2
Amílcar

—La diosa te será propicia, por lo que a mí respecta.

El sacerdote sonrió brevemente y volvió a envolver el dedo de oro, de un peso de una mina, en el trozo de cuero. Acompañó a Antígono hasta el final del bosquecillo de cipreses y se despidió de él murmurando una bendición incomprensible.

Media mañana. Antígono contempló la ciudad, la bahía y el mar, respiró profundo y se estiró. Había dormido bastante, había comido fruta, pan y agua y había hecho las ofrendas a Melkart y Tanit —más exactamente, a su sacerdote—. Todas las demás obligaciones podían esperar.

Caminó montaña abajo tarareando suavemente. El centinela apostado junto a la puerta de la muralla que rodeaba la zona del templo lo dejó pasar sin hacer preguntas. Cuando llegó a las estrechas y empinadas calles que pasaban entre las residencias urbanas de los ricos, a punto estuvo de chocar contra un vendedor de agua que acababa de cargar su asno. Antígono pidió al aguador que le echara un chorro de agua fresca de la piel de cabra en las manos, bebió, entregó al hombre una pequeña moneda de electro y siguió andando.

El ágora yacía casi deshabitada bajo el sol otoñal de la mañana. Antígono titubeó, luego entró en el edificio del Consejo y se dirigió a uno de los sirvientes.

—¿Dónde puedo encontrar a Amílcar, hijo de Aníbal, nieto de Baalyatón, subestratega de la caballería y hace un año Quinto Señor para la construcción de la flota?

El distanciamiento espacial y temporal del fenicio puro hablado en la arruinada madre Tiro había hecho desaparecer el nombre Abd Melkart, siervo de Melkart; en el Consejo, en el Tribunal de los Cuatrocientos, en los comités de expertos, compuesto cada uno de cinco miembros, en el ejército y en la flota había docenas de Amílcares.

El sirviente revisó una lista.

—Ya no es Quinto Señor de la flota; fue enviado a Klumyusa a reclutar honderos. Pero creo que ya ha vuelto; probablemente lo encontrarás en la gran muralla.

Dos o tres hombres, con perneras de cuero, manto de lana, gorros de piel de comadreja y lanzas, guardaban la puerta de la muralla de Byrsa. Antígono los examinó con curiosidad, decidió que debía tratarse de ilirios, salió rumbo a los polvorientos y laberínticos barrios bajos de la ciudad y volvió al banco.

—¿Todavía quieres ir por más oro o piensas quedarte aquí? —Bostar estaba sentado tras su escritorio, sobre el cual estaban a punto de derrumbarse pirámides de papiro.

—Ni una ni otra cosa. Volveré a partir, pero no en busca de oro, sino de algo distinto. Pero hoy todavía pasaré por aquí más tarde.

Sacó la piel enrollada que había guardado dentro de los bultos que contenían el oro, se despidió de Bostar con un movimiento de cabeza y volvió a salir.

La Calle Mayor se extendía a lo largo de casi siete mil pasos, desde el puerto, al este, hasta la puerta de Tynes, al oeste. Inmediatamente fuera de la zona portuaria, al sur de la calle, se había localizado una vez el Lugar Sombrío, como aún lo llamaban los metecos, cuyo sector ubicado al oeste del antiguo y amurallado Templo de Baal empezaba con el tofet. Para Antígono, como para muchos otros habitantes de los barrios bajos que se levantaban entre la Calle Mayor y la parte sur de la muralla, junto al lago de Tynes, era éste una especie de punto ciego. La víspera, después de su regreso, se había dirigido directamente del puerto al barrio meteco, como si no hubiera nada entre ambos lugares: el Lugar Sombrío no existía. La muralla que rodeaba el templo y las fosas cubiertas donde, bajo piedras, arena y tierra, yacían los restos de los niños sacrificados, había servido una vez para acentuar la santidad del lugar; Antígono sentía que esa pétrea frontera desgastada por el tiempo, cubierta de líquenes y rodeada de arbustos, no servía para proteger al templo, sino para proteger a los demás del templo. Cuando llegó a la Calle Mayor y empezó a caminar hacia el Oeste, se obligó a si mismo a pensar en ello. Antígono no creía en dioses, pero estaba satisfecho de que el antiguo Señor de Tiro, Melkart, a quien los helenos equiparaban con Heracles, y la igualmente bondadosa madre Tanit, hubieran desplazado al sombrío Baal. Incluso Eshmún, de dotes curativas, y algunos ídolos andróginos de influencia egipcia, como Reshef, eran ahora mucho más importantes que Baal. Sólo en ocasiones especiales o cuando se producían acontecimientos de extrema gravedad, se enviaban delegaciones del Consejo al Templo de Baal. La entrada al templo estaba terminantemente prohibida a sus vecinos inmediatos, los metecos; como si alguno de ellos hubiera querido entrar alguna vez. Antígono se lo imaginaba como fuente de atrocidades, baluarte del mal, donde ancianos sombríos de espantosas costumbres y terrible poder alimentaban borboteantes tinieblas que únicamente gracias a las fuertes murallas no se derramaban sobre la ciudad.

La Calle Mayor estaba animada, como siempre. Carros y portadores iban y venían a todas horas del día del gran mercado ubicado ante la puerta de Tynes a los pequeños mercadillos del interior de la ciudad. Aguadores conducían hacia los mejores lugares a sus asnos cargados con pellejos de cabra o grandes ánforas; alrededor de las cisternas se agolpaban mujeres y esclavos de las casas y mozos de las fondas, pues no todas poseían pozos o cisternas propias, y necesitaban más agua de la que podían suministrar los aguadores con sus asnos. Un oficial púnico provisto de un yelmo de bronce y una capa roja que ondeaba al viento, venía del oeste, montado en un carro; iba seguido, a paso ligero, por un grupo de mercenarios ibéricos vestidos con botas de cuero y túnica roja balo el peto. El tintineo de las espadas cortas en sus vainas de hierro apenas si lograba abrirse paso entre los rítmicos gritos que parecían representar una especie de canto.

Una pequeña multitud se apiñaba frente a la tienda de un librero heleno. El comerciante gesticulaba furioso, intentando tranquilizar y alejar de la mesa en que, frente a su negocio, había extendido algunos rollos especiales, a una mujer que no cesaba de dar gritos. Ella se defendía con el brazo izquierdo al tiempo que agitaba el derecho; una herida abierta dejaba caer sangre sobre las poesías desplegadas. Una hetaira de maquillaje llamativo; no podía entenderse qué era lo que gritaba, pero se dirigía a un hombre a quien la pequeña multitud no dejaba marcharse. De pronto la mujer se soltó de los brazos del librero, dio un par de pasos hacia un lado, hacia el mostrador de un frutero, y cogió las cestas. Melones, granadas y ciruelas salieron volando, lanzadas a dos manos a pesar de la herida. Dos robustos púnicos agarraron al hombre a quien iban dirigidos los gritos y las frutas, lo hicieron avanzar y lo mantuvieron erguido, de modo que ofreciera un buen blanco. El frutero se abrió paso entre el tumulto y la algarabía, pero sus gritos sólo podían verse: lo que salía de su boca abierta se perdía en el alboroto que causaban los otros.

Por una calle secundaria entró un carro cargado hasta el tope con pieles; el carro iba tirado por un buey que, a su vez, era tirado por un hombre. Venían del barrio de los tintoreros y curtidores, ubicado muy al norte de la Calle mayor, y despedían un hedor espantoso. Antígono se hizo a un lado y tropezó con un mendigo ciego que estaba sentado sobre el empedrado, con la espalda apoyada contra un pino raquítico.

Poco antes de llegar a la puerta de Tynes, Antígono encontró junto a una tienda de vinos al viejo elímero —de confianza, pero esclavo—, que solía conducir el carro de Amílcar. El ligero carro de dos ruedas estaba en la esquina; el caballo, un semental de color oscuro, mordisqueaba las hojas de las plantas de una maceta. El elímero estaba sentado sobre una gruesa piedra; se había enrollado las riendas alrededor de la mano derecha, en la izquierda sostenía un vaso de cuero y miraba fijamente, como hechizado, un patio al otro lado de la calle, donde jóvenes esclavas provistas de cubas de todo tipo estaban de paso, se lavaban o machacaban manteca. Sólo llevaban puestos taparrabos.

—¡Ay, ay, ay! ¡Vaya! —exclamó el elímero cuando Antígono le puso la mano sobre el hombro—. ¡El joven señor Antígono! ¿Ya estás otra vez en casa?

—Tú mismo puedes verlo, Psallo. ¿Dónde puedo encontrar a Amílcar?

El elímero señaló algún lugar a su espalda con el pulgar derecho; el caballo resopló al tensarse las riendas.

—En alguna parte allí atrás. Con los elefantes, o los númidas, o los baleares, o algún otro tipo de bestia.

Antígono río.

—Voy a devolverlo a los humanos. ¿O los helenos también somos bestias para ti?

El elímero, cuyo pueblo había poseído Sicilia siglos atrás, levantó la mirada y pestañeó. La red de pequeñas arrugas se contrajo, formando un tejido confuso.

—¿Helenos? Una carga para la tierra, joven amigo. ¿Sabes cómo los llamaban mis antepasados? Pedos de Zeus.

Antígono le dio un golpe en su cabeza gris.

—Entonces me iré con el viento. Que te sigas divirtiendo con el espectáculo.

El elímero estiró el labio inferior.

—Divertirme, bah. Estoy cavilando.

—¿Cavilando? ¿Qué estás cavilando, Psallo?

—Pienso en los misterios de las cosas, y en cómo es posible que un anciano se excite viendo un par de tetas.

Mientras la ciudad tuvo el dominio del mar, la muralla marítima, que iba desde Cabo Kamart, al noroeste, pasando por Cabo Kart-Hadtha, al nordeste, hasta el puerto, fue siempre inexpugnable. Además, estaba construida sobre una costa que en casi todos los lugares era escarpada y pedregosa, de modo que los atacantes difícilmente podían poner pie en ella. La lengua de tierra que separaba al mar del lago de Tynes, al sur, era demasiado estrecha para que pudieran desembarcar grandes ejércitos de ocupación; cierta vez alguien comparó la ciudad con un barco anclado en la costa, que sólo puede ser atacado por tierra. Y esta tierra era el istmo situado entre el lago de Tynes y la bahía de bajo fondo al oeste de Cabo Kamart, istmo de apenas algo más de cinco mil pasos de ancho. Al norte, donde la muralla marítima se unía a las fortificaciones del istmo, había dos o tres pequeños pasajes que llevaban de la bahía al suburbio de Megara; al sur, justo encima del lugar donde la muralla meridional se unía a la muralla del istmo mediante un sistema de torres, saledizos y entrantes, se levantaba la puerta de Tynes. En este lugar la Calle Mayor atravesaba las fortificaciones mediante puentes tendidos sobre fosos, llegando hasta la enorme zona del mercado y las afueras.

Todo el resto del istmo estaba protegido por la muralla más grandiosa de toda la Oikumene. Ni el tirano de Siracusa, Agatocles, hacia sesenta y dos años, ni el romano Régulo con sus legiones, siete años atrás, habían podido creer seriamente, ni siquiera por un instante, en la posibilidad de sitiar o tomar por asalto esta colosal defensa. El foso exterior, de veintidós pasos de ancho y una profundidad similar a la estatura de cinco hombres en la parte central, podía ser llenado de agua rápidamente en caso de emergencia; para esto bastaba con echar abajo los diques que lo separaban de la bahía, al norte, y del lago de Tynes, al sur. Además, en el foso se habían clavado hoces, lanzas, azadas y punzones de bronce que hacían difícil cruzarlo. Después del foso había una línea diagonal defendida con púas de hierro; sobre esta línea se levantaba la primera muralla, de siete pasos de ancho y una altura como la de cinco hombres, con un parapeto y aspilleras para arqueros y honderos. El último foso también podía ser llenado de agua, y después de él se erguía la gran muralla: ocho hombres de altura, quince pasos de ancho, púas de hierro dirigidas hacia afuera y hacia abajo desde el borde del parapeto, piedras afiladas, trozos de metal y pedazos de vidrio empotrados en la argamasa; torres de cuatro plantas cada ochenta pasos; catapultas móviles y calderas de pez y pirámides de proyectiles de piedra y depósitos repletos de armas y cajas llenas de esquirlas de metal.

Inmediatamente detrás de la gran muralla había dos hileras de cuadras, una sobre otra, unidas por rampas para los animales y escaleras y pasillos para la gente. Los establos inferiores podían albergar a trescientos elefantes de guerra, los superiores, a cuatrocientos caballos. Repartidos entre la muralla y el otro lado de la amplia calle, para permitir un rápido y cómodo traslado de tropas, se encontraban los alojamientos para veinte mil soldados de a pie y a cuatro mil jinetes; allí estaban también las armerías, los talleres de carroceros y talabarteros, las viviendas de médicos y veterinarios, las habitaciones de las mujeres, niños y rameras, los almacenes de provisiones y armas, las colosales cocinas del ejército. Y las terribles letrinas: asientos con agujeros bajo los cuales pasaban carros con barriles.

Aunque ahora apenas si había elefantes y tropa en la ciudad —no había ninguna amenaza inmediata; todas las fuerzas disponibles estaban en Sicilia, donde la guerra pronto entraría en su decimoséptimo año, y en el alborotado interior de Libia—, Antígono pasó más de dos horas buscando entre la muchedumbre. Se preguntaba cómo podía encontrarse a un soldado cuando los cuarteles estaban totalmente ocupados, si ya ahora era tan difícil encontrar al gran comerciante y subestratega.

Amílcar estaba sentado sobre la repisa de una ventana de la onceava torre. Únicamente vestía unas sandalias, una túnica corta de lino teñida de púrpura y un turbante púrpura con una cinta dorada; la tela del turbante colgaba sobre su hombro izquierdo. El ancho cinturón de cuero estaba vacío; ningún arma, ni siquiera una vaina. Saludó a Antígono con un ligero movimiento de cabeza, como si lo hubiera visto el día anterior, y le pidió paciencia con un gesto. Luego volvió a dirigirse hacia los otros hombres.

Antígono se apoyó contra la pared de ladrillo que se levantaba junto a la abertura de la ventana. La conversación tenía lugar en un dialecto ibérico y, hasta donde Antígono pudo comprender, giraba en torno al asesinato y envenenamiento utilizados en la sucesión al trono de un pueblo de algún lugar del montañoso interior de Iberia. Antígono se preguntaba para qué quería Amílcar saber aquellas cuestiones con tanto detalle. Los oficiales ibéricos parecían pertenecer a una tropa de mercenarios recién reclutada; sus noticias eran bastante frescas. Llevaban botinas planas, faldas rojizas, petos de cuero con chapas de bronce y hombreras de tela roja. También ellos estaban desarmados y sin yelmo.

Amílcar tenía el codo derecho apoyado sobre la mano izquierda; con el pulgar y el índice de su mano derecha se acariciaba su gran nariz aguileña. Sus cejas —dos arbustos negros y tupidos— estaban enarcadas, y su barba hubiera necesitado ser cortada y emparejada. Por lo visto tenía cosas más importantes que hacer. Antígono veía el juego de los poderosos músculos del brazo, provocado por el movimiento de los dedos a lo largo de la nariz. Se colocó la piel enrollada bajo el otro brazo y miró por la ventana, más allá de los tejados de los suburbios del lado Oeste, las calles y campos en los que trabajaban pequeños puntos negros. A la derecha resplandecía la bahía de bajo fondo, con sus islitas de junco.

La conversación llegó a su fin; Amílcar despidió a los íberos. Antígono se arrodilló ante el púnico sonriendo y dijo en un solemne fenicio:

—Siervo de Meklart, este extranjero carente de derechos honra tu benevolencia e implora a la gracia divina que descienda sobre tu cabeza.

Amílcar lo cogió de la oreja, lo levantó del suelo y le dio un abrazo.

—Deja las bromas, Tigo. Qué alegría volver a verte. Según he oído vienes de Gadir.

—¿Cómo lo sabes?

—No existe un conocimiento inútil, por eso uno debe hacer manar todas las fuentes y beber de ellas.

Antígono arrugó la frente.

—Ya, claro. Por eso toda esa historia de asesinatos ibéricos.

Amílcar lo observó extrañado.

—No sabía que entendías dialectos ibéricos. De lo contrario…

Antígono le colocó una mano sobre el hombro.

—Tampoco para un comerciante meteco existen conocimientos inútiles. Pero si se trataba de algo secreto…, no te preocupes, ya está olvidado. —Luego le entregó a Amílcar el atado de piel—. Te he traído algo.

Amílcar insinuó una reverencia, observó el atado, pero no mostró intención de cogerlo.

—Una piel de animal —dijo—. Si realmente te pareces a tus predecesores, lo cual aún no sé, pues eres muy joven, esta piel esconde algo más. Y si esta piel esconde algo más, quiero saber exactamente qué es. Pero éste no es el lugar adecuado para ello. Tengo demasiadas cosas que hacer; falta mucho para que acabe el día. ¿Tienes tiempo esta noche? Bien. Entonces ven a casa, hacia el atardecer. Vino y comida y charla. Hay mucho que contar. Y Kshyqti se alegrará de verte; ha preguntado por ti hace poco.

El espacioso palacio que Amílcar poseía en Megara se alzaba al pie de las colinas que se extendían hacia el norte, hasta Cabo Kamart. Desde los terrados de los blancos edificios, construidos uno dentro de otro, podía verse el mar. Además de la familia, allí vivían alrededor de cien ayudantes, empleados y esclavos que trabajaban en la casa, los jardines, parques, establos y cotos de caza. Era una de las propiedades más lujosas del lujoso Megara. Y una de las más antiguas; la familia hacia llegar su ascendencia hasta el piloto del barco con que, en la legendaria prehistoria de la ciudad, había llegado a la bahía la princesa Elisa de Tiro, fundadora y primera reina de la «nueva ciudad», Kart-Hadtha. El rendimiento de las grandes fincas rurales ubicadas en el fértil sur de los campos púnicos, en Byssatis, constituía los cimientos de una riqueza cuyos muros era un inteligente comercio exterior cuya cúspide la formaba un hábil transitar por el laberinto de poder de la ciudad.

Cuando Antígono llegó, Kshyqti se encontraba en la parte superior de la escalera de mármol que llevaba a la blanca casa principal, de dos plantas. Un mozo de cuadra cogió el carro y el caballo, y Antígono subió la escalera.

—Señora —dijo—, mi corazón brinca como un cabrito.

Ella lo abrazó sonriendo.

—Si hubieras venido antes, no hubiéramos tenido que matar al otro cabrito. —Lo cogió de la mano y le hizo subir el último peldaño.

Kshyqti era la hija del rey de una tribu balear. Antígono sabía que, según era costumbre, al casarse con Amílcar había recibido un nombre púnico, pero no conocía ese nombre, pues nunca lo empleaban.

Las dos hijas tomaron parte en la cena. La menor, Sapaníbal, había cumplido ocho años hacia pocas lunas, y ya hablaba un poquito de heleno; Antígono la llamó «princesa Sofonisba» y le dio un beso en la nariz cuando la divertida pequeña tuvo que irse a dormir. Salambua, que ya tenía diez años y padecía ostensiblemente bajo las medidas educativas de su maestra, una joven sacerdotisa de Tanit, se movía como una matrona púnica y desde sus grandes ojos oscuros y ultramundanos veía menos este mundo que aquel otro.

—Salambua necesita lecciones de heleno —dijo Amílcar una vez que las niñas se hubieron marchado.

—¿Debo informarme al respecto?

—Sí, Tigo; tenemos dos o tres nombres de personas que podrían servir, pero no sabemos nada sobre ellas.

Durante la cena Antígono había hablado de su viaje, cautivando sobre todo a las niñas. No obstante, Salambua se esforzaba por mantener un distanciado aburrimiento cuando advertía cuánto se estaba dejando cautivar por la narración.

Estaban sentados en el terrado, bebiendo vino aromatizado y mirando hacia el nordeste, hacia el mar, que ardía y danzaba con las últimas luces del ocaso.

—Bien. Ahora cuéntanos esa parte que te saltase a la hora de la cena. Y háblanos de la piel.

Antígono titubeó.

—Es un poco… delicado.

Kshyqti rió suavemente. Cuando quiso levantarse, Amílcar puso una mano sobre su brazo izquierdo.

—Quédate entre nosotros y con nosotros. Tigo, lo que yo puedo saber, también puede saberlo Kshyqti.

Antígono carraspeó.

—Las Islas Afortunadas —dijo.

Amílcar se sentó derecho.

—Ah. ¿Quién está allí? ¿Sigue Gulussa?

—¿Lo conoces? Sí. ¿Ha sido siempre tan gruñón?

Amílcar levantó los hombros.

—Tiene un carácter engañoso. En realidad es muy sociable.

Antígono buscó las palabras adecuadas.

—Es… yo debía… He… ¡Bah! No puedo decir nada concreto sobre esa parte de mi viaje. He hecho juramento. Sólo generalidades. ¿Me comprendéis?

Kshyqti asintió. Amílcar hizo un guiño.

—¿Tiene algo que ver con las corrientes de agua caliente? ¿Y con la otra corriente, la que permite el regreso a Gadir?

—Entonces, tú sabes…

—Sé que hay una buena corriente y buenos vientos hacia el Oeste cuando se zarpa de las Islas Afortunadas. Que después de muchos días se llega a un arco de islas verdes, y que detrás de esas islas, a otros muchos días de viaje, hay un continente gigantesco.

—Pero esa información es confidencial, ¿no?

—Sí. Allí, al otro lado del mar, hay demasiado oro, y magia perversa. Sólo lo sabe una parte de los miembros del Consejo, quizá un tercio. El tesorero y los sufetes son informados cuando son elegidos. Es una distancia que no será navegada por navíos mercantes; sólo cuatro barcos del Consejo, con tripulaciones escogidas. Yo lo sé porque he ido una vez. ¿Pero tú?

Antígono se inclinó hacia delante. En la trémula penumbra de la lámpara de aceite que ardía sobre la mesa, los agujeros de la oreja derecha podían intuirse más que verse.

—He decidido ser un joven púnico distinguido. En el oeste, junto al océano, me pareció lo más sensato. Como los comerciantes púnicos emplazados a orillas del Gyr desconfiaban de mí porque yo no llevaba argollas en las orejas, como hacéis vosotros, hice que un médico negro me abriera agujeros y me clavé dos argollas. Horrible, pero funcionó. Yo era sobrino tuyo, Amílcar, hijo de tu hermana, la que vive en Sikjca. Sólo podía esperar que nadie la conociera, ni a su familia. De ti tenía bastantes cosas que contar.

—Pequeño bribón —dijo Amílcar. Sonó casi cariñoso.

—Imploro tu perdón, siervo de Melkart.

—Concedido. Continúa.

—Yo, que no creo en dioses, he hecho miles de juramentos por nuestros dioses, es decir, por los vuestros, y también por dioses extranjeros. Primero a Gulussa no tardé en sonsacarle que el barco anclado en el pequeño muelle insular era algo especial. Pedí, rogué, imploré. Al final tuve que jurar por ti y por Baal, Melkart, Eshmún, Tanit, Reshef y no sé por quién más, que no diría nada a ningún profano. Entonces me permitió participar en la expedición.

—Gulussa se está haciendo viejo. Pero sigue hablando.

—Creo que debo remontarme unos años atrás. ¿Os he contado que hace siete años, no, casi ocho, estuve en el templo erigido a Amón en el oasis, en el oráculo?

Kshyqti volvió el rostro hacia Antígono casi bruscamente.

—¿En el antiguo templo sagrado del oráculo?

—Si. Fue cuando Régulo desembarcó en nuestro país y mi padre me envió a Alejandría. Cirene acababa de separarse de Egipto, y parecía que Ptolomeo quería emprender una guerra contra Cirene, aparte de la que ya tenía en Siria. En aquel viaje con los comerciantes no fuimos bordeando la costa, sino a través del desierto. El templo de Amón no me interesaba en absoluto; yo tenía doce años, y para mí el templo no era más que unas ridículas ruinas. Sabía que Alejandro había visitado oráculo y que éste era venerado incluso por los faraones desde hacia milenios. Pero para mí no era más que un montón de piedras que desprendían algo inquietante, algo así como el tofet, aquí. Mucho más excitante me parecía el mercado levantado frente al templo, con sus diversas personas de diferentes lugares del mundo. Así, me acomodé en el borde de un pozo y me dispuse a observar el mercado mientras esperaba que la caravana estuviera lista y pudiéramos continuar nuestro camino. Pero de pronto algo me rozó el hombro. El dedo de un hombre. Levanté la vista hacia él, y vi un rostro espantoso; era como cuero mal curtido sobre un bastidor demasiado débil. En él brillaban dos ojos más abrasadores que el sol. El hombre me dijo: «Navegarás hacia la puesta del sol. Trae de regreso los cabellos que pertenecen al transcurso de las cosas. Tres leones cuyo rugido hará temblar al mundo. Y oro para el dios». Entonces sus ojos se apagaron de repente, la mano volvió a deslizarse dentro de la holgada manga blanca, como la cabeza de una tortuga se mete en su caparazón. Caminó hacia el templo con paso vacilante y desapareció en la entrada.

Kshyqti movía la cabeza lentamente. Amílcar dijo con voz ronca:

—Amón es el dios más antiguo.

Antígono guardó silencio un momento.

—Naturalmente, aquello me impresionó muchísimo. Pero la noche siguiente, montado sobre el asno en el claro desierto, todo me parecía mucho más inquietante.

—¿Por el idioma? —dijo Kshyqti.

Antígono se quedó mirándola con la boca abierta.

—¿Cómo…? Sí. Los sacerdotes no hablaban ni púnico ni heleno, y en aquella época yo no entendía ni una sola palabra de egipcio. Sólo cuando me di cuenta de esto advertí también qué era lo que me había impresionado tanto en aquel encuentro: el sacerdote no había movido los labios; la voz había sonado únicamente dentro de mi cabeza.

Amílcar murmuró:

—Puesta del sol… cabellos…, tres leones. ¿Es la piel que has traído del lejano occidente?

Antígono suspiró.

—Tengo que pediros perdón por lo que viene ahora.

Se puso de pie, ya ligeramente afectado por el vino, caminó alrededor de la mesa y se arrodilló ante Kshyqti y Amílcar.

—Por favor —dijo en voz baja—. Perdonadme. No puedo decir mucho, y lo que puedo decir os causará dolor. No es que haya querido inmiscuirme. Es sólo que os quiero y conozco vuestras preocupaciones.

Kshyqti se inclinó hacia delante y le dio un beso en la frente; sus ojos estaban húmedos. Amílcar cogió el rostro del joven meteco con sus dos manos y dijo suavemente.

—Está bien, amigo e hijo de mi amigo. Sigue hablando.

Antígono cerró los ojos; seguía arrodillado sobre la estera tejida con junco balear. Al hablar palpaba el suelo buscando la piel.

—Navegué hacia el oeste cruzando el océano, yendo de una isla verde a muchas otras. Luego, en barcas de los hombres que habitan esas tierras, seguí hacia el continente del sur. Sólo estuve allí unos cuantos días, pero como en Alejandría, la India, Taprobane y aquí mismo había aprendido muchas cosas que aquella gente no sabía, pude hacer algo en cierta situación de la que no puedo hablar. Aquello me proporcionó mucho oro, más de dos talentos, y Amón debe recibir su parte. Luego conocí a un sabio anciano, un sacerdote del extraño pueblo que vive en las montañas y domina la costa. Le caí en gracia, a pesar de las argollas que llevaba en las orejas. —Antígono abrió los ojos y sonrió—. Estuvimos conversando tres días y tres noches. Yo me sentía tan orgulloso de lo que sabía y podía, y… bah, es igual. En la noche previa a mi partida me dijo: «No necesitas ayuda, pero sin embargo quiero hacerte un regalo». Reflexioné un momento y le pedí un consejo o predicción sobre la guerra. «Eso no es posible», me dijo. «Puedo sentirte a ti o a cosas muy cercanas a ti, cosas pequeñas, personas. Pero tú no perteneces realmente a ninguna de las dos ciudades que están en guerra, ninguna es de tu sangre, no puedo sentirlas». Yo no le había dicho que soy meteco. —Antígono carraspeó—. No sabía qué debía pedirle. Entonces se me ocurrió algo, y hablé al anciano… de un gran hombre que podía salvar a su ciudad, si la ciudad se dejaba salvar por él, hablé de su bella y bondadosa mujer y de que tenían dos hijas pero ningún hijo varón. El anciano cerró los ojos y dijo: «Si, puedo verlos. Ven conmigo». Poco antes del amanecer llegamos a un lugar sagrado. Allí el anciano sacó algo de un recipiente, colocó las manos sobre aquello y me lo entregó. Es esto de aquí.

Antígono cogió la piel, la desenrolló y la extendió sobre las rodillas de Kshyqti y Amílcar. El cuero de la parte inferior estaba curtido, la grisácea lana de la parte superior parecía de tosco pelo de camello.

—Un animal de las montañas del continente meridional. Lo llaman liam o llama. Lo utilizan como animal de carga y de trabajo. Da lana, leche, carne y, si hace falta, toda la piel. Es un animal consagrado a ciertos dioses, este llama fue sacrificado. El anciano me dijo lo siguiente: «Es para tus amigos. Deberán yacer juntos sobre esta piel. Tendrán tres hijos gloriosos; el primero será más grande que el padre, el segundo casi tan grande como el padre, y el tercero algo inferior al segundo. Cuando nazca el tercer hijo, el padre deberá ahumar la piel con hierbas sagradas de vuestro país y llevarla sobre el pecho y la espalda a la hora de combatir. Nunca deberá caerle encima agua espumosa».

—Y a ti —dijo Kshyqti tras un largo silencio—, ¿a ti no te dio nada el anciano?

—Si. —Antígono se puso de pie, caminó hacia su asiento, se sentó y cogió el vaso de vino—. Si. Muchos consejos sabios. Y una advertencia que me sorprendió. Yo no le había dicho nada del oráculo de Amón. Pero al despedirse, me dijo: «Y no olvides dar una parte del oro que te llevas a aquel lejano dios cuyo sacerdote te ha enviado aquí».

El viaje al oráculo de Amón tenía que esperar; Antígono lo aplazó hasta la primavera siguiente. Había cosas importantes que hacer, cosas que no podían ser tratadas con la paciencia de un templo de tres mil años de antigüedad: Casandro, la familia, el banco, la vida.

Bostar era un gran administrador, pero a veces le faltaban la amplitud de miras y la disposición, agudeza y ligereza necesarias para tomar decisiones.

—Pero ¿para qué quieres vender el astillero? ¡Da grandes ganancias!

Antígono suspiró.

—Escúchame, amigo. ¿Qué pasó hace año y medio en Drepana y Kamarina?

—¿Quieres hablar ahora de la Guerra Siciliana?

—Tenemos que hacerlo.

Bostar estiró el labio inferior.

—Si quieres… El almirante Adérbal hundió una flota romana en Drepana, y el estratega Cartalón hundió la otra en Kamarina.

No era del todo cierto; mediante una astuta maniobra naval, Cartalón había obligado a la segunda flota romana a anclar teniendo una escarpada costa a sotavento; cuando sus experimentados pilotos advirtieron presagios de tormenta, Cartalón esperó hasta el último momento antes de retirar sus naves a una bahía segura; los barcos romanos se hicieron pedazos contra los rompientes. Pero a Antígono poco le importaban estos detalles.

—Bien. Ahora escuchamos decir a nuestros amigos que negocian con los romanos, que ya no se puede hacer negocios con Roma. Roma está agotada; lucha intensamente en tierra, pero le faltan los medios para construir una nueva flota.

—Espléndido. —Bostar lo miraba fijamente, sin llegar a comprender—. ¿Y? Por fin hemos recuperado el dominio del mar, ¿y tú quieres vender el astillero?

—El mejor negocio que hacemos con el astillero es el de las piezas acabadas para la construcción de barcos de guerra. ¿Correcto?

—Correcto.

—Kart-Hadtha vuelve a ser el amo del mar, los romanos atacan Sicilia, pero ya no tienen flota, y en este momento tampoco poseen la posibilidad de construir una nueva. ¿Correcto?

—Correcto. Pero…

—Aguarda un momento. ¿Qué haría en este momento un gobierno inteligente? Reforzaría la flota, desolaría las costas de Roma, cortaría el avituallamiento de las tropas romanas, enviaría refuerzos a Sicilia. ¿Correcto?

—Si. Pero…

—Pero no tenemos un gobierno inteligente. Los comerciantes del Consejo dirán que ahora todo está como debe estar, y que por fin pueden reemprender sus negocios. Quizá mantengan la flota en su nivel actual, pero no hay duda de que no construirán más barcos. Y así perderán la guerra. ¿Correcto?

Bostar suspiró.

¿Y por eso…?

—Exacto. Y por eso vamos a vender el astillero; ya no nos producirá más beneficios.

Amílcar, que apareció por sorpresa en el banco tres días después, compartía las opiniones sombrías de Antígono, y le dio una confirmación adicional.

—Esos mentecatos —dijo con amargura—. Adérbal, Himilcón y Cartalón eran los mejores comandantes que hemos tenido en esta larguísima guerra.

—No olvides a Jantipo —dijo Antígono—. ¿Más vino?

—Sí. Pero él no era púnico. —Amílcar acercó el vaso a Antígono—. Naturalmente, él venció a Régulo luchando para nosotros, después de que los imbéciles de Hannón y Bomílcar, ese par de ratas del desierto, navegaran hacia la tormenta a pesar de todas las advertencias de sus experimentados marineros, y, luego, acecharan a los romanos en tierra como tontos principiantes. Y eso es lo que eran.

—¿Qué pasa con Himilcón, Adérbal y Cartalón?

—Adérbal continúa al mando de la flota, pero ésta será reducida sensiblemente. Himilcón y Cartalón han sido retirados de sus puestos.

—¿El bando equivocado?

—Sí, el bando equivocado. Todo debe volver a estar como estaba antes, el interior debe ser pacificado, debemos abrir nuevos mercados. Debe llegarse a algún tipo de acuerdo con Roma. ¡Patrañas! Himilcón y Cartalón pertenecen a los «Nuevos», saben que Roma representa una amenaza totalmente diferente de la que representaban todos los enemigos que hemos tenido hasta ahora. Cuando Régulo estaba en las puertas de Kart-Hadtha, los mentecatos le pidieron la paz suplicando; por suerte sus condiciones eran demasiado duras. Luego, cuando Régulo fue tomado prisionero, lo enviaron a Roma como mensajero, bajo juramento de que regresaría a Kart-Hadtha con una respuesta; la propuesta era cesar la lucha y volver al estado previo a la guerra. Roma se negó. El año pasado volvimos a hacer la misma propuesta cuando la flota romana fue destruida, y volvieron a negarse.

—Los romanos quieren perder o ganar; no les interesa llegar a un estado de equilibrio, ¿correcto?

Amílcar rió, pero no era una risa alegre.

—Casi correcto. Quieren aniquilarnos, y me temo que este asunto no terminará hasta que una de las dos ciudades, Roma o Kart-Hadtha, no exista. Y después, después caerán sobre los helenos, y los sirios, y los egipcios. Sólo cuando en toda la Oikumene —Amílcar soltó la palabra helénica en medio de la conversación sostenida en púnico— no haya nadie más que se atreva a tener pensamientos y costumbres diferentes de las de los romanos, sólo entonces se sentirán satisfechos. Quizá. Sea como fuese, Himilcón y Cartalón han sido depuestos. Sus éxitos favorecen a los «Nuevos», y los mentecatos que piensan que Roma es una ciudad como cualquier otra preferirían perder la guerra antes que ceder el triunfo a los «Nuevos».

Antígono se apoyó contra el respaldo de su silla y cruzó las manos tras la nuca.

—¿Quién vendrá después de ellos? Después de Himilcón y Cartalón, quiero decir.

—Eso aún no ha sido decidido.

—¿Y qué pasará con Régulo?

Amílcar se encogió de hombros.

—Si sigue con vida cuando termine la guerra, regresará a Roma. Si no tiene suerte, morirá antes.

—¿Sabes dónde está?

—Por supuesto. Está en una lujosa casa de Megara, bajo vigilancia. ¿Por qué?

Antígono se inclinó hacia delante.

—Hay novedades que podrían interesarle. Traídas por un comerciante etrusco que atracó ayer en el muelle.

—¿Algo importante?

—Nada que pueda alterar el curso de la guerra. Pero si realmente es tan intransigente, le entusiasmara oír ciertas cosas.

Amílcar soltó un gruñido.

—Es una mezcla de intransigencia y honradez, sin pizca de humor o ingenio. Pero si quieres… puedo invitarlo a casa. ¿Mañana por la noche? Trae al comerciante etrusco contigo.

—Es extraño, cuando uno lo piensa… ¿Qué hubieras hecho tú en su lugar?

Amílcar arrugó la nariz.

—¿Yo? Si, ¿qué hubiera hecho yo? Yo no quiero aniquilar Roma, creo que hubiera hecho todo lo posible para llegar a una paz equilibrada. Entonces hubiera podido quedarme en casa en lugar de tener que volver a mi cautiverio a causa de un juramento. Él, por el contrario, en Roma habló como una catarata para evitar cualquier tipo de paz.

Antígono guardó silencio. Amílcar se dejó llevar por sus más oscuros pensamientos; finalmente dio un golpe en la mesa.

—Pero dejemos todo eso a un lado, en realidad he venido por otra cosa.

—Habla, amigo de mi padre.

—Ahora no hablo como amigo de tu padre sino como comerciante, propietario… y amigo tuyo. —El púnico sonrió satisfecho—. Tú has sido un joven amable y, tendrás que perdonarme, pero tenía que ver si en ti había algo más que amabilidad antes de llamarte amigo mío.

Antígono le alcanzó la jarra de vino.

—Me siento honrado, y te escucho con atención, oh siervo de Melkart.

—Probablemente pronto tendré que volver a salir de viaje —a Iberia, a Klumyusa, quizá al interior—, a reclutar tropas o sofocar levantamientos, según decidan los honorables mentecatos. Como ahora sé que tu banco es sólido y que tú eres más que un joven simpático, quisiera confiarte el cuidado de mis negocios, si estás de acuerdo.

Antígono respiró profundo.

—Es un gran honor para mí. Y una gran responsabilidad —dijo con voz ronca—. No lo sé exactamente, pero tus negocios deben ser de los más ricos de Kart-Hadtha.

Amílcar lo negó con señas.

—Caminan. No van nada mal. Pero yo paso mucho tiempo fuera; Kshyqti no es púnica, y como mujer de un «Nuevo» tiene dobles disgustos con los viejos mentecatos, y ninguno de nosotros, los «Nuevos», posee un banco o algo similar con lo que pueda administrar sensatamente una gran fortuna. ¿Debo…? No, no quiero que cierta gente obtenga ganancias de mí con sus uniones y bancos. Hannón, por ejemplo, ese culo de rata ribeteado de oro, que puede hacerse llamar «el Grande» gracias a los méritos de sus antepasados.

Antígono sacudió la cabeza lentamente. Hannón, miembro del Consejo y gran terrateniente, socio de bancos y armador, era sin duda el futuro hombre de los «Viejos». Debía tener unos treinta años, más o menos los mismos que Amílcar, y era el más acérrimo adversario de éste en el Consejo.

—No, Hannón, no debe obtener ganancias a costa tuya. Pero un asunto de esta magnitud debe ser tratado fuera de la amistad, objetivamente. Me gustaría llamar a mi administrador.

Amílcar se mostró de acuerdo. Antígono se puso en pie, caminó hacia la puerta de la habitación y llamó a Bostar. El joven púnico abrió bruscamente los ojos cuando se enteró de qué iba el asunto.

—Un gran honor, un gran honor —repitió una y otra vez—. Pero hay que meditarlo cuidadosamente, para provecho de ambas partes.

—Si mañana vienes a casa un poco antes de la puesta del sol —dijo Amílcar a Antígono—, podremos concretar un par de detalles. Y podré entregarte los principales rollos, copias, naturalmente.

Amílcar se puso de pie, dio una palmada en la espalda a Bostar y abrazó a Antígono.

—Otra cosa, antes de que lo olvide…, necesito un nuevo administrador de bienes, el que tenía ha muerto. Si conocéis a alguien…

Antígono lo acompañó hasta la salida de la ciudad. Cuando regresó a su despacho, Bostar continuaba todavía sentado allí, con los ojos muy abiertos.

—¡Uy uy uy uy uy! —dijo—. Una de las fortunas más grandes de Kart-Hadtha. ¡Uy uy uy!

—Déjate de uy uy uy. Lo hablaremos más detenidamente cuando tengamos los rollos y conozcamos los detalles. ¿Conoces a algún administrador?

Bostar sacó el labio inferior y le dio ligeros mordiscos.

—No —dijo finalmente—. No para algo de tales dimensiones. Las viejas fincas de Byssatis… ¡Uy uy uy!

—¿Qué está haciendo el follacabras?

—¿Daniel? Es uno de los hombres más importantes del mercado, asesora a los hortelanos, cosas por el estilo. ¿Quiere decir…? ¡Pero es judío!

—¿Es bueno? Hace mucho que no lo veo, y no puedo saberlo.

—Sí, si que lo es. Incluso para algo grande, si es que quiere hacerlo. Pero…

—Sin peros. Amílcar no tiene prejuicios. Y a los libios que trabajan para él les es indiferente. Hasta la vista.

La tarde siguiente Antígono fue al gran mercado de la puerta de Tynes. Había hecho algunas averiguaciones y estaba seguro de haber encontrado al hombre que necesitaba Amílcar.

El delgado y moreno Daniel no llevaba encima más que una túnica larga y sucia. Tenía el mismo aspecto que otros miles de campesinos, pero la gente con la que estaba discutiendo, de pie entre tres carros de fruta, dejaba ver mediante su manera de hablar y su postura que Daniel era el maestro. Antígono, atento, tomó buena nota de ello.

—¡Vaya, el heleno alcornoque! —Daniel se abrió paso entre el círculo que lo rodeaba y se abalanzó sobre Antígono para abrazarlo—. ¿O debo llamarte señor banquero?

—Follacabras —dijo Antígono riendo.

—Sí, ya, follacabras. Ven, más allá se puede conversar mejor. ¡Seguiremos hablando mañana! —Se despidió de los campesinos moviendo el brazo y empujó a Antígono por el gentío.

Era una tarde desagradablemente fría de finales de otoño; el cielo gris sofocaba los colores del mercado, los trajes y la mercadería. Antígono arrojó una monedita adicional al muchacho que se había quedado cuidando su carro y su caballo, y señaló la artesa. El pequeño y harapiento cuidador llevó el animal al abrevadero.

—Dejemos para más tarde la celebración del reencuentro —dijo Antígono—. Tengo que pedirte algo. —Esperó hasta que la esclava del despacho de bebidas hubo traído dos vasos con una infusión caliente, que con ese clima pasaba mejor que el vino—. Tengo algo importante que pedirte.

Daniel arrugó la frente, bebió y se quemó la lengua. Soltó algún tipo de maldición en su idioma.

—¿Tu banco necesita dinero?

—No, gracias. Un gran comerciante púnico me ha encomendado la administración de su fortuna, se la ha encomendado al banco, y necesita un buen administrador de bienes.

Daniel aguzó la vista.

—¿Dónde?

—En Byssatis. En una finca muy grande, y pertenece a una de las familias más antiguas y ricas de la ciudad.

—¿Y quieres decir que aceptarían a un judío?

Antígono apretó las manos contra el calor del vaso.

—Dejan que su fortuna sea llevada por un meteco heleno que esta noche cenará con ellos junto con un etrusco para conversar con un púnico y un romano.

Daniel reprimió la risa.

—Una mezcla explosiva.

—Y, ¿qué dices?

Daniel tenía la mirada fija en un punto perdido en el aire, sobre la cabeza de Antígono.

—Pues sí, Tigo, es un poco repentino. Por otra parte… mi padre puede apoyarse en mi hermano, el mercado sin duda puede encontrar otro maestro. Y yo ya he desempeñado este trabajo demasiado tiempo.

—No olvides que el púnico debe dar su visto bueno; luego yo seré tu jefe, como administrador general de sus bienes.

Daniel sonrió divertido.

—Así quizá nos veamos más a menudo. ¿Qué es lo que debo hacer?

—Ven conmigo ahora mismo, tal como estás. Hablaremos con el propietario; si él está conforme, aclararemos lo demás los próximos días.

Daniel soltó un breve silbido.

—No puedo ir a ver a un púnico distinguido con este traje lleno de porquería.

—Levantó el borde de su túnica, adornado con estiércol, barro, polvo y manchas de frutas.

—Buscan un administrador de bienes, no una percha —dijo Antígono—. Lo que importa es lo que digas y cómo lo digas, no tus harapos. Pero después de la primera charla tendrás que retirarte cortésmente, la cena es política, y…

—Claro. ¿Y mañana temprano en tu banco?

Marco Atilio Régulo tenía el cráneo anguloso de un campesino, era casi calvo y estaba pulcramente afeitado. Durante los siete años de su cautiverio nunca había demostrado buena voluntad, ni interior ni exteriormente; incluso en esta ocasión apareció vestido con su indumentaria romana: sandalias, escusalí de cuero, toga. Los jóvenes púnicos que tenían que vigilarlo comían en una pequeña mesa colocada fuera del alcance de la voz de los invitados.

Como Régulo no hablaba nada de púnico (o no quería hablarlo) y apenas si sabía algo de helénico, Kshyqti se retiró después de la cena. Ella no entendía latín; además, no soportaba a ese zoquete romano. El etrusco, un hombre pequeño y delgado como un alambre, de movimientos inquietos y nariz de patata, se divertía haciendo trizas la rígida gramática de aquel áspero idioma. El latín de Amílcar era elegante, si es que el latín puede ser elegante. Antígono sólo dominaba el idioma comercial utilizado habitualmente en las costas de Italia, una mezcla de latín, etrusco y helénico, pero podía seguir la conversación.

Amílcar estaba de muy buen humor; después de un rápido y áspero juego de preguntas y respuestas que había durado una media hora, Amílcar había aprobado a Daniel como futuro administrador, y hasta había mandado a Psallo que lo llevara a su casa.

El etrusco, a quien Antígono había advertido algunas cosas previamente, empezó a exponer sus noticias una vez terminada la cena. A causa del mal tiempo, los cuatro hombres estaban sentados entre dos braseros, en el interior de la gran habitación que lindaba con la terraza. El romano bebía agua, los otros, vino caliente con miel y hierbas.

—Yo novedades de Roma teniendo —dijo el mercader etrusco.

Régulo no movió ni un músculo de la cara.

—Si de mi dependiera, a los miembros de los pueblos itálicos aliados de Roma no se les permitiría comerciar con el enemigo, así no podrían transmitir ninguna noticia. No quiero saber nada de esas novedades tuyas.

El etrusco rió con ironía.

—No pueblos aliados, etruscos sometidos y sojuzgados. Tú sólo valorar mundo cuando todo romano, ¿eh?

El romano levantó la comisura de sus labios.

—Cualquier caso, tú bien en cautiverio, beber y comer y dormir y aire. Otros no tan bien.

Amílcar se inclinó hacia delante.

—¿A quién te estás refiriendo?

—Rehenes púnicos en Roma, tres subestrategas de buena familia, prisioneros en la guerra, cerca de Eryx.

Régulo lo observó desconfiado. Apretó los labios; los músculos de sus mejillas trabajaron.

—¿A quién se refiere? —dijo Antígono—. ¿Rehenes en la familia de Marco Atilio, con lo bien que está éste aquí?

El mercader estiró la mano sobre la superficie de la mesa.

—Exacto. Mujer y hermano de mujer furiosos porque Régulo, esposo, padre, cuñado, no vuelve a casa. Rehenes torturados y muertos.

El rostro rosado del romano se tomó ceniciento. Los dedos se aferraron a los apoyabrazos de su silla de tijera. Una preciosa talla de marfil crujió, se desprendió del apoyabrazos izquierdo y cayó al suelo. Régulo no se percató.

—Eso no es posible. Eso… ¡eso no es romano!

—Si, sí… tan romano como ruptura de tratado.

Amílcar levantó una mano; su rostro reflejaba una gran seriedad.

—No podemos afirmar si es cierto o no. En todo caso, es una mala noticia. Debo comunicarla al Consejo. Tenemos medios para averiguar la verdad.

Régulo se puso de pie; respiraba con dificultad.

—Escribiré al Senado —dijo con una voz casi inaudible—. Si vosotros —dijo dirigiéndose a Amílcar— solicitáis intermediarios que lleven mi carta consigo. —Inclinó ligeramente la cabeza y llamó a sus guardas con un movimiento de la mano.

Kshyqti volvió a la habitación una vez que el romano se hubo marchado. El etrusco consiguió mejorar un poco el humor general con sus anécdotas y relatos de sus viajes. Hacia la medianoche, cuando ya se marchaban, Antígono preguntó, ya en la escalera:

—Ah, ¿cómo va con llama?

Amílcar pasó un brazo sobre los hombros de Kshyqti; Kshyqti sonrió.

—Bien… pero llama raspa.

A pesar de ser aún temprano, el comedor de la sede de la asociación de comerciantes de vino estaba lleno; Antígono había reservado un lugar y una pequeña mesa cerca del estrado, y seguía la función con asombro. Recordaba algunos bailes y cantos, pero éstos eran algo totalmente nuevo para él.

Uno de los hombres tenía el cabello oscuro y facciones desagradablemente blandas; Antígono supuso que se trataba de un eunuco cushita, o quizá un trogodita de las costas del Mar Arábigo, al sur de Berenice. El eunuco tocaba una multitud de instrumentos de percusión, y lo hacia con maestría. El movimiento arrítmico de las matracas desconcertaba un tanto a Antígono; de los demás instrumentos, dos le llamaban la atención especialmente: un delgado tambor cubierto por ambos lados con un pellejo oscuro y guarnecido por pequeños discos tintineantes de metal en el bastidor, y un recipiente de cristal lleno de agua hasta la mitad, sobre el cual se había fijado un platillo de bronce que el músico hacia sonar frotando sobre él un trozo de cuero húmedo que envolvía una piedra.

El otro hombre era mayor y canoso; debía ser heleno o macedonio y, al igual que el cushita, llevaba puesto un chitón amarillo. Este músico tenía toda una colección de instrumentos de viento —siringa, aulos de dos tubos, varias flautas de metal de un solo tubo de diferentes tonos—, entonaba un adornado acompañamiento y, de tanto en tanto, en mitad de la pieza y sin perder el ritmo, intercambiaba instrumentos con la cantante: flauta por citara.

La egipcia era increíble. Debía tener alrededor de veinte años, quizá algo más. Sobre su frente, una terrible cicatriz corría en zigzag; sus cabellos eran oscuros y cortos, como una segunda piel. Su tez era casi aceitunada; no se había pintado los ojos, pero había trazado confusos dibujos de ocre y cal sobre sus mejillas. Llevaba una argolla de oro en el lado izquierdo de la nariz, y sus grandes labios tenían un color amarillo chillón. Antígono apenas si podía desprender la vista de la hechizante fealdad de ese rostro que tan pronto adquiría la rigidez de una máscara de piedra, como expresaba éxtasis místico, cálida amistad o ávida codicia. Las uñas de los dedos de sus manos y sus pies estaban esmaltadas de negro y adornadas con trocitos de plata que brillaban bajo la luz de las antorchas y candiles. El cuerpo, esbelto y cimbreante, podía ser descubierto bajo una transparente túnica sacerdotal egipcia, hecha de sutil lino. Ella bailaba, tocaba la citara y la lira, y en una pieza tranquila y sin letra tocó también un instrumento sin nombre, una caja de madera abierta por debajo, con un puentecillo y una sola cuerda.

Y cantaba. La voz chillaba y acariciaba, gemía y retumbaba, gruñía y arrullaba, plena y segura en los tonos graves, fría y exacta en los agudos. Para Antígono la mayoría de las piezas eran al mismo tiempo extrañas y familiares. Partes de un ampuloso himno egipcio pasaban de la invocación y la alabanza al escarnio de los dioses, gracias al ritmo duro y acelerado, los chirridos y borboteos del cuero sobre el platillo de bronces, y los insinuantes movimientos pélvicos de la egipcia. Conocidas canciones helenas —los viajados comerciantes púnicos presentes en la sala no tenían dificultades para seguir la letra— cambiaban completamente cuando los músicos reemplazaban las melodías originales por lastimeras tonadas de los montes de Tracia. Una elegante canción de amor compuesta con exquisito cuidado por un heleno anónimo produjo estrepitosas carcajadas, la egipcia la cantaba con un marcado acento latino, y los músicos perdían el compás una y otra vez.

La penúltima canción previa a la pausa conservaba la melodía y el ritmo de la composición original, pero los versos de Safo habían sido traducidos al púnico arbitrariamente y con mucha gracia. La egipcia dirigió sus ojos oscuros hacia Antígono, que estaba sentado casi frente a ella.

Feliz veo, casi inmortal, al hombre

que sentado allí tan cerca frente a ti

tu voz dulce percibe y también tu

risa seductora

puede oír. Sí, que tormento para mi

pecho el retumbar del corazón. Visión

tan fugaz de ti me dejas de repente sin

esas palabras

y más, mi lengua revienta, un tierno

fuego corre bajo mi piel, mis ojos ya

no pueden ver, sólo un ronco bramido

retumba en mis oídos,

chorros de sudor bajan por mi, y un

temblor me sobrecoge…

Antígono disfrutó de la representación dramática, pero sólo levantó una ceja y la comisura izquierda de sus labios. Mientras los músicos cambiaban de instrumentos y lugares murmurando los preparativos para la última canción, Antígono hizo una señal a una esclava y le pidió que le trajera una bandeja de plata con tres vasos llenos de vino sirio. Con migajas de pan formó un pequeño falo que apoyó contra el vaso del centro.

Luego le pareció que esta pequeña escultura de masa podía ser un poco inquietante. No pudo reconocer desde el principio la siguiente pieza, una antigua canción de cosecha helénica, himno a la fertilidad divina. Pero la música era otra. Antígono había oído una melodía parecida a unos dos días de viaje de Petra, cantada por los hombres de una caravana árabe: era un clamor apremiante y ansioso por agua, una súplica a los dioses para que la siguiente fuente que encontraran en el inclemente desierto fuera rica y refrescante. La egipcia arrancaba un sonido sordo al instrumento de una sola cuerda, el anciano tocaba una flauta de metal, el eunuco se dejaba los huesos deslizándose y rabiando sobre la piel del tambor. La música se hizo más y más intensa, hasta que finalmente la letra de la canción, en heleno, salió de lo más hondo de la garganta de la egipcia, envuelta en trinos árabes y sonidos deslizantes y recursivos.

¡Afinad ese canto, afinad,

haced más espacio para el dios!

Lo divino quiere hincharse, crecer,

caminar empujando por medio vuestro.

El contraste de letra, música y puesta en escena era tan intenso que los espectadores, negativamente impresionados, casi sintieron alivio cuando llegó la pausa. Antígono se puso de pie y caminó hasta el estrado llevando la bandeja, dio un vaso al eunuco, otro al anciano, y entregó a la cantante toda la bandeja, con el último vaso y el trozo de pan moldeado.

—Para agradecer vuestro gran arte y alimentar muchas otras cosas —dijo.

La egipcia se sentó en el escabel, colocó la bandeja sobre sus rodillas, vio el regalo y se echó a reír. Luego arrancó de un mordisco la punta de la escultura de pan, levantó el vaso, inclinó la cabeza ante Antígono y bebió.

Mientras volvía a su lugar, Antígono sentía los ojos oscuros de la egipcia clavados en su espalda. Durante la pausa y la segunda parte de la función, ella lo buscó con la mirada muchas veces.

Un rayo de luz entraba en la habitación por debajo de uno de los pliegues de la cortina de cuero, pintando los ladrillos de rojo pálido. Antígono quitó la manta, se levantó cuidadosamente y abrió la cortina. Primeras horas de la mañana; las calles, tres pisos por debajo de la planta del edificio destinada a los huéspedes, estaban tranquilas; el aire otoñal era fresco, pero aún no penetrante. El suave viento del norte traía augurios del mar y tierras lejanas. Un sutil velo de niebla reposaba sobre la bahía y el mar; la luz se escurría como a través de una copa de cristal llena de fresco zumo de limón. La silueta de las colinas de Cabo Kamart se levantaba por encima de los tejados blancos y planos.

«Acabo de regresar y ya siento otra vez este tirón en el pecho», pensó Antígono. Se volvió de nuevo hacia la habitación. El aroma de densas esencias, el olor de lechos de cuero y mantas de lana, de sudor, y los vahos del amor, se mezclaban con el frescor del ambiente, se hacían más agudos e intensos por un instante, antes de empezar a disolverse.

Miró la cama. Los ojos oscuros estaban abiertos, parpadeando, observándolo; luego la egipcia se envolvió hasta los hombros en la manta.

Antígono se acuclilló al borde del lecho. El rostro, después de tres horas de sueño y sin líneas de colores, era más dulce, aún atrayente y repulsivo, pero al mismo tiempo dueño de una extraña fragilidad.

—Esto es demasiado maravilloso —dijo él a media voz, en púnico—. El éxtasis de la pasión. —Ensimismado, en heleno. Se inclinó hacia delante, recorrió con la yema de los dedos la cicatriz que le cruzaba la frente, rozó la mejilla izquierda. Ella volteó la cabeza y apretó los labios contra la palma de su mano.

—La cicatriz —dijo Antígono. Pestañeó y siguió hablando en egipcio—. ¿Cómo, hija de los antiguos dioses, es que tienes esta cicatriz?

Ella levantó las cejas. Las arrugas de la frente, atravesadas repetidas veces por la cicatriz, eran tres estelas cortadas por centelleantes peces azulados.

—Un tumor maligno que tuvo que ser extirpado. ¿Cómo es que hablas mi idioma?

—Pasé casi dos años en Alejandría, y prefería estar con los habitantes de Rhakotis que con los presumidos macedonios. —Sonrió—. Anoche no tuvimos tiempo para hablar. Soy Antígono. Tú, ¿cómo te llamas?

—Isis. —La egipcia reprimió una risita.

Antígono sacudió la cabeza lentamente.

—No quiero hacer chistes malos sobre el retorno al regazo de la Gran Madre o algo por el estilo, pero lo cierto es que ha sido divino.

La mano derecha de la muchacha salió de debajo de la manta. El delgado índice pasó sobre la nariz recta de Antígono, sobre los labios, la barba negra, siguió deslizándose y se entretuvo jugando con el vello del pecho.

—Seguiremos cantando aquí durante algo más de una luna. Tus ocupaciones, sean las que sean, ¿te llevarán lejos de aquí en estos días?

—Mis negocios me obligan a quedarme en Kart-Hadtha.

Ella era la única hija de un adivino de Kanopos, ciudad del placer y la diversión ubicada en el brazo izquierdo de la desembocadura del Nilo y unida a Alejandría por un canal de unas diez millas de largo. Su madre había muerto en el parto. Isis había pasado los últimos diez años —tenía veinticinco— bailando y cantando por media Oikumene, había interpretado diferentes tipos de música con diferentes músicos, había escuchado y aprendido canciones.

Seguían hablando cuando afuera hacía ya mucho rato que la ciudad había despertado y las voces, chirridos de carros y gritos de vendedores se abrían paso hasta llegar a ellos. Antígono se vistió y dio un beso a la egipcia.

—Los negocios —dijo.

Ella bostezó, se repantigó en el lecho y entrecerró los ojos.

—¿Siempre te levantas tan temprano?

—Hay que aprovechar el tiempo.

Esa luna entre otoño e invierno fue una buena época. Antígono trabajaba duro para volver a coger todos los hilos. Exceptuando a las personas del banco y a Isis, vio a poca gente. Amílcar había viajado al sur con Daniel para poner al corriente de todo al nuevo administrador y cuidar él mismo de sus intereses. Casandro dirigía correctamente, aunque sin demasiadas ideas, el viejo negocio de importación y exportación de Arístides; Arsinoe y los dos niños habían vuelto a casa, mientras que Argíope permanecía con su madre en el interior. La anciana no quería volver a Kart-Hadtha; Antígono fue a visitarla una vez —cuatro días sin Isis— a la finca que tenían en la costa, algo apartada del camino a Ityke; allí se enteró de que Argíope, que entonces tenía dieciséis años, se casaría con el hijo de un vecino cuando llegara la primavera. Poco después de aquella visita tuvo lugar una fiesta de dos días, la boda de Bostar con la hija de un acaudalado hortelano, y Antígono odió a todos los convidados, pues tuvo que volver a pasar dos días y dos noches separado de Isis.

Cuando terminaron sus representaciones, Isis y sus músicos se quedaron en Kart-Hadtha unos cuantos días más, esperando a que estuviera preparada la caravana con la que querían viajar a Egipto. Una de aquellas últimas y agridulces noches que pasaron juntos en la habitación de la asociación de comerciantes, yacían en un estrecho abrazo en medio de la oscuridad. El éxtasis de deseo, ternura y melancolía se había disuelto para convertirse en un dolor dulce y pulsante. Antígono sentía cómo se humedecía aquella mejilla que yacía apretada contra la suya. Sin moverse, dijo en voz baja, fría:

—Una casa blanca y espaciosa al sur de la bahía de Kart-Hadtha. Puedo comprarla; ha quedado desocupada hace poco. Tiene un gran jardín, con hortalizas, vides silvestres y cipreses. Hay un estanque, y frente a la casa está el mar, con un pequeño embarcadero.

De la boca cálida cercana a su oreja brotó un suspiro, luego la respuesta, como venida de una distancia infinita.

—Una luna espléndida, en la que la flor de la dicha ha llegado más alto que los tronos de los dioses helénicos. Lo que acabas de decir ha convertido el capullo en una flor deslumbrante. ¿Debemos cortar la flor para preservarla? En un florero blanco, espacioso y sin música, se marchitaría. Nunca podré agradecértelo lo suficiente, pero dentro de algunos años, si para entonces, aún nos conocemos, podrás comprenderme.

Sus uñas se hundieron en la espalda de Antígono, y cuando, de repente, ella se trasladó al antiguo Egipto de los ritos e invocaciones, fue como si algo invisible, ni siquiera vislumbrado, llenara el espacio que rodeaba a Antígono con una presencia helada que infundía temor.

—Oh, dioses que cautiváis corazones y arrancáis el corazón, dioses cuyas manos reconstruyen el corazón de un hombre según sus actos, tened piedad y perdonadlo. ¡Salud, señores del tiempo perpetuo y la eternidad! ¡No me arranquéis el corazón con vuestros dedos! Pues mi corazón es el corazón del gran dios, cuyas palabras están en sus miembros y deja el libre transcurrir a su corazón, que está dentro de él. Yo le he ofrecido las llamas del corazón a la hora del dios de amplio rostro, y le he rendido holocaustos en Hemen’aw. Que mi corazón no sea arrancado. Me encomiendo a ti, e imploro fervorosamente a tu corazón… —Empezó a sollozar interrumpiendo su plegaria.

Antígono se apartó de ella, colocó las manos sobre sus pechos y le besó el ombligo.

—¿Por qué invocas a los viejos dioses de la muerte? —susurró. Su voz apenas le obedecía.

Isis yacía rígida debajo de él; su cuerpo era como escoria que se va enfriando.

—¿Acaso la despedida no es como la muerte?

Un atardecer de invierno, mucho tiempo después de la partida de la caravana, Amílcar fue al banco a visitar a Antígono. Había negocios de que hablar, pero el púnico tenía otras cosas en el corazón. Parecía más alegre, más risueño que nunca.

—Una noticia mala y dos buenas, amigo. ¿Cuál quieres oír primero?

—Primero la mala, después la buena y después la mejor.

Antígono sonrió y escanció vino en dos vasos. Amílcar esperó hasta que hubiera bebido el primer trago.

—Como quieras —dijo luego. Su rostro se ensombreció por un instante—. Esta mañana ha llegado por mar un correo de Adérbal, con noticias y una carta de Roma para Marco Atilio Régulo.

—¿Y?

Amílcar hizo una mueca con la boca.

—Esos locos —dijo en voz baja—. Hemos hundido su flota y detenido su ofensiva sobre Sicilia. Tienen hambre, muchos romanos han caído y se han ahogado, y les hemos hecho una gran oferta. Paz; regreso a los límites previos a la guerra; reconocimiento de la soberanía romana sobre la parte oriental de Sicilia; entrega de trigo y otros productos, libres de pago; además, quinientos talentos de plata para la reconstrucción y como generosa indemnización por las pérdidas sufridas en una guerra que ellos empezaron al romper el tratado.

Antígono levantó el vaso.

—Por la victoria —dijo sin levantar la voz—. No han aceptado la oferta, ¿verdad?

—No han aceptado la oferta. Y es cierto que unos parientes de Régulo han torturado y asesinado a tres púnicos distinguidos a quienes tenían como rehenes personales.

—Vaya locura. ¿Por qué? ¿Qué obtienen con ello? ¿Un sacrificio para los dioses romanos de la guerra?

Amílcar se encogió de hombros.

—No lo sé. Tampoco sé qué dirá Marco Atilio al respecto. Es testarudo y necio, pero también es una persona honorable. Y esto…

—¿Lo sabe ya?

—Un emisario del Consejo ha ido a verlo este mediodía.

Antígono suspiró.

—Dado tu buen humor, las dos otras noticias deben ser realmente extraordinarias.

Las facciones de Amílcar se relajaron.

—Sí. Hemos envuelto y empaquetado pulcramente a los mentecatos. —Rió burlón—. Hoy era el debate sobre las diferentes nuevas estrategias, sobre los estrategas, sobre la designación de los hombres a los que el consejo propondrá a la asamblea de ciudadanos para que sean elegidos sufetes para este nuevo año. Como Roma no quiere la paz, había que nombrar un nuevo estratega para la Guerra Siciliana. —Enderezó la espalda—. Y en este momento estás hablando con él.

Antígono se levantó de un salto, corrió sorteando la mesa y abrazó a Amílcar.

—¡Por fin! Tantos necios, luego tantos buenos hombres que fueron depuestos, ¡y ahora por fin el mejor! ¡Deberían haberte elegido hace diez años!

Amílcar se defendió.

—Entonces era muy joven; a los veintidós años no se puede ser comandante supremo. ¡Pero los hemos enredado bien!

Antígono volvió a sentarse.

—¿Cómo?

Amílcar resplandecía.

—Primero aprobamos definitivamente las reducciones que sufriría la flota, aunque es una locura. Eso los confundió. Después propusimos a Hannón como estratega para la pacificación del interior. Eso los confundió todavía más. Finalmente, propusimos a dos de sus hombres más destacados, Bitias y Magón, para la elección de los nuevos sufetes. Ése fue el golpe final. Estaban tan confusos y entusiasmados, que nos cedieron la elección del nuevo estratega.

—Me parece que habéis concedido demasiadas cosas. ¿No habéis actuado con un poco de ligereza? Hannón en el interior…

Amílcar levantó las cejas.

—Así estará fuera de Kart-Hadtha un par de meses al año, lo que sin duda ya es una victoria. Los sufetes pueden deformar un poco las leyes, a su arbitrio, pero no pueden causar muchos males. Y en Sicilia yo puedo poner un poco de orden a la confusión reinante y, quién sabe, hacer que el próximo año los romanos prefieran la paz.

Antígono bebió a la salud de Amílcar.

—¿Y cuál es la mejor noticia? Debe ser algo formidable.

Amílcar se inclinó hacia delante. Ahora brillaba no sólo su boca, sino también sus ojos.

—Después de ocho años —dijo en voz baja—, Kshyqti vuelve a estar encinta. ¡Por llama! —Levantó su vaso.

A la mañana siguiente, Antígono se enteró, de boca del capitán del puerto, que Marco Atilio Régulo le había arrebatado la espada a uno de los guardas y se había dado muerte.

FRÍNICOS, OIKONOMOS PARA EL COMERCIO CON OCCIDENTE

DEL BANCO REAL DE ALEJANDRÍA, EGIPTO,

A ANTÍGONO KARJEDONIO, SEÑOR DEL BANCO DE ARENA,

KARJEDÓN

Salud, bienestar, paz en el espíritu, fuerza en la carne, y progreso en el comercio, oh, Antígono: Gracias por tu informe, me ha hecho sufrir el gran placer de la risa. El banco de Ptolomeo concede al Banco de Arena un margen de mil talentos de plata para sus negocios en, con o a través de Egipto; haberes y deudas a los intereses habituales. Como pocas cosas te divierten, quiero contarte algo que en realidad debería callar pero me entusiasmaría ver qué cosas puedes conseguir con unos informes subrepticios.

En una tribu de maques vive cautivo un antiguo alejandrino llamado Lisandro. Es un anciano, y últimamente ha sido fuertemente sacudido por las injusticias del destino. En Alejandría lo llamaban La Nariz. Es uno de los mejores mezcladores de aromas, maestro en la cata y combinación de exquisitas esencias; ha desarrollado novedosas prensas y ollas de cocción para pétalos delicados. Abandonó Alejandría porque en Egipto todo es propiedad del rey y para establecer una industria hace falta la autorización real y la participación del rey en la industria.

Cuando sus negocios —y por tanto también la parte de ellos que se apropiaba el rey— adquirieron una dimensión considerable, Lisandro decidió quitarse de encima a aquella sanguijuela. Una noche de otoño abandonó Alejandría, viajó a Rodas y de allí a Creta, Citera y Naxos, hasta que finalmente llegó a Delos, donde encontró unas condiciones favorables para su trabajo. Poco le importaba que de allí no pudiera exportar nada a Egipto, pues en Atenas pagaban media mina de plata, o más, por un frasquito de su agua perfumada, y él sólo tenía que pagar un dos por ciento por derechos de aduana, en lugar de las cuatro décimas con que lo gravaba el impuesto de nuestro rey. Pero después de algunos buenos años, se produjeron dos grandes tempestades y un terremoto. Una tempestad hundió un gran número de barcos no muy lejos de Cabo Sunion; uno de esos barcos llevaba a un gran comprador y comerciante de Atenas los frutos del trabajo realizado por Lisandro durante todo un año, otro llevaba al banco que un amigo suyo poseía en Epidauro casi todo el oro y la plata que Lisandro había reunido. La otra tempestad envió al fondo del mar un barco cargado con costosas y raras flores y hierbas, que se dirigía a Delos. El terremoto, finalmente, no fue muy intenso, pero la casa y los talleres de Lisandro se encontraban en el sector de Delos más afectado por el seísmo.

Tras algunos ataques de desesperación, Lisandro intentó volver a poner las cosas en marcha. Hace alrededor de un año, el viejo perfumista viajó a Cirene y de allí, por tierra, hasta la región de los maques, a quienes compraba el silfión a precio de oro. Pero la última entrega, hundida con la tempestad, no había sido pagada por completo, de modo que ahora Lisandro está allí, a tres días de viaje al sur de Filenón, encerrado en una tienda bien vigilada, mientras el rey de los maques espera que algún socio del perfumista pague cinco talentos de oro por éste, a modo de rescate y liquidación de su deuda.

Quizás esta información te sea de utilidad, oh Antígono. Progreso y bienestar para el Banco de Arena. Y prosperidad para todos tus negocios.