4
Hannón

Después de media hora, Asdrúbal arrojó el arco y escupió.

—Con este viento no es divertido. —Dirigió la vista hacia el cielo, donde pequeñas nubecillas corrían empujadas por el viento primaveral, hizo una mueca de enfado y se desabrochó el protector del antebrazo.

Antígono tensó el arco una vez más. El escudo que había atado a una palmera achaparrada estaba casi intacto.

—Al menos una vez —refunfuñó Antígono. Tiró de la cuerda hasta casi hacerla tocar su hombro derecho. La flecha salió silbando, parecía que pronto atravesaría el centro del escudo. Pero de repente comenzó a vibrar: una ráfaga de viento golpeó contra las plumas; el astil, de madera de cedro, rozó el borde del escudo, el casquillo de hierro se clavó en la arena, detrás de la palmera.

—Vaya. —Antígono soltó la cuerda—. Me doy por vencido. —Llevó la mano derecha a la parte del arco que se levantaba por encima de la empuñadura de cuero. Uno de los pequeños discos de cuerno que atesaban la madera e incrementaban la tensión de la cuerda, empezó a soltarse.

Asdrúbal hizo una señal al esclavo que estaba apoyado contra el carro.

—Recógelo. ¿Lanzas? No, eso tampoco tendría sentido.

Antígono se frotaba el hombro derecho.

—No. Beberemos un trago de agua y saldremos a cabalgar; hoy todo lo demás es inútil.

Caminaron hasta el carro. Aníbal cogió el odre, lo destapó y se lo dio al heleno. El viento azotaba la espuma sobre el agua de la bahía; incluso había pequeñas olas que reventaban contra la orilla.

—Tú puedes volver en el carro —dijo Asdrúbal. El esclavo, que en ese momento traía al carro, el escudo y una aljaba, asintió con un movimiento de cabeza—. Además, ¿para qué estos ejercicios de lucha ahora que ya hemos perdido la guerra? —El joven púnico sonrió con sarcasmo.

—Para que te mantengas en forma para tu amiga pelirroja —dijo Antígono—. Y para que yo no engorde demasiado.

—Muy bien. Vamos.

Asdrúbal acomodó el cinturón que llevaba sobre su chitón blanco, montó sobre el lomo sin ensillar del semental númida y cogió las riendas. Esperó a que Antígono estuviera listo; luego clavó las sandalias contra las ijadas del animal. Tenía sólo diecinueve años, era hijo de una de las familias más ricas y distinguidas de la ciudad, y a pesar de su juventud era ya uno de los hombres más importantes de Kart-Hadtha. Había pasado medio año en Sicilia, como comandante de la caballería de Amílcar, comprendía la parte externa y la parte oculta de las cosas e iba camino de convertirse en la cabeza inteligente y astuta que tan imperiosamente necesitaban los «Nuevos». Al menos hasta que Amílcar pudiera ocuparse de algo más que de las intrigas políticas. Tres años atrás, saqueadores númidas habían asaltado la finca rústica donde los padres de Asdrúbal pasaban los veranos. Desde entonces, Asdrúbal, como único huérfano, había administrado e incrementado —con ayuda de Antígono y el Banco de Arena— la monstruosa fortuna de la antigua familia de comerciantes, al tiempo que intentaba entretejer las fibras a menudo enredadas de los «Nuevos», para formar con ellas una cuerda resistente.

En un primer momento Antígono lo había rechazado. Con su rostro de muchacha —a pesar de la fina barba negra—, sus movimientos delicados y su cuerpo de efebo, «Asdrúbal el Bello» era simplemente demasiado atractivo. Ello, sumado a sus riquezas e influencia, despertó el escepticismo del heleno, quien desconfiaba tanto de toda apariencia agradable, que estaba inclinado a considerar horrible todo lo que poseyera una hermosura demasiado evidente. Además, no tenía ninguna propensión a enamorarse de adolescentes, y Asdrúbal compartía el lecho con una exuberante pelirroja celta; lo que parecía delicada gracia era nervuda flexibilidad, y tras aquel rostro encantador e inofensivo trabajaba una mente clara y aguda.

Galoparon a lo largo de la playa, luego hacia el sur, a través de campos y jardines. Cuando se acercaban al lago de Tynes dejaron que los caballos anduvieran a paso lento y cabalgaron uno al lado del otro.

Ante ellos se extendían los jardines y edificios de la «Aldea de Artesanos» que Antígono había levantado durante los últimos cinco años. De pronto Asdrúbal extendió un brazo.

—Aquello tiene que desaparecer, dicho sea de paso.

Antígono se sobresaltó. Tras el esfuerzo de la mañana, comenzaba a adormecerse, estimulado por el balanceo de su caballo, un caballo pasero de pelaje castaño.

—¿Qué?

—Tu aldea.

Antígono miró al púnico de reojo.

—Ya estás pensando otra vez. ¿Qué estás tramando ahora?

Asdrúbal rió.

—Me preocupo por tu futuro, y el de mi dinero, amigo. ¿Qué crees que sucederá cuando todo vuelva a su cauce?

Antígono se encogió de hombros.

—Yo también he pensado algunas cosas al respecto, pero no sé a dónde quieres llegar.

Asdrúbal asintió lentamente con la cabeza.

—Calculo que tus reflexiones van en la misma dirección que las mías. ¿Qué es lo que has convenido con ese íbero?

Antígono aguzó la vista.

—¿Cómo es que sabes también eso?

—Hay que saber todo lo que sucede en Kart-Hadtha si uno no quiere despertar por la mañana y ver que tiene un cuchillo clavado en la barriga. Algunos lo llaman prudencia o precaución; otros dicen: «¿Por qué te rascas donde no te pica?». Yo prefiero rascarme antes.

—Que quede entre nosotros —dijo Antígono a media voz, a pesar de que no había nadie en los alrededores. Luego habló de sus negociaciones con los contestanos, un gran pueblo de la costa suroriental de Iberia. La ciudad principal, Mastia, se levantaba en una bahía que era uno de los mejores puertos naturales de esa parte del mundo. Los púnicos mantenían allí una sede comercial desde hacía mucho tiempo, y reclutaban mercenarios del país. Después de tantos años, Urdabil había querido ver Kart-Hadtha, y en otoño había conducido a cuatro mil soldados que no llegaron a entrar en acción porque la guerra terminó antes de que pudieran hacerlo.

—Estuvimos de acuerdo en que su pueblo y su ciudad capital obtendrían muchos beneficios si contaran con buenos artesanos. Su hijo, Mandunis, estuvo con Amílcar. Ahora ha regresado de Sicilia con quinientos soldados; está viviendo en la muralla del istmo. Si no ocurre nada inesperado, pronto partirá hacia Iberia con algunas familias de artesanos dispuestas a viajar. Quizá aquello se convierta en una pequeña colonia; el banco ha comprado tierras en la bahía de Mastia. Todavía hace falta acordar algunos detalles.

Asdrúbal se inclinó y dio una palmada al muslo de Antígono.

—Por lo visto pensamos igual. Eso es bueno. Me agrada este prudente afecto que ha surgido entre nosotros durante las últimas lunas.

Antígono dejó escapar un hipido.

—Ahora que el deporte de las armas nos ha llevado al afecto, quizá deberíamos ir reduciendo poco a poco la prudencia.

Asdrúbal sonrió.

—Bien. ¿Cuándo nos emborrachamos?

—Pronto, y hasta que el alcohol nos deje bizcos. Pero ahora dime qué pasa por tu hermosa cabeza respecto a esta aldea.

Ya casi habían llegado a los edificios exteriores. Asdrúbal frenó su cabalgadura.

—En este momento los «Viejos» están más fuertes. Intentarán devolver todo a sus antiguos cauces: comprar materias primas baratas en países bárbaros, enviar productos baratos a esos mismos países, no competir con los helenos, evitar toda fricción con Roma. Tu éxito, meteco, y tu proximidad a los «Nuevos», te hacen especialmente detestable. Y tus buenos artesanos y sus extraordinarios productos no tienen cabida en el viejo orden. Haces algo nuevo, eres meteco, tienes éxito: tres buenas razones para que los «Viejos» te escupan en la sopa, tan pronto como puedan hacerlo.

Antígono contemplaba las brillantes casas bajo el cielo espumoso, mordisqueándose el labio inferior.

—No sé si lo que tengo en mente los va a hacer muy felices.

El entusiasmo de Lisandro conocía fronteras.

—¿A mi edad? ¿Al otro lado del mar? ¿Iberia? ¿Renunciar a esta utopía? Y, ¿ser previsor y prudente, sin decir realmente nada al Consejo de la aldea? —Lisandro resopló. Luego añadió refunfuñando—: Pero tú eres el amo. Por tu sesenta por ciento.

—Tu deuda con los maques está pagada. Si quieres podemos negociar nuevas condiciones. O disolver la sociedad. Eso también vale para los demás, nadie está obligado a viajar. En la ciudad habrá otros talleres para los que deseen quedarse.

El anciano se pasó la mano derecha sobre la calva, suspiró, se rascó la barba rala y teñida, y enseñó las desdentadas encías.

—Ah, ¿qué puedo hacer? Soy un anciano, Antígono. Mis ojos se cansan, mis piernas son torpes y caprichosas. Casi ocho décadas. Si quiero volver a viajar y ver cosas nuevas, debo darme prisa. Siempre me has tratado con respeto, y yo nunca he trabajado mejor ni más a gusto que en estos últimos años. —Dio un golpe a la gran bandeja de bronce en la que se balanceaba un pequeño charco de agua perfumada—. Así pues, ¿ya no quieres tener mis perfumes? ¿Aquí, en Karjedón, quiero decir?

—Sí, si quieres quedarte aquí. Si no es así, espero encontrar a alguien que sea al menos la mitad de bueno que tú y que pueda continuar tu trabajo. En algún otro taller.

Lisandro cruzó los brazos y se apoyó contra el estante repleto de cazos, ollas y marmitas. Echó una mirada a la habitación, clara y limpia, en la que dos muchachos hacían cosas misteriosas. Uno trabajaba con un pequeño batán. Junto a él había un recipiente plano de bordes curvados hacia arriba. Contenía un líquido aromático en el que flotaban pétalos de flores. El otro muchacho estaba de pie frente a un fogón de hierro, removiendo con una cuchara de madera el contenido de las burbujeantes ollas. Al otro lado de la ventana, abierta pero protegida por un pequeño retecho, podían verse el lago de Tynes y el cielo gris de primavera.

—Habría que hablar sobre ello —dijo el viejo perfumista—. Ven. Bebamos un poco de vino y comamos algo. Así podremos tratar mejor el asunto.

Dejaron el taller y atravesaron la Plaza de las Manos Exquisitas, alrededor de la cual se levantaban muchos edificios. También la taberna ubicada al lado del mar pertenecía a la aldea; era clara y bien ventilada: un edificio de forma pentagonal, con tres paredes blancas y dos terrazas techadas que daban a la orilla. Mesas, sillas, bancas, vigas maestras y los bordes de los fogones, todo era de madera clara, pulida y tratada con cera y resina.

En esas últimas horas de la mañana aún no había jaleo. Antígono tomó un plato con nueces, puerro y corazones de alcachofa, todo bañado en salsa ácida y guarnecido con tiras de hígado de ternera bien asado; Lisandro pidió una escudilla con papilla de lentejas y carne magra asada, previamente pasada por el molinete de hierro. Ambos bebieron vino aromático tibio.

Frutas, verduras y carne procedían de las huertas, dehesas y establos de la aldea, en la cual vivían y trabajaban más de dos mil personas. La empresa demandaba una inversión diaria de alrededor de medio talento —ochocientos schekels—, que se gastaban en sueldos, material, mejoras y mantenimiento. Pero la ganancia neta se elevaba a casi dos talentos y medio diarios. Sólo unas pocas cosas de uso cotidiano tenían que ser compradas: sal y aceite, por ejemplo; todo lo demás lo suministraban los campos y establos. Casi dos tercios de lo que éstos producían podía ser llevado al mercado de Kart-Hadtha, pues la aldea no consumía toda la producción. Grano, vino, aceitunas, higos, granadas, ciruelas, nueces, dátiles, puerro, col, alcachofas, ajo, guisantes y lentejas abundaban durante casi todo el año; ovejas, cabras, vacas, gallinas y palomas —y, desde hacia dos años, una pequeña cría de caballos—, arrojaban buenas ganancias, pues Kart-Hadtha siempre tenía hambre, y no sólo el ejército necesita caballos.

Antígono pagaba bien; demasiado bien, en opinión de muchos comerciantes y terratenientes. Por lo general, las pagas se correspondían con lo que exigían los gremios de la ciudad, aunque en la práctica eran mayores, pues había algunas peculiaridades. El agua de pozos y cisternas era gratis, el precio de los productos procedentes de los campos y establos, muy bajo; por la utilización de las viviendas y cocinas la administración retenía una sexta parte del sueldo, mientras que en Kart-Hadtha el alquiler devora un tercio de los ingresos de un trabajador cualificado. Entre estas peculiaridades se contaba también la existencia en la aldea de dos educadores y tres médicos (un púnico, un persa y un ateniense), el hecho de que la doceava parte de las ganancias netas estuviera destinada a asistir a los ancianos, enfermos y deudos de trabajadores muertos, el que los esclavos fueran colocados y remunerados de acuerdo con sus facultades y oficios, igual que los demás (aprendices, de uno y tres cuartos a dos schekels; oficiales, entre tres y medio y cuatro; maestros, de cinco y un cuarto a seis schekels a la semana) —la mitad de la paga era retenida, a cuenta del precio que se había pagado por el esclavo, quien quedaba libre una vez había saldado la décima parte de este precio—; y el acuerdo de contratos respetables con los maestros, quienes podían ser tanto trabajadores a sueldo como socios libres; en este último caso el banco era propietario de las seis décimas partes del negocio.

—Cuando me compraste a los maques —dijo Lisandro de forma apenas inteligible, con la boca llena de comida—, nunca pensé que esto fuera a ser así. Esto es una… isla afortunada.

Antígono levantó el vaso.

—Por aquella divinidad que incrementa las ganancias y no desmedra a las personas. Pero no vayas a cometer el error de pensar que soy un filántropo blando de corazón, oh maestro de los aromas.

Lisandro dejó escapar una risita sofocada.

—Si me lo permites, pensaré de ti lo que me plazca. Yo únicamente veo que aquí casi todos se sienten satisfechos y dan lo mejor de sí. Y que prácticamente nadie intenta engañarte.

—Volvamos a tus perfumes.

—Mis perfumes, si. —La mirada de Lisandro se quedó fija en la cuchara, como si nunca hubiera visto una—. Otro fruto positivo de la aldea, por cierto. El persa es un gran conocedor de hierbas; sin él nunca se me hubiera ocurrido preparar también medicinas. —Finalmente se llevó la cuchara a la boca.

Antígono suspiró.

—Muy bien, y tu satisfacción no me desagrada en absoluto. Pero ¿qué tiene que ver el médico persa con nuestro negocio?

Abundaban los trabajos en colaboración de ese tipo. Batidores de oro y orfebres que trabajaban casi bajo un mismo techo podían tener más en cuenta las necesidades del otro; los fabricantes de frasquitos para perfumes aprendían nuevas formas viendo a los que hacían vasijas de alabastro; talladores de marfil y picapedreros descubrían coincidencias insospechadas. Una númida que utilizaba plumas de avestruz para elaborar tocados, abanicos y suntuosos ropajes, había aprendido algunas mañas de los trenzadores que fabricaban cestos, arcones y muebles con mimbre, junco y hierbas púnicas y baleares. Tejedores de alfombras y redes, alfayates, cordeleros y veleros intercambiaban conocimientos y herramientas; incluso se había formado una junta de maestros para discutir las novedades; a esta junta pertenecían tanto talabarteros como alfareros, fabricantes de máscaras y bustos, talladores de marfil, huevos de avestruz, coralina y jaspe, fundidores de metales, herreros y carpinteros. Esto trajo como consecuencia una serie de herramientas mejoradas, que se convirtieron ellas mismas en objeto de comercio.

—Mucho. —Lisandro se llevó la escudilla a la boca y sorbió la papilla—. Muchísimo. Sucede, Antígono, que aquí he encontrado todo lo que necesito para los años que me quedan. Excelente trabajo, buenos ayudantes, colaboración, una barca de remos para el lago, vino y charla. Como ya dije: una utopía. Pero quién sabe, quizá sea como tú dices; quizá en la bahía de Mastia me vaya aún mejor. En todo caso, es una idea perturbadora, tendré que pensarlo bien antes de decir sí o no. Pero en lo que toca a los perfumes que se elaborarán en Karjedón si decido irme…

—¿Piensas en algo?

—Hace tres años me enviaste una esclava para que me ayudase.

—Yo no. La administración.

—Es igual. Es una muchacha negra. Cuando llegó tenía diecisiete años, y a los pocos días advertí que era una lástima que estuviera limpiando y ordenando las cosas. Tiene una lengua y una nariz… —Cerró los ojos y aspiró aire a través de los diminutos agujeros de su nariz—. En todos estos años nunca había encontrado a nadie que pudiera ayudarme realmente. Pero ella… Naturalmente, aún le falta la experiencia, pero pronto será mejor de lo que yo he sido. Su nombre es Tsuniro.

El tratado negociado por Amílcar y Lutato Catulo era otra vez muy favorable a Roma. Kart-Hadtha debía desocupar toda Sicilia y todas las islas ubicadas entre Sicilia e Italia; ambas partes se comprometían a no molestar a los aliados de la otra y a no reclutar tropas en los territorios de la otra parte: los mercenarios itálicos, o los siciliotas, no podrían volver a pelear por Kart-Hadtha. Como indemnización de guerra, Kart-Hadtha debía pagar inmediatamente mil talentos, y otros dos mil doscientos talentos en un plazo de diez años, en cuotas iguales. Todos los romanos prisioneros debían ser dejados en libertad de inmediato y sin necesidad de pagar un rescate; por el contrario, los púnicos debían pagar ocho schekels por soldado para retirar sus tropas de Sicilia.

—¡Una montaña de plata! —Bostar se lamentaba y se arrancaba los cabellos—. ¿Cuántos hombres tendrá aún Amílcar… treinta mil? Sólo eso seria… —Se puso a calcular.

Antígono refunfuñó.

—Sesenta y seis talentos. ¿Cuándo decidirás intentar calcular como los antiguos egipcios, en lugar de hacerlo con los dedos y tres o cuatro cuentas?

Bostar caminaba de un lado a otro de la habitación. El púnico, normalmente delgado, parecía ahora más flaco; acababa de recuperarse de una molesta fiebre intestinal. La piel oculta bajo sus cabellos y barba tenía un tono amarillento.

—Ah, y hay más… tres mil doscientos talentos; tendría que subirme mil quinientas veces al otro platillo de la balanza para equilibrar ese peso. Atroz. ¿Quién pagará esa cantidad?

—Tú no.

Bostar dejó de andar un momento.

—No parece afectarte mucho, ¿eh?, heleno alcornoque.

—Púnico cabeza de chorlito. Follacabras. —Contra su voluntad, Antígono tuvo que sonreír; los viejos insultos de su niñez le devolvieron una parte del humor perdido—. ¿Alguna vez te he contado cómo tuve que pagar derechos de aduana por un vino sirio en Takape?

—¿Qué tiene que ver eso con lo que estamos hablando?

—Tiene mucho que ver. Pagué treinta y tres shiqlus por derechos de aduana. En la lista oficial del capitán del puerto sólo figuraron diecinueve shiqlus pagados por el vino sirio de Rodas. Y aquí, en los archivos de Kart-Hadtha el número de ánforas volvió a disminuir; los derechos de aduana ascendían a sólo ocho shiqlus. ¿Cómo crees que funciona todo? ¿Y qué son los tres mil doscientos sesenta y seis talentos de plata comparados con todo lo que los funcionarios y señores del Consejo roban a su propia ciudad? ¿Cuánto ha robado Hannón, el supuestamente grande, en los últimos cinco años?

—Chsss. Hannón tiene orejas en todas partes —dijo Bostar llevándose el dedo a los labios.

—Si mete una oreja en mi banco —dijo Antígono—, pronto la echará de menos. Se la cortaré. —No hablaba particularmente fuerte, pero tampoco en voz baja; la cortina que separaba el despacho de la sala de empleados no estaba completamente cerrada.

Al atardecer, cuando Antígono y Bostar cerraban el banco y se disponían a ir a la ciudad, vieron un carro de un solo eje detenido en la calle. Los dos caballos eran blancos e inmensamente caros; los bordes superiores del carro estaban revestidos en oro. Dos hombres esperaban junto al vehículo; ambos llevaban un peto de cuero con adornos de plata sobre las largas túnicas blancas, y una espada al cinto. Eran jóvenes púnicos. El conductor del carro, un esclavo númida, no levantaba la vista de los caballos.

—¿Cuál de vosotros es el meteco Antígono? —preguntó uno de los púnicos.

—¿Quién quiere saberlo? —dijo Bostar.

—Nos han enviado a invitar a Antígono a un banquete. Hannón el Grande desea su presencia.

Bostar no dejó notar su sobresalto.

—A lo mejor Antígono tiene pensado hacer otra cosa.

El púnico sonrió.

—Sería poco inteligente de su parte; podría… perderse algunas cosas.

Antígono carraspeó y dio un paso hacia delante.

—Eso seria una lástima. Yo soy Antígono. ¿Tu amo desea yerme de inmediato o puedo ir a vestirme como es debido para el banquete?

El púnico hizo un gesto aludiendo al carro.

—No hace falta. Es una pequeña cena; nada que requiera un vestido espléndido.

Antígono subió al carro, haciendo que Bostar subiera tras él.

—Alto, así no, sólo uno. —El púnico que había permanecido callado hasta entonces desenvainó su espada.

—¿Te gustaría seguir viviendo? —murmuró Antígono en númida. De repente tenía en la mano el puñal curvo egipcio que siempre llevaba al cinto—. ¡Entonces, en marcha!

El númida sacudió e hizo chasquear las riendas. Los púnicos armados corrieron algunos pasos tras ellos, luego desistieron y vieron cómo el carro se alejaba. Antígono, firmemente agarrado del borde dorado del carro, se dio la vuelta y gritó:

—No os preocupéis, conozco el camino.

En las inmediaciones del ágora la calle estaba más concurrida; tenían que ir más despacio. Finalmente sólo pudieron avanzar a paso lento, tras un carro de bueyes cargado con ánforas al que seguían dos asnos con odres de agua.

Antimonio tocó al númida en la espalda y estiró la mano hacia las riendas.

—¿Hannón está en su casa de la ciudad? Bien. Baja. Seguiré yo solo. No te preocupes, diré a tu amo que te amenacé con el cuchillo.

El númida bajó de un salto. Bostar murmuró algo y miró hacia delante. La calle se estrechaba al pasar entre dos altos edificios desmoronados que se apoyaban el uno contra el otro a partir de la tercera planta; tras ellos se extendía el mercado de alfareros. Por fin pudieron adelantar al carro de bueyes y los asnos.

—¿Qué tienes en mente?

El carro, conducido por Antígono, pasó casi rozando una torre de bandejas y platos.

—Voy a hacer una visita a Hannón.

—Estás loco.

—No, soy curioso. Siempre he querido conocerlo, pero los púnicos de alcurnia no tratan con metecos, así éstos sean banqueros.

—Heleno tonto. ¿Qué debo hacer con tu cadáver?

Antígono sonrió con sarcasmo.

—Descuartízalo y sácalo a subasta. Te dejaré en el ágora. ¿Puedes hacerme unos recados?

Bostar suspiró.

—Por supuesto, amo. ¿Cuáles?

—Un mensaje a Casandro y Memnón, diciendo que llegaré tarde a casa. Y antes de volver con tu mujer y tus hijos, ve a ver a Asdrúbal.

—Ah, así que no estás loco del todo.

—Dile dónde estoy. Él se preocupará de buscar una guardia de palacio. De repente he sentido como si los hijos de Amílcar pudieran muy bien conducir cien hoplitas.

Bostar tosió.

—Eh, ¿qué piensas de los presagios?

—Nada. ¿Por qué?

El púnico señaló una pared. Poco antes de la puesta de sol, la amplia calle estaba llena de sombras. A la derecha, tras unas mamparas de cristal verde lechoso, unos hombres extraños estaban sentados en la terraza de una taberna: caricaturas deformes, figuras diluidas. Antígono vio a través del cristal un vaso gigantesco que era llevado hacia una cabeza plana y demasiado pequeña. Turbantes que eran montañas de comprimidas nubes de plomo; un puntiagudo sombrero cónico de hilo teñido de rosa crecía hasta convertirse en una aguja que podía agujerear el cielo, transformándose en una mancha al siguiente movimiento de cabeza del bebedor. Mesas que parecían flotar, mientas a su lado caían piernas hinchadas y torcidas, estiradas. Dos labios abultados se curvaban tras una bandeja del tamaño de la plaza del mercado y cargaba con torres inclinadas; el resto del cuerpo de la esclava negra que servía en la taberna era un trasero palpitante dibujado en el cristal verdoso. Sobre la taberna, sobre las sombras, el sol poniente calcaba el tejado del edificio de enfrente. Las dos ventanas superiores, todavía iluminadas por el sol, eran como ojos ciegos; la de la izquierda estaba agujereada por la sombra en forma de espada de un tendedero que sobresalía del otro edificio.

Antígono rió para sí y volvió a poner al trote los caballos. Ante ellos se abría la puerta de la muralla interior que rodeaba Byrsa, la zona del Consejo y la ciudad vieja.

—¿Qué presagio? ¿Te refieres a las sombras o a la distorsión?

—La espada clavada en el ojo de Melkart —dijo Bostar intentando dar a su voz un tono sombrío.

—El ojo seguirá parpadeando. Vamos, baja. Y no te olvides de nada.

La residencia urbana de Hannón el Grande se levantaba en las faldas de Byrsa, bajo el templo de Eshmún. Alrededor del edificio corría una gruesa muralla de una altura similar a la de dos hombres; la puerta estaba guarnecida de herrajes y vigilada por dos hombres armados. Éstos sacaron las espadas apenas reconocieron el carro y los caballos.

—¿Dónde…?

Antígono se apeó del carro y arrojó las riendas al guarda de la izquierda.

—Se cayeron en el camino, vienen a pie. Un poco de ejercicio no puede hacerles mal. Soy Antígono. Hannón me aguarda impaciente.

Uno de los guardas dio un agudo silbido. La puerta entornada se abrió; otro guarda armado —también púnico— asomó la cabeza. Tras un breve cambio de palabras con los otros, condujo a Antígono al interior.

Detrás de la muralla había un pequeño parque; bajo los cipreses pacían dos gacelas. El edificio, blanco y de tres plantas, debía cubrir una superficie de cien pasos por lado. Las plantas superiores estaban algo retiradas; la pared exterior de la planta baja no tenía ninguna ventana, y la terraza asentada sobre ésta estaba protegida por un pretil con almenas.

Detrás de una segunda puerta, también guarnecida de herrajes, empezaba un pasillo de suelo enladrillado. A derecha e izquierda del pasillo estaban las habitaciones de los criados; de una de ellas brotaba el sonido de una voz masculina y ruido de armas.

—Parece que Hannón se siente amenazado —dijo Antígono.

El guarda gruñó, pero no dijo nada. El pasillo terminaba en un patio interior dotado de cisternas y comederos para los animales. Atravesando un segundo pasillo llegaron al siguiente patio, recubierto con piedras de colores y rodeado de parterres. De un pozo de mármol decorado brotaba agua que llegaba hasta los parterres a través de unos pequeños canales que pasaban junto a anchos bancos de piedra y por debajo de blancos baldaquines adornados con estatuas de portadores talladas en madera negra.

Una escalera de mármol verde llevaba a la primera planta. El guarda condujo a Antígono a través de un pasillo cuyo suelo estaba recubierto de piedra pulida del color de la piel y de cuyas paredes colgaban tapices granates; el pasillo desembocaba en una galería. En el patio que podía verse debajo de ésta ardía un fogón: el olor a madera resinosa y carne asada se mezclaba con el de fuertes especias, sustancias aromáticas y tufo de vino.

En las paredes, puños de hierro sostenían llameantes antorchas cuya luz hacía más profundo el crepúsculo. Jóvenes esclavas negras, desnudas y chorreando sudor, subían del patio cargando grandes bandejas de bronce con trozos de carne. Las balaustradas de ébano, con refuerzos de marfil tallados en forma de vides, estaban coronadas a ambos lados de la escalera con estatuillas de plata que figuraban grotescos demonios, en cuyos ojos grandes esmeraldas reflejaban la luz. Una hornacina colocada al final del pasillo, frente a la escalera, encerraba siete ánforas de vino de base puntiaguda, de origen egipcio.

A derecha e izquierda de la boca del pasillo había tres divanes de madera de cedro y junco, con preciosas incrustaciones de marfil. Los cojines estaban cubiertos con pieles de leopardo y pesadas mantas de lana bordadas en oro. Una de las camas del lado izquierdo estaba libre.

Hannón estaba acostado en el diván del centro del lado derecho. Llevaba puesta una túnica de seda china que debía haber costado veinte veces su peso en oro; la púrpura del borde estaba adornada con un ribete de oro. Sus pies estaban ocultos bajo una piel de leopardo. En todos los dedos, de uñas puntiagudas, llevaba anillos de oro con piedras verdes, rojas como el vino o azules; lo mismo en ambas orejas. Tenía una de las manos apoyada sobre la barriga, un montículo cubierto por la seda. En la otra mano tenía apoyada la cabeza, que llevaba descubierta. Sus negros cabellos eran medianamente largos y rizados, la barba, bien afeitada; las cejas, depiladas, ya sólo eran dos delgadas líneas. La nariz recta y fina y la boca plena hubieran podido pertenecer a una escultura ática de Apolo; no así los ojos, que dominaban el conjunto del rostro; ojos de serpiente, como hechos de obsidiana etíope.

—Ah, el señor del Banco de Arena. Me alegro de que hayas aceptado mi invitación, Antígono. —Levantó la mano que tenía apoyada en la barriga y señaló el diván vacío.

Antígono inclinó ligeramente la cabeza.

—¿Quién podría rehusar una invitación del gran Hannón? —dijo a media voz—. Agradezco este honor inmerecido. Mis prisas por ver tu rostro eran tan grandes, oh príncipe de los púnicos, que ni siquiera he podido ir a vestirme como es debido. —Dio un tirón a su sencilla túnica de lino—. Además, tus dos emisarios y el conductor se cayeron del carro debido a la premura de mi partida.

Hannón enarcó una de sus delgadas cejas.

—¿No me digas? Bueno, no se habrán cogido bien.

Antígono tocó la vaina de cuero de la que asomaba la empuñadura de su puñal curvo.

—Así es. Señor, estoy fascinado. La magnificencia de tu casa va más allá de toda medida, y me complacería hacer saber a la gente el honor que nos concedes a mí y a mi perfumista Lisandro. —Olisqueó el ambiente—. «Negra aurora de las noches orientales», ¿verdad? ¿Te gustaría leer: «También Hannón el Grande se envuelve con nuestros perfumes»?

Uno de los otros invitados se movió intranquilo.

—Mide tus palabras, meteco. Así no se habla al estratega de Libia.

Antígono echó una mirada a su alrededor; afiló los labios.

—Gloriosos señores del partido aristócrata —dijo burlón—, recibid mi saludo. Pero creo que sólo el dueño de la casa tiene el derecho de reprender a un invitado, no aquéllos que le lamen el culo y ensalzan sus vómitos como si de miel se tratase.

Durante el trayecto hasta la fortaleza de Hannón, Antígono había tenido la posibilidad de sopesar los motivos que podía haber tenido Hannón para llamarlo a su presencia. Obviamente, había un espía en el banco; eso era seguro. Pero también era evidente que Hannón había esperado una oportunidad para ligar una conversación a una muda amenaza, que no hacia alusión al espía, pero estaba claramente vinculada con éste. Al terminar la guerra romana, Kart-Hadtha se había sumido en un gran conflicto: «Viejos» contra «Nuevos», Hannón contra Amílcar. El motivo de la invitación de Hannón sólo podía girar en torno a la filiación política de Antígono; tal vez era un intento de sondear las inclinaciones de un meteco que gozaba de cierta importancia y era amigo de Amílcar, para hacerlo quizá renegar de sus convicciones mediante tentaciones, soborno o amenazas.

Antígono calculó el peso de su banco, su fortuna, la fortuna de Amílcar, calculó todas las relaciones y posibilidades, y llegó a la conclusión de que todo ello pesaba demasiado; incluso para Hannón el Grande. Y también para todos los otros que se encontraban allí, los hombres más distinguidos de los «Viejos»: Boshmún, el gran terrateniente; Magón el «Apestoso», dueño de más de la mitad de la producción púnica de púrpura; Bokhamón, administrador superior de las canteras ubicadas más allá de la bahía, además de armador; y Muía, tesorero de Kart-Hadtha y propietario de astilleros en Gadir, Tingis e Igilgili.

Antígono se sentó sobre el diván desocupado. Una de las esclavas le trajo vino y una bandeja con frutas y trozos de asado de formas extrañas. Cuando la esclava se dio la vuelta para marcharse, Antimonio vio, todavía frescas, las estrías del látigo sobre su espalda.

Hannón levantó el vaso.

—No hablemos ya de miel ni de perfumes. Bebamos por los dioses y su gracia: que ésta repose sobre Kart-Hadtha por mucho tiempo.

Antígono no tenía ninguna objeción contra el brindis, así que también bebió.

—Espero que la invitación no te haya importunado —dijo Hannón. Los ojos de serpiente se dirigieron a la nariz de Antígono—. No te esperaba nadie, ¿o sí?

Antígono sonrió con frialdad.

—Tenía cosas urgentes que hablar con Asdrúbal el Bello. Si no me encuentro con él antes de la medianoche, saldrá en mi busca.

—Ah, sí, Asdrúbal. Un joven interesante. ¿Tus intereses con él son puramente comerciales? Vosotros, los helenos, gustáis muy especialmente de la belleza de los muchachos.

—Yo me he criado en Kart-Hadtha, libre de inclinaciones dudosas —dijo Antígono—. No encuentro placer en los muchachos, como tampoco lo encuentro en dar latigazos a las esclavas.

Hannón rió. Se metió un trozo de carne en la boca y dijo, de forma casi ininteligible:

—Qué agradable hablar por fin con un hombre para quien nada significan los rodeos que hace dar la cortesía.

—Eso depende de los paisajes que se vean al dar esos rodeos. Unos invitan a detenerse y contemplarlos; otros son simplemente repugnantes.

Boshmún, acostado a la izquierda de Hannón, dejó escapar una risita reprimida.

—¿No preferiríais dirimir esto con espadas, antes de que se os escalde la lengua? —Era el más viejo de los allí reunidos. El afán de poder, influencia y riqueza había llegado en él a tal grado de saturación, que en su prado interior volvía a haber espacio para la plantita del ingenio.

—Yo encuentro más agradable charlar con grandes señores que hundirles una espada en el vientre, a ellos o a sus esbirros —dijo Antígono—. Aunque después de tanto entrenamiento tampoco viene mal un poco de práctica.

—No se debe desperdiciar la vida en tonterías. —Hannón hizo un gesto de aburrimiento con la mano—. Hay cosas más importantes. La mala situación de la ciudad, por ejemplo, y los problemas relacionados con ésta.

Antígono dejó en el suelo el vaso medio vacío.

—Me conmueve que tú, señor, compartas las preocupaciones de tantos púnicos y metecos. Nosotros ya hemos pensado cómo se puede distribuir y liquidar la terrible carga de los pagos a Roma.

Hannón se inclinó hacia delante en su asiento.

—¿Lo habéis pensado? ¿Y? ¿Qué posibilidades veis?

Antígono cerró los ojos un momento.

—Una oferta seria. —Volvió a abrir los ojos y los dirigió a aquellos dos puntos de obsidiana—. Todos nosotros, «Viejos» y «Nuevos», púnicos y metecos, nos encontramos en el mismo apuro. Se trata en primer lugar de esos tres mil doscientos talentos. Si la mitad sale de vuestros bolsillos, nosotros pondremos la otra mitad.

Todos callaron, miraron a Antígono fijamente. Finalmente Bokhamón dijo:

—¿Debo cortarme ambas piernas? ¿Tú que dices, Hannón?

Hannón tenía los ojos entrecerrados.

—Sigue hablando, muchacho. ¿Qué más?

Antígono respiró profundamente.

—Colaboración entre «Viejos» y «Nuevos», sin considerar intereses personales. Roma no estará tranquila hasta que una de las dos ciudades no exista: o Roma, o Kart-Hadtha. La próxima guerra sólo es cuestión de cuando, no de quizá. Para que podamos vencerlos, muchas cosas deben cambiar.

Hannón se mordisqueaba el labio inferior; las aberturas de sus ojos se empequeñecieron aún más.

—Te escucho.

—Poner punto final al enriquecimiento de ciudadanos particulares a costa del dinero público. Cuando tú, gran Hannón, eras el supervisor de los ingresos aduaneros del sur, una vez pagué en Takape treinta y tres shiqlus de derechos de aduana por un vino sirio. Sólo ocho de esos shiqlus están registrados en los rollos y han llegado a Kart-Hadtha.

—Continúo prestándote atención.

—Poner fin al avasallamiento del interior. Kart-Hadtha debe seguir el ejemplo de Roma y convertirse en una nación, no seguir siendo una ciudad. Libios y númidas se unirán a los púnicos, con los mismos derechos que éstos, en una federación dirigida por Kart-Hadtha. Hasta ahora los ingresos del Estado siempre se han sustentado sobre los tributos de las ciudades y aldeas y los impuestos de los campesinos, además de los ingresos aduaneros. Tributos e impuestos serán reducidos a la décima parte; para ello, cada habitante de Kart-Hadtha deberá pagar también una décima parte de sus ingresos al Estado.

Hannón asintió lentamente con la cabeza.

—Las viejas familias pagarán impuestos, ¿eh? Continúa ¿o ya has terminado?

—No; aún hay más. Los miembros del Consejo ya no serán vitalicios, sino elegidos por un plazo determinado, digamos cinco años. Lo mismo los ciento cuatro jueces, los Cinco Señores, etcétera. Deberán rendir cuentas sobre el desempeño de su cargo a la Asamblea. Se tendrá siempre a disposición una cantidad de dinero suficiente para mantener constantemente una flota de persuasión, y se instituirá y entrenará un ejército permanente. Las fuerzas del ejército y la flota se establecerán según las fuerzas de que disponga Roma en cada momento determinado. El almirante de la flota y el estratega del ejército serán elegidos por la Asamblea y los oficiales, también por cinco años, y saldrán de entre los hombres cuya capacidad sea más conocida e importante que su apego al partido al que pertenezcan.

Nadie se movió. Antígono cruzó los brazos y observó a Hannón. La cara del púnico era como una máscara.

—¿Son ésas las exigencias de los «Nuevos»? —dijo finalmente Hannón.

—No. Son las reflexiones de un meteco con quien los «Nuevos» quizá estarían de acuerdo, si los «Viejos» no guardaran el futuro para si mismos.

—Estás reclamando una revolución —dijo Muía. Las comisuras de sus labios apuntaban hacia abajo—. La desvalorización de todas las cosas, la anulación de los derechos de los Grandes. ¡La castración de la ciudad!

—Hay una respuesta corta a tus propuestas —refunfuñó Bokhamón—. La cruz.

Hannón levantó la mano derecha. Las piedras de sus anillos brillaron.

—Calma, amigos. No debemos precipitarnos. Él está ahora aquí, pero Asdrúbal lo espera. No empecemos las disputas de la paz con un acto de ligereza que nos costaría más que lo que podría producirnos. —Se llevó un dedo a la nariz. Luego se volvió hacia un sirviente que había aparecido en la puerta como si lo hubieran llamado—. Que preparen la alberca de agua de mar. Antígono, ha sido muy interesante charlar contigo. Tus propuestas son lo que ha dicho Muía, y merecen lo que ha propuesto Bokhamón. Serian el fin de todo aquello que ha hecho grande a Kart-Hadtha. El fin de todo aquello por lo que luchamos. Y se basan en una suposición falsa. Roma no es distinta de Siracusa y Alejandría, sólo un poco más poderosa, y esto únicamente de momento. También Roma desea la paz y el comercio. Y si hay que pagar un precio muy alto para mantener la paz, lo pagaremos. Ningún precio es demasiado alto si permite comerciar en paz y llevar la tranquilidad al campo.

Antígono asintió. Cansado, dijo:

—Así, pues, paz a cualquier precio, ¿incluso al precio de la propia decadencia?

Hannón hizo una señal negativa al tiempo que se ponía de pie.

—¿Quién habla de decadencia? Nos acostumbraremos a Roma. Pero ven, quiero mostraros algo a ti y a los otros.

Antígono siguió al púnico; los otros cuatro «Viejos» los siguieron a distancia.

—Ah, había olvidado algo —dijo Antígono mientras caminaban por un pasillo que conducía a una amplia galería—. Retira la oreja que tienes en mi banco.

Hannón lo miró por encima del hombro, sonriendo.

—¿Y si no lo hago?

—Te la arrancaré y la echaré por encima de la muralla.

Hannón se detuvo, aún en el pasillo.

—Habrá que pensarlo —dijo lentamente—. Está relacionado con lo que verás dentro de un momento. Siempre hay alguien que causa algún daño a otro.

Antígono sonrió con frialdad.

—Un fenómeno natural de los negocios.

—Que a muchos les gustaría eliminar. La ciudad está llena de cuchillos, y los cuchillos también pueden ser empleados contra los parientes de ésos que hacen daño a otros. Tu hijo se llama Memnón, ¿verdad?

Antígono se encogió de hombros.

—La ciudad está llena de personas, gran Hannón. Muchos miles de metecos, por ejemplo. ¿Qué tan fácil sería que uno de ellos se equivocara al elaborar el agua perfumada y mezclara en ella algún veneno? En el puerto hay buenos buceadores. ¿Cómo podría yo impedirles que se sumergieran por la noche, localizaran determinados barcos y perforaran sus cascos? ¿Quién sabe de cuál de los edificios bajo los cuales pasa tu silla de manos podría desprenderse un bloque de piedra? Mercaderes helenos de Corinto, Atenas, Alejandría o Massalia podrían decidir de repente dejar de hacer negocios contigo. Y, ¿qué dios impedirá que un hombre malvado ofrezca tanto oro a un guarda que éste dirija la espada contra su propio señor?

Hannón arrugó la frente.

—En lo que has dicho hay muchas cosas dignas de consideración. Cuando dos personas disponen del mismo número de flechas, lo mejor que pueden hacer es dejarlas en la aljaba.

—Algo así.

Hannón volvió el rostro y siguió andando hacia la galería. Su voz era suave y muy aguda.

—De momento paz, a tu precio y al mío, meteco. Pero hay otra cosa. Ésta es la primera vez que un estúpido heleno me obliga a tratarlo como a uno de mis iguales. Te odiaré por ello hasta el fin de mis días. Quiero mostrarte tres cosas que turbarán tu corazón de heleno. Y sólo podrás marcharte cuando hayas visto todo hasta el final. —Murmuró dos o tres palabras de soslayo.

A Antígono se le erizaron los pelillos de la nuca, su corazón empezó a latir violentamente. Cuando entró en la galería, caminando detrás del púnico, dos de los guardas de Hannón lo flanquearon; las puntas de sus espadas se tocaron muy cerca de la garganta de Antígono. Además de los guardas, había también dos robustos púnicos de rostro vacío. Éstos sujetaban con firmeza a un esclavo negro desnudo. El mentón y el torso del esclavo estaban cubiertos de sangre encostrada, la boca, contraída de dolor, los ojos, cerrados. Si aquellos hombres no lo hubieran estado sosteniendo, se hubiera desplomado. Un poco apartado de la escena, un tercer púnico sostenía una antorcha encendida. El perfume salado del mar llenaba el ambiente.

—Este sujeto —dijo Hannón—, ha hablado en voz muy alta esta tarde, y decía cosas que me desagradan. Me ha molestado mientras yo dormitaba y soñaba con la antigua y futura grandeza de Kart-Hadtha. ¿Comprendes, meteco?

—Comprendo —dijo Antígono apretando los dientes.

—Bien, bien. Le hemos quitado la posibilidad de repetir semejantes tonterías. Lástima que no hayas comido de tu plato; su lengua estaba allí. Asada. —Levantó la mano.

Uno de los púnicos tiró hacia atrás la cabeza del negro, el otro le tapó la nariz con la mano. Cuando el hombre abrió la boca, el tercer púnico la iluminó con la antorcha. Antígono vio el interior mutilado y enrojecido de la boca, y cerró los ojos. Se tambaleó. Las puntas de las espadas le tocaron la garganta.

—Hazme el favor de abrir los ojos —dijo Hannón—. Ahora que se ha convertido en un silencioso amigo de la casa, quisiera que conozca a otros amigos silenciosos.

El hombre profirió un sonido gutural e intentó liberarse. Los robustos púnicos lo agarraron firmemente, lo levantaron y lo empujaron por encima de la balaustrada.

Abajo, iluminada por antorchas, había una piscina llena de agua que ocupaba casi todo el patio. El esclavo agitó brazos y piernas como intentando asirse al aire que lo envolvía, cayó a la piscina, se hundió. El agua pareció empezar a hervir. Los lomos de grandes peces cortaban la superficie.

—Ay, las murenas están hambrientas —dijo Hannón—. Es una feliz coincidencia.

La cabeza del esclavo volvió a salir a la superficie. Su boca profirió un grito largo y gutural, el grito más espantoso de cuantos Antígono había escuchado antes. Las puntas de las espadas tintinearon suavemente. Iluminada por las antorchas, la piscina cambió de color; espuma roja golpeó contra los bordes.

—Bien, pasemos a otra cosa. Ven, meteco. Volvamos a los cómodos divanes.

—Hannón salió de las galerías. Los dos guardas continuaban a ambos lados de Antígono; uno de los robustos verdugos púnicos lo empujó hacia el pasillo.

Antígono temblaba; su cuerpo era como una masa helada de miembros y músculos extraños. Profundamente perturbado, se dejó caer sobre el diván. Las espadas seguían rozándole el cuello. Casi inconsciente, vio que el rostro de Boshmún estaba pálido y descompuesto. Bokhamón, Magón y Muía conversaban en voz alta; alguien reía.

Hannón dio unas palmadas. Otros dos púnicos trajeron a un hombre de piel clara. Tenía las piernas atadas la una a la otra y las manos encadenadas a la espalda. Un cinturón de cuero pasaba sobre sus mejillas y por debajo del mentón, de modo que la hebilla, medio abierta, quedaba encima de la cabeza. El hombre llevaba puesto un calzón de cuero. No parecía haber sido maltratado, pero sus ojos flaqueaban.

La esclava de las frescas marcas de látigo en la espalda trajo a Hannón un brasero lleno de carbones ardientes y unas tenazas. Los ojos del prisionero se abrieron.

—Éste también ha hablado demasiado —dijo Hannón—. Mira bien, meteco; no quisiera que te pierdas algo, ni que luego lo olvides. Será una lección para atenuar un poco tu orgullo.

Antígono tragaba saliva y sentía que se ahogaba. La humillación y las crueldades que le obligaban a presenciar entumecían su espíritu y enfermaban su cuerpo.

—No vayas demasiado lejos, púnico —balbuceó—. Todo tiene sus límites.

Hannón sonrió. Una segunda esclava trajo un lavamanos de cristal.

—Una serpiente diminuta traída de lo más profundo del sur de Libia —dijo Hannón, señalando el recipiente—. Es muy venenosa; de momento está dormida. Ha pasado el día en el sótano, entre bandejas de agua helada. Dentro de más o menos la quinta parte de una hora despertará y recordará su veneno. ¡Adelante!

El prisionero dio un grito. Alguien empujó un cuchillo entre sus dientes, obligándolo a abrir la boca. Otro le hizo tragar la serpiente. El cinturón fue apretado con firmeza, la hebilla, cerrada. El hombre no podía gritar. Profería sonidos chillones por la nariz. Los ojos se salieron de sus cavidades, la garganta trabajaba, el cuello se expandía para luego volver a contraerse. El hombre temblaba, se movía bruscamente hacia adelante, hacia los lados y hacia atrás, intentando dar brincos. Dos púnicos lo sujetaron con firmeza.

—Interesante —dijo Hannón. Sonó casi meditabundo—. ¿Seguirá la serpiente en la boca? ¿Estará en la garganta? ¿O en el estómago? Ay, hay tantas cosas dignas de conocerse. Naturalmente, también hubiéramos podido coserle los labios, pero sería una crueldad innecesaria, ¿no es verdad, meteco?

A Antígono el espíritu le volvió al cuerpo. Sentía náuseas, horror, compasión, asco y odio. Su cuerpo continuaba frío como el hielo, pero volvía a obedecerle.

—¿Qué ha hecho este pobre hombre? —dijo enronquecido.

—Es siciliota, heleno como tú, meteco. Me ha hecho algunos servicios de poca monta, pero ayer fue descubierto hablando con gente del bello Asdrúbal. Como ya he dicho… habló demasiado, ¿no es verdad, Dymas? Y una cosa más, se ha divertido con esa esclava, que me pertenece. Ella ya recibió su castigo, no muy severo. Queremos utilizarla algún tiempo más. En cambio, Dymas tiene mucho que aprender.

Hannón cogió las tenazas y levantó con ellas uno de los candentes carbones del brasero. Un púnico metió el dedo índice en la parte delantera del calzón del siciliota y tiró de él.

—Pronto despertará la serpiente —dijo Hannón—. Hasta que eso ocurra, éste bailará un poco para nosotros. Hermosas danzas helenas, meteco. —Dejó caer el carbón dentro del calzón.

En los oídos de Antígono sólo había un murmullo. De pronto se levantó del diván, hizo a un lado las dos espadas, cogió una jarra de agua y derramó el contenido sobre el calzón del siciliota. Con el mismo impulso, desenvainó el cuchillo curvo y lo arrojó a la garganta del prisionero. Creyó y esperó haber visto una sombra de alivio y agradecimiento brotando del pánico de sus ojos. Un chorro de sangre manó de la arteria cortada, cayendo sobre el rostro y la túnica de seda de Hannón.

El siciliota se desplomó a los pies del pánico.

No había más de dos dedos entre el cuello de Hannón y el acero cuando los guardas sujetaron a Antígono. Bokhamón y Magón se habían levantado de un salto, Muía estaba sentado sobre un diván, moviendo el torso hacia atrás y adelante, Boshmún se había cubierto el rostro con un paño.

Hannón seguía de pie, inmóvil, bañado en sangre; alrededor de sus sandalias doradas se había formado un charco rojo. Levantó el pie derecho, tocó el vientre del muerto y señaló la escalera.

—Lleváoslo.

Los ojos de serpiente se dirigieron a Antígono y examinaron con detalle el rostro del heleno, como si cada uno de sus rasgos fuera nuevo y sorprendente.

—No está mal, meteco. —La voz sonó más pensativa que furiosa.

Antígono respiraba con dificultad. Un fuerte brazo se apretaba contra su garganta, dos garras le sujetaban las manos contra la espalda. Sus sienes palpitaban con violencia. Apenas podía mover la cabeza. Al borde de su campo visual, sobre el suelo, yacían las dos espadas, que no había oído caer. Esta visión le devolvió el sentido. Los hombres debían haber recibido la orden de no herirlo gravemente bajo ninguna circunstancia. Sentía un dolor leve en el antebrazo derecho. Por lo visto se había hecho un pequeño corte al apartar las espadas de los púnicos.

Los verdugos púnicos sacaron a rastras al siciliota muerto. Esclavas negras aparecieron con cubos de madera y trapos para fregar el suelo manchado de sangre.

Antígono pensaba qué sucedería con la serpiente.

Hannón se hizo escanciar un poco de vino. Cuando se llevó el vaso a la boca, tenía el pulso firme. Luego se agachó y recogió el cuchillo lleno de sangre.

—Egipcio, ¿verdad? —dijo—. Soltadlo.

Los guardas obedecieron. Antígono se estiró, frotándose los brazos. El corte no revestía ninguna importancia; apenas había sangrado.

Hannón arrojó el cuchillo a los pies del heleno y se dejó caer sobre el diván.

—Has abreviado el espectáculo; eso no ha estado bien. Pero no quiero enfadarme contigo. Por lo menos ahora sabemos que sabes manejar el cuchillo.

Boshmún levantó la vista, tapándose la boca con las manos. Estaba pálido, su cara tenía un color verdoso. Hablando de forma apenas inteligible, dijo:

—No hace falta que me invites al próximo espectáculo de este tipo, Hannón. Comparto la opinión que el meteco ha expresado con su acto.

Hannón bebió un trago; luego se encogió de hombros.

—No tiene importancia, amigo mío. No quiero seguir reteniéndote, meteco, tienes una cita con Asdrúbal. Creo que ahora sabemos qué puede esperar el uno del otro.

Antígono asintió.

—En ti reconozco esa crueldad y esa oscuridad animal que hizo que tus antepasados fueran despreciados en toda la Oikumene. Todo esto ha sido tan tonto y absurdo como tu expedición militar al interior, carnicero de Libia.

Hannón esbozó una ligera sonrisa.

—Quizá hubiera preferido alguna otra forma de trabajar contigo, pero me temo que nuestros rumbos son opuestos. Se acercan fascinantes años de lucha contra los «Nuevos» y contra ti. Pero debemos dejar las flechas en la aljaba, meteco. Tienes razón, cualquiera puede contratar a un asesino, ¿por qué privarnos del placer de saborear formas más pacificas de luchar?

Antígono recogió su cuchillo y lo metió en su vaina. Inclinó la cabeza ante Boshmún, quien lo observaba con los ojos muy abiertos, echó a los tres otros una rápida mirada y se volvió hacia el pasillo. Uno de los guardias lo acompañó. A mitad de camino a través del parque, cuando ya no podían oírlo desde la casa ni desde la puerta, murmuró:

—Bien hecho, hombre.

Antígono andaba a tropezones bajo la noche de Byrsa. Todas las fuerzas lo habían abandonado. Vomitó bajo un árbol; fue como si salieran serpientes arrastrándose de su garganta.

De alguna manera, poco antes de la medianoche llegó a la casa de Asdrúbal, en las inmediaciones del ágora. Frente al edificio, en el patio y la entrada, se agolpaban más de cien hombres armados. Al ver a Antígono, el joven pánico dio un grito de alivio y se sacó el yelmo de hierro.

—Ya no hace falta que llevemos a cabo esta empresa. De todas maneras, os lo agradezco, amigos; ahora volved a vuestras casas. Pero tú, Antígono, pareces un cadáver ambulante.

Con manos temblorosas, Antígono lo ayudó a abrir la hebilla del peto de cuero.

Asdrúbal dejó la espada sobre una mesa. Miró a su amigo con precaución.

—¿Qué ha pasado?

Antígono sacudió la cabeza.

—Vino.

Asdrúbal entró en la casa, seguido por el heleno. Antígono conocía el enorme edificio en que el púnico tenía su casa y sus oficinas, pero ahora tenía ante sus ojos un velo que hacía que todo le pareciese extraño.

Entraron en el cómodo despacho, iluminado por varios candiles de cerámica egipcia; allí estaba la compañera de Asdrúbal, que se había quedado dormida en el amplio diván de cuero colocado entre los estantes repletos de rollos. Asdrúbal la despertó y le pidió que los dejase solos. Jona, la voluptuosa celta de piel clara y cabellos de fuego, enrolló las diminutas historias ilustradas que había estado leyendo antes de quedarse dormida, trajo agua y vino, echó una mirada compasiva a Antígono y se retiró.

Tras el tercer trago, los objetos de la habitación recobraron sus proporciones y tamaño habituales. Los viejos y oscuros arcones eran arcones, no un montón de costras de sangre, la espada que veía en el centro de la habitación volvía a ser una estilizada escultura cushita de ébano, que representaba a una mujer negra, los sillones de respaldos tallados con incrustaciones de marfil no eran verdugos agazapados, sino muebles donde sentarse.

—¿Te encuentras mejor?

Antígono bebió otro trago y empezó a relatar lo ocurrido. Asdrúbal lo escuchaba con atención. Estaba sentado al otro lado de la mesa de tres patas, con el mentón apoyado sobre la mano derecha. Sus extraños ojos, claros y grises, daban un apoyo al heleno.

Cuando Antígono contó lo del cuchillo, Asdrúbal aplaudió y se inclinó hacia delante. Su joven rostro adquirió una expresión maravillosa.

—¿Te has atrevido a hacer eso… en la casa de Hannón?

—Pero empecé por la garganta equivocada —refunfuñó Antígono.

Asdrúbal suspiró.

—Te hubieran despedazado y mañana temprano estarían crucificando lo que quedara de ti. Y nos hubieras comprometido a nosotros. Una sangrienta guerra civil. No, así está mejor, y no sólo por ti. —Esbozó una breve sonrisa—. Ya veremos otra manera de domarlo.

—No es un hombre que pueda domarse —dijo Antígono—. Lo odio y lo desprecio. Pero es un hombre poderoso, valiente y huraño. Cuando le puse el cuchillo en la garganta ni siquiera se movió. Un malvado… —Antígono buscó la palabra adecuada.

—Faraón —dijo Asdrúbal—. Tienes que tomar medidas de precaución. Todos nosotros debemos hacerlo.

Antígono movió la cabeza.

—No lo sé. Hemos acordado una especie de tregua, porque ambos tenemos la misma cantidad de flechas en la aljaba. —Le contó la charla final.

Asdrúbal se reclinó sobre el respaldo de su asiento y respiró profundamente.

—Nunca dejas de sorprenderme —dijo, casi piadosamente—. Sólo hay un hombre al que Hannón respete, y ése es Amílcar. Si te trata como a un igual… Por lo demás, y digo esto sólo para que no te hagas ideas falsas, también muchos de los «Nuevos» querrían crucificarte si oyeran tus propuestas políticas. Pero, en conjunto ha estado bien. Lástima que no seas púnico.

Hannón casi escupía la palabra «meteco» cada vez que la pronunciaba.

—Ya sabes cómo pienso yo. Mañana mismo podrías ser el segundo hombre de los «Nuevos», después de Amílcar, si fueras púnico.

Antígono se puso de pie.

—Me doy por satisfecho con ser el banquero de Amílcar y del bello Asdrúbal. Recuerdos a tu pelirroja.

Al amanecer, Antígono despertó al sentir que alguien le sacudía el hombro. Memnón estaba de pie junto a la cama.

—¡Padre!

Antígono se incorporó, pestañeando. El niño, cuya cama se encontraba en la habitación contigua, tenía un sueño verdaderamente profundo. Estaba temblando, descalzo sobre los ladrillos fríos, con los ojos abiertos y asustados. Cinco años y medio, pensó Antígono; tan débil, tan indefenso, tan frágil. Las alusiones de Hannón se le vinieron de pronto a la memoria.

—¿Qué pasa, Memnón?

—Padre, dabas unos gritos tan horribles.

Antígono suspiró y levantó la manta; el pequeño se escurrió dentro de la cama y se apretó tembloroso contra el cuerpo de su padre.

—Sí, era una pesadilla, hijo. Duerme tranquilo.

GISCÓN, HIJO DE MYRKAN, SUBESTRATEGA DE SICILIA,

SEÑOR DE LA FORTALEZA DE LILIBEA,

A ANTÍGONO KARJEDONIO, HIJO DE ARÍSTIDES, SEÑOR DEL BANCO DE ARENA,

KART-HADTHA

La gracia de Melkart y el favor de Tanit. Carta en cuatrocientas copias para los Señores del Consejo y los grandes comerciantes.

El almirante Hannón y su protector, Hannón el Grande, pueden considerarlo de otra manera, pero esto es lo sucedido realmente: el Consejo autorizó demasiado tarde el envío de muy pocas tropas. La soberanía del mar fue desperdiciada a causa de la miopía de quienes pretendían hacer economías; se dejó pudrir la flota victoriosa del almirante Adérbal hasta que no quedó más que una quinta parte de ella. La nueva flota fue equipada con cuervos; a pesar del consejo de Amílcar y del mío propio, los soldados que debían utilizarlos para abordar los barcos romanos no fueron asignados a la flota, sino —muy pocos demasiado tarde y muchos demasiado pronto— fueron enviados a Sicilia en invierno. De los diez mil hombres enviados, tres mil se ahogaron en las tormentas; los otros siete mil no fueron útiles aquí durante la tregua invernal.

Cuando el almirante Hannón zarpó de Kart-Hadtha, en primavera, tenía una flota nueva y grandiosa. La flota tenía un almirante inexperto, tripulaciones carentes de práctica, pilotos que no tenían ni idea, oficiales que se mareaban. Cada una de las doscientas naves debía haber llevado a bordo por lo menos cien soldados de a pie; los barcos romanos llevan doscientos legionarios cada uno. Puesto que el Consejo de Kart-Hadtha, en su inescrutable preocupación por el bienestar del tesoro público y de las bolsas de algunos Señores del Consejo, no estaba dispuesto a reclutar más mercenarios, envió la flota sin soldados. Quizá incluso los soldados enviados a Sicilia con tanta ligereza en invierno hubieran bastado para evitar el desastre; pero no estaban a bordo de las naves. El almirante Hannón quería salir de las islas Egates, llegar al atracadero de Erix, subir hombres a bordo y luego enfrentarse a la flota romana. Sin embargo, renunció a enviar barcas de exploración que le informaran del paradero de los barcos romanos.

No ha sido la ira de Baal ni la indignación de Melkart, sino la habilidad de los romanos y los constantes errores del almirante Hannón lo que nos ha deparado lo único que podían depararnos. La flota de Lutacio Catulo, entrenada y tripulada por soldados, salió al encuentro de nuestro descuidado almirante remando contra el viento, y allí, en las islas Egates, destrozó todas las esperanzas de Kart-Hadtha. Muchos hombres que con el tiempo hubieran podido llegar a ser grandes murieron absurdamente. Uno que nunca será grande escapó con unos cuantos barcos para llevar a Kart-Hadtha la noticia de la injusticia de los dioses y las inclemencias del tiempo. Hace diez años se crucificó a un almirante que había tenido mala fortuna; ¿qué sucederá con un almirante incapaz y sus protectores?

Con un poco más de apoyo, Amílcar Barca hubiera podido coger la victoria, esa fruta que el Consejo dejó que se pudriera en las ramas del árbol siciliano. Ahora Amílcar quiere negociar la paz; el árbol ha caído. Treinta mil soldados que han arriesgado la sangre y la vida, no reciben desde hace años ninguna paga ni ningún alimento que venga de Kart-Hadtha. Los enviaré en grupos pequeños para que así el Consejo pueda encontrar tiempo y medios para liquidar esa deuda poco a poco. Hay otras deudas que jamás podrán ser saldadas. Solicito al Consejo que autorice inmediatamente, y sin regatear, los medios necesarios para pagar a los hombres. Ruego a los grandes comerciantes púnicos y extranjeros residentes en Kart-Hadtha que, mediante un prudente almacenamiento de víveres, contribuyan a que esos hombres, que hubieran podido conseguir la victoria con su sangre si no hubieran estado atados de manos, puedan ahora al menos alimentarse y vestirse decentemente. Tan pronto hayan sido embarcados hacia Kart-Hadtha los últimos soldados, renunciaré a éste y a cualquier otro cargo.