Después de veinte días de lo que el piloto, Mastanábal, llamaba bordear la costa, llegaron al vértice de la gran bahía oriental, a la frontera entre Cirene, Egipto y la zona de dominio púnico: Filenón Bomoi. Más de dos siglos y medio atrás, tropas púnicas habían aniquilado allí a los guerreros dorios, cuando los espartanos dejaron de sentirse satisfechos con la región de Cirene y quisieron conquistar partes de la Libia púnica.
El lugar era menos una ciudad que un puesto de observación avanzado, una fortificación fronteriza contra Cirene y Egipto y un lugar de paso para las caravanas. Las ciudades ubicadas al este de Sabrata, las antiguas colonias libiofenicias de Huejat —Heoa para los helenos—, Leptis, Aspy, Maqom Hadtha, disfrutaban, a cambio de un tributo, de protección púnica e independencia interna; tenían la libertad de establecer aduanas portuarias, pero no podían molestar a las caravanas. Para Kart-Hadtha, la región fronteriza y las relaciones con las tribus nómadas del interior —maques, augíleros, garamantas y nasamones— eran demasiado importantes para dejarlas desprotegidas, y demasiado difíciles como para gobernarlas directamente. Esta zona fronteriza libre terminaba en Sabrata; a partir de allí, la recaudación aduanera producía a Kart-Hadtha el equivalente a dos talentos de plata diarios.
Antígono, respaldado por una carta del nuevo estratega, Amílcar, quería ir a las estepas con una parte de la guarnición de Filenón para, sea como fuere, rescatar de los maques al viejo perfumista Lisandro. El Banco de Arena había adquirido una zona industrial ubicada al oeste de Kart-Hadtha, a orillas del lago de Tynes. El heleno no creía que el viejo perfumista —que podía convertirse en una gran inversión— prefiriera permanecer prisionero de los maques que aceptar las buenas condiciones que podía ofrecerle Antígono.
El comandante púnico de la pequeña fortaleza de Filenón proporcionó a Antígono cincuenta jinetes númidas, cincuenta arqueros gatúlicos y cincuenta soldados de a pie ibéricos, casi la mitad de la guarnición de Filenón. Una carta de Amílcar abría todas las puertas.
La estepa estaba verde por las lluvias del otoño. Al amanecer caballos y soldados de a pie se abrían paso a través de un mar de ovejas y vacas. El campamento, en una hondonada entre las colinas que rodeaban un pozo, estaba formado por unas doscientas tiendas. Algunos somnolientos maques se levantaron; figuras de barbas hirsutas, con amplias capas del color del desierto, armadas con lanzas y mazas rectangulares. Las tropas llegaron del norte, desplegándose para formar un semicírculo ante el campamento. Antígono se dirigió a las tiendas solo y desarmado, con un comandante y un caballo de carga que llevaba encima dos talentos en monedas de oro y las piezas de una balanza.
La entrevista realizada en la tienda del caudillo, con el púnico como intérprete, fue extremadamente alegre y cortés. Bebieron una infusión caliente, comieron tibio pan ácimo y se ofrecieron mutuamente la sal que Antígono había traído consigo.
—Kart-Hadtha es afortunada por contar con la amistad de vuestro pueblo —dijo Antígono—. Son estos tiempos indignos, dado los caprichos y veleidades del soberano de Egipto; pero los padres de la ciudad pueden dormir más tranquilos sabiendo que un hombre valiente y honorable como tú guarda las fronteras y cuida del comercio y a la gente.
El maque se rascó la desgreñada barba y refunfuñó dos o tres frases.
—Dice —tradujo el púnico— que Kart-Hadtha también hubiera podido transmitir ese mensaje sin necesidad de enviar a ciento cincuenta emisarios armados.
Antígono sonrió.
—Como señal de la amistad entre tu admirable pueblo, oh rey, y la ciudad de Kart-Hadtha, te hemos traído unas monedas de oro, dos talentos. Son monedas púnicas, helénicas y egipcias, poseen valor en cualquier lugar.
El rostro del rey se iluminó.
—El rey —dijo el púnico— no encuentra ninguna falta en tus palabras y condesciende a aceptar las monedas.
Antígono levantó la mano.
—A cambio de las monedas sólo pedimos un pequeño favor que a la grandeza del espíritu real parecerá insignificante.
—Dice que su espíritu es tan grande y suave como los excrementos de una liebre del desierto.
Antígono esbozó una sonrisa sarcástica y montó la balanza. En uno de los platillos colocó bolsas con monedas, en el otro, una pesa de plomo de un talento. Era una balanza muy grande, que en caso necesario también podía pesar a un hombre.
—Un talento de oro. El rey puede comprobar por si mismo la calidad de las monedas.
El maque abrió varias bolsas, sacó algunos schekels y dracmas, los mordió, refunfuñó y volvió a dejarlos en su lugar.
—Veo —Antígono seguía sonriendo—, veo un carro cubierto por una tienda; sobre el carro hay vasijas como las que suelen emplearse para conservar la leche obtenida de los tallos y raíces del silfión. Junto a las vasijas hay unos fardos que probablemente contienen tallos y hojas de la planta.
—Dice que la fuerza de tus ojos sólo podría mejorarse arrancándotelos.
—Normalmente, un talento de oro equivale a ocho fardos y tres ánforas. Sin embargo, esos fardos me parecen un poco más pequeños de lo acostumbrado; pero no queremos regatear con tan buen amigo. Sin duda el rey se alegrará al oír que renunciamos a abusar de su hospitalidad durante las numerosas horas que harían falta para pesar todo aquello correctamente, y que nos conformamos con ocho fardos, tres ánforas y el carro, al que engancharemos caballos de nuestra propiedad.
—Ahora está contando algo de una fuente cuyo aspecto agradable es engañoso, pues el agua no se puede beber y, además, está llena de sanguijuelas.
Antígono quitó la pesa y colocó en el platillo las bolsas restantes, hasta que la balanza estuvo equilibrada.
—Los dos talentos serán tuyos, oh rey, a cambio de otros ocho fardos y otras tres ánforas. Puesto que entre buenos amigos se debe tener confianza, no nos llevaremos el silfión ahora, ni siquiera queremos averiguar si tenéis disponible esta cantidad. —Antígono extendió la mano izquierda mostrando el anillo con la piedra verde en que estaba tallado el símbolo del banco—. Cuando llegue la primavera enviaré a un emisario que tendrá un anillo igual a éste. A él deberéis entregarle el silfión. Sin embargo, queremos que durante los próximos años el rey y su pueblo reciban muestras más claras de nuestra amistad y agradecimiento. A lo largo de los próximos cinco años, el rey deberá recibir dos veces al año un talento y medio de oro a cambio de un talento de silfión.
El maque arrugó la frente y habló sin parar durante el tiempo que un hombre tarda en respirar por lo menos diez veces.
—Resumiendo, dice que a un escorpión hay que besarle la cola sólo después de haber aplastado el resto de su cuerpo entre dos piedras. —El púnico sonrió divertido.
—A mi no hace falta que me bese la cola. No lo traduzcas. Y nuestra simpatía y agradecimiento, oh rey, no hará sólo que te demos quince talentos de oro a cambio de diez talentos de silfión, sino que además queremos liberarte de una pesada carga.
—Dice que por cinco talentos dejará libre al viejo heleno que le debe esa suma. Pero que sólo lo pondrá en libertad si los cinco talentos se le pagan de inmediato. No en diez cuotas.
—El mundo se llevaría una muy mala impresión si personas que han comido pan y sal con el rey sufrieran un accidente en su tienda.
—Este nómada piojoso —dijo el púnico a media voz— nos recuerda que la sal era nuestra, no suya.
—Sal es sal. El rey, puesto que su insondable bondad así se lo dicta, mandará cargar las pertenencias de su huésped heleno en el caballo y despedirá al anciano con palabras de pesar.
Antígono se levantó.
El maque permaneció sentado, parpadeó y colocó la mano sobre la empuñadura del cuchillo curvo que llevaba en el cinto.
—En pocas palabras… se niega a hacerlo.
El discurso del nómada había sido considerablemente más largo.
Antígono suspiró. Cuando retomó la palabra, el caudillo se sobresaltó un tanto; la voz hasta entonces dulce del joven comerciante había adquirido un tono metálico.
—Dile que los otros ciento cincuenta emisarios traen otro mensaje de Kart-Hadtha, que no tiene necesariamente que cumplirse. Es un mensaje algo más áspero que los saludos que yo le he transmitido.
El púnico tradujo. El maque volvió a refunfuñar algo y se mantuvo sentado.
—La elegancia de tu indirecta, oh Antígono, lo ha impresionado; pero quiere saber cuál es exactamente el otro mensaje.
—¿Cuántas cabezas hay en su pueblo?
—Dice que mil. A mí me parece que exagera, pero…
—Eso no importa. —Antígono se agachó, miró fijamente al maque y señaló la enorme balanza—. En esos platillos llenos de oro cabe más o menos la misma cantidad de líquido rojo que en el cuerpo de un ser humano. El otro mensaje es una orden y un ruego. El rey, estimulado por aceradas puntas de espada, habrá de aguzar la vista y contemplar cómo el oro es retirado de los platillos. A continuación, y éste es el ruego de Kart-Hadtha, deberá atestiguar que uno de los platillos sea llenado quinientas veces, y el otro cuatrocientas noventa y nueve veces, con liquido rojo; sólo entonces la balanza será equilibrada con sangre real.
En sus prisas por abandonar el campamento y el cautiverio, Lisandro resbaló del caballo y cayó de cara contra el suelo. La violencia y alcance de sus maldiciones parecieron desmedidas a Antígono, incluso cuando el anciano levantó un diente del suelo. Sólo al acercarse más comprendió el joven comerciante el daño sufrido por el anciano.
Lisandro tenía la boca abierta de par en par y agitaba los brazos sin soltar el diente roto.
—El penúltimo —refunfuñó. Un solitario colmillo colgaba ahora de la encía superior—. ¿Qué voy a comer ahora?
Antígono observaba pensativo al hombre por cuya causa había venido hasta aquí.
Los dedos que sostenían el diente estaban salpicados de manchas, causticados y descoloridos. La famosa nariz, que Antígono había imaginado como un aparato imponente, era poco más que un bulto diminuto entre las arrugas del rostro, dotado de dos agujeros aún más diminutos y llenos de vellos. Las orejas del perfumista eran en cambio gigantescas, como las asas de una enorme ánfora.
—En Karjedón hay buenos médicos —dijo Antígono—. Pueden ponerte dientes nuevos: de madera, de bronce, de marfil, si se te antoja. O de la boca de un muerto.
Lisandro escupió, subió cuidadosamente al caballo y aguzó la vista.
—¿Karjedón qué? Ya. Liberado y otra vez esclavizado. ¡Bah!
—No, tengo algunas propuestas que hacerte para trabajar juntos. Un taller al lado de la vidriería, frascos a tu gusto, otras cosas. Y —sonrió burlón— te construiremos un molinillo para que muelas la carne.
—Tragar la papilla púnica, esa mezcla de harina, queso y miel. ¡Bah! ¿Cómo era eso de trabajar juntos?
Lisandro aceptó la oferta: una empresa común en la que el banco participaba con seis décimas partes. El anciano invertiría sus conocimientos y talento. A los seis años, cuando se hubiera compensado la última entrega de silfión hecha a cambio de la última cuota de la deuda, volverían a negociar, y ambas partes concedían a la otra la posibilidad de liquidar la sociedad, o continuarla.
En Filenón, Lisandro subió a bordo del barco que debía llevarlo a Kart-Hadtha junto con el silfión y algunas indicaciones para Bostar. Antígono se detuvo algunos días en la localidad. Había una posada con cimientos y bóveda subterránea de piedra tallada, una taberna con paredes de ladrillo y, en la parte superior, de madera y barro, un gran dormitorio para huéspedes que se obstinaba en recordar las viejas camas de campaña y sus urticantes mantas. También había una especie de puerto, formado por un muelle amurallado y dos o tres cobertizos que a punto estaban de desmoronarse y que hubiera podido servir para reparar barcos, si hubieran habido barcos, y obreros. El capitán del puerto, un púnico, estaba borracho la mayor parte del tiempo. El resto del pueblo, fundado sobre los huesos de una pareja de hermanos púnicos que, mucho tiempo atrás, se habían inmolado en ese lugar para salvar a la patria, estaba compuesto de cabañas de madera y barro; había algunos pescadores que en sus destartaladas barcas apenas si podían dormitar a un grito de distancia de la playa; y algunos campesinos, pastores y recolectores del silfión. Todos los demás estaban inactivos y esperaban la primavera, la reanudación de los viajes de barcos que se acercaban a la costa, las primeras caravanas.
La fortaleza púnica se alzaba al este de la localidad, sobre una pequeña colina protegida por una muralla, fosos, una segunda muralla y empalizadas. Antígono, que había recompensado con dos schekels a cada uno de los ciento cincuenta soldados que lo acompañaran en su expedición —lo que en Kart-Hadtha correspondía a la paga que ganaba un trabajador del puerto en ocho días—, se emborrachó tres noches seguidas con los oficiales, en la posada, y pasó la cuarta noche con la gorda y pálida esclava de la taberna, que no jadeaba, ni gemía, ni gritaba, sino resoplaba. Al día siguiente, todos y cada uno de los oficiales le preguntaron entre bromas si la esclava había vuelto a resoplar. Al sexto día, cuando ya estaba casi decidido a arriesgarse a hacer solo el largo camino, llegó una pequeña caravana invernal.
El templo de Amón recibió el dinero sin pronunciar nuevos oráculos. Antígono, casi aliviado, siguió el viaje con la caravana hasta Egipto, donde al llegar a la primera plaza fuerte —en teoría el desierto que se extendía inmediatamente al este de Filenón pertenecía al reino de los lágidas— tuvieron que pagar un tetradracma cada uno.
—El último invento —dijo uno de los comerciantes. Escupió; por si acaso, esperó hasta haberse alejado cien pasos de los guardas—. Ya no sólo por las mercancías, ahora hay que pagar por uno mismo para poder entrar. ¡Bah! La próxima vez estará el mismo rey o sus dioquetes en la frontera, contará los pelos de los viajeros y exigirá un óbolo por cada uno, para que el real monopolio de la lana no se vea perjudicado.
Al sur del lago de Moeris, en Shedet/Crocodilópolis, Antígono se separó de los mercaderes y se dirigió hacia el Nilo; luego, pasando por Menfis, Merimda y Naukratis, siguió hacia Alejandría. La travesía por el antiguo río sagrado se vio interrumpida una y otra vez, porque cada uno de los guardas de cada una de las aldeas de cada uno de los distritos quería ver el permiso de navegación del capitán, el número de autorización del barco y los papiros de viaje de cada uno de los viajeros. Antígono volvió a sumirse en aquella vieja sensación de opresión, asfixia y odio impotente. El barquero, un egipcio de mediana edad a quien le faltaban la oreja izquierda y el dedo corazón de la mano derecha, gustaba de informarse sobre otros países. Antígono le habló de Kart-Hadtha, y, para evitar la nostalgia, pasó luego a contar cosas de la lejana India.
—Como puedes ver, en la India todo es más o menos igual que aquí —dijo finalmente—. Los ojos del soberano están en todas partes, los impuestos y derechos de aduana son sofocantes, y, como aquí, la gente está dividida en clases.
El barquero espantó algunas moscas que le revoloteaban en la oreja.
—Si y no. Si te he entendido bien, hay dos grandes diferencias.
—¿Cuáles?
—El soberano de la India utiliza el dinero que recauda para construir calles, hospitales y alojamientos para pobres y huérfanos. Nuestro tirano mete todo dentro de su propio bolsillo; nada de ese dinero vuelve al pueblo convertido en alguna otra cosa.
—Correcto. ¿Y cuál es la segunda diferencia?
—Cuando alguien (tú no lo haces, como dices, pero otros sí), cuando alguien cree en otra vida o en la reencarnación, es un alivio pensar que si uno lleva una vida decorosa puede volver a nacer en una clase más alta. Aquí eso no sirve, ni siquiera un egipcio santo puede llegar a ser macedonio alguna vez.
Antígono oía la amargura del barquero, pero en su rostro relajado no veía nada que se correspondiera con esa amargura.
—Tú aprecias a los macedonios, ¿verdad?
El barquero señaló a su izquierda. Allí, bastante alejados de la orilla rodeados de árboles y apenas visibles, se levantaban unos edificios brillantes.
—¿Ves el templo? Es un lugar de refugio. Incluso un asesino puede refugiarse allí, sin que a nadie le esté permitido siquiera tocarlo. Pero hay una excepción.
—Lo sé: los persas. —Los descendientes del antiguo imperio bajo cuyo dominio tanto habían padecido los egipcios, seguían siendo odiados. A los persas no se les concedía la posibilidad de buscar refugio en el templo. Antígono recordó un caso: un macedonio había contraído deudas y quiso evitar tener que saldarlas huyendo; pero su acreedor, otro macedonio, dijo que el primero tenía sangre persa. El templo lo entregó.
—Si. Los persas y sus descendientes. ¿Sabes qué haremos si volvemos a ser los amos de nuestro propio país? Protegeremos nuestros templos de los intrusos; ningún macedonio ha de manchar un lugar sagrado, ni siquiera con la mirada. Preferiría que mi hija fuera muerta por un persa que acariciada por un macedonio.
Antígono había pasado en Alejandría casi dos años, luego había estado viajando durante otros tres años, primero como ayudante de caravanero, con poco dinero propio, y luego ya como joven mercader. Y al regresar de la India se había detenido en Alejandría otros dos meses, antes de emprender el viaje de regreso a Kart-Hadtha. Ahora encontraba la ciudad de Alejandría prácticamente igual a como la había dejado; algo más grande y más rica, pero no más agradable. Su primer paseo lo condujo a la sede de los mercaderes púnicos, ubicada a una calle de distancia de la amurallada parte interior del puerto. Allí podía encontrar un lugar donde pasar la noche, información y la oportunidad de reencontrarse con algunos viejos conocidos.
La dársena de Kiboto tenía el mismo aspecto que años atrás: barcos, obreros, perchas de carga. Al ver el gran puerto occidental, Eunostos, la cabeza empezó a zumbarle; con esa superficie de agua desplegada ante los ojos había aprendido a sumar números quebrados; la antiquísima aritmética egipcia superaba a la geometría mánica de los helenos como el acero a la caña. Pero el viejo mendigo que le había enseñado esa aritmética, además de los matices del idioma egipcio, ya no se encontraba allí. Antes vivía en un hoyo cavado en la arena al oeste de la ciudad, al norte de la necrópolis, y empezaba cada día pidiendo al Gran Dios Verde que no inundara su palacio. El «palacio» seguía allí, y tampoco la vista del mar y de Eunostos había cambiado, pero ya nadie sabía nada del anciano.
Corrían las primeras horas de la tarde cuando Antígono llegó al puerto oriental, el Puerto Real. Poco antes de entrar en el barrio donde se levantaba el palacio real, cambió de dirección, caminó hacia el sur por callejas secundarias y, luego, se dirigió hacia el este por la Calle Magnífica, de setenta pasos de ancho, hasta llegar al colosal edificio de mármol del banco estatal lágida. Preguntó por el oikonomos Frínicos; un centinela de tintineante armadura lo condujo a través de un atrio, una escalera de mármol, un largo pasillo de cuyas paredes colgaban costosas alfombras, otra escalera, otro pasillo y por fin los salones del asesor para el comercio con la Oikumene occidental.
Frínicos, hombre de unos cuarenta años, tenía el cabello rizado y vestía un sencillo chitón y sandalias. Una cosa más lo diferenciaba de los grandes mercaderes y banqueros de Alejandría, a menudo desproporcionadamente adictos a la pulcritud y los adornos: sus padres habían venido de Atenas, y un heleno tenía que ser muy hábil para poder alcanzar un puesto tan importante dentro de la capa social que dirigía el imperio, compuesta casi exclusivamente por macedonios.
Antígono mostró el sello de su anillo y recordó a Frínicos una carta en la que le había anunciado su llegada a finales de otoño y le había planteado ciertas preguntas.
—Ah, Antígono de Karjedón, del Banco de Arena, aquél del símbolo tan simpático. —El heleno señaló una silla de tijera, se dirigió a una pared contigua a la puerta y, sin tener que buscar mucho, sacó un rollo de papiro de un estante y se sentó tras su mesa de trabajo. A ambos lados de ésta habían braseros que calentaban y ahumaban la habitación.
—Listo. Había imaginado que el propietario de un banco de Karjedón seria… eh, algo mayor.
Antígono se reclinó sobre el suave cuero del respaldo.
—A muchos les pasa lo mismo. Incluso en Karjedón, donde se empieza a vivir muy pronto.
El banquero echó una rápida ojeada al contenido del rollo.
—Sí, ya lo había oído decir. A los trece o catorce años, ¿verdad?
—Las familias antiguas y ricas que hacen que sus hijos sean educados por sacerdotes no tienen tanta prisa, pero por lo general la educación púnica se limita a la lectura y escritura, y un poco de aritmética. Y también, por supuesto, buenos consejos.
Frínicos levantó la vista.
—He reunido alguna información, lo cual es comprensible, espero, a la vista de las sumas de que se trata. Ahora me gustaría echar un poco más de luz sobre ti y tus objetivos. Los informes son favorables, pero tu banco existe desde hace tan sólo dos años, no, dos años y medio, y es muy poco tiempo para poder diferenciar entre un jugador afortunado y un comerciante digno de confianza.
—Contaba con ello. ¿Qué deseas saber?
—Nada, es decir, yo no quiero saber nada, pero la administración del imperio y la superintendencia de banca. Ya sabes…
—«Nadie puede hacer lo que quiere, pues todo está regulado para su bien. Cada persona tiene su puesto, que sólo puede abandonar por un mandato extraordinario o consiguiendo una autorización especial». Conozco las reglas.
—Y tú quieres abandonar un puesto creado por tu padre y ocupar uno nuevo. Por eso las preguntas.
Antígono cruzó los brazos. Sin extenderse demasiado, habló de su educación, su época como ayudante del mercader Amintas, en Alejandría, los viajes a la India, Taprobane, Arabia, la época en Kart-Hadtha, el reparto de la fortuna, los nuevos negocios del banco.
Frinicos apenas si tomó unos cuantos apuntes; escuchó atentamente, planteó dos o tres preguntas inteligentes y por fin dijo:
—Bien, creo que podemos pasar al asunto. Todo tiene justificación, ¿quieres, pues, arruinar a Amintas?
Antígono rió.
—No, no quiero arruinar a Amintas. Cuando lo conocí me di cuenta de que es un macedonio perverso, codicioso y petulante, y no me trató como se debe tratar al hijo del hombre que es dueño de más de la mitad del negocio. Ya en aquel entonces consideré que se trataba de un mal socio, y por eso quisiera liquidar rápida y definitivamente la asociación que existe entre él y el banco, que ha asumido los bienes de mi padre. Que esto arruinará a Amintas, eso ya seria una consecuencia secundaria que no tenía prevista, pero que confieso me proporcionaría una gran alegría.
Frínicos sonrió con ironía, pero no tardó en recobrar la seriedad.
—En Alejandría se considera poco inteligente ir contra uno o más macedonios.
—Tú eres heleno.
—Soy heleno. Sé de lo que estoy hablando.
—¿Puede perjudicarte de algún modo realizar los cambios que deseo?
Frínicos levantó la ceja izquierda.
—¿A mí? En este caso yo soy el banco del rey.
Antígono cerró los ojos un momento.
—Desde aquella vez que estuve en Alejandría tengo el objetivo de llegar a una posición en la que ya no tenga que depender del humor de personas como Amintas. En opinión del banquero Frínicos, ¿puedo ser arrogante en Alejandría?
Frínicos parpadeó.
—No ante el soberano, el dioquetes o el Banco Real. Pero ante cada uno de los mercaderes macedonios, si.
—Bien. Entonces, al asunto.
La negociación duró una hora. Antígono calculó en ochocientos talentos de plata el valor de su participación en los diferentes negocios del macedonio Amintas. Frínicos mandó a un sirviente buscar algunos rollos del archivo; en Alejandría, como se decía en el puerto, «se toma nota de cada pedo, de su intensidad, dirección, propagación, las circunstancias de su surgimiento y los trajes que tiene que atravesar para divertir al mundo». Según los documentos, el valor ascendía en ese momento a ochocientos cuarenta y cuatro talentos, veintisiete minas, cuarenta dracmas y tres óbolos; Arístides (o el Banco de Arena; o Antígono) poseía el setenta y cinco por ciento de los negocios, edificios, barcos, cargamentos, esclavos…, de Amintas. El banco se encargaba de hacer todas las reclamaciones a Amintas, de ser necesario mediante medidas coactivas o confiscación de bienes, por lo que exigía más de una décima parte del importe total. Antígono recibió un abono en cuenta de setecientos cincuenta talentos de plata, que podían quedar ingresados a un interés del tres y medio por ciento o podían ser retirados cuando lo deseara el Banco de Arena.
Frínicos llamó a cuatro escribas que redactaron un total de ocho copias. En la última parte de la negociación debía estar presente otro banquero, encargado de los inmuebles que poseía o administraba el Banco Real. Antígono compró un terreno de dos estadios de largo por un estadio de ancho en la playa de Eleusis. El suburbio oriental se estaba convirtiendo en el barrio de los ricos, lleno de parques y palacios; según opinión de los banqueros, el precio del terreno se multiplicaría por diez en un lapso de cinco años.
Tarareando suavemente, Antígono se dirigió al establecimiento de Amintas, situado entre la Calle Magnífica y el Heptastadión, el dique dirigido hacia la isla de Faros, que separaba a los dos puertos. El obeso macedonio estaba bebiendo vino y recibiendo los masajes de una esclava de piel oscura. Una vez lo hubieron hecho pasar, Antígono saludó inclinando la cabeza. Disfrutaba mirando al mercader desde lo alto.
Naturalmente, el macedonio hacía negocios con todo tipo de personas, sin tener para nada en cuenta su origen; sin embargo, fuera del trabajo trataba casi exclusivamente con macedonios, a disgusto con helenos, de mala gana con fenicios o púnicos, de ninguna manera con judíos, tracios, babilonios o semejantes; y cuando veía a un egipcio cerraba los ojos. Siempre cuidaba de llevar consigo un frasquito de perfume lleno con una mezcla de hierbas y especias molidas. Cuando negociaba con un egipcio, olía el frasquito apenas éste se retiraba, y a veces incluso antes. Antígono recordaba nítidamente que muchas veces sólo hablaba con él poniendo el frasquito bajo su nariz…, antiguamente.
Ahora Antígono se sacó del cinturón la copia que correspondía a Amintas del acuerdo tomado en el banco.
—¿Dónde está tu frasquito de perfume, oh gran comerciante?
Amintas, aún acostado sobre su barriga y bajo las manos de la esclava, señaló un pequeño montón de costosas prendas. Antígono palpó los trajes buscando el frasquito, dio con él, vertió el contenido en el suelo y lo dejó caer. Se hizo añicos. Luego puso frente al atónito macedonio el papiro con el sello del banco, inclinó la cabeza sonriendo y salió.
El buen humor se disipó en el ocaso mientras Antígono vagaba por las caóticas callejas de Rhakotis. La vieja aldea de pescadores egipcios, a orillas del canal que unía el lago de Mareotis con el puerto de Eunostos, con las tenduchas de pescado y las sombrías tabernas, las pequeñas casas de los pobres, rebosantes de gente, y los puntos de encuentro más concurridos de todos, los pozos y cisternas; esta Rhakotis ocultaba miles de recuerdos de personas, cosas y vivencias. La primera borrachera con vino, el primer delirio del cuchillo y el primer vértigo de la carne; Antígono pensaba con cariño en la joven viuda del pescador ahogado, mujer que tanto le había enseñado. Casi sin quererlo, caminó hacia su casa.
No la encontró; no podría volver a encontrarla. Los macedonios habían empezado a, según decían, sanear y mejorar el antiguo barrio egipcio; en el sector oriental de Rhakotis habían desaparecido casas y callejas para dar paso a calles amplias y brillantes, empedradas y limpias, que se cortaban unas a otras en ángulos rectos, y a blancas jaulas sin rostro, edificios de alquiler administrados por esclavos de los respectivos propietarios.
Todavía afligido y furioso, a la mañana siguiente hizo que un carretero egipcio lo llevara al Puerto del Canal. Un grupo de árboles y matas formaba una glorieta frente a un despacho de bebidas; Antígono se sentó allí y bebió cerveza egipcia tibia mientras esperaba la barca a Kanopo.
Fue fácil encontrar a Isis; casi todos los numerosos bufones, músicos, bailarines y artistas de todo tipo que vivían en la ciudad del placer conocían a la cantante. Aún más fácil fue dejarse caer en sus brazos sin pronunciar una sola palabra. Ella vivía en una casita de madera ubicada un poco en las afueras, al borde de un pequeño bosque de palmeras, junto a la desembocadura del brazo canópico del Nilo.
La casa tenía una sola habitación. Afuera, un tardío viento invernal sacudía las palmeras y llevaba la espuma de las olas hasta la arena. Adentro estaban el calor del horno de hierro y el ardor del lecho.
Por la noche Antígono acompañó a Isis al lugar donde ésta actuaba. Seguía con los mismos músicos, pero había algunas novedades en el espectáculo. Una canción de un poeta heleno desconocido cautivó particularmente a Antígono, que nunca había pensado mucho en la muerte. El verso final de cada estrofa siempre provocaba algarabía y exclamaciones espontáneas del público, pero la acritud de la voz de Isis impresionaba a Antígono, y los agudos gemidos de la flauta de metal del anciano le llegaban hasta la médula y erizaban los pelillos de su nuca.
Primavera y verano e invierno has visto, siempre es así;
el sol se ha puesto, la noche desaparece las fronteras.
No busques angustiado el origen del sol, la fuente del agua,
esfuérzate por dinero que te dé ungüentos y guirnaldas.
¡Tócame la flauta!
¡Si tuviera tres fuentes espontáneas de miel,
de leche cinco y de vino diez, de ungüento una docena,
dos de agua y de frío helado aún otras tres,
tendría un muchacho en la fuente, y una doncella!
¡Tócame la flauta!
La flauta de Lidia es mía y el lidio tocar la lira
y la caña frigia también; sordo retumba el tambor de piel.
Quiero cantar mientras viva; y cuando me llegue el día
dejadme la flauta en la cabeza, dejadme en los pies la lira.
¡Tócame la flauta!
Jerjes, el rey, compartía con Zeus, según él, todo:
solitario en su barca surcaba mareas de Lemnos.
Riquezas acumuló Midas, y más del triple Kinyras:
pero basta un óbolo para que Caronte te lleve al Hades.
¡Tócame la flauta!
Fue una luna vertiginosa en la que sólo el lecho y las canciones se repitieron. Todo lo demás fue más tarde, en los recuerdos de Antígono, un torbellino de luces, rostros, imágenes e impresiones mutiladas. Pero en medio de esta tempestad se encontraba también la calma del gran templo de Serapis, en el que Isis y Antígono conversaron y discutieron largamente con un sacerdote.
—¿Cómo puedo considerar esto sagrado? —dijo el joven heleno—. Toros consagrados a un dios llamado Apis son sacrificados y, mediante los susurros mágicos de unos sacerdotes se transforman en Osiris reencarnado. Y un movimiento equivocado de la lengua convierte a Osiris-Apis en Serapis; luego viene un macedonio llamado Ptolomeo, que quiere gobernar sobre los egipcios, helenos y macedonios, y da a la imagen del dios la barba de Zeus y de Plutón, y algo de Cervero. ¿Y a esa mezcla de toro, perro y anciano debo rezarle, a pesar de que sé que un rey la ha ideado para unir a sus numerosos pueblos?
—Todo lo divino es sagrado; lo exterior es sólo la forma en la que se manifiesta una persona, sea ésta un sacerdote, un rey o un mercader ateo. Tu dios tiene varias formas: forma de ser humano y forma de moneda. Sólo que aún no sabes cómo está formado el núcleo sagrado; y éste es indivisible. —El viejo sacerdote, un macedonio, sonrió.
Antígono también sonrió; dio un manotazo a la bandeja de mármol, teñida por la sangre vertida sobre ella durante decenios.
—Mi dios es el mundo: mármol, antes de ser transformado en bandeja; seres humanos, antes de ser convertidos en creyentes; el imponente mar, antes de ser degradado a ser una especie de taparrabo de Poseidón.
Isis le mostró la gruta del Gran Dios Verde: restos de las antiguas instalaciones de un templo sumergido bajo el mar, reconstruido y provisto de una bóveda de vidrio verdoso por arquitectos imaginativos. Isis le mostró todo lo que Kanopo y Alejandría podían ofrecer: el domador negro que introducía la cabeza en las fauces del león; el bufón que se ataba zancos a los pies, se subía a una tabla colocada sobre un rodillo de madera y hacía malabarismos con cinco esferas de cristal, o cinco mazas de madera, o cinco monedas; la formidable bañera de mármol, en la cual el aseo era sólo una preparación para aquello que ofrecían muchachos y doncellas; el laberinto con antorchas y combos espejos de metal en las paredes; el hombre que se tragaba una serpiente venenosa viva, hasta que entre sus dientes ya sólo podía verse la cabeza de la víbora, que luego arrancaba de un mordisco; las mil tabernas y posadas y teatros y salas de música. Cuando, de pronto, llegó la primavera, alquilaron una barca y navegaron durante dos largos días en torno a las islas de junco del Nilo, hasta que los rayos del sol despertaron a los mosquitos.
Una vez fueron a Alejandría, donde Antígono se informó de los barcos y llegó a un acuerdo con un capitán que pronto zarparía hacia Apolonia, en las cercanías de Cirene, y, si el viento y las olas lo permitían, intentaría seguir el viaje hasta Sabrata. En la taberna del puerto, una habitación inmensa con mesas y taburetes toscos, vigas teñidas por el humo y la grasa, y humeantes antorchas y candiles, se sentaron a la mesa con un hombre de unos treinta y cinco años que se quejaba de los capitanes del mar, del desierto y de las rutas de las caravanas. Su nombre era Eratóstenes. No parecía encontrarse muy sano; la piel amarillenta que podía verse bajo su barba contribuía a acentuar su aspecto enfermizo. Los dedos de su mano izquierda eran curvos como las garras de un ave rapaz, los de la derecha estaban embadurnados de tinta. No era un día particularmente frío, pero Eratóstenes llevaba botas altas de cuero y varias faldas de lana colocadas unas sobre otras. Bebía cerveza de cebada tibia.
El capitán, un chipriota llamado Molo, lo observó con menosprecio.
—También podemos invertir la queja. La ignorancia de los instruidos, las lagunas de los eruditos… —Se pasó la mano sobre la nariz redonda y arqueó los labios hacia abajo.
Isis reprimió una risita.
—Más vale que sobre a que falte. Eso es lo que he visto siempre en mis viajes. Muchísimas cosas consignadas por los eruditos no existen, ni han existido jamás.
Eratóstenes puso cara de tristeza.
—Sobran cosas erróneas y faltan cosas que de hecho existen. Lo sé, lo sé. Pero es sólo culpa nuestra, no es sólo culpa de los eruditos. También es culpa de los viajeros, que dan noticias falsas.
Antígono jugaba con su vaso de vino.
—Cuando era niño, escuchaba las historias descabelladas que contaban los marineros en Karjedón. Yo no creía ni una palabra de esas historias, pero después he encontrado cosas similares en Herodoto.
Eratóstenes suspiró.
—Si, claro, sí. Tener que depender de la sinceridad del que hace el relato, ése es el problema. Aristóteles viajó a muchos lugares; creo que sus explicaciones sobre la constitución de Karjedón, que tú mismo puedes juzgar, no son equivocadas.
Antígono balanceó la cabeza.
—Equivocadas no, sólo un poco demasiado… optimistas. La constitución de Karjedón es tal como la describe Aristóteles; pero no tan buena como él deduce de su propia descripción. Es decir, que los hechos son correctos, pero su valoración es demasiado favorable.
—A pesar de todo… lo que dice es correcto. También Herodoto viajó mucho, y por lo que ha escrito sobre los lugares en los que ha estado es correcto, pero también ha dejado que le cuenten mentiras sobre regiones que nunca ha visitado.
El capitán se encogió de hombros. Isis apoyó el codo sobre la mesa y carraspeó.
—¿Te refieres a cosas como las gordísimas ovejas persas a las que los pastores tienen que atarles a la cola tablas con rodillos debajo porque de lo contrario los pobres animales no podrían moverse?
Eratóstenes inclinó la cabeza.
—He aquí una mujer instruida. Sí, me refiero a ese tipo de historias.
Molo refunfuñó algo incomprensible. Después dijo:
—Pero de eso precisamente se trata, señores. Historias que ningún campesino o marinero se creería, simplemente porque su dura y sin duda estrecha cabeza no las acepta. Pero a la instruida gente de la ciudad, a un erudito de la biblioteca de Alejandría, por ejemplo, se le puede contar casi cualquier cosa, porque se envanece de su mente abierta.
—Mientras más sabe uno, ¿más crédulo es? ¿Es eso lo que quieres decir? —Eratóstenes lo miraba casi horrorizado.
Antígono rió.
—Me parece que hasta cierto punto eso es lo que dice Molo. Pero estás olvidando dos o tres cosas importantes, Eratóstenes. Los viajes largos pocas veces se realizan por curiosidad o sed de conocimientos. Los comerciantes buscan nuevos mercados y nuevos productos; los soldados quieren conquistar nuevas tierras. Los mercaderes que encuentran algo nuevo transmiten este conocimiento a su hijo, o quizá a un amigo, pero no a otros mercaderes ni a eruditos que lo pondrían por escrito, dejándolo al alcance de todos. Y los soldados que conquistan cuatro o cinco cabañas de barro en un país extraño, convierten esas cabañas en una colosal fortaleza, para que uno les tenga admiración.
—Si quieres saber esto o lo otro —dijo Molo—, ve a verlo con tus propios ojos, en lugar de hundir el culo en un mullido cojín. ¿Por qué tengo yo que hacer tu trabajo? Tengo otras cosas que hacer. —Sonrió.
—Cierta vez, cuando era un muchacho —dijo Antígono—, escuché en Karjedón que un mercader le decía a otro: «Si quieres llegar a determinado puerto de las Galias, navega once días con un buen viento del sur o del suroeste, y en la novena noche de viaje haz que la Osa Mayor pase de la proa al séptimo remo de babor». El capitán que oyó esto quedó perfectamente enterado.
Molo dio un manotazo sobre la mesa.
—Así es; sí, es cierto. Pero tú, erudito, probablemente querrás saber a cuánto equivale eso en pasos, estadios, parasangas o millas. Y ningún capitán tiene tiempo ni ganas para calcular eso.
—Y un guía del desierto —dijo Isis—, que lleva a las caravanas de un pozo de agua a otro, se estaría quitando él mismo su pan si transmitiera sus conocimientos a los cartógrafos.
—Además, los caravaneros y capitanes no tienen tiempo; su interés está centrado en el negocio. Los simples marineros tienen demasiado trabajo durante el viaje, y además les faltan los conocimientos necesarios; son ellos los que cuentan fantásticas historias sobre una isla donde mana leche de los pozos, y cuyos habitantes tienen una sola pierna, porque no tienen otra cosa que contar. —Antígono titubeó un momento—. El soberano de la India, Ashoka, posee, gracias a sus enviados, mapas precisos de Siria y Egipto, pero estos mapas son sólo para él y altos funcionarios, no para los mercaderes hindúes. Yo he visto en manos de capitanes y caravaneros mapas continentales y costeros de una precisión extraordinaria; pero esos mapas nunca llegan a las bibliotecas.
—Conocimiento en manos de aquéllos que lo pueden utilizar —refunfuñó el chipriota.
—Ay, ay. —El rostro de Eratóstenes se contrajo, como si padeciera algún dolor—. Y los frutos inútiles de los filósofos, producto de la conversación y de recorrer cientos de veces un mismo pasillo, se transmiten a la posteridad en papiros, pergaminos o piedras. ¡Cómo se reirán de mí dentro de unos siglos! —Estaba ya un poco bebido.
—Yo he leído a filósofos —dijo Antígono en voz baja—, y, nada contra ti como persona, Eratóstenes, nunca me han parecido dignos de aprecio. Peroratas sobre la vida en si, inventadas por gente sedentaria que nunca ha saboreado la vida; no han saboreado aquellas cosas que bretones, púnicos e hindúes sienten de la misma manera, mientras sus pensadores y sacerdotes buscan en todas partes distintas explicaciones para los mismos fenómenos. Acostarse con una mujer en el pestilente río del mercado, o en la playa, bajo las estrellas; la aparición de las primeras gotas de lluvia que recibe la boca después de una larga sequía; la sensación del agua pura y fresca entre los dedos de los pies, después de una larga caminata marcada por el calor y el polvo; las ventajas de las diferentes razas de caballos o tipos de barcos; las intrigas de palacios, tabernas y antros; el estupor ante la vida y la confirmación de la muerte. Estoy borracho. Pero ¿qué es mejor, el susurrar de papiros o el viento que canta en las velas? ¿Fríos pensamientos o sangre, vino y semen?
Molo sonrió, Isis rió para sí, Eratóstenes observó al heleno de Kart-Hadtha con ojos maravillados.
—¿Eres mercader o poeta, muchacho? —Dio un suspiro—. Ah, la vida y la muerte y la tinta. Dime, joven amigo, ¿tú has vivido? Veo a la mujer que está a tu lado; dime, juiciosa egipcia, él ha vivido, ¿verdad? ¿Pero acaso ya ha… matado?
Eratóstenes se inclinó hacia delante, casi ávido. Una astilla encendida se desprendió de la antorcha que colgaba de la pared y cayó siseando en el vaso de Molo. El chipriota arrugó la frente y sacó la astilla del vaso.
Isis observaba a Antígono. Su mirada no contenía ninguna pregunta; más bien había en ella una especie de rechazo.
Antígono extendió la mano sobre la mesa. Estaba pensando en los salteadores que habían atacado al pequeño grupo de viajeros cerca de Taprobane. Habían sido cuatro. El comerciante de sedas chino había apuñalado a uno, el gigantesco negro que trabajaba para una casa de comercio púnica había estrangulado al segundo. Antígono había matado al tercero con una espada corta y había perseguido al cuarto hasta su guarida, donde le había dado muerte a puñaladas después de una corta pelea. Estaba pensando en el breve y amargo delirio; y en las seis bolsas de perlas, que luego se convertirían en la base del banco.
—Sí.
—¿Sí? ¿Solamente «sí»? —Eratóstenes parecía desilusionado.
El chipriota se dio la vuelta y bramó.
—¡Vino! —Luego dejó caer los puños sobre la mesa—. Sí, ¿por qué no? ¿Qué es tan importante? Si no fuera así, pronto ya no habría sitio en este mundo.
Más tarde, Antígono recordaba con frecuencia la extraña reserva que Isis había mostrado durante esa luna cada vez que se hablaba de la muerte, los muertos, los asesinatos. Antígono había sentido los bultos en el pecho, sobre la espalda, en el interior de los muslos de Isis, pero como ella no hablaba de eso, él tampoco decía nada; hasta que luego fue demasiado tarde para poder decir muchas cosas.
En el viaje de regreso a Kart-Hadtha, Antígono cogió la malaria. Pasó cuatro días en el sofocante camarote ubicado debajo de la cubierta de popa del mercante, acosado por delirios febriles y atendido más por necesidad que por compasión. Alguien colocó junto a su litera un lavamanos de bronce con incienso, para alejar las moscas y la fiebre. Antígono se sumió en una ininterrumpida serie de sueños espantosos en los que unos ojos lo miraban, observaban, absorbían, despedazaban. El ojo rojo de Melkart, que le hacia llegar una amenaza lejana y tranquila; un ojo de Isis, amarga negrura de la despedida; el ojo sereno de Gotamo, creador de las dulces enseñanzas a las que se había convertido el soberano hindú, Ashoka, tras la matanza de cientos de miles en Calinga. Pero este ojo lloraba; el ojo de un demonio del viento atrapado en la vela del mercante, cargado de una maldad abismal; los ojos de la boa de pescuezo hinchado, balanceándose; los ojos de las mil terribles estatuas de dioses del templo prohibido de Pa’alipotra; los ojos de un mago de Charax, que absorbían todas las fuerzas; los ojos quebrados de los ladrones agonizantes, en Taprobane; la mirada de esfinge del príncipe de la pervertida fortaleza a las puertas de Kane. Y entre ellos, en sueños no tan espantosos, los ojos alargados de la hija del mercader chino, los ojos de gato del hermafrodita del templo de Menfis, los ojos pintados de negro de la hetaira de Tadmor, y siempre los ojos de Isis. En un momento de semiconsciencia Antígono pidió al capitán que alejara el incienso. Todos los sueños, que estaban ligados a la intensidad de ese denso vapor, terminaron. A partir de entonces durmió con mayor serenidad; el barco cabeceaba, la vela, completamente desplegada, crepitaba; sal y madera que crujía, respiraba: Antígono volvió a soñar con el velero árabe dejando la India y Taprobane a su espalda, impulsado por las alas del poderoso viento que precede a la lluvia.
Kart-Hadtha hervía de rumores y novedades. Hannón «el Grande» había partido hacia el interior con un poderoso ejército de elefantes, jinetes y soldados de a pie —entre ellos espartanos, íberos, celtas y númidas— para ganar gloriosas batallas contra tres o cuatro aldeas de desesperados campesinos libios. Se tomaba su tiempo; sus mensajes al Consejo y al pueblo hablaban de crueles enemigos abatidos y regiones inextricables. Como además de dar estos informes los emisarios de Hannón organizaban magníficos banquetes para los habitantes de la ciudad —un día se sacrificaron en el ágora cien bueyes, cuatrocientos jabalíes, mil carneros y por lo menos cinco mil gallinas, y vino y leche corrieron en cascadas—, sólo se burlaban de ellos los púnicos y metecos que conocían el interior.
Por su parte, Amílcar había recibido un sobrenombre hacia apenas dos meses: baraq, «Rayo». Sin tropas de refresco —todos los mercenarios recién reclutados estaban en las filas de Hannón— y casi sin avituallamiento, Amílcar había reemprendido los combates antes de lo acostumbrado. Había comenzado el decimoctavo año de guerra, y los romanos no contaban con que un estratega púnico hiciera algo nuevo. No contaban con Amílcar baraq. Amílcar empezó la guerra de posiciones, asoló fortificaciones romanas avanzadas, con su presencia y su ejemplo devolvió al combate a una multitud de soldados libios de a pie que habían sido rechazados por los romanos, convirtiendo una retirada en una victoria casi descansada frente a una legión que se había lanzado a perseguirlos demasiado pronto. Nunca hasta entonces aquella mezcla de mercenarios de diferentes pueblos y provistos de armas distintas había estado en condiciones de resistir a las compactas, homogéneas y bien pertrechadas legiones; Amílcar fue el primero que aprovechó las ventajas de diferencias existentes entre sus hombres, se adaptó a las circunstancias del clima y el terreno, contó con determinadas características del lado contrario y supo anticiparse en la lucha. Introdujo espías —algo de lo que casi todos sus predecesores habían prescindido—, sobre todo elímeros. Los naturales del lugar podían moverse con relativa libertad, conocían bien el lugar, tenían parientes y amigos en pueblos y ciudades ubicadas en la zona ocupada por los romanos, y eran buenos amigos de los púnicos. En los siglos de dominio sobre la isla, los púnicos nunca habían atentado contra las costumbres de los elímeros, ni se habían inmiscuido en los asuntos internos de las ciudades. Cuando una legión y algunas unidades de tropas auxiliares aliadas, en total casi cincuenta mil hombres, salieron de un campamento de invierno bien fortificado de la retaguardia para asegurar unas posiciones amenazadas en las cercanías de Eryx, Amílcar envió jinetes númidas a estorbar la marcha de las tropas romanas. Simultáneamente, avanzó con soldados de espada íberos y honderos baleares por un paso elevado apartado, conquistó, saqueó y prendió fuego al campamento de invierno, ahora débilmente defendido, y, al día siguiente, tras una marcha forzada nocturna, aprovechó un terreno difícil para atacar por los flancos a las columnas de marcha romanas, previamente sorprendidas y separadas unas de otras por los númidas.
Pero los diez mil soldados de a pie y tres mil jinetes que pidió a Kart-Hadtha como refuerzo para expulsar de Sicilia a los romanos antes de que acabara el verano llegaron; Hannón realizaba una incursión contra los campesinos libios con más de cuarenta mil soldados, y no podía prescindir de ningún hombre.
A diferencia del Consejo de la ciudad y, sobre todo, de Hannón y sus partidarios, el almirante Adérbal era un hombre razonable; éste dio a Amílcar todo lo que podía darle. Cuando los romanos se retiraron a posiciones más fáciles de defender, desocupando completamente la parte occidental de Sicilia, las fuerzas que contaba Amílcar no eran suficientes para continuar el ataque. Mientras sus comandantes intentaban asegurar las regiones ganadas a los romanos, y Adérbal utilizaba una parte de la flota para mantener ocupados a los barcos de Siracusa, el «Rayo», a quien los romanos creían en Sicilia, cayó con las demás naves púnicas sobre los veleros de avituallamiento romanos, devastó puertos mal protegidos de la costa italiana, prendió fuego a campos de trigo no muy alejados de Roma y saqueó almacenes de provisiones de las carreteras que conducían al sur.
En los primeros años de la guerra, Amílcar, muy joven aún, había mandado una pentera, luego seis, luego veinticuatro; había reclutado mercenarios en Klumyusa, en Iberia y entre los númidas; cuando estrategas incapaces pusieron a Kart-Hadtha en peligro inmediato, y hubo que recurrir a la ayuda del espartano Jantipo para derrotar a Régulo, Amílcar dirigía una parte de la caballería, y con ella realizó el movimiento decisivo en la batalla decisiva. Antígono sabía que Amílcar era probablemente el único que había leído los importantes escritos de los estrategas y tácticos helenos, sobre todo del rey Pirro, y había estudiado varias veces la manera de proceder de los romanos; y no se sorprendió cuando, un atardecer, oyó en un baño que un viejo terrateniente del partido de los «Viejos» y otro púnico alababan y maldecían a Amílcar.
—El Rayo golpea en todas partes; ¿quién de nosotros podrá detenerlo después?
El otro púnico, gordo y calvo, retozaba en el agua y resoplaba como un hipopótamo.
—Sabíamos que sería así. No han debido dejarlo ir a Sicilia.
—Por otra parte… ¿queremos perder la guerra? —El anciano se incorporó y se enjuagó la cara.
—Sí, ya, perder un poco aquí, ganar un poco allá, ¿a qué conduce eso? Libia es más importante que Sicilia.
Antígono se reservaba su opinión, aunque tenía que morderse la lengua para poder hacerlo. No tenía motivo para temer a los púnicos, pues el banco era bastante fuerte, pero conocía a los «Viejos», y sabía que no tenía ningún sentido hablar con ellos.
Al día siguiente visitó a Kshyqti, a quien faltaba poco para el parto. Antígono le contó la conversación que había oído y ella lo escuchó con atención. El sol colgaba ya muy cercano al horizonte; estaban sentados en la terraza que daba al este, y la barriga de Kshyqti apresaba los últimos rayos que caían por encima del borde del tejado. La sombra de aquel bulto que pronto sería un ser humano cautivaba a Antígono.
—Todos lo sabemos, el mismo Amílcar lo ha dicho varias veces: preferirían perder la guerra que apoyar a los «Nuevos».
—Sólo que… Roma no es Siracusa. Un regreso a las antiguas fronteras y condiciones no traerá la paz.
Kshyqti se golpeó la barriga con la mano derecha.
—Sal de ahí —dijo a media voz—, regalo de un dios extranjero. Si algún dios de aquí o de algún país extranjero pusiera fin a esta guerra rápidamente… Sea lo que fuere lo que llevo aquí dentro, un niño o una niña, debería crecer en tiempos de paz y con un padre.
Antígono se arrodilló frente a Kshyqti y colocó sus manos sobre las de ella; dos lágrimas resbalaron por sus mejillas.
—Si te pudiera prestar algún tipo de ayuda…
Ella se esforzó por sonreír.
—Ya has hecho bastante, amigo, tú y llama. Si quieres más, ven a vernos más a menudo. Psallo es un viejo cascarrabias, y siempre es bueno tener a un hombre simpático en casa. Las niñas siempre se alegran de verte.
Poco antes de la llegada de Antígono, Salambua y Sapaníbal habían sido llamadas por el viejo heleno que les daba clases, para la lectura vespertina de algún filósofo.
—Vendré a veros tan a menudo como me sea posible. Ya sabes que el banco no siempre me deja mucho tiempo, sobre todo ahora que Bostar piensa más en la barriga de su mujer que en el negocio. —Rió divertido.
Kshyqti inclinó la cabeza.
—¿Y tú…? ¿Qué piensas de las barrigas de las mujeres?
Antígono rió.
—Me gustan los vientres de las mujeres… ¿por qué?
—¿Qué edad tienes? ¿Veintiuno?
—Aún no, sí. ¿Quieres decir que debería imitaros a ti y Amílcar, y a Bostar?
—¿Por qué no? ¿Quieres esperar a ser un anciano?
—No. Pero todavía hay tiempo. Además, no hay muchas mujeres a las que me gustaría ver como madre de mis hijos.
—¿Y tu egipcia?
Antígono asintió lentamente con la cabeza.
—Sí, mi egipcia. Está en Alejandría, cantando.
—Mi púnico está en Sicilia, venciendo. —Kshyqti sonrió con un poco de malicia—. Y nosotros dos, pobres metecos, aquí en Kart-Hadtha…
Antígono se encogió de hombros.
—Espera unos días más, señora de la casa, en Kart-Hadtha hay ciertas costumbres. Los malos estrategas son crucificados, los buenos estrategas son depuestos; quizá pronto vuelvas a ver a Amílcar.
—Si no es así —dijo ella en voz baja—, en invierno iré a Lilibea con los niños. Pero tú, amigo y embajador del dios que envió a llama… ¿Cuidarás un poco del niño si Amílcar tarda en volver? ¿Para que no esté sólo con mujeres y esclavos?
—Cuidaré del niño, señora, como si fuera un hermano o hermana menor.
Ella sonrió.
—Entonces está bien. Ahora ya puede nacer.
Diez días después nació un niño, y como no se conocía el nombre del dios a quien pertenecía el llama por haberle sido sacrificado, Kshyqti —tal como Amílcar había deseado— llamó al pequeño Khenu Baal, Gracia de Baal. El nombre fenicio ceremonial se convirtió, en el marcado púnico de Kart-Hadtha, en Aníbal, que también era el nombre del padre de Amílcar.
Poco después Bostar fue padre de un niño a quien —haciendo un guiño al ojo rojo de Melkart, símbolo del banco— llamó Bod Melkart, esclavo de Melkart: Bomílcar.
A Antígono los recién nacidos le parecieron tan hermosos que puso en duda la sensatez de su decisión de esperar un tiempo antes de convertirse en padre. Pero había tantas otras cosas que hacer. Tras la destrucción de la gran flota, la armada de Kart-Hadtha había hundido también los últimos barcos de los aliados de Roma que entorpecían el comercio; esto ocasionó que el comercio marítimo al oeste de la línea Sicilia-Cerdeña-Córcega experimentara un notable incremento, y que el Banco de Arena hiciera grandes negocios. En otoño —y después de una ausencia de más de diez años— llegó sorpresivamente el hermano mayor de Antígono, Atalo. Éste estaba visiblemente orgulloso del «pequeño» Antígono y sus empresas; sobre todo porque esto le permitía retirar poco a poco su parte de la herencia sin perjudicar a la familia. Atalo había establecido en el interior de Massalia un negocio de vinos y lana (procedente de ovejas de cría persa), y necesitaba dinero; parecía querer abandonar el comercio, al que se había dedicado hasta entonces, para volverse sedentario.
Al comenzar el invierno terminaron las maniobras guerreras. Hannón hacia ya algún tiempo que había vuelto a la ciudad con parte de sus tropas; el resto del ejército permanecía en los cuarteles de invierno del interior, del que corrían rumores sobre pillaje, extorsiones, violaciones y todo tipo de atrocidades; pero en las zonas que había ocupado hasta entonces, reinaba la paz. Eso era lo único que interesaba al Consejo.
Luego llegó también Amílcar. Había dejado aseguradas para el invierno, hasta donde los escasos medios se lo permitían, las posiciones ocupadas. Los sufetes, jueces supremos y teóricos directores de los asuntos de Kart-Hadtha durante el plazo de un año, convocaron a la asamblea de ciudadanos para dos días después. Todos los púnicos adultos que poseían una casa, un negocio o algún tipo de bienes, debían reunirse para elegir a los nuevos sufetes y juzgar la labor de los estrategas.
La víspera, Antígono visitó el palacio de Megara. Quedó desconcertado por la ternura con que las garras de Amílcar sostenían a su pequeño hijo. El «Rayo» —el caos lingüístico de la ciudad ya había convertido la palabra baraq en Barca— parecía relajado, casi feliz. Más tarde, después de la cena, comenzaron los largos relatos. Hacia la medianoche, poco antes de que Antígono se marchara, Amílcar preguntó por el ánimo de la gente y la situación de la ciudad.
—El ánimo está bien —dijo Antígono—. La situación también es buena; desde que la paz volvió al mar, hay suficiente oro. Pero no sé si este buen ánimo de la gente y esta buena situación económica bastarán para que la asamblea secunde tus planes. Desconfío de tu gente, púnico, igual que de la mía. Si los helenos de Italia hubieran sido sensatos, se habrían unido y le habrían roto las alas al buitre romano cuando aún era posible hacerlo. Si tu gente fuera sensata, habrían facilitado hace más de diez años los fondos necesarios, y la guerra ya habría acabado, con una victoria.
Amílcar gruñó.
—Bah, ya veremos. Hemos pensado un par de cosas, y seguro que Hannón se llevará alguna pequeña sorpresa en la asamblea.
Antígono hizo una mueca de escepticismo.
—Ya puedes contar con que también él habrá pensado algunas cosas. Y Hannón ha vuelto a la ciudad mucho antes que tú. No sé qué ha preparado tu partido, pero Hannón tampoco irá a la asamblea con las manos vacías. No todos los años se deja enredar tan fácilmente como el invierno pasado.
Así sucedió exactamente. Antígono, que al ser un meteco estaba excluido de todo proceso político, siguió el desarrollo de la asamblea desde una casa ubicada en el ágora; allí vivía su amante de aquellos días, una elímera, viuda de un oficial púnico. Miles de personas se habían congregado en la plaza. Frente a todas las casas, y también entre la gente, se habían dispuesto mesas que infundían a Antígono tanta desconfianza como los montones de leña, asadores y parrillas.
La asamblea dio inicio con el pesado informe de los sufetes y la elección de sus sucesores, salidos también de las filas de los «Viejos». Cuando se llegó al tema de los estrategas, el pueblo estaba aburrido e inquieto.
Himilcón, uno de los «Nuevos», dio una pequeña conferencia sobre la excelente labor de Amílcar en la Guerra Siciliana y las grandes posibilidades que se abrirían allí si la asamblea encargaba al Consejo que autorizara el envío de refuerzos. Hubo más gritos y voces de aprobación que de protesta.
Antígono murmuraba para sí. Por lo menos la estrategia era astuta; la asamblea popular era mucho más fácil de influenciar que los organizados partidos del Consejo; una recomendación de la asamblea pidiendo que se autorizase el envío de más medios no tenía necesariamente que ser obedecida, pero tenía mucho peso.
Amílcar tomó la palabra. Su imponente figura descollaba entre todas las demás personas que se encontraban en el estrado colocado frente al edificio del Consejo, acentuándose aún más por el brillante peto de su cuero y metal que cubría el chitón y la capa púrpura del estratega. Su voz profunda llegaba a todos los rincones.
—Quiero ir directamente al grano, pues ya lleváis aquí mucho tiempo. Hasta ahora, en Kart-Hadtha se ha tenido la costumbre de crucificar a los estrategas incapaces o desafortunados, y deponer a los buenos o victoriosos. —Risillas, algunos silbidos, murmullos y zapateos. De pronto, una segunda figura apareció junto a Amílcar; Hannón. Era casi tan alto como el estratega de Sicilia, aunque mucho menos macizo. Hannón llevaba una larga túnica de lana bordada en oro, bajo la cual podía adivinarse la henchida panza.
Amílcar —hasta donde Antígono podía ver o intuir los movimientos desde tan lejos— le echó una mirada, y continuó hablando.
—Hemos tenido un buen año. No quiero decir nada más respecto a Sicilia; las cosas más importantes ya las habéis oído de Himilcón, y lo que allí puede hacerse con más tropas y avituallamiento, espero poder mostrarlo durante el próximo año.
Pero tampoco olvidemos a Hannón el Grande, quien, quizá con unas fuerzas algo mayores a las estrictamente necesarias, empieza a devolver la paz a Libia. Ambos hemos tenido éxito y suerte, para gloria de nuestros dioses y nuestra ciudad, y me parecería una locura otorgar a otras personas el mando de los ejércitos de Libia y Sicilia.
Al levantarse un murmullo de aprobación, Antígono se inclinó hacia delante, tenso. Hannón había levantado el brazo derecho. Su voz era más clara que la de Amílcar y casi un poco cortante, pero llegaba tan lejos como la de aquél.
—Doy las gracias al Rayo por sus amables palabras. Como todos vosotros, yo también estoy orgulloso de lo que ha hecho por nosotros en Sicilia. Vuelve a demostrarse que un gran estratega puede alcanzar grandes logros aun sin disponer de grandes medios. Pero quisiera ir un poco más lejos que Amílcar. Solicito a la asamblea su aprobación para una propuesta que puede ahorrarnos mucho. Hasta el final de la guerra (si no suceden grandes imprevistos; que los dioses nos protejan) hasta el final de la guerra, decía, las cosas deben continuar tal como están ahora: Adérbal al mando de la flota, Amílcar en Sicilia, Hannón en Libia.
A la vista de que ambos estrategas estaban de acuerdo, la plaza estalló en júbilo. Antígono sacudía la cabeza y decía a media voz, más para si mismo que para la mujer que se encontraba a su lado:
—¿Qué tiene preparado este cerdo? Lo que ha pedido es buena parte de lo que Amílcar siempre ha querido.
Hannón volvió a levantar el brazo, al tiempo que colocaba la mano izquierda sobre el hombro de Amílcar.
—Puesto que aprobáis la propuesta, la someteremos al criterio del Consejo; estoy seguro de que el Consejo conoce la sabiduría de los ciudadanos, y de que seguirá su recomendación. Y ahora que ya hemos tratado todos los asuntos importantes, celebremos el año.
Dio una palmada. Tocaron las charangas. Por la puerta del edificio del Consejo salieron mercenarios ilirios e íberos con algunas docenas de individuos harapientos: prisioneros de la guerra libia. Un segundo grupo de soldados traía estacas del tamaño de un hombre bajo las cuales se habían clavado tablas, y arcos y aljabas. Otros hombres —escanciadores esclavos— llevaban ánforas de vino a las mesas dispuestas alrededor del ágora; de la puerta de una posada salió todo un buey asado. En varios lugares empezaron a arder fogatas.
Ya no era posible dirigir una sola palabra a la asamblea. Antígono dirigió la vista al estrado emplazado frente al edificio del Consejo; Amílcar había desaparecido. El estratega sabía cuándo había perdido. La asamblea popular se llenaría la barriga con el dinero de Hannón, se bebería su salud y, como coronación de la fiesta, se mataría a flechazos a los campesinos libios que habían tenido la mala fortuna de dejarse capturar. Hannón volvería a hacer sangrar el interior con tropas cinco veces más numerosas que las que él hubiera podido movilizar, y Amílcar no recibiría ni un solo hombre adicional. Y, de ser necesario, la salvedad «si no suceden grandes imprevistos» permitía que el próximo año la gente de Hannón pudiera hacer deponer a Amílcar por cualquier motivo inventado.
Antígono había escrito a Isis muchas veces, pero sin recibir respuesta. El banco no le permitía viajar. A la elímera la siguieron algunas otras hijas de metecos helenos, una púnica, una hetaira ática varada en Karjedón. En primavera, cuando los negocios eran más fáciles de controlar y Antígono tenía proyectado un viaje a Alejandría, estalló la siguiente guerra fratricida helénica: Egipto contra Siria, por tercera vez. Tras la muerte de Ptolomeo Filadelfo, quien había gobernado y explotado Egipto durante casi cuarenta años, había subido al trono Ptolomeo Evérgetes; casi simultáneamente murió el soberano del imperio seléucida, el segundo Antíoco, quien poco antes se había casado con Berenice, la hermana de Evérgetes. Cuando el nuevo soberano, Seleuco Calínico, desheredó a Berenice y a su hijo, ésta pidió ayuda a su hermano, quien no tardó en enviar ejército y flota. Ciudades insulares helénicas aliadas de los seléucidas impusieron su autoridad en el mar, bloqueando a Alejandría durante algunas lunas. Cuando este peligro hubo sido superado, empezaba ya el siguiente invierno; por otra parte, el contragolpe seléucida había desatado una gran intranquilidad en Egipto.
Hannón devastaba Libia; Antígono opinaba que Hannón estaba destruyendo más de lo que podría reconstruirse en diez años, una vez conseguida la brutal pacificación; pero en Kart-Hadtha crecía la popularidad del estratega. Pudo celebrar su mayor triunfo cuando sitió, conquistó y demolió hasta los cimientos la ciudad númida de Thiouest, llamada Hekatómpiios por los helenos, defendida únicamente por campesinos y ciudadanos armados precipitadamente.
Amílcar continuaba con sus rapidísimos ataques y repliegues en Sicilia, aunque con fuerzas insuficientes. La mermada flota no podía evitar que los romanos enviaran nuevas legiones a través del estrecho que separa Italia de Sicilia. Las tropas romanas avanzaban con cautela, obligando a Amílcar a replegarse en la parte occidental de la isla. Kshyqti había viajado a Lilibea con algunos sirvientes, las niñas y Aníbal; Antígono no los vio durante mucho tiempo, puesto que tampoco volvieron a Kart-Hadtha el invierno siguiente.
Los estrategas volvieron a ser confirmados, en el caso de Amílcar, sin necesidad de su presencia; Hannón, lleno de generosidad y amor a la patria, se ocupó de hacer que se enviaran cuatro mil hombres adicionales a Sicilia; demasiado pocos. Seguían sin construirse refuerzos para la flota.
El verano siguiente, cuando Aníbal cumplió dos años, Antígono recibió una carta de Lilibea. Decía: «Alabado sea el dios de llama, alabado sea nuestro amigo Antígono. Te saludan: Amílcar, Kshyqti, Salambua, Sapaníbal, Aníbal y Asdrúbal».
La primavera siguiente, Antígono —que aún no había visto al segundo hijo varón de Amílcar— pudo finalmente viajar a Alejandría; habían pasado casi tres años desde la última vez que viera a Isis.
La casa de madera de la playa ya no estaba allí. Pasó mucho tiempo buscando y preguntando, hasta que por fin un mendigo desdentado lo guió a través de la maraña de callejas hasta llegar a la zona más miserable de Kanopos, donde vivían los bailarines, cantantes y bufones viejos y consumidos. Encontró a Isis en una habitación apenas amueblada en la última planta de un edificio.
Su rostro no parecía haber cambiado, pero su voz era como si el sonido tuviera que andar atormentado sobre carbones ardientes antes de salir al aire. Isis llevaba encima un mantón muy amplio, y estaba llorando cuando Antígono entró.
—¿Por qué no has respondido a mis cartas? —Estaba conmovido por los cambios que empezaba a intuir. Ese cuerpo antes delgado ahora parecía llenar todo el espacio que dejaba el mantón.
—¿Qué hubiera tenido que escribirte? ¿Esto? —Señaló la habitación, el lecho miserable, a sí misma.
—Al menos te hubiera podido enviar dinero —dijo suavemente—. Y si hubiera sabido… hubiera venido de inmediato, con guerra o sin ella.
Isis se encogió de hombros, lentamente, como si moverse le produjera dolor.
Antígono arrugó la nariz.
—¿Qué es lo que huele así?
Isis cerró los ojos.
—Flauta y lira —murmuró—. «Quiero cantar mientras viva; y cuando me llegue el día dejadme la flauta en la cabeza, dejadme en los pies la lira». He vendido las dos cosas, y esta voz…, y esto… —Se abrió el mantón.
Antígono contuvo las náuseas. Pensó en el cuerpo esbelto, los días y noches de amor, recordó de repente, con terrible nitidez, los pequeños bultos, que había olvidado, y observó las espantosas tumefacciones, úlceras supurantes y llagas. Volvió a cerrar tiernamente el mantón y besó la boca palpitante de la egipcia.
Ella abrió los ojos de golpe; estaban secos.
—Todas las lágrimas ya han sido vertidas —dijo con frialdad—. Ven.
Antígono, desconcertado, la siguió fuera de la habitación, bajaron la escalera y entraron en la casa del piso de abajo. Una anciana sucia les echó una mirada, luego se dio la vuelta y volvió a ocuparse del fuego. Isis se dirigió a la habitación contigua. En el suelo había un niño desnudo, desaseado, mal alimentado.
—Dos años y cuatro lunas —dijo la egipcia—. Lo he llamado Memnón. —Al decir esto se tambaleó y tuvo que cogerse a la pared.
La amada muerta se convirtió en una luz dolorosa y brillante; la madre muerta se convirtió en un recuerdo crepuscular. Memnón recuperaba fuerzas, hablaba más y se adaptaba al ambiente de Kart-Hadtha. La familia lo aceptó en su seno; Antígono pasaba más tiempo en la vieja casa del barrio de los metecos, y Arsinoe cuidaba cariñosamente del hijo de su hermano. No obstante, Memnón pasaba casi la mitad del año, sobre todo la época de más calor, en la pequeña finca de la costa, donde podía jugar con los hijos de Antíope, bañarse en la bahía, vagar por campos y bosques y ver a los animales de las granjas vecinas. Pero, sobre todo, allí estaba Apama, quien había entregado su corazón a ese inesperado nieto extranjero a cuya madre nunca había visto.
Cuando Memnón tenía tres años, Antígono completaba los veinticinco y la guerra entraba en su vigésimo segundo año; mercaderes y gente de confianza de Amílcar dieron la noticia de que acaudalados ciudadanos de Roma habían prestado a la ciudad dinero para la construcción de una nueva flota, a cambio de la promesa de que el empréstito les sería devuelto con intereses una vez lograda la victoria. El Consejo de Kart-Hadtha no se tomó en serio la noticia: Roma estaba al límite de sus fuerzas, la Guerra Siciliana estaba aletargada, los restos de la flota púnica dominaban el mar. ¿Por qué tanta excitación?
En otoño, Khsyqti murió en Lilibea durante el alumbramiento de su tercer hijo varón, Magón. Antígono lloraba la muerte de Kshyqti; Kart-Hadtha soñaba; Roma construía la flota, alistaba nuevas tropas, hundía los barcos púnicos que custodiaban el estrecho de Mesina y enviaba poderosos refuerzos a Sicilia. Al principio de la guerra los romanos habían imitado los trirremes púnicos; esta vez imitaban la mejor arma de Kart-Hadtha: el modelo para la construcción de la flota era una pentera capturada años atrás. Unos doscientos barcos de guerra, más de quinientos veleros mercantes, casi cuarenta mil hombres en nuevas tropas que se añadieron a las diez legiones asentadas en Sicilia. Amílcar no contaba ni siquiera con un tercio de esas fuerzas; disponía quizá de veinticinco mil soldados, entre íberos, baleares, ilirios, galos, libios, númidas y helenos. En el puerto de Kart-Hadtha había treinta barcos, otros cinco custodiaban las columnas de Melkart, seis más guardaban las rutas marítimas entre Libia y Cerdeña. El oeste de Sicilia estaba completamente desprotegido, y el cónsul romano Cayo Lutacio Catulo no tuvo ningún trabajo para ocupar el puerto de Deprana mediante un sorpresivo ataque realizado a finales del verano, y bloquear así los accesos a la ciudad más importante, Lilibea. Siete años después de la gran victoria naval, de la destrucción de todas las flotas romanas, llegaba la hora de pagar por haber desaprovechado la ocasión.
La barca que trajo la mala noticia del sitio de la fortaleza de Deprana había llegado al atardecer. Toda la ciudad murmuraba, y también en el banco había un único tema de conversación. Bostar estaba especialmente asustado.
—¿Por qué te excitas? —dijo Antígono fríamente—. Seguramente recordarás que predije que pasaría exactamente esto, hace seis años.
Bostar se restregó los ojos; parecía que apenas había dormido.
—Si, lo sé, pero no hace falta que sigas con eso. Además, aún no estamos tan mal como dijiste aquella vez.
—Aún no, pero lo estaremos; confía en los mentecatos.
Bostar se rascaba la barba.
—Tú hablaste de derrota. Yo estoy seguro de que ahora se empezará a construir otra flota.
—¿Y qué pasará luego, según tu estimable opinión?
Bostar se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa.
—¿Qué pasará? La superioridad de nuestros marinos…
Antígono lo interrumpió.
—… es historia vieja, sin ningún sentido en el presente. Kart-Hadtha tiene que construir una flota; sin flota no habrá avituallamiento para las tropas de Amílcar, sin avituallamiento, derrota en tierra. Pero ¿quién tripulará la flota? Durante siete años habéis olvidado entrenar a la gente y hacerla trabajar con velas, catapultas, remos. Tenéis bastantes capitanes y pilotos capacitados… en naves mercantes. ¿Crees que un buen capitán de un mercante puede pasar a comandar una pentera de un día para otro? La flota será tan incapaz como lo eran las primeras flotas romanas, y los romanos la hundirán tan rápidamente como nosotros hundimos las suyas al inicio de la guerra. Y ahora déjame trabajar.
A finales del otoño vino a Kart-Hadtha el propio Amílcar Barca. Llevó a sus hijos al palacio y negoció con el Consejo. Hannón el Grande, única cabeza de los «Viejos» desde la sangrienta pacificación de Libia, se permitió algunos gestos: autorizó el envío de nuevas tropas a Sicilia; los pagos realizados por el propio Amílcar a las tropas reclutadas fueron aprobados por el Consejo y le fueron restituidos con fondos del tesoro.
Antígono resopló al enterarse de los acuerdos tomados. El pequeño astillero que el Banco de Arena vendiera años atrás volvía a suministrar piezas acabadas para la construcción de la flota; ahora pertenecía a un púnico, casado con la hermana menor de Hannón. Las armerías más importantes de Kart-Hadtha pertenecían al hermano de Hannón. Y Hannón se hacía compensar todo posible gasto de la época de incursión libia, aludiendo a Amílcar y sus gastos.
Hannón sólo exigía dos cosas como compensación: la prórroga de sus prerrogativas como estratega de Libia, y el nombramiento de un almirante de las filas de los «Viejos». Amílcar, que quería al mando de la flota al experimentado Adérbal, tuvo que acceder a regañadientes. El mando de la flota recayó en un hombre de confianza de Hannón, cuyo nombre era también Hannón.
ANTÍGONO KARJEDONIO, SEÑOR DEL BANCO DE ARENA, KARJEDÓN,
A FRÍNICOS, OIKONOMOS PARA EL COMERCIO CON OCCIDENTE,
DEL BANCO REAL DE ALEJANDRÍA,
EGIPTO
Salud y abundancia antes que nada, oh Frínicos: En lo que atañe a aquel terreno en la preciosa playa de Eleusis, aún no he tomado ninguna decisión definitiva. ¿No seria muy acertado dar un mayor realce a los palacios macedonios que lo rodean construyendo allí un almacén o un estercolero? Aunque esto último tendría poco sentido, pues me escribes que habrá una red de tubos subterráneos para eliminar los excrementos humanos. Haz que el terreno empalme con esa red; y también con el canal subterráneo que provee de agua potable del Nilo a Eleusis y Alejandría. Pienso viajar a Alejandría en un futuro próximo; hablaré con un arquitecto sobre la construcción de una casa.
En este turbio invierno son otros pensamientos los que me mueven. A pesar de ser un meteco sin ningún derecho, aunque rico, también soy muy púnico, como tú sabes. Nunca he albergado realmente la esperanza de que la Oikumene helénica, preocupada por su propio futuro, pudiera ayudar a Karjedón en su lucha contra Roma. No soy un soñador. El sueño de que el Consejo de Karjedón mantenía el poder de la flota después de la victoria naval, para alcanzar la victoria, terminaba cada nuevo día y con cada nuevo despertar. Era de esperarse. La esperanza de que Karjedón otorgaría al gran estratega Amílcar suficiente dinero y tropas para terminar victoriosamente la guerra en tierra, era, dada la estupidez de la raza humana, frívola y engañosa. Nunca podía haber sido fundada. Por el contrario, la certeza de que la nueva e inexperta flota de Karjedón navegará hacia la destrucción en primavera, terminando así la guerra, se diferencia de las ilusiones mencionadas antes porque es algo concebible, y me distingue de los Señores del Consejo, que, sacados de su larga y vil modorra, todavía no quieren darse cuenta de que la victoria frívolamente desperdiciada y la inevitable derrota son las dos caras de aquella moneda que ha decidido no concederles el triunfo en esta guerra, la más terrible de todas.
Y Karjedón tendrá que pagar muchas monedas por ello. La pérdida de territorio, como mínimo en Sicilia, y el deterioro del comercio, son ya tan ciertas como las elevadas pretensiones de Roma. Así, pues, oh Frínicos, te pido que prepares el terreno en tanto te sea posible y de la manera que te parezca más sensata. Estoy seguro de que cuando llegue la derrota el Consejo de Karjedón enviará un emisario a tu rey, para volver a solicitarle un empréstito. Hace ocho años éste les fue negado; Ptolomeo quería permanecer imparcial mientras continuase la guerra. Pero cuando acabe la guerra esta postura ya no será necesaria, pues a Roma no le interesará la procedencia de la plata con que Karjedón pagará las indemnizaciones de guerra. Pero temo que el antiguo rencor entre helenos y púnicos pueda impedir que el Banco Real realice una ventajosa colocación de capital. Ventajosa por cuanto Karjedón, a pesar de la derrota, podrá pagar intereses y amortizaciones, lo que Roma no podría hacer ni siquiera ganando la guerra. Si te es posible, oh Frínicos, haz que llegue a oídos del faraón macedonio que una inversión en Karjedón es más segura que la amistad de Roma, que los púnicos de hoy no son aquéllos que hicieron la guerra a los helenos hace trescientos años, y que los macedonios no son helenos. A tus pies.
Antígono