5
Tsuniro

—Un largo viaje por mar. ¿Soy demasiado viejo para ello? No, no lo soy. Es una idea tentadora, morir en una costa desconocida. —Lisandro balanceaba la cabeza de un lado a otro mientras hablaba.

—Pero será un viaje muy duro.

—La vida es dura, sólo la muerte es descanso, y el sueño, un adelanto. Siempre me ha gustado estar despierto.

Antígono desenrolló las listas y les eché una ojeada.

—Bien. Ahora veamos si Tsuniro es la mitad de buena de lo que dice Lisandro.

Véndale los ojos, viejo amigo.

Lisandro empezó a rodear la cabeza de la joven con una cinta de lino blanco.

Antígono hizo a un lado los rollos y se dirigió a un estante. De las numerosas cacerolas y cajitas sacó un pétalo de rosa, dos o tres granos de sésamo, una hojita de silfión y algunas otras cosas, las colocó sobre la palma de su mano derecha y regresó adonde se encontraban los otros. Puso la mano debajo de la nariz de Tsuniro.

—Señor —dijo ella sonriendo—, quita el silfión; cubre todos los otros olores.

Antígono, perplejo, obedeció. La venda que cubría los ojos de la muchacha estaba sujeta con firmeza. Era imposible que ella pudiese ver.

—¿Qué hueles ahora?

Tsuniro olfateó, pasando la cara por encima de la mano del heleno.

—Unos cuantos granos de sésamo que ya llevan algún tiempo guardados. Un pétalo de rosa fresco que has ajado un poco al cogerlo. Lavanda. Nardo. Dos gramos de pimienta; uno de ellos tiene adherido un poco de polvillo de cinamomo. Una astilla de cedro. Un trocito de resma…, de un pino epeirota. Un cogollo de alcachofa seco y rancio. Un dátil muy tierno.

Antígono solté un suave silbido. Lisandro resplandecía de orgullo.

—¿No te lo había dicho? —murmuró—. Es mejor que todos los otros ayudantes aprendices que he tenido. Tsuniro sacó la punta de la lengua.

—Señor, si apartas esas cosas que tienes en la mano, podré decirte aún más. Si deseas oír más.

Antígono dejé todos aquellos objetos sobre la mesa, se limpié la mano con un paño que encontró sobre ésta, y se volvió hacia la mujer. Ella movió la cabeza de un lado a otro, se arrodilló un instante, hinché los agujeros de su nariz, volvió a ponerse de pie.

—Señor, tu último baño fue hace tres días; desde entonces sólo te has lavado muy a la ligera. Tampoco te has cambiado de ropa desde aquel baño. Levanta otra vez la mano. Así. En… ¿es la derecha? Bien. En el dedo índice tienes tinta seca; probablemente de ayer. Ayer has estado cerca de una curtiduría; o has pasado cerca del carro de un curtidor.

Lisandro echó al heleno una mirada interrogante; Antígono asintió con un lento movimiento de cabeza, sin poder creerlo.

—Ayer por la mañana has tocado metal, un cuchillo o una espada, y te ha salido un poco de sangre. Hace unas horas —Tsuniro se inclinó hacia adelante y olisqueó el rostro de su señor— has bebido vino; vino de Rodas, mezclado en partes iguales con agua. —La muchacha reprimió una risita—. Los vellos de tu cuerpo son abundantes y oscuros. Tu miembro no ha sido circuncidado, y está excitado, lo cual me honra, señor. Desde que llevas puesto ese traje no te has acostado con ninguna mujer, ni has comido pescado, ni has montado a caballo. Ah… sebo de carnero, ¿quizá una vela? Y miel, pan ácimo untado con miel. Además…

—Para, detente. Está bien. Quítale la venda.

Lisandro desenrolló la cinta sonriendo; Antígono se apoyó contra la mesa, mirando a la muchacha. Estaba casi trastornado. Tsuniro sacudió la cabeza para quitarse de encima los últimos lazos de lino; sus ojos brillaban.

—Bien —dijo Antígono agotado—. Increíble e incomprensiblemente bien. Puedo creer a Lisandro cuando me dice que sabes mezclar perfumes. ¿Sabes hacer alguna otra cosa? ¿Leer los pensamientos, tal vez?

Ella sonrió.

—No, señor. Pero mi lengua es mejor que mi nariz. —Dejó ver la punta de la lengua.

Lisandro cerró los ojos.

—Cuando olfatea con la boca abierta puede reconocer más aromas que los que yo reconocía con la nariz en mis mejores épocas. Hace unos días, un imbécil que tengo por ayudante vertió en el mismo vaso pequeñas porciones de treinta y tres aguas perfumadas distintas. El aroma resultante era maravilloso, pero el muchacho había olvidado qué perfumes había mezclado. Tsuniro se llevó dos o tres gotas a la boca y nos dijo todos los componentes de la mezcla.

—Y aún hay más posibilidades —dijo Tsuniro, casi sin interés—. Mi lengua puede reconocer varias enfermedades con sólo rozar la piel de una persona. Otras enfermedades las detecto en la sangre. Y el semen me permite reconocer otras, y también lo que un hombre ha comido y bebido en los últimos diez días.

Lisandro enarcó una ceja.

—Ah —exclamó—, oh.

Antígono se separé de la mesa.

—Una prueba interesante.

Tsuniro lo miró a la cara.

—Tú eres el amo, la esclava tiene que obedecer.

Antígono sacudió la cabeza y levantó los rollos de papiro.

—Puesto que has trabajado tres años como maestra de aprendices y sólo has cobrado la paga de una esclava, eso no es así. Ya has repuesto las cinco minas que costaste años atrás. Incluso te debemos algo: cuarenta y seis shiqlus. Pondré al corriente a la administración. Eres libre.

Ella se quedó observándolo un instante, desconcertada, luego respiré profundamente y levantó los brazos.

—¿Libre? Libre. ¡Libre! —Aplaudía y parecía querer bailar.

—Se plantea, pues, la pregunta: ¿querrá Tsuniro, ahora que es libre, seguir elaborando perfumes en Kart-Hadtha? Y si es así, ¿bajo qué condiciones?

—Todo sucede muy de prisa. Quizá. No lo sé. ¿Dónde?

Antígono enrolló las listas.

—Mañana al atardecer acércate a la puerta de Tynes. Te estaré esperando. Hay algunos edificios muy cerca de allí en los que pronto se instalarán viviendas y talleres.

Los íberos capitaneados por el príncipe Mandunis habían recibido de Antígono una suma de dinero que liberaba a Kart-Hadtha de lo que les debía por la guerra. Ahora alborotaban en las casas. Quinientos soldados contestanos, diez unidades de combate; entre sus acompañantes se contaban unas doscientas mujeres, al menos quinientos niños y una cantidad indeterminada de sirvientes. Todas estas personas se habían mudado al bloque de casas cercano a la puerta de Tynes, llevando consigo sus trastos, vestidos, sacos de víveres, colchones de paja y junco, todas sus armas y algunos caballos para los jefes. Los íberos no sólo defenderían los edificios de otros mercenarios, sino que además arreglarían un poco las casas. Entre ellos había hijos de pescadores, cazadores y campesinos; pero Mandunis también podía emplear a algunos obreros. Más tarde partirían hacia Iberia con los emigrantes esperados, y hablarían bien de Kart-Hadtha. A Antígono le parecía un buen negocio.

Antígono echó un breve vistazo a algunos de los patios. Madera de construcción y leña ya habían sido entregadas, así como también los carneros, bueyes y gallinas que habían encargado. Cambió algunas palabras con Mandunis, a quien encontró mandando llevar odres de vino a un sótano e impartiendo ásperas órdenes a sus generales.

Los edificios eran sólidos, aunque estaban algo deteriorados. Todos disponían de sótanos abovedados. Los cimientos, de pesados sillares, sostenían hasta cinco plantas; las paredes de las plantas inferiores eran de piedra tallada, las de las plantas superiores, de ladrillo. Los grandes patios interiores, empedrados con irregulares piedras de cantera, poseían cisternas, y algunos incluso pozos rodeados de un muro bajo.

Antígono señaló a unos hombres que trabajaban en toscos caballetes de madera y ya había empezado a fabricar los muebles.

—¿Necesitan algo más?

Mandunis se encogió de hombros.

—Más herramientas. Hachas, sierras, martillos. Clavos. Cuerdas. Cosas de ésas.

—Bien; me ocuparé de ello. Dame a diez entendidos que además puedan cargar. En una calle secundaria, el Callejón de los Herreros, los íberos se aprovisionaron de todo lo que necesitaban. Antígono pagó; lo deduciría de la suma que Mandunis y su gente aún tenían que recibir. El hijo del rey íbero se encargaba de distribuir a los obreros y materiales entre los diferentes patios; mientras él daba instrucciones, hombres robustos pasaban cargando una amplia cama —un marco de madera que sostenía una cubierta de cuero—, mantas, una mesa, tres sillas, varias esteras de junco, un ánfora de vino sirio y algunas jarras porosas llenas de fresca agua de pozo, y llevaban todo eso a la casa que Antígono había guardado para si: una casa que hacía esquina en la planta más alta del edificio situado inmediatamente detrás de la puerta de Tynes. El tejado quedaba a varios hombres de altura por debajo de las almenas de la puerta y la muralla del istmo. Desde la terraza podía divisarse la muralla marítima, los cañaverales y las pequeñas embarcaciones pesqueras que flotaban sobre el lago de Tynes. Cuatro grandes habitaciones —dos daban al patio interior y dos a la muralla marítima— un largo corredor y un corto pasillo que unía la casa a la galería y la escalera; Antígono estaba satisfecho. La pobreza de las habitaciones vacías podía arreglarse, y, de algún modo, envuelto en la circunstancia de aquel instante, Antígono pensé que sería muy sensato mudarse él mismo a una de esas casas.

Cuando salió de la casa de baños ya el sol empezaba a caer. Antígono entró en la posada de uno de los últimos «cebaderos de dioses». Los patios que daban a la parte trasera del edificio bullían de ladrillos. Antígono comió lomo de perro con salsa de miel, queso y una masa poco consistente.

Tsuniro lo esperaba en la puerta de Tynes. Llevaba puesto un mantón gris y zapatos de cuero calado. Sus ojos brillaban.

En el abarrotado patio del primer edificio, Antígono explicó cómo esperaba que fuesen los talleres una vez se hubieran marchado los íberos. Ella hizo dos o tres buenas preguntas, observó a la luz del crepúsculo a las figuras erguidas frente al fuego del asador, y, finalmente, dijo a media voz:

—Bien. Veo que has pensado en muchas cosas. ¿O quizá en todo?

Antígono sonrió, la cogió de la mano y se dirigió a la escalera.

—En todo, naturalmente.

Cuando llegaron arriba, Antígono sacó del bolsillo de su amplia túnica un frasquito de aceite y un pequeño candil, una cajita con yesca —trozos de lino y hojas secas—, un clavo de acero y un trozo de pedernal.

—Casi todo —dijo Tsuniro.

—Todo. —Antígono, con las manos llenas, empujó la puerta con el hombro y entró. Una tenue luz crepuscular entraba aún por las ventanas del lado del mar. Antígono dejó todo sobre la mesa y se dio la vuelta. Desde la puerta le llegó el rechinar del cerrojo.

Tsuniro apareció en el corto pasillo, se detuvo en el rincón y miró al heleno.

—¿Todo?

Antígono asintió y señaló la segunda de las habitaciones que daban al mar.

—Todo. —Se desabrochó el cinturón de la túnica superior.

Tsuniro hizo pasar el mantón por encima de su cabeza, se quitó los zapatos, dio un paso, dejó caer el mantón. Tres pasos más allá se quitó la faja que le cubría las caderas y ahora caía al suelo enroscándose como una serpiente. Las sandalias de Antígono, su túnica, el chitón. El cinturón donde llevaba el puñal egipcio tintineó al golpear el suelo. Frente a la puerta del dormitorio, Antígono hizo a un lado su taparrabo y miró hacia atrás.

—Ariadna estuvo aquí —dijo.

Tsuniro siguió el rastro de ropa hasta la habitación; tenía en la mano el ceñidor, aquellos dos anillos de tela cosidos entre sí.

—¿También el Minotauro pensaba en la cama?

Antígono estiró la mano y jaló a la muchacha a la habitación. A medias andando, a medias sumidos en un abrazo, perdieron el equilibrio, tropezaron, cayeron sobre la cama hechos un ovillo. Tsuniro se acuclillé por encima de la cabeza de Antígono, se inclinó hacia delante y acaricié sus tetillas con la punta de la lengua. Antígono volteó la cabeza, dio un suave mordisco a la pantorrilla de la muchacha y deslizó la mano hasta la parte interior de sus muslos. Ella le metió la lengua en el ombligo y enterró los dedos en los afelpados vellos de su barriga.

—Una jungla.

Antígono rió para sí.

—Y hay otra más.

Tsuniro levantó la cabeza. A media voz, y reprimiendo la risa, dijo:

—En mi país, a los jóvenes cazadores que van a iniciar su camino en la vida se les cuenta una historia. La historia habla de una fuente de agua salada en medio de la jungla; el cazador debe beber y luego mojar su lanza en ella. Para fortalecer su alegría de vivir.

—Una buena historia —dijo Antígono—. ¿Y qué les cuentan a las cazadoras?

—Ah. Presta atención.

En algún momento ella dijo a Antígono que estaba sano, pero últimamente había comido demasiada carne y pocas frutas y verduras. Antígono encendió una luz, derramó por la ventana el contenido de una jarra llena de agua hasta la mitad y llenó la jarra de vino. Ambos bebieron de la jarra. El Minotauro había olvidado los vasos.

Tsuniro era hija del rey de una tribu de cazadores que habitaba en los bosques situados más allá del Gyr. La tribu formaba parte de un gran pueblo. Otros grupos vivían en ciudades a la orilla de ríos, dedicados a la agricultura y el comercio, otros eran pastores nómadas de las estepas. Cuando tenía doce años, ella y otras mujeres y niños fueron atacadas y raptadas por garamantas en las cercanías de un riachuelo que corría por los linderos del bosque. Siguieron los caminos usuales de la humillación: aldeas de garamantas; tres mercaderes púnicos que llevaban un centro de trueque en un oasis y compartían todo; un oficial heleno (de Cirene), que escoltaba pequeñas caravanas comerciales con sus jinetes: de él aprendió el idioma y la escritura helénicos, y sus historias de dioses; un herbolario egipcio en la frontera entre Cirene, Kart-Hadtha y el imperio de los ptolomeos; un gran mercader de esclavos que la llevó a Sabrata junto con otros esclavos y pasó a ser propiedad del banco.

—¿Y ahora? Eres libre.

Tsuniro bebió agua y vino, dejó la jarra y contempló pensativa la llama del candil.

—No lo sé. Después de tanto tiempo… ¿Qué significa ser libre? ¿Son los pájaros libres de las ataduras del cielo? Todos los años vuelan hacia el mismo nidal, ¿porque quieren o porque tienen que hacerlo?

Antígono apoyé la cabeza contra la pared y levantó la manta.

—¿Ser libre? Probablemente eso sólo significa que uno puede elegir entre varias cosas, y también que tiene que elegir. Yo puedo trabajar o morirme de hambre, así que tengo que trabajar. Si soy capaz de desempeñar diferentes tipos de trabajos, entonces puedo elegir. Si soy un batidor de oro libre, y sólo sé batir oro, no tengo elección.

Ella le alcanzó la jarra.

—¿Qué es entonces mi libertad? Fuera de que ya no soy esclava. En algún momento tendré que morir, y hasta que eso ocurra tengo que seguir viviendo; tengo que quedarme aquí o tengo que marcharme; tengo que probar y mezclar aromas, pues de lo contrario sería infeliz. Sólo los dioses son libres.

Antígono dejó escapar una risa breve y desagradable.

—¿Los dioses? ¿Cuáles? ¿Los de tu pueblo, que permitieron que fueras raptada? ¿Los de los garamantas? ¿Los de los helenos? ¿Zeus, que por decisión humana tiene que blandir el rayo, quiéralo o no? ¿El Baal púnico, que fue alimentado con niños durante muchos años, aunque quizá hubiera preferido comer melones? Ni siquiera el dios romano de la guerra es libre, su apetito y su satisfacción dependen del Senado.

—Y Afrodita depende de nosotros —dijo ella con tristeza—. En nosotros siempre ha habido algo que despertó ayer, cuando nos encontramos. Lo que ha sucedido aquí ha sido estupendo, pero era algo que tenía que suceder. Como un terremoto, o la lluvia. Nosotros sólo elegimos esta habitación, esta cama, en lugar de un trigal o el embarcadero.

—Allí hace mucho frío. —Antígono sonrió, dejó la jarra en el suelo y se inclinó hacia adelante, rozando los pechos de Tsuniro. Ella hizo un guiño, exclamó «¡Brrr!», pero se quedó sentada con la espalda apoyada contra la pared mientras Antígono levantaba la manta que le cubría las piernas.

—Pero podemos no repetir esto —dijo Antígono—, o repetirlo exactamente igual, o de otra manera, durante otras muchas noches. Nosotros tenemos la decisión.

Tsuniro se deslizó sobre el lecho; el cuero gimió bajo sus talones. Luego abrazó a Antígono del cuello y lo hizo caer sobre ella.

—¿La tenemos realmente?

Hacia la medianoche, un fuego seguía ardiendo no lejos de los primeros peldaños de la escalera. Mujeres chillaban, voces masculinas rugían advertencias o daban ánimos, pero los luchadores no parecían oír nada. Uno de los dos íberos daba la espalda a la escalera; la cara del otro, iluminada por el inquieto brillo del fuego, estaba marcada. Por las comisuras de la boca chorreaba sangre; tenía un ojo hinchado. Estaban de pie, encorvados uno frente a otro, con las cortas falcatas ibéricas en las manos. De pronto aquella imagen congelada empezó a moverse; sonaron las armas, los cuerpos se confundieron, saltaron bruscamente de un lado a otro.

—Quédate aquí —refunfuñó Antígono. Bajó los últimos escalones de un salto. Tsuniro se agarró a la barandilla. Con tres largos pasos llegó hasta los luchadores, utilizó el impulso para coger al primero del cuello y arrojarlo a un lado, se agachó, pasó por debajo de la falcata que el otro sostenía a la altura del pecho y dio un cabezazo al íbero en la boca del estómago. La falcata salió volando, el hombre se desplomó, quedó retorciéndose en el suelo, intentando respirar; entre gemidos y jadeos, se dio por vencido. El primero yacía a unos cuantos pasos de allí, inconsciente.

Antígono se levantó de un salto, se dio la vuelta y caminó con pasos cortos hacia los curiosos agolpados junto al fuego. Las sienes le latían con violencia. Buscó palabras ibéricas.

—Mi techo —dijo enronquecido. Describió un amplio arco con el brazo derecho—. Vosotros mataros fuera de estas paredes. ¿Dónde el jefe de tropa?

Alguien señaló a una figura que se levantó de un montón de madera tambaleándose. A diferencia de los luchadores, que sólo llevaban taparrabos cortos, este hombre estaba completamente vestido, con peto, yelmo y un manto claro; y estaba completamente borracho. Miraba fijamente a Antígono.

—¿General?

Cuando el hombre asintió, Antígono le golpeó la cara. El golpe fue tan rápido que ni siquiera un hombre sobrio hubiera tenido apenas ocasión de evitarlo. La mano extendida azotó las mejillas del íbero. El yelmo de bronce, en forma de cace rola y mal sujetado, reboté contra el empedrado. Dándole bofetadas, Antígono obligó al general a caminar hacia la cisterna. El hombre se tambaleaba, pero, sorprenden temente no se caía.

Junto a la cisterna había una serie de vasijas, tinajas y cubas. Algunas —hasta donde Antígono podía ver, alumbrado por la tenue luz del fuego, bastante apartado de allí— contenían agua limpia, otras, orina y excrementos. Empujó al íbero hacia los recipientes, lo cogió de la nuca y le sumergió la cabeza en una cuba llena de excrementos, lo levantó de un tirón y volvió a sumergirlo en el pestilente líquido amarillo de la siguiente cuba. El hombre se levanté tosiendo y graznando; de pronto tenía en la mano un cuchillo que debía haber llevado en el cinto. Antígono le golpeó el antebrazo con el borde de la mano, el cuchillo salió volando. La rodilla del heleno se levantó bruscamente, chocando contra la parte débil del general; el hombre cayó hacia adelante. Antígono lo levantó y lo arrojé contra la pared del edificio, de donde resbaló poco a poco hasta caer al suelo.

El heleno se inclinó sobre una cuba de agua y, de repente, advirtió que a su espalda se había formado un semicírculo de hombres y mujeres silenciosos. Titubeó un instante: un paso en falso, una palabra equivocada… Se dirigió hacia el general y le derramé en la cara el agua de la cuba. Una cuba más. Manto, coraza, chitón, todo estaba asqueroso, pero la cabeza volvía a estar limpia. Antígono cogió al general de los hombros, lo levanté y lo apoyó contra la pared. Las pupilas seguían dando saltos involuntarios, pero ya se dirigían casi al rostro del heleno. Bajo una capa vidriosa, los ojos estaban cargados de asombro y rabia.

—Escucha, general. Tu gente aquí. Si otra vez pelea con espadas en mi casa, entonces tú embudo en la boca y yo meo, ¿comprender? Y después látigo hasta dejar sólo hueso. Sin Mandunis, sólo nosotros. ¿Estar claro?

Cuando se dio la vuelta, el semicírculo se abrió, dejándole paso. Algunas mujeres sonreían, un hombre asentía con la cabeza, algunos soldados íberos se habían cuadrado y se golpeaban el pecho con el puño derecho.

Tsuniro permaneció callada hasta que salieron. Cuando pasaron frente a una taberna de la que brotaba una trémula luz de antorchas, la muchacha se detuvo, cogió a Antígono del brazo y lo miró a la cara.

—Señor del banco, creador de la aldea de artesanos, ¿también tienes dotes de guerrero?

Él sonrió en silencio.

—Lo que tengo es sueño, y hambre. Ven. En la sede de los vinateros hay comida hasta tarde, y camas.

—¿Para mí? ¿Dejarán entrar a una negra?

—¿Por qué no? Y si no es así… —Se encogió de hombros y escupió—. Si no es así, compraré el gremio, enviaré al posadero a los garamantas y haré demoler el edificio. Preferiría que no pasáramos esta noche entre los íberos. Será mejor que primero arreglen todo entre ellos.

Sus pasos retumbaban ante las casas de la Calle Mayor. Tras muchas ventanas semicubiertas aún podía verse luz. Bajo un árbol había dos hombres de la guardia pública, provistos de lanzas y antorchas; un tercero llegó con un carretón de mano. El cadáver de un hombre obeso se balanceaba colgado de la rama más gruesa del árbol. Cuando uno de los guardas levantó la antorcha hasta la cara del muerto, un pájaro oscuro eché a volar, graznando.

Una multitud se había reunido en el lugar donde la Calle Mayor se abría para formar la Plaza de la Diosa Negra. Guardaban un silencio inquietante. Una sola voz emitía unos lamentos agudos e incesantes. A los pies de la vieja columna negra de Tanit yacían dos mujeres de piel clara; antorchas iluminaban los rostros de los presentes, que hacían sitio para que pasaran unos cuantos guardas, y también los charcos de sangre. Junto a los dos cadáveres había una anciana acuclillada; la anciana se balanceaba hacia adelante y hacia atrás, tenía la cabeza cubierta con un velo, y era ella quien emitía aquel terrible lamento.

—Púnicas —dijo uno de los guardas. Hundió su lanza en una rajadura que se abría entre dos adoquines del empedrado—. Hasta ahora los mercenarios se habían conformado con esclavas, pero…

Antígono buscó la mano de Tsuniro.

—Larguémonos de aquí —dijo en voz baja. Atravesaron la plaza. Perros callejeros bebían de un charco junto al pozo; gatos maullaban desde tejados saledizos.

—Está cada vez peor, ¿verdad?

—Todavía no es grave. Probablemente los Señores del Consejo no despertarán hasta que los treinta mil mercenarios desaten su furia sobre la ciudad. Hasta ahora sólo ha habido incidentes aislados.

—Te lo pregunto otra vez: cuando refrenaste a los íberos, ¿qué era eso? ¿Fría premeditación, estupidez? ¿Acaso también eres guerrero?

—Practico de vez en cuando, para no engordar absurdamente. Y tenía que separarlos. ¿Quién sabe qué hubiera sucedido si no lo hacía?

—O sea que no fue una decisión libre.

Antígono se llevó la mano a los labios. De pronto recordó la larga conversación que mantuviera con un sabio hindú hacía más de diez años.

—Todos estamos atados a la rueda —dijo.

Ella le apreté la mano.

—¿Una rueda de fuego, con espinas? ¿Una rueda de placer, con lengua y sexo?

—¿Cómo podemos elegir el lado, si no sabemos cómo cae la moneda?

El enviado tardaba demasiado. Cuando por fin regresó, parecía muy desconcertado.

—Señor, la noticia debe esperar, pues el señor Asdrúbal acaba de llegar del Consejo.

Antígono hizo a un lado la caña de escribir y echó un vistazo a la última cifra. En total, incluyendo los costes de los barcos y la soldada de los contestanos, los gastos quedaban muy por debajo de las ganancias, y no poca importancia había tenido la ayuda de Hannón. Quedarían alrededor de novecientos talentos de plata, a dividir en partes iguales entre Amílcar, Asdrúbal y el banco. Antígono estaba de muy buen humor, ya había pasado media tarde irritando a Bostar con risitas sin explicación, y en ese momento estaba seguro de que su humor todavía mejoraría.

—Y, ¿qué es lo que ha dicho?

—Sólo esto, señor —respondió el joven recadero del banco extendiendo los brazos—. «Tenemos que beber hasta que tomemos a Amílcar por dos romanos. Si él (ése eres tú, señor) no aparece por aquí antes de la puesta del sol, mandaré a que lo traigan arrastrando por las calles». Ésas fueron las palabras de Asdrúbal, señor.

Antígono asintió.

—Está bien. Puedes irte.

Cuando las cortinas se cerraron tras el muchacho, Bostar se levantó, pasé por detrás de su mesa, cruzó la habitación y puso la mano sobre la frente de Antígono.

—No, no está enfermo —dijo a media voz—. Así que debe estar un poco loco.

¿Por qué, oh el más alcornoque de todos los helenos, tanta risa? Tienes la boca tan abierta y grande que una pentera podría anclar en ella.

—Te lo diré, y te pondrás a gritar y me besarás los pies…

Bostar lo observé casi preocupado.

—Conozco a muchos locos, pero tú los superas a todos.

Antígono se enjugó las lágrimas de risa y recobré la seriedad.

—Antes te diré otra cosa, viejo amigo. Al final de la historia te parecerá evidente que hay ciertas cosas que no pueden evitarse. Podrás dirigir el banco a tu gusto durante un tiempo.

—¿Qué pasa ahora?

—Siéntate callado. Sírvete un poco de vino. Y sujétate bien.

Asdrúbal saludó a Tsuniro con un beso en la mejilla. Cuatro días antes, él y Iona habían visitado la casa de la puerta de Tynes, por fin arreglada y abandonada por los íberos, y habían aprobado a la compañera negra de Antígono.

—Ven, siéntate donde quieras, o, si prefieres, échate —dijo Asdrúbal; tenía el rostro enrojecido y los ojos le brillaban. Iona cogió a Tsuniro del brazo y la llevó a uno de los lugares donde habían formado una especie de amplia cama de alfombras y cojines. Numerosos candiles grandes y pequeños iluminaban la habitación; en todos los rincones, y también bajo las ventanas, había braseros. La mesa baja colocada entre las camas estaba repleta de pasteles, bandejas de carne, platos de verduras, frutas, escudillas y fuentes. Sobre el precioso y antiguo arcén se levantaban cinco grandes jarras.

—Aquello —dijo Asdrúbal soltando un hipido— es lo de menos. —Señaló el arcón—. En la primera jarra hay vino sirio, mezclado con agua a partes iguales. En la última sólo hay sirio. En las otras jarras hay cada vez menos agua. Ninguno de nosotros saldrá de esta casa mientras quede una sola gota de vino en alguna de las jarras.

—Y ahora dilo de una vez.

Asdrúbal soltó un grito estridente, dio un manotazo a Antígono en la espalda, con todas sus fuerzas, lo agarró de las orejas, le dio un beso en los labios, lo soltó, le cogió las manos y lo arrastró a un baile desenfrenado por toda la habitación. Finalmente volvió a soltarlo, pero de tal forma que el heleno, con el impulso del baile, cayó rodando entre las dos mujeres. El púnico dio una voltereta, se echó al suelo, se revolcó en él y mordió la alfombra.

Antígono, con los pies en los hombros de Tsuniro y la cabeza entre las rodillas de Iona, dejó escapar largos gemidos por la nariz, soltó algunos hipidos, se deslizó fuera de los cojines, se arrastré sobre el vientre hasta alcanzar a Asdrúbal, se arrojó sobre él y empezó a golpearle la espalda como si fuera un tambor.

Tsuniro, que contemplaba aquellos golpes y movimientos bruscos con los codos apoyados sobre las rodillas y la barbilla sobre los puños, se volvió hacia Iona.

—¿Cómo se separa a dos perros locos? —dijo—. ¿Agua fría?

Iona se encogió de hombros.

—No lo sé. Me bastaría con que dejaran de dar esos gritos. ¿Sabes qué es lo que les pasa? —Se puso de pie, caminó hasta el arcén, cogió la primera jarra y llenó cuatro vasos.

Asdrúbal, bañado en lágrimas, hizo un gran esfuerzo para sentarse y estirar la mano. Iona le dio un vaso. El púnico lo vacié de un trago, entre hipidos, volvió a reír, se atraganté y derramó una lluvia roja sobre Antígono.

—Meteco —dijo jadeando—. Comienza. Creo que ya no puedo más. Tenemos que contarlo, de lo contrario voy a reventar.

Antígono se arrastré hasta el arcón, cogió un vaso, se levantó lentamente, como apoyándose en el vaso. Con zancadas de cigüeña se acercó a las mujeres, se inclinó, alcanzó el vaso a Tsuniro, resopló y cogió el cuarto vaso. Vio que Asdrúbal estaba echado boca arriba, riendo para si; llegó hasta él con dos pasos y se dejé caer pesadamente, quedando ahorcajado sobre el pecho del púnico.

—Había una vez —dijo Antígono.

—Oh —interrumpió Asdrúbal.

—Un ojete con ribete de oro.

—Ah.

—Y los muchachos Asdrúbal…

—Oh.

—… y Antígono…

—Ah.

—… no sentían asco…

—Ja.

—… de examinar con dedos ágiles el ribete de oro.

Asdrúbal se quitó al heleno de encima y levantó el torso.

—Un trabajo repugnante. Pero tenía que hacerse.

Iona y Tsuniro se miraron la una a la otra, sacudieron la cabeza y bebieron.

—Y como ellos —dijo Antígono—, cavaron y pellizcaron y se embarraron y trincharon en el ojete…

—Encontraron unos hilos sueltos en el ribete, y pasaron mucho tiempo pensando como podrían deshilarlo del todo. Sigue tú, heleno, yo tengo que beber. Además, la primera parte de la historia te pertenece.

—Eso no es una historia —dijo Tsuniro—. Es una sucesión confusa de imágenes oscuras. Palabreo estúpido.

Asdrúbal reprimió una risita.

—Es verdad. Pero lo que importa es cómo termina. Je. Conseguimos, sin embarrarnos mucho los dedos, deshilar el ribete de oro y convertirlo en monedas. De momento Hannón ya no es más que un ojete, y uno bastante chafado, por cierto.

Sin duda pronto volverá a cagar oro, pero… ay, amigo, ¿no es maravilloso?

Los dos amigos volvieron a gritar, dar manotazos contra el suelo y chillar. Hasta que por fin se arrastraron agotados a la segunda cama de alfombras.

—Habla, oh Antígono, hijo de Arístides. Ay, ¿cómo empezaste tan oportunamente, oh señor del banco del ojo saltón, a tejer las redes del hábil juego? —Miró a las mujeres—. Pues es él quien empezó; no conozco todo lo que ha urdido, y yo también tengo algunas sorpresas para él. —Se levantó, cogió la jarra, echó más vino en los vasos de Iona y Tsuniro, llenó el de Antígono y el suyo y dejó la jarra en el suelo, en el lugar donde las alfombras de ambos lechos se tocaban.

—Dejad que nos acerquemos un poco, oh inteligentes y bellas mujeres —dijo Asdrúbal—. Para que termine de una vez este penoso ir y venir con la jarra.

Una vez que todos se hubieron sentado o tumbado cerca de la jarra, Antígono carraspeó. Todavía estaba afónico por los arrebatos anteriores.

—Psi, ¿por dónde empiezo? Entre Hannón y yo había ciertas diferencias de opinión. Como es un hombre poderoso, pensé cómo podría él dañarme si continuaban las hostilidades. Hannón no contrataría ladrones para que asaltaran caravanas del banco; el banco es casi inatacable. Quizá podía enviar asesinos a que me matasen, o a mis amigos o parientes, pero podían tomarse ciertas precauciones al respecto. No, el único lugar en el que realmente podía golpear dejando un agujero para ataques posteriores, era la aldea de artesanos.

Iona arrugó la frente.

—¿La aldea? ¿Cómo exactamente?

—Yo puedo decírtelo. —Tsuniro se levantó un poco, apoyándose sobre los codos—. El Consejo de Kart-Hadtha podía dar mil decretos que impidiesen el trabajo de la aldea; o Hannón podía quizá presionar a empleados (o artesanos, esclavos, o socios). Había muchas posibilidades.

—Por eso mi primera conclusión fue que tenía que poner la aldea fuera del alcance de Hannón; en realidad todo lo demás es consecuencia de esto.

Antígono empezó a contar cómo había reunido información, enviado emisarios, hecho pedidos y utilizado relaciones.

—Bien. Ya conocéis los… ¿cómo decirlo, los nudos y el tendido de las redes? Si, llamémoslo así. Falta atraer la presa al cebo y cerrar la trampa. Hace unos días, una flota carguera ha partido hacia Iberia, rumbo al país de los contestanos. En la bahía de Mastia está surgiendo una nueva aldea de artesanos.

—¿Así que la aldea de aquí ya no existe? ¿Se han ido todos?

Tsuniro puso la mano sobre el brazo de Iona.

—No, sólo casi. Unos cuantos se han quedado aquí.

—Tsuniro, por ejemplo —dijo Antígono. Sonrió a la muchacha—. Ella se queda para elaborar perfumes en el edificio de la puerta de Tynes. Y para dar sentido a mi vida.

Tsuniro le echó un beso con la mano.

Asdrúbal se inclinó hacia adelante y llenó los vasos; luego volteó la jarra vacía, se levantó suspirando y trajo la segunda jarra, en la que había más vino y menos agua.

—Sigue hablando, señor del banco.

—Si. Ahora empieza la sarta de embustes. Las personas más importantes de los «Viejos», que rodean a Hannón, sabían que yo había gastado mucho dinero en tierras. Hice correr el rumor de que cuatro caravanas del banco habían sido asaltadas por garamantas; una terrible pérdida, puesto que, además, las caravanas estaban aseguradas por el banco. Por otra parte, perdí muchos barcos en una tormenta; en realidad están navegando entre Liksh y las Islas Afortunadas, pero la gente de Hannón cree que se han hundido. Un amigo de Cirene tuvo la amabilidad de enviarme dos cartas, de las que se desprende que debo una enorme cantidad de dinero al Banco Estatal de Cirene. No sé cómo, una de estas cartas fue a dar a manos de Hannón. —Antígono contuvo la risa y bebió un trago.

—Eres un canalla —dijo Iona—. Tengo que pensar seriamente si puedo seguir bebiendo vino con Asdrúbal y contigo.

—Un caravanero que desde hace ya mucho tiempo quería tener un almacén propio en o cerca a Kart-Hadtha, mencionó a un gran señor púnico que yo necesitaba dinero con urgencia y que estaba dispuesto a vender las tierras, la aldea, los edificios y los huertos, pero que sin embargo para él el precio era desorbitante. Otro gran comerciante, éste era de Sikka, dio a entender que pronto tendría tierras y edificios a las puertas de Kart-Hadtha, y que entonces arreglaría las cuentas con Hannón; durante la Guerra Libia, Hannón había desolado fincas que pertenecían a este hombre de Sikka. Ahora viene la parte más difícil.

—Yo encuentro todo bastante difícil —dijo Asdrúbal. Sonrió divertido—. Pero sigue, amigo de mi alma.

—Había que procurar que Hannón se enterara de que podía dañarme directamente sin ensuciarse las manos. Pero no debía saber demasiado. Uno de sus hombres le insinuó que existía una posibilidad, pero que era mejor que Hannón se mantuviera aparte para no tener que votar sobre sus propios intereses en el Consejo. Y para que Antígono no se enterara de que Hannón estaba detrás de todo, pues de lo contrario seguramente el banco no vendería. Pero costaría dos mil talentos. Hannón prestó atención a aquel hombre, dio su consentimiento y puso un límite máximo de mil cien talentos. Tenía que asegurarse de que el banco y Antígono sufrieran un daño realmente grande.

—¿Cuánto te costó la aldea cuando la construiste?

—Algo más de doscientos talentos. Y ha producido muchos beneficios. En los dos últimos días las negociaciones llegaron a su fin. Las realizaron dos intermediarios, ambos convencidos de que los comitentes de la otra parte no estaban realmente enterados de nada. Entre lamentos, fuimos bajando nuestro precio. Y esta mañana un intermediario de un comisionado de un ayudante de un administrador de Hannón pagó mil cien talentos, por una aldea que yo podía haber regalado pues ya me ha producido más que suficientes ingresos.

Asdrúbal levantó el vaso.

—Hagamos, pues, un solemne brindis —dijo entre hipidos—. Por el ribete de oro, que ya no existe.

Iona sacudió la cabeza. Bebió con ellos, pero dijo:

—Un momento, no comprendo bien. Hannón ha comprado la aldea. Pero ¿cómo es que por eso va a perder ese «ribete de oro» que tenía… donde sea que lo tuviera?

Antígono señaló a Asdrúbal.

—Me temo que sé aproximadamente qué es lo que sigue. Pero que lo cuente éste.

Asdrúbal ensombreció el rostro.

—Como muchos miembros del Consejo saben, Antígono ha perdido el favor de Amílcar y el mío a causa de sus ideas demasiado revolucionarias. Yo todavía lucho y entreno con él, pero nuestras relaciones políticas y comerciales han terminado. El que nosotros queramos retirar nuestro dinero de su banco es una de las causas de su desesperada necesidad de dinero. Como los Señores del Consejo saben de nuestro conflicto, no les sorprendió que algunos de nuestros hombres hicieran propuestas poco agradables para Antígono y el banco. Tenemos casi treinta mil mercenarios en la ciudad: la muralla del istmo está abarrotada. Hay que buscar la posibilidad de alojar a los mercenarios en otro lugar.

Callé un momento, bebió, hizo un guiño, hipó. De repente, empezó a reír, hasta que las lágrimas le corrieron por las mejillas.

—¿Qué es tan gracioso? —dijo Iona.

—Sólo eso. Oh, dioses, hay pocos días buenos, y éste es uno de los mejores. Esta mañana, cuando supe que el intermediario de Hannón acababa de empezar el pago, pedí a uno de los miembros del Consejo que se liquidara definitivamente la cuestión del alojamiento de los mercenarios. La propuesta se aprobó fácilmente, y con el voto de Hannón, que es lo mejor de todo. Uno de los hombres de Hannón se puso verde y blanco y azul, pero ya no pudo hacer nada. Hannón ha pagado mil cien talentos por la aldea, sin saber que la aldea estaba en juego. Amigos, esta aldea ha sido confiscada este mediodía por orden del Consejo de Kart-Hadtha, y será utilizada para alojar a los mercenarios.

Mucho más tarde, hacia el final de la cuarta jarra, Asdrúbal levantó la cabeza de las rodillas de Iona, eructó y dirigió los ojos enrojecidos hacia Antígono. El heleno estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la pila de alfombras; Tsuniro, sentada detrás de él con las piernas cruzadas, había colocado las manos alrededor de su cuello.

—Ver… Verano es la mejooor época para viajar —dijo el púnico.

Antígono asintió, muy circunspecto, y farfulló algo. Tsuniro, que había bebido muy poco menos, todavía podía traducir.

—Alas —dijo ella—. Muelle. ¡Ups!

Asdrúbal hizo un guiño.

—¿Más o menos hasta dónde?

Antígono levantó el vaso e intentó hablar.

—La noche está llena de puñales —dijo con la pronunciación esmerada de extasiados y borrachos—. Las Alas del Céfiro esperan en el muelle exterior. Meno, Memnón a bordo. Hiram… viejo y buen Hiram. —Sus ojos divagaban. Respiró profundamente—. Nos llevará lejos de Hannón, el viejo Hiram. Hiramastia, Hiramtingis, Hiramgadir, Hiram. Lejos.

BOSTAR, HIJO DE BOMÍLCAR, ADMINISTRADOR DEL BANCO DE ARENA,

A ANTÍGONO, HIJO DE ARÍSTIDES

A BORDO DEL ALAS DEL CÉFIRO,

EN MASTIA, TINGIS O GADIR. TRIPLICADO

Antes que nada, saludos, amigo y señor, oh Tigo: De los negocios no hay mucho que contar; el banco es una lancha de la mejor madera y con una buena tripulación, y sólo se hundirá cuando lo haga el gran barco, que está agusanado y lleno de agujeros por los que hace agua. Ya sabes cómo se llaman los gusanos y quién es el que ha hecho los agujeros.

Noticias buenas y malas de personas próximas a ti, antes de contarte las de la ciudad, que son peores: tu madre, Apama, ha muerto en paz; sus últimas palabras fueron oscuras: «poder vivir también esto». Psallo ha muerto soltando una sarta de insultos, como era de esperarse, pero también en la paz del lecho. Argíope y los niños han dejado la finca rústica en el momento oportuno; la ciudad pasa estrechez. Bomílcar envía recuerdos a Memnón.

De Hannón el Trasquilado no tienes nada que temer, oh miserable meteco y follacabras. Un día apareció en el banco hecho una furia, con cuatro guardas, y preguntó por ti; le dije que si quería abrir una cuenta o pedir un préstamo tenía que regresar otro día, sin hombres armados. Pero no ha vuelto a venir.

No tienes nada que temer por este motivo: Libia arde, y Hannón, que ha echado toda la leña al fuego, sólo podrá apagar el incendio siendo estratega de Libia. Cuando la situación de la ciudad se hizo insostenible, como el Consejo seguía sin tomar una resolución, se invitó a los mercenarios a que se trasladasen a Sikka —a mil estadios de Kart-Hadtha—, donde tendrían un mejor aire y mejores provisiones. Los soldados se dejaron convencer, sobre todo porque les dieron unas monedas de oro a cuenta de lo debido; sin embargo, querían que sus mujeres y sus hijos se quedasen en Kart-Hadtha. Se les hubiera podido persuadir de que partieran sin armas y marchasen más ligeros. Pero el Consejo ni tomó a sus familias como rehenes, ni pensó en las armas. Una vez que los mercenarios estuvieron en Sikka, no tardó en volver a surgir su descontento, según decían, pues vieron las ricas haciendas y pusieron en duda que Kart-Hadtha no tuviera dinero. Entretanto, Hannón quería echarse sobre los hombros la gloria de salvar a la ciudad, así que emprendió la marcha para negociar con los mercenarios. Pero Hannón sólo habla púnico y heleno, y, según creo, últimamente también latín, de modo que no pudo hablar con los cien pueblos distintos que forman el ejército, sino únicamente con sus cabecillas, y esto sólo mediante intérpretes.

La marcha hacia Sikka también fue un error en otro sentido. Los soldados libios que habían participado en la Guerra Siciliana pudieron ver a sus familias y parientes que viven en el campo, y por medio de éstos se enteraron de lo que Hannón —y Kart-Hadtha— había hecho en Libia los años anteriores. Cuando vieron que ahora era precisamente Hannón quien se dirigía hacia ellos, pensaron, supongo, que cualquier pacto hecho con Hannón sólo estaría vigente hasta que éste tuviera las manos libres para volver a sumir en sangre la región. Además, Hannón les pintó un paisaje tristísimo respecto a las arcas vacías de Kart-Hadtha, y esto poco después de que los mercenarios acabaran de ver las acaudaladas haciendas púnicas. Las negociaciones se interrumpieron; Hannón regresó a la ciudad.

Y ahora los mercenarios están otra vez en la ciudad, o casi. Se han instalado en Tynes y hacen sonar sus espadas de tal modo que se escuchan hasta en el Consejo. Los mentecatos del Consejo tendrán que pagar, oh Tigo, sólo que no sé de dónde piensan sacar el dinero. Alejandría se ha negado a concedernos un préstamo. Pero no importa de dónde salga el dinero: treinta mil hombres armados a las puertas de la ciudad son una razón convincente. Han llegado varias veces hasta la muralla del istmo, para recordarnos su presencia. Ayer arrasaron la aldea que le vendiste a Hannón; pero no puedo reírme, o quizá sí, pero sin ánimos. Y, entretanto, sus exigencias han aumentado: ya no sólo quieren las soldadas atrasadas, sino también una compensación por los caballos que perdieron en la guerra, y que se les dé un pago adicional por el grano que les correspondía y no les fue entregado. Por cierto, Kart-Hadtha ha negado la compensación por los caballos; respecto al grano, los mercenarios no quieren calcular el monto total según el precio actual, sino de acuerdo al precio más elevado de la época de la guerra. Se niegan a volver a negociar con Hannón; quieren hacerlo con Giscón, que los conoce y los ha tratado bien.

Amílcar también los conoce, pero al parecer le guardan rencor porque él ya no se preocupa por ellos. Yo lo veo de otra forma; los cabecillas de los mercenarios saben muy bien que Amílcar conoce a cada uno de los hombres del ejército, habla todas las lenguas y es temido y respetado por todos los soldados. Amílcar representaría el fin para los cabecillas.

Pero lo mejor me lo he reservado para el final. Recordarás que los partidarios de Hannón en el Consejo concedieron una entrega de dinero a Amílcar a cambio de los pagos que había hecho de su propio bolsillo a los mercenarios, durante la Guerra Siciliana. Ahora se han dado cuenta de que aquel dinero que autorizaron no fue a parar a Sicilia, sino a nuestro banco, del que Amílcar había retirado su propio dinero para pagar a los hombres. Ahora lo han llevado ante el Tribunal de los Ciento Cuatro, acusándolo de haberse enriquecido a expensas de la ciudad en tiempo de guerra. Pero tu banco no es manejado con tanta negligencia como ciertas instituciones, oh mi señor Tigo, y, naturalmente, tengo a mano todos los registros y puedo probar que es mayor la cantidad que Amílcar ha pagado de su propio bolsillo que la que ha recibido del Consejo. Pero Asdrúbal todavía no quiere que muestre mis registros; quiere que Amílcar sea acusado. Que lo cubran de polvo, se desgañiten hablando y se pongan ellos mismos en evidencia. Entonces, y sólo entonces, Asdrúbal cogerá mis registros y degollará a esos cerdos; como no pueden decir nada más, todo habrá sido un error. Nuestro apuesto amigo es inteligente. Si hubiera otros tres o cuatro hombres como Asdrúbal y Amílcar no estaría tan preocupado por los mercenarios. En fin, puedes continuar tu viaje con tranquilidad; de momento Hannón está realmente ocupado en otros asuntos. ¡Que Tanit te sea propicia!

Bostar