo tiempo su entrenamiento y su integración al ejército. Para las escaramuzas con los ilergetes Aníbal movilizó a unos tres mil hombres de las tropas más selectas, que salieron prácticamente ilesos, y a quince mil nuevos de los cuales aproximadamente una tercera parte murió o fue herida. De esta manera Aníbal conserva a los soldados probados y de confianza y somete a una dura prueba a los otros.

La orden de silencio para los que asistimos a la gran reunión continúa vigente; el ejército no conoce ni el verdadero objetivo de la marcha ni el increíble camino por donde se realizará. Confío en que hayas podido descifrar las alusiones de mi última carta, y que hayas mantenido en secreto la solución del enigma. El estratega no revelará el secreto a los soldados hasta que ya no sea posible dar marcha atrás y las largas lunas de marcha y luchas hayan convertido a las tropas en una unidad. La luna o el otro lado del océano serían objetivos menos fantásticos. Sin embargo, los hombres saben que no es necesario liberar las regiones de Iberia situadas al norte del Iberos; también saben que un ejército romano avanza por el sur de las Galias así que hay suficientes objetivos explicables.

Inexplicable es el nuevo cuidado que pone el estratega en la preparación. Amílcar solía decir que no existe ningún conocimiento inútil, Aníbal convierte en útil tanto lo conocido como lo desconocido. Viene preparando todo esto desde hace más de dos años, tal vez desde que fue nombrado estratega; no porque deseara vivamente emprender este acto temerario y desesperado, sino porque intuía o sabía que, tarde o temprano, Roma haría lo que está haciendo ahora. Conoce todos los caminos, todos los puertos, todas las regiones fértiles, los nombres de todos los príncipes y caudillos; los pasos por las montañas y los apartaderos; las ciudades fortificadas y las aldeas abiertas; sabe qué príncipes de las Galias ofrecen a qué precio caballos, grano, cuero para zapatos o su hospitalidad, en general. Y, gracias a los exploradores, la gente que ha viajado y los mercaderes, conoce los caminos que conducen hacia o a través del más grande y para mi aún increíble obstáculo. Los soldados viejos dicen que Aníbal es la reencarnación de Amílcar, pero mejor que Amílcar; los escribas y cronistas helenos dicen que es más grande que Alejandro. El gran macedonio, según dicen, era fuego abrasador, ola devastadora y ráfaga delirante; Aníbal, por su parte, posee también ese cuarto elemento que faltaba a Alejandro y que yo suponía incompatible con los otros tres: la fértil y controlada razón que le permite mantener los pies sobre la tierra. Aníbal no sueña con ser un dios, pues no cree en dioses; y yo me estoy dejando llevar por el entusiasmo, cuando en realidad debería conservar el ingenio y la frialdad.

Hace algunos días pasamos un mal momento, cuando se volvieron a discutir las dificultades que acarreará alimentar a la tropa cuando la empresa llegue al cenit… ya sabes a qué me refiero. Magón y Monómaco dijeron que los hombres debían empezar a acostumbrarse a comerse unos a otros. Amílcar probablemente hubiera montado en cólera, pero la fría agudeza de Aníbal fue más eficaz. Les dijo que podían empezar en seguida, comiéndose cada uno un pie del otro y enviando los huesos a Kart-Hadtha, para que Hannón los guardara junto a los de Matho.

El cansancio y la noche me envuelven, viejo amigo. ¿Se cierne aún la oscuridad sobre Kart-Hadtha? ¿Acaso se ha hecho un poco de luz, o Hannón ha conseguido hacer aún más profundas las tinieblas? Cuida el banco, oh Bostar, y pelea en el Consejo.