9
El tratado de Asdrúbal

Algunos encuentros no se podían evitar, aunque Antígono sabía que Hannón no los buscaba. No debía producirse otro choque; fría cortesía atenuada por la ironía dominaba los encuentros entre Antígono y Hannón cuando éstos no podían eludirse: grandes discusiones comerciales, por ejemplo. Por lo demás, desde la Guerra Libia ambos dirigían sus empresas como barcos de guerra que se observaban mutuamente, pero siempre desde una distancia prudente. Cuando, pocos días antes del viaje que Antígono tenía pensado hacer a Iberia, un colaborador de Hannón pidió al heleno que se presentara a una sesión del Consejo, Antígono quedó muy sorprendido.

Bostar, quien había descuidado un poco los asuntos del Consejo durante las últimas semanas, para poder preparar mejor lo que habría de hacerse durante la ausencia de Antígono, al conocer la noticia se limitó a encogerse de hombros. Se encontraba en medio de una larga y varias veces interrumpida caminata de ventana a ventana. El viejo despacho de la planta baja, con su ventana al puerto y el pasillo hacia la mitad de la ciudad a la que daba el banco, había estado bien para una rápida incursión en los negocios; pero poco a poco se había ido quedando pequeño. El nuevo y gigantesco despacho y cuarto de archivos ocupaba casi toda la segunda planta; tenía algunas ventanas que daban al puerto y otras a la ciudad, paredes derribadas y reemplazadas por multicolores arcos de ladrillo, mullidas alfombras, interminables estantes de madera clara, pesados arcones oscuros y tallados, espaciosas mesas, sillas de tijera, sillones de cuero, amplios divanes, braseros y espejos de metal que multiplicaban la luz de antorchas y candiles, posibilitando el trabajo en días oscuros o después de la puerta del sol. Bostar leía al mismo tiempo que andaba; casi sesenta pasos desde el lado del puerto hasta el lado de la ciudad. Desde hacia varias lunas sufría dolores de espalda cuando estaba mucho tiempo sentado, debido a una caída. No había sido sencillo acomodar todo de manera que pudiera caminar leyendo sin riesgo de romperse una pierna, tropezar a cada momento o tener que dar grandes rodeos.

—¿No tienes nada más que decir, aparte de encogerte de hombros?

Bostar refunfuñó y levantó la mirada del rollo de papiro. Estaba bajo un arco de ladrillos rojos y blancos, adornado con trozos de ágata y pórfido, y flanqueado por puños de bronce recubierto en plata que sostenían las antorchas.

—¿Qué otra cosa podría hacer? ¿Conoces a alguien que no se encoja de hombros al oír las ocurrencias de Hannón?

—¿Mal humor?

—Dolor de espalda. Fuera de eso, precisamente estoy reuniendo todo lo que te hará falta en el Consejo.

Antígono tosió.

—De modo que ya sabes de qué se trata.

—¿De qué puede tratarse? Tú eres meteco y no tienes nada que hacer en el Consejo. Si, a pesar de todo, te invitan a una sesión, tiene que tratarse de algo que te concierne directamente. Al Consejo de Kart-Hadtha no le preocupa tu estado de ánimo ni cómo marcha tu estómago, pero eres propietario del Banco de Arena, una flota, una docena de caravanas, minas, alfarerías, talleres, herrerías, vidrio, lo que quieras. —El púnico volvió a hundir los ojos en el papiro y empezó a caminar a grandes pasos. Antígono lo siguió con la mirada—. Así pues, tus negocios. Todos los grandes comerciantes, banqueros y armadores púnicos tienen un lugar en el Consejo. Tú no. Pero tus empresas son las más grandes. Sospecho que se trata de esa tontería que han urdido los «Viejos» para tener todo en sus manos. La vigilancia del Consejo sobre todos los negocios.

Antígono torció el gesto.

—¿Qué reglas sigue esa supervisión?

Bostar volvió a aparecer bajo el arco, se acercó al escritorio de Antígono y apoyó la cintura en el borde de éste.

—Las reglas que permiten hacer todo a Hannón y los suyos, y prohíben todo lo posible a los demás. Está claro.

—¿Y qué pensáis hacer contra eso? ¿Himilcón, Cartalón, Adérbal y los demás?

—Hasta donde yo sé, han sostenido correspondencia con Asdrúbal y preparan algo. Pero no sé exactamente de qué se trata. —Arrugó la nariz—. Probablemente es algo tan secreto que sólo su ineficacia puede ser más grande que todos los cuchicheos que llevamos hasta ahora.

Antígono rió.

—Debes tener la espalda muy mal. Te convierte en un verdadero filántropo.

Bostar resopló.

—Cuando valía la pena portarse bien con esa chusma… Pero, además de todo lo que los «Viejos» han hecho en las últimas lunas…

—¿Podrías terminar alguna de las próximas diez o doce frases, para que un meteco alcornoque pueda comprender lo que quieres decir?

Bostar intentó esbozar una sonrisa; luego su rostro se descompuso, el púnico se llevó las manos a la espalda.

—¡Bosta de caballo, mierda de rata! —dijo en voz baja—. ¡Si no tuviera esta maldita columna!

—Encontrarías un agradable recibimiento entre la gente de Hannón. Continúa.

—Si. Hannón afirma que nuestros amigos de Mastia (Kart-Hadtha en Iberia) han construido treinta trirremes y veinte penteras. En el excelente puerto construido por Asdrúbal. Por eso podemos reducir a la mitad la flota que tenemos aquí. Dice Hannón. Y, en Iberia, siempre según las fuentes de Hannón, hay un ejército permanente de más de cuarenta mil hombres.

Antígono sonrió con ironía.

—Las fuentes de Hannón son turbias: Asdrúbal siempre las está agitando para que no brote agua limpia.

Bostar reemprendió su caminata.

—De tus palabras se desprende que las fuerzas de Iberia son mayores. Da igual: Asdrúbal es estratega de Libia e Iberia, y si tiene tantos soldados, los grandes gastos que hace Kart-Hadtha para la defensa Libia son superfluos. Dice Hannón. Asdrúbal, como estratega de Libia e Iberia, debe asumir todos los gastos.

—Ya, claro. De su propio bolsillo, ¿no? ¿Y qué dice Hannón sobre Roma?

Bostar enrolló el papiro, lo cogió con la mano derecha y siguió hablando sacudiendo el rollo.

—Roma es nuestra amiga y socia. Dice Hannón. Roma sólo tiene cuarenta barcos de guerra. Dice Hannón. Los otros ciento sesenta están siempre anclados en no se sabe qué puertos, y no cuentan.

—Correcto. En caso de guerra tampoco zarparán, sino que seguirán en los puertos. ¡Ojo rojo de Melkart!

—Exacto. Y Roma sólo tiene cuatro legiones, que no llegan ni a veinticinco mil hombres. Dice Hannón.

—Y cuatro legiones de aliados que trabajan unidas a las legiones romanas. Y hombres aptos para la milicia con los que se podrían formar por lo menos cuarenta legiones, y que serian reclutados de inmediato en caso de guerra.

—Ts, ts, ts. —Bostar miraba al heleno casi con repugnancia—. ¿Cómo se pueden tener pensamientos tan perversos? Hannón estaría espantado. ¡Los romanos son amigos nuestros! Diría. ¡Oh desconfiado meteco! Diría. ¡Qué asco! Añadiría.

—Claro. Amigos que caen sobre nosotros apenas damos la menor señal de debilidad. Ya tienen Sicilia y Sardonia. La próxima vez querrán Iberia, Libia y todo lo demás. —Antígono enseñó los dientes—. Eso ya lo hemos superado. Diría Hannón. Dime, ¿ha terminado esa historia de los sacerdotes de Tanit?

—¿Cuáles? ¿Los sacerdotes para el templo de Asdrúbal en Mastia? No, ¿cómo podría terminar? Si el bárcida quiere una Kart-Hadtha propia, con flota propia y templos propios, que tenga la amabilidad de hacer él mismo de sacerdote. Dice Hannón; o al menos algo parecido.

—Espléndido. Será una sesión importante del Consejo, espero que ninguno de los vuestros espere que me comporte particularmente bien.

Bostar se detuvo, dando la espalda a una de las ventanas del lado del puerto.

—Al contrario. Hay una cierta… si, una cierta amargura. Casi todos los consejeros bárcidas tienen que besar los pies a Hannón por cortesía y defensa propia; pero en realidad les gustaría arrancarle las piernas a mordiscos. Ninguno de ellos es lo bastante fuerte para oponerse realmente a los viejos retrógrados. Yo podría hacerlo, teniendo el respaldo de tu…

—… nuestro…

—… banco. Somos un hueso duro, incluso para Hannón. Pero, fuera de nuestros pequeños negocios, yo soy un hombre sin influencia, un pequeño consejero bárcida. En el mundo hay muchos hombres a los que Hannón odia, pero desde la muerte de Amílcar sólo hay dos a los que teme. Uno está muy lejos de aquí: Asdrúbal. Él no puede hablar mañana en el Consejo. El otro eres tú, amigo. Por eso mi corazón da saltos de alegría al saber que te han invitado al Consejo.

La intensa luz de la mañana se extendía sobre el ágora. Era día de mercado; por eso la sesión extraordinaria del Consejo no se realizaría al aire libre. La sangre de terneras, carneros y aves de corral formaba charcos entre rojos y parduscos sobre los cuales se amontonaban excrementos de animales y restos de verduras. Millones de moscas cubrían todo con una capa negra y susurrante. Los carniceros no cesaban de espantar a esas pequeñas parroquianas, los vendedores de frutas y verduras tenían menos trabajo. Gaviotas y palomas se disputaban los desechos; perros y gatos merodeaban por la plaza. Los chillidos de los pájaros eran amortiguados por los gritos de los vendedores y los regateos de los clientes.

El viejo edificio del Consejo, de ciento cincuenta pasos de fachada y casi cien de fondo, había sido limpiado y pintado hacía poco; índice de la paz y prosperidad reinantes. Bajo el sol de la mañana, el edificio reflejaba un brillo amarillento, como de ámbar; las grotescas figuras de demonios, estatuas de dioses y representaciones de la larga historia de la ciudad, habían sido limpiadas y cubiertas con matices de mil colores. Estaban brillantes, resplandecientes.

Himilcón detuvo a Antígono y lo llevó a una taberna contigua al mercado. El armador, uno de los consejeros bárcidas más importantes, entregó un rollo de papiro al heleno. Bebieron cerveza de cebada fría. A su alrededor se agolpaba una multitud de púnicos vestidos con trajes multicolores. Antígono observaba el mercado a través de la puerta abierta de la taberna. Consejeros vestidos de blanco o de gris claro cruzaban de tanto en tanto aquel torbellino y entraban al edificio de tres plantas donde tenía su sede el Consejo.

—¿Qué es esto?

Himilcón echó un vistazo por encima de su vaso de cerveza.

—Una carta de Asdrúbal. Llegó anoche, en un velero rápido. Deberías leerla antes de entrar en batalla.

Antígono arrugó la frente y desenrolló el papiro. Echó una ojeada a la carta y soltó un suave silbido. Además de dar la indicación de discutir con el banquero Antígono todos los asuntos importantes, el escrito de Asdrúbal daba al heleno carta blanca para el esperado choque con Hannón. Y: los bárcidas debían intentar a cualquier precio que Antígono pudiera hablar en su nombre y en nombre de Asdrúbal en la sesión decisiva.

Antígono enrolló el papiro, pero se quedó con él a pesar de la mano extendida de Himilcón.

—¿Sabes tú y tu gente lo que dice Asdrúbal en esta carta?

Himilcón asintió y retiró la mano.

—Así pues, ¿estáis dispuestos a dejar hablar a un meteco? ¿En vuestro nombre? Himilcón volvió a asentir.

—Naturalmente… hay unos cuantos púnicos algo reacios, pero la mayoría de nosotros te conoce desde hace bastante tiempo, Tigo. Y sabemos que tú eres el único en quien Asdrúbal confía ciegamente, como antes de él lo hizo Amílcar.

—Si, ya, ciegamente… —Antígono yació su vaso—. Ven. Vamos a ver qué catapultas ha traído Hannon.

Al atravesar el mercado, Antígono chocó con dos o tres personas, caminaba como un sonámbulo. Dos cosas ocupaban su mente: la excelencia del servicio secreto de Asdrúbal, y la falta de excelencia entre los consejeros bárcidas. Pero luego se dijo que los «Viejos» sólo tenían un Hannón, mientras que el bando opuesto tenía a tres hombres prominentes en las figuras de Amílcar, Asdrúbal y Aníbal. O no; Amílcar estaba muerto, Aníbal aún no había cumplido veintiún años, y éste y Asdrúbal estaban demasiado lejos. No obstante…

Una figura delgada se abrió paso dando codazos al heleno. El hombre —¿o era una mujer?— tenía el cuerpo y la cabeza envueltos en una tela de lino de color claro; de la cara sólo podían vérsele los ojos. La mano de Antígono se cerró automáticamente alrededor del rollo de papiro que le entregó este personaje. Luego la extraña figura desapareció en el tumulto. Antígono retuvo la impresión que le causaran esos ojos increíblemente claros.

Al tacto, el rollo parecía estar formado por un gran número de pequeños trozos de papiro, enrollados uno dentro de otro. Una vez en el más alto de los siete escalones que llevaban al edificio del Consejo, Antígono desenrolló el papiro y leyó. Entró en la sala de sesiones soltando una carcajada.

El salón blanco, iluminado por varias docenas de pequeñas ventanas abiertas en lo más alto de las paredes, estaba más que lleno. En los seis semicírculos concéntricos de piedra estaban sentados, de pie, y acuclillados, no sólo los trescientos miembros del Consejo; Antígono reconoció a algunos hombres que pertenecían al Tribunal de los Ciento Cuatro, además de los sumos sacerdotes de la mayoría de los templos. Sobre las paredes y también en parte de los zócalos de mármol claro lucían regalos de ciudades tributarias y piezas de botines de guerra. Hannón, en la primera fila, estaba semioculto por la sombra de un espolón de bronce que había sido empotrado en esa pared doscientos cincuenta años atrás; había sido parte de un trirreme de Siracusa capturado durante las crueles guerras de Sicilia. Otro Hannón lo había traído como botín.

Antígono apenas se inclinó ante los sufetes, ambos de las filas de los «Viejos». Éstos presidían la sesión desde un elevado trono de madera oscura colocado frente a los semicírculos de piedra. Junto a ellos se sentaban doce escribas, flanqueados por esbirros de la guardia ciudadana que hacían las veces de ujieres.

Antígono cambió algunas palabras con Himilcón y Cartalón, hizo un guiño a Bostar y se acercó al asiento de Hannón. Lo saludó con un movimiento de la mano y se sentó entre dos consejeros de los «Viejos», que lo miraron perplejos.

Uno de los sufetes puso fin a los murmullos de sorpresa y abrió la sesión. Recitó la habitual evocación a los dioses y concedió la palabra a uno de los «Viejos».

El correligionario de Hannón se enfrascó en una extensa explicación sobre la necesidad de tomar ciertas medidas para proteger el bienestar y la seguridad de la ciudad y del interior. Sobre todo, se debían supervisar las grandes empresas que comerciaban con ciudades, Estados y regiones no púnicas.

—Con ese objetivo —dijo volviéndose un tanto hacia Antígono—, hemos invitado a esta sesión al dueño del importante Banco de Arena, a pesar de que Antígono, por ser meteco, no disfruta de ningún derecho en el Consejo.

Antígono se inclinó sin levantarse de su asiento.

—Aunque carezco de derechos, sé que estoy bien protegido —dijo en voz alta—. ¿No estoy acaso rodeado por los previsores y probos hombres del gran Hannón? ¿Por qué, si no, me iba a sentar entre ellos?

Hannón lo miró de soslayo.

—Apreciamos tu infinita confianza, meteco. —Señaló al orador.

—Esto no significa de ninguna manera —continuó el hombre de los «Viejos»— que estemos acusando de haber cometido actos fraudulentos a uno de los comerciantes más respetados de la ciudad. Lejos estamos de ello. Pero con la benéfica expansión del comercio en esta grandiosa y espléndida paz que disfrutamos desde hace ya mucho tiempo, crecen también, obviamente, las posibilidades de los comerciantes de todas las cosas imaginables. Y, entre éstas, algunas que quizá podrían acarrear perjuicios a la ciudad. Aunque, probablemente, los respetables comerciantes no se den cuenta de eso.

—Sin duda, sin duda —dijo Bostar—. Los comerciantes, la mayoría de los cuales pertenecen al así llamado partida bárcida, agradecen esta vindicación de parte de los terratenientes y funcionarios.

Una suave risita surcó la sala; también entre los «Viejos» hubo algunas sonrisas.

—Pero ni siquiera el comerciante más inteligente puede siempre prever si un negocio realizado por él afecta a los intereses de la ciudad. Por eso proponemos la institución de una Oficina de Supervisión que tenga como misión asesorar, sobre todo, a bancos y casas de comercio con el exterior. Esta oficina pondría al servicio de los propietarios y administradores de las empresas en cuestión a expertos previamente seleccionados que podrían considerarse como un Consejo de Vigilancia. Ahora bien, nos gustaría saber qué opina Antígono al respecto; puesto que él, con el Banco de Arena y todas sus empresas subsidiarias, representa el sector más amplio de los negocios dirigidos hacia el exterior, su opinión seria muy importante e iluminadora para todos nosotros.

Antígono levantó la mano. Tras recibir la señal de los sufetes, se puso de pie, inclinó la cabeza ante el orador anterior, que entretanto se había sentado, y carraspeó.

—Un proyecto excelente —dijo sonriendo—. Si pudiera dar mi voto en el Consejo, sin duda lo daría a favor de esa propuesta.

Vio algunas caras conturbadas entre los bárcidas; la gente de Hannón parecía más bien sorprendida.

—Sin embargo, la propuesta me parece incompleta. Por eso quiero proponer algo que me parece muy sensato y necesario, y que ha de complementar la propuesta anterior. Los banqueros y comerciantes, por su parte, han de formar una comisión que desde ahora mismo tenga la obligación de vigilar cómo desempeñan su cargo los funcionarios de mayor rango de la ciudad y el interior.

Risas estridentes y pataleos entre los bárcidas. Los «Viejos» permanecían inmóviles en sus asientos.

—Este tipo de Consejos de Vigilancia —continuó Antígono imperturbable— sólo tienen sentido cuando poseen ciertas mínimas posibilidades de intervención. O de imponer sanciones. Por ejemplo, supongamos que se demuestra que algún consejero de los así llamados «Viejos» comete ciertos actos fraudulentos: digamos que de cada cien shiqlus que recauda sólo entrega cincuenta, o incluso veinte, a la ciudad de Kart-Hadtha. En un caso así el titular del cargo debe considerar las cantidades retenidas como un empréstito a devolver de inmediato, más unos intereses de un uno por ciento, digamos. Evidentemente, para evitar futuras tentaciones haría entrega de su cargo y, como hombre probo que es, renunciaría a su escaño en el Consejo.

Los bárcidas daban gritos de júbilo. Uno de los sufetes golpeó su gong.

En el silencio formado tras el tañido del metal, Antígono añadió:

—Eso o algo similar. Un Consejo de Vigilancia de los «Viejos» para controlar a los comerciantes, un Consejo de Vigilancia de los bárcidas para controlar a los funcionarios.

Hannón miró a los sufetes y se puso de pie.

—Esta estúpida propuesta del meteco queda rechazada, por lo que a mi respecta. En primer lugar, el uso que los funcionarios hacen de los cargos públicos está más allá de toda duda. En segundo lugar, los actos fraudulentos, en caso de haberlos, serían pasos en falso, pero en modo alguno amenazas para la seguridad de la ciudad y el interior.

Antígono continuaba de pie.

—Sé bien que los seguidores de Hannón tienen la mayoría en el Consejo, y que la propuesta debe ser sometida a votación. Pero si esto es así, me pregunto por qué razón he sido invitado a venir al Consejo.

—Por cortesía ante un comerciante importante —dijo Hannón—. Si hoy se aprueban aquí leyes que no son de tu agrado, puedes perjudicar económicamente a algunos de mis amigos por puro afán de venganza. Como miembro (interino) del Consejo, eres parcialmente responsable de estas decisiones.

—¿Es decir que hoy disfruto aquí de voz y voto?

Los sufetes titubearon, deliberaron, luego asintieron de mala gana.

—Muy bien. Como miembro (interino) del Consejo de la ciudad de Kart-Hadtha, como, en cierta medida, buen púnico, bien puedo expresar mi asombro. Asombro de que Hannón esté tan preocupado por la seguridad de la ciudad y el interior. —Antígono hablaba dirigiéndose a los «Viejos»—. Después de haber socavado esa seguridad durante la Guerra Romana, bloqueando el dinero que necesitaban el ejército y la flota, y reemplazando a comandantes capaces, como el almirante Adérbal, por imbéciles descerebrados como su tocayo Hannón. Después —la voz de Antígono era penetrante, y podía oírse a pesar del alboroto que empezaba a formarse— de haber hecho el ridículo como estratega en la Guerra Libia. Después de tantos años como lleva contándonos que los hombres de Amílcar Barca y Asdrúbal, quienes de hecho evitaron la debacle de la ciudad, están cavando nuestras tumbas, y que los ladrones romanos son nuestros amigos. Así y todo, os parece capaz de corregirse.

Uno de los sufetes hizo sonar el gong.

—Aquí no puedes usar semejantes palabras, meteco. Cuida tu lengua.

Antígono sonrió con frialdad y sacó el rollo de la carta de Asdrúbal.

—No estoy hablando como meteco —dijo— sino como la boca y la voz del estratega de Libia e Iberia, Asdrúbal. —Se dirigió hacia los asientos de los sufetes y les mostró el rollo de manera que pudieran leer el lugar pertinente. Luego volvió a enrollarlo; el resto de la carta era demasiado importante para que lo leyeran los ojos equivocados.

Hannón apaciguó a su gente.

—Las palabras de un meteco no deben hacernos perder la calma, amigos. ¿Qué quiere Asdrúbal?

—Antes que nada, quiere que en esta sesión del Consejo nadie te bese los pies, Hannón; y que se digan por lo menos una vez las indecentes y toscas palabras de la verdad.

Hannón cruzó los brazos y levantó la barbilla. Con una mirada, dio a entender a los sufetes que pensaba acabar con el meteco él solo. Y quién era el que dirigía realmente el Consejo.

Antígono observó a su rival, que esperaba a que volviese del silencio. Hannón vestía una túnica de seda hasta las rodillas, adornada con bandas de púrpura asimétricas. Sobre los hombros se había puesto la faja de lana negra cuyos bordados lo identificaban como sumo sacerdote de Baal. La cabeza, que empezaba a perder pelo, estaba cubierta por una gorra de fieltro redonda, adornada con ribetes dorados. Antígono pensaba con tristeza y una especie de indignación que su amigo Amílcar había nacido en el mismo año que Hannón y hacia ya casi cuatro años que había dejado este mundo, mientras que el líder de los «Viejos», a sus cincuenta y cinco años, continuaba sobre la faz de la tierra. Pero también sintió la magia sombría, la fuerza y el poder que ese hombre irradiaba.

Hannón señaló a Antígono con el índice, en el que llevaba un anillo. La piedra verde emitió un rayo opaco.

—Habla, meteco. ¿Qué pide Asdrúbal?

Antígono miró a los bárcidas, luego a los sufetes.

—No es ninguna petición, Hannón, es una orden del estratega de Libia e Iberia. El pacto cerrado hace doce años y medio debe cumplirse. Por si no lo recuerdas: Kart-Hadtha autoriza que sea el ejército el encargado de elegir al estratega; Kart-Hadtha ha de mantener una flota que tenga el suficiente poder de disuasión; Karth-Hadtha ha de costear un ejército permanente para la protección de la ciudad y el interior. Para estos dos últimos puntos, el Consejo de Kart-Hadtha no ha necesitado gastar ni un solo shiqlu de dinero púnico durante los últimos diez años, todo ha podido pagarse sin ningún esfuerzo con los ríos de plata que los bárcidas han hecho manar desde Iberia.

—Correcto, meteco. —Hannón lo examinó con sus ojos de serpiente. Una especie de sonrisa se dibujó en su boca—. Pero los tiempos han cambiado, y las condiciones que propiciaron esos acuerdos también. Asdrúbal ya mantiene en Iberia más tropas que las previstas para Libia e Iberia juntas. Y su flota es muy numerosa.

—Banalidades, púnico. La época y las circunstancias sólo han cambiado en que hoy el imperio de Iberia es mucho más grande que antes y, por lo tanto, necesita más tropas para defenderse. Libia y el mar no han cambiado. Que Asdrúbal necesite más soldados y barcos, que él mismo costea, para conquistar mercados más grandes y enviaros más plata, es algo que no tiene nada que ver con el pacto cerrado entonces. Pero no quiero discutir contigo, estoy aquí en nombre del estratega y para dar órdenes.

—Tan pronto hayas salido del Consejo —dijo Hannón con dureza—, te aplastaré por esto, meteco.

Un silencio sepulcral dominaba la sala. Antígono levantó una ceja.

—Inténtalo, Hannón. —Soltó una carcajada—. Inténtalo. Pero cuida de que tu cuerpo y tus negocios estén bien protegidos. No estás hablando con un pequeño comerciante púnico que se asuste de tus amenazas.

—Estoy hablando con un miserable meteco —dijo Hannón con violencia.

—¿Quieres que te venda otra aldea sin valor, púnico? ¿O preferirías cincuenta elefantes a medio entrenar que arrasaran tu palacio?

Risitas se extendieron entre los bárcidas; algunos «Viejos» se tapaban la boca.

Hannón calló; se esforzaba por hacer algo que Antígono mirara al suelo, pero al parecer se había dado cuenta de que había cometido un error. Los ojos de serpiente no doblegaban al heleno.

—Deberías pensar con quién estás hablando antes de abrir la boca, púnico. —Antígono dio a su voz un tono de dulzura, ligera sorpresa y preocupación fraternal—. Pero este pequeño error no merma tu grandeza, claro. Por lo demás, toda la ciudad está hablando de esa grandeza. —Mostró unos trozos de papiro—. Tres exquisitos versos sobre la grandeza en si, Hannón. Del mejor poeta de la ciudad. Presta atención.

Grandes los cipreses del bosque de Tanit: dan sombra a los sacerdotes.

Más grande la muralla de Poniente, cuya su sombra oculta un ejército.

Pero el más grande es Hannón, pues trae las sombras a toda Libia.

—¿Cuánto tiempo soportarán realmente los sacerdotes de Tanit —gritó Antígono en medio del barullo general— que les ordenes en qué ciudad y en qué templo deben adorar a la diosa? ¿Cuánto tiempo, oh nobles Señores del Consejo de Kart-Hadtha, dejaréis que este pobre de espíritu decida cuántos hombres deben acantonarse en la muralla del istmo y proteger la ciudad?

Esperó hasta que el último consejero bárcida hubo guardado silencio. Luego volvió a levantar los papiros.

—El poeta también ha hecho alguna reflexión sobre la exquisitez. Prestad atención, nobles Señores, pues son unos versos realmente solemnes y afortunados.

Exquisito el carnicero, que mutila al toro con el cuchillo.

Más exquisita Roma, con la espada capa a los italiotas.

Pero el más exquisito es Hannón, pues castra a su pueblo con la caña de escribir.

»¡Y vosotros os mancháis los dedos cada vez que le dejáis usar esa caña de escribir con la que redacta sus decretos y leyes sin ley!

Hannón había cerrado los ojos; estaba sentado, imperturbable a pesar del jaleo. La mayoría de sus correligionarios reían, abrían y cerraban las piernas, como aplaudiendo con los muslos, intercambiaban observaciones entrecortadas por la risa. Los bárcidas celebraban una fiesta. Antígono dirigió la mirada hacia los sufetes; uno de ellos tenía lágrimas de risa en los ojos, el otro intentaba coger el mazo del gong, retorciéndose de risa.

Hacia más de diez años que Hannón no se encontraba con un rival más o menos digno de tenerse en cuenta en el Consejo, pensaba Antígono; el púnico estaba acabado por esta sesión y quizá por dos o tres más. Pero las cosas no siempre irían así. Asdrúbal estaba lejos. Incluso si el líder bárcida estuviera presente seria prácticamente imposible provocar a Hannón otra caída como ésta. Hannón se levantaría, y la próxima vez traería otras flechas en la aljaba. Pero podía no haber una próxima vez, por lo que a Antígono respectaba. El heleno sabía que nunca volvería a ser invitado al Consejo. Y aunque lo fuera, Hannón no volvería a dejarse derrotar así.

El púnico parecía haber notado la mirada de Antígono; abrió los ojos y volvió el rostro hacia el heleno. En la frialdad de sus ojos había casi una especie de calor-odio acumulado. Y reconocimiento. Antígono suspiró. Sin lugar a duda, Hannón era un rival grande y temible. ¡Lo que podría ser esa grandeza, esa capacidad, esa cabeza, al servicio de la grandeza de Kart-Hadtha, al lado de Asdrúbal!

Poco a poco, los tañidos del gong se hicieron perceptibles; volvió el silencio. No lejos de Antígono, que seguía de pie entre los «Viejos», se levantó el consejero Boshmún.

—Al asunto, meteco. Ya nos has hecho reír bastante con esos versos malos, ¿qué es lo que quieres realmente?

—Dos cosas. La flota y el ejército permanecen tal como están. Y: no se implanta ningún Consejo de Vigilancia.

—Conoces el número de votos. ¿Qué pasará si decidimos algo distinto de lo que tú quieres?

Antígono asintió.

—Debo contar con ello. No obstante, eso sólo sucederá si vuelve a imponerse el dominio de Hannón. —Miró a los «Viejos» a la cara, uno a uno—. Durante el último año, los negocios del Banco de Arena y de las empresas que le pertenecen han marchado bastante bien. El dinero que ha pasado por los puestos aduaneros del interior y los puertos púnicos asciende a veintinueve mil talentos, aproximadamente. El cuatro por ciento de esa suma ha ido a parar a las arcas de Kart-Hadtha en concepto de aranceles y tasas de exportación. No me opongo a que hombres honrados, independientes y expertos comprueben la probidad de mis negocios y los de todos los comerciantes y funcionarios. Pero: si el proyecto de Hannón se hace realidad, si los hombres de Hannón meten las narices y los dedos en todo y controlan todo, entonces cerraré el Banco de Arena y todos mis otros negocios, y los trasladaré. A Kart-Hadtha en Iberia.

Hizo una larga pausa; nadie habló, nadie tosió.

—Vosotros me conocéis lo bastante bien para saber que no estoy bromeando.

Quien lo dude puede preguntar a Hannón. —Antígono sonrió con sarcasmo—. Por otra parte, Asdrúbal me pide que os transmita que no está dispuesto a participar en este tipo de juegos. Estos juegos conducen al rey Hannón, y el estratega de Libia e Iberia conoce bien su deber. Por eso dice lo siguiente: si Hannón se convierte en el rey sin corona de Kart-Hadtha, dejarán de fluir los ríos de plata de Iberia. Los puertos de Iberia quedarán cerrados para los barcos púnicos. Un ejército de ocupación, advierte Asdrúbal, se instalará en la muralla del istmo. Tomadlo o dejadlo.

El sol todavía brillaba sobre las montañas del suroeste de la bahía cuando sonaron los cuernos. Antígono puso la mano sobre el brazo de la damasquina. Su piel era suave, pero bajo ella se ocultaban fuertes músculos.

—Necesito tiempo para acostumbrarme a tu nombre; Argíope. Una de mis hermanas se llama igual.

La mujer se quedó sentada en la muralla. El chitón, corrido, terminaba donde empezaban las piernas. Argíope tenía treinta y seis años, siete menos que Antígono; era alta y delgada, pero fuerte. Un encuentro casual: el heleno había visitado a última hora de la mañana la aldea de sus artesanos, topándose con Argíope en la tienda del nuevo perfumista, Nearcos. La mujer de la lejana ciudad de Damasco comerciaba con plantas, especias y placeres; había venido del oeste, en un barco de su propiedad, para observar el nuevo milagro económico, Karjedón en Iberia, y para hacer negocios allí. Argíope y el heleno habían conversado, habían comido juntos, habían seguido conversando, caminando desde la aldea de artesanos, al oeste de la bahía, hasta la antigua Mastia contestana, luego hasta el nuevo y gigantesco puerto de la ciudad ibérica, desde donde, finalmente, un pescador los había elevado a la isla, centro del imperio ibérico de Asdrúbal. Desde donde Argíope estaba sentada, en el extremo norte de la zona fortificada, podía ver los encrespados jardines de rosas, los fantásticos surtidores, los animales del coto. Veinte mil personas vivían y trabajaban en la isla, que tenía como centro ese enorme parque. En invierno, cuando parte de las tropas se encontraba en la fortaleza, la población de la isla podía subir al doble.

—Diez horas, Antígono —dijo la damasquina. Sonrió. El rostro moreno bajo el pequeño moño negro empezaba a mostrar las primeras arrugas profundas, testigos de su alegría de vivir; los dientes eran blancos y estaban intactos, hasta donde podía verse—. Diez horas para aprender mi nombre. ¿Cuánto tardarás en acostumbrarte?

—¿Cuánto tiempo me das?

Ella lo miró a los ojos.

—Esta noche, y ¿otras?

El heleno le cogió el brazo.

—Esta noche no, señora de las especias. El amo de la fortaleza reclama mi presencia.

—¿Para el gran banquete?

Antígono hizo un guiño.

—No sé a qué debo el honor, pero si, quiere yerme. Lo cual, por otra parte, es una lástima.

—También puedes poner la mano sobre el muslo —dijo Argíope tranquilamente al sentir que la mano del heleno se deslizaba sobre su brazo, se detenía y volvía a subir.

—Tengo miedo de hacerlo. —Antígono se pasó la lengua por el labio superior—. El recuerdo podría atormentarme toda la noche y robarme la alegría durante la cena. Y si no la alegría, sí la atención.

—¿Atención? ¿A qué tienes que prestar atención? ¿A la fiesta? ¿Los romanos? ¿O los púnicos?

—Sobre todo a los romanos. —Ella pensaba que el heleno era un simple comerciante de Karjedón llamado Antígono. Él disfrutaba con la conversación espontánea entre dos comerciantes, con el cómico acercamiento de un hombre y una mujer; por algún motivo no quería que ella se enterara demasiado pronto de que él era aquel Antígono—. Por suerte no vemos muy a menudo a los romanos, pero a una embajada tan importante no se le puede dejar de lado.

Argíope se dio la vuelta y señaló el puerto de Mastia.

—El Soplo de Kypris está anclado allí. Pasaré la noche a bordo, y también la mañana.

—Pasaré a buscarte, o, si se hace muy tarde, a visitarte, para acostumbrarme a tu nombre, Argíope.

Tocaba la tercera señal cuando Antígono llegó al salón de fiestas de la fortaleza. Ante las paredes había estatuas y bustos de mármol lechoso, rojizo y verdoso. Los tapices que colgaban de las paredes procedían de Egipto, Persia, la lejana India y Kart-Hadtha. Las mesas —madera negra tallada y con incrustaciones de marfil y oro— habían sido colocadas formando un rectángulo abierto por uno de los extremos. La abertura permitía a los criados de la cocina servir a los invitados. Diez pasos más allá había un estrado para representaciones.

Junto a las mesas había pesadas sillas de madera revestidas en cuero y amplios y cómodos divanes. Los romanos se habían sentado al final del lado izquierdo, cerca de la abertura. Estaban inmóviles, como petrificados. Con sus togas orladas de púrpura, parecían malas esculturas.

Asdrúbal vestía con seda blanca y una corona de laurel en la cabeza. Antígono casi se atraganta al verlo, pero logró dominarse. Aníbal también estaba irreconocible: un Apolo púnico de rizos y barba negros, vestido con un chitón blanco con orlas de oro. Los demás —Antígono vio a Muttines, Asdrúbal Barca, Maharbal, algunos púnicos que desempeñaban altos cargos en la administración— podían ser confundidos fácilmente con la corte del príncipe de alguna provincia seléucida. Maharbal incluso se había pintado los párpados, y echaba tiernas miradas a Antígono.

Asdrúbal ofreció en el banquete todo lo que Kart-Hadtha en Iberia y el interior del país podían suministrar, y todo lo que podía ofrecer su fantasía. Sobre el estrado se había instalado un grupo de músicos que tocaba entre cada plato del banquete; bailarinas desnudas revoloteaban alrededor de los invitados, en especial de los romanos; bufones y contorsionistas se turnaban con domadores de fieras. Antígono comía y bebía con moderación, y observaba a los senadores.

Eran, hasta donde sabía el heleno, los mismos embajadores que pocas lunas antes habían visitado Kart-Hadtha en Libia. En lugar de viajar directamente de Libia a Iberia, primero habían regresado a Roma para discutir sobre la nueva situación.

Los celtas del norte de Italia se habían unido en una gran federación; los celtas, considerados el próximo objetivo de Roma, marchaban hacia el sur con un poderoso ejército y devastaban regiones de los romanos y sus aliados. Pero las hordas tenían constantes rencillas internas; según las últimas noticias se habían dividido en dos ejércitos, y al hacerlo también habían reducido a la mitad las preocupaciones de Roma.

Había vino de Libia, Egipto, Rodas, Lesbos, Siria y el interior de Gadir. Zumo de frutas prensadas, mezclado con vino y suavizado con agua. Agua limpia y burbujeante de manantiales de las montañas de Iberia, traída a Kart-Hadtha en grandes jarras selladas. Sobre las mesas había escudillas de bronce llenas de agua, para lavarse las manos; junto a éstas, paños de lino y estopilla. A cada momento aparecían criados que retiraban las escudillas y paños y traían otros sin usar. Ante los convidados había tenedores de oro de dos dientes, con empuñadura de marfil tallado, y afilados cuchillos de bronce con mangos de cuerno de antílope. Para comenzar se sirvieron bandejas de bronce cubiertas con grandes panes, y repletas de gallinas y patos, palomas, gansos partidos por la mitad y otras aves. A continuación se sirvió pescado —bandejas con anguilas, truchas, carpas y, en una mesa aparte, tres grandes atunes asados y tres peces espada completos—. Los lavamanos fueron llenados con agua de rosas; una docena de sirvientes trajeron bandejas con pasteles dulces, horneados en forma de cabezas humanas, pirámides egipcias, serpientes enroscadas, elefantes con colmillos de raíces dulces.

Tras una breve pausa en que los músicos tocaron canciones púnicas y helenas, volvieron a servirse bandejas de plata cubiertas con pan, llenas éstas de mitades de gansos, liebres, patas de cordero, perdices. Jóvenes íberas vestidas con túnicas transparentes cubrieron a los invitados con pétalos de rosa. Los vasos de vidrio, arcilla y cuero fueron retirados y reemplazados por copas de oro y de plata; cada uno de los invitados recibió dos diminutas jarritas de alabastro con diferentes perfumes. Los criados despejaron la mesa especial, colocada en el centro del rectángulo abierto. Acto seguido, cuatro robustos esclavos macedonios trajeron una pesada bandeja de plata bañada en oro en la que un jabalí entero yacía con el lomo hacia abajo; la panza, abierta, ocultaba todo tipo de plantas y animales comestibles: puerros, cebollas, granadas deshuesadas, ciruelas, tordos, zorzales, codornices, huevos con papilla de habas, ostras, mejillones. Trajeron jarras con dulce leche hervida de yegua; bandejas de barro con cangrejos, y agujas de bronce artísticamente curvadas y onduladas para usar como cubierto; cestos tejidos con tiras de marfil, llenos de pasteles dulces y salados; bandejas con tartas maravillosas; cerros de fruta; quesos de cabra, de vaca y de yegua.

El banquete terminó hacia la medianoche. Un hoplita libio de la guardia de honor y cuatro oficiales púnicos guiaron a los romanos a sus habitaciones. Asdrúbal, que parecía haber comido y bebido en exceso pero no tenía aspecto de estar hinchado, ni achispado, llamó a Antígono con una señal.

—Hubiera sido lo mismo si les damos cereales remojados y agua —dijo—. Apenas si han probado un poquito de cada cosa. De todas maneras, deben haber comprendido.

Antígono dejó escapar un débil eructo.

—Ha sido una demostración exquisita, estratega. ¿Cuándo comienzan las negociaciones?

Asdrúbal bostezó.

—A mediodía. Por la mañana habrá un pequeño juego en la bahía, unos cuantos trirremes y penteras. Por favor, ven a las negociaciones, haciéndote pasar por un púnico llamado Bomílcar. No sé si voy a necesitar tu astucia, pero podría ser.

—Desde luego, señor. ¿Puede Bomílcar retirarse?

Asdrúbal reprimió una risita.

—Tú tampoco has comido mucho. Qué desperdicio. Los esclavos lo celebrarán toda la noche; creo que cinco sextas partes de todos esos manjares siguen allí.

—Mientras el espectáculo haya cumplido su misión…

—Creo que lo ha hecho. Pero ¿por qué quieres marcharte ya, amigo?

Antígono puso la mano sobre el hombro de Asdrúbal.

—Tengo una cita nocturna.

—Ah. —Asdrúbal asintió sonriendo—. Las premuras del cuerpo, ¿eh?

Antígono dejó la fortaleza y bajó hacia el puerto exterior a través de callejas oscuras. Sobre las pesadas puertas de hierro que cerraban el puerto militar brillaba la luz de unas antorchas; se oían voces apagadas.

El Alas del Céfiro flotaba junto al muelle. Antígono subió a bordo, cambió unas palabras con Mastanábal, que aún estaba despierto, se mudó de traje en el camarote de popa, echó al agua el bote salvavidas, ayudado por el capitán, y remó hacia el Soplo de Kypris, anclado al otro lado de la bahía.

Argíope lo estaba esperando.

—Vosotros sabéis que puedo romper tratados antiguos y firmar otros nuevos. —Asdrúbal hablaba en heleno.

El portavoz de los diez senadores romanos, Fabio, extendió la mano sobre la mesa.

—Lo sabemos —dijo. Su voz era gruesa y un poco ronca. Hablaba heleno con fluidez, aunque intercalando fragmentos en latín. Como los otros romanos, cuando éstos hablaban, decía Cartago en lugar de Karjedón; y Asdrúbal, por su parte, introducía en la conversación palabras y conceptos púnicos y decía Kart-Hadtha, pero tenía cuidado de llamar siempre Nueva Cartago a la capital ibérica, para evitar confusiones—. Lo sabemos, Asdrúbal; nos enteramos en Cartago.

Antígono, que fue presentado a los romanos como Bomílcar, responsable de los asuntos tributarios y del archivo de Nueva Cartago, estaba sentado al lado de Aníbal. El joven de veintidós años guardaba silencio durante las negociaciones. Dos o tres veces se ajustó las hebillas de los hombros, fijadas al delgado chitón de color claro, hacia calor, los romanos sudaban bajo sus togas. El segundo hijo del Barca, Asdrúbal, que entretanto había cumplido veinte años, también presenciaba la discusión en silencio; Asdrúbal era desde hacía ya mucho tiempo el colaborador más importante del estratega en lo referente a la colonización política y la administración de Iberia. El viejo Bobdal, representante del Consejo de Ancianos de Kart-Hadtha, tomaba parte en las negociaciones como quinto hombre de los púnicos; también él observaba cierta reserva, sólo intervino al final; para asegurar que la metrópolis libia no pondría reparos a los puntos del nuevo tratado, pues éstos no contenían nada que atentara contra la constitución o los deseos de los púnicos.

La astucia de Antígono, como había dicho Asdrúbal, no fue necesaria; el estratega de Libia e Iberia, que había expandido y consolidado el nuevo imperio menos con la espada que con una red de alianzas, venció también a los romanos. El lenguaje, al principio áspero, se hizo cada vez más amable, hasta terminar siendo casi amistoso. Sin embargo, el tono de voz no pudo hacer olvidar la aspereza del tema tratado.

La petición de Roma se basaba en la reevaluación y continuación del antiguo tratado sobre zonas de influencia. Hacía muchas décadas se había fijado como límite un cabo que se levantaba no muy lejos de Mastia. Romanos y helenos del oeste —sobre todo masaliotas— podían instalar puntos de apoyo para el comercio y construir puertos al norte del cabo, los púnicos podían hacerlo al sur. Asdrúbal declaró que el antiguo tratado era inadecuado, pues las circunstancias habían cambiado.

—Hasta ahora lo menos observado —dijo el estratega—. Desde luego; no somos bárbaros, ni atentamos contra el derecho. Pero debéis considerar que ese tratado fue firmado en una época en que Massalia se estaba expandiendo, Roma todavía no era una potencia, y Kart-Hadtha sólo poseía algunos emporios en la costa meridional y el Oeste de Iberia. Entretanto, Massalia ha declinado y se ha convertido en aliada de Roma; nosotros hemos levantado en Iberia un imperio que abarca también el interior, y Roma es una gran potencia marítima que no puede sentirse satisfecha con las restrictivas disposiciones del antiguo tratado.

Los senadores pertenecían a los dos grandes grupos que se disputaban la gestación del futuro del Roma. Fabio y otros tres pertenecían a la rancia nobleza terrateniente de Roma, desconfiaban del mar y del comercio, y hubieran preferido hablar de expansión hacia el interior, plazas fuertes, fronterizas y ejércitos. Dos senadores vacilaban entre ambas opciones, los cuatro restantes formaban parte del grupo más reformista, que quería introducir el arte y la filosofía helénicos e impulsar el comercio, con regiones conquistadas, sometidas.

La estrategia de Asdrúbal, como Antígono no tardó en comprender, se basaba en el conocimiento preciso de las discrepancias existentes entre los romanos, y tenía como objetivo agudizarías y aprovecharlas. Mientras escuchaba la ardua discusión, otra pregunta cruzó la cabeza del heleno púnico: ¿Había sido realmente una casualidad que en Italia se desencadenara una guerra contra los celtas en el preciso momento en que Roma empezaba a preocuparse por Iberia? Y: ¿por qué Asdrúbal aludía de pronto a la cesión obligada de Sardonia?

—Naturalmente —dijo el estratega con un dejo de dulzura—, hay muchos púnicos, algunos incluso en esta misma sala, que no han olvidado ese robo. A veces resulta difícil recordar una frase del tratado de paz firmado por Lutacio y Amílcar: «Bajo estas condiciones, haya amistad entre Roma y Kart-Hadtha»…

Fabio carraspeó.

—La amistad, Asdrúbal, es el estado de no guerra. No hay que confundirla con el afecto íntimo.

Asdrúbal observaba, en apariencia distraído, las vetas del tablero de la mesa. Era difícil creer que esa negociación se estuviera realizando en el mismo salón donde la noche anterior se había celebrado el banquete.

—Sin duda es cierto lo que dices, romano. Así, pues, si vuestra amistad hacia Kart-Hadtha no ha disminuido por el hecho de arrebatarnos Sardonia, nuestro desapasionado afecto hacia Roma tampoco disminuirá cuando decidamos…, reavivar viejas amistades en Sardonia, en un momento de debilidad de Roma.

Fabio masticó las palabras de Asdrúbal; los músculos de sus mejillas trabajaban.

—Seria un acto poco amistoso —dijo finalmente.

Asdrúbal asintió.

—No digo que ésa sea nuestra intención. Sólo afirmo que la momentánea debilidad de Roma, que por ahora está ocupada con las hordas celtas, despierta en nosotros pensamientos similares a los que vosotros albergasteis e hicisteis realidad ante la gran debilidad de Kart-Hadtha.

El púnico cambió de tema; habló de comercio, de las ventajas para ambas partes, de autorizaciones para que puedan atracar los barcos romanos y, finalmente, otra vez de Sardonia. Cuando Fabio llevó la conversación a Iberia, Asdrúbal se extendió en un largo y elegante monólogo sobre las cualidades de los príncipes ibéricos, la fertilidad del suelo, los encantos de las mujeres y su gran imaginación para cuestiones amorosas, hasta que los inflexibles y ascéticos romanos empezaron a revolverse en sus asientos. Entonces el estratega volvió a los detalles del comercio internacional, hizo un sinfín de preguntas sobre las operaciones de las grandes casas de comercio de Roma, dio su opinión sobre la calidad de los suelos bañados por el río Padus, al norte de Italia, alabó las excelencias de los faros construidos por los Ptolomeos en las costas de Egipto y en las islas helénicas que les pertenecían.

Antígono había perdido el hilo hacía mucho rato; y ahora suspiraba por una Ariadna. En algún momento, Aníbal sonrió al heleno, disimulando la sonrisa con la mano; el joven bárcida parecía comprender exactamente qué pretendía el estratega y que rumbo estaba siguiendo para llegar a cuál objetivo.

De pronto los romanos pidieron una breve pausa para deliberar entre sí. Viendo sus rostros, controlados, pero sin embargo con señas inequívocas de turbación, Antígono comprendió cómo había obrado la magia de Asdrúbal. Los senadores no sabían qué hacer. Habían reconocido indirectamente que la ocupación de Sardonia había sido una violación del derecho internacional; que Kart-Hadtha tenía el legítimo derecho de volver a ocupar Sardonia, donde habían estallado pequeños levantamientos contra la severa ocupación romana; que Roma estaba en una situación desesperada; que la principal tarea de la embajada ya no era restringir el campo de acción de los púnicos en Iberia, sino asegurarse de que Kart-Hadtha se mantendría tranquila mientras Roma conseguía librarse de los celtas. Durante su discurso, Asdrúbal se había dedicado a atar una y otra vez, magistralmente, dos afirmaciones dulces como la miel con una tercera provista de un anzuelo, y cuando los romanos probaban las golosinas, el estratega tiraba suavemente del sedal, hasta que Fabio admitía, con su silencio o sus refunfuños, que tenía algo clavado en la garganta. Y los detalles sobre relaciones comerciales, de las que Fabio nada entendía, introducidos por Asdrúbal en su discurso, contribuían a aumentar aún más el desconcierto de los romanos.

Cuando los senadores se retiraron a deliberar, Antígono se puso de pie, se acercó a Asdrúbal y le dio un beso en la frente.

—Excelente, más que excelente, brillante estratega —dijo.

Asdrúbal reprimió la risa y señaló la silla de Antígono.

—Siéntate, Bomílcar. Si los señores de Roma nos pillan en besuqueos, todo se habrá echado a perder.

Asdrúbal Barca tenía la barbilla apoyada sobre los puños; los codos se movían arrancando chillidos al tablero de la mesa.

—Increíble —murmuró—. Y yo pensaba que ya había aprendido todo lo que tú…

Aníbal se había sentado sobre el borde de la mesa, y balanceaba las piernas mirándose los dedos de los pies.

—¿Qué frontera tienes pensada?

—El Iberos. Jamás aceptarían los Pirineos. Pero el Iberos ya estaría bastante bien. Los romanos volvieron al salón. El rostro de Fabio mostraba amargura y derrota. El senador se sentó lentamente, tosió, por fin levantó la mirada.

Asdrúbal, sonriendo, impidió que el romano dijera las primeras palabras, probablemente meditadas y preparadas a conciencia.

—Por cierto, espero que el banquete que celebramos ayer en vuestro honor haya sido de vuestro agrado.

Fabio parpadeó.

—Sí, ya, naturalmente, ¿cómo…?

Asdrúbal se levantó, pidió a Bobdal que le entregara un rollo de papiro, caminó hasta el otro lado de la mesa y se detuvo de pronto entre los romanos. Desenrolló un mapa pobre e impreciso, lo colocó sobre la mesa y se apoyó con toda confianza en un hombre de Fabio.

—Éste es nuestro problema —dijo el púnico. Con desconcertante rapidez señaló lugares, dijo nombres de ciudades, puntos fronterizos, tribus, ligas de pueblos, ríos, montañas y jalones. Allí, dijo, había muchos pueblos amigos y, por desgracia, también algunos enemigos. La paz y el comercio eran el único objetivo. Volvió a hablar del banquete—. Esos manjares que compartimos ayer son fruto de la paz, romano. Comprendo vuestras preocupaciones (de las que aún no se había dicho ni una sola palabra) pero me gustaría preguntaros si pensáis realmente que a alguno de nosotros le gustaría cambiar las delicias de jóvenes íberas y jabalíes rellenos, por sangrientas batallas, muerte y tumbas fangosas. Pero, decidme, ¿qué haréis si hordas celtas atacan a vuestros aliados sabinos o etruscos? Acudirías en su ayuda lo más pronto posible, ¿verdad?

Fabio asintió de mala gana; Asdrúbal volvió a sentarse, se comportaba como si todos los días se sentara a la mesa con buenos amigos romanos para intercambiar ardides militares. Obligó a Fabio a darle buenos consejos para el, desgraciadamente, inevitable choque con los vacceos, y, de pronto, soltó una repentina insinuación:

—Cobramos derechos de aduana a todos los comerciantes no púnicos; el cuatro por ciento del valor de las mercancías. Yo estaría dispuesto a liberar de ese impuesto a los comerciantes romanos, en señal de la amistad entre nuestros pueblos. Suministro de grano libre de impuestos, por ejemplo, en caso de que Roma sufra una escasez pasajera a causa del ataque de los celtas. Naturalmente —dijo rascándose la cabeza— eso sólo será posible mientras haya paz en Iberia. La fijación de fronteras insostenibles nos llevaría a una larga y sangrienta guerra, sobre todo si no podemos ayudar a nuestros aliados que se encuentran más allá de estas fronteras y éstos son atacados por enemigos comunes. ¿De verdad estáis satisfechos con vuestras habitaciones? Dos íberas me han dicho que anoche uno de vosotros se quejaba de que la cama era demasiado dura para el amor y demasiado mullida para dormir.

Los romanos intercambiaron miradas desconfiadas. Diez hombres respetables que guardaban las severas costumbres de Roma y cuyas honestas esposas los esperaban en casa. Naturalmente, ninguno de ellos había encontrado a una íbera en su habitación, pero la afirmación soltada por Asdrúbal les hizo sospechar a unos de otros, y la manera tan natural en que el estratega había dicho que se trataba de dos muchachas, lo cual se correspondía muy bien con la conocida inmoralidad púnica, contribuía a hacer todo más creíble. Antígono hubiera dado la mano izquierda por poder soltar una carcajada.

—Pero debemos hablar de vuestros aliados y vuestros puntos de apoyo para el comercio. Y de los emporios masaliotas, por supuesto, pero eso vendrá luego. Fabio, mi caña de escribir; marca, por favor, los puntos de apoyo de romanos en las costas de Iberia, y señálame dónde viven aproximadamente vuestros aliados. Debo confesar que existen algunas brechas en nuestros conocimientos.

Fabio también tuvo que confesar algo, a regañadientes: Roma no tenía ni puntos de apoyo ni aliados en Iberia.

—¿Ninguno? Bueno, no importa. —Asdrúbal sonreía casi con ternura—. Y los emporios de vuestros amigos masaliotas están más o menos aquí… y aquí, ¿verdad? —Los marcó él mismo.

En pocos minutos había obligado a Fabio, que detestaba a los comerciantes, a probar, o por lo menos aceptar, un favorecimiento del comercio, había sembrado discordia y desconfianza mutua entre los romanos, les había quitado todos los motivos para interferir en Iberia, y había establecido una diferencia entre puntos de apoyo romanos y masaliotas. Por otra parte, a la vista del mapa, los romanos habían tenido que reconocer que los masaliotas sólo poseían dos puntos de apoyo comerciales en Iberia, Rhode y Emporión, ambos al norte del Iberos.

El tratado estuvo listo al anochecer. Los romanos, que habían venido para limitar a Asdrúbal a la costa sur de la antigua Mastia, declarar inadmisibles las conquistas púnicas en el interior y reservarse el derecho de intervenir en Iberia, salieron con unos derechos comerciales, que no querían, y la promesa de Asdrúbal de que no se inmiscuirían en los asuntos del norte de Italia, posibilidad que ni siquiera habían considerado. En lugar de declarar el norte de Iberia zona de influencia romana y masaliota, tuvieron que reconocer que Roma no tenía allí ningún punto de apoyo y que Massalia sólo tenía dos. Roma declaró así que toda Iberia, a excepción de Rhode y Emporión, era una zona de influencia púnica; no obstante, se determinó, como única salvedad, que Asdrúbal y sus sucesores no cruzarían el río Iberos con armas, lo cual significaba al mismo tiempo que Kart-Hadtha podía firmar alianzas de paz con pueblos del norte del Iberos, y que los púnicos podían hacer lo que quisieran al sur de este río.

El tratado fue redactado en latín, púnico y heleno. Antígono, en su papel de Bomílcar, no pudo ocuparse de la copia en heleno. Sosilos de Esparta, que fue llamado con esa finalidad, redactó la copia con saña. Una vez que se hubo jurado por todos los dioses pertinentes, y que Quinto Fabio Máximo y Asdrúbal hubieron firmado las tres copias, los romanos se retiraron a cambiarse de trajes para el banquete de despedida. Sosilos los siguió con la vista, luego se volvió hacia Antígono y dijo a media voz:

—Siempre los he considerado necios, insolentes y brutales. Pero que sus cabezas se parezcan tanto a las de los chorlitos…

Asdrúbal no dijo nada. Estaba sentado en una silla, inmóvil, con los brazos cruzados. Antígono se acordó del imperturbable estratega que había salvado los restos del ejército de Amílcar a orillas del Taggo. El heleno le dio una palmada en la espalda, Asdrúbal levantó por fin la mirada. Entonces vio Antígono el alivio y el asombro incrédulo que reflejaban los ojos del púnico.

—Nos has comprado diez años, estratega —dijo Aníbal casi con reverencia. Luego se echó a reír.

Asdrúbal sacudió la cabeza.

—Cinco, muchacho, si tenemos suerte.

—¿Qué está haciendo el niño terrible? —Antígono levantó su vaso. El Alas del Céfiro se mecía de forma apenas perceptible; el viento terral que soplaba desde el otro lado de la bahía lo acercaba al muelle.

Los hermanos supieron en seguida a quién se refería. Aníbal no dijo nada, estaba mirando la punta del mástil. Asdrúbal sonrió. Sus nalgas rozaban el borde superior de la pared de borda. Sus ojos casi grises no sonreían con él.

—Físicamente se parece cada vez más a nuestro padre —dijo sin dar ningún tono particular a sus palabras.

—Todavía tiene mucho que aprender. —Aníbal se puso de pie—. Estos últimos días he pasado mucho tiempo sentado. Pero aprenderá. Aunque tenga que metérselo a golpes en su dura cabezota. —Hizo a un lado la silla y empezó a andar de un lado a otro, por la cubierta de popa.

Antígono observó a los hermanos. Ambos eran altos y delgados, de una delgadez fuerte y nervuda. Desde sus rostros, parecidos y ovales, lo miraban al mismo tiempo Kshyqti y Amílcar, confundidos en una mezcla inextricable. La boca plena, la nariz ligeramente curvada, el poderoso mentón. La diferencia más grande estaba en el color de los ojos; los de Aníbal eran negros. Antígono pensó en el alto, ancho y macizo Magón, quien había heredado la complexión de su padre, y también los abundantes vellos que le cubrían el cuerpo. Sin embargo, no dudó ni por un instante que, en caso de hacer falta, cualquiera de los dos hermanos mayores podría dominar incluso por la fuerza a Magón.

—Es extraño cuán diferentes sois. Pero por suerte es así. Ningún imperio podría con más de dos como vosotros.

Asdrúbal infló las mejillas y expulsó el aire.

—Ni tampoco con más de uno como Magón. No me malinterpretes, Tigo. Cuando se dedica a lo suyo es estupendo. Sus hombres lo aprecian y siguen ciegamente. Siempre sale airoso de cualquier apuro.

—Apuros en los que él mismo se mete. —Aníbal se volvió, dándoles la espalda, se apoyó en la barandilla que remataba la pared delantera de la cubierta de popa y miró hacia la proa, hacia la entrada del puerto militar. Las puertas estaban abiertas; una pentera salía a la bahía.

El heleno suspiró, se reclinó en su asiento y puso los pies sobre la mesa plegable.

—Amílcar era un ariete, una espada bien afilada y un filósofo —dijo en tono pensativo—. Vosotros sois espadas bien afiladas y agudos pensadores. A Magón sólo le ha quedado el ariete.

Asdrúbal rió para si.

—Suena como un reparto mal pensado. Pero es cierto, Tigo. Y él es únicamente púnico, sin mezclas que moderen su carácter.

La pentera se acercó a los barcos romanos; tres trirremes. El convoy se puso en formación; cuernos tocaban saludos estridentes desde la ciudad. Un hombre delgado de nariz aguileña subió a un bote de remos anclado no lejos del Alas y se alejó del embarcadero.

—¿Qué pensáis hacer ahora?

Aníbal se apartó de la pared.

—Seguir adelante. —Sonrió—. Asdrúbal nos ha comprado tiempo, tiempo de un valor incalculable. Si tenemos suerte, esto significará muchos años, décadas, de paz.

Dentro de ocho o diez años Iberia será inexpugnable. Si antes no sucede nada malo.

Antígono se acariciaba la barba con los dedos extendidos.

—Los celtas mantendrán ocupados a los romanos durante unos cuantos años. Después… depende. Si realmente podéis conseguir eso, es posible que los romanos se mantengan en paz. ¿De lo contrario? —Se encogió de hombros—. De lo contrario también romperán este tratado.

—Nosotros también tenemos que colaborar un poco —dijo Aníbal guiñando un ojo.

Antígono lo miró perplejo; de pronto se echó a reír.

—Ah. Ahora comprendo. Claro. Ya me había extrañado…

Aníbal curvó los labios hacia abajo.

—Todos los celtas del norte de Italia luchando unidos contra Roma, eso no surge de la nada. Pero los celtas no escuchan consejos. Ya se han dividido, y tarde o temprano empezarán a pelear unos contra otros.

—¿De quién fue la idea?

—De él. —Asdrúbal Barca señaló a su hermano, que otra vez estaba mirando la bahía—. Al principio Asdrúbal puso algunos reparos, pero finalmente estuvo de acuerdo. Aníbal viajó al norte de Italia. Con un mercader de Creta.

—¿Y?

—Sólo les dije lo que Roma venía planeando desde hacia años. Sometimiento de los celtas de orillas del Padus, establecimiento de colonias y campamentos mili tares romanos, construcción de carreteras. Lo suficiente.

—Roma no tardará en hacer lo mismo aquí. Los púnicos no se portan mejor en Iberia que los romanos en los territorios celtas.

Asdrúbal tosió; Aníbal se dio la vuelta lentamente.

—Sabes que eso no es cierto, Tigo —dijo sin rudeza el mayor de los hermanos—. Roma destruye las antiguas instituciones, nosotros las dejamos en manos de las tribus. Roma obliga a todos a hablar latín, nosotros aprendemos dialectos ibéricos. Y no estaríamos aquí si Roma no nos hubiera obligado a expandimos.

Antígono levantó la mano, girando la palma hacia Aníbal.

—Paz, Aníbal. —Sonrió—. Ya lo sé. Sólo digo lo que dirán los romanos. Y no sólo lo dirán.

—De momento no pueden hacer mucho —dijo Asdrúbal—. Además, no se les ha perdido nada en Iberia. El simple hecho de que hayan enviado una embajada a informarse de nuestros proyectos y negociar un tratado es ya una insolencia. ¿Qué le importa a Roma lo que hagamos en Iberia? ¿Acaso nosotros nos preocupamos por Iliria? —Asdrúbal se acarició la punta de la nariz, parecía un poco abochornado por este berrinche.

—Tienes razón, pero gritar no sirve de nada —dijo Aníbal—. Tenemos dos objetivos que debemos alcanzar lo más pronto posible. Hacer que Iberia sea tan fuerte y segura que no pueda ser atacada y, si a pesar de todo se produce un ataque, no pueda ser destruida. Y, en segundo lugar, convencer a los romanos de que no constituimos una amenaza para ellos.

—Has olvidado algo.

—¿Qué, Tigo?

—Kart-Hadtha. Hannón.

El rostro de Aníbal se ensombreció.

Pero Hannón pasó unos cuantos años ocupado exclusivamente en sus negocios. Parecía haberse resignado al estratega Asdrúbal, a la empresa ibérica, al río de riquezas que llegaba de Iberia, incluso a los bárcidas, si dejamos de lado ocasionales provocaciones en el Consejo.

Antígono también estaba muy ocupado. Un intento de introducir en Kart-Hadtha las fiestas taurinas ibéricas —evolución de influencias de la antigua Creta mezcladas con ritos egipcios— resultó un costoso fracaso; por lo demás, los negocios marchaban casi demasiado bien, sobre todo gracias a la expansión pacífica del imperio bárcida. El estratega Asdrúbal y sus tres hombres más importantes, Aníbal, Asdrúbal Barca y Asdrúbal el Cano, fortificaban y daban orden al país. El joven Asdrúbal aliviaba un tanto el trabajo del estratega en cuestiones de administración y distribución de tropas; y, un año después del Tratado del Iberos, el líder del partido bárcida nombró subestratega a Aníbal. Con este nombramiento sólo estaba dando carta de naturaleza a una situación que hasta entonces había regido tácitamente. Ahora Aníbal era el comandante de todos los ejércitos y barcos de Iberia, a los que, sin embargo, muy pocas veces tenía que poner en combate. Para su boda con una princesa íbera que adoptó el nombre de Himilce, Antígono le trajo un regalo muy especial: cincuenta grandes elefantes de las estepas y un elefante hindú joven pero ya desarrollado.

La manada de elefantes llegó a Kart-Hadtha, procedente del sur de Libia, poco antes de la partida de Antígono hacia Iberia. Los animales llegaron traídos por arrieros negros y mercaderes púnicos. Eran un regalo hecho por un joven príncipe negro de un pueblo del sur —Aristón—. El joven elefante hindú procedía de un coto de la ciudad portuaria seléucida de Laodicea, había sido bien entrenado desde pequeño, y acudía cuando uno gritaba «Surus».

Antes de viajar a Iberia para asistir a la boda de Aníbal, Antígono había escrito una larga carta a Memnón, quien se encontraba en Alejandría y había dado algunas muestras de empezar a aburrirse de trabajar como médico en la capital del imperio de Ptolomeo. Cuando Antígono regresó a Karjedón, allí lo estaba esperando su hijo, que entretanto había cumplido veintitrés años. Viajaron juntos hacia el sur, atravesando los campos y desiertos de los garamantas; cruzaron el Gyr y pasaron varias lunas con Aristón, quien había asumido el poder en el principado de su abuelo, situado en el límite entre la estepa y la jungla.

El año siguiente Memnón aceptó una invitación de su viejo amigo Aníbal, quien le escribió que en Iberia había pocos médicos buenos. Antígono pertrechó a su hijo con todo lo que un médico podía necesitar e hizo que el Alas del Céfiro lo llevara a Kart-Hadtha en Iberia. Desde la muerte de Mastanábal, el barco era capitaneado por Bomílcar, el hijo de Bostar, quien se había convertido en uno de los mejores capitanes de todo el mar y se daba por satisfecho con eso, a pesar de que hubiera podido poseer una flota, una casa de comercio o un templo.

Antígono viajó mucho durante esos años, la mayoría de las veces en el Alas.

Encontrarse con Argíope era siempre agradable; cuando coincidían en algún lugar pasaban varias noches y días juntos: en Creta, Delos, Rodas, en Laodicea, donde Antígono compró vino sirio y al joven elefante, en Siracusa, incluso una vez en Roma. Gracias a algunas construcciones nuevas, la capital romana había ganado algo de claridad, pero continuaba aburrida y sosa. Los templos y edificios más hermosos eran imitaciones realizadas a conciencia de las cosas que los etruscos habían copiado a los helenos: imitaciones de segunda mano. Un día Antígono creyó ver en una calleja cercana al Tíber a aquel hombre delgado de nariz aguileña al que había visto remando en la bahía de Kart-Hadtha en Iberia el día siguiente a la firma del Tratado del Iberos.

El destino deparó otro reencuentro al heleno, esta vez en Karjedón. Antígono estaba convencido de que, para bien o para mal, al ser humano no le estaba permitido amar realmente más de una vez, y de que al amar a Isis y luego a Tsuniro había contravenido una absurda ley del cosmos. Por eso ahora siempre se separaba de sus compañeras a las pocas lunas, antes de que pudieran surgir aquellos lazos terribles y profundos. Una graciosa púnica de ojos singularmente claros, casi como el agua, compartió su lecho durante cuatro lunas. Era propietaria de una pequeña tienda de papiros situada al norte de la Calle Mayor, donde terminaba el barrio de los tintoreros y curtidores. Antígono reconoció en ella a aquel personaje silencioso que, unos años atrás, le entregara los maliciosos epigramas sobre Hannón; pero no dijo nada al respecto. Disfrutaba de la discreción de la mujer, y de su lacónico ingenio.

Luego Memnón le escribió diciendo que quería comenzar el vigésimo sexto año de su vida quitándose de encima las malas costumbres de su padre, es decir, casándose, con una íbera. Antígono llenó de regalos el Alas del Céfiro y subió a bordo. El verano estaba en su segunda mitad; habían pasado cuatro años desde la firma del Tratado del Iberos.

Penteras y trirremes, así como pequeñas barcas costeras, formaban una especie de cortina ante la bahía de Kart-Hadtha en Iberia. Parecían estar revisando a conciencia a todos los barcos que dejaban el puerto. Un mercante, el Sueño de Tora, había pasado el telón de barcos y navegaba hacia mar abierto. Antígono creyó ver en la popa de la nave tarantina al hombre de la nariz aguileña, pero los barcos estaban muy separados el uno del otro. El Alas del Céfiro, a cuyo capitán conocía muy bien la flota ibérica, no fue detenido. Antígono sentía que una especie de tinieblas se cernían sobre la ciudad, a pesar de hacer un soleado día de verano. El Alas atracó no muy lejos del puerto militar, cuyas puertas estaban abiertas.

El cadáver de Asdrúbal estaba siendo preparado para la incineración. El asesino, uno de los sirvientes de un pequeño príncipe íbero ejecutado por traición, colgaba muerto de las cadenas que lo habían sujetado a un poste en el gran patio interior de la fortaleza durante los dos días de suplicios. El rostro del torturado mostraba una extraña, horrible, rígida sonrisa.

ANTÍGONO, HIJO DE ARÍSTIDES, KART-HADTHA EN IBERIA,

A BOSTAR, HIJO DE BOMÍLCAR, CONSEJERO DE KART-HADTHA

Y ADMINISTRADOR DEL BANCO DE ARENA

Recuerdos y abrazos, amigo: El altisonante clamor de Hannón ante la designación de Aníbal como nuevo estratega ha llegado hasta aquí, pero tu esmerado informe sobre la sesión del Consejo contenía detalles exquisitos; gracias por enviármelo. Menos graciosa es la situación en Iberia. Muchos de los tratados de amistad y alianzas firmados por el gran Asdrúbal no eran lo bastante antiguos como para sobrevivir a su muerte y prolongarse en su sucesor. Otros pueblos de Iberia se han levantado en armas para sacudirse un dominio que apenas han sentido sobre ellos. Los exploradores e informadores han capturado a muchos hombres que agitaban aún más los ánimos con sus confusos mensajes: los que se levantaran contra Aníbal podrían contar con la amistad de Roma.

El nuevo estratega actuó con la rapidez y dureza propias de un hijo de Amílcar, y con la prudencia que era de esperarse en el sucesor de Asdrúbal. Durante las dos últimas lunas se ha extendido entre la desembocadura del Iberos y las Columnas de Melkart una red de faros que permite transmitir mensajes con espejos y fuego tanto de día como de noche. Pronto esta red llegará también a la costa norte de Libia. Por otra parte, Aníbal ha dejado en libertad a todos los rehenes distinguidos de los pueblos pertenecientes a las viejas alianzas. Un ejército comandado por Asdrúbal ha marchado Baits abajo, hacia el oeste, en una expedición punitiva contra los lusitanos de más allá de Ispali; un segundo ejército, bajo el mando de Muttines, marcha hacia el norte casi bordeando la costa oriental, dirigido contra los bastetanos, lobetanos y edetanos; el tercer ejército, el más grande, capitaneado por el propio Aníbal (lleva consigo a Magón), ha marchado hacia el centro de Iberia, donde se han unido los grandes pueblos de los carpetanos, arévacos y vácceos. También entre ellos, dicen los informadores, hay enviados de Roma. A pesar de todos los tratados, el país se ha convertido en un polvorín.

Sin embargo, más serio es el juego sucio de una ciudad de la costa, situada a medio camino entre Mastia y el Iberos: Zakantha, llamada Saguntum por los romanos. Es una ciudad grande y bien fortificada, y se encuentra en una franja de terreno muy rica y fértil; los higos que allí crecen sólo son superados por los de Kart-Hadtha. Esta ciudad, fundada y habitada por íberos, ha sido de pronto declarada aliada de Roma: el Tratado del Iberos no contempla esta posibilidad. Además, el Senado afirma que se trata de una ciudad de origen heleno, habría sido fundada por emigrantes de Zakynthos. Los más sorprendidos por esto último han sido los propios íberos zacantinos. En la ciudad surgió un conflicto, encendido y avivado por intermediarios de Roma, entre dos partidos, de los cuales uno estaba a favor nuestro y otro a favor de los romanos. Asdrúbal tenía amigos allí, y lo mismo Aníbal. Pero éstos fueron expulsados de la ciudad. Ahora Zakantha acoge y protege a los fugitivos de todas las tribus que luchan contra los bárcidas, e incita a otras tribus para que se levanten. Ya ves hacia dónde se dirigen las cosas. Ahora Roma tiene aliados al sur del Iberos; aliados ricos y numerosos que atraen a otros a su lado, al lado de Roma. Mediante la alianza con Zakantha y el envío de intermediarios, Roma ha roto el tratado; en silencio, sin palabras formales ni actos contundentes. Si Aníbal permite que se haga eso en Zakantha, Iberia nunca volverá a conocer la paz; si castiga a la ciudad, los romanos tendrán que intervenir en defensa de sus aliados. Tampoco Asdrúbal, cuyo ofrecimiento fue rechazado por Zakantha, habría podido cambiar en algo la situación, en todo caso, si no hubiera muerto, las alianzas que firmó no se hubieran disuelto tan pronto. Era un gran hombre y sólo tenía cuarenta años y, a pesar de la distancia, la sabes mejor que yo, era él quien dirigía las maniobras del partido en Kart-Hadtha. Hoy Aníbal ya es algo más grande que su predecesor; es más rápido, evalúa las circunstancias con mayor precisión, enardece aún más a los hombres. Pero Aníbal se ha criado en Iberia, y no puede reemplazar a Asdrúbal en el juego por el poder, en Kart-Hadtha.

Se acercan malos años para nosotros, amigo, quizá peores que lo que el espíritu más pesimista pueda intuir. Sé que hay mil cosas por poner en regla, que debería volver a casa, pero también hay aquí mucho en juego, si no todo. Estoy intentando evitar que nuestros negocios en Iberia se vengan abajo; y tú sabes cuánto valen; además, me esfuerzo por ayudar un poco al representante de Aníbal, Hannón —un buen hombre a pesar del nombre—, y a los dos embajadores del Consejo de Ancianos, Myrkam y Barmorkar. Volveré a Kart-Hadtha tan pronto como pueda; hasta entonces, te suplico, amigo, y te ordeno, administrador del Banco de Arena: dedica sólo la mitad de tu tiempo a nuestros negocios; la otra mitad, de momento la más importante, dedícala a intentar influir, de ser necesario con oro y plata, para que el mejor hombre, sea quien fuere (¿qué te parecería Bomílcar?), asuma la dirección del partido bárcida con el apoyo incondicional de todos los demás. Ha de ser, debe ser, tiene forzosamente que ser alguien capaz de hacer frente a Hannón cuando el alud comience a caer y se desate la tormenta de arena. Ya sabes quién ha provocado el alud —Roma—; y también sabes que el Senado ya está reuniendo arena para apilaría frente a su fuelle. Algunos dicen que nos rascamos donde no nos pica; te juro que haré ver a ésos que sólo nos quedan tres posibilidades: decadencia, si Zakantha puede incitar a la rebelión a los otros pueblos con el apoyo de Roma; paz, si Kart-Hadtha se mantiene firme y se hace fuerte; guerra, si tan sólo uno de los Señores del Consejo vacila y Roma ve una brecha.