Asdrúbal apareció en medio de un intenso chubasco de primavera. El carro entró en el patio y se detuvo frente al taller donde Tsuniro elaboraba sus perfumes; el púnico saltó del carro cubierto y subió las escaleras tan de prisa como pudo. Cuando llegó a la quinta planta estaba calado hasta los huesos. Antígono lo hizo pasar a través de una abertura en la pared revestida con madera de ébano, que daba a lo que antes fuera la casa contigua, donde ahora había hecho instalar un cuarto de baño. El baño era provisto de agua por un depósito colocado sobre el tejado. Asdrúbal extendió sus ropas húmedas sobre el borde de la bañera de madera, se secó con un gran paño de lana y se puso el calzón y el chitón que Antígono le había preparado.
Durante la cena —había pan, atún salado, aceitunas, fruta, agua y vino— la lluvia siguió cayendo sin interrupción. Por momentos era difícil entender más que palabras entrecortadas. Terminada la cena, la nodriza se llevó a Aristón a la cama; Memnón se fue a continuar su apasionada lectura de las aventuras y fatigas de mercenarios helenos narradas por Jenofonte. Asdrúbal, Antígono y Tsuniro aprovecharon el fin de la lluvia; sacaron sillas y una mesa a la terraza que daba a la muralla marítima, y bebieron vino. El aire fresco del atardecer era exquisito como mosto recién pasado por el tamiz. Pescadores nocturnos empujaban sus barcas con el bichero a través del cañaveral cercano a la orilla del lago de Tynes; un gavilán, y luego también algunos vencejos, observaban el cambio de guardia desde lo alto de la muralla. Cuando oscureció, las nubes se disiparon y la luna sumió todo en su luz pálida. Murciélagos pasaban cortando el cielo.
Asdrúbal resumió las últimas noticias del Consejo.
—No es nada que Amílcar tenga que saber necesariamente, pero, como de costumbre querrá saberlo todo. —El jefe del partido de bárcidas jugaba con la pesada copa de plata—. Hannón ha vuelto a meter los dedos en los asuntos públicos; sus sociedades y su dinero son, sencillamente, demasiado importantes. Creo que todavía puede sufrir tantos fracasos y cometer tantos errores… En todo caso, ha emprendido la construcción de una nueva flota.
Antígono puso la copa sobre la mesa con tanta fuerza que el vino salpicó.
—Primero deja que se pudra una buena flota, contribuyendo así a que perdamos la guerra con Roma. Y ahora quiere construir una flota, ¿para qué, por todos los desechos de sus malditos dioses?
Asdrúbal tosió.
—¿Para qué? Roma envía grano, Hierón también, por todas partes hay gran amistad, de modo que no existe el peligro de que alguien pueda emplear una flota con malos fines. Por eso Hannón quiere tener una. Y, sobre todo, quiere tener Sardonia.
Tsuniro cruzó las manos sobre la nuca.
—Pero hemos perdido Sardonia. ¿Acaso quiere…?
—Precisamente eso. Sicilia no le interesaba mucho; allí sólo tenía pequeños negocios. Pero en Sardonia tiene diversas propiedades. Por eso. Sólo cuando Roma rechazó por segunda vez la oferta de los mercenarios referente a las islas, empezó Hannón su más reciente juego. En realidad no hay ninguna otra cosa digna de mención.
Amílcar, el nuevo segundo estratega, Aníbal, y Naravas, habían conseguido mediante asaltos, ataques sorpresa y, sobre todo, el bloqueo de todas las vías de avituallamiento, llevar a una situación desesperada a los mercenarios que sitiaban Kart-Hadtha. Por fin, Spendius, Audarido y el libio Zarzas levantaron el sitio. Matho aún conservaba las ciudades de Ityke, Hipu y Tynes; los otros tres cabecillas y sus casi cincuenta mil hombres se marcharon hacia el interior, perseguidos por los jinetes de Naravas. Aníbal bloqueó Tynes con una parte del ejército púnico. Mientras el más pequeño de los dos ejércitos púnicos impedía a Matho toda posibilidad de ir en auxilio de los otros rebeldes, Naravas y Amílcar, con los jinetes, elefantes y la mayor parte de las tropas púnicas, acorralaban cada vez más a los mercenarios, obligándolos a marchar hacia el sureste, a dejar las fértiles llanuras del campo libio para internarse en las secas regiones de este lado de la costa y el Byssatis. Spendius, Audarido y Zarzas tenían más del doble de soldados que los púnicos, pero el miedo a Amílcar y su arte militar era tan grande que no trabaron una nueva batalla. El gran púnico consiguió repetidas veces tender emboscadas, separar pequeñas tropas del cuerpo principal del ejército enemigo y aniquilarías casi sin sufrir bajas, y llevar a los mercenarios a una región poco propicia para éstos, alejándolos de Matho.
—Las provisiones están en camino desde ayer; yo partiré mañana temprano. Creo que además de monedas, provisiones y noticias sobre Hannón, hay otra cosa que tendré que llevar a Amílcar.
Asdrúbal volvió a llenar su copa.
—¿A qué te refieres?
Antígono se pellizcó el lóbulo de la oreja derecha.
—Lo digo a disgusto… rumores.
Tsuniro soltó una risita.
—Por fin algo realmente interesante, lo dices a disgusto. ¿Qué tipo de rumores, oh cántaro de mis alegrías?
—¿Te refieres a lo que se dice sobre Amílcar y yo? —Asdrúbal curvó las comisuras de los labios hacia abajo.
—Precisamente a eso bello Asdrúbal.
El púnico hizo una señal negativa con la mano.
—No es algo que tenga que interesarle. Si fuera importante, y, sobre todo, si fuera cierto, seria un matrimonio difícil. Él nunca está en casa.
—Ah. —Tsuniro observó el rostro del joven púnico—. Estos mezquinos rumores… En todo caso, si yo fuera un hombre con esas inclinaciones, o, lo que sería más posible, una mujer libre… Hmmm. —Inclinó la cabeza sonriendo.
Asdrúbal hizo una reverencia sin levantarse de su asiento.
—Me honras, diosa negra de las noches metecas. Si alguna vez Tigo se harta de ti, o tú de él…
Antígono levantó la copa.
—Por vosotros dos. Pero, hablando en serio, Asdrúbal, creo que conoces la situación. Si Hannón quiere que toda la ciudad crea algo, encontrará los medios para difundir esa creencia. «El jefe de nuestro ejército y el líder del partido bárcida se acuestan bajo una misma manta», o cosas así. ¿Qué crees que dirían los Señores del Consejo, hasta tu misma gente, si los niños cantaran por las calles «Asdrúbal chupetea a Amílcar»?
—Entonces podré pedir a todas las mujeres que he tenido desde Iona que testifiquen ante el Consejo.
—¿Sabes algo de Iona?
—No mucho, Tsuniro. Sigue detrás de ese místico griego. Las orgías para la unión masiva con el dios tienen lugar en Melite, creo. —El rostro de Asdrúbal se mostraba imperturbado, pero su voz delataba amargura—. Probablemente luego se marcharán a Delfos, o fundarán un burdel serápico en Pelusión.
Tsuniro carraspeó.
—¿Sapaníbal aún te ama?
Asdrúbal se encogió de hombros.
—¿Quién qué a quién, por favor?
—No suenas muy convincente —dijo Antígono en tono de broma—. Billete premiado, una mujer admirable.
Asdrúbal no levantaba la mirada de sus dedos.
—Puede ser. Pero… sí, en fin. Hmm.
—Tú dirás. —Tsuniro le sacó la lengua—. Tigo ha unido a Salambua y Naravas, ¿tiene ahora que hacer de alcahueta con la hermana?
Asdrúbal se mesó los cabellos.
—Ah. Eh. Es una muchacha encantadora. Y muy inteligente. Pero yo, yo…
—Demasiado joven para sentar cabeza, ¿eh? Hombre, con veinticuatro años ya puedes…
—Veintitrés, por favor. Todavía —Asdrúbal sonrió—. Además… bah, ¿qué más da?
Tras dos días de viaje, el pequeño grupo de jinetes dio alcance a la lenta caravana de provisiones. Cuatro mil soldados de a pie, íberos del ejército de Aníbal, escoltaban las costosas vituallas: grano para pan, reses infinitamente lentas, dos mil pellejos de cabra llenos de vino, especias, pescado salado, frutos secos y, sobre todo, oro y plata, las soldadas de casi un año. El orden y la conducta que guardaban los soldados era deplorable; Antígono empezó a compartir las dudas de Amílcar sobre las aptitudes de Aníbal.
Tras siete días penosamente largos, llegaron al campamento de Amílcar. Antígono estaba más que dichoso de poder quitarse de encima la responsabilidad de cien veces veinte mil schekels. Catorce íberos habían sido crucificados durante los días anteriores, y más de un centenar habían recibido azotes —por robo de monedas, actos de pillaje en aldeas, violaciones y asesinatos—. Dos o tres buenos oficiales púnicos que en realidad sólo habían viajado con la caravana para servir de escolta, intentaron, con Antígono, poner un poco de orden en la tropa, sin recibir el apoyo del general de Aníbal y ayudados no de buen grado por el jefe de los íberos. Venían casi del norte, golpeados por el viento del atardecer, que soplaba del sur. Antígono cabalgaba delante de la caravana, que se curvaba sobre la pedregosa meseta. A algunos pasos delante de ellos se levantaban peñascos de punta redondeada, y el viento traía de allí una pestilencia espantosa.
—¡Ojo rojo de Melkart! —Antígono se tapó la nariz—. ¿Qué es eso?
Uno de los púnicos se encogió de hombros.
—La letrina más grande del mundo —dijo casi indiferente—. Además de mil elefantes pudriéndose al sol, estiércol de cerdos, vómitos de perros y tripas hinchadas de carroñeros. O al menos así es como huele. Mira el cielo, señor del Banco de Arena.
Sobre el perfil cerrado de los peñascos giraban unos puntos negros; legiones de buitres. De tanto en tanto, gran parte de ellos caía sobre algo oculto tras los peñascos.
Jinetes númidas salieron al encuentro de la caravana y los guiaron hacia el oeste.
—Parece que el viento del este es menos frecuente —dijo el púnico.
El campamento de Amílcar estaba protegido con murallas y estacadas; yacía a los pies de la escarpada pared rocosa. Aquí el olor era más tolerable. Escalas de cuerda y escaleras esculpidas en la piedra llevaban a la cima de los peñascos. Allí arriba, las siluetas de centinelas que caminaban de un lado a otro se recortaban sobre el cielo del atardecer.
Amílcar escupió al ver a los íberos.
—Este fracasado —refunfuñó—. Ven conmigo, Tigo, en la tienda huele mejor.
—¿Qué es esta pestilencia, por todo lo que pueda ser sagrado a la nariz de los dioses?
—Luego, luego. —Amílcar lo guió hasta la tienda, en el interior del campamento, indicó a dos esclavos que satisficieran todos los deseos de Antígono incluso antes de que éste los hubiera expresado, y volvió a salir, para recibir a la caravana y a los íberos.
Antígono se estiró un momento sobre las sencillas alfombras de la tienda. Uno de los esclavos —un augílero de cabellos peinados hacia arriba y líneas ocres en la cara— le trajo vino apenas diluido.
—Poca agua, señor, prohibido lavarse. —Se encogió de hombros.
Al poco rato, gritos y rebuznos de asnos apagaron el bullicio habitual del campamento, bullicio que, como el rugir de las olas, se extendía sobre todo el campamento y apenas era percibido si uno no le prestaba atención. Antígono salió de la tienda y caminó entre hornos para pan y montones de madera. Centenares de soldados de Amílcar estaban acuclillados en un estrecho círculo, moliendo trigo.
Los hornos, montones de piedras apiladas, eran una formidable comodidad; la tropa, que desde que terminara el sitio de Kart-Hadtha había estado siempre en marcha, ya había pasado demasiado tiempo comiendo el trigo simplemente remojado en agua y vino. Sólo podían construirse hornos cuando se levantaba un campamento estable para varios días.
Fuera de las murallas, entre las hogueras de los centinelas, se agolpaban algunos cientos de asnos. Soldados arrastraban las tinajas y odres que habían traído las bestias, y las llevaban hacia un lugar junto a la puerta occidental del campamento, donde habían cavado profundos agujeros en el suelo pedregoso. Allí el agua se conservaba fresca incluso durante un día cálido. Antígono se enteró, de boca de un guarda, de que el agua era traída de un riachuelo que corría a un día de marcha del campamento. Naturalmente, sólo podía usarse para beber y cocinar, quizá también para limpiar heridas. Fuera del campamento, la noche de primavera caía helada sobre la pedregosa meseta. El campamento apestaba a miles de hombres sin lavarse, a caballos, asnos y elefantes, desperdicios y comida mal preparada. Las letrinas, al sureste de allí, eran grandes fosas cruzadas por vigas de madera; el viento, que traía el espantoso olor del otro lado de los escarpados peñascos, esparcía las miasmas de las letrinas sobre toda la meseta, menos sobre el campamento.
—Las moscas son nuestro peor enemigo —dijo Amílcar ya muy entrada la noche, cuando por fin volvió a la tienda para descansar. El Rayo apestaba; compartía todas las molestias de sus hombres. Tampoco para el jefe supremo del ejército había agua para lavarse. Moviéndose muy lentamente, se quitó el peto de cuero, se llevó una punta de la piel de la llama a la nariz y dejó escapar un suave suspiro.
—¿Qué es lo que hay detrás de los peñascos?
Amílcar se dejó caer sobre las alfombras. Entre él y Antígono había dos candiles apagados y una jarra de vino.
Amílcar extendió la mano derecha, con la palma vacía.
—Spendius, Audarido, Zarzas. —Al decir cada nombre se daba un golpecito en la palma con el índice de la otra mano. Luego empezó a doblar los dedos lenta, muy lentamente, hasta cerrar el puño.
—Eso ya lo sé, he preguntado a un centinela —dijo Antígono observando la mano del púnico—. Pero ¿por qué esa peste indescriptible?
Amílcar cerró los ojos.
—Porque el lugar es estrecho. Y está repleto.
Era un valle pedregoso en medio de la pedregosa meseta. Con hábiles maniobras, Amílcar y Naravas habían obligado al ejército de insurrectos a entrar en ese desfiladero. Elefantes y coraceros bloqueaban la salida, jinetes y coraceros bloqueaban la entrada, soldados de a pie ocupaban las paredes rocosas a su alrededor. Era la trampa perfecta, perfeccionada aún más por cuanto Amílcar había hecho mover, con elefantes, picos y palancas, gigantescos bloques de piedra con los que estrecharon cualquier salida imaginable. También las escarpadas paredes de los lados eran infranqueables; los hombres de Amílcar vigilaban día y noche.
Cincuenta mil libios, íberos, celtas, siciliotas, itálicos, más unos mil prisioneros y diez mil esclavos, algunos centenares de caballos y un gran número de bueyes que tiraban de los carros. Durante los primeros días habían tenido comida y agua.
—Han cavado pozos —dijo Amílcar con voz serena—. Pero sin mucho éxito, hasta donde hemos podido ver. El agua que rezuma de ellos puede alcanzar para cien o doscientos hombres, no más. Nosotros también hemos cavado pozos aquí fuera; pero no nos divertía recoger el agua gota a gota. No hay suficiente en el subsuelo.
—¿Cuánto tiempo…?
—¿Cuánto tiempo más? Dos, tres días. ¿Cuánto ha pasado? Veinte días. Sólo piedra. Ni un solo árbol, ni un arbusto, ni una brizna de hierba. Primero agotaron todas las provisiones. Después mataron a los animales. Eso fue el quinto día. Pero, sin contar los carros, no tenían nada con qué encender fuego; tuvieron que comer la carne cruda, y rápido, antes de que se pudriera por el calor del día.
—¿Y después?
Amílcar hizo una señal negativa con la mano.
—¿Qué crees?
Antígono lo miró con los ojos abiertos, estupefacto.
—¿Quieres decir…?
—Si. Primero los prisioneros. Después, el treceavo día, los esclavos. Tigo, asesinados y devorados. Crudos, sin fuego. Y desde hace dos días se lo juegan a los dados, los soldados rasos. Los jefes no, desde luego. Los jefes beben sangre diluida con la escasa agua de los pozos.
Antígono se hundió en las alfombras y contempló la oscuridad extendida bajo el techo de la tienda. El estómago, hinchado, le bailaba en la barriga.
—Todos los horrores de la guerra —dijo Amílcar en voz baja—. Incendios, muertes, violaciones, pillaje, eso se da en todas las guerras. Al degollar a Giscón y los otros emisarios renegaron de los dioses y de todo tipo de convenio. Con lo que ha pasado durante los últimos días han renunciado a las últimas cosas que tenían en común con los seres humanos. Ni siquiera son animales. Sólo costales del horror. La escoria de la tierra. Náuseas, náuseas, náuseas.
—No pueden rendirse —dijo Antígono enronquecido—. Saben lo que han hecho. Incluso sí… pero ¿quién de ellos puede volver a su ciudad o su aldea, tratar con la gente, acostarse con mujeres, rezar a los dioses?
Amílcar hizo unos ruidos con la garganta.
—Ay, y si se rindieran, Tigo, ¿qué haría yo con cincuenta mil prisioneros en este desierto de piedra? ¿Debería mandar a mis hombres que les dieran de comer y de beber, a ellos que han violado todo lo que existe entre nosotros y las tinieblas de la nada? ¿Dejar que el mal se extienda por el mundo, infectándolo todo?
Antígono se apoyó sobre los codos.
—Antes que nada, debes dormir.
Amílcar soltó una risa hueca.
—Sería la primera noche desde hace muchas. Duerme tú, si puedes.
Despertó intranquilo; Amílcar ya se había marchado. Por el respiradero del techo de la tienda entraba una luz brillante.
Afuera, el augílero le dio pan de salvado, un trozo de pescado salado y un vaso de agua. Antígono dio un par de mordiscos con desgana, bebió, pidió un trago de vino, pero no pudo quitarse ese sabor repugnante de la boca.
En el campamento dominaba una moderada excitación. Cada vez más hombres, completamente armados, subían a los dentados peñascos por las escaleras y escalas de cuerda. Jinetes recibían instrucciones, subían a sus caballos y se alejaban al galope. Coraceros marchaban por el extremo norte del desfiladero.
Antígono no sentía ninguna curiosidad, sólo vacío. A pesar de ello, preguntó a un oficial púnico.
—¿Qué pasa?
—Quieren negociar. Spendius y los otros están en la salida.
Antígono luchó contra sí mismo; finalmente se puso en marcha, muy despacio. «Dentro de mil años —pensaba—, cuando Roma y Kart-Hadtha y Atenas y Alejandría hayan desaparecido, los hombres seguirán hablando de este horror, de esta náusea indescriptible». Algo lo impulsaba a contemplar a los responsables de ese sacrilegio, el más horrendo de todos los cometidos desde que el mundo es mundo.
Se sentía muy miserable; pan y pescado eran trozos de plomo hundidos en su estómago. Parecían cansados, pero no hambrientos ni muertos de sed. Estaban sucios, sus barbas, moños y trajes estaban rígidos por el polvo. Spendius era alto; musculoso, de cabellos casi rubios; su rostro era el de un gavilán, un ave rapaz que mostraba una calculada sumisión frente al águila. El hombre pequeño, robusto y de cabellos oscuros debía ser el galo Audarido; debajo de su ojo izquierdo, un músculo latía con regularidad. El libio Zarzas estaba apenas reconocible; alrededor de la cabeza llevaba un paño ensangrentado que le cubría el rostro y cuyo extremo colgaba como el ala de una gallina decapitada. Atrás, a un paso de los tres jefes, había otros siete hombres: tres libios, un íbero, un siciliota, un egipcio y un galo, a juzgar por sus aspectos y corazas. Estaban desarmados, de pie entre las rocas con las que la gente de Amílcar había bloqueado la salida del valle. Detrás de ellos, a un tiro de flecha de distancia, se agolpaba una multitud de hombres encerrados. Desde esa distancia Antígono no podía distinguir las caras, pero imaginaba ver costras de sangre en las comisuras de sus labios y la punta de sus barbillas. No soplaba viento, sin embargo, la maldad parecía derramarse del valle como leche que se deja hervir más de la cuenta: cadáveres, excrementos y las viscosas exhalaciones de cincuenta mil hombres. Antígono corrigió mentalmente: ya no eran cincuenta mil. Algo se le atragantó en la garganta, una corrosiva bola de hiel de serpiente, que volvía a subir cada vez que él intentaba tragaría. Su lengua era un hervor supurante.
Los púnicos lo habían dejado pasar hasta donde se encontraba Amílcar; sabían quién era. La voz del Barca le llegó a través del zumbido de sus oídos.
—Éstas son mis condiciones. Podéis aceptarlas o no. Diez rehenes que yo mismo elegiré. Todos los demás pueden salir del desfiladero, desarmados, con las manos en alto y vestidos sólo con un chitón o un calzón.
Spendius, Audarido y Zarzas, deliberaron susurrando. El itálico puso fin a la conversación con un brusco movimiento de mano.
—No tenemos elección —dijo. Su voz sonaba metálica, su púnico extraño. Se dirigió a Amílcar—. Tenemos que aceptar, Barca.
Allí estaba Amílcar, de pie, con la cabeza erguida. Había conseguido hacer caer en una trampa y obligar a una rendición sin condiciones al grueso de las fuerzas enemigas, que desde hacía tres años devastaban el campo e incluso habían estado a punto de provocar la caída de Kart-Hadtha. Su rostro, algo cubierto por el yelmo redondeado, sólo reflejaba dos cosas: náuseas y cansancio. Enseñó los dientes en una especie de sonrisa.
—Los diez rehenes sois vosotros. —Señaló a los cabecillas—. Apresadlos.
Los jefes, que al parecer no habían contado con eso, aunque difícilmente podían haber esperado otra cosa, se quedaron inmóviles un momento. Cuando salieron de su estupor, los hombres de Amílcar ya los habían rodeado. Fueron encadenados y arrastrados entre los bloques de piedra.
El valle parecía estar a punto de reventar. Los hombres en él encerrados aún no podían conocer las condiciones de la rendición; sólo veían que sus jefes —sus mensajeros inviolables— eran encadenados. La noticia no tardó en correr por el valle. Esos hombres encerrados que llevaban tantos días sufriendo hambre, sed, calor, miedo, una espantosa presión exterior, la terrible falta de espacio y, finalmente, el peso de sus propios crimines sin nombre, se sintieron, en la traición, traicionados, en el crimen, infamados. Gritaron, bramaron enfurecidos, cogieron las armas, se precipitaron entre los peñascos.
Arqueros gatúlicos emplazados a la salida del valle y un poco por encima de ésta, tensaron sus arcos. Flechas silbaron cortando el aire sofocante. Detrás de los peñascos, baleares hicieron girar sus negras hondas de piel. Disparaban con mayor rapidez y precisión que los gatúlicos con sus arcos. Las primeras filas de la embestida fueron segadas; libios y mercenarios intentaban abrirse paso entre los cadáveres y los cuerpos de los heridos. Amílcar apartó a Antígono con la mano izquierda; hombres de su guardia personal —púnicos— cubrieron al heleno, a los prisioneros y al estratega. Con la derecha, Amílcar desenvainó la espada y la levantó.
Una muralla de heridos y cadáveres se amontonó entre los peñascos, rampas negras y palpitantes para los hombres encerrados. Eran cada vez más los que se precipitaban fuera del valle, y una vez fuera se encontraban con la falange de coraceros íberos. Amílcar había puesto en su sitio a los indisciplinados soldados del otro estratega. A los lados, y tras ellos, había tropas de confianza.
Antígono se alejó a trompicones de la salida del valle. Por la abertura se abría paso un tumulto que seguía creciendo; una mezcla de ruidos para la cual no existía ningún nombre. Ira, miedo y muerte; gritos, gemidos sordos, chillidos y rugidos, crimen y decadencia, atravesados por las fibras metálicas del chocar de espadas: una alfombra de sangre apelmazada tejida para el oído, el negro mascullar del infierno. Mil intentaban despejar las salidas bloqueadas, sin ninguna esperanza de conseguirlo. Otros miles escalaban las escarpadas paredes de piedra; arriba los esperaban lanzas y espadas. Hacia el final, los elefantes, cien elefantes con largos cuchillos en los colmillos, con patas anchas, blandas, pesadas, llevados a lo largo del valle, y luego de regreso. Después los buitres.
Los diez prisioneros fueron llevados al campamento. Antígono se apoyó contra un poste, jadeando. Poco a poco fue resbalando hasta caer al suelo, cerró los ojos y deseó encontrarse en el otro extremo del tiempo.
Volvieron las noches con Tsuniro; la cuarta mañana despertó después de una noche tranquila y sin sueños. La ciudad, sobrepoblada, le producía malestar; a menudo recordaba aquel valle encajonado del interior. Mientras los libios y mercenarios comandados por Matho conservaran no sólo Ityke e Hipu, sino también Tynes, y pudieran bloquear el istmo, casi todos los habitantes de los campos que rodeaban Kart-Hadtha vivirían tras las inexpugnables murallas. De día trabajaban en los campos y huertos del istmo, pero por la noche dormían en Kart-Hadtha. Aun cuando el otro estratega, Aníbal, había vuelto a sitiar Tynes.
Amílcar y Naravas tomaron ciudades, abrieron caminos, hicieron retroceder cada vez más a los mercenarios; hasta que, apenas dos meses después de la aniquilación del gran ejército, casi todo el interior volvió a estar bajo dominio púnico.
La falta de espacio tenía su lado bueno. En las plazas más grandes se habían construido chozas de madera; la gente del campo acampaba incluso entre las lujosas casas de Megara. Poco a poco, los campesinos y sus representantes contribuyeron a determinar una parte de los debates del Consejo; hasta los «Viejos» de Hannón empezaban a comprender que los habitantes del istmo y de las apartadas regiones púnicas de Libia podían ser gobernados más fácilmente si se les concedían mayores libertades. Tras el gran pánico de los primeros momentos de la Guerra Libia —como se la llamaba ahora—, Kart-Hadtha sólo había querido la venganza; pero últimamente hasta Hannón había cambiado de rumbo. Venganza, fuego y espada, hasta acabar con el último mercenario, parecían cada vez menos imposibles —y eran precisamente los «Viejos», cuyos ingresos procedían más de las rentas de sus gigantescas fincas rústicas que del comercio con el exterior, quienes se mostraban cada vez más indulgentes. La guerra, que aún no había terminado, había traído terribles pérdidas humanas y materiales; llevar a cabo expediciones punitivas y ejecuciones que redujeran aún más la ya menguada población del campo, equivaldría a mutilar a Kart-Hadtha y derribar sus propios cimientos. Los «Viejos» no iban tan lejos como los bárcidas, que discutían en juntas la posibilidad de transformar las fincas particulares en grandes comunidades de producción, convirtiendo a los arrendatarios en campesinos libres y explotando las fincas por medio de esclavos. Sin embargo, también los hombres de Hannón tenían claro que una repetición de la catástrofe sólo se evitaría consiguiendo que los libios no volvieran a tener motivos para odiar a Kart-Hadtha y desear su destrucción.
El cierre del interior del país al comercio, sumado a la amistad con Roma y la ayuda de Siracusa, llevó a una colosal expansión del comercio marítimo, gran parte del cual se había limitado hasta entonces a las regiones púnicas del oeste de la Oikumene. Ahora eran cada vez más los barcos de Alejandría, Laodicea, Rodas, Atenas y Creta que atracaban en Kart-Hadtha, y a los buenos artesanos del bloque de edificios adyacente a la puerta de Tynes, que no tenían motivo para temer la competencia de los productos helenos, les iba particularmente bien, y con ellos al Banco de Arena. Los perfumes de Tsuniro deleitaban a las delicadas narices del este de la Oikumene. Haciendo la observación: «Nunca se sabe lo que puede suceder: a la ciudad, a ti y a mí», Tsuniro, de acuerdo al contrato, pagaba al banco las cuatro décimas partes de su ganancia neta, cubría la mitad de los gastos comunes del presupuesto doméstico e invertía la mitad de lo restante en nuevas herramientas, marmitas de mejor calidad y hornos de mayor perfección; el banco sufragaba las cuatro décimas partes de estos gastos. Tsuniro no decía a nadie qué hacía con el dinero que le quedaba. Antígono suponía que la perfumista estaba acumulando o enterrando un tesoro en alguna parte, pero en realidad no daba mayor importancia al asunto.
A principios del verano, Amílcar entregó transitoriamente a los diez prisioneros y (otra vez) el sitio de Tynes al otro estratega, y vino a la ciudad para casar a su hija menor, Sapaníbal, con Asdrúbal el Bello. Una de las muchas celebraciones en las que Antígono no pudo tomar parte; antes de que pudiera enterarse de la boda, ya había fijado, por fin, la fecha de aquel viaje a Alejandría que proyectara hacia tanto tiempo, y se lo había comunicado a Frínicos.
El viaje fue reposado y libre de dificultades. Durante un largo viaje río arriba por el Nilo, hasta más allá de las grandes pirámides, Tsuniro susurró varias veces su nostalgia por las estrellas del sur, en medio de la noche y los vellos del pecho de Antígono. Memnón se sentía acosado por confusos recuerdos de su madre y de plazas y edificios de Kanopos, pero tras un examen a fondo desaparecieron los esquemas del pasado.
Tsuniro hizo buenos negocios con sus perfumes. Antígono sostuvo largas charlas con Frínicos, quien le recomendó a un ateniense llamado Aristarco. Antígono se procuró mayores informaciones, examinó al hombre y, finalmente, lo nombró su mediador en Alejandría. Aristón devastaba las calles de la capital lágida y se divertía con todos los perros callejeros, la mitad de los gatos, tres cocodrilos sin dientes de un brazo muerto del Nilo, dos carteros de Rhakotis y un anciano que había sido estratega de Ptolomeo y ahora pasaba los días en el parque zoológico. Antígono encargó a dos arquitectos que construyeran en la playa de Eleusis una casa conforme a sus instrucciones, indicándoles que, en adelante, seria Aristarco quien les daría las órdenes, el dinero y los reproches.
Ya era otoño cuando volvieron a estar cerca de las costas de Kart-Hadtha. Tres días antes de llegar al Cothon murió el viejo Hiram, su cuerpo, lastrado con piedras, fue arrojado al mar. Antígono nombró capitán a Mastanábal y le pidió que buscase él mismo un buen piloto.
Una embajada romana llegó a Kart-Hadtha casi al mismo tiempo que el Alas del Céfiro. Antígono vio los cuatro barcos flotando frente al muelle exterior, pero no pensó nada malo.
En la ciudad se enteraron de las contraofensivas rebeldes y las nuevas desgracias. El estratega Aníbal había hecho crucificar a los diez prisioneros ante las puertas de Tynes, sin autorización de Amílcar. Cuando Audarido, Spendius, Zarzas y los otros miserables murieron, y los púnicos del pequeño ejército de asedio esperaban que Matho y su gente se rendirían, el libio emprendió un ataque sorpresa, tomó prisionero a Aníbal, aniquiló una parte de su ejército y dispersó al resto, y crucificó al segundo estratega de Kart-Hadtha en la misma cruz donde fuera colgado Spendius. Le amputaron los dedos del pie, las orejas y la nariz, y lo dejaron morir en la cruz. Amílcar estaba demasiado lejos para poder intervenir.
Asdrúbal empujó al Consejo a tomar una decisión inesperada. El líder de los bárcidas comprendía que la victoria no podía esperar más, y que los «Viejos» sólo podrían adherirse realmente a un nuevo orden si tomaban parte en la victoria y sus consecuencias. Con acuerdo de todos sus miembros, el Consejo de Kart-Hadtha pidió a Amílcar y Hannón el Grande que olvidaran sus desavenencias y trabajaran juntos al servicio de la ciudad, para poner fin a la Guerra Libia. Esta vez Hannón estaba dispuesto a cooperar incondicionalmente, porque Asdrúbal había conseguido que el Consejo destinara a la culminación de la Guerra Libia las tropas reclutadas para la reconquista de Sardonia. Hannón y Amílcar levantaron un estrecho cerco alrededor de Tynes, obligaron a Matho a abandonar la ciudad del istmo y a dar la cara en una batalla, para la cual el libio trajo a todos los hombres disponibles de Ityke e Hipu. El arte militar de Amílcar volvió a vencer a un enemigo más numeroso; Matho fue tomado prisionero, Ityke e Hipu se rindieron tras un breve sitio.
Después de tres años y cuatro lunas de lucha, la Guerra Libia había terminado; no había sido la guerra más larga, pero sí la más terrible, despiadada y cruel de cuantas se habían zanjado hasta entonces.
Matho y sus oficiales más importantes murieron en el ágora de Kart-Hadtha; el pueblo púnico se cobró venganza. Los bárcidas no tomaron parte en el cruel espectáculo; Matho había ofendido a los dioses y ultrajado a los hombres, numerosos crímenes sin nombre pesaban sobre él, pero los culpables de la Guerra Libia no estaban crucificados en el ágora, sino sentados en el Consejo de Kart-Hadtha. Jóvenes púnicos arrojaban lanzas contra algunos de los crucificados, otros les disparaban flechas. Les quebraron las piernas, los mutilaron como ellos habían mutilado a los prisioneros y emisarios, les prendieron fuego, apagaron las hogueras antes de que murieran, los torturaron con menos arte que imaginación. Matho fue reservado a los instrumentos y manos hábiles de los verdugos; su muerte duró tres días. Le clavaron largas astillas bajo las uñas de manos y pies; el verdugo jugueteó dos días con las astillas, luego les prendió fuego. Obligaron al libio a comer excrementos de perro y a beber orina de cerdo. Lo bajaron de la cruz, le echaron sal en las plantas de los pies e hicieron que una cabra se los lamiera; después le arrancaron la piel de las plantas. Pasó la primera noche encadenado, tumbado sobre agujas y trozos de vidrio. El segundo día el verdugo le cortó los tendones de las rodillas con una sierra sin filo, y, con un cuchillo de madera, le arrancó tiras de piel de la cara, los omóplatos, la barriga y la entrepierna. El verdugo le echó vinagre en las heridas, y lo dejó al sol. Al atardecer Matho fue castrado, le taparon la nariz, y cuando abrió la boca para respirar, le embutieron en ella los testículos amputados. Le arrancaron grandes trozos de piel de las nalgas. La segunda noche la pasó encadenado a una estaca, sentado sobre arena y sal. El tercer día le despellejaron el miembro y los labios; con un pequeño martillo y un agudo cincel, el jefe de los verdugos le abrió las muelas y los incisivos, y le llenó la boca con agua que alternaba entre fría y caliente. Le clavaron agujas en los puntos más sensibles de la palma de la mano, sin dañar las venas; le arrancaron, a intervalos calculados, las uñas de manos y pies, desgarraron anchas tiras de piel de su barriga, le echaron maíz en las heridas e hicieron que gallinas picotearan sobre ésta; le cortaron las tetillas y le rebanaron trozos de la lengua. Hacia la puesta de sol, y en presencia de Hannón el Grande, el verdugo abrió la pared abdominal del libio, quien ya sólo era un trozo de carne que aún profería gritos, prendió fuego a las astillas de los dedos, le cortó un intestino, metió en éste la punta roma de una estaca de madera y enrolló las tripas en ésta.
Matho murió antes de la medianoche. La embajada romana presenció todo. Antígono pasó los días en el banco y las noches en la casa de la puerta de Tynes, pero no pudo evitar que llegaran a sus oídos descripciones fragmentarias.
A la mañana siguiente de la muerte de Matho ocurrió en la ciudad algo que al heleno, a pesar de su escepticismo, calificó de venganza de los dioses. Después de tres días de espera, la embajada romana derramó sobre el Consejo y el ágora la cornucopia de la amistad y la fidelidad al tratado.
—Sardonia y Kyrnos —dijo el jefe de los emisarios del Senado—, no tienen soberanos. Durante el pasado año, mercenarios insurrectos de Cartago ofrecieron al Senado las islas en dos ocasiones: el Senado rechazó ambas ofertas. Roma no acepta regalos de traidores. Sin embargo, las islas están más cerca de Italia que de Libia, y una continuación o un restablecimiento de la soberanía cartaginesa en las islas seria una amenaza intolerable para Roma. Por lo tanto, el Senado y el pueblo de Roma han decidido ocupar las islas y, tras un conveniente período de pacificación y transición, convertirlas en provincias romanas. La flota anclada en el puerto de Cartago y los mercenarios dispuestos para la reconquista de las islas son una amenaza directa a Roma y, por ende, una ruptura del tratado de paz y amistad. Por lo tanto, el Senado y el pueblo de Roma proclaman: Sardinia y Corsica pertenecen a Roma; Cartago renuncia para siempre a cualquier intento de volver a ocupar, reconquistar o separar de Roma las islas; por la ruptura del tratado, los preparativos de guerra dirigidos en apariencia contra las islas, pero en efecto contra Roma, y la infidelidad púnica, Cartago pagará una multa de mil doscientos talentos de plata y se comprometerá a mantener la paz. O eso, o la guerra.
A menos de tres años de la derrota en Sicilia, y recién terminada la despiadada guerra contra mercenarios y libios, Kart-Hadtha no estaba en condiciones de enfrascarse en una nueva contienda armada contra la poderosa Roma. La sesión del Consejo en el ágora y la amenaza de los romanos se habían realizado en público. El extravagante discurso sofista del emisario romano, que pretendía dar pruebas de la lealtad romana, la ruptura del tratado por parte de los púnicos y la total inocencia de Roma, no convenció a nadie, pero Kart-Hadtha tenía que doblegarse ante el poder del Imperio.
Algunas centurias de soldados de a pie íberos e ilirios evitaron que se cometieran abusos contra los romanos. Desconcierto y amargura se ciñeron sobre el Consejo y la ciudad. Alguien —o algunos; quién sabe cómo surgen los rumores y chistes— puso en circulación una observación: «Si un buen amigo se acuesta con tu mujer, apuñala a tus hijos, roba tu dinero y te acaricia la espalda con una espada, es que te profesa una amistad romana».
Los bárcidas se esforzaban por conseguir que su grupo y la ciudad sacaran de la mala situación todo lo que fuera posible. Dos días después de la extorsión romana, los dirigentes del partido se reunieron en casa de Asdrúbal. Antígono solicitó poder asistir a la reunión.
Cuando el mensajero salió del banco, Bostar se quedó un largo rato observando a su viejo amigo.
—¿Qué es lo que quieren discutir? ¿Acaso hay algo que discutir? —Cogió cuatro cañas de escribir y se puso a jugar con ellas—. ¿O acaso los bárcidas son tan insensatos que…?
—No se irá contra Roma. —Antígono se frotó los ojos—. Roma tiene una flota cuatro veces más grande que la reclutada por Hannón para la reconquista de las islas. Y, si hace falta, Roma puede reunir en pocos días veinte legiones y las armas necesarias; cien mil hombres, o más. ¿Qué son los diez mil de Hannón y los quince mil de que todavía dispone Amílcar?
—Pero ¿para qué reunirse entonces? Tengo un poco de miedo a vuestra discusión.
—No lo sé. Tal vez concluyan que lo que Roma ha hecho a Kart-Hadtha es una justa compensación por lo que los púnicos le hicieron a Matho.
Bostar entrecerró los ojos, reflexionando.
—Además —dijo, y su voz sonaba abstraída—, tenemos que pensar si vamos a seguir comerciando con los romanos. Pero no es eso; algo me pasa por la cabeza.
—Seguiremos comerciando. ¿Qué es lo que te pasa por la cabeza, amigo?
—Asdrúbal y Amílcar podrían intentar algo —dijo Bostar estirándose— Hannón nunca ha sido tan débil como ahora. Sus errores en Libia, su fracaso en la guerra, su aferrarse a la amistad de Roma… ahora esto…
—Lo tendré en cuenta.
Él no era el único que lo tenía en cuenta. Por la tarde Antígono se encontró, en casa del «Bello», con Asdrúbal, Amílcar y Naravas, cuatro miembros del Consejo del partido bárcida —Bobdal, Bomílcar, Himilcón y Adérbal, todos de unos cuarenta años, comerciantes y armadores—, y, para su sorpresa, con el pequeño Aníbal, que entonces tenía tan sólo nueve años. Durante la discusión, que tenía lugar en el gran despacho de Asdrúbal, el niño estaba sentado entre su padre y Naravas, seguía los apasionados discursos con una sonrisa ligeramente burlona y guardaba silencio. Antígono lo saludó con un guiño; Aníbal devolvió el saludo con la mano.
El heleno llegaba un poco tarde; la discusión había empezado hacía ya un buen rato.
—No hay tiempo que perder —estaba diciendo Bobdal en ese preciso momento, de forma muy enérgica—. Debemos hacerlo ahora; las tropas siguen ahí. Me temo que el Consejo no tardará en licenciarlas.
Naravas levantó la mano.
—No pongo en duda tus explicaciones, noble Bobdal —dijo. Las comisuras de sus labios se contrajeron involuntariamente—. Tampoco dudo que, en caso de tener que decidir entre los dos estrategas, los mercenarios reclutados por Hannón para enviar a Sardonia obedecerán las órdenes de Amílcar el Rayo. Pero ¿tenéis presentes las consecuencias? ¿Todas las consecuencias?
Adérbal se levantó de un brinco y empezó a caminar alrededor de la habitación.
—Tenemos que crear una nueva unidad entre Libia y la ciudad. —Hablaba casi a gritos—. Tenemos que convertirnos en un país extenso y rico. ¡La rica y vieja ciudad no puede mantenerse sola contra Roma! ¿Qué opinará tu pueblo de semejantes cambios, númida?
Naravas levantó ambas manos, con los dedos entrelazados.
—Eso depende de muchas cosas. Como debes saber, púnico, los masilios somos jinetes y pastores, no gente de ciudad. Necesitamos campo abierto y aire, nos gusta vagabundear. Nunca hemos pagado tributo a Kart-Hadtha. Si nos dais dinero, nos proveeremos de soldados, buenos jinetes…, si no, nos quedaremos en nuestras estepas y bosques.
Asdrúbal apoyó la barbilla sobre la mano.
—También debemos considerar eso. No sólo habrá oposición en el Consejo y la ciudad.
Antígono carraspeo.
—Aunque ha llegado con retraso, este meteco pide permiso para intervenir.
Asdrúbal sonrió.
—Habla, señor del Banco de Arena.
—Si reúno correctamente los fragmentos que acabo de oír, obtengo un vaso con grandes grietas, por las que gotea el zumo de vuestros planes; se escurre en la arena.
Aníbal reprimió una risita. Naravas asintió. Amílcar no hizo ningún gesto. Los cuatro comerciantes y consejeros parecían desconcertados.
—¿Qué quieres decir?
—Habláis de prisas, de la cuestión de a quién obedecerán los mercenarios, de unir la ciudad con el campo. Puesto que el debilitado Hannón y su gente no pueden tomar parte en el juego, sólo puede tratarse de una cosa, queréis tomar el poder a la fuerza.
Adérbal dio un golpe sobre la mesa.
—Correcto, señor del Banco de Arena. Es la única posibilidad de hacer las cosas que es imprescindible hacer.
Antígono asintió.
—Si es que se quieren hacer. Por lo visto, estoy rodeado de conspiradores. ¿Ya se ha pronunciado al respecto la cabeza del nuevo orden? —Dirigió la mirada a Amílcar.
—Hasta ahora sólo he escuchado —dijo Amílcar.
—Y, ¿cuál es tu opinión?
—Seguiré escuchando. Quiero esperar hasta oír las palabras que me convenzan. Hasta ahora —dijo mostrando los dientes— no las he oído.
—Entonces las diré yo. —Antígono se puso de pie y cruzó los brazos ante el pecho—. No soy púnico, pero he nacido aquí y he sido invitado a la reunión. De modo que tengo el derecho de hablar.
Asdrúbal hizo una señal.
—Concedido, Tigo, te escuchamos.
—Hay cosas que se deben hacer, en eso estoy de acuerdo con vosotros. Pero para alcanzar el objetivo es necesario destruir otras cosas. Y cuando la destrucción es mayor que el objetivo, el camino no vale la pena. —Echó una mirada a los rostros serios de los presentes—. Después de esta terrible guerra, los libios verán cualquier cambio con odio y desconfianza, como todo lo que proceda de la ciudad.
La unión de la ciudad y el campo, de púnicos, libios y libiofenicios, no puede conseguirse por decreto: debe crecer paulatinamente, ser dirigida con cautela durante décadas. Y, ¿un golpe de Estado violento en Kart-Hadtha? Tendréis que destruir las viejas, antiquísimas instituciones: el Consejo, el Tribunal de los Ciento Cuatro, el Consejo de Ancianos, los sufetes. Los sumos sacerdotes de cada uno de los templos… Todos ellos han cometido errores; errar es humano; sólo los dioses, en su inhumana incomprensibilidad, son infalibles. Pero, a pesar de sus errores, han dirigido esta ciudad durante casi seiscientos años, la han hecho grande y renombrada.
—Caminó hasta la ventana y contempló un momento el patio, en el que había unos cien coraceros, luego se volvió de nuevo hacia el despacho.
»El objetivo es bueno. Pero no lo alcanzaréis con un golpe de Estado. Sólo con paciencia; con un proyecto tenaz, a largo plazo; la capacidad de sufrir reveses sin perder el coraje; sólo eso podrá llevaros a la consecución del objetivo. Y: un golpe de Estado da pie al siguiente. La historia de las ciudades helenas está plagada de ejemplos. Si ahora volcáis todo contra el antiguo orden, en lugar de superarlo lentamente, ¿quién impedirá mañana que otros os quiten de en medio con otro golpe de Estado?
En medio del silencio, se oyó que la voz joven y clara de Aníbal decía:
—Mi padre ha pasado tres años defendiendo a Kart-Hadtha de los mercenarios. ¿Debe ahora conquistar la ciudad con mercenarios?
—Tigo y Aníbal me han convencido. —Amílcar se levantó, puso una mano sobre el hombro de Aníbal e hizo una señal de aprobación a Antígono—. Casi había esperado —dijo en voz baja— que alguno de vosotros encontrara algún argumento que me convenciera de que era posible hacer otra cosa. Amigos, pelearemos duro en el Consejo. Hannón nunca ha sido tan débil como ahora…
—… y por eso pasa más tiempo en el templo que en el Consejo —dijo Asdrúbal sonriendo.
—También nosotros iremos al templo. —Amílcar hizo presión sobre el hombro de Aníbal; el chico esbozó una sonrisa burlona, y Antígono enarcó las cejas.
—¿Qué estáis tramando?
—Ah, Tigo, una bonita red. Hannón es sumo sacerdote de Baal, como ya sabes. Hace dos días que se ha mudado a los lóbregos edificios del templo, probablemente para meditar. Nosotros le prepararemos una pequeña diversión, ¿verdad, hijo?
Aníbal asintió. A Antígono le parecía que esa sonrisa era demasiado maliciosa para un niño de nueve años.
—Pero de eso hablaremos luego. Primero tratemos de las cosas que debemos conseguir en el Consejo.
—Cambios en Libia; la mayoría de los «Viejos» también están a favor de dar al menos unos cuantos pasos en una nueva dirección. —Asdrúbal observó a los cuatro consejeros y comerciantes—. ¿Qué más?
Adérbal; que hacía mucho que se había vuelto a sentar, dobló las manos y refunfuñó muy despacio.
—Ah, bah, ¿qué más? Los mercenarios, supongo.
—Hay que pagarles y conservarlos, correcto. Nos hacen falta… para algo nuevo. —Amílcar se mordisqueó el labio inferior—. Y debemos procurar tenerlos a mano.
—¿Qué es eso nuevo?
La mirada de Amílcar se hundió en los ojos de Antígono.
—¿Cómo va tu aldea, Tigo?
Durante un momento, el heleno, perplejo y desconcertado, se quedó mirándolo fijamente; luego comprendió lo que planeaba el Barca. La audacia y las dimensiones del proyecto le cortaron la respiración.
—Hoy mismo —dijo Antígono enronquecido— he enviado mensajeros. Pero no sé qué opinará el rey. Todas las asociaciones, todos los conocimientos, todas las posibilidades están a tu disposición.
Amílcar inclinó la cabeza.
—Algún día tendré que pensar algo para agradecerte todos tus regalos. Por lo que respecta al rey, es un anciano; su hijo es lo que importa. —Sonrió—. Ya lo sabes: no hay saber inútil, e incluso estos últimos años he mantenido a mis informantes por todas partes. Hay que estar preparado…
Asdrúbal sacudió la cabeza.
—¿Podríais ser tan amables de decirnos de qué estáis hablando? Parece importante, pero no entiendo nada.
—Puesto que no nos sería fácil tomar Libia —dijo Amílcar a media voz—, debido a que los mentecatos de Hannón poseen buena parte de ella, tendremos que tomar alguna otra cosa. Algo que no moleste a Hannón y su gente, algo que nos haga lo bastante fuertes para que no tengamos que someternos a Roma, algo que esté tan lejos de Roma que no le interese al Senado.
Los consejeros lo miraban fijamente, desconcertados.
—¿De qué lugar estás hablando, Barca? —dijo finalmente Bobdal.
—Iberia.
El heleno no podía ni quería acompañarlos. El templo de Baal le producía un terror sofocante y una aguda aversión, y, además, sólo se permitía entrar a los púnicos. Sobre las palabras exactas del juramento había numerosas conjeturas; Aníbal no dijo nada, Asdrúbal rechazó cualquier pregunta, y Amílcar explicó únicamente que el chico había jurado ser fiel a Kart-Hadtha aunque se encontrase lejos de ella, y no ser nunca amigo de Roma.
Tsuniro encontró la clave.
—Es muy sencillo. ¿Cómo es que no lo ves?
Antígono rodó sobre la cama, hasta quedar de lado. La clara luz de la luna en el cielo de principios de invierno fluía a través de la ventana sin cortinas, trayendo un delicioso frescor que lavaba el olor de los cuerpos y el amor, e inundaba la negrura de Tsuniro.
—Dilo, dueña de mi placer; estoy cansado, y tonto.
Tsuniro dejó escapar el brillo de sus dientes.
—Hannón es el sacerdote de Baal. Aníbal se llama «Gracia de Baal». Así, pues, si el chico quiere hacer un juramento, está casi obligado a hacerlo en el nombre de Baal. Hannón probablemente hubiera preferido hacer cualquier otra cosa, pero tenía que ejercer su cargo incluso frente al hijo del Barca. Y… ¿sabes que estaban presentes dos o tres importantes consejeros de los «Viejos» y de los bárcidas? Ah, un hombre astuto, Amílcar; mientras su hijo hacia ese juramento, él hacia a los Señores del Consejo la sagrada promesa de no hacer en Iberia nada que pudiera perjudicar la ciudad. —Tsuniro reprimió una risita—. Y lo que más me gusta es que Hannón, el amigo de Roma, haya dirigido un juramento en que Aníbal juraba no ser nunca amigo de Roma.
De hecho, la ceremonia realizada en el lóbrego templo de Baal parecía haber limado algunas asperezas. En las sesiones del Consejo de los días siguientes se aprobaron decisiones sorprendentes. Algunas contribuían a la reconciliación; así, los tributos de ciudades y aldeas y los impuestos de los arrendatarios libios volvieron a reducirse al antiguo diez por ciento. Además, desde ese mismo instante, los barcos mercantes no púnicos quedaban autorizados para atracar no sólo en Kart-Hadtha, sino también en otros puertos libiofenicios y púnicos.
Sin embargo, la decisión más importante equivalía casi a un cambio de gobierno; Asdrúbal consiguió lo que se proponía, y Antígono se preguntaba si aquello hubiera sido posible de no haber mediado el juramento que Aníbal hiciera a Baal en presencia de Hannón.
Hasta ese momento, en tiempos de paz Kart-Hadtha sólo había mantenido pequeñas unidades militares: una especie de guardia ciudadana, guarniciones en las ciudades fronterizas, pequeñas tropas en centros comerciales apartados. Sólo en caso de guerra se reclutaba un gran ejército de mercenarios. Algo parecido sucedía con la flota, que en tiempos de paz apenas si bastaba para proteger el estrecho de las Columnas de Melkart y los puertos más importantes. En épocas de paz, las tropas y barcos estaban a las órdenes de los respectivos comandantes de plaza y capitanes, quienes eran responsables ante el Consejo de Kart-Hadtha. Sólo cuando estallaba alguna guerra se construían más barcos y el Consejo, o bien los Treinta Ancianos del Consejo, la Gerusia, nombraba un almirante para la flota y un estratega para el ejército de tierra.
Todos sabían que la política de extorsión y conquista emprendida por Roma con miras a la expansión del Imperio hacia imposible una continuación de los antiguos procedimientos. A más tardar la renuncia obligada a Sardonia y Kyrnos y el pago forzado de otros mil doscientos talentos había demostrado, incluso a los «Viejos», que la flota permanente de Roma y las siempre dispuestas legiones romanas hacían indispensable que se mantuviera un ejército púnico. Sólo que todavía no habían encontrado una manera convincente de instituir ejército y flota, estratega y almirante, de determinar sus competencias y dimensiones, y de perfilar la supervisión que debía ejercer el Consejo.
Asdrúbal consiguió imponer una solución que no sólo era sensata y sorprendente, sino también sin precedentes, y cuyas consecuencias los Señores del Consejo sólo fueron advirtiendo poco a poco. La elección realizada por los soldados hacía un año, en la cual habían votado a favor de Amílcar y contra Hannón, fue elevada a la categoría de dogma. Amílcar Barca fue nombrado «estratega de Libia e Iberia»; el desempeño de su cargo no debía ser juzgado por el Consejo, sino por la Asamblea popular, lo cual lo convertía casi en un tercer sufeta. Amílcar podía renunciar al cargo, o morir, pero sólo podía ser depuesto por la Asamblea en caso de incapacidad o abuso de poder. Su sucesor sería elegido por los oficiales del ejército: la Asamblea popular debía ratificar o rechazar la elección, pero el Consejo ya no tenía ninguna competencia al respecto. Delegados del Consejo de Ancianos —que cambiarían cada cierto tiempo— debían acompañar y asesorar al estratega, asegurando así los lazos entre éste y la ciudad. Se acordó mantener un ejército permanente de veinte mil soldados de a pie, cinco mil jinetes y cien elefantes. La flota debía tener aproximadamente la mitad de navíos que la flota romana, y en un primer momento estaría compuesta por cincuenta trirremes, cuarenta penteras y doscientos barcos de carga; el almirante, que sería elegido por los oficiales, se pondría a las órdenes del estratega en caso de guerra.
Casi aún más inaudita fue la decisión referente al tesoro público. Para asegurar el pago del ejército y la flota, y garantizar la liquidación de las deudas, los acaudalados miembros del Consejo y del Tribunal de los Cuatrocientos, así como los seiscientos púnicos más ricos, se comprometían a pagar de sus propios bolsillos un total de dos mil quinientos talentos, como contribución única, algo más de dos talentos y medio cada uno.
Amílcar partió en primavera, llevándose a sus hijos consigo. Asdrúbal y Sapaníbal lo acompañaron. El líder de los bárcidas dejó las cuestiones políticas en manos de Himilcón, pero a pesar de la distancia, continuó dedicándose a los asuntos del Consejo desde Iberia. El Rayo había nombrado nuevos oficiales y había dejado en Kart-Hadtha y las principales fortificaciones libias a ocho mil soldados de a pie, dos mil jinetes y veinte elefantes.
Antígono cabalgó con la larga caravana hasta el país de los masilios, donde visitó a Salambua, cuyo hijo, Baalyatón, imponía sus caprichos en la tienda que hacia las veces de corte del rey Gya, y jugaba con el hijo de éste y príncipe heredero, Masinissa, que entonces tenía un año de edad. Con ayuda de Naravas, Antígono consiguió unos buenos acuerdos comerciales y reducidos impuestos de tránsito para las caravanas del Banco de Arena. El ejército de Amílcar continuó su marcha.
En las columnas de Melkart debían cruzar de Libia a Iberia, empezando así la mayor aventura de la historia púnica. Antígono prometió viajar pronto a Iberia y darles consejos sobre la organización del comercio, artesanía y banca.
—Con las nuevas condiciones podemos vivir bien —dijo Bostar en la primera charla que tuvo con Antígono en el banco, tras la vuelta de éste. El púnico rescató del desorden de su escritorio un trozo de papiro arrancado de un rollo—. Las primeras cifras de Hadrimes. El año pasado ingresaron doscientos cuarenta talentos por el comercio marítimo, la pesca y todo lo demás; tres décimas partes de impuestos para Kart-Hadtha, o sea setenta y dos talentos. Desde que acabó el invierno y los barcos pudieron volver a navegar, han ingresado ya trescientos talentos, gracias a la nueva libertad de comercio. Y ya se sabe que en verano siempre se gana más; este año serán por lo menos mil trescientos talentos. Una décima parte para Kart-Hadtha… hacen ciento treinta. De lo que se deduce, oh Tigo, que el arte egipcio del cálculo depende de las circunstancias.
Antígono sonrió.
—¿A qué te refieres?
—Si se reducen los impuestos y se permite el libre comercio, tres décimas son poco más que la mitad de una décima parte. —Bostar rió. Luego se inclinó hacia delante, serio—. Tenemos que ajustarnos a las nuevas circunstancias, claro.
Antígono asintió.
—Sí. Supongo que pronto tendremos cifras similares de las otras ciudades. Tenemos que pensar en abrir sucursales del banco en Hadrimes y en Hipu, para empezar. ¿O…?
Bostar le arrojó dos rollos de papiro.
—Heleno alcornoque —dijo—. ¡Follacabras, qué crees que he estado haciendo durante tu ausencia!
Pasaron tres años antes de que Antígono pudiera viajar a Iberia. Durante el primer año tuvo mucho que hacer; el año siguiente, dificultades en Alejandría, suscitadas por una guerra fratricida en el imperio de los seléucidas. Antíoco Hierace, quien ocupaba el cargo de regente más allá de los Montes Tauro, en nombre de su hermano Seleuco Calínico, había continuado la absurda carnicería entre helenos. El año posterior al final de la guerra púnico-romana, Antíoco se había aliado con pequeños príncipes y con los celtas asiáticos; el año siguiente, cuando en Libia empezaba la guerra contra los mercenarios, los gálatas habían sido decisivos para la victoria sobre el ejército de Seleuco. Más al este, en Bactriana, el sátrapa seléucida Diódoto había aprovechado la guerra entre los dos hermanos para separar Bactriana del imperio seléucida, controlando así las vías de comunicación terrestres entre el imperio y la India. Y ahora, dos años después de terminada la Guerra Libia, Antíoco Hierace había conseguido cerrar una alianza con Egipto y empujar a Ptolomeo a la guerra. Cuando el tercer Ptolomeo estaba a las puertas de Damasco, dio la orden de expropiar todos los bancos y negocios extranjeros de Alejandría que tuvieran alguna conexión con el imperio de los seléucidas. Antígono tenía que sopesar la situación. Sus simpatías estaban del lado de Seleuco, quien no explotaba a su pueblo tan desmedidamente como el soberano de Egipto; pero Alejandría era más importante para el comercio que lo que Laodicea o Europos podrían serlo en un tiempo no muy lejano. Así pues, viajó a Alejandría para salvar todo lo que aún pudiese salvarse.
El tercer año después de la partida de Amílcar se produjo el levantamiento númida. Amílcar envió contra los númidas a soldados íberos, libios y baleares, al mando de su yerno. Asdrúbal sofocó el levantamiento rápidamente, ayudado por Gya y Naravas. Inteligente y astuto como siempre, Asdrúbal reorganizó la ocupación y el gobierno de las regiones liberadas: emplazó tropas íberas en las principales ciudades y fortificaciones; reclutó nuevos jinetes númidas y los envió a Iberia; los príncipes númidas no fueron castigados, únicamente tuvieron que entregar rehenes y comprometerse a mantener una buena conducta. Los rehenes, y esto era lo más importante, fueron llevados a Iberia junto con la mayor parte de los soldados de a pie libios, ya no como rehenes políticos de Kart-Hadtha, sino como rehenes personales del estratega Amílcar. A finales del otoño, el resto de los libios y algunos númidas, al mando de Asdrúbal, atravesaron el país hacia Kart-Hadtha; los númidas quedaron emplazados en los cuarteles de la muralla.
Esos libios licenciados que, mandados por Amílcar, habían conquistado el sur de Iberia, cubriéndose de fama y recibiendo cuantiosas soldadas pagadas en plata, eran los mejores embajadores que podía tener Asdrúbal. Cuando Asdrúbal enviaba generales a las aldeas del interior para que reclutaran tropas, éstos ya iban precedidos por las tentadoras historias sobre Iberia. Se presentaron más hijos de campesinos libios que los que Asdrúbal podía reclutar en ese momento. Y algunos centenares de licenciados querían reengancharse. Asdrúbal y su gente hicieron una selección; Antígono se dio el gusto de conducir personalmente una caravana de carros cargados de monedas de plata a los lugares de aislamiento del interior.
—Astuto, muy astuto —dijo Bostar cuando Antígono terminó su relato. Estaban sentados en la terraza de la casa cercana a la puerta de Tynes. Tsuniro estaba mezclando perfumes en el taller, Aristón dormía, y Memnón, que ya tenía doce años, vagaba por la orilla del lago con otros chicos de su edad. Reinaba una calma inusual.
—Es muy astuto, si; ha tenido un buen maestro. Por Amílcar. —Antígono levantó el vaso revestido de cuero.
—Libios conquistan Iberia, íberos protegen Numidia, númidas son repartidos entre Iberia y Kart-Hadtha para que no hagan travesuras en casa. Muy sutil.
Bostar se recostó contra el respaldo de su asiento; la vieja silla de tijera soltó algunos crujidos.
—Dime —empezó Antígono—, este verano…
Bostar tosió.
—¿Adónde quieres viajar esta vez?
Antígono rió.
—Follacabras. Púnico cabeza de chorlito. ¿Adónde? A Iberia y Britania.
Entre las sombras de la casa apareció una figura delgada que salió de la terraza y se arrodilló junto a la silla de Antígono.
—¡Padre! —Los ojos de Memnón, los ojos de Isis, suplicaban.
Antígono hizo una mueca con la boca.
—¿Desde cuándo estás ahí? ¿Has estado escuchando?
—Desde hace poco, padre. Desde que dijiste «follacabras». —Memnón echó a Bostar una mirada de complicidad.
El púnico le hizo un guiño.
—Pequeño bribón. ¿Y ahora…?
—Ahora quiere venir, en el gran viaje —dijo Antígono—. Y eso no está en discusión, desde luego. Con doce años…
—… un cierto heleno alcornoque, cuyo nombre no viene a cuento, fue enviado a Alejandría por su padre.
Antígono se levantó y miró fijamente a Bostar.
—Ay. Precisamente tú me apuñalas por la espalda. Bah.
Bostar rió divertido.
—A los amigos ancianos hay que recordarles de tanto en tanto que también ellos fueron niños.
Antígono se rascó la cabeza, observó a Bostar y a Memnón, y de pronto echó también a reír. Puso la mano sobre la cabeza del muchacho, que seguía arrodillado.
—Está bien. Si Tsuniro no tiene nada en contra.
Memnón estaba radiante de felicidad.
—Y tú, follacabras —dijo Antígono—, tienes un hijo que no será un púnico sedentario como su padre.
—¿Qué? Tú, infame, maloliente, incircunciso, meteco…
Antígono levantó la mano.
—Despacio; no me corrompas a este hijo inocente, que no conoce expresiones tan terribles.
Bostar tenía los párpados entrecerrados.
—¿Lo dices en serio?
—¿Lo de Bomílcar? Si. Se pasa todo el día vagando por el puerto, y le gustaría desaparejar cada uno de los barcos para que no zarparan sin él.
Bostar suspiró.
—¿De dónde le vendrá esa manera de ser? Pero tienes razón. Hmm. Habrá que conversarlo. Con su madre, por ejemplo. Tal vez no sea tan mala idea. Un viaje así, contigo y con Memnón…
—¿Quién viaja y adónde? —Tsuniro apareció en la terraza. Llevaba una ancha banda de tela alrededor del torso, y un pequeño taparrabo blanco. Su piel, marfil oscuro, brillaba cubierto de sudor y agua perfumada derramada al cocerse. Su olor era indescriptible.
—No —dijo Antígono—. También eso, no.
Memnón y Bomílcar se llevaban de maravilla; a los dos días de viaje ya eran los miembros más decididos de la tripulación. Aristón se había convertido en un cabezota travieso e irresistible. El pequeño de seis años tiranizaba a todo el barco, y sus súbditos lo amaban. Antígono pasaba largas horas con el «demonio negro», como lo llamaban a bordo, contándole feroces historias e inventando entre ambos nuevas y fantásticas continuaciones para viejos relatos de aventuras; juntos poblaron el cosmos de rojos monstruos marinos, dragones de ocho cabezas, serpientes voladoras, enanos gigantes y gigantes atrofiados y diminutos. Pintaban y tallaban madera, los días en el que el mar estaba en calma se bañaban o, riendo y chillando, y acompañados por Tsuniro, Memnón y Bomílcar, menos bullangueros, se cogían a unas cuerdas y dejaban que el barco los arrastrase por el agua. Por momentos Tsuniro parecía intranquila y ensimismada, pero rechazaba cualquier alusión. En conjunto, era un viaje saludable. También la relación entre Antígono y Memnón, que había padecido vacilaciones por la prematura madurez del muchacho, volvió a mejorar y a ser casi íntima. Antígono disfrutaba las ardientes noches con Tsuniro y los cálidos días con todos, y se decía a sí mismo que nunca había sido tan feliz.
Tras unos días de viaje cesaron los mareos del pasajero. Sosilos había pasado los primeros días inclinado sobre la pared de la borda, con la cara verde, o tumbado gimiendo y quejándose. Tenía veintiún años, era un dechado de erudición y —dejando de lado sus mareos— estaba en muy buena forma, a diferencia de la mayoría de los chupatintas. El rubio espartano hacía de la necesidad una virtud, en tanto simplemente se afeitaba las escasas pelusillas de la barba, que tantas bromas debían haberle costado. Su rostro joven e imberbe estaba en extraña contradicción con las eruditas conversaciones que sostuvo tan pronto pudo volver a hablar con coherencia. Antígono, Tsuniro y Mastanábal se sentaron en la cubierta de popa y dieron vino al espartano hasta que la erudición se emborrachó y la conversación se hizo más humana.
—Iberia no se balancea, ¿o sí? —dijo Sosilos ya muy pasada la medianoche. Luego dejó escapar un eructo y miró a Tsuniro sonriendo; sus ojos perdidos miraban más alrededor de la muchacha que a su rostro—. Ya tengo bastante de mar. Thalassa Thalassa, ¡bah!
—Tigo —dijo Mastanábal—. ¿Esta marmota tragapapiro va a dar clases a los leones bárcidas? ¡Vaya! —Dio un fuerte tirón de su barba gris y sacudió la cabeza sonriendo—. Lo arrojarán al agua.
—Ha tenido un poco de mala suerte —dijo Antígono—. No hay que tomárselo a mal.
—¿Mala suerte? —Sosilos se inclinó hacia delante y extendió el dedo índice, haciéndolo girar—. ¿A qué llamas mala suerte? En Corinto tu parentela me envió por el campo. Ante las puertas de Micenas me derribó un caballo y caí contra un árbol. En Argos unos borrachos me molieron a palos. En Megalópolis me arrollaron dos carros. En Esparta los miembros de mi familia me insultaron y casi me matan porque quería irme a trabajar con un púnico. En Giteón estaba tan borracho que al subir al barco por la pasarela me caí a la asquerosa agua del puerto. Brrr. Después, pasé muchos días con un mareo terrible, y en Apolonia, puerto de Cirene, sólo había un barco que quería ir a Melite por el espantoso mar. Uno como éste, con el ojo rojo y saltón en la vela. —Señaló el centro de cielo nocturno—. Y de Melite, en lugar de llevarme a Karjedón, me llevaron a esa isla desierta de Lopadusa, donde tuve que recitar a las lombrices y topos los versos inmortales de Esquilo y Homero. Luego otra vez a Hadrimes, en medio de una terrible tormenta. Y ahora estoy aquí, sentado con un pirata púnico de barba gris, una diosa negra a la que no puedo adorar porque sólo escucha los susurros de un mercader andrajoso que es meteco en Karjedón, dos muchachitos irrespetuosos que se burlan de mi saber y un pequeño demonio negro. Ay. ¡Y tú lo llamas mala suerte! ¿Qué cosa, oh señor del banco del símbolo obsceno, merece que la consideres una catástrofe horrorosa?
Antígono reía.
—Dos días en compañía de un Sosilos de Esparta sobrio, y sin la posibilidad de escapar de sus discursos.
Sosilos hizo un esfuerzo para levantarse, y se apoyó en la borda.
—¿Dos días? No sabes lo que dices, señor de las monedas. Hasta ahora no te he molestado con Platón, ese locuaz urdidor de sátiras desafortunadas, como lo llamó Gorgias cuando leyó el diálogo que lleva su nombre. ¿Crees que podrías haber soportado dos horas a Platón? ¡Yo no!
Era una noche clara, tibia, sin viento; el barco estaba anclado en una pequeña bahía al este de Tabraq. No obstante, el barco parecía estar cabeceando y balanceándose en medio de una tormenta, a juzgar por los movimientos con que Sosilos caminaba desde la cubierta de popa hasta el mástil, bajo el cual había extendido su manta. El espartano se desplomó nada más llegar allí; ya los últimos tres o cuatro pasos los había dado roncando. Memnón y Bomílcar dormían sin hacer ruido.
Mastanábal simplemente resbaló del taburete y se enrolló en la manta extendida bajo la rueda del timón.
—Una hermosa noche —murmuró Tsuniro mientras Antígono cerraba las cortinas del camarote de popa. La respiración regular de Aristón se abría paso a través del delgado tabique que dividía el camarote en dos partes—. Sólo falta la culminación. —Le levantó el chitón a Antígono y tiró de su calzón.
—Demasiado vino, princesa de la noche —dijo Antígono en voz baja, al tiempo que le pasaba el brazo alrededor del cuello.
Ella le mordió el lóbulo de la oreja y rió con picardía.
—Ya veremos.
Las columnas de Heracles, o de Melkart, eran tan impresionantes como siempre; sobre todo para Sosilos que no las había visto antes. Memnón y Bomílcar opinaban que las piedras eran sólo piedras, y se colgaron por la borda para observar a los delfines.
Tuvieron que hacer una escala en la antigua ciudad púnica de Sepqy, fundada por colonos de Kart-Hadtha. A Antígono no le gustaba el puerto insular, que, salvo un templo y dos o tres tabernas, no tenía nada que ofrecer. Pero aquí y allá, en el lado norte del estrecho, podían verse las penteras que cuidaban el paso, y todo aquél que quería cruzar el estrecho tenía que someterse al control de alguno de los comandantes púnicos.
El cruce del estrecho deparó a Sosilos numerosos días de navegación sin carga. Los vientos y corrientes que chocaban entre el mar y el océano hacían cabecear al barco, y cambiar de color al espartano.
La ciudad de Kalpe, un peñón de formas extrañas que se levantaba bajo la columna de Melkart del lado norte, parecía todavía más somnolienta que Sepqy. El viejo puerto, unos cuantos almacenes y edificios de viviendas, algunos talleres y huertos, era lo único que había quedado después de que, dos años atrás, Amílcar convirtiera la aldea pesquera de Eya, situada al norte de allí, en la ciudad de Kart Eya, y construyera la fortaleza.
El fuerte viento del este amainó al caer la noche. Mastanábal y su piloto, Baqranis, un libiofenicio de Ityke, se levantaron al mismo tiempo, despertaron a los otros e hicieron que el barco doblara el cabo a remo. En el estrecho, antes de alcanzar el punto más meridional de Iberia, cogieron un tibio viento del sur procedente de las montañas de Libia; Mastanábal mandó poner la vela en diagonal y el viento no tardó en henchirla y dar un buen impulso al barco.
Dos días después entraron en la bahía de Gadir bajo el brillante sol de media tarde. Al sur de la larga isla, la cúpula de cobre del antiquísimo templo de Melkart despedía un resplandor verdoso. En el puerto, en el extremo nororiental, Antígono vio un barco que le despertó recuerdos cargados de nostalgia y ya casi enterrados: uno de los mercantes de sesenta pasos de largo, cincuenta de ancho, dos mástiles y alto bordo que, con capitanes muy reservados y tripulaciones bajo juramento, traían estaño, ámbar y pieles del norte, oro y marfil del sur y también oro, tallas de madera y extrañas especias del lejano Oeste, al otro lado del océano. Suspiró.
Sosilos, de pie punto a él, también dejó escapar un suspiro.
—«Oh Tartessos, resplandeciente oro donde el sol se pone»; ojalá supiera qué sigue —dijo.
—Da igual cómo siga; Tartessos, lo que queda de Tarshish, está a un día de viaje de aquí, hacia el norte, entre las dos desembocaduras del gran río que los turdetanos llaman Baits o Tarshish.
Sosilos arrugó la frente y lo miró perplejo.
—Yo pensaba que Tartessos quedaba aquí, frente a Gadir.
—No es así. Desde lejos, dos ciudades separadas por un día de viaje en barco parecen una sola.
—Ya que sabes tanto, seguramente podrás decirme lo que haya que saber sobre Kolaio de Samos, el rey Argantonio de Tartessos y todos los otros.
Tsuniro se acercó a ellos y se apoyó sobre la espalda de Antígono. Guardó silencio, observaba los blancos edificios.
—Puedo hacerlo, oh Sosilos de Esparta. Tarshish era la capital de un gran imperio que se extendía por la costa meridional de Iberia y los campos adyacentes. El oro y el cobre de las montañas ibéricas, el estaño y el ámbar del lejano Norte, todo iba a parar a Tarshish. La antigua Gadir, fundada por marinos de Tiro, sólo podía atraer hacia sí a una diminuta porción del comercio. Muchos siglos atrás, cuando Tiro era poderosa, llegaron a Gadir más marinos y soldados, que durante un tiempo se ocuparon de empequeñecer a Tarshish. En la época de la soberanía asiria, Tiro no sólo casi pierde el espíritu, sino que de hecho perdió las antiguas colonias del oeste; y Tarshish volvió a florecer, gobernada por un rey fuerte. Este Argantonio aprovechó la decadencia de Tiro para comerciar con los helenos, desde Massalia hasta Samos. Luego Karjedón se fortaleció, expulsó a los helenos de la parte occidental del mar, ocupó Gadir y destruyó Tarshish. Así de sencillo. Eso fue hace unos dos siglos y medio, quizá algo más. Las ruinas de la ciudad real yacen bajo el cieno que el gran río acarrea hasta el océano. En la desembocadura hoy existe una aldea de pescadores; se llama Tarshish y se cree importante.
Los edificios blancos de Gadir, los patios interiores, claros y ventilados, con sus pozos, las colosales murallas y los grandes astilleros, los almacenes atiborrados, en los que se vendía todo lo que Iberia y las islas y países del océano podían suministrar, la bahía amplia y azul, el puerto, verde…, el sueño del Oeste. Antígono estaba un poco enfadado con Sosilos y con él mismo, por haber tenido que mantener una larga charla en lugar de disfrutar en silencio del reencuentro con la ciudad, de embeberse de todo. Tsuniro lo notaba; le sopló en la nuca y le deslizó una uña afilada a lo largo de la columna vertebral, al tiempo que susurraba algo muy despacio.
A menos de cien millas por encima de la desembocadura del Baits había surgido un nuevo centro del creciente Imperio. Como la región rebosaba de conejos, Amílcar había llamado al lugar Ispani, Ciudad de los Conejos; la mezcla de lenguas de púnicos, númidas, libios, turdetanos y otros pueblos, hizo que el nombre de la ciudad no tardara en convertirse en Ispalio Hispali; sin embargo, la n se mantuvo en la denominación de la región: poco a poco, Ispania se convirtió en el nombre del sur de Iberia. No obstante, Antígono calculaba que pasarían siglos antes de que los archivos de la ciudad de Kart-Hadtha renunciaran a seguir empleando el nombre de Tarshish.
Asdrúbal estaba extenuado; la elaboración de los planos, el trazado de vías, la construcción de caminos, el establecimiento de pequeñas fortalezas y puntos de apoyo en el interior, la explotación económica, el equilibrio entre deseos y posibilidades, las exigencias de la administración y las aspiraciones de las tribus, que solían estar en paz, pero a veces se enfrascaban en sangrientas batallas, todo ello minaba las fuerzas del púnico. Y había algo más.
—Ay, aún no lo sabes. Pani ha muerto.
Antígono puso la mano sobre los hombros abolsados del yerno de Amílcar.
—Pero si era tan joven —dijo muy despacio, conmovido—. Oh Asdrúbal, no voy a hablarte del consuelo de los dioses, en los que no creemos. Lo siento mucho.
El rostro gris de Asdrúbal se ensombreció aún más.
—Era más frágil de lo que parecía —murmuró—. Dos malos partos prematuros, Tigo. Y luego, cuando regresé a Kart-Hadtha, un embarazo llevado hasta el final, pero el niño estaba muerto, y Pani murió de la hemorragia.
Antígono pensaba en la vivaz, inteligente, simpática y hermosa hija del Barca, a la que nunca volvería a ver. El fresco vino ibérico estaba soso, y los vapores de la espaciosa casa de madera desde la cual Asdrúbal intentaba administrar el nuevo Imperio parecían querer sofocarlo.
—Espero que Asdrúbal venga pronto —dijo el púnico de repente. El fuego de sus ojos cansados se avivó un tanto—. Puedo necesitar verdadera ayuda.
—¿Cómo que Asdrúbal?
—Amílcar quiere que sus hijos aprendan todo. Magón está con él, en el campamento. Aníbal estuvo conmigo hasta hace medio año, aprendiendo las cuestiones de la administración; en mi ausencia llevó las cosas muy bien. Ahora su padre lo ha enviado al interior con un pequeño grupo de mercaderes cuya verdadera misión es reconocer el terreno, claro. Cruzarán montañas, explorarán los ríos y llegarán a la costa norte. Y volverán con todos los conocimientos posibles sobre todas las regiones aprovechables.
—Peligroso. —Antígono caminó hasta la ventana, observó la borrosa calle principal de Ispali y respiró el aire sofocante de aquella región fluvial—. Allá arriba, en el norte, todavía hay caníbales, según he oído.
—Aníbal es nervudo —dijo Asdrúbal riendo; el cansancio y la tristeza se esfumaron por unos segundos, y aquel hombre que observaba a Antígono volvió a ser el joven púnico de Kart-Hadtha—. Además, probablemente no sean más que rumores y leyendas. También cuentan que se limpian los dientes con su propia orina.
Pero ¿dónde está tu hermosísima mujer morena? Me gustaría tanto volver a verla.
—Se ha quedado en Gadir, con Memnón, Aristón y Bomílcar, en el puerto o a bordo del Alas. Dijo que si el viaje era para quedarnos mucho tiempo, ellos también venían; pero que para hacer un rápido viaje por río al interior y volver de inmediato, prefería quedarse a tomar el sol.
Asdrúbal soltó un hipido.
—Espero que eso no estropee el color de su piel. ¿De modo que te marcharás pronto?
Antígono asintió.
—Todo lo que quería entregar, ya está entregado: mercancías en Gadir, monedas aquí, saludos y recomendaciones del Consejo, y el maestro para los cachorros de león. Ahora queremos navegar hacia el norte. Hace algunos años compré unas espadas en Britania; ahora quiero ir a recogerlas.
Asdrúbal extendió la mano, asintiendo con la cabeza.
—Has encargado espadas en Britania, ya, ya. Fiebre no tienes. Contigo nunca se sabe.
Antígono rió.
—Contigo tampoco, noble púnico. ¿Cuándo esperas a Asdrúbal?
—En realidad ya debería estar aquí. Si es la mitad de bueno que su hermano, pronto podré dormir algo más de tres horas.
—¿Dónde está Amílcar?
Asdrúbal señaló un tosco mapa del sur de Iberia, adornado con manchas blancas; el mapa estaba formado por varios rollos de papiro clavados, uno al lado del otro, en la pared de madera. El púnico golpeó con el índice un lugar al este de allí. El Baits corría de Este a Oeste hasta llegar a Ispali, donde giraba hacia el sur. El punto que señalaba el dedo de Asdrúbal se encontraba junto al río.
—Karduba —dijo—. El campamento principal. Desde allí se dominan los yacimientos de plata y las fuentes del Baits.
—¿Cómo se llama el lugar?
Asdrúbal chasqueó la lengua.
—Comienzo a acostumbrarme a la pronunciación de aquí, tienden a contraerlo todo. Kart luba: Karduba. El verano pasado hubo allí una cruel batalla. Un númida, luba, primo de Naravas, decidió la batalla con sus jinetes, pero no pudo salir con vida. Amílcar dio su nombre al lugar. Pero, en general, honra a todos los jinetes. —Estaba radiante—. Deberías ver el nuevo ejército. Hace falta verlo para creerlo.
—¿Un nuevo ejército? ¿Acaso el Consejo os envía más dinero?
Asdrúbal hizo un guiño.
—No, pero sacamos de las antiguas minas un poco más de plata de lo que comunicamos al Consejo. Hemos empezado a acuñar monedas propias, sólo para la tropa. Pero Amílcar ha hecho realidad un viejo sueño. Un centenar de pueblos distintos, con sus buenas y malas costumbres guerreras, pero un mismo armamento, la misma formación, las mismas señales y ejercicios. En este momento está ensayando una caballería pesada ibérica: catafractas ibéricos.
—Apenas puedo imaginármelo, pero en mi próxima visita iré a verlo, espero.
Antígono no sabía el motivo, pero una extraña inquietud se apoderó de él, instándolo a regresar a Gadir lo más pronto posible. Quince días después de haber dejado el antiguo puerto, ya estaba otra vez de regreso, once días demasiado tarde.
El comportamiento de Memnón y Bomílcar, que estaban sobre la cubierta del Alas del Céfiro y salían a recibirlo con la mirada, delató a Antígono que algo no andaba como debiera. Subió a la nave pasando por encima de la pared de borda. Memnón bajó la estrecha escalera.
—¿Qué pasa? ¿Dónde están los demás?
Memnón se detuvo ante su padre. Sus ojos oscuros estaban turbios; por un fantasmal instante fue Isis la que miraba al heleno. Memnón cogió la mano derecha de Antígono, se la llevó a los labios y cerró los ojos.
—Yo… lo lamento muchísimo, padre. Ven. —Llevó a su padre a la cubierta de popa.
Antígono no sentía nada; ni frío, ni inquietud, ni miedo, sólo una especie de entumecimiento del alma. Las piernas no le obedecían. Se dejó caer sobre la amplia cama. Algo en ella le hizo notar, fugazmente, que faltaban las cosas de Tsuniro.
—Dos días después de tu partida —dijo Memnón con voz quebradiza— llegó un barco, uno de dos mástiles. Venía de una ciudad de muy al sur, de la desembocadura del Gyr, o Ny-Gher, o como sea. Había estado en las Islas Afortunadas y luego había venido por la costa: Kerne, Thymiatherion, Liksh, Zilis, Tingis, y después Gadir. El capitán era púnico; el piloto, negro, tenía las mismas facciones que ma… Tsuniro. La tripulación era mitad blanca y mitad negra. Traían oro, especias, marfil, pieles. Y dos elefantes. Tsuniro pasaba mucho tiempo conversando con el piloto. El barco cargó hierro y herramientas. Tsuniro… pasó un día y una noche encerrada en la cubierta de popa. Aquí. Nos dijo que nos marcháramos. Una vez…yo acababa de subir a bordo; y oí que Tsuniro sollozaba de forma espantosa. Oh, padre.
Antígono no dijo nada. Sus ojos, abrasadores, miraban fijamente a su hijo mayor.
—Después… después zarpó el barco. Con ella a bordo. No nos dijo nada. Me abrazó llorando. Luego cogió a Aristón. El pequeño estaba feliz, le habían contado algo sobre una breve excursión. —Una lágrima rodó lentamente por la mejilla de Memnón. El muchacho levantó la piedra plana y veteada de la mesa y sacó de debajo un trozo de papiro.
—Sólo esto.
Antígono cogió el papiro. En él había unos cuantos signos helénicos. Tengo el corazón desgarrado. Te amo. Adiós. Antígono dejó caer el papiro y volvió el rostro hacia la pared.
ANTÍGONO, HIJO DE ARISTIDES,
A BORDO DEL ALAS DEL CÉFIRO, EN EL PUERTO DE VEKTIS,
A AMÍLCAR BARCA, ESTRATEGA DE LIBIA E IBERIA,
EN KART IUBA O ISPALIS, A ORILLAS DEL BAITS;
MEDIANTE MERCADERES, POR MASSALIA, ZAKANTA, MASTIA
Saludos, amistad, respeto, siervo de Melkart, protector de los débiles, oh Rayo: He de entregar este paquete envuelto en cuero a mercaderes de Massalia que mañana dejarán este puerto insular británico. Se dice que serán los últimos en hacerlo antes de que comience el invierno; viajarán por tierra hacia el sur y dicen que no tendrán problemas para reexpedirte este paquete. El Alas no está en condiciones de navegar: el invierno nos cogerá antes de que hayamos concluido las reparaciones del casco y el mástil. El paquete contiene una piel que te dará calor en invierno. ¿Te acuerdas de las historias del oso blanco de Alejandría, amigo? La piel procede de uno de esos animales. El oso blanco es un animal feroz, solitario y terrible, de modo que su piel sólo puede pertenecer a ti. Memnón, Bomílcar y yo lo matamos con lanzas y espadas; que a ti la muerte te conceda los pechos de una esclava y un lecho suave.
El verano ha sido agradable y el otoño templado. Subimos por la costa oriental de la gran isla de Britania, siempre hacia el norte. Vimos peñascos y bahías, atracamos en puertos y comerciamos con hombres cuya lengua ni siquiera comprendían nuestros acompañantes del sur de Britania. En el extremo norte de Britania hay otras islas, que pueden verse desde la costa britana; desde allí navegamos hacia el oeste, que era lo que permitía el viento, y llegamos a un cabo tormentoso cerca del cual, según oímos decir a algunos nativos, cuyo idioma ya comprendíamos parcialmente, se encuentran las puertas del Tártaro. También contaron que en los tiempos en que los abuelos de los abuelos de sus abuelos aún no habían nacido, un extranjero llamado Addis, o bien Oddis, descendió cruzando esas puertas.
De Homero pasamos a otro heleno, el masaliota Piteas, con cuya sobrina segunda se casó el hermano de mi padre, como ya sabes. Un viento fresco nos hizo navegar hacia el norte, a mar abierto. Tras una buena travesía, al atardecer del cuarto día llegamos a una isla. Supongo que se trata de la isla Berrike, de la que habla Piteas. No está habitada. Los días siguientes descubrimos que al norte y al nordeste se levantaban más islas, todas igualmente yermas y grandiosas.
Desde ese archipiélago, al que quiero llamar Berrike, un buen viento nos empujó durante seis días hacia el noroeste. Allí encontramos un gigantesco país deshabitado, con buenas bahías. Sus arroyos son tibios y ocultan peces extraños y exquisitos. También encontramos fuentes de agua caliente y vimos volcanes que vertían sus brasas al mar. Para averiguar si aquel país estaba o no habitado por gente con la que pudiéramos comerciar, navegamos hacia el norte teniendo la costa a nuestra izquierda, hasta donde ésta terminaba. Luego seguimos la costa hacia el Oeste, pero ésta volvió a terminar. Sin embargo, una afortunada conjunción de vientos y corrientes nos permitió viajar siete días hacia el noroeste. Creo que jamás un hombre de nuestro país ha llegado tan al norte. Cruzamos una corriente de agua tibia; luego divisamos bloques de hielo que flotaban a la deriva. Mastanábal quería dar media vuelta. Pero tú sabes cuánto me excitaba la idea de ir a buscar osos blancos, desde que estuve en Alejandría.
Finalmente, llegamos a una costa escarpada, blanca y helada. En ella había pequeñas calas verdes que yo no visitaría en invierno. En esas calas vivían hombres extraños, de caras planas y ojos parecidos a los de los mercaderes chinos; te he hablado de ellos, y de Taprobane. Estos hombres viven de la pesca y la caza de focas; entre ellos es habitual dejar a los huéspedes en brazos de su mujer, o su hija, cuando cae la noche.
Mediante signos y gruñidos conseguimos hacerles entender que buscábamos osos blancos. Los extraños hombrecitos nos envolvieron en pieles, nos pusieron unos grandes abanicos de madera y hueso debajo de los pies y nos guiaron tierra adentro, hacia el hielo y la nieve. Allí, oh Amílcar, cazamos al animal cuya piel calentará tus inviernos.
La región es inhóspita; el comercio no es posible. Dimos las gracias a nuestros anfitriones de ancho rostro, que se llaman a si mismos init o algo así, que debe ser como se dice ser humano en su idioma, y levamos anclas. La corriente tibia del oeste nos llevó al nordeste, donde nos internamos cada vez más en zonas repletas de bloques de hielo flotante, y ya casi desesperábamos cuando, por fin, empezó a soplar viento del norte. El viento helado nos calaba los huesos, pero nos empujó velozmente hacia el sur. No tardamos en llegar a aquel país de las fuentes calientes y volcanes. Esta vez bajamos bordeando la costa occidental. Creo que ese país, que en realidad es una isla deshabitada, es la Tule de que habla Piteas.
Ahora estamos de nuevo en el puerto de la isla de Vektis. Pronto se desatarán las tormentas de invierno, que nos impedirán viajar antes de la primavera a la costa oeste de las Galias, y seguir hacia el sur bordeando la costa. Como ya sabes, es la segunda vez que paso el invierno aquí. Este invierno está lleno de pensamientos sombríos, y las noches tiñen de negro mis recuerdos de aquel otro invierno. Y ese negro no es el de la piel de Tsuniro ni el de los ojos de Aristón.
En primavera o en verano llevaré otros regalos. Regalos incomparables para tus cachorros de león, oh Rayo. El herrero Ylán ha querido volver a afilar las hojas de las espadas, por eso no puedo enviarte las preciosas armas junto con la piel; además, dudo que lo hubiera hecho. Pues una eventual pérdida de la piel sería lamentable y solventable únicamente por la disparatada ligereza de emprender un nuevo viaje; pero perder la espadas —por la codicia de algún masaliota, por ejemplo— sería un ultraje contra los dioses y los hombres. Nunca han existido espadas como éstas, Amílcar. Una mariposa se posó sobre el filo del arma que está destinada a Aníbal, y cayó al suelo cortada en dos pedazos. ¿Qué otra cosa podría haber sucedido, si Ylán la afila una y otra vez? Deberías enseñar a tu armero a criar gansos, Barca, pues así es como ha hecho las armas Ylán: primero forjó, purificó y dio dureza al hierro, y lo redujo a diminutas limaduras. Luego echó estas limaduras en el pienso de sus gansos. Algo hay en el estómago o en las tripas de estos animales que purificó aún más las diminutas partículas de hierro. Una vez que las limaduras hubieron salido de las tripas de los gansos, Ylán las puso al fuego, las fundió, volvió a convertirlas en un solo trozo, forjó ese trozo, le dio dureza, y volvió a limarlo. Las armas, reducidas a pequeñísimos fragmentos, pasaron tres veces por el estómago de los gansos. (Por lo demás, esos bichos no me agradan; una vez despertaron a los romanos en un momento poco propicio). Es un trabajo maravilloso, fuera de toda medida; ya lo verás, Amílcar, y tus hijos saltarán de alegría.
Si tus muchos informantes escuchan alguna noticia procedente del sur de Libia, no me lo digas, amigo. Aún no. El corazón desgarrado que quería ahogarse en el puerto de Gadir necesita una larga convalecencia, no soportaría ninguna noticia más. Victoria, progreso, riqueza y éxito.
Tigo