8
Barca

Los años de paz trajeron bienestar, expansión del comercio, tranquilidad a la situación de Libia y Numidia. Y un paulatino resurgimiento de la influencia de Hannón. Para la situación mundial carecía de importancia que en esa época de prosperidad las diferencias entre bárcidas y «Viejos» fueran cada vez más insignificantes. La desconfianza de Hannón hacia los «aventureros» bárcidas de Iberia ya no era compartida por los otros miembros de Consejo, desde que Amílcar conquistó las Montañas Negras, al norte del Baits, y empezó a explotar nuevas minas que producían entre cuatro y cinco talentos de plata pura al día. El quinto año después del final de la Guerra Libia, Iberia envió a Kart-Hadtha casi seiscientos talentos de plata, además de cobre, madera, pieles y piedras preciosas. Las regiones conquistadas se convirtieron en un gran mercado para los productos púnicos, y los bárcidas se autoabastecían, mantenían a su ejército y a la propia administración.

Bostar defendía e incrementaba las propiedades del banco; Antígono viajaba mucho, estableciendo sociedades y buscando, y encontrando, nuevos productos y mercados. Aquel quinto año después de la Guerra de Libia, octavo desde el final de la Guerra Romana, el heleno viajó con una caravana hacia el Gyr y volvió a Kart-Hadtha trayendo marfil, huevos de avestruz y cincuenta elefantes de las estepas semiadiestrados; pero no encontró ni rastro de Tsuniro y Aristón. Ese mismo año, el tercer Ptolomeo perdió la antigua ciudad de Damasco y los campos circundantes, que pasaron a poder de Seleuco Calínico. El imperio seléucida, incluidas Persia y Bactriana, continuaba sumido en aquella guerra fratricida. Antígono dejó para más adelante un viaje por tierra a la India. En su lugar, visitó la Hélade, sin perderse en el caos de la guerra entre Macedonia y diversas ligas de ciudades helenas. Lamentablemente —para Antígono— los romanos habían conseguido salir airosos de una incursión celta por el norte de Italia, que ya duraba dos años. De la Hélade viajó en barco a Brundusium, y de allí por tierra hasta Roma; encontró la ciudad desierta, pasó dos noches bebiendo con comerciantes púnicos de Iberia cuya segunda intención era reunir información para Amílcar, y regresó a Kart-Hadtha.

El año siguiente acompañó a Memnón a Alejandría. Allí puso a Memnón bajo la vigilancia dulce y generosa de interpretar de Aristarco. El hijo de Isis tenía catorce años y quería ser médico. Las academias de Alejandría eran las mejores, y tenían las mejores posibilidades de investigación; Ptolomeo ponía a disposición de éstas los condenados a muerte. Antígono no quiso conocer ningún detalle, se separó con dolor de su hijo y viajó Nilo arriba, pasando por Tebas. En casa de una traficante de esclavos cushita encontró una antiquísima tabla de barro, sobre la cual un capitán llamado Yehaumilk hablaba en fenicio de sus preparativos para un viaje hacia Punt. Antígono pasó siete agotadoras noches sobre el mullido lecho de alfombras de la cushita. Era una mujer negra y sensual, pero en lugar de borrar de la memoria del heleno los recuerdos de Tsuniro, los potenció hasta lo insoportable. En la mañana del octavo día Antígono se ajustó al cinto la espada que hubiera debido llevar Aristón y partió a través del desierto con una caravana de asnos que se dirigía hacia el oeste. Tampoco esta vez encontró rastros de Tsuniro y Aristón en las ciudades y aldeas de las orillas del Gyr, ni en las estepas y bosques.

La primavera siguiente, diez años después del fin de la Guerra Romana, Antígono hizo una visita a Naravas y Salambua, cabalgó a través de las montañas, hasta Igilgili, y de allí viajó por mar a la aldea de artesanos de Mastia. La bahía en forma de hoz introducía sus dos cabos en el mar. Frente al extremo sur, todavía dentro de la bahía y a menos de una milla de la orilla, se levantaba una gran isla. Antígono pensó en Gadir, en la ciudad sarda de Sulqy, en la perdida Motye siciliana y en tantas otras ciudades insulares púnicas, y se preguntó si Asdrúbal o Amílcar ya habrían pensado a fondo sobre cuál sería la futura capital de Iberia.

Antígono llegó al campamento militar de Amílcar en las cercanías de Baitstulo —llamada Bastulo—, a orillas del cauce alto del Baits, casi al mismo tiempo que una embajada del Senado romano. Massalia, aliada de Roma, poseía emporios en la costa nororiental de Iberia, y estaba preocupada por la seguridad de esos centros comerciales. Amílcar tranquilizó a los senadores: no tenía ninguna intención de molestar a los aliados de Roma, ni a sus puertos; deseaba paz, comercio y progreso; sus empresas en Iberia estaban tan alejadas de Roma y de la misma Massalia que no podían representar una amenaza; su único objetivo era conquistar territorios que sustituyeran a los que Kart-Hadtha había perdido durante y después de la guerra, y que la ciudad pudiera pagar a Roma en el transcurso de ese año la décima y última parte de la indemnización de guerra.

Había muchas personas y cosas que Antígono no pudo ver. Asdrúbal el Bello se había casado con la hija de un príncipe ibérico y se encontraba en el pueblo de ésta, dedicado a asegurar las conquistas mediante la política. Aníbal estaba muy lejos, en el Oeste; el muchacho de dieciséis años arremetía con la caballería contra los lusitanos, que habían sitiado la antigua ciudad púnica de Olont. Asdrúbal, que entre tanto había cumplido catorce años, estaba en Gadir, con Sosilos, afanándose entre los archivos. Magón, de doce años y, según Amílcar, «demasiado joven, demasiado arrogante», servía como simple ordenanza y futuro hoplita en una tropa de coraceros libios emplazada cerca de Karduba.

El año siguiente Antígono se ganó un nuevo apodo, «el más libio de todos los helenos púnicos», debido a que realizó un nuevo viaje hasta muy al sur, cruzando el Gyr e internándose en las regiones donde vivían aquellas criaturas peludas similares a los seres humanos, a las que, hacia dos siglos y medio, Hannón el Marino había llamado gorilas. Pero tampoco esta vez pudo Antígono encontrar a Tsuniro y Aristón.

En invierno circularon detalles sobre la guerra entre el soberano seléucida y los partos; por otra parte, mercaderes púnicos y helenos trajeron noticias de Iliria. Cada día que pasaba aumentaba la posibilidad de un conflicto armado entre el imperio del rey Teuto y Roma. El mar estaba infestado de piratas ilirios, y el Senado había enviado una embajada con enérgicas exigencias. Mientras tanto, el rey macedonio Demetrio llevaba dos guerras al mismo tiempo: contra ligas de ciudades helenas, al sur, y contra los dárdanos, al norte. En Kart-Hadtha, la ciudad más grande, hermosa y rica de la Oikumene, los púnicos disfrutaban de un invierno suave, y de la paz.

La duodécima primavera después del final de la Guerra Púnico-Romana se reabrieron en Roma las puertas del templo de Jano. Un emisario fue asesinado durante su viaje de regreso a Iliria; Roma declaró la guerra al rey Teuto.

Antígono pertrechó mejor el nuevo y más cómodo Alas del Céfiro, y subió a bordo. Mastanábal y un nuevo piloto de tan sólo dieciocho años, Bomílcar, hijo de Bostar, tomaron rumbo a Mastia. Antígono quería hacer una visita a Amílcar y a sus hijos. Llegó justo a tiempo para ver morir al gran estratega.

Asdrúbal el Bello señaló un punto en el mapa.

—Más o menos aquí, entre los oretanos y los vetones. Los oretanos son dudosos aliados, los vetones, enemigos declarados. Los vetones son buenos jinetes y soldados, nómadas. Han atacado varias veces las aldeas oretanas, y si no queremos perder nuestra imagen tenemos que proteger a nuestros aliados.

Antígono intentó por enésima vez grabarse en el cerebro la confusa estructura de Iberia. Al norte de Karduba, casi paralelas al gran río Baits, las Montañas Negras, con sus bosques y minas de plata, se extendían de Este a Oeste. Una gran porción del terreno escabroso que empezaba al norte de las montañas pertenecía a la región de los oretanos, la cual se extendía hacia el sureste, casi hasta la costa cercana al país de los contestanos, donde se encontraba Mastia. Al noroeste estaban los vetones, desde este lado del Taggo hasta más allá del Dourios. Ríos, bosques, llanuras, mesetas, sierras escarpadas, desfiladeros abruptos; Antígono intentaba imaginar cómo se haría la guerra en el corazón de Iberia.

Asdrúbal se frotó los ojos.

—Hay tanto por hacer… —dijo en voz muy baja—. Incluso sin contar estas absurdas escaramuzas en el norte.

Antígono desvió los ojos del mapa y examinó el rostro descolorido del púnico, que, sentado allí, parecía un enano semioculto tras los rollos, pilas y torres de papiro que se amontonaban sobre la mesa.

—Deberías darte un descanso.

Asdrúbal arrugó la frente, se metió el labio superior entre los dientes y paseó la mirada de una montaña de papiro a otra.

—¿Descanso? Me parece haber oído esa palabra alguna vez. ¿Qué es? ¿Se puede comer? ¿Muerde cuando uno lo abraza? ¿O qué?

—Te tortura cuando no le haces caso, y te acaricia cuando le prestas atención.

—Interesante animal. Suena bien. —Asdrúbal bostezó, se levantó de la silla y se estiró—. Quizá tengas razón; no obstante: hay demasiadas cosas.

—¿No tienes ayudantes?

—Sí, pero no los suficientes. Y ninguno lo bastante bueno desde que Asdrúbal Barca volvió donde Amílcar. Era realmente bueno. Y el tercer buen Asdrúbal es un hombre encargado del abastecimiento, muy bueno; ahora está reclutando nuevos soldados de entre los libios y gatúlicos. —El púnico cerró los ojos un momento—. Veinte años de paz, veinte años de fecunda administración y proyectos, dirigidos por los tres Asdrúbal, y esta Iberia sería un paraíso. Ven, te mostraré algo.

Las murallas protegían una zona de tres mil veces dos mil pasos, en la ribera norte del Baits. Las tiendas y cabañas de madera de unos años atrás habían desaparecido; Karduba se había convertido en una ciudad. Como líneas sobre un tablero de ajedrez, calles empedradas corrían de Este a Oeste y de Sur a Norte. Cerca del pequeño puerto fluvial se había empezado a construir un puente de piedra sobre el río ancho y sereno. En los blanqueados edificios de piedra y ladrillo vivían y trabajaban casi diez mil personas, y algunos miles más en las aldeas de los alrededores, que parecían suburbios. Los cuarteles podían alojar a más de veinte mil soldados, con sus armas, pertrechos, provisiones y animales. Había pozos de agua y cisternas. Canales de riego surcaban los sembrados y huertos que se extendían fuera de la ciudad. La carretera de piedra que algún día uniría Karduba con Ispali y Gadir comenzaba en la ribera sur, en la cabeza del puente aún sin terminar. La colosal obra era un hervidero de gente. Obreros, esclavos y prisioneros de guerra ibéricos hacían equilibrios sobre los andamios. Barcas planas traían de una cantera cercana al río, al este de la ciudad, piedras talladas según las especificaciones de los arquitectos. En ese momento, hombres sudorosos y semidesnudos guindaban un bloque de piedra de uno de los barcos. Antígono observó que casi no tenían marcas en la espalda; al parecer, los capataces se ahorraban muchos latigazos.

Regresaron a la orilla trepando sobre una maraña de estacas, poleas, cuerdas y herramientas. Asdrúbal intercambió unas cuantas palabras con un egipcio que quería reforzar el zócalo de un pilar.

—Kart Eya, Ispali, Kart Juba; mi tercera ciudad —dijo el púnico mientras cruzaban la Puerta Este, de camino a los cuarteles. Sonrió—. En realidad yo no quería ser constructor de ciudades, pero lo que tiene que ser… Por lo demás, espero que ésta no sea la última. Necesitamos una capital fija.

Antígono observaba al grupo de honderos que, a unos cien pasos de allí, derribaba vasijas colocadas sobre un andamio de madera.

—También necesitáis buenos alfareros, calculo.

—¿Qué? Ah, eso, sí. Eso también.

—¿Has pensado ya dónde te gustaría establecer la capital?

—Entre nosotros… sí —dijo a media voz—. Mastia seria un sueño, con la gran bahía, los fértiles campos del interior, la isla, donde no seria muy difícil construir una fortaleza. Además de los artesanos y comerciantes de tu aldea, Tigo. Pero aún no hemos llegado tan lejos. Hemos colonizado las regiones del norte y el oeste de las columnas de Melkart; hemos construido fortalezas y las primeras carreteras, y tenemos pueblos aliados de confianza. Pero entre estas regiones y Mastia quedan muchas zonas hostiles. Ahora tu viejo amigo Mandunis es el rey de los contestanos, y seguramente no se opondría a que ampliáramos Mastia. Por cierto, gracias por eso. Me temo que es otro de tus regalos, lo hayas pensado así o no.

Antígono sonrió.

—No hay motivo para dar las gracias; a Mandunis lo traté bien por puro interés personal. Como sea, no tiene ningún objetivo construir una capital en la costa oriental cuando sólo está colonizado el oeste.

Entraron en un edificio de tres pisos que se levantaba junto a los límites de la «fortaleza», como Asdrúbal llamaba al acantonamiento de las tropas.

—Mi segundo cuartel —dijo el púnico—. Aquí los hilos de la guerra se entretejen con los de la exploración.

En la planta baja trabajaban dos docenas de escribas; las habitaciones estaban repletas de estantes y rollos.

—Cuestiones del aprovisionamiento, sobre todo. Ven, subamos. —Asdrúbal hizo subir a Antígono por la amplia escalera. Al llegar a la primera planta, dio unos golpes con la mano abierta a la puerta revestida de hierro.

Un púnico abrió. Asdrúbal lo saludó con una inclinación de cabeza y guió a Antígono a través de tres habitaciones en las que trabajaban más escribas, todos ellos púnicos, que apenas si levantaron la vista de sus rollos. La cuarta habitación estaba separada de las otras tres por una pesada puerta de madera. Dentro de ella había estanterías rebosantes de rollos, tres mesas donde se amontonaban montañas de papiro, una amplia cama de cuero y varias sillas de tijera. Asdrúbal sacó de un pequeño armario dos jarras —agua y vino— y dos sencillos vasos de cuero.

—Aquí están las cosas más importantes —dijo el púnico mientras se sentaban a una de las mesas.

Antígono bebió un traguito de su vaso.

—¿Por eso los púnicos?

Asdrúbal juntó las manos en la nuca y se reclinó contra el respaldo de la silla.

—Sí. No sé cuántos de ellos son gente de Hannón. A pesar de todo, ya sabes que no se puede confiar en nadie, pero siempre será mejor que un espía púnico meta los dedos de Hannón en mis asuntos a que… —Calló.

Antígono se levantó y caminó hacia la ventana, protegida por una reja de hierro empotrada en la pared. El rugido que había escuchado procedía de un instructor militar; en la gran plaza, dos compañías luchaban con espadas de madera y escudos revestidos en cuero. Un grupo de hombres observaba el combate desde los talleres del otro lado de la plaza.

—Que…

Asdrúbal tragó saliva.

—Te llevarás una sorpresa.

—Me gustan las sorpresas.

—Está bien. En fin, hasta ahora hemos cogido a cuatro espías de Massalia que probablemente también trabajaban para Roma. Además de ellos, a dos hombres que debían informar a Hierón de Siracusa, cinco espías de Ptolomeo, tres seléucidas, un ateniense, dos de Pérgamo, uno de Creta que trabajaba para los partos, y dos mestizos árabe-macedonios que espiaban para los gobernantes de Maurya. Y no han sido los únicos; el primero fue un heleno del norte de la India que llegó como cuidador de elefantes.

Antígono sacudió las rejas. Eran fuertes y firmes.

—Y, ¿qué hacéis con ellos?

—Los empleamos en trabajos de provecho en los que no pueden cometer ninguna insensatez, en los huertos, por ejemplo, bajo vigilancia. Y, si vale la pena, los intercambiamos por los nuestros.

—¿Eso quiere decir…? —dijo Antígono volviéndose hacia el púnico.

—Naturalmente. Es, cómo podría decirlo, una costumbre entre los pueblos. No existe conocimiento inútil. —Soltó una breve carcajada—. Claro que tampoco existen muchos que sean útiles. Conocemos, con la inevitable demora, hasta los últimos planes de construcción de carreteras del rey de la India. A veces uno de nuestros hombres de Bactriana escucha de boca de un sarto que ha cabalgado hasta allí algo que el sarto ha oído decir a un caravanero de Bizancio al que se lo ha contado un mercader ilirio, y resulta que se trata de una conversación entre dos centuriones romanos en la orilla oriental del mar Ilirio. —Señaló con la barbilla una estantería colocada a la izquierda de la puerta—. Si te interesa…, en el tercer estante, empezando desde arriba, hay informes sobre las sesiones del Senado de Roma, con detalles sobre los planes de guerra contra los ilirios. Y un resumen muy importante de los proyectos de Roma para el norte de Italia. Tan pronto termine el conflicto con el rey Teuto, les tocará el turno a los celtas del norte de Italia. Las colonias y carreteras ya están proyectadas. Los romanos son muy concienzudos. Y completamente despreocupados de los derechos y planes de los otros pueblos.

—¿Qué tan grande es esta red de informantes? ¿Qué tan fiable es su trabajo? Y, ¿tienen los romanos algo parecido?

Asdrúbal estiró los brazos poniendo las palmas de las manos hacia arriba.

—¿Qué tan grande es? Bastante grande. —Sonrió—. Podría decirte, por ejemplo, con qué príncipes y mercaderes del sur de Libia has hablado. O qué comerciantes masaliotas amigos de Roma han hecho negocios en Britania durante el último otoño. Qué caminos entre Bactriana y la India han estado infestados de bandidos este otoño. Qué capitán árabe provee de noticias del sur de la India y Taprobane al servicio secreto egipcio. Cuántos camellos se usan entre Coptos, en el Nilo, y Berenice, en el mar Arábigo, en cada momento. Cuál es la producción diaria de las minas de esa región.

En los ojos de Asdrúbal había algo que hacía desconfiar a Antígono.

—Hay algo que callas —murmuró—, y que tiene que ver conmigo, ¿verdad?

Asdrúbal suspiró.

—Hay cierta información que tú no querías saber, según escribiste a Amílcar hace unos años. Aquella vez Amílcar me dio orden de observar tu deseo.

—Ese deseo —dijo Antígono enronquecido— ya no existe. Como deberías saber.

—Lo sé, oh amigo Tigo, de lo contrario no hubieras viajado al sur tan a menudo.

Antígono esperaba. Asdrúbal hizo una mueca con la boca, se levantó y caminó hacia una estantería. Cogió, uno a uno, varios rollos de papiro, los desenrolló y volvió a dejarlos. Finalmente sacó uno.

—¿Qué deseas saber?

—Antes que nada: ¿qué tan fiable es la red? ¿Cómo son los informes? ¿Quién ha tendido la red?

—Es fiable, y la mayoría de los informes son muy precisos. Amílcar empezó a tejer la red hace veinte años, y yo la he extendido.

Antígono cerró los ojos.

—Una prueba —dijo en voz muy baja—. Frente a la costa meridional de Arabia hay una isla rocosa. Esta isla custodia el puerto donde tienen que hacer escala los veleros hindúes. ¿Cómo se llama la isla? ¿Cómo se llama y qué procedencia tiene su soberano?

Asdrúbal hizo a un lado el rollo, se encogió de hombros, se dirigió a otra estantería y buscó. Antígono esperaba nervioso. El soberano del «Castillo de los Cuervos» era anónimo, siempre; se le llamaba «Sangriento Señor de las Máscaras». Según un rumor, el hombre que ostentaba en esos momentos el dudoso título de Príncipe de los Piratas Árabes era descendiente de una casa real, cushita negro, de Saba, descendiente de faraones. El nombre de la isla y la manera en que llamaban al príncipe de los piratas eran conocidos únicamente por aquéllos que habían viajado por esos remotos lugares.

—Aquí. —Asdrúbal sacó un rollo—. Una región de la que yo nunca me había ocupado. Pero aquí está todo. El último informe es de hace medio año. Aquí dice que el soberano del Castillo de los Cuervos, llamado comúnmente «Sangriento Señor de las Máscaras», ha establecido estrechos contactos con los partos. Desde hace siete años es jefe de los piratas y los autodenominados Protectores del Comercio Marítimo; procede de la unión de la hija de un rey judío de las montañas de la costa del norte de Saba y el descendiente del gobernador de una provincia persa en el sur de Arabia. Su nombre es Sha’amar.

Antígono se quedó mirando fijamente al púnico, perplejo.

—Es… es increíble. Si vosotros…, si tú sabes eso, puedo creer todo lo que diga tu red de informantes.

Asdrúbal devolvió el rollo a su estante.

—Eso sería una ligereza; primero se debe pasar la información por el cedazo, y sopesarla. Pero de todos modos…

—¿Qué sabes de Tsuniro y Aristón? —Al pronunciar los nombres sintió que algo amargo se le atragantaba en la garganta. La mujer a quien había amado más que a nada en el mundo, con pasión, éxtasis y casi una especie de devoción; el alegre y apasionado demonio negro, su hijo… la herida, abierta hacia tantos años, aún no había cicatrizado. Había habido tantas posibilidades de mitigar la añoranza del negro sur, viajar, incluso vivir en dos casas, medio año en Kart-Hadtha, medio año en el sur de Libia. Pero de esa manera… por qué, por qué, por qué. El corazón le daba martillazos en el pecho mientras veía a Asdrúbal echar una ojeada al otro rollo.

—Los hechos —dijo el púnico sin mirar a su viejo amigo; la voz era fría, como si tratara un asunto de negocios—. Abandonaron Gadir en el Costa del Brillante Oro. En las Islas Afortunadas cambiaron a un mercante más pequeño con el que siguieron hacia el sur, hasta llegar a Kart Hannón, en la desembocadura del Gher. «La mujer —dice aquí— estaba enferma, una enfermedad del espíritu. No dijo a nadie de dónde venía. En sus momentos de lucidez buscaba parientes lejanos, y encontró a un viejo mercader y caravanero negro al que llamaba tío. Antes de que la caravana pudiera partir, ella murió. El pequeño partió con el comerciante hacia el interior de Libia». Otro informe, de más o menos un año después, habla de negociaciones entre un príncipe de los bosques y un emisario de Ptolomeo. Dice que hasta entonces el príncipe no tenía herederos de su propia carne, y que adoptó a un muchacho que llevaba el extraño nombre de Aristón, de quien decía era el hijo de su hija, desaparecida hacia mucho tiempo.

Antígono guardaba silencio. Asdrúbal enrolló los papiros.

—Desde entonces no ha cambiado nada. El príncipe del bosque y su hijo adoptivo siguen con vida. —Dejó el rollo en el estante; luego se acercó a Antígono y le puso las manos sobre los hombros.

—Murió porque tenía el corazón destrozado, amigo. Tú y ella erais uno; habíais disfrutado la mayor felicidad, y habéis tenido que pagar el precio más alto por ella. Fue un ataque de añoranza, Tigo, una fiebre que le nubló la razón. Haz un esfuerzo, meteco. —Clavó sus poderosos dedos en los hombros de Antígono; luego lo soltó y volvió a su silla.

—Hay dos cosas más —dijo Asdrúbal mientras se sentaba—. La fortuna de Tsuniro; si quieres saber más acerca de ella, dirígete a Rab Baalyatón.

—¿El sumo sacerdote del templo de Reshef? —Su propia voz le sonaba extraña y ronca; Antígono se escuchaba hablar desde lejos, como si su propia voz le llegara a través de un velo susurrante.

—Sí. Probablemente has preguntado a todos los bancos y caravaneros, pero Baalyatón no es una decisión tan desacertada. Es un hombre sincero; el templo compra hierbas para incienso, maderas aromáticas y marfil del sur.

—Si.

Asdrúbal carraspeó.

—Aristón… ¿Quieres que lo raptemos?

Antígono se acercó tanteando su silla, se dejó caer en ella y agarró el vaso de vino con las dos manos. Apenas se dio cuenta de que Asdrúbal lo estaba llenando, sin agua.

—No. Era tan pequeño… Ya debe de haberse olvidado de mí. ¿Con qué derecho puedo arrancarlo de su nuevo mundo?

Sus ojos ardían. Apretó los párpados y bebió. Escuchó que Asdrúbal movía papiros, escuchó el rasgar de la caña de escribir. Afuera, el graznido de un pájaro apagó por un instante los rugidos del instructor militar. Cascos de caballos trotaban por la plaza; uno de los animales relinchó. El susurro de las moscas y mosquitos se hizo insoportable. Luego crujió la silla en la que estaba sentado, sacándolo de su letargo.

—¿A qué distancia de aquí está Amílcar? —Abrió los ojos y dejó el vaso vacío sobre la mesa.

Asdrúbal se llevó la caña de escribir a la nariz.

—Diez o doce días a caballo. ¿Cuándo quieres viajar?

—Pronto. Mañana. ¿Es peligroso el camino?

Asdrúbal dejó la caña y apoyó la barbilla en las manos.

—En parte. Deberías…, ah, ¿qué más da? Iré contigo. Tengo unas cuantas cosas que hablar con él, y aquí todo está tan desesperadamente embrollado que bien puede prescindir de mí durante una luna para desordenarse un poco más.

Antígono se levantó e intentó esbozar una sonrisa.

—Supongo que los informadores más importantes sólo os darán parte a ti y a Amílcar, no a tus escribas púnicos. ¿Es así?

Asdrúbal enseñó los dientes.

—No queremos quitar el sueño a Hannón el Grande, por eso no permitimos que se entere de demasiadas cosas; por ejemplo, de que tenemos copias de sus cartas a comerciantes y senadores romanos. O qué es lo que sucede exactamente en cada región de Iberia. Tienes razón, amigo. Precisamente de eso se trata ahora.

Se han acumulado unas cuantas cosas que tengo que discutir con Amílcar. Y pronto.

—¿Cuándo?

Asdrúbal chasqueó la lengua.

—Podemos partir pasado mañana a primera hora. ¿Qué quieres hacer hasta entonces? Eres mi huésped, naturalmente.

Antígono vaciló.

—Me gustaría saber algo más sobre vuestras nuevas tropas, si es que no me consideras un espía.

Asdrúbal rió.

—Pondré a tu disposición a un joven guía. Maharbal. Es un buen amigo de Aníbal. Él te mostrará todo.

El esbelto y nervudo púnico era aún joven, tendría apenas unos veinte años. Mandaba a los mil hombres de la fuerte tropa de catafractas íberos emplazada en Karduba. Los jinetes de pesadas armaduras eran el juguete preferido de Amílcar, decía Maharbal. El muchacho guió a Antígono a través de las cuadras, herrerías y curtidurías, explicándole las novedades. El joven púnico era el cuarto hijo de un pequeño armador; parecía haber disfrutado de una buena educación, y ante Antígono mostró poseer una mesurada ironía. Sólo más tarde comprendió el heleno que Maharbal veía en él al amigo de Amílcar, Asdrúbal y Aníbal, y por ello lo respetaba y, tal vez, temía un poco.

—Los caballos que se crían en Iberia son más grandes y fuertes que los pequeños caballos númidas. Por eso pueden cargar más peso. Creo que ése fue el primer punto importante que tuvo en cuenta Amílcar. —En el prado que se extendía detrás de las cuadras pastaban caballos númidas e ibéricos, y la diferencia entre unos y otros saltaba a la vista. Los animales de los catafractas eran casi tres palmos más altos, medidos en la cruz; parecían más fuertes y mejor desarrollados que los ligeros y rápidos caballos de las estepas libias.

—¿Sabes cómo pelean los númidas?

Antígono asintió. El ataque con la caballería de Naravas era algo que difícilmente olvidaría.

—Son los escaramuzadores de la caballería, si se quiere decir así; los íberos serian los hoplitas pesados. —Maharbal tocó con el pie uno de los amplios arzones de madera revestida en cuero—. Esto se coloca encima de la manta y se sujeta con hebillas bajo la panza del animal. Los jinetes pueden sujetarse con la mano o haciendo fuerza con las rodillas. Por eso pueden no sólo arrojar lanzas, como hacen los númidas, sino también llevar pesados arietes y hasta espadas. Además, estos animales soportan más peso. Los jinetes con yelmo y armadura de cuero con guarniciones de metal serían demasiado pesados para los caballos númidas.

—¿De dónde son los hombres?

—De todos los pueblos de jinetes de Iberia: vetones, vacceos, oretanos, carpesianos, lusitanos, arévacos, hay de todo. Algunos provienen de regiones a las que aún no hemos llegado; la fama de Amílcar y la perspectiva de una buena soldada, desde luego.

Asombrado y por momentos incrédulo, Antígono caminó junto al púnico a través de la Ciudad de los Soldados. Todo lo que los estrategas y tácticos helenos habían ideado o imaginado se había hecho realidad aquí; Amílcar había complementado o mejorado en parte aquellas ideas, y había desarrollado nuevas posibilidades para la formación y utilización de sus hombres, procedentes de mil pueblos distintos. Esto no podía ni siquiera compararse con las heterogéneas hordas de mercenarios de la Guerra Romana; aquí había una armónica multiplicidad de cualidades particulares, dotadas de un mismo armamento, una misma formación, unas mismas órdenes y señales. Lo que había surgido aquí empequeñecía a todos los ejércitos helenos y macedonios, y superaba incluso a las terribles legiones romanas. Pequeñas unidades móviles comandadas por suboficiales capaces de sustituir a un oficial caído durante una batalla; formas muy afinadas de cooperación entre tropas de distinto género; en el enorme campo de entrenamiento, Antígono vio cómo, a una señal de trompeta, una confusa y multicolor multitud de soldados íberos a pie, hoplitas pesados libios, honderos baleares, lanceros lusitanos, arqueros gatúlicos y capadocios se convertía en un instante en una compacta cuña de choque, y, al oír otras señales, giraban, se abrían formando un abanico, luego una línea. Pequeños elefantes de los bosques con largos cuchillos en los colmillos y montados por dos lanceros cada uno arremetieron contra la línea de soldados. La formación se disolvió con la rapidez de un rayo; los elefantes pasaron corriendo a través de los callejones abiertos entre pequeños grupos de guerreros, que inmediatamente después se reunieron formando una falange. Siguieron unas dos docenas de grandes elefantes de las estepas, con mantas rojas, cuchillos en los colmillos y las barquillas que llevaban a tres o cuatro arqueros; el conductor iba sentado en la nuca. La falange se abrió bruscamente, los animales arremetieron contra el vacío; tras ellos, catafractas cayeron al galope sobre formaciones cuadrangulares cerradas, erizadas de lanzas, jabalinas, espadas y escudos. Los ojos de Maharbal brillaban.

El joven púnico llevó a Antígono a través de los talleres y lugares de trabajo de las otras unidades y los sectores de aprovisionamiento. Fabricantes de tiendas de campaña, cocineros, esclavos de las cocinas y ayudantes que en el campo tardarían pocos instantes en construir con piedras y cacharros una cocina para la tropa. Panaderos, matarifes, hortelanos; almacenistas que conocían todas las formas de mantener en buen estado durante mucho tiempo la harina y el grano; madereros, herreros y curtidores; armeros; fabricantes de arcos, talladores de flechas, constructores de lanzas; carreteros, cordeleros, carpinteros, médicos helenos, herbolarios galos, elaboradores de medicinas púnicos, enfermeros, veterinarios. Antígono prestó atención a una lección para exploradores en la que se explicaba las ventajas, desventajas y peligros de determinados tipos de regiones bajo unas circunstancias determinadas; vio cómo una tropa de sitiadores novatos era aleccionada sobre arietes, torres, túneles, rampas móviles y, también, sobre posibilidades de defensa, y cómo, poco antes de la puesta del sol, estos hombres marcharon hacia un bosquecillo, donde una parte construyó con medios improvisados una pesada catapulta, mientras los otros levantaban un campamento, con muralla y foso, utilizando únicamente las manos, espadas y lanzas.

—Esto es algo nuevo —dijo el heleno al anochecer, sentado en compañía de algunos suboficiales y jinetes íberos alrededor de una hoguera en la cual se asaba medio buey—. ¿Sabes que sois algo nuevo?

Maharbal sólo asintió; uno de sus jinetes íberos esbozó una sonrisa bromista.

—Nuevo y bueno, cuanto mejor la soldada, más afilada la lanza. —Hablaban ibérico.

—Eso también. —Antígono observó los rostros alumbrados por la trémula luz de la fogata. Un trozo de grasa cayó al fuego siseando; un sinfín de cigarras se sumaban a la conversación desde los arbustos y cañaverales. La media luna menguante colgaba sobre el horizonte, y el pequeño riachuelo que corría hacia el Batís murmuraba sobre su lecho de piedra—. Pero hay algo más.

—¿Qué?

—En las últimas horas he escuchado el murmullo habitual, pero ningún signo de verdadero descontento. Instructores que rugen, pero todos sin látigos ni bastones. Oficiales púnicos nobles sin ningún tipo de arrogancia. Soldados que saben lo que tienen que hacer y por qué lo deben hacer así y no de otra manera.

—Y que, si mueren, estarán tan muertos como todos los otros —dijo Maharbal—. Pero tienes razón, señor Antígono. Y nos damos cuenta de ello apenas pensamos un poco. Hay bastantes soldados veteranos que pelearon contra los mercenarios en la Guerra Libia, y algunos que también lo hicieron en Sicilia. Ellos siempre nos lo están repitiendo.

Un púnico dijo:

—Somos un arma afilada. Amílcar nos ha forjado. Eso es todo.

—¿Contra quién se levantará esta arma?

—En primer lugar, contra los vetones —dijo Maharbal—. ¿En qué estás pensando?

—Pienso en vuestros ejercicios con elefantes. ¿Quién podría dirigir elefantes contra vosotros? Los vetones seguro que no.

—Ah, nunca se sabe.

La noche siguiente, Asdrúbal fue un poco más preciso. El comedor de su casa estaba iluminado por antorchas y candiles. La mujer de Asdrúbal, la princesa íbera Titayu, se había retirado muy temprano. Ella no los acompañaría en el viaje, y Asdrúbal estaba apoyado en el arco de la puerta, de camino hacia la gran despedida.

—¿Apagarás todos los candiles? —dijo—. Ah, sí, respecto a tu pregunta, este ejército es muy numeroso, pero Hannón no lo sabe con exactitud; si se enterara pondría el grito en el cielo. Así que olvídate de la cantidad, por favor. Son casi sesenta mil hombres. Y en cuanto al objetivo, es Iberia, nada más.

—¿Qué pasa con Roma?

Asdrúbal sacudió la cabeza.

—Vaya. Roma es un nido de ladrones propensos a romper tratados y a caer sobre todos sus vecinos. Nosotros estamos tan lejos de Italia que no representamos una amenaza para Roma. Y sólo queremos ser lo bastante fuertes como para que Roma no pueda caer sobre nosotros.

—Hannón lo ve de otra manera —dijo Antígono lentamente—. Dice que los bárcidas se están preparando en Iberia para emprender una guerra de venganza contra Roma.

Asdrúbal asintió.

—Ya sé lo que dice Hannón, pero él sabe que no es cierto. Ninguno de nosotros ama a los romanos; eso sería exigir demasiado. La ruptura del tratado, la guerra, la difícil paz, y luego la extorsión y el robo de Sardonia después de la guerra contra los mercenarios. No, realmente…, ningún tipo de amor. Pero ¿guerra de venganza? ¡Por todos los piojosos dioses de todos los sacerdotes! ¿Para qué? Todo esto, las posibilidades que esconde Iberia, el futuro de Kart-Hadtha… ¿poner todo esto en juego por un sentimiento como el odio o el amor? —Sonrió con ironía y se separó de la pared—. Ya no tengo ganas de seguir hablando de venganza. Tengo mejores cosas que hacer. Que duermas bien, Tigo.

Poco antes de llegar al campamento de Amílcar decidieron descansar toda la tarde y reemprender el viaje de noche. Antígono cabalgaba junto a Asdrúbal, al frente de la larga caravana. Doscientos cincuenta jinetes de la caballería pesada y setecientos hoplitas libios escoltaban los carros y animales cargados con grano, fruta, carne salada y vino. Al amanecer subieron la pequeña cuesta de la meseta; un fino velo de niebla ocultaba la cadena de montañas que se extendía en el horizonte.

El campamento de Amílcar se encontraba en un valle surcado por un pequeño río. Los centinelas hacia mucho tiempo que habían divisado la caravana, la habían calificado de amistosa y no habían dado ninguna señal de alarma. Cuando Asdrúbal y Antígono doblaron los peñascos de la entrada del valle, saludados por los hombres del último circulo de centinelas, acababan de despertar los hombres que habían hecho las primeras guardias de la noche. Aníbal estaba entre ellos; el hijo del Barca había dormido en el suelo, como los demás, envuelto sólo en su capota roja grisácea. Cuando sacó la espada britana y la levantó para saludar a Asdrúbal y Antígono, los dientes brillaron en su rostro moreno de barba negra.

—Despertad al viejo —dijo sonriendo—. Nos vemos luego.

Siguieron cabalgando. Por todas partes, hombres dormidos empezaban a dar señales de vida. La tienda que se levantaba en el centro del campamento se abrió de repente; la imponente figura del estratega de Libia e Iberia apareció en la abertura. De sus hombros colgaba la piel del oso blanco; era lo único que Amílcar llevaba encima. Los vellos que le cubrían el cuerpo, abundantes y encanecidos, parecían formar parte de la piel del oso, y su poderoso miembro parecía más un arma para la lucha cuerpo a cuerpo que un instrumento para el amor. Amílcar abrazó a sus dos amigos y rugió algunas órdenes; luego se vistió de prisa.

Soldados trajeron mesas plegables, escabeles, vino aromático caliente, pan ácimo y asado frío. Otros hombres se ocuparon de los caballos. En la entrada del valle reinaba un ordenado barullo; los hombres de Amílcar estaban clasificando, distribuyendo y volviendo a empacar las provisiones. Las tropas de Karduba estaban levantando tiendas en la meseta, pues el valle era muy estrecho para que cupieran todos.

—¿Dónde están tus hijos, siervo de Melkart?

Amílcar se secó la boca, dejó el vaso sobre la mesa y echó a Antígono una mirada reprobatoria.

—En una campaña militar no existen hijos, Tigo, sólo soldados. Éste es el puesto de los jefes. Magón está con los soldados de a pie libios. Asdrúbal con los elefantes, media hora al oeste de aquí, en otro valle. Y Aníbal se ocupa de vuestra caravana.

Asdrúbal clavó el cuchillo en el tablero de la mesa.

—¿Dónde está toda tu gente? ¿En cuántos valles los has dividido?

—Cuatro. —Amílcar sonrió—. Los vetones probablemente nos están observando; así tienen más difícil calcular la cantidad de hombres. Además, los valles de esta región son demasiado estrechos para que quepamos todos en uno solo. Marchamos por separado. Así nos estorbamos menos.

Después del desayuno comenzó la discusión entre el estratega y su representante. Asdrúbal habló de comerciantes romanos que habían sido vistos muy al norte, entre el gran río Iberos y los Pirineos. Amílcar se encogió de hombros.

—La tierra pertenece a quienes la habitan. Los romanos pueden comerciar. Mientras no envíen legiones…

Antígono los dejó solos y se fue a vagar por el campamento. En la entrada del valle encontró a Aníbal. El muchacho —tenía dieciocho años— parecía conocer a cada uno de los soldados; los llamaba por sus nombres y les daba instrucciones breves y claras que ellos obedecían de inmediato. No dejaba de moverse, como si el nervudo cuerpo del joven no pudiera cobijar todas sus energías.

Fuera, en la meseta, fogatas ardían entre las tiendas. Los cansados hombres de Karduba estaban de pie o acuclillados alrededor de éstas. Un hoplita libio, sentado con la espalda apoyada contra un fardo de equipaje de marcha, se miraba el pie derecho, hinchado y teñido de negro. Con la uña del pulgar intentaba sacarse una espina del talón.

Aníbal se detuvo ante el libio y sacudió la cabeza.

—Tonto y viejo fofo —dijo en libio—. La tropa es tan rápida como el más lento de sus hombres, y ningún hoplita es mejor que sus pies.

El libio —de unos treinta años— miró a Aníbal abochornado.

—Ya he oído eso antes, príncipe de los jinetes —dijo—. Pero no es más que una pequeña hinchazón.

Aníbal extendió la mano hacia el soldado.

—Si se te cayera el culo dirías que no ha sido más que un pequeño pedo. —Sin esfuerzo visible, levantó al pesado hoplita. Los libios que presenciaban la escena se echaron a reír. Aníbal señaló a dos de ellos.

—Gulsa, Maharo, llevadlo a los médicos.

Los hombres dieron el brazo a su compañero; saltando sobre una pierna y maldiciendo en voz baja, el herido se alejó llevado por los otros.

En Karduba, Asdrúbal había dicho que en Aníbal tenía al mejor jefe de caballería que podía tener un estratega. En el enorme campamento, Antígono vio que Aníbal era mucho más que eso. Hablaba a cada uno de los hombres en su propia lengua, y éstos obedecían al muchacho apenas oían sus palabras; y a menudo bastaba tan sólo con una mirada. Los rostros malhumorados de soldados cansados de la marcha se iluminaban cuando Aníbal se acercaba a ellos. Elogio, crítica, una broma grosera aquí, una más sutil allá, el hijo del Barca siempre encontraba el tono adecuado, y apenas levantaba un poco la voz todo lo que lo rodeaba se ponía en movimiento con la mayor ligereza. Antígono, quien nunca había recibido órdenes, sentía sin embargo la fuerza y la magia, y aunque no era propenso a las cavilaciones se preguntaba qué era aquello que hacia que Pirro, Alejandro, Amílcar y ese hijo del Barca, de tan sólo dieciocho años, destacaran por encima de todos los demás. Hacia el mediodía, un soldado pidió a Antígono que fuera a comer a la tienda del estratega. El heleno se despidió de Aníbal con un movimiento de cabeza y se marchó. El joven púnico se quedó entre un grupo de informantes, haciéndoles preguntas al tiempo que tomaba con ellos cereales remojados y agua.

Cuando Antígono llegó al centro del campamento, estafetas se alejaban de la tienda de Amílcar. Los hombres subieron a sus caballos y se marcharon al galope. Amílcar y Asdrúbal habían terminado su discusión; estaban sentados ante la tienda. Sobre la mesa plegable había vasos y escudillas con agua, vino, judías, pan y carne.

—¿Y? ¿Habéis tomado grandes decisiones?

Amílcar limpió el tenedor de dos dientes y señaló el escabel vacío. Con la boca llena, dijo:

—Siéntate. Come. Partimos esta noche.

Asdrúbal escupió un trozo de cartílago por encima de su hombro izquierdo.

—No todos, no te preocupes, Tigo. Nosotros todavía tendremos un poco más de tiempo para descansar.

Amílcar observaba al último estafeta, que en ese momento salía del campamento.

—Tal vez quieras volver en seguida a Karduba, o ir a donde sea.

—No. No tengo prisa. Además —dejó escapar una risa débil— aquí hay un río que quiero ver. Tigo en el Taggo, eso hay que verlo.

Amílcar rió.

—Comprendo. Entonces vendrás. Yo partiré con los hombres más veloces y descansados. Vosotros seréis la segunda línea de batalla, por decirlo así.

Explicó el plan a media voz. Según habían informado los estafetas, los vetones habían reunido su ejército a un día de camino al norte del Taggo. Debían ser alrededor de quince mil hombres. Amílcar quería emprender una marcha forzada esa misma noche, para llegar antes del amanecer a un determinado vado del Taggo que fortificarían provisionalmente en previsión a una eventual retirada. Para eso hacían falta doscientos hombres.

—Con los otros haremos una visita a los vetones a la hora del desayuno.

El plan preveía tres sorpresas. Primero, la marcha nocturna y el ataque en un momento inesperado; segundo, la arremetida de cuarenta elefantes contra la caballería de los nómadas; tercero, el combate de formaciones cuadrangulares de coraceros contra las indisciplinadas hordas de jinetes.

—En todo caso, tenemos muy pocos catafractas para plantear una batalla pura mente de caballería —dijo Amílcar después de la comida, inclinado sobre el preciso mapa extendido dentro de la tienda—. Quiero liquidar esta locura rápidamente, sin recurrir a nuestros aliados. —Señaló un punto muy al este de allí—. Aquí se han reunido los oretanos. No podrían reunirse con nosotros hasta dentro de varios días; además, será mejor que les demostremos que podemos resolver estas pequeñeces sin su ayuda. El millar de hombres que vendrá con vosotros lo hará posible. —Levantó la mirada hasta el rostro de Asdrúbal—. Un golpe duro y veloz nos devolverá por fin la tranquilidad que necesitamos para poder ocuparnos de asuntos más importantes.

—La cruel guerra de la paz —dijo Asdrúbal torciendo el gesto—. Carreteras, graneros, ciudades. No estaría mal, Barca.

Amílcar partió al atardecer. Además de los elefantes, llevó consigo a dos mil soldados de armamento ligero, cuatro mil coraceros, mil arqueros y honderos y quinientos jinetes númidas, procedentes de los cuatro campamentos. También Aníbal se puso en marcha; el hijo del Barca cabalgaría con ochocientos catafractas hacia el oeste, casi hasta la frontera del país de los oretanos, y de allí hacia el norte, donde tomaría otro vado del Taggo y, por la mañana, aparecería en el campamento vetón también «para desayunar». A medianoche partiría Asdrúbal con el resto de las tropas —unos tres mil hombres entre escaramuzadores y soldados de a pie de diferentes tipos— y el bagaje, para llegar hacia el mediodía al vado utilizado por Amílcar.

Tras cuatro horas de una marcha casi agradable a través de la ondulada meseta, hicieron un breve descanso. Antígono había desmontado; estaba apoyado contra un peñasco, bebiendo agua de una bota. Asdrúbal cabalgaba a lo largo de la caravana, ocupándose de la gente. Tres jinetes se acercaron a galope tendido desde el sol naciente. Antígono, que al estar bastante adelantado fue el primero en verlos, se llevó dos dedos a la boca y silbó. Asdrúbal, bastante lejos de allí, no oyó el silbido, pero los soldados se encargaron de hacer correr la alarma.

Eran tres catafractas de Aníbal. Lo que tenían que informar podía resumirse en dos palabras: traición, emboscada.

—Los oretanos —dijo jadeando el jinete de más edad— se han puesto en marcha, no con nosotros, sino con los vetones, contra nosotros.

Asdrúbal hizo preguntas rápidas y precisas. Los jinetes de Aníbal habían chocado contra la retaguardia del ejército oretano; la fuerza principal de los íberos ya debía encontrarse al norte del Taggo, y atacaría a las tropas de Amílcar por los flancos. Como los oretanos marchaban hacia el Oeste pasando entre las unidades de Amílcar y las de Aníbal, era cuestionable que los mensajeros enviados pudieran poner sobre aviso al Barca antes de la desgracia; por otra parte, el recorrido previsto para la caballería de Aníbal ya no era posible.

—Aníbal intentará abrirse paso hasta el vado —dijo el catafracta. Sus ojos buscaban respuestas.

Asdrúbal se volvió hacia los generales que estaban cerca de él.

—Escolta mínima para el bagaje —dijo—. Todos los demás partid de inmediato, hacia el Taggo. Conocéis la dirección. Nosotros iremos detrás. —Echó una mirada al rojo cielo del Levante—. Poco antes del mediodía, con suerte —murmuró tan despacio que sólo Antígono pudo oírlo—. ¿Podéis cabalgar más?

Los tres catafractas asintieron. Los caballos estaban agotados, los hombres también, pero cabalgarían.

—Coged caballos frescos, del bagaje. Quitaos las corazas, así seréis más veloces. —Asdrúbal reflexionó—. Podéis cambiar de caballos en los campamentos intermedios, o dar el mensaje y pedir a otros jinetes que lo transmitan. Maharbal está en la pendiente norte de las Montañas Negras. Que reúna inmediatamente a todas las tropas disponibles y las ponga en marcha, de ser necesario en varios grupos. ¿Está claro? —Se inclinó hacia delante y levantó la mano derecha; los jinetes juntaron sus manos con la suya.

En los campamentos intermedios, separados entre si por dos días de marcha, había enfermos, provisiones para la marcha de regreso y unos cuantos hombres para asegurar la posición. Entre todos no sumaban más de doscientos soldados, como mucho. Y las grandes fortalezas se encontraban dispersas por todo el sur de Iberia. Antígono cogió la empuñadura de la espada britana que había estado destinada a Aristón. Asdrúbal, Amílcar y Aníbal disponían, en total, de unos once mil hombres; los vetones y oretanos debían estar en condiciones de enviar al campo de batalla a, por lo menos, treinta mil soldados. Con mucha suerte, Maharbal tardaría una luna, quizás un poco menos, en enviar a la meseta del Taggo a otros cinco mil hombres, que reunirían a los supervivientes y adornarían las tumbas.

Asdrúbal miraba a los jinetes que cabalgaban hacia el bagaje para escoger tres caballos de carga más o menos descansados; luego dirigió la mirada hacia el norte, donde pequeños grupos encabezados por sus generales habían empezado la marcha forzada.

—¿Quieres volver? —preguntó, sin mirar a Antígono.

El heleno soltó una carcajada.

—¿Adónde, príncipe de la paz? La muerte siempre se encuentra detrás de uno. Sigamos adelante.

Más tarde, cuando hubo tiempo para hablar y pensar, comprendieron que lo único positivo había sido el ataque rápido de Amílcar. El ataque no sorprendió a los vetones, pero se realizó demasiado pronto para éstos, pues los oretanos aún se encontraban a algunas horas de marcha del lugar del encuentro. Todo lo demás salió mal. La traición de algunos informadores había puesto sobre aviso a los vetones. Cuando arremetieron los elefantes, hogueras empezaron a arder por doquier.

Los vetones aguardaron tras una falange de carros de bueyes cargados con montones de leña que fueron incendiados rápidamente. Los grandes animales de las estepas libias se quedaron paralizados, retrocedieron, echaron a correr hacia los lados, perseguidos por jinetes vetones que les arrojaron antorchas y lanzas. Era sólo gracias al arte y la tenacidad de los «hindúes» que los elefantes habían salido desenfrenados a través de la meseta, en lugar de dar media vuelta y arrollar a las tropas de Amílcar. Las formaciones cuadrangulares escalonadas se mantuvieron firmes y rompieron las primeras oleadas de jinetes, pero luego fueron obligadas a retroceder. Los arqueros y honderos pudieron proteger los flancos y mantener a raya a los nómadas durante un tiempo. Apuntaban a los caballos.

Amílcar estaba en todas partes; sólo gracias a su presencia la rápida retirada a que se vieron obligados no se convirtió en una huida desordenada. Pero cuando Asdrúbal y Antígono llegaron con sus extenuados hombres a la pedregosa orilla sur del Taggo las formaciones ya se habían disuelto. Al otro lado del río se había desatado una encarnizada batalla cuerpo a cuerpo. La mayoría de los vetones habían perdido sus caballos o habían desmontado para pelear a pie. Amílcar estaba montado sobre un semental ibérico alazano en lo más recio de la lucha, repartía golpes a diestro y siniestro, empinaba su caballo, le hacía pegar coces y luego giraba. Junto a él, tan alto y macizo como su padre, Magón arrasaba a los enemigos como un poseso. La buena preparación, la dureza y resistencia de las tropas bárcidas casi compensaba la enorme superioridad numérica de los vetones; sin embargo, poco a poco estaban siendo obligados a retroceder hacia el río, y no tenían la posibilidad de emprender una retirada ordenada hacia la orilla meridional.

La gente de Amílcar había levantado allí un campamento cuadrangular. Los terraplenes estaban reforzados con piedras, varas y lanzas, y ofrecían una mejor posición defensiva; pero primero los hombres tenían que cruzar el río, que no era muy ancho pero si bastante caudaloso y muy profundo a ambos lados del vado. Bloques de piedra se levantaban sobre el lecho del Taggo, formando una pequeña y espumante catarata a la izquierda del vado.

Un estafeta de los catafractas llegó cabalgando río abajo por la orilla meridional; buscaba y encontró a Asdrúbal. El púnico estaba junto a los terraplenes del campamento, impartiendo órdenes casi sin moverse sobre su caballo azabache. Heraídos y generales estaban a su lado, partían, regresaban. Qué señales tocaban cuáles trompetas, eso era algo que sólo podía adivinarse. Soldados cruzaban el vado con el agua hasta la cintura, saltaban de piedra en piedra sobre la catarata, nadaban río arriba y río abajo. Algunos, agotados por la marcha forzada, eran arrastrados por la corriente; la mayoría alcanzaba la otra orilla y se precipitaban al combate. Otros, que recibían las órdenes o escuchaban las señales de trompeta, abandonaban el barullo y volvían a la orilla sur: escaramuzadores, honderos, arqueros, menos aptos para la lucha cuerpo a cuerpo que para defender el campamento y cubrir la retirada. Un tercer gigante, grande y ancho de espaldas, apareció junto a Amílcar y Magón, con los brazos estirados y la espada empuñada con las dos manos; giraba como una peonza.

Antígono, que hasta ese momento sólo había visto detalles inconexos de la batalla, como en un delirio febril, volvió en si cuando el catafracta lo hizo a un lado para llegar hasta Asdrúbal. El estafeta señaló hacia la derecha, río arriba.

—Media hora —dijo jadeando—. Aníbal. Formará una cuña y cabalgará sobre los vetones. Pero… —El hombre respiraba con dificultad—. Los oretanos vienen detrás.

Asdrúbal hizo unas caricias a su caballo, que no cesaba de resoplar. Antígono no podía comprender cómo el púnico era capaz de mantener la calma y tener una visión global de la batalla. Pero de la incomprensión del heleno surgió de pronto una extraña lucidez. Antígono se inclinó hacia delante y gritó:

—¡Déjame los elefantes!

Asdrúbal lo miró, arrugó la frente, asintió. Antígono dio un tirón a las riendas de su caballo y salió galopando hacia el oeste, río abajo, donde se habían reunido los grandes y sobresaltados animales. Asdrúbal Barca, que entonces contaba dieciséis años, había hecho el milagro de reunir a casi todos los elefantes de la ribera opuesta y hacerlos cruzar el río. El muchacho estaba en el limite de sus fuerzas; apenas levantó un tanto la mano izquierda cuando reconoció a Antígono.

—¡Tigo! ¿Tú aquí?

Antígono respondió al saludo con la mano derecha.

—Quería veros morir —dijo—. ¿Todavía pueden utilizarse los elefantes?

—Hasta un límite. Quiero usarlos para defender la orilla.

—Aníbal pronto estará allí, al otro lado. Los oretanos vienen tras él.

Asdrúbal lo comprendió en seguida; su rostro palideció aún más.

—¿También ellos? ¡Ojo rojo de Melkart!

—Deja las maldiciones para más tarde. Haz que los elefantes den la vuelta por detrás del campamento y crucen el río. Cuando Aníbal haya pasado, intenta detener a los oretanos con tus animales.

Asdrúbal enarcó las cejas; luego asintió.

—Desesperado, pero razonable. —Se dio la vuelta para impartir las órdenes, pero Antígono levantó el brazo.

—Espera. Dame cinco. Tengo otra cosa en mente.

Pusieron en marcha a los animales tan rápido como fue posible, los hicieron rodear el campamento y avanzaron un poco más, río arriba. El hijo de Amílcar llamó por señas a algunos arqueros y empezó a cruzar el Taggo.

Entre tanto, Antígono había reunido a unos cuantos baleares. Éstos ayudaron al heleno y a los conductores de los elefantes a pasar cuerdas alrededor de grandes bloques de piedra. En ese lugar el río era más estrecho y rápido. La maniobra dio un resultado sorprendente. Los elefantes arrastraron los bloques de piedra al agua; los hombres formaron una cadena y taparon los espacios vacíos con piedras más pequeñas. Encima del dique de piedra se formó un pequeño embalse; el agua se filtraba a través de agujeros y brechas de la masa de piedra, pero a pesar de ello pronto disminuyó el caudal del río.

Antígono dejó las cuerdas atadas a los bloques de piedra y explicó a los baleares qué debían hacer después. Luego regresó al galope hasta la posición de Asdrúbal el Bello.

El libiofenicio Muttines, quien mandaba a los númidas de Amílcar, dirigió su caballo hacia el río, ahora fácilmente vadeable, llegó a la orilla meridional, cambió algunas palabras con Asdrúbal, inclinó la cabeza y regresó a su puesto. Parecía haber conseguido retirar del combate a la mayor parte de los númidas.

—Cabalgará alrededor de los vetones, los molestará un poco y dejará el camino libre para Amílcar —dijo Asdrúbal. Continuaba ahorcajado sobre su caballo negro, que daba la impresión de no haberse movido—. Buena idea, Tigo, tu dique. —Se volvió, llamó con un señal al jefe de los honderos y arqueros y señaló algunos lugares de la orilla.

La intervención de los hombres llegados con Antígono y Asdrúbal había servido para rechazar por unos momentos a los vetones y crear el espacio libre que tan urgentemente necesitaban los apurados soldados de la orilla norte. Las primeras tropas vadearon el río, alcanzaron la orilla sur, protegida por honderos, lanceros y arqueros, y formaron filas de contención detrás de los escaramuzadores. Los heridos se arrastraban hacia el campamento.

Al otro lado del río, los tres gigantes conducían un avance que debía servir para conseguir más espacio. El caballo de Amílcar ya había caído; al igual que Magón y el tercer gigante, el Rayo ahora luchaba a pie. A la derecha podían oírse las enfurecidas trompetas de los elefantes. En ese momento cayó el rayo del hijo mayor del Barca. Los jinetes de armaduras formaban dos cuñas que cayeron sobre los flancos de los vetones con las lanzas en ristre, abrieron dos terribles brechas en las filas de los nómadas, se abrieron paso a través de éstos, dieron media vuelta; las cuñas se convirtieron en abanicos, en semicírculos, en grupos pequeños, volvieron a disolverse, formaron cuadrados, se pusieron en línea, dispersaron a los vetones. Por un instante, Antígono creyó ver a Aníbal levantando la espada.

Pero los númadas eran luchadores resistentes. Los catafractas apenas se habían reunido y girado para detener el ataque de los oretanos con los elefantes y los númidas, cuando los vetones ya volvían a arremeter contra los hombres de Amílcar. Casi las tres cuartas partes de éstos se encontraban ya en la orilla meridional, en el campamento o en el río. Amílcar, Magón, el tercer gigante y una pequeña falange de hoplitas libios cubrían la retirada a los otros.

Los elefantes y los, quizá, setecientos jinetes, pudieron debilitar y resquebrajar la embestida de los oretanos, pero no rechazarla. No podía precisarse qué era lo que sucedía, pero los vetones fueron los primeros en sentir su efecto. Catafractas, númidas, elefantes que no cesaban de bramar y oretanos aislados atravesaron con furia las filas nómadas. Los últimos soldados púnicos pudieron abandonar la orilla derecha casi sin prisas; Amílcar y los otros dos gigantes fueron los últimos que lo hicieron. El Rayo trepó a un bloque de piedra que se levantaba en el centro del río. Sangraba por varias heridas leves. Su peto de cuero estaba hecho trizas; alrededor del cuello y los hombros llevaba la piel gris de llama. El estratega de Libia e Iberia daba órdenes sin dejar de blandir la espada. Sólo ahora pudo sentir Antígono el ruido ensordecedor que los bramidos de los elefantes y las ocasionales señales de trompeta de los heraldos habían acallado. Magón y el gigante de anchos hombros llegaron a la mitad del Taggo; en la orilla norte se agolpaban vetones a quienes honderos y arqueros aún impedían empezar a cruzar el río. Amílcar señaló río arriba; luego bajó del bloque de piedra y avanzó hacia la orilla sur. Lanzas volaban tras él y los otros caían en la orilla o en el agua; a veces parecían cambiar su trayectoria en el último momento, como por arte de magia, para no herir al estratega.

Por encima del vado, que ahora casi se igualaba a la tierra firme, los primeros jinetes oretanos entraban en el río. Antígono levantó el escudo que había tomado de un soldado caído y lo movió de un lado a otro. El jefe de los baleares había estado esperando la señal junto al dique. Los elefantes tiraron. Dos grandes bloques de piedra se desprendieron del dique, el resto cedió ante la presión del agua embalsada. El torrente de agua hizo desaparecer a los oretanos y a sus caballos; era como si nunca hubieran existido.

Entonces comenzó la dolorosa y tenaz pesadilla. Amílcar ya casi había alcanzado la orilla sur. Un bloque de piedra aminoró la furia del torrente de agua, que sólo llegó hasta los muslos del estratega. Salpicó espuma, cubriendo a Amílcar, Magón y el tercer gigante. Las lanzas de los vetones seguían volando sobre el río.

Antígono sintió que algo le oprimía el corazón. Por su mente cruzó una imagen vaga en la que se vio a si mismo y al viejo sacerdote de piel cobriza del otro lado del océano junto aquel altar que emitía un resplandor dorado y opaco bajo la luz turbia de esa mañana, y desde algún lugar infinitamente lejano le llegó la voz frágil y quebradiza: La piel de llama nunca debe tocar agua con espuma, la materia de la vida despierta la maldición de la muerte. La flecha de un gatúlico se clavó en la garganta del vetón que había arrojado la lanza. El arma voló trazando un extraño arco, empezó a caer, se hundió en el llama y en la espalda de Amílcar; atravesó su cuerpo. Amílcar se tambaleó, estiró los brazos, se cogió a Magón con la mano izquierda, buscó la punta de la lanza con la derecha.

Durante un momento, un silencio sepulcral se cernió sobre las dos orillas; el torrente de agua ya había pasado, y el Taggo fluía silencioso. Por primera vez desde que llegara al río, Asdrúbal se movió. Dirigió su caballo hacia el río, hasta más allá de donde se encontraban los tres gigantes, los cubrió de otras lanzas arrojadas desde la otra orilla, desenvainó la espada, la levantó y gritó: «¡Barca!». Su voz resonó por encima de la corriente. Los soldados, aturdidos, paralizados, espantados, parecieron despertar; recogieron el grito, gritaron el titulo de su estratega hacia el mundo, contra el cielo.

Más tarde, Antígono comprendió que Asdrúbal los había salvado a todos. Vetones y oretanos cruzaron el río por encima y por abajo del campamento, pero sus ataques fueron rechazados. Tras las malas horas junto al río, los hombres se entregaron a un vértigo asesino cuando cayó el jefe, el invicto, el invencible. La magia del nombre los devolvió a las alturas. Sin Asdrúbal aquello se hubiera convertido en una carnicería en la que el ejército púnico apenas si se hubiera defendido.

Amílcar seguía con vida cuando lo trajeron a la orilla. Asdrúbal cabalgaba río arriba y río abajo, enardeciendo a los hombres que chocaron con el último ataque de vetones y oretanos. Asdrúbal Barca se había arriesgado y había conseguido lo imposible: detener a los elefantes puestos en fuga —muchos de los cuales estaban heridos—, reunirlos y devolverlos a la batalla. Junto a los elefantes de Asdrúbal, los númidas de Muttines y los catafractas de Aníbal atacaron con fiereza en la orilla norte, hasta que, a pesar de la superioridad de sus fuerzas, oretanos y vetones tuvieron que retroceder, agotados y ebrios de victoria después de haber arrojado a los púnicos al otro lado del río y haberlos privado de su famoso e irreemplazable estratega.

Amílcar respiraba a estertores. Del pecho y las comisuras de los labios le chorreaba sangre. Tenía la cabeza apoyada en el regazo de Antígono. El gigante de anchos hombros seguía luchando junto a la orilla. Magón estaba arrodillado junto a su padre agonizante, pálido y con el rostro convertido en piedra, más como un anciano que como un muchacho de catorce años.

Amílcar miraba hacia arriba; sus ojos parecían alejarse. Vio a Magón, intentó sonreír, tosió entre espasmos. Más sangre brotó por su boca. Cuando la lucha en la orilla estuvo decidida, apareció también Asdrúbal el Bello; se abrió paso entre las filas de hombres silenciosos y se arrodilló junto a Amílcar. Aquel rostro que había permanecido inmóvil durante toda la larga batalla, dando órdenes frías, inteligentes, salvadoras, estaba desfigurado; lágrimas corrían por sus mejillas. Se inclinó hacia delante y cogió la mano de Amílcar.

—Señor —dijo en voz muy baja—; amigo, padre.

Amílcar movió la mano débilmente, señaló a Asdrúbal.

—Tú —dijo de forma apenas perceptible. Volteó la cabeza, miró a Antígono—. Tú, llama. —Su voz ya era sólo una exhalación.

Entonces sucedió lo incomprensible, inexplicable para el heleno, lo que Antígono, a pesar de haber nacido en Karjedón y a pesar de sentir que ésa era su patria, no conseguía entender. Este guerrero y señor al que Roma temía y consideraba invencible, que no creía en dioses, que tenía motivos para odiar a su ciudad, que tantas veces lo había abandonado; el orgulloso estratega de Libia e Iberia pronunció la antigua fórmula de la ciudad de Tiro, patria madre de todos los púnicos, y de Tanit, la dadora de vida.

—Madre de Kart-Hadtha —dijo en voz baja pero clara—, te devuelvo mi timón. —Luego el poderoso cuerpo se encabritó, hizo un movimiento brusco, perdió las fuerzas. Amílcar Barca había muerto.

Hacia la puesta del sol se encendieron las hogueras. Ardían en el campamento, en las dos orillas del Taggo y en la inmensa llanura que se extendía más allá del río, donde vetones y oretanos celebraban la victoria.

La tienda del estratega se levantaba en el centro del campamento. Guardas con lanzas y antorchas flanqueaban la entrada, junto a ellos ardían hogueras. Frente a los guardas se elevaba el montón de leña sobre el cual descansaba el cuerpo de Amílcar. A unos cuantos pasos de allí había dos cruces. Los dos informadores capturados por los jinetes de Aníbal habían sido azotados y castrados. Después habían sido crucificados. Por la mañana, cuando el cuerpo de Amílcar fuera incinerado, esos dos lo acompañarían al reino de las sombras, para servir allí al estratega traicionado.

En la tienda se habían reunido los hijos de Amílcar, Asdrúbal y los oficiales púnicos más importantes. Contra la voluntad del joven Magón y de algún otro púnico, Asdrúbal y Aníbal habían hecho pasar a Antígono. La piel de llama yacía sobre un escabel.

—Debes recibirla —dijo Asdrúbal—. Cógela, Tigo. Tú se la diste.

Antígono inclinó la cabeza. Arrastró los pies hasta el escabel y estiró las manos.

—No —dijo Magón arrebatado.

—¿Qué quieres? —Asdrúbal enarcó una ceja y levantó la mirada, irritado.

—A nosotros nos han engendrado en esa piel. Ha protegido a nuestro padre en muchas batallas. ¡Nos pertenece!

Antígono se inclinó sobre el escabel.

—Se está descomponiendo rápidamente —dijo asombrado—. Se puede ver.

La piel gris mostraba agujeros que hacía unas horas no habían estado allí. El suelo debajo del cascabel ya estaba cubierto de pelusas caídas de la piel. Antígono levantó el llama.

—¡No! —gritó Magón—. ¡Déjala… meteco!

Se oyó un ruido metálico. Aníbal, dando la espalda a su hermano y la cara a Antígono, había desenvainado la espada. La maravillosa arma britana estaba oscura de sangre encostrada. La punta tocaba la garganta de Magón.

—Estás loco, hermano —dijo Asdrúbal Barca—. Nuestro padre lo quería así, como tú mismo dices. Nosotros no estábamos allí. Tigo es el mejor y el más viejo amigo.

—La piel debe ser quemada junto con el cuerpo —dijo Antígono, cansado—. No quiero ser la causa de una pelea entre los hijos del león. Además, hay cosas más importantes que discutir.

Muttines dio medio paso al frente. El rostro del joven jefe de jinetes estaba marcado por la tristeza y el agotamiento.

—Correcto. ¿Qué viene ahora?

Nadie dijo nada. Antígono observó, uno a uno, a los hombres que llenaban la enorme tienda. Asdrúbal el Bello, representante del Rayo y cabeza del partido bárcida en Kart-Hadtha; Aníbal, el hijo mayor y fiel colaborador de Amílcar; Asdrúbal, Magón, Muttines, Bomílcar, Hannón, Giscón; el descomunal gigante de anchas espaldas, Aníbal, a quien maestros helenos y los cronistas de los bárcidas llamaban Monómaco, el que lucha solo; los otros oficiales.

—El ejército ha de nombrar al estratega —dijo Antígono—. La ciudad ha de ratificar el nombramiento.

Esperó. Los oficiales seguían inmóviles, callados.

—Está bien. —Antígono suspiró—. Entonces tendrá que hacerlo el meteco. Aníbal.

El hijo de Amílcar envainó su espada.

—¿Si, Tigo?

—Proclama al nuevo estratega de Libia e Iberia. Y dale la espada de Amílcar. Sólo hay uno que puede ser el sucesor del Rayo.

Aníbal inclinó la cabeza. Caminó hacia Antígono y cogió la espada, que estaba apoyada contra el escabel.

—Eres más astuto que todos nosotros —dijo en voz baja al heleno—. Espero que tu amistad pase del padre al hijo.

Antígono tragó saliva.

—Desde luego, hermano pequeño. Hace dieciocho años hice esa promesa a tu madre. —Luego añadió en voz alta, para que todos pudieran oírlo—: Debes hacerlo tú, Aníbal. De lo contrario todos dirán que se ha dejado de lado a alguien.

El hijo del Barca sonrió, se volvió hacia los otros y levantó la espada de Amílcar. La sacó de su vaina, la cogió por la hoja, hincó una rodilla y ofreció la empuñadura a Asdrúbal el Bello.

—¿Cuáles son tus órdenes, estratega de Libia e Iberia?

Asdrúbal empuñó la espada, rozó la hoja con los labios.

—Traedme la cabeza del rey Arangino, el traidor oretano.

Aníbal se puso de pie.

—¿Ahora, señor?

Asdrúbal señaló la salida de la tienda con la espada.

—Ahora, príncipe de todos los jinetes.

Los oficiales murmuraron palabras de aprobación. Aníbal encontró evidente su nombramiento como jefe supremo de la caballería.

—Es de noche, los oretanos están celebrando, deben estar borrachos —dijo—. Y nos consideran derrotados. ¿Tienes órdenes más precisas, señor?

—Haz lo que creas necesario.

Abandonaron la tienda. Fuera de ésta se agolpaban los demás oficiales, los suboficiales y un gran número de soldados. Aníbal se colocó en el círculo de luz creado por antorchas y hogueras. Levantó la mano.

—¡Asdrúbal! —gritó.

El astuto púnico —de cuya capacidad nadie dudaba, pero a quien los soldados no profesaban un amor y una veneración como las que sentían por Amílcar y ya empezaban a sentir por Aníbal— levantó la espada antes de que alguien pudiera recoger el grito de Aníbal.

—¡Por el Barca!

Luego se relajó un momento y disfrutó del júbilo de los hombres. Cuando por fin se dio la vuelta hizo un guiño a Antígono.

Era una misión imposible. Los caballos estaban cansados, los hombres, extenuados. Habían marchado durante toda la noche, habían pasado la mitad del día luchando, habían perdido a su estratega. Habían muerto más de mil, y casi la mitad de los demás estaban heridos, muchos de gravedad. Aníbal deliberó con los oficiales, mandó llamar a algunos suboficiales, habló con los soldados y, poco antes de la medianoche, regresó a la tienda del estratega, donde Asdrúbal estaba reunido con oficiales y escribanos, intentando formarse una imagen global de las circunstancias.

—No se puede hacer —dijo el nuevo estratega sin levantar la mirada—. ¿Es eso, Aníbal?

El joven bárcida se frotó los ojos; no dormía desde hacia cuarenta horas. Tenía la mirada fija en una silla vacía, como si la sola idea de sentarse le infligiera terror.

—Debe hacerse —dijo cansado.

Antígono le alcanzó un vaso de agua caliente, especias y unas gotas de vino. Aníbal intentó esbozar una sonrisa y bebió.

—Si. Pero tenemos muy pocos jinetes. —Asdrúbal se colocó la caña de escribir detrás de la oreja derecha y se rascó la barba—. Nuestra gente ha tenido cuatro horas de descanso. Es bastante. Mañana comenzarán los lamentos, el desconsuelo.

Y los íberos redondearán su victoria.

Antígono se apoyó contra uno de los soportes de la tienda. Retirada. Cinco mil soldados ilesos, tres mil con heridas leves y dos mil gravemente heridos, bagaje y animales, perseguidos y acosados por los jinetes enemigos, a quienes la victoria sobre el invencible Barca debía haber espoleado. Esperar el ataque parapetados en el estrecho campamento, con provisiones suficientes, era la segunda manera de caer en una derrota segura. Sólo quedaba el imposible ataque.

Asdrúbal, en quien no se advertía el cansancio ni el peso de la responsabilidad, se puso de pie y caminó hacia un rincón al fondo de la tienda, donde el otro Asdrúbal, el hermano de Aníbal, dormía sobre un montón de pieles. Lo despertó de una sacudida.

—¿Puedes hacer otro milagro con los elefantes, bárcida?

El muchacho de dieciséis años se apoyó sobre los codos.

—¿He dormido mucho? ¡Bah!, es igual. ¿Qué tipo de milagro?

—Veintitrés animales han salido más o menos ilesos.

—Lo sé, señor. —Asdrúbal Barca se levantó tambaleándose, sujetándose un momento de un antorchero—. Yo mismo los he lavado, alimentado y contado.

—Si.

Aníbal entrecerró los párpados.

—Una hora antes del amanecer seria un buen momento —dijo lentamente—. Hasta entonces hay tiempo para que todos los demás ocupen sus posiciones.

El estratega le echó una mirada y sonrió.

—Pensamos igual; muy bien —dijo asintiendo varias veces con la cabeza—. Así puede ir bien. Tú los jinetes, yo los soldados de a pie, Asdrúbal los elefantes.

Una hora más tarde, el ejército abandonó el campamento por el lado sur, apartado del río. El hecho de que hombres que apenas si podían andar marcharan de noche para cruzar el río en puntos situados muy al este y al oeste del campamento y atacar a un enemigo ebrio de victoria era algo que Antígono sólo podía atribuir a la formación que Amílcar había dado a esos hombres, la magia que desprendía Aníbal y la autoridad de Asdrúbal. Y a un milagro.

Aníbal reunió a trescientos catafractas y trescientos númidas; cabalgaron río arriba trazando un arco. Asdrúbal, el estratega, marchó río abajo con tres mil quinientos soldados de a pie, también trazando un gran arco. Una hora antes del amanecer, los arqueros que quedaban y los heridos leves que aún podían luchar ocuparon la orilla del río. Asdrúbal Barca cruzó el río con los elefantes utilizables y algunos cientos de hoplitas libios que el estratega le había confiado. Los dispersos centinelas de vetones y oretanos dieron la alarma, pero en seguida se vieron obligados a dejar la orilla norte del Taggo y retroceder hacia la llanura. En ese mismo momento, los jinetes de Aníbal, que habían dado un enorme rodeo, arremetieron desde el norte contra un enemigo al que encontraron borracho y dormido. Los soldados de a pie de Asdrúbal avanzaron desde el oeste; el ala derecha, cercana al río, casi no encontró resistencia, y cercó el campamento ibérico por el sur. Los elefantes y hoplitas giraron hacia la derecha, ocupando el espacio que quedaba entre los hombres de Aníbal y los de Asdrúbal. Alrededor de ocho mil íberos escaparon, otros tantos fueron tomados prisioneros, casi el doble fueron muertos por las espadas púnicas.

Entre los prisioneros se encontraba Arangino, rey de los oretanos. Hacia un año, Arangino había partido pan y comido sal con Amílcar y Asdrúbal, y había hecho un juramento de amistad. Asdrúbal lo mandó azotar y pisotear por elefantes. Uno de los informadores crucificados aún estaba con vida; lo encadenaron a su compañero muerto y lo quemaron con él, al mismo tiempo que ardía la pira funeraria de Amílcar.

También habían tomado prisioneros a muchos miembros de las familias reales de vetones y oretanos. Asdrúbal tomó a la mitad como rehenes y, más tarde, se los llevó con él al sur; los restantes fueron puestos en libertad junto con los demás prisioneros cuando, veinticinco días después, Maharbal llegó con refuerzos. La inesperada clemencia de los vencedores provocó que casi dos mil soldados se alistaran en el ejército púnico. Asdrúbal firmó un tratado de alianza con el hermano menor de Arangino, nuevo rey de los oretanos.

Diez días después de la llegada de Maharbal, nuevas tropas provenientes del sur se sumaron a las emplazadas a orillas del Taggo. Entre los recién llegados se encontraban los maestros y cronistas helenos. Filino de Akragas, cronista de Amílcar, lloró la muerte del gran estratega, habló con un millar de hombres y, finalmente, compuso una descripción tan conmovedora como falsa de la muerte del Rayo. Antígono se dedicó a pegarse grandes borracheras con Sosilos.

Los delegados del Consejo de Ancianos de Kart-Hadtha, siempre presentes en Iberia, fueron informados de la elección de Asdrúbal como nuevo estratega y parecieron aprobarla. No habría ningún problema para que el nombramiento fuera ratificado en Kart-Hadtha.

Dos lunas después, cuando Aníbal se encontraba en el norte, luchando en la región de los salmantinos y los vacceos, Antígono recibió un escrito de Bostar en el que éste lo instaba a volver cuanto antes a Kart-Hadtha. Bostar, segundo señor del Banco de Arena, había cedido ante las presiones del partido bárcida; su riqueza y su posición hacían que le correspondiera ocupar un lugar en el Consejo de la ciudad. Él, decía en su escrito, no podía sacar más de sesenta shiqlus de una mina de plata, ni más de veinticuatro horas de un día, y no quería quedarse dormido ni en el banco ni en el Consejo. Pasaron más de tres años hasta que Antígono pudo volver a viajar a Iberia.

ANTÍGONO, HIJO DE ARÍSTIDES. SEÑOR DEL BANCO DE ARENA,

KART-HADTHA, POR DUPLICADO A ASDRÚBAL, ESTRATEGA DE LIBIA

E IBERIA, Y ANÍBAL BARCA, HIJO DE AMÍLCAR.

POR MASTIA/KART-HADTHA, IBERIA

Recuerdos, salud, provecho, viejo amigo y hermano pequeño: Gracias a vuestras formidables fuentes ya debéis haber recibido noticias sobre la embajada del Senado de Roma. Sólo quiero poneros un poco al corriente sobre la atmósfera que se respira en la ciudad, pues es posible que vuestros informantes hayan desatendido esta cuestión debido a la gran cantidad de nuevos acontecimientos. La riqueza de la ciudad es cada día mayor, el comercio florece, el interior está tranquilo y al parecer satisfecho con las nuevas maneras de proceder; no hay motivos para temer un nuevo levantamiento en Libia. Todas las indemnizaciones y deudas de la guerra han sido saldadas hace seis años; la indignación y desconfianza que alguien pueda albergar contra las empresas de los bárcidas en Iberia pierden toda validez a la vista de los ríos de plata que llegan a Kart-Hadtha procedentes de vuestras montañas.

Quizá seria mejor decir Kart-Hadtha en Libia; pues éste es uno de los puntos que siempre están suscitando dudas y malestar. Los metecos helenos llaman a vuestra ciudad Nea Polis, el Consejo —asegura Bostar— la llama Kart-Hadtha en Iberia. Uno de los miembros de la embajada romana dice que en Roma se la llama Cartago Nova, y probablemente al Senado le parece que aquí deberíamos llamarla Kart-Hadthadtha o algo semejante; un trabalenguas, como corresponde al idioma fraccionado de los romanos. Nueva ciudad nueva, algo apenas un ápice más confuso que todo lo demás, como, por ejemplo, las opiniones sobre tus monedas, oh Asdrúbal. La gente ya te llama rey de Iberia y se preguntan quién es el estratega de Libia, si acaso es la misma persona, o si a lo mejor el estratega de Iberia quiere ser pronto rey de Libia. Después contemplan con desaprobación vuestras monedas, adornadas por uno de los lados con la cabeza del estratega, como si de un soberano heleno se tratara. Pero, dicen otros, ha mantenido el tipo de las monedas púnicas; y observan el reverso del shiqlu ibérico, con el corcel y la palmera, los símbolos de Kart-Hadtha en Libia. Prueba de lealtad, dicen. No, dicen los otros: señal de que también quiere reinar aquí.

También son confusas las oscilaciones del Consejo; lo mismo las del Senado de Roma. Cuando, años atrás, los romanos se sintieron preocupados por las empresas de Amílcar en Iberia y le enviaron una embajada, Amílcar remitió la embajada al Consejo de Kart-Hadtha. Ahora están preocupados por las empresas de Asdrúbal (¡ellos, que han reducido a polvo al imperio ilirio y están planeando la guerra contra los celtas del norte de Italia!), y han enviado una embajada a Kart-Hadtha, pero el Consejo la ha remitido a Asdrúbal. Hannón maldice a los bárcidas tres veces al día (antes del desayuno, después de la comida del mediodía, entre los dos platos principales de la cena) y en todas las sesiones del Consejo, además, es de suponer, de cada vez que visita su letrina guarnecida de alabastro. Vuestra aventura ibérica debería desaparecer de la faz de la tierra, pero os remite a los mensajeros de Roma. Vuestras tonterías ibéricas deberían cesar de inmediato, pero él gana con el comercio y, como miembro del Consejo, se embolsa parte de vuestras remesas de plata. Vuestra aventura ibérica hace peligrar la paz, pero como vosotros mantenéis más tropas y construís en Gadir y la nueva Kart-Hadtha más barcos que los que la ciudad estipulara en su momento, él comienza la reducción de la flota púnica y reduce a la mitad el ejército de Libia. Tiene la mayoría, así que se hace lo que él quiere que se haga.

Algo similar ocurre en Roma. Los amigos de Hannón, los viejos terratenientes de los Fabios y otras familias, quieren preservar las costumbres de Roma y la educación de Roma y el aislamiento de Roma. Pero son ellos los que tratan con Hannón. Los «bárcidas» de Roma, si la comparación no os resulta ofensiva, se reúnen en torno a los Cornelios; éstos quieren apertura, desarrollo y comercio, en lugar de aislamiento y cultivo de la tierra; y, puesto que los Fabios fomentan el aislamiento negociando con un enemigo como Hannón, los Cornelios buscan la apertura promoviendo la delimitación de Roma. El mundo es una casa de locos.

Por otra parte, los inquilinos de la parte púnica de esa casa de locos se restablecen de manera extraña. Durante la Guerra Romana, cuando las cosas iban mal, y durante la Guerra Libia, cuando difícilmente podrían ir peor, se mostraban tan satisfechos con las circunstancias que se ahorraban cualquier gasto que pudiera cambiar las cosas. Ahora que la ciudad nada en oro, refunfuñan sobre el entumecimiento de todos los asuntos y reclaman aventuras. Desde hace algún tiempo hay un poeta anónimo que advierte y transmite estas disposiciones anímicas. Por lo general sus obras aparecen en algunos cientos de copias al mismo tiempo. A Hannón la boca se le llena de espuma con sólo escuchar la palabra «verso». El poeta firma como khmrs brq, lo que suele leerse como Kahmras el Rayo. Creo que más bien habría que interpretarlo como el Homero bárcida. Os envío adjunta una copia de su última obra; algunas de las alusiones son evidentes para cualquiera, otras, sólo para los habitantes de Kart-Hadtha. Hace poco estuvo circulando una hoja con una caricatura burlona: un obeso miembro del Tribunal de los Ciento Cuatro aparecía desnudo en el espléndido baño de los jueces, y recibía monedas de un hombre vestido con bonete de sacerdote y toga romana: Hannón, por supuesto. El pintor fue descubierto, le cortaron la mano derecha. Hannón, a quien no sólo molesta nuestro Banco de Arena, quiere someter a la vigilancia del Consejo a todos los grandes negocios —como bancos y compañías navieras— y establecer un Consejo de Vigilancia estatal. Y, ¿sabéis que tiene un pie de Matho, embalsamado? El resto del poema —el puerto hacia el mundo, que no es más que agua salobre y un fuerte nocturno, los carros con los esqueletos, Hannón el soberano y sacerdote de Baal, el entumecimiento y ahogo general— no necesita ninguna explicación.

Agua salobre, peces muertos, barcas podridas

y pálidos rostros, al puerto inclinados.

La muerte es vagar por el fuerte nocturno.

El adarve del sueño lo ocupan aquellos

que el control de las almas ostentan.

Ha mucho dejaron las ratas el sueño que se hunde.

El humo entre mesas va y nada el espía.

A él le cuestionan el orden sin tacha.

Por nuestro bien todo está regulado.

Atento el posadero obedece y perfora la tarja;

Estamos sin blanca y sin nada de estima.

Carros de esqueletos abandonan la ciudad.

El hombre de pata de palo es pagadero en plazos;

En el tesoro del soberano los dedos se apilan.

¿Abre ya el banco de miembros?

El Consejo de Vigilancia amputa[1].

Mano de asesino, oreja de espía, boca de la ley;

Envenenadores traman lepras en cargos públicos;

Vino aceitoso lubrica la lengua a pesar del cuidado.

El pintor perdió la mano en el templo;

Pintó desnuda a la diosa celeste.

Fue un fracaso el deseado encubrimiento.

Una vez fue el sosiego la bondad del templo;

Hoy se venera el orden terreno.

El templo os es sagrado y el orden ruge: intocable.

Loor del señor entumece las lenguas de cantores,

Loor del esclavo rompe las plumas de poetas.

Bilis en letrinas electorales, y nosotros sólo sabandijas.

Muchos vomitaron estas ideas en el puerto.

El barco está amarrado. Propietarios y

funcionarios ya no lo quieren a flote.

Piratas estatales ocupan la taberna,

sobornan al posadero con su propia renta.

Nosotros, despojados, oímos: quieren nuestro bien;

Nuestro bien: pies que se muevan.

Nuestro bien: mentes ágiles.

Opinar, transmitirlo con cuidado.

Ya se ha considerado. La puta muestra el pubis,

pagas por adelantado, luego ella te invita.

Vino antes de joder, te quedas sin chorra y jodido[2].

La noche, un médico iba sin tino al rey[3]

los enfermizos llenamos las tascas[4].

Mañana subastarán los dedos del médico.

Y éste es el resumen del sentir del pueblo, tanto de libios como de metecos: que cierta vez alguien comparó a Kart-Hadtha con un barco anclado, debido a su situación en la costa libia, y que ahora le han quitado los remos y las velas a ese barco. Riqueza, gente, posibilidades…, y no sucede nada. En Libia debería ocurrir algo similar a lo que estáis haciendo en Iberia. Puesta en marcha, expansión, unión de púnicos, libios, númidas y metecos en una grande y nueva unidad capaz de imponerse en el inevitable choque con los piratas romanos. Pero eso sólo sucede gracias a vosotros y únicamente en Iberia. Aquí, por el contrario, pronto todo lo que no esté al servicio de Hannón será considerado criminal. Mi mente está con vosotros; el resto la seguirá pronto.

Tigo