Un emisario del capitán del puerto entregó la carta a Antígono por la tarde, cuando atracaron en el puerto de Tingis. Habían hecho una larga escala en Mastia, donde empezaba a florecer la nueva aldea. En Malaca, y luego en Kalpe, les habían llegado rumores que la carta de Bostar no hacia más que confirmar y dotar de un contorno pesimista.
En Kalpe habían perdido otro día, debido a una tormenta. La nave correo que flotaba junto a ellos parecía haber intentado sortear la tormenta. Le faltaba el mástil; remos rotos yacían sobre el atracadero.
Memnón vagabundeaba por el puerto; se había escapado mientras Tsuniro y Antígono leían la carta. El viejo capitán Hiram discutía en el atracadero con unos tingitanos polvorientos. El piloto, Mastanábal, supervisaba la limpieza y llenado de los toneles de agua. El sol de finales de otoño ya caía por el oeste; el agua salobre de la dársena parecía madera carcomida cubierta por trozos de una capa de bronce. Apestaba a pescado podrido, basura y excrementos humanos. Sobre los sillares grises del atracadero traqueteaba un carro tirado por bueyes que traía un cargamento de ánforas de vino al Alas del Céfiro. El vino que ya había en el barco se estaba avinagrando poco a poco. Además del Alas y del correo, en el puerto había otros ocho barcos. El panzudo mercante anclado al otro lado del Alas estaba cargando molinillos procedentes de las canteras del sur de Tingis, y lingotes de cobre del interior. Tsuniro apretó una de sus mejillas contra la de Antígono y le acarició el cuello.
—Tigo —dijo susurrando. Luego se puso de pie, suspiró y caminó hacia la borda.
Antígono se quedó un momento con la mirada fija en el papiro, sin verlo. Lo enrolló, lo dejó sobre la mesita, echó hacia atrás la silla plegable, hecha de madera y lona, se levantó muy despacio y bajó la escalera de la cubierta de popa con pies de plomo. Haciendo un esfuerzo, consiguió dirigir sus pensamientos hacia las necesidades inmediatas. Tras dar nuevas instrucciones a Hiram, subió a bordo de la nave correo. Tenía un aspecto espantoso. El mástil no se había roto, había sido arrancado de la cubierta; toda la embarcación estaba cubierta de tablas rotas, apuntalamientos agrietados, astillas de madera embadurnadas de sangre y cabos deshilachados. Fatigados hombres de la tripulación y carpinteros de Tingis trabajaban casi rabiosos en la reparación de los daños. Uno de los marineros dejó caer un martillo, se llevó el pulgar machacado a la boca y profirió una maldición. Ésta iba dirigida al capitán, quien, por lo visto, quería zarpar esa misma noche.
Antígono encontró al púnico en el camarote de popa, inclinado sobre un rollo, con la caña de escribir en la mano y surcos en la frente.
—Antígono, del Banco de Arena. ¿Eres tú el capitán del barco?
El hombre levantó la mirada. Era apenas algo mayor que Antígono; en los rasgos de su rostro podía leerse el cansancio, la preocupación y el peso de la responsabilidad. Se pasó la mano derecha por el cabello oscuro y desgreñado, tiró de una de las argollas que llevaba en la oreja derecha y se puso de pie.
—Sí, señor del Banco de Arena. Y ando con prisas.
Antígono señaló hacia atrás con el pulgar.
—¿He oído que quieres volver a zarpar hoy mismo?
El púnico asintió. Apretando los dientes, dijo:
—De ser necesario, sin mástil, sólo con remos y tablones a medio remendar. Tenemos que ir a Gadir.
—¿Es tu presencia allí indispensable? El Alas del Céfiro acaba de recibir vino fresco. Y yo he recibido una carta de Kart-Hadtha por la que me gustaría hacerte algunas preguntas.
El púnico titubeó; se encogió de hombros.
—Un vaso de vino, ¿por qué no? Esta lista de daños puede esperar.
Ya sentados en la cubierta de popa del Alas, frente a los vasos llenos de vino, Antígono señaló el rollo con la carta de Bostar.
—Este rollo nos ha estado esperando aquí algunos días. Dice que Kart-Hadtha está prácticamente sitiada, y que Giscón tiene que ir a Tynes para reemprender las negociaciones con los mercenarios. No suena muy esperanzador. ¿Sabes de alguna novedad?
El púnico rió apretando los dientes, levantó el vaso ante Tsuniro, después ante Antígono, bebió y se secó la boca.
—No sé si las noticias te gustarán, señor del banco.
—Antígono; olvida el «señor».
—Yo me llamo Hannón, no puedo hacer nada para evitarlo, aunque sé que de momento hay nombres mejores.
Tsuniro chasqueó la lengua.
—¿El otro Hannón ha caído?
—No, el poder de su dinero es demasiado grande para que eso suceda. Es estratega y ha emprendido los preparativos para la guerra. Antígono cerró los ojos.
—Entonces las cosas han ido tan lejos que…
Hannón asintió lentamente.
—Todavía más lejos, señor… Antígono. —Se apoyó en el respaldo de su asiento e informó de lo ocurrido.
Giscón había mandado cargar un barco con dinero en el puerto y lo había llevado al lago de Tynes, pasando por el pequeño canal de la «lengua de tierra». Lo acompañaban algunos Señores del Consejo. Tras largas negociaciones, Giscón empezó a pagar las soldadas atrasadas y la compensación por los caballos muertos; la cuestión del grano la dejó para más adelante. Ya había pagado a algunas de las tribus, cuando los libios se amotinaron protestando que no habían recibido nada y que a ellos les correspondía cobrar los primeros. Naturalmente, la intención de Giscón había sido que sucediera precisamente eso: quería dividir a los mercenarios en dos bandos, meter una cuña entre ellos. Giscón respondió con frialdad que, o bien esperaban con paciencia a que llegase su turno, o bien tendrían que ir a cobrarle al «estratega» que ellos mismos habían nombrado, un libio llamado Matho.
—Muy astuto, y muy osado.
Tsuniro sacudió la cabeza.
—En esas circunstancias, rodeado por mercenarios sublevados…
Hannón suspiró.
—Un hombre bueno y justo, ese Giscón; desde un principio había querido que se cumplieran los pactos con los mercenarios. Seguro que el motín y las nuevas y desmedidas exigencias de los mercenarios lo irritaban menos que los mentecatos del Consejo. Pero había algo con lo que no había contado, con lo que no podía haber contado.
—¿Y qué era eso? —preguntó Antígono poniéndose de pie.
—Para todos los bárbaros, hasta para los romanos, los emisarios son sagrados, pero los libios cogieron a Giscón y a los otros Señores del Consejo, los golpearon, los encadenaron y los arrojaron a un calabozo en Tynes.
Tras un largo silencio, Antígono, como si no quisiera dar crédito a lo que acababa de oír, dijo:
—No. La inmunidad de los emisarios…, pretextos más insignificantes han conducido a grandes guerras. Pero… se hubiera debido contar con algo así, ¿verdad? Precisamente de parte de los libios. Sabían que para ellos no existe un camino de regreso. Tan pronto los otros mercenarios se hayan ido, la ira que Kart-Hadtha tendrá será terrible.
Hannón extendió los brazos.
—No sólo contra los libios y su caudillo, ese tal Matho, también contra otros. Sobre todo los itálicos; su cabecilla es un tal Spendius. Tampoco ellos pueden regresar a su país; han luchado contra Roma, y ahora todas sus ciudades natales son aliadas de Roma. Y los galos capitaneados por ése, ¿cómo se llama?, Audarido…
—¿Cómo se ven las cosas ahora? ¿En Kart-Hadtha y en Libia?
Hannón cogió el vaso y fijó la mirada en algún punto frente a él.
—Guerra —dijo en voz baja—. Una guerra terrible que aún no ha comenzado, pero que ya no se puede evitar. Para la ciudad es incluso peor que la larga Guerra Romana. Muchas cosas se agolpan…
Los mercenarios se habían dado prisa en enviar mensajeros a todas las ciudades y aldeas del interior de Libia. No hacia falta más; durante la guerra, Kart-Hadtha había duplicado los tributos de las ciudades e incrementado los impuestos de los campesinos a la mitad de todas sus cosechas.
—A los treinta mil mercenarios se han unido casi treinta mil libios —dijo el púnico con voz quebrada—. Las aldeas han enviado todo el dinero que poseen; las mujeres han sacrificado sus joyas. Matho y Spendius disponen de grandes medios; han empezado a acuñar monedas propias y a pagar a sus hombres. Sólo dos ciudades no están con ellos, Ityke e Hipu. Serán sitiadas, lo mismo que Kart-Hadtha. Tienen buenos soldados, preparados por Amílcar e invictos en sus batallas contra los romanos, y más del doble de libios. Cuando llegue la primavera todos estarán armados y bien entrenados.
Antígono se pasó la mano sobre los ojos.
—¿Y qué tiene Kart-Hadtha?
El púnico rió.
—Nada. Unos cuantos centenares de mercenarios que no han desertado y siguen en las murallas. Hannón está armando a voluntarios… púnicos; hace reparar los barcos y ha enviado reclutadores a que contraten nuevos mercenarios. Ésa es mi tarea; debo llegar a Gadir tan pronto como sea posible: por plata y soldados para Kart-Hadtha. Estamos indefensos, señor Antígono. Cuando Régulo atracó en nuestras costas, siempre tuvimos más hombres que él; Agatocles era un visitante inofensivo y amigable. Ambos, tanto los romanos como los de Siracusa, por lo menos respetaban las reglas básicas de la guerra, no violaban a los emisarios. Esta guerra será terrible: en las mismas murallas de la ciudad, sin aliados, sin dinero, sin soldados, contra mercenarios que han violado todas las reglas y no tienen nada que perder… Y eso no es lo peor.
—Dilo. Dilo. Para que sepamos qué tenemos que hacer. —Antígono buscó la mano de Tsuniro.
—Comerciantes romanos han aceptado el dinero de los mercenarios y han enviado barcos con grano y otras cosas… a los mercenarios que asedian Hipu. Nuestra flota los ha interceptado y los ha llevado a Kart-Hadtha. Quinientos ciudadanos romanos… El día anterior a mi partida llegó al puerto una embajada de Roma. Amenazaron con la guerra, y los mercenarios les han ofrecido firmar un tratado: contra Kart-Hadtha.
Antígono estaba abatido. Contemplaba el ánfora con la mirada fija, llenó su vaso con vino, sin mezclarlo con agua, dio algunos suspiros y se llevó el vaso a los labios.
Tsuniro estiró la mano, cogió el vaso y devolvió el contenido al ánfora.
—Ya no más, corazón de mi corazón.
Antígono levantó la mirada, sorprendido. Sus ojos se cruzaron. Ambos sabían qué estaba pensando el otro.
—Por lo visto soy púnico —murmuró Antígono.
—Deja que la ciudad se pierda; si no se salva a sí misma, no merece ser salvada. Esta noche te demostraré que la vida también es disipada y dulce sin vino y sin Kart-Hadtha. —Lo cogió de la mano—. Pero sólo si vienes conmigo ahora mismo a la casa de baños de enfrente. Después de todos estos días a bordo… Si no vienes, y esto es una promesa, no te tocará ni con los dedos del pie hasta que termine este viaje. Ofendes a mi nariz, mi lengua y alguna otra cosa.
Jarras, cestos, ánforas y sacos fueron subidos a bordo: atún salado, frutas en aceite, frutos secos, carne adobada, grano, más vino. Un carro con molinillos de hierro se había detenido en el atracadero.
Hiram abrió los ojos de golpe al oír la pregunta de Antígono.
—¿Soy un marino púnico o un romano pies planos que nunca ha pisado un barco? ¡Miedo! ¡Bah! —Escupió—. Oh, Tigo, señor mío, he navegado ese trecho muchas veces, y sé cómo navegarlo, sé qué estrellas son importantes y qué vientos en qué corrientes. Todavía estamos en otoño, y el clima es propicio. Si zarpamos ahora, podemos conseguirlo. Y hasta encontraremos buenos vientos para el camino de regreso. Pero es peligroso.
Antígono le dio un manotazo en la espalda.
—Mastanábal lo ve de otra manera —dijo con una sonrisa apagada.
—Ja. Mastanábal lo ve exactamente igual que yo. Sólo que siempre me lleva la contraria. Eso hace que entre los dos demos con el rumbo adecuado. —Hiram se rascó la barba. Su sonrisa se esfumó—. Dime, señor, ¿por qué tú, por qué ahora, por qué hacia allí?
Antígono cerró los ojos.
—Porque cuando caiga Kart-Hadtha debo estar lo más lejos posible. Haz un poco más de espacio. En Gadir cargaremos hierro. En Britania tienen muy poco.
Medio día después de su llegada al puerto de la isla de Vektis, se desató la primera verdadera tormenta de invierno. Memnón, quien había imaginado que el norte era más frío y hasta entonces había estado algo desilusionado, se entusiasmaba al ver sus pisadas en la nieve, se dejaba sostener por el viento y llevaba sus pieles como si de una armadura de oro se tratase. La silueta blanca de Mastanábal daba vueltas a bordo del Alas del Céfiro, preocupada por el barco y la carga. Hiram se emborrachaba con cerveza britana y jugaba a los dados con mercaderes masaliotas. Helenos del sur de las Galias maldecían contra la tormenta que los retenía en el puerto, alababan a Hiram porque había ayudado a que no se estropeasen los negocios de otros mercaderes de la costa norte de las Galias, hablaban mal de los nativos de la isla e intentaban sonsacar sus secretos al viejo capitán púnico. Hiram ganaba a los dados e inventaba vientos y constelaciones increíbles que supuestamente había seguido desde Gadir. Y, de tanto en tanto, decía refunfuñando que no ayudaría a los helenos, pues la flota de Kart-Hadtha no permitía que nadie fuera más allá de las columnas de Melkart.
La taberna del puerto, de madera y barro, descansaba sobre una bóveda excavada en los peñascos. Encima del salón de la taberna, ennegrecido por el fuego e impregnado del mal olor del pescado, grasa, cerveza y aceite de pescado, había una serie de pequeñas habitaciones con colchones de paja y jofainas de arcilla. El tejado de ripias estaba sujetado con piedras; el viento silbaba al abrirse paso a través de las grietas del postigo de madera revestida en cuero que debía cerrar la ventana.
Antígono y Tsuniro aprovecharon la ausencia de Memnón. El heleno se ató las pieles con agujetas, se bajó el traje en forma de tubos que le cubría las piernas y quitó una cañita puntiaguda del colchón de paja. Tsuniro se quitó la falda de piel. A la luz de la vela de sebo, la brillante piel de foca que la cubría de las caderas para arriba resaltaba en su piel morena casi como un segundo cuerpo, ligeramente jaspeado.
Antígono se echó hacia atrás extendiendo los brazos hacia Tsuniro.
—Oh, largas piernas de placer —dijo—. Oh, la desnudez del sur. De todas maneras —añadió sonriendo—, vamos a ver estrellas, las que hasta ahora han sido nuestro norte. Ven, corazón de mi corazón, es urgentísimo.
—Ya lo veo. —Tsuniro se acuclilló sobre él e hizo girar la pelvis. Antígono lanzó un gemido, ella se inclinó hacia delante y le mordió tiernamente la nariz—. Además de lo que decimos sobre junglas —dijo ella jadeando—, y sobre ríos, y juncos, y otras cosas, que ya sabes, podemos, hablar, de muchas, otras, cosas. De, caballos, por ejemplo.
—Ahhhh. ¿Cabaaallos?
—Deja… que… te… monte… suavemente…, que… RIDO.
Antígono se informó con cautela. Uno de los britanos de la localidad, pequeño y de cabello oscuro, le dijo lo que quería saber. El Alas del Céfiro zarpó apenas cesó la tormenta; navegaron hacia el norte, hasta llegar a la amplia Boca de las Mareas. Allí, donde solían atracar menos mercaderes extranjeros que en la isla Vektis, había mejores posibilidades de comerciar.
Tsuniro y Memnón se quedaron a bordo. Antígono los dejó —a ellos y a Hiram— a cargo de todo. Cabalgó algunos días hacia el noroeste, acompañado de un guía britano y llevando tres o cuatro caballos cargados de hierro, bolsas de monedas y provisiones. Cerca del Circulo de las Piedras Danzantes vivía el herrero Ylán. El herrero, hombre de mediana edad y ancho de espaldas, examinó a los extraños, dio su opinión sobre el hierro y finalmente arrugó la frente.
—¿Seis espadas de las buenas, de ésas que has oído alabar?
Antígono escuchó las palabras dichas en ese idioma extraño que no se parecía a ninguno de los que había oído antes. Cuando el guía tradujo la pregunta a un pésimo heleno, Antígono extendió el brazo derecho.
—Más o menos de este largo —dijo—. Desde la punta de los dedos hasta un palmo por encima del codo. Y de este ancho. —Abrió la mano separando el pulgar del meñique tanto como pudo.
—Ah —dijo el guía—. ¿Como ibéricas?
Antígono asintió y el guía tradujo. El herrero se rascó la cabeza, se levantó, caminó hacia el otro extremo de la enorme habitación donde trabajaba y comía, apartó un fuelle y cogió una balanza oculta bajo sacos vacíos. Antígono observó las vigas ennegrecidas, el fuego apagado junto al yunque, el pequeño montón de nieve que había caído a través del tiro del fogón. El fuego de la cocina apenas alcanzaba para derretir la nieve de las botas del heleno; sin embargo, el herrero no parecía sentir frío. Vestía un pantalón de cuero y un tabardo de lana de oveja que dejaba desnudos los antebrazos.
—Él quiere saber cómo llamarse gente, qué hacer, cómo relación contigo.
—¿Es necesario? Está bien. Tres son para los hijos de un buen amigo llamado Amílcar; los hijos se llaman Aníbal, Asdrúbal y Magón. Una es para Bomílcar, el hijo de mi amigo Bostar. Otra es para mi hijo, Memnón. Y otra para mí.
El guía tradujo. Ylán soltó algunos gruñidos y dejó la balanza a los pies de Antígono. En uno de los platillos colocó una pesada piedra. Señaló el otro.
—Así de oro —dijo el guía en voz baja.
Antígono salió de la casa del herrero y caminó hacia su caballo pensando si los regalos valían realmente un talento de oro. Ése era el peso que le calculaba a la piedra. Suspiró, sacó la bolsa de la alforja, miró a su alrededor. Detrás de la herrería se levantaba una casita con un huerto y un pequeño corral, probablemente para gansos o algún otro tipo de aves. Una anciana estaba cerrando los postigos de una ventana. El resto del paisaje era desierto, una llanura suavemente ondulada de la que sólo sobresalían las Piedras Danzantes.
Volvió a la herrería maldiciendo en voz baja. Llenó el platillo hasta equilibrar la balanza.
El guía se puso pálido al ver esa enorme cantidad de monedas. «Probablemente —pensó Antígono— con esto también podría comprar a su rey y la mitad del país». El herrero no miró más la balanza. Cogió un tabardo, dijo algo y se dirigió hacia la puerta.
—Ahora él preguntar dioses si aceptar dinero y hacer espadas.
Antígono levantó las manos, dejó escapar un gemido y salió tras los britanos. Ylán marchaba a la cabeza, sin cesar nunca de murmurar algo en voz muy baja. Se acercó a las Piedras Danzantes, cubiertas de nieve. Cuando Antígono quiso entrar en el círculo, el guía lo contuvo.
—Sólo poder sacerdotes —susurro.
El herrero, quien por lo visto también era sacerdote, pasó varias veces, lentamente, entre algunas de aquellas piedras gigantescas. De pronto se detuvo, como queriendo escuchar algo. Luego salió del círculo y volvió a la herrería sin pronunciar una sola palabra.
Cuando Antígono, a quien le costaba mucho trabajo andar en la nieve, pues no estaba acostumbrado, llegó al salón, el herrero estaba arrodillado junto a la balanza. Sacó las monedas del platillo, las contó a una velocidad increíble y formó con ellas seis montoncitos del mismo tamaño. Señaló la bolsa de Antígono.
El heleno, completamente desconcertado, alcanzó el saquito de cuero al herrero. El primer montón y la mitad del segundo volvieron a la bolsa. El herrero se levantó y refunfuñó algo.
—Dice tú venir cuando querer, próximo año o después. Espada para hijo mayor del hombre que lleva piel extraña no se paga; hijo demasiado grande para oro. Espada para ti sólo pagar la mitad, porque no para ti, ser para hijo tuyo de piel oscura, que ser rey.
Antígono abrió los ojos estupefacto. Se le cayó la mandíbula y ni siquiera notó cómo le temblaban las piernas. Ylán le arrojó la bolsa.
En el puerto de Vektis, donde el clima había mantenido a la gente en sus casas y, por otra parte, los habitantes ya estaban acostumbrados a los extranjeros, podía soportarse la moderada curiosidad de los nativos. Los comentarios serenos y unívocos de los masaliotas sobre las extrañas formas de los magníficos animales de rapiña de Libia todavía eran recibidos con sonrisas. Pero, por el contrario, la estancia en la pequeña aldea de chozas del extremo superior de la Boca de las Mareas pronto fue muy molesta. Los britanos los miraban fijamente, las britanas refunfuñaban, los niños siempre estaban queriendo tocar la piel de Tsuniro. Por suerte, aquel frío inusual llegó a su fin; la nieve se derritió, y sobre tierra y mar volvió a posarse el invierno húmedo y suave del sur de Britania. Hiram dijo que ya se podía navegar; el barco había sido reparado, hasta donde era necesario, y a finales del invierno sería difícil que empezaran las tormentas.
El barco estaba cargado hasta los topes; mediante trueque habían adquirido, sobre todo, pieles de animales y grandes y toscas estatuillas de madera dueñas de un encanto extraño y exótico. Antígono calculaba que en el sur pagarían por ese cargamento el doble del valor de las cosas que habían dado a cambio, en caso de que todavía hubiera compradores en las ciudades púnicas.
La víspera de su partida, el hombre más anciano de la aldea los invitó a un banquete de despedida. Había pescado, piezas de caza, pan y cerveza. Más tarde, cuando, por orden de Hiram, una parte de la tripulación del Alas del Céfiro ya había abandonado la fiesta y Memnón dormía en la habitación separada que le habían preparado en el camarote de popa, el anciano, Tsuniro, Antígono y Mastanábal bebieron la «bebida del adiós y el regreso», como llamaban los britanos a esa infusión de hierbas. La estrecha cabaña apestaba a pescado, restos de carne, cerveza floja, sudor y pieles de animales mal trabajadas. Las toscas mesas y sillas parecían despedir un tufillo penetrante que Tsuniro, a media voz, calificó de «respiración de puta barata». El fuerte viento nocturno devolvía las nubes de humo por la chimenea, oscureciendo la habitación e irritando ojos y gargantas.
A la luz de las antorchas de resma, aquella bebida de hierbas no parecía muy apetitosa. Mastanábal olisqueó su escudilla, hizo un guiño y se levantó.
—No bebáis todavía —dijo—. Voy por algo que endulzará el adiós y estimulará el regreso.
Mastanábal desapareció. El anciano vio cómo se cerraba la puerta y dirigió la mirada a Antígono.
—¿Volveréis?
Antígono asintió.
—He encargado unas espadas a Ylán, y ya las he pagado, con oro. Algún día…quizá dentro de dos años, quizá más, volveré a buscarlas.
El anciano aguzó la vista.
—Yo ya haber oído… de boca de hombre que cabalgado contigo. Tú grande, Ylán no a muchos hacer espadas.
Antígono no había contado ninguno de los extraños detalles de su visita al herrero, ni lo que éste le había dicho. Tsuniro le echó una mirada rápida; notó que había pasado algo de lo que Antígono no quería hablar, al menos de momento.
—Además, esto nos ha agradado —dijo el heleno—. Y quisiera ir mucho más al norte. Hasta allí donde el hielo flota sobre el agua y los rugidos de los osos blancos cortan la blanca noche.
El anciano balanceó la cabeza.
—Es lejos… muy lejos. Terriblemente muy lejos. Venir verano, esa época mejor aquí. Y esa época puedes quizá tú viajar hasta terriblemente lejano Norte.
Mastanábal regresó a la cabaña. Traía un frasquito de especias en la mano.
—Así está mejor. —Echó cinamomo a las escudillas y se sentó.
Antígono cerró los ojos al beber por el adiós y el reencuentro. El cinamomo y algún tipo de hierbas se juntaron en la bebida, arrastrándolo al pasado, a una brillante mañana de hacia dieciséis años. Cuando Régulo desembarcó en Aspy y devastó la costa, y Arístides —con el Consejo y la ayuda de Amílcar— envió a su hijo, acompañado de dos númidas, hacia el sur, por las montañas, lejos de los inseguros caminos costeros. Los númidas debían llevar a Antígono a Takape, en la bahía occidental del Golfo Libio. Desde allí, caravanas lo llevarían consigo hasta Alejandría. Una mañana salieron de las montañas; el gigantesco manto de la estepa se extendía bajo un vapor plateado. Gacelas pacían entre grupos de árboles. Al lado del manantial yacía el cadáver de un carnero, devorado a medias y rodeado por las huellas de un gran gato. A lo lejos, un león rugía al sol. Los númidas encendieron una fogata, hirvieron agua con unas hierbas y le echaron cinamomo. Para ese chico de doce años criado en la gran ciudad de Karjedón, aquélla fue una mañana formidable que perduraría entre los recuerdos de Antígono a pesar de que por la noche, cerca ya de Takape, los númidas desaparecieron llevándose consigo los caballos. Y ahora, al beber esa infusión britana, Antígono sentía que algo le oprimía el corazón: tristeza y nostalgia.
Durante el camino hacia el pequeño muelle hecho de piedras amontonadas, Antígono y Tsuniro se quedaron un tanto rezagados. Mastanábal ya casi había llegado al embarcadero. Tsuniro pasó el brazo alrededor de la cintura de Antígono.
—Has estado pensando en el Sur, ¿verdad? Cinamomo y hierbas.
—¿Hay algo que pueda ocultarte, querida?
Ella suspiró.
—Mucho. Estaba determinado que nuestros cuerpos se hicieran uno. En estos pocos meses también nuestras mentes se han unido más de lo que yo creía posible. Y te amo. Pero…
Callaron, contemplaron el cielo; a través de un agujero entre nubes podían verse las débiles estrellas del norte. El agua de la bahía estaba agitada. Del Alas del Céfiro llegaba un crujir de madera que se mezclaba con el ruido de las pequeñas barcas de los pescadores.
—A mí el cielo de Kart-Hadtha ya me parece pobre. Y también a mi me han hecho soñar las hierbas y especias. Los bosques, el gran río y la estepa. El caldero hirviendo al anochecer, y los bailes y olores de mi pueblo. Lodo caliente secándose sobre el lomo del hipopótamo. El crujir de la hierba… el intenso olor del leopardo en el aire tenue de la noche… todo eso.
Estaban de pie sobre el muelle. Antígono rodeó a Tsuniro con el brazo. Algo le presionaba la garganta. Enronquecido, dijo:
—Me arrancas el corazón del cuerpo.
Ella le rozó la mejilla con los labios.
—Querido. Tengamos un hijo. También mi corazón está fuera de si. Contigo y un hijo tuyo seria más fácil conservarlo en su lugar.
El clima volvió a cambiar, y con la nieve sopló también el viento helado del nordeste, que obligó al Alas a navegar velozmente hacia el Poniente. El cuarto día después de la partida, el viento se convirtió en una pequeña tormenta. El barco bailaba y rodaba sobre las olas. Tsuniro y Antígono, arrojados de un lado a otro y casi asfixiados bajo las gruesas pieles de la litera, disfrutaban de la sorprendente abundancia de nuevas emociones. Más tarde, agotados y desvelados, conversaron en voz baja envueltos por la oscuridad poblada de crujidos y bamboleos de aquella estrecha habitación. Desde la mitad derecha del camarote, separada del resto por una delgada plancha de madera, les llegaba la respiración tranquila de Memnón, acallada a intervalos irregulares por los ronquidos guturales de Mastanábal. Hiram velaba; zapateaba para calentarse, o daba algunos pasos sobre cubierta, encima de Antígono y Tsuniro.
De repente, Tsuniro se dio la vuelta, deslizó los labios por el cuello de Antígono, le mordisqueó el lóbulo de la oreja y dijo susurrando:
—No quería decirte nada… hasta que estuviera segura.
—¿Segura de qué?
—Anteayer he debido empezar a sangrar. La noche en la taberna de Vektis.
Antígono se arrimó aún más a ella y le dio un beso.
—Sería maravilloso —dijo a media voz—. Espero que no sea sólo un retraso. Cuando Tsuniro se quedó dormida, Antígono volvió a luchar con sus pensamientos. Las palabras del herrero se convirtieron en una oscura amenaza. ¿Dónde podía ser rey un hijo suyo de piel oscura, si no era en el sur de Libia? Algún extraño poder que escapaba a su razón parecía haber predeterminado todo aquello. Dudaba que lo inevitable pudiera evitarse con el silencio, pero decidió no estimularlo con palabras. Aquella noche soñó con piedras danzantes y espadas sangrientas.
Por la mañana el viento cambió de dirección; empezó a soplar un viento tibio del oeste. El Alas pasó dos días luchando contra el viento y las olas; luego Hiram ordenó virar.
—No tiene sentido continuar —dijo el viejo capitán. El cansancio había abierto surcos en su rostro—. No tiene sentido, señor Tigo.
Antígono observó los cansados hombres; también él y Tsuniro estaban agotados, pues nadie había podido dormir durante las últimas noches. Viento y oleaje eran demasiado intensos, los movimientos del barco, demasiado bruscos.
—Sí, amigo. Lo sé. Pasaremos el invierto en Vektis.
Llegaron a Gadir a mediados de primavera. Tras reabastecerse de víveres y agua fresca, se unieron a una gran flota: cien barcos que llevaban a Kart-Hadtha casi ocho mil mercenarios. La estrechez y la pestilencia que se vivían a bordo de los barcos eran terribles. Las velas eran apenas un poco más grandes que las del Alas del Céfiro, que con el capitán, el piloto y quince marineros ya estaba lleno, y ahora, con Tsuniro y Memnón, iba repleto. La flota avanzaba con la lentitud determinada por la sobrecarga; a más tardar cada tres días, tenían que atracar en algún puerto para recoger agua y víveres y dar algunas horas a los hombres para que pudieran moverse a gusto.
Sin embargo, el Alas, cargado con menos peso y una proporción menor de hombres, siempre se quedaba atrás: hacia agua. En el gran puerto de Rusadir, en Siga, Kartenna e Igilgili perdieron días haciendo reparaciones parciales. Y en Khullu, Hiram, mandó reemplazar algunas tablas poco consistentes.
—Ay, señor Tigo —dijo después de examinar la bodega recién reparada—. Éste es el final del viaje. Con las tablas nuevas podemos regresar a Igilgili. En los grandes astilleros dejarán al Alas como nuevo, casi nuevo.
—¿Cuánto tiempo?
—Quince, veinte días, tal vez más. Hay que bajar la carga, llevar el barco al dique, vaciar el dique. Sólo así podrá repararse realmente. Necesitaremos un nuevo revestimiento de bronce.
Antígono se mordisqueó el labio inferior. En las aguas del puerto de Khullu flotaban unas cuantas barcas de pescadores y pequeños mercantes. En la taberna se decía que el interior del país estaba en calma, todavía. Al igual que las otras ciudades púnicas y libiofenicias de la costa, también Khullu estaba bien fortificada.
En otoño, el comandante de la guarnición, un púnico, había empezado a armar y entrenar a una milicia formada por voluntarios. Cinco oficiales púnicos, cien arqueros y ciento cincuenta soldados de a pie ibéricos no podrían defender la plaza con éxito si los combates se extendían hasta más allá de Kart-Hadtha.
—Espera. Quiero hablar algunas cosas con Tsuniro y Memnón.
Antígono dejó al capitán al pie del mástil y subió a la cubierta de popa.
Ese mismo día zarparon dos barcos. Hiram había contratado a diez hombres de Khullu, que ayudarían a llevar el Alas a Igilgili remando contra el céfiro. Tsuniro y Memnón se quedarían en Igilgili, en casa de un amigo de Antígono. La despedida fue breve y difícil.
—Dueño de mi corazón, ¿tienes que…? —Tsuniro lo agarraba de las orejas, ya resignada. Memnón observaba a ambos con los ojos muy abiertos. Antígono cogió en brazos a su hijo.
—Se rumorea que los mercenarios han sitiado Hipu incluso desde el mar. Una flota puede abrirse paso combatiendo, pero aquí nadie se atreve a ir más allá de Tabraq en un barco pequeño. Iré a Tabraq e intentaré llegar a Kart-Hadtha a caballo. Conozco los caminos, hasta de noche.
Tsuniro se llevó la mano a la barriga.
—Yo ya no puedo cabalgar —dijo en voz baja—. Pero ¿tienes que ir, querido?
—Ya no soporto esta incertidumbre. Yo he nacido allí. Odio a muchos y quiero a algunos. Kart-Hadtha aún no está perdida del todo. Estando en la ciudad quizá pueda hacer algo: con dinero, con ideas, con mis relaciones. Y si tiene que ser, con arco y espada. Aquí sólo puedo esperar y volverme loco. Si Kart-Hadtha cae, caerán todas las ciudades de esta costa, incluidas Igilgili y Rusadir. Todas. Si eso sucede, Hiram te llevará a Mastia, a la aldea de Lisandro.
La mañana del tercer día lo detuvo una patrulla númida. Los jinetes llevaban amplios trajes blancos, lanzas y espadas. Sus caballos, pequeños y veloces, obedecían a cada presión de sus piernas y a cada grito.
—Tú, púnico —dijo el cabecilla del grupo, un hombre de barba gris y una terrible cicatriz en la frente. Su púnico era áspero y entrecortado—. Tú, púnico, venir; príncipe verte y preguntar. Después… —Se frotó el dedo índice contra la garganta.
—No soy púnico, oh amigo de los placeres nocturnos y señor de las tiendas —dijo Antígono en númida—. Soy un pobre mercader extraviado…, heleno.
—El príncipe decidirá qué es lo que eres. —El hombre de barba cana esbozó una breve sonrisa burlona—. Y de ello depende qué es lo que serás: un púnico muerto o un heleno extraviado. Ven.
El campamento estaba formado por dos docenas de tiendas, más o menos; Antígono calculó que allí debía haber más de doscientos soldados. Los caballos pacían en los ricos campos y prados de una vieja finca púnica, y las ruinas ennegrecidas del edificio principal extendían hacia el azul celeste del cielo primaveral brazos suplicantes y mudos que salían de balcones y restos de paredes.
El príncipe examinó a Antígono. Era joven, quizá veinte años. Su cara, enmarcada por una barba negra y fina, era abierta y amable, pero sus ojos miraban con dureza. Antígono sintió gran simpatía por aquel hombre; le recordaba un poco a Asdrúbal. Bajo otras circunstancias, se dijo, podrían haber pasado un buen día, con buena conversación.
El jefe de la patrulla alcanzó al príncipe la espada y el cuchillo de Antígono, ambos envainados.
—Naravas, señor, este hombre dice ser un mercader heleno extraviado. Yo creo que es un espía púnico.
Naravas recibió las armas, indicó a Antígono que desmontara y señaló el fuego que ardía entre las ruinas.
—A los mercaderes extraviados se les debe brindar hospitalidad —dijo con una sonrisa maliciosa—. Y los espías púnicos deben abandonar este mundo con el estómago lleno. Está bien; podéis marcharos —añadió dirigiéndose a sus hombres.
El príncipe señaló las alfombras de cuero extendidas alrededor de la fogata. Una vez que se hubieron sentado, hizo que un criado de piel clara trajera a Antígono caldo de hierbas y carne fría.
—No tienes el aspecto de un púnico —dijo luego. Su voz era plena y agradable, y sonaba como si el príncipe estuviera más acostumbrado a hablar con huéspedes instruidos que con bastos soldados—. Pero eso no quiere decir nada. —Sin hacer ninguna pausa, empezó a hablar en púnico, sin acento—. Si cabalgas por esta región, sin duda debes dominar el púnico.
—Por supuesto. ¿Qué mercader que cabalgue por Libia podría prescindir de ese idioma? —Antígono sorbió el caldo con cuidado, pues aún hervía.
El príncipe arrugó la frente.
—Ahora pasemos al heleno. —Se volvió hacia el criado de piel clara y dijo, en númida—: Cleomenes, habla con él.
El criado inclinó la cabeza.
—Como tú ordenes, señor. ¿Dices que eres heleno, extranjero? Entonces dime algunas palabras, para convencerme.
Antígono guiñó los ojos.
—Oh Cleomenes, si hubiera oído de ti algo más que esas pocas palabras, tal vez me sería más fácil decir dónde vivías antes de venir a parar aquí. Podrías ser siciliota, del oeste de la isla. ¿Heraclea, Selinus?
El criado sonrió.
—Acragas, señor, pero desde que los romanos devastaron mi patria y exterminaron a sus habitantes, no se escucha hablar a muchos acragantinos. Pero tú, todavía no he podido reconocer de dónde eres.
Antígono rió. Del heleno neutral utilizado para comerciar en Occidente, Antígono pasó al dialecto gutural del puerto de Alejandría, impregnado de neologismos egipcio-macedonios.
—¿Te sería más fácil si hablo un rato así? ¿O como un pequeño arriero de asnos de Cirene?
Naravas se inclinó hacia delante. Impaciente, dijo:
—Veo que habla heleno. ¿Lo habla bien, Cleomenes?
—Sí, señor, muy bien, muchas formas distintas de heleno. Sin duda, es un comerciante heleno que ha viajado mucho.
Naravas asintió. Su mirada buscaba algo en el rostro de Antígono. Observó las armas del heleno, las sacó de la vaina hasta la mitad. De repente echó a reír.
—Está bien, Cleomenes; déjanos solos. Un puñal egipcio, una espada púnica. Varias clases de heleno, buen númida, púnico como el que se habla en la zona portuaria de Kart-Hadtha. Si no hubiera recordado ahora donde te he visto antes, estaría realmente desconcertado.
Antígono contuvo la respiración. Ya sentía una espada en la garganta.
—¿Dónde me has visto, príncipe de los jinetes? O, ¿dónde crees haberme visto?
Naravas apartó las armas, dejándolas fuera del alcance de Antígono. Cruzó los brazos ante el pecho.
—Tú eres Antígono, hijo de Arístides, señor del Banco de Arena y amigo de Amílcar y Asdrúbal.
Antígono examinó el rostro del joven príncipe; debía haberlo visto antes, pero no podía recordar esas facciones.
—¿Dónde me has visto, príncipe Naravas? Pues por lo visto es inútil negar que soy Antígono; pero al menos déjame morir con la curiosidad saciada.
El númida sonrió casi con tristeza.
—En el jardín, en el parque de la casa de Amílcar.
Antígono asintió, titubeó un instante, carraspeó.
—Y tú, oh Naravas, tú que enseñabas a cabalgar y disparar con el arco a Aníbal, y amas a la hija de Aníbal, Salambua… ¿tu quieres destruir Kart-Hadtha, arrancarle las tripas a Aníbal y escuchar cómo grita Salambua mientras es violada y asesinada por bárbaros?
El númida se enfureció; su mano se aferró a la empuñadura del puñal que llevaba al cinto.
—Cuida tu lengua. ¡Meteco!
Antígono estaba muy sereno; como mercader, consideraba aquello un negocio y veía la posibilidad de regatear.
—Y tú, númida, cuida tu espada. ¿No has comido sal en casa de Amílcar?
Naravas calló. Sus dedos juguetearon en el puñal, en los flecos de la alfombra. Sus ojos escudriñaban el fuego.
—¿Piensas realmente —dijo Antígono en voz baja pero con dureza—, que unos cuantos mercenarios enajenados pueden, con o sin tu ayuda, tomar por asalto la muralla más poderosa que existe bajo el cielo? ¿Una muralla que ni Agatocles ni Régulo osaron siquiera rozar? ¿Piensas, príncipe de unos cuantos jinetes, que Kart-Hadtha está indefensa? ¿Quieres hacer que tus huesos y los de tus hombres yazgan como montones dispersos en la llanura de Tynes, después de que un hábil verdugo de Kart-Hadtha os haya despellejado vivos, poco a poco?
Naravas levantó los ojos; tenía la mirada pensativa.
—Kart-Hadtha tiene pocas armas y menos hombres. Los sitiadores los han dejado sin armas, y casi todos los hombres que están fuera de la gran muralla odian a los púnicos. Error de Hannón.
Antígono enarcó una ceja, sin quitar la vista de los ojos del númida.
—Tú has estado en Kart-Hadtha; mucho tiempo, a juzgar por tu acento. Has visto la ciudad. ¿Cuántas armas crees que pueden haber fabricado los buenos armeros púnicos desde que Hannón cometió ese error? Las reservas de hierro, cobre y estaño son enormes. ¿Crees que, si todo está en juego, no habrá por lo menos cien mil mujeres púnicas que sacrifiquen sus cabellos para encordar arcos? ¿Crees que alguna casa de Kart-Hadtha se negará a entregar una cacerola de hierro o un anillo de cobre, mientras sea necesario fabricar espadas o puntas de flecha? Y, oh pobre Naravas, ¿imaginas que entre las seiscientas mil personas de Kart-Hadtha no habrá por lo menos cincuenta mil hombres que prefieran morir luchando que ser acuchillados en sus camas?
Naravas bajó la mirada. Antígono estaba convencido de que en Kart-Hadtha, en la rica y satisfecha Kart-Hadtha, no podrían encontrarse más de cinco mil hombres aptos para la lucha, pero se marcó el farol.
—Y aunque consiguierais tomar por asalto la muralla y derrotar a los hombres armados, ¿cuántos de vosotros quedaríais para tomar, una por una, cincuenta mil casas defendidas por mujeres, niños y los hombres restantes, que, puestos a morir, se llevarían consigo a unos cuantos enemigos?
Naravas suspiró y se pasó la mano sobre los ojos.
—No tienen un caudillo. Y, además, ¿pueden realmente luchar, los púnicos?
—¿Acaso no os están demostrando una y otra vez, desde hace siglos, que ellos son los más fuertes? ¿No has pensado en cuántos barcos pueden haber atracado en el puerto durante el invierno, procedentes de Iberia y las Galias, la Hélade y más allá de las columnas de Melkart? Yo mismo he visto una flota con ocho mil soldados íberos.
Naravas sacudió la cabeza, obstinado.
—Falta una cosa: estarán indefensos mientras no tengan un caudillo que dirija las unidades de combatientes. No, heleno, toda Libia se ha levantado para, con ayuda de los mercenarios de la Gran Guerra, saquear y destruir Kart-Hadtha. Muchas de las cosas que dices me hacen vacilar. Pero mi pueblo y yo no nos quedaremos a un lado cuando llegue la hora de repartir las riquezas y el poder futuro.
Y —respiró profundamente— si fuéramos los primeros en llegar a la ciudad, quizá Salambua y Aníbal podrían…
—¿También llevas al hermano en tu corazón?
Naravas asintió; por un instante, sus ojos brillaron.
—Será uno de los príncipes más grandes que hayan existido, si vive para ello.
—¿Y tú crees que el hijo del hombre que resistió a Roma sentirá amistad por uno que traiciona su sal y quiere destruir la ciudad de Amílcar? ¿Que la hija del gran estratega adornará el lecho del hombre que quiere prender fuego a su casa y su ciudad?
El joven númida cerró el puño ante el rostro.
—Amílcar —murmuró—. Siempre lo he admirado. Quería luchar a sus órdenes, pero la guerra terminó antes de que yo pudiera ir a Sicilia. Si Kart-Hadtha le confiara el mando…
Antígono extendió la mano, volviendo la palma hacia arriba.
—Mira, númida —dijo con aspereza, en el tono de un oficial púnico. Naravas aguzó la vista y vio la mano vacía—. No ves nada, ¿verdad? Ésta es la mejor arma de Kart-Hadtha, invisible y mortal. —Cerró el puño—. Esto es lo que te aplastará y te reducirá a polvo, a ti y a todos los otros. Es el miedo, pequeño jinete númida, el miedo a la antigua y poderosa Kart-Hadtha que os ha dominado durante tanto tiempo. Y el miedo a un nombre. Al nombre de un hombre. Cuando vayas a morir, númida, piensa en mis palabras. Mucho antes de que el primero de vosotros pueda tocar la muralla del istmo, Kart-Hadtha se habrá puesto bajo las órdenes de ese hombre. Los púnicos no fueron tan insensatos como para negarle el mando durante la Guerra Romana; y tú, pobre príncipe de jinetes salvajes y caballos desgreñados, ¿crees que serían tan insensatos como para, en el momento de mayor urgencia, preferir la muerte a descargar sobre vosotros a Amílcar el Rayo y aniquilaros? ¿Sois acaso más grandes que Roma?
La madera crujía y crepitaba en la fogata. Voces guturales llegaban hasta ellos desde más allá de los muros chamuscados. Caballos resoplaban y relinchaban.
Naravas guardó un largo silencio. Por fin levantó la mirada. Tenía el rostro relajado.
—A los caballos —gritó hacia los restos de paredes. Alguien repitió la orden.
Naravas se levantó, extendió la mano y ayudó a Antígono a levantarse.
—Sí, sí, si —dijo—. Si Amílcar asume el mando y vence, mis dos mil jinetes y yo estaremos a su lado. No por Kart-Hadtha, heleno. ¡Por el Rayo! Pero si no es así, y Kart-Hadtha arde en llamas, intentaré ser el primero en llegar al palacio de Megara, para protegerlo. Tienes una lengua peligrosa, heleno. Y eres un hombre valiente. Tenías el cuchillo en la garganta, pero no has desperdiciado ninguna palabra en hablar sobre ti. Aprecio eso, y lo tendré en cuenta. Vienes con nosotros.
Naravas era el hermano menor del rey de los masilios, Gya. Éste le había enviado dos mil jinetes para que reconociera el terreno y decidiera qué era lo mejor para los númidas del este. Gya custodiaba con su poder el campo y los rebaños; según los informes de Naravas, sus vecinos del oeste, los masesilios del sur de la ciudad costera púnica de Siga, eran propensos a considerar las puertas abiertas de una casa abandonada por unos momentos como una invitación a entrar en ella.
Para desconcierto de Antígono, cabalgaron hacia el suroeste alejándose de Kart-Hadtha, los mercenarios y las ciudades sitiadas, Ityke e Hipu. Al atardecer cruzaron una carretera. La región no parecía haber sufrido por la guerra; no había caseríos devastados, ni campos incendiados. El heleno supuso que no debían estar muy al oeste de la ciudad de Vaga, en la carretera que iba desde Kart-Hadtha y Tynes hasta el país de los masilios. Al sur, en el horizonte, podía divisarse la cinta azul grisácea del Bagradas.
Cabalgaron siguiendo el curso de uno de sus afluentes. El terreno se convirtió en una subida pedregosa. Hacia la puesta de sol llegaron a un verde valle encajonado en el que se levantaba un gran número de tiendas.
—Nuestro campamento principal —dijo Naravas.
Antígono asintió en silencio. Había pasado la noche anterior y casi todo este día cabalgando, salvo aquel momento junto a la fogata. El caballo estaba agotado y tropezaba cada vez con más frecuencia.
—Este lugar se puede defender bien —dijo Naravas, ya sentados junto a una hoguera encendida frente a su tienda—. Mañana cabalgaremos bajando por el Bagradas.
Antígono bostezó y bebió un trago de fresca y limpia agua de manantial.
—¿Hacia dónde, príncipe de los númidas?
—Hasta ahora hemos explorado el campo. Todo lo que hemos visto han sido aldeas, sembrados y ciudades protegidos por los mercenarios. Y dos o tres fincas púnicas incendiadas, pero en general el campo prospera. Ahora veremos cómo están las cosas en Ityke y en Hipu, y Kart-Hadtha. Veremos si Hannón cumple tu pronóstico tras la gran derrota que ha sufrido.
Antígono sintió que una mano helada le apretaba los intestinos. Intentó con todas sus fuerzas dominar los músculos de su rostro. Por suerte Naravas estaba mirando en otra dirección.
—He oído muy por encima, Naravas, que Hannón ha cometido grandes errores. ¿Conoces los detalles?
El masilio cogió una varita y atizó el fuego.
—Si. Pero cómo es que tú no… Pues claro. Dices que has llegado al puerto de Tabraq hace apenas unos días.
«Y con tanta prisa —pensó Antígono—, que ni siquiera he tenido tiempo de informarme».
Naravas gruñó.
—Un mentecato, ese Hannón. Emprendió la marcha con, por lo menos, cien elefantes y unos diez mil hombres. Además de todos los pertrechos de guerra de Kart-Hadtha, según se dice. Cometió la ligereza de atacar a los mercenarios cerca de Tynes. Éstos no habían ocupado los pasos del extremo del istmo. Hannón se lanzó sobre ellos con los elefantes, arrolló a los mercenarios y arrasó su campamento; los que todavía podían correr huyeron a las montañas y colonias de los alrededores.
Antígono asintió a la trémula luz de la fogata.
—Y probablemente Hannón se acordó de su anterior guerra contra los colonos libios.
Naravas rió para si.
—Exacto. Los campesinos libios estuvieron huyendo durante tres días, cuando aquello comenzó. Así, Hannón dio media vuelta y volvió a Kart-Hadtha, para cuidar su pellejo. Y los soldados fugitivos atacaron el campamento desprotegido, dispersaron a los elefantes y tropas y cogieron los pertrechos de guerra como botín.
—La escuela de Amílcar —dijo Antígono—. Eso de retirarse para volver a atacar en seguida lo aprendieron de Amílcar, en Sicilia. Pero deben haberse dormido un poco.
Naravas soltó un hipido. Hizo saltar chispas del fuego con la varita.
—Así es, señor del Banco de Arena. Hubieran podido aniquilar al ejército púnico. Pero Hannón sólo tardó unos cuantos días en reunir de nuevo a sus hombres, y desde entonces ha perdido cuatro buenas ocasiones de atacar a los mercenarios.
Tras un largo silencio, Antígono dijo:
—Príncipe de los masilios, me pesan los párpados. No sé por qué ofreces la hospitalidad de tu tienda a un prisionero heleno, pero la acepto con gusto. Y pronto. Dime sólo una cosa más, ¿qué piensas hacer ahora? ¿Conmigo, tus hombres, tú mismo?
—Mis hombres se quedan aquí, excepto un pequeño grupo. Cabalgaremos y veremos cómo están las cosas; después tomaré una decisión, como me lo ha ordenado mi hermano. Tú vienes conmigo. Si hace falta luchar, se te devolverán las armas. Entonces podrás vivir o morir, según dispongan los dioses.
—Sabes que no lucharé contra Kart-Hadtha.
Naravas asintió. Cuando Antígono levantó la mirada, los dientes del masilio brillaban.
—Lo sé, amigo de Amílcar. Si tenemos que cabalgar contra Kart-Hadtha, te ataré las manos. También se puede morir con las manos atadas.
Los cien jinetes no habían encendido hogueras ni armado tiendas. Algunos dormían; otros estaban sentados con la espalda apoyada en el tronco de algún árbol, comiendo carne fría, pan o fruta, y conversando en voz baja. La colina poblada de árboles junto a la orilla norte del Bagradas, a unas diez millas de la desembocadura, ofrecía a los masilios un amplio campo visual en todas las direcciones. La pendiente que bajaba hacia la desembocadura era bastante pronunciada. Al norte, muy a lo lejos, brillaban las hogueras del ejército que sitiaba Hipu. La orilla septentrional del Bagradas estaba marcada por una cadena de hogueras: los puestos de vigilancia de los mercenarios. Al otro lado de aquel río ancho y profundo, en la llanura, miles de fogatas alumbraban la noche. De tanto en tanto se escuchaban berridos de elefantes.
Antígono acababa de quedarse dormido, cuando lo despertó un trotar de caballos. Naravas y sus diez acompañantes estaban de regreso. El joven númida impartió dos o tres órdenes a media voz, y se acercó al árbol bajo el cual estaban sentados Antígono y Cleomenes.
—Extraño —dijo señalando el río y la llanura que se extendía desde la otra orilla—. He hablado con Spendius y Audarido. —Chasqueó la lengua—. Nos ofrecen más tierras, participación en el botín y dominio sobre las ciudades púnicas de nuestra costa. Grandes promesas. Pero…
—¿Qué es tan extraño? —preguntó Antígono—. ¿Las hogueras, el río, los elefantes?
Naravas se apoyó contra el árbol y extendió la mano. Cleomenes le alcanzó una botella de cuero. El masilio bebió.
—No —dijo luego—. O sí, en efecto. Matho ha sitiado Hipu. Spendius ha sitiado Ityke. Audarido tiene el mando en Tynes. Río arriba hay un gran campamento: libios, y algunos mercenarios siciliotas que pueden ser enviados aquí o allá, a donde hagan falta. En la desembocadura, allí donde está el único puente, Spendius ha hecho construir una ciudad fortificada; en ella hay más de diez mil hombres. Por la tarde, cuando los púnicos aparecieron en la llanura, el itálico llegó de Ityke. Afirma que todos los pasos están vigilados. Y el puente, como ya he dicho: ningún púnico podrá cruzar el Bagradas. Y a pesar de ello, están ahí, en la llanura. ¿Qué es lo que quieren?
Antígono se encogió de hombros.
—Esperar, es lo único que pueden hacer. Atraer hacia aquí hombres del ejército que ha sitiado Ityke, quizá también de Tynes.
—Sí, sí —dijo Naravas malhumorado—. Pero eso no es lo más extraño. Dice Audarido que el ejército púnico, el verdadero, mandado por Hannón, continúa a las puertas de Tynes. Los mercenarios de Tynes sitian Kart-Hadtha, y Hannón sitia Tynes, como una especie de muralla adelantada. Entonces, ¿quién es el que está aquí, en la llanura?
—Quizá te enteres mañana —dijo Antígono—. Piensa en mis palabras.
Naravas resopló.
—Pienso en todas las posibilidades. Ya veremos. Por ahora debemos descansar, mientras podamos.
Gritos de excitación sacaron a Antígono de su sueño. Se sentó. Los masilios corrían de un lado a otro y hacia el río estupefactos. Antígono se frotó los ojos, se levantó de un brinco y buscó a Naravas.
El príncipe estaba junto a uno de los primeros árboles del bosquecillo. Llevaba puesto su peto de cuero con refuerzos de bronce. Sólo ahora advertía el heleno que también los otros númidas llevaban coraza, espada y lanza.
—Ese demonio negro —murmuró Naravas cuando se le acercó Antígono—. ¡Ese grandioso, astuto y oscuro demonio!
Sobre la llanura del otro lado del Bagradas se levantaban tiendas. Las mil hogueras se habían consumido. Podía verse a cuatro elefantes con torrecillas y dos o tres arqueros en cada uno; no había nadie más, nada más.
Los puestos de vigilancia que los mercenarios habían emplazado en la orilla septentrional, habían desaparecido. Desde la desembocadura se acercaba un ejército. Elefantes abrían la marcha, al menos sesenta. Los primeros rayos del sol se reflejaban en las lanzas con que habían alargado los colmillos de las bestias. Las telas rojas colocadas bajo las torrecillas de los arqueros parecían arrojar llamas. La amplia ribera que se extendía bajo la colina aún estaba vacía.
Hasta donde Antígono podía ver, tras los elefantes venían jinetes y hombres de armamento ligero: honderos y lanceros. En la extensa llanura entre Ityke y la desembocadura se levantaban dos nubes de polvo.
—¿Cómo lo ha hecho? —dijo Naravas—. ¿Cómo diablos puede haberlo hecho?
Un grupo de númidas se acercó cabalgando entre los árboles; desmontaron ante Naravas.
—Señor —dijo uno jadeando—, es Amílcar el Rayo. Yo lo conozco… y lo he visto. Detrás de los elefantes hay jinetes y tropas de a pie, y más atrás los coraceros. Amílcar está entre ellos, a caballo.
—¿Cómo lo ha conseguido? —gritó Naravas. Cogió de la túnica al explorador que tenía más cerca y lo sacudió—. ¡Dime cómo!
—Viento de tierra, señor —dijo uno de los masilios—. Toda la noche. Con ese viento la desembocadura parece cubrirse de arena; el viento hace que el mar se retire, y la desembocadura es amplia y llana. Por la noche, cuando toda nuestra atención se dirigía a las hogueras de la llanura y los berridos de los elefantes, Amílcar y su ejército pasaron a la otra orilla por la desembocadura y empezaron la marcha río arriba, pasando al lado de la fortaleza del puente.
Naravas resplandecía.
—¡Ah, es un demonio! Quién sino él… ¡Continúa! ¿Qué es aquello? —Señaló las nubes de polvo.
La ribera que se extendía a los pies de la colina se llenó de soldados; unos cuantos jinetes salieron al encuentro del ejército púnico, deteniéndolo. Tras ellos corrían a paso ligero los soldados del campamento establecido río arriba, coraceros libios y siciliotas. Sonaron señales de trompeta, acallando los rugidos de los hombres.
—Aquí arriba estamos bien —dijo Antígono en tono burlón. Tocó el brazo del joven príncipe—. Piensa en mis palabras.
Naravas se rascó la barba.
—Ya veremos. ¿Qué es aquello, en la llanura?
Llegó otro jinete, desmontó y caminó a tropezones hasta su señor.
—Los soldados de la ciudad del puente —dijo respirando con dificultad—. Y Spendius, con varios miles del cerco de Ityke.
—¿Cuántos hombres tiene Amílcar?
—Quizá diez unidades de mil —dijo uno de los exploradores. Soltó un escupitajo—. Demasiado pocos.
Naravas hizo un guiño y miró a Antígono fijamente.
—Ni siquiera él lo puede conseguir —dijo en voz baja—. Los otros tienen cuatro veces esa cantidad.
Los libios y siciliotas mandados por Audarido se habían detenido. Formaron una falange allí donde la ribera dejaba un espacio más amplio entre el Bagradas y la colina boscosa. Hasta entonces, siempre que había oído la palabra «mercenarios» Antígono había imaginado hordas desordenadas. Con creciente temor, observó la rápida y ordenada formación de la tropa. Los escasos jinetes parecían estafetas, más que soldados; se mantuvieron a los flancos. A cada instante, alguno de ellos regresaba hacia el pequeño grupo de hombres a caballo que aguardaba en las faldas de la colina, a unos quinientos metros de Naravas y Antígono. Uno de esos hombres debía ser Audarido. Heraldos tocaron sus trompetas.
Dos grandes batallones, uno cercano a los linderos del bosquecillo, otro justo en la orilla del río. Cada uno formado por cuarenta líneas de unos ciento cincuenta hombres; doce mil soldados bien armados y de ninguna manera desordenados. Entre ambos batallones habían dejado un espacio libre de más o menos cincuenta pasos de ancho: para los estafetas, para nuevas formaciones, quizá como pasillo para los elefantes. Entre la vanguardia de la columna de marcha de Amílcar, y la doble falange de los mercenarios, debían mediar unos doscientos pasos.
Uno de los jinetes del grupo que aguardaba en las faldas de la colina levantó el brazo: Audarido. Una estridente señal de trompeta. La falange empezó a avanzar, a paso lento, a paso ligero, corriendo. Los elefantes parecían vacilar; de pronto la columna se abrió, las grandes bestias dieron media vuelta y arremetieron contra los jinetes que las seguían en formación libre.
Naravas tenía los dedos clavados en el hombro de Antígeno.
—No, no, no —repetía una y otra vez—. ¡No pueden estar tan mal domesticados!
La caballería púnica, dispersada por los elefantes, se desmembró, dio media vuelta y chocó contra los arqueros y lanceros. Polvo, gritos, confusión; desde la colina no podía verse mucho más. Naravas se tiraba violentamente de la barba, se rasgaba el traje y se mesaba los cabellos. Una columna dispersa —probablemente soldados de armamento ligero del desbandado ejército púnico— se alejó rápidamente del río, huyendo hacia la llanura.
—Eso ha sido todo —dijo Naravas enronquecido. Se acomodó la parte superior de la ropa, se cubrió la cabeza, se enrolló la cinta bordada alrededor de las sienes y puso la mano sobre el hombro de Antígono—. Oh, tus sabias palabras, amigo, pero ni siquiera Amílcar puede derrotar a un ejército con tropas mal preparadas.
Éste es el caso de Kart-Hadtha. —Señaló río abajo, donde las dos grandes nubes de polvo se habían unido: mercenarios del sitio de Ityke y la guarnición de la ciudad del puente—. El fin, meteco.
Antígono se hizo sombra en los ojos con la mano derecha y echó una mirada a la llanura, el barullo, el río. En la ribera meridional continuaban los cuatro elefantes con los arqueros en las torrecillas. ¿Podían contemplar con tanta indiferencia cómo Amílcar era aniquilado por tropas cuatro veces superiores? ¿Por qué no huían? El viento continuaba soplando desde las montañas del interior de Libia, acariciando el río y la colina, sofocando el ruido de la batalla del Bagradas. Gritos, chocar de espadas, relinchos, decenas de miles de pies… un sordo conglomerado que ningún oído humano era capaz de reducir a sus componentes, ni tampoco de percibir en su totalidad. Antígono cerró los ojos. Era la segunda batalla que presenciaba, y era tan inextricable como lo había sido la primera, trece o catorce años atrás, cuando los hombres del rey Ashoka derrotaron a un ejército de insurrectos, persiguiéndolos hasta el gran río.
—¡Eh!
Antígono volvió a abrir los ojos. Naravas señalaba la ladera oriental de la colina. Allí donde ésta caía suavemente en la llanura, una serpiente se arrastraba paralela al río. El masilio bailoteaba sobre el sitio.
—¿Qué hace ahora?
—Ésos son los honderos de Amílcar, no han huido. Pero… —Aguzó la vista.
La serpiente se desmembró en cabezas y grupos de cabezas que parecían poseer pequeños cuerpos. La crecida hierba y los arbustos del borde de la ladera se movían formando olas.
Estafetas a caballo galoparon hacia el grupo de jinetes donde se encontraba Audarido. Figuras diminutas, muy lejanas, gesticulaban inquietas. Uno de ellos agitó los brazos. Los heraldos avanzaron unos pasos.
—Eso no hay quién lo escuche —refunfuñó Naravas; el viento amortiguaba el sonido de las trompetas.
Dos númidas aparecieron entre los árboles. No desmontaron; sus caballos resollaban.
—Príncipe —exclamó uno de ellos; respiraba a trompicones—. Los púnicos… —Intentó tomar aliento.
La falange de los mercenarios ya se había disuelto. Los batallones avanzaban cada vez más rápido, como atrapados por la resaca de las olas de elefantes, jinetes y honderos puestos en fuga. Mientras más rápido, desenfrenados y seguros de la victoria arremetían, más difícil era mantener la formación compacta.
—¿Qué pasa con los púnicos? —gritó Naravas.
—No han…, huido. —El segundo jinete jadeaba—. Desde aquí no se podía ver, señor. Sólo desde el flanco. Los coraceros… —Suspiró.
El segundo masilio tomó la palabra. Ya no respiraba tan de prisa.
—Dos grupos de marcha, detrás de los honderos. Cada uno formado por dos bloques. La gente de Spendius viene detrás, los atacan. Aquí los elefantes dan media vuelta, huyen. Los jinetes son dispersados, pero forman dos grupos. Un grupo galopa apartado del río, con los honderos. El otro, con los elefantes, pasa a través de las brechas dejadas por los coraceros púnicos. Apenas pasan, los grupos de marcha hacen una conversión en línea. Uno mira hacia adelante, el otro hacia atrás…
Naravas lo interrumpió con un movimiento de la mano.
—No lo soporto. Ven. —Arrastró a Antígono a los caballos. Galoparon a través del bosque, poco poblado, bajaron por la ladera norte y se dirigieron hacia el Levante. Llegaron a una pequeña colina que les ofrecía una vista panorámica; pudieron contemplar el final. Y la carnicería.
Amílcar había dejado la desembocadura del Bagradas al amanecer. Las tropas enviadas desde el sitio de Ityke, y la guarnición de la fortaleza del puente, probablemente arrancadas del sueño, habían salido tras las unidades del Rayo. Entre estas tropas y los libios y siciliotas que habían salido al encuentro de Amílcar río abajo, cercaron al ejército púnico: un cerco formado por fuerzas cuatro veces superiores, y del que no había escape posible. O, al menos, eso parecía.
La fuga desesperada de los elefantes, la dispersión de la caballería púnica, la huida de los soldados de a pie hacia los flancos: todo estaba planeado. Los honderos formaron una línea a lo largo de la colina, evitando que un grupo desgajado de los mercenarios de Audarido pudiera reunirse con el flanco norte de los hombres de Spendius. Entretanto, los elefantes pasaron a toda velocidad a través de las brechas dejadas por los cuatro grupos de marcha de los coraceros púnicos y arremetieron con violencia contra los perseguidores, aún no completamente formados. La mitad de la caballería siguió a los elefantes, giró hacia el norte, volvió a girar y acorraló al ejército de Spendius contra el río. La otra mitad de los jinetes galopó río arriba, debajo de la línea de honderos, y atacó por el flanco a la falange de Audarido, ya desordenada. Dos grandes ejércitos, ambos desordenados y atacados por los flancos, chocaron con los coraceros de Amílcar, que tras la arremetida de elefantes y jinetes habían formado dos sólidas líneas: una hacia el este, dirigida contra los hombres comandados por Spendius, ya destrozados por los elefantes, y otra hacia el oeste, contra los libios y siciliotas del galo Audarido, completamente desbandados. Y los elefantes dieron media vuelta junto al río y, con estridentes toques de trompeta, cayeron sobre la retaguardia de Audarido.
Antígono dejó caer las riendas y se relajó. La punta de la espada de Naravas le rozaba la garganta. El masilio debía haber adivinado sus intenciones.
—¡Ts ts ts! ¿No pensarás dejarnos ahora, meteco? —Naravas sonrió—. Quédate un poco más. Aquí ya no hay nada más que ver, sólo el final.
Antígono dejó escapar un suspiro. Probablemente Amílcar estaba allí delante, tan cerca y sin embargo tan inalcanzable. El cautiverio no terminaría tan pronto.
—¿Y bien? ¿Qué hacemos ahora, príncipe de los númidas?
Naravas se encogió de hombros.
—Esperaremos un poco más. No habrá milagros… para los mercenarios.
La batalla terminó antes de que el sol alcanzara el cenit. Elefantes y jinetes púnicos perseguían mercenarios fugitivos en la llanura. Tropas más numerosas se retiraban de forma más o menos ordenada hacia Ityke, donde los sitiadores habían erigido trincheras tras las cuales podían defenderse de sus perseguidores, hacia la fortaleza del puente, hacia el campamento libio, río arriba.
Los masilios pasaron las noches siguientes en un bosquecillo apartado. Antígono seguía bajo vigilancia. Por lo visto, antes de tomar su decisión, Naravas quería explorar y examinar a fondo el terreno, los caminos, ciudades, puentes, aguadas y posibles lugares de acampada para un ejército de jinetes. La victoria de Amílcar en el Bagradas no era suficiente para mover al príncipe hacia una decisión definitiva.
—Siguen siendo demasiados, y no volverán a cometer un error así, supongo —dijo la tercera noche después de la batalla. Sus jinetes, volviendo varias veces a las cercanías del Bagradas, habían detenido e interrogado a mercenarios fugitivos. Ese mediodía Naravas se había entrevistado una vez más con Spendius y Audarido.
—Los dos querían contarme que no había sido tan malo —dijo el masilio—. Pero ha sido terrible tanto para los mercenarios como para los libios. Seis mil muertos. Amílcar debe haber tomado prisioneros a unos tres mil, y no se ha contentado con ello. Esa misma tarde tomó la fortaleza del puente. Los púnicos pueden volver a moverse con mediana libertad.
Antígono escudriñó el rostro del masilio buscando respuestas a preguntas sin plantear. Por fin dijo:
—¿Qué te impide, pues, unirte a Amílcar?
Naravas sonrió, pero era una sonrisa desprovista de alegría.
—Los libios han reunido nuevos refuerzos que no tardarán en ser enviados a Spendius y Audarido. A pesar de esta batalla, siguen siendo muy superiores, hasta sin incluir a los libios. Hipu e Ityke seguirán sitiadas; Amílcar no tiene suficientes hombres para emprender un verdadero ataque. Y Hannón sigue en Tynes con la mitad del ejército púnico, sin moverse. No te fíes, señor del Banco de Arena, el juego aún no ha terminado.
—Fuera de ello —añadió Naravas un momento después—, depende un poco del momento y la situación.
Surgió una extraña y muda amistad. Evidentemente, el señor del Banco de Arena no era un prisionero común y corriente; y al parecer Naravas era un general nato. Sus hombres parecían amarlo y confiar en él ciegamente. Pero llevaba encima el peso de la carga que su hermano y rey le había entregado. Antígono comprendía el desacuerdo entre ambos, e intentaba no sostener más charlas —que ni a él mismo convencían— sobre la invulnerabilidad de Kart-Hadtha. Compartían la tienda y los servicios del parco Cleomenes, y cabalgaban juntos. Antígono sólo podía esperar que, llegado el momento de sopesar las alternativas, el joven príncipe masilio concediera un peso decisivo a sus argumentos y profecías.
Cuando el verano entró en su segunda mitad, Antígono comenzó a desesperar.
Había tenido que hacer un juramento sagrado diciendo que no intentaría escapar, de modo que podía moverse con bastante libertad dentro del campamento o el grupo de jinetes. Pero no tenía ninguna posibilidad de averiguar si Tsuniro y Memnón habían llegado a salvo a Kart-Hadth, ni la menor esperanza de comunicar a alguien que seguía con vida. De las circunstancias del momento, tal como él las veía, podían deducirse algunas conclusiones, pero éstas no lo ayudaban mucho.
Al parecer, aquel pequeño incidente con comerciantes romanos, y la consiguiente amenaza de Roma, no desatarían otra guerra contra Roma; en aquel momento los púnicos no hubieran podido enviar tropas a Sicilia o Italia, y sin duda los romanos hubieran desembarcado en Libia. Pero seguramente Naravas ya sabía eso. No había ningún mercader extranjero en el interior; los mercenarios —y también los masilios— se alimentaban de cualquier cosa que pudieran encontrar, cazar, comprar o robar.
De ello se deducía que la flota de Kart-Hadtha dominaba la costa. Y todos los movimientos militares de que se tenía noticia se limitaban a la región comprendida entre el interior y la costa de Ityke, Hipu y Tynes; por lo visto, las ciudades de la costa de Levante, como Hadrimes, Thapsos y Ruspino, se mantenían leales a Kart-Hadtha.
También parecía indiscutible que Hannón no había sido depuesto, sino que los púnicos disponían de dos estrategas con el mismo rango. Con todas las desventajas que ello suponía. El ejército de Hannón cerraba el istmo y vigilaba Tynes, en lugar de intentar hacer algo; esto mermaba las fuerzas púnicas, ya de por si escasas, disponibles para cualquier ataque aconsejable.
El segundo ejército, comandado por Amílcar, marchaba por la llanura del Bagradas, tomando algunas pequeñas aldeas de insurrectos, apropiándose de las cosechas y buscando la oportunidad de infligir una nueva derrota a los mercenarios.
Pero Matho, que había asumido el mando supremo tras el descalabro sufrido por Audarido y Spendius, era muy cauteloso. Matho se mantenía en las afueras de Hipu y dirigía el sitio de la ciudad púnica, pero sin desentenderse del cerco de la antigua ciudad libiofenicia de Ityke. A Spendius y Audarido, que en un inicio habían compartido el liderazgo con él y ahora eran sus subordinados, les dio orden de mantenerse alejados de los elefantes y jinetes de Amílcar, no exponerse a salir a la llanura, vigilar al ejército púnico desde las montañas y no atacar mientras no se ofreciera una buena oportunidad. Cuando ésta se presentó, Naravas estaba preparado.
El verano ya estaba a punto de terminar. Los dos ejércitos continuaban en las proximidades del Bagradas, acechándose el uno al otro, a tan sólo un día de viaje a caballo del campamento principal de los masilios.
Naravas había estado inusualmente tranquilo los últimos días. De pronto pareció haber tomado una decisión. Tras pasar cuatro horas casi inmóvil, sentado sobre una piedra, se levantó de un brinco, llamó por señas a algunos de sus hombres e impartió instrucciones. Los masilios se golpearon el pecho con el puño, corrieron hacia sus caballos y se alejaron a todo galope.
Naravas se acercó a Antígono, quien estaba sentado frente a la tienda, remendando su maltratado chitón. Cleomenes le había prestado hilo y aguja.
—A veces hay que acelerar las cosas —dijo el númida. Las cejas resaltaban la palidez de su rostro.
—¿Qué cosas son las que quieres acelerar, oh príncipe?
Naravas caminaba de un lado a otro, intranquilo. Toda la serenidad y el ánimo pensativo de los últimos días habían terminado.
—Spendius y Audarido están emplazados sobre una loma. —Se frotó las manos—. Esta mañana llegó un emisario; nos incitan a participar en la batalla. Por lo visto, saben que mis hombres están cerca. Dice el emisario que sin nuestra participación no quieren arriesgarse contra los elefantes y la caballería púnica. Tienen muy pocos jinetes. Pero… —Miró a Antígono fijamente y esbozó una sonrisa desencajada—. Mañana se les unirán quince mil libios frescos capitaneados por Zarzas. Tal vez pasado mañana. Con su ayuda y la nuestra, afirman, se puede vencer incluso a Amílcar.
El púnico apenas tiene algo más de diez mil hombres.
Antígono se movió, intentando sacudirse el repentino malestar. Sentía como si algo helado le goteara por la espalda.
—¿Y bien? —dijo débilmente.
—Partimos mañana. Los otros se nos unirán en el camino.
Ir y venir de mensajeros. La tranquilidad no retornó hasta poco antes de medianoche. Naravas llegó entumecido a la tienda que aún compartía con Antígono y Cleomenes.
—Han caído en la trampa —dijo. Su rostro no expresaba ninguna emoción—. Diez mil púnicos y Amílcar. Tienen un campamento defendido por un terraplén, junto al río. Frente a ellos están los libios de Zarzas: quince mil. Spendius y Audarido han acampado en la montaña; mañana bajarán con unos nueve mil mercenarios. Y nosotros también.
Antígono abrió la boca, volvió a cerrarla. Todo lo que podía decir ya estaba dicho; en silencio, extendió las manos hacia Naravas.
—Átame —dijo en voz muy baja.
Naravas sacudió la cabeza.
—Eso puede esperar hasta mañana. Ahora debemos dormir. —Se dio la vuelta, acostándose de lado.
Antígono estaba seguro de que no podría dormir. Cuando despertó no sabía qué lo desconcertaba más: haber podido dormir, o ver a Naravas arrodillado ante él. En las manos extendidas del joven masilio estaban el puñal egipcio y la espada púnica.
—Con el estómago vacío se pelea mejor. —Naravas sonreía—. Agua y un poco de vino, nada más. No sea que tengamos que desmontar y enseñar el culo en medio de la batalla.
Cleomenes alcanzó un vaso al heleno. Era una mezcla tibia. Naravas continuaba de rodillas.
Antígono observaba sus armas, los ojos del masilio, la cara.
—Tú sabes contra quién usaré las armas —dijo con voz ronca. Naravas asintió.
Antígono dejó la espada corta en las manos del príncipe, cogió la vaina del puñal egipcio, lo desenvainó y pasó la afilada hoja sobre su antebrazo izquierdo. Un poco de sangre brotó de la herida. Antígono dejó el reluciente puñal sobre la mano derecha del masilio, y cogió la espada.
El rostro de Naravas resplandecía. Se subió la manga, se hizo un corte con el puñal de Antígono, cogió el brazo izquierdo del heleno con la mano derecha y estiró el brazo izquierdo. Tras haber bebido mutuamente de la sangre del otro, se abrazaron.
El sol aún no brillaba muy alto. En el campamento púnico reinaba la calma: movimiento, pero no alboroto. Los libios ya habían abandonado su campamento sin fortificar, y estaban formando para la batalla. Su flanco derecho, escalonado, casi tocaba el río. Parte de los soldados experimentados de Audarido y Spendius se encontraba ya en la llanura, los demás estaban en la ladera.
Naravas habló con sus generales; no hubo réplicas. Luego cabalgó lentamente hacia delante, seguido por cien jinetes vestidos de blanco. Antígono se sentía raro vestido con aquellas ropas, sabiendo que aquella mañana participaría por primera vez en una verdadera batalla.
Naravas se detuvo a unos doscientos pasos del terraplén reforzado con madera que defendía el campamento púnico. Con una señal, pidió a Antígono y a un masilio barbicano que se acercasen.
—Hermano de mi padre —dijo—, solicita una entrevista.
El barbicano se rozó los labios con la mano y espoleó su caballo. Era una mañana sin viento. A cien pasos del terraplén, el númida se rodeó la boca con las manos.
A Antígono le pareció oír:
—Naravas, joven príncipe de los masilios, solicita entrevistarse con Amílcar el Rayo —pero el hermano del padre de Naravas estaba demasiado lejos, y a Antígono le zumbaban los oídos.
Se abrió una parte de la estacada. Veinte coraceros salieron del campamento y formaron un semicírculo; en el Centro de éste estaba Amílcar Barca. Llevaba un sencillo yelmo redondeado, tan falto de aristas que el sol habría podido reflejarse en él. Una piel de leopardo le cubría los hombros, y sobre el chitón descansaba el peto de cuero con guarniciones de metal. Aquel hombre gigantesco y ancho de hombros avanzó unos pasos, desenvainó la espada y se la entregó a uno de sus soldados.
El viejo númida dominó los corcoveos de su caballo e hizo una señal a Naravas. El joven príncipe hizo un guiño a Antígono y puso en marcha su cabalgadura. Cuando llegaron hasta el lugar donde se encontraba el viejo masilio, Naravas desmontó, arrojó las riendas al hermano de su padre, le entregó la espada y empezó a andar hacia el campamento púnico. Por encima del hombro, dijo:
—Ven conmigo, hermano de sangre, pero esconde la cara y mantente unos pasos atrás.
El príncipe masilio se detuvo a cinco pasos de Amílcar. Antígono, diez pasos detrás de él, se había cubierto la boca y la nariz con un extremo del largo turbante.
Ahora, de cerca, vio que el Rayo llevaba la piel gris del llama debajo del peto.
Amílcar examinó al joven masilio.
—Tú debes ser Naravas, hijo de Masyas y hermano de Gya —dijo. Su voz, honda y plena, sonaba tranquila—. Últimamente los emisarios ya no son especialmente sagrados. ¿Por qué quieres hablar conmigo?
Naravas se empinó un tanto.
—Cuando quería ir a Sicilia —dijo en voz alta—, para pelear bajo tu mando, la guerra terminó. En esta nueva guerra no quiero llegar demasiado tarde, pero tampoco demasiado pronto.
—Escucho tus palabras. Si vienes ahora, vienes en el mejor momento. ¿Qué pides a cambio? Y, ¿qué es lo que traes?
Naravas señaló hacia atrás, por encima de sus hombros.
—Dos mil espadas masilias. —Titubeó—. A cambio de tu amistad.
Amílcar sacudió lentamente la cabeza. Una desconfianza infinita resonó en su voz.
—¿Nada más, númida? Spendius te debe haber prometido medio Kart-Hadtha.
—Me ha prometido medio Kart-Hadtha —dijo Naravas con aspereza. Se volvió hacia Antígono y le hizo una seña—. Quizá le creas a éste.
Antígono se echó una mirada a si mismo. Se veía y se sentía llevado por piernas extrañas, sintió cómo una mano extraña retiraba la punta del turbante, y escuchó que una voz extraña decía:
—Siervo de Melkart, Naravas ha bebido mi sangre, y yo la suya.
Los ojos de Amílcar se abrieron bruscamente, y la visión de un Amílcar Barca desconcertado devolvió a Antígono a la realidad.
—¡Tigo! ¡Pequeño bribón! ¡Amigo! Nunca me he alegrado tanto de ver a alguien como de verte a ti ahora. Así pues, ¿es cierto? Pero ¿cómo es que tú…? Bah, eso tiene que esperar. ¿Que has bebido sangre, dices?
Antígono puso la mano sobre la espalda de Naravas, haciendo avanzar unos pasos al príncipe. Amílcar no cesaba de mirar a uno y a otro.
—Amigo y amigo de mi padre —dijo Antígono—. ¿Te he mentido alguna vez?
Amílcar sonrió de repente y extendió la mano derecha.
—A mí no.
Antígono estrechó un momento la muñeca del gran púnico; luego apoyó la mano sobre el brazo de Naravas.
—Este hombre te admira, siervo de Melkart. Y yo no puedo dejarlo marchar solo a la batalla, probablemente Salambua me lo reprocharía.
Amílcar enarcó las cejas.
—Ah, ¿eras tú? Había oído hablar de un noble númida.
Naravas asintió; parecía estar esperando algo.
Amílcar se puso la mano izquierda sobre el chitón, entre los muslos, y señaló el cielo con la derecha.
—Por tus dioses, masilio —dijo—, y por el miembro que engendró a Salambua: tendrás mi amistad y mi hija, si terminamos el día con vida. —Puso las manos sobre los hombros de Naravas.
El joven príncipe devolvió el gesto.
—Es… —empezaba a decir cuando tocaron las trompetas de los heraldos del campamento púnico.
—Luego —murmuró Amílcar—. ¿Mis órdenes, amigo?
—Tus órdenes, estratega.
—Espera hasta que la batalla haya empezado; después ven con tus jinetes cabalgando a lo largo de las faldas de la montaña, y ataca el flanco y la retaguardia de los mercenarios.
Naravas levantó la mano y volvió a su caballo.
—Una cosa más, Tigo —dijo Amílcar en voz baja—. Luego tienes que contarme cómo lo has hecho. Considero a los masilios un regalo tuyo.
Antígono inclinó la cabeza sonriendo.
—Todavía tengo otro regalo para ti.
Amílcar arrugó la frente y miró por encima del hombro. Por lo visto, ya había dado órdenes precisas; el ejército púnico empezaba a salir del campamento.
—El campamento es poco seguro para un heleno —dijo Amílcar.
Antígono se recogió el traje, dejando ver la espada; el Rayo respiró profundamente.
—¿Otro regalo, Tigo? Tú eres más valioso fuera del campo de batalla.
Antígono se llevó el puño al pecho. Sabía que si se quedaba un instante más ya no podría marcharse. Sin decir nada, se dio la vuelta y caminó hacia Naravas y su caballo.
Naravas cabalgaba en la vanguardia, rodeado por hombres de su círculo más estrecho. Cuando se volvió para examinar las relajadas columnas de marcha, vio que Antígono cabalgaba detrás de él.
—Hermano, señor del Banco de Arena, ¡tu lugar no está entre las espadas!
Antígono intentó esbozar una sonrisa.
—Si me lo dicen tan a menudo, acabaré por creérmelo.
Cabalgaban despacio, casi con pereza, bordeando la ladera, un poco por encima de la llanura. Un pequeño grupo de jinetes les salió al encuentro, al galope.
—Spendius transmite sus saludos, príncipe de los masilios —dijo uno de ellos—. Alegría y reconocimiento. Dicen Spendius y Audarido que, en el momento que creas oportuno, ataques el centro de la formación púnica, por la retaguardia. Los dividiremos en dos partes y los aniquilaremos.
—Un plan sencillo y no muy convincente —dijo Naravas fríamente—. Transmite mis saludos a tus señores. Spendius recordará que le dije que estaríamos aquí, pero no dije del lado de quién. —Levantó la espada—. ¡Los estandartes!
Dos hombres de su grupo desenrollaron los paños brillantes que llevaban atados a unas lanzas. Dibujos de palmeras y puntas de lanzas.
—¡Por Kart-Hadtha! ¡Por Amílcar Barca! —gritó Naravas. Los dos mil masilios devolvieron el grito levantando las lanzas.
Por un momento, los mensajeros de los mercenarios se quedaron como de piedra. Luego hicieron dar media vuelta a sus caballos y escaparon al galope.
—¡Adelante! —Naravas puso su cabalgadura al trote.
La batalla había comenzado. Ya podía verse que una parte del ala derecha libia tenía dificultades para intervenir en el choque: Amílcar los había bloqueado con una maniobra muy sencilla. La columna púnica retrocedió paulatinamente, hasta encontrarse con el ala izquierda libia detrás de la propia fortaleza púnica, quedando ésta entre los combatientes y el río. Tras los muros y estacadas habían honderos, lanceros y arqueros. Los libios que avanzaban bordeando el río podían intentar tomar por asalto el campamento pero era demasiado difícil, sangriento y, además, intrascendente para el desarrollo de la batalla. O podían presenciar cómo luchaban los demás, sin intervenir. O, en caso de extrema urgencia, podían trasladarse hacia el centro, o hacia el otro flanco, lo que costaría tiempo y energías, quitaría espacio y entorpecería las maniobras de las otras tropas, y daría a los soldados ligeros de Amílcar la oportunidad de salir del campamento y atacar el flanco desprotegido del contrario.
Los elefantes abrían brechas y creaban confusión en el centro de la línea de batalla libia. Iban seguidos por una cuña de coraceros, y la caballería púnica intentaba abrirse paso junto a los elefantes. Las filas libias todavía se mantenían firmes.
Pero el combate se decidiría en el centro y en el ala derecha de los púnicos. Allí se enfrentaban parte de los libios y de los experimentados mercenarios de la Guerra Romana contra los coraceros de Amílcar; los púnicos tenían menos de la mitad de hombres que sus rivales, y, seguramente, eran menos duchos en la batalla que aquellos insurrectos formados durante años por el propio Amílcar. Poco a poco, el ala púnica empezó a retroceder bajo el empuje de los celtas, semihelenos, íberos, itálicos y siciliotas.
Un ataque de los dos mil masilios apoyando a los mercenarios hubiera dado la estocada final al ejército de Amílcar, y Antígono dudaba si los hombres de Naravas podrían realmente hacer girar el curso de la batalla en favor de los púnicos. Pero éstos fueron sus últimos pensamientos claros.
Los númidas se encontraban justo encima del escenario de batalla. Naravas, levantó la espada, profirió un grito largo y estridente, y echó a galopar.
Los númidas, provistos de armas y corazas ligeras, no eran una caballería de choque que, como los catafractas macedonios, pudieran dispersar las filas enemigas. Podían cargar, sembrar confusión, galopar en torno a las tropas enemigas como un remolino, golpear con la espada, retirarse, volver a atacar. Parecían formar parte de sus caballos. En el choque, Antígono cayó de su caballo; de algún modo pronto se vio con los pies en tierra y la espada corta en la mano.
Todo lo demás era un torbellino de imágenes que se desvanecían, volvían a surgir, cambiaban. Tenía la espada en la mano, pero no era él sino algo lo que luchaba, golpeaba y clavaba el hierro, atajaba golpes, retrocedía, tropezaba, esquivaba el ataque, se agachaba y volvía a arremeter, caía y se levantaba. Una boca desgarrada; sangre brotando de un brazo cercenado; manos intentando contener los intestinos dentro del vientre abierto; palpitar de espaldas; polvo. Ningún ruido, sólo el pulso y los latidos del oleaje en el oído. Y, como único sentimiento semiconsciente, una inmensa e insaciable sed de matar.
—Parece un golpe con el lado plano de la espada. Si eso es todo… Permanece acostado un rato. El siguiente. —El médico púnico, bañado en sangre de pies a cabeza, se apartó. Un asistente negro vendó la cabeza de Antígono con una cinta de lino.
Gritos y ayes de heridos se abrían paso a través del supurante casquete de dolor que había ocupado el lugar de la cabeza del heleno. El sol, en algún lugar a su izquierda y ya muy cerca del horizonte, impregnaba el aire de un resplandor insoportable. Oro calentado al rojo rezumaba hacia sus ojos.
Cuando volvió a despertar, hogueras ardían en la llanura. Le costó mucho esfuerzo incorporarse. Su cabeza era otra vez una cabeza, aunque desbordante de plomo y ruedas calcinantes. Cerró los ojos, respiró profundamente, varias veces, el mundo dejó de girar.
No muy lejos de allí, e iluminados a medias por las hogueras, los grandes elefantes se bamboleaban atados a sus estacas. Hacia delante, hacia atrás; hacia delante, hacia atrás. Tenían las patas delanteras encadenadas la una a la otra. Eran grandes animales de las llanuras del sur de Libia, probablemente traídos a Kart-Hadtha en barco desde un puerto del este, y entrenados en la capital púnica. Los pequeños elefantes de los númidas y gatúlicos no podían llevar torrecillas, pero, con los colmillos alargados y montados por lanceros, eran preferidos por los púnicos. Pero los caminos a Numidia estaban cerrados. Hombres vestidos de blanco se deslizaban entre las filas de elefantes, echaban pienso, arrastraban grandes cubas de agua, limpiaban los hierros de los colmillos y les colocaban las fundas. Eran púnicos, pero se les llamaba hindúes, pues hindúes habían sido los primeros cuidadores y domadores que, hacía ya algunos decenios, dirigieran elefantes de guerra en Siria y Egipto.
«Qué absurdo. La batalla ha terminado, estoy aquí sentado sin saber qué ha pasado y mi cabeza piensa en los elefantes». Antígono se volvió hacia el hombre que yacía a su derecha. Había estado lanzando quejidos durante mucho rato, y ahora estaba en silencio. Quizá supiera algo. Pero el cuerpo que tocó el heleno estaba frío y rígido.
En el cuarto intento consiguió levantarse y mantenerse de pie. Uno de los «hindúes» le dejó beber agua fresca de un odre. Medio tambaleándose, medio andando, Antígono intentó encontrar el camino por la llanura.
Él y otros heridos habían sido llevados al muro del campamento púnico. Allí donde la batalla había rozado la fortificación, ahora se amontonaban espadas, corazas, lanzas, yelmos, cinturones, vainas, cuchillos, arcos. En aquella oscuridad que las hogueras dispersas ahondaban más que aplacaban, aparecían a cada momento soldados que echaban aún más pertrechos de guerra a los montones, pirámides y pilas. Una larga colina de poca altura que esa misma mañana aún no existía, se levantaba borrosa en el centro de la explanada. Antígono se acercó, arrastrando los pies, pero poco antes de llegar a la colina un hombre lo detuvo. A sus pies se abría una profunda fosa.
Antígono se alejó de allí, primero arrastrándose sin rumbo, luego en dirección a donde debía estar el río. El crepitar de las hogueras, el penetrante rugido de mil voces quedas sofocando cualquier otro ruido; el olor a vino y carne chamuscada, el olor, metálico y sin embargo repulsivamente dulce, a sangre coagulada y cuerpos descuartizados que habían yacido medio día bajo un sol abrasador. Gritos, los lamentos de los heridos, quejidos, clamores. Antígono había cabalgado a la batalla en ayunas, como los númidas, y desde entonces sólo había bebido unos tragos de agua, pero en cierto momento vomitó, jadeando, jadeando, botó más de lo que podía tener dentro. Otro médico, ¿o era el mismo? El médico estaba inclinado sobre un cuerpo que se retorcía de dolor emitiendo gemidos sordos.
—Ánimo, amigo —dijo el médico a media voz; colocó la mano sobre la frente del hombre—. Más sufren las mujeres cuando paren. Cierra los ojos. Esto te va a doler un poco, pero luego te sentirás mejor.
El asistente del médico hundió un largo cuchillo ardiente en el corazón del soldado. Gatúlicos y baleares seguían llenando la noche de cuchillos, arrastraban a mercenarios y libios ligeramente heridos hacia el muro de la fortificación púnica, y abrían las gargantas de los heridos graves. Amontonaban armas, anillos, monedas y trozos de corazas en los lugares dispuestos para ello. Una tropa de caballería pesada púnica, jóvenes de las clases más bajas de Kart-Hadtha, regresaba de una ronda; empujaban a dos o tres docenas de fugitivos tambaleantes y extenuados hacia los corrales donde descansaban los prisioneros.
Alguien cogió a Antígono de los hombros.
—Ven, amigo de mi señor. —Era Cleomenes. El acragantino empujó y arrastró a Antígono entre las hogueras y hombres y animales y cadáveres, hasta llegar a una tienda. Centinelas con antorchas custodiaban la entrada abierta. Unos generales salieron de la tienda, probablemente después de una discusión. Hablaban entre si en voz baja; se alejaron perdiéndose en la noche.
Cleomenes señaló la abertura entre los centinelas. Antígono asintió, respiró profundamente y entró en la tienda llevado por sus débiles piernas.
Amílcar estaba de pie, con los brazos cruzados, junto a la pequeña hoguera que ardía en el interior de la tienda. Parecía haberse bañado en sangre. Naravas, con la ropa manchada y hecha jirones, estaba sentado sobre un taburete, rodeado de candiles, y miraba al estratega púnico. Tenía la cabeza inclinada y parecía estar hablando de algo importante, pero calló al aparecer Antígono.
Ambos lo observaron como si se tratara de un fantasma.
—Tigo —dijo Amílcar. Extendió la mano derecha señalando la cabeza del heleno.
—Ah, no es nada. Un golpe con la parte plana de la espada, unos cuantos rasguños. —Antígono se cogió la venda de lino con cuidado; se había adherido a la costra. Con una débil sonrisa, dijo—: Pero vosotros podríais lavaros un poco, sobre todo tú, siervo de Melkart.
—Hoy más bien esclavo de Baal. —Amílcar sacudió la cabeza y puso las manos sobre los hombros de Antígono—. Déjame mirarte, banquero meteco. Dicen que has luchado como el mismísimo Aquiles.
Imágenes fragmentarias se abrieron paso en el cerebro de Antígono, como estrías en la superficie de una sopa hirviendo que es demasiado poco consistente para que la grasa pueda formar ojos.
—No lo sé —dijo a media voz—. Recuerdo caras y brazos y vientres.
Naravas buscaba algo con la mano, junto al taburete, lo encontró y se levantó.
—Tu puñal egipcio. —Entregó el arma a Antígono—. Tu cinturón parecía una malla hecha trizas. Todo estaba debajo de ti. Te llevaron al muro, pero de pronto te habías marchado. —Sonrió—. Ah, algo más, tu espada está rota, amigo y hermano.
Antígono se estremeció.
—Recuerdo —dijo débilmente—, que seguí peleando con ella.
Naravas extendió hacia el heleno una vaina de casi un brazo de largo; Amílcar desenvainó la espada. Era una pieza del mejor arte de herrería espartano.
El recazo tenía la forma de un barco, con proa y popa curvadas hacia adelante, la empuñadura tenía incrustaciones de nácar y frío marfil, el pomo, una piedra preciosa roja.
—Perteneció a un buen hombre. —Amílcar apretó los párpados—. Metioco. Era general de una compañía de hoplitas lacedemonios, Tigo. En Eryx esta espada hizo pasto en incontables romanos. Hoy tu brazo ha sido más fuerte; y tu espada está rota.
Como Antígono aún no asía la espada, Naravas dobló la rodilla, bajó la cabeza y levantó el arma, como una ofrenda.
—Cógela, señor del Banco de Arena, de dos amigos y un hermano.
Antígono tocó el hombro del masilio. Cogió el costoso regalo, se inclinó y colocó la espada junto al puñal.
—¿Qué es lo que ha pasado? —preguntó cansado.
—Los elefantes y los númidas —dijo Amílcar pasando el brazo alrededor de los hombros del heleno—. Sin esas dos cosas, sin vosotros, ahora Zarzas, Spendius y Audarido estarían sentados aquí jugándose mis huesos a los dados. Los elefantes y nuestra caballería pesada quebrantaron el ataque libio, y los honderos y arqueros los pusieron en fuga. No obstante, éramos demasiado pocos, y hubiéramos perdido todo de no ser porque vosotros atacasteis en el momento preciso.
—Las filas púnicas vacilaron, hermano. —Naravas caminó hacia su taburete, pero no se sentó—. Cuando los mercenarios ya saboreaban la victoria, los arrasamos por el flanco. Pero fue difícil… trabajo muy duro.
—Diez de los suyos y casi dos mil de los nuestros —dijo Amílcar en tono sombrío—. Mañana descansarán bajo tierra. Casi cinco mil prisioneros, el resto, disperso. Por desgracia Zarzas, Spendius y Audarido han conseguido escapar. Y hay muchos que mañana no verán el sol.
—Pero hemos tomado los dos campamentos: provisiones, oro, armas. —Naravas sonrió con sarcasmo; luego su rostro se contrajo en una mueca extraña—. ¿Qué te pasa, Antígono? Te estás tambaleando.
Amílcar lo ayudó a mantenerse en pie. El heleno sacudió la cabeza lentamente; su voz sonaba casi absorta.
—Me siento vacío —dijo susurrando—. Vacío y horrorizado y terriblemente cansado. Espantoso, ¿siempre es así la victoria, Amílcar?
El púnico suspiró.
—Cada batalla es distinta, Tigo, y toda batalla es terrible. La victoria es tan sólo un breve júbilo, un grito, el guiño de todos los dioses; luego queda un ahogamiento enfermizo. Sólo hay una cosa más terrible que la victoria: la derrota.
Naravas miraba al gran púnico con desconcierto y admiración. Antígono se dejó caer sobre un tapete.
—Pero lo peor de todo —dijo Amílcar infinitamente cansado y atormentado—, y esto también lo notarás, Tigo, es que esa sed ya nunca se sacia.
Antígono se llevó las manos a la cara.
Por la mañana las letrinas apestaban: eran dos largas fosas paralelas al río cavadas en la curvatura del terreno, debajo del campamento, y tapadas con planchas de madera aseguradas con cuñas. Cuando se retiraban estas planchas, el río subía y se llevaba todo. Antígono deseaba alejarse de allí; se preguntaba qué podía querer excretar su cuerpo. Aún no había comido nada.
Amílcar estaba hablando con los prisioneros. Iba de grupo en grupo, de corral en corral, hablaba púnico, libio, ibérico, latín, heleno, balear, sandaliota, galo del sur. Decía que todo pasado había sido olvidado, tanto los grandes méritos de los soldados que combatieron en la Guerra Romana, como las vilezas y ultrajes que habían cometido desde entonces.
—Vosotros me conocéis —decía al terminar su discurso—. Esta vez yo mismo me hago responsable por las soldadas y el plazo de cumplimiento de los acuerdos. Kart-Hadtha es poderosa y no se inclinará ante Matho, Spendius, Zarzas y Audarido. Podéis elegir: con o contra Kart-Hadtha, Karjedón, Neápolis, Cartago; con o contra Amílcar Barca; con o contra vuestras vidas. Quien no quiera quedarse, podrá marcharse libremente, pues no tengo en qué emplear prisioneros y no soy un carnicero que mate a sus prisioneros. Regresad a casa, pero no volváis nunca. Quien así lo quiera, puede marchar conmigo y tener oro, fama, honra y la victoria. Pero el que se vaya para unirse de nuevo a los insurrectos, ése ya no tiene que esperar nada más de la vida. No habrá un segundo perdón. Todos los que hoy queden libres y vuelvan a unirse a los insurrectos, en la siguiente batalla serán mutilados, crucificados, descuartizados por elefantes. Tenéis mi palabra.
Durante el transcurso del día, casi cuatro mil prisioneros anunciaron que querían entrar al servicio de los púnicos o volver a ponerse bajo el mando de Amílcar. Los demás, algo menos de mil, sobre todo libios, fueron puestos en libertad por la tarde, sin armas pero con algunos víveres.
Antígono buscaba en vano una cara conocida entre las filas de la caballería púnica. Por fin, al atardecer, se dirigió a Amílcar.
—¿Sabes algo de Tsuniro y Memnón?
Amílcar se sorprendió por la pregunta; luego sonrió.
—Ah, es imposible que sepas algo de ellos. Claro. Han llegado a Kart-Hadtha sanos y salvos. Y, entretanto… el verano está llegando a su fin; probablemente ya seas padre por segunda vez.
ANTÍGONO KARJEDONIO, SEÑOR DEL BANCO DE ARENA, KARJEDÓN,
A ATALO KARJEDONIO, POR INTERMEDIO DEL GREMIO
DE VITICULTORES,
MASSALIA
Saludos, salud y buena cosecha, placer con tu compañera y alegría, con o sin niños, oh hermano: El agujero abierto por la muerte de nuestra madre se ha cerrado. Tu sobrino Aristón cuenta ahora quince lunas. Es negro, como su madre, Zuneiro, a la que no conoces, y alegre como mil lirones en verano. Necesitábamos esa alegría urgentemente, pues de lo alegre hay escasez, y ésta la tenemos en abundancia.
En primer lugar has de saber lo siguiente: Kart-Hadtha se tambalea, pero Karjedón no caerá, aún no. Las noticias a que te refieres deforman los acontecimientos; a continuación te cuento lo que ha pasado realmente.
Tras la gran victoria del Barca en la llanura, su clemencia se divulgó entre las filas de los mercenarios, y muchos pensaron en volver a unirse a su antiguo maestro y estratega. Los cabecillas —los libios Matho y Zarzas, el itálico Spendios y el celta Autaritos— decidieron frustrar cualquier intento de reconciliación, y cayeron en las peores vilezas. Menospreciando el carácter sagrado de los emisarios y la dignidad de los prisioneros, cogieron al consejero Giscón y a otros setecientos karjedonios que tenían prisioneros en Tynes contra toda ley, les cortaron las manos a hachazos, les amputaron las orejas y nariz, les quebraron las piernas y los arrojaron a una fosa donde murieron miserablemente. Un mensajero púnico que fue a pedir los cadáveres, no fue recibido; en adelante, dijeron aquellos infames, matarían a cualquier mensajero o emisario que se acercase. Ése fue el día negro que impidió toda reconciliación.
Una embajada romana tenía la misión de servir de mediadores para la reconciliación, pero los comisionados del Senado se estremecieron e interrumpieron las conversaciones con los mercenarios cuando fueron testigos de aquellos crímenes. No es que Roma nunca haya cometido crímenes —la ruptura de la vieja amistad con Karjedón y la aniquilación de ciudadanos pacíficos en Acragas son sólo ejemplos—, pero incluso para Roma parecen existir límites. Mathos envió mensajeros a las fortificaciones púnicas de Sardo y Kyrnos, pidiéndoles que se unieran al levantamiento. Éstos accedieron al llamado, mataron al estratega púnico Bostar en la ciudad de Sulkoi y pidieron ayuda a Roma, ofreciendo a cambio las dos islas. Roma se negó.
Y eso no es todo. Una vez que se hubo solucionado el conflicto surgido a causa de algunos comerciantes romanos, que éstos fueron puestos en libertad y los últimos prisioneros de guerra púnicos fueron devueltos de Sicilia, Roma dejó sin efecto cierta cláusula del tratado cerrado por Cayo Lutacio y Amílcar, y permitió a Karjedón reclutar mercenarios siciliotas. Al mismo tiempo, el viejo aliado de Roma durante la guerra, Hierón de Siracusa, concedió a Karjedón un gran empréstito y envió grano.
Amistad entre Roma y Karjedón: es lo que clama Hannón el Grande; siempre lo ha dicho. Esto le ha devuelto la influencia y poder que perdiera tras las increíbles torpezas que cometió en la guerra. Otros, entre los que me cuento, vemos las cosas con menos optimismo. Hierón está entre Roma y Karjedón; no tiene ningún interés en ver hundirse a Karjedón y fortalecerse desmedidamente a Roma: ésa es la razón del préstamo y el grano. Y Roma prefiere vérselas con un Karjedón debilitado por los levantamientos que con una nueva potencia que reuniría a todas las ciudades y pueblos del Norte de Libia, a libios, númidas y libiofenicios, e incluso a los púnicos que quedaran. Ésa es la razón de la repentina amistad y seguridad de Roma, según yo lo veo.
Pero así aquel año terminó medianamente bien, el siguiente, que ahora llega a su fin, fue terrible. Karjedón envió una flota para recuperar Sardo y Kyrnos. La flota estaba al mando del almirante Hannón, el mismo que perdió la Guerra Romana en las islas Egates. En Sulkoi recibió Hannón lo que debían haberle dado en Karjedón: sus tropas, compuestas de mercenarios, se unieron a los rebeldes de la isla y lo crucificaron. Luego enviaron mensajeros a Roma ofreciendo las islas. Roma volvió a negarse, y ahora ha enviado grano a Karjedón.
Pero la benevolencia de Roma incrementó la influencia de Hannón el Grande, como ya he mencionado, y Hannón el Grande, todavía estratega, volvió a tener las fuerzas necesarias para oponerse a todas las órdenes de Amílcar. Oh, hermano: dos ejércitos púnicos pasaron todo el año inactivos porque las órdenes de un estratega neutralizaban las del otro. No hubo ninguna batalla; únicamente los númidas del yerno de Amílcar, Naraouas, incomodaron un tanto a los mercenarios. Por lo demás, Mathos y Zarzas pudieron volver a reunir millares de libios. Sus ejércitos han recuperado la fuerza que poseían antes de las dos batallas victoriosas del Barca.
Así perdimos Sardo y Kyrnos; así perdimos el año. En otoño, una tempestad destruyó la flota carguera que debía traer a Karjedón soldados íberos, armas, plata y víveres. Tras este último mensaje negro del año, Hippo Akra e Ityke perdieron toda esperanza, acuchillaron a la guarnición púnica y abrieron las puertas de sus sitiadores. Karjedón está sola.
Pero Karjedón continúa en pie. El Consejo, instado por Asdrúbal y aburrido de aquel oscuro juego, dejó en manos de los soldados y generales la decisión de cuál estratega debía mantenerse al frente: Hannón o Amílcar. El resultado no podía asombrar a nadie. Hannón tuvo que deponer el mando; su sucesor, subordinado a Amílcar, fue un tal Aníbal, un miembro del partido de Hannón.
Ahora Mathos, Spendius, Audarido y Zarzas han empezado el sitio de la propia Karjedón, la última ciudad libre. Pero, por su parte, Amílcar, Aníbal y Naraouas sitian a los sitiadores cortando sus vías de avituallamiento, mientras Karjedón es abastecido por Roma y Siracusa. El nublado invierno se presenta tan brillante como oscuro fue el verano del oscuro año pasado.
No sé, oh Atalo, si Karjedón conseguirá recuperar Sardo y Kyrnos. Los sardos, como supondrás, en otoño se levantaron contra los mercenarios y los hicieron correr, hasta Roma. De momento las islas no poseen soberanos extranjeros. Tú sabes que ya nuestro padre Arístides poseía almacenes allí; hoy éstos son propiedad del Banco de Arena, al igual que algunos sembrados y dos minas. Si desde Massalia, y con ayuda de otro comerciante masaliota, te es posible salvar una parte de las propiedades o bienes que el banco tiene en Sardo y Kyrnos, la mitad de lo que salves será tuyo. El valor correspondiente a la otra mitad deposítala en la sucursal que el Banco Real de Alejandría tiene en Massalia. Si no te es posible, o si te parece un riesgo demasiado grande, nuestro afecto de hermanos no sufrirá por ello.