Las vallas blancas de la finca brillaban entre los árboles. A la izquierda se arrastraban los carros por la superficie polvorienta. Capas de aire arremolinado desfiguraban todo. De pronto vimos dos caballos gigantescos que tiraban de un punto negro; luego vimos también un enorme carro volcado, con las ruedas hacia arriba. Unos cientos de pasos más allá se inclinaban sobre el campo algunos braceros de la pequeña finca; no nos molestarían.
Habíamos llegado a la bahía esa noche, según lo planeado; uno siempre podía fiarse de Bomílcar. El barco estaba anclado tras unos peñascos, no podía verse desde el mar.
—Bostar es casi puntual. —Volví a sentarme tras el bloque de piedra y eché una mirada irónica a Bomílcar—. ¿No, capitán?
Su rostro se iluminó; sus dientes brillaban resaltando la oscuridad de su piel.
—Ocho años —dijo en voz muy baja—. Mi padre es un anciano. —Luego añadió, riendo a medias—: Como tú, Antígono.
Era la primera vez que pisábamos suelo púnico desde nuestro destierro y huida de Kart-Hadtha. La bahía no quedaba lejos de las ruinas de la finca rústica donde yo había pasado parte de mi juventud. Ocho años atrás habían sido destruidas todas las propiedades de los bárcidas y de sus amigos.
—Deberíamos salirle al encuentro. Aquí no puede pasarnos nada.
Quise levantarme.
Iolaos dio un tirón a mi túnica y me señaló el cielo, tras la carreta: nubes de polvo y el reflejo de algunos jinetes cuyos trajes blancos ondeaban al viento.
—¡Númidas! —Bomílcar se levantó de un salto, sin prestar atención a los gestos del capadocio—. Vamos, tenemos que largarnos de aquí. ¡Ah, ojalá los dioses ahogaran a Masinissa en mierda de ratas!
Titubeé un instante, luego hice una señal a los demás.
—¡Vamos! Agachaos, quizá no nos vean.
Iolaos hizo una mueca extraña.
—Como tú digas, jefe. —Se llevó dos dedos a la boca y silbó.
Los viejos somos malos corredores. Empuñé la espada y corrí tras ellos tan rápido como pude. Bomílcar iba entre los primeros: corría blandiendo su espada cretense. Los arqueros capadocios corrían con pasos largos y elásticos. Aparceros —hombres, mujeres y niños— salían a nuestro encuentro dando gritos y tropezando.
Intenté correr más rápido. El corazón, fatigado por ocho décadas de vida, rabiaba como un animal enjaulado; los pulmones se contraían formando una bola de fuego. Ante mis ojos, o tras ellos, daban vueltas diversas imágenes: los númidas de Amílcar, los jinetes de Naravas, su yerno, persiguiendo soldados dados a la fuga. Los númidas de Maharbal galopando a través de una quebrada, en Iberia. Los númidas de Aníbal, figuras vertiginosas fundidas en sus ligeros caballos, dispersando a la caballería pesada romana, llevando a sus tropas hacia un remolino mortal. Pero estos númidas eran los jinetes de Masinissa, rey de los númidas, aliado de Roma. Estos númidas asaltaban las fincas y poblados púnicos, devastaban los cultivos, cercenaban porciones cada vez mayores del interior, vitales para la subsistencia del país. Y Kart-Hadtha, atada de pies y manos por el tratado con Roma, no podía emprender ninguna guerra, ni siquiera en Libia, ni siquiera para defenderse.
Una mujer salió corriendo de una nube de polvo. Sus cabellos ondeaban tras ella. Dio un grito. Tenía la boca desgarrada. No escuché el grito, lo vi. El jinete le dio alcance. Ella corría con los brazos extendidos. Entonces brilló la espada, la cabeza voló, cayó a un lado, el cuerpo todavía dio unos cuantos pasos más. Otro númida apretó su cuerpo contra el de un hombre que le mostraba el pecho y la cara. El hombre exhaló un grito largo y gutural; se abrazó al mango de la lanza cuya punta le salía por la espalda. Finalmente el númida lo soltó, casi sin querer. El hombre caminó un corto trecho, tambaleándose, hasta que por fin se desplomó. Yacía a pocos pasos de mis pies y todavía gritaba.
Los jinetes númidas avanzaban formando una extensa línea; ahora se precipitaban uno a uno sobre el punto central: el carro. Los arqueros estaban arrodillados en semicírculo, disparando con rapidez pero tranquilos y seguros. La voz de Iolaos resonaba a través de los gritos, los relinchos y el ruido del combate.
—¡Los caballos! ¡Apuntad a los caballos!
Aquello decidió el encuentro. Hasta entonces los hombres habían estado disparando contra los verdaderos enemigos, los númidas y sus polvorientos trajes blancos; pero los caballos eran más grandes y ofrecían un blanco más fácil.
Y de pronto los númidas sobrevivientes emprendieron la retirada, con la misma velocidad con que habían empezado el ataque. Debían quedar unos diez o doce; doce más yacían en el suelo, alcanzados por las flechas o aplastados bajo caballos heridos y muertos. Un capadocio había caído en una hendidura del terreno, bañado en sangre; el yelmo había desviado el golpe, el acero se le había incrustado en un hombro. Un segundo arquero yacía con la cara enterrada en el polvo del camino; el mango roto de una lanza asomaba entre sus hombros.
Iolaos y tres de sus hombres empuñaban cuchillos ensangrentados; se estaban ocupando de los númidas y los caballos. Uno de los jinetes intentaba escabullirse corriendo a través del campo tan rápido como le era posible; su pierna izquierda lo seguía inerte. Iolaos lo alcanzó, lo cogió por los cabellos, le echó la cabeza hacia atrás. El cuchillo apenas le rozó el cuello.
Aparté la vista y, todavía sin aliento, caminé tambaleándome hasta el carro. Sobre el pescante yacía la cabeza del esclavo negro que había conducido el carro; el cuerpo estaba enterrado bajo el cadáver de uno de los caballos de tiro. El otro caballo había conseguido liberarse y estaba a unos cincuenta pasos de allí, con el morro metido entre las hojas de un arbusto raquítico.
Bomílcar estaba sentado junto a la rueda delantera izquierda; sobre su regazo descansaba la cabeza de su padre. Una lanza arrojada desde adelante había alcanzado la clavícula de Bostar. Bajo la tetilla derecha se adivinaba la herida abierta, cubierta por un mantón blanco que no tardó en teñirse de rojo.
El anciano respiraba con debilidad; tenía los ojos cerrados, y la piel de su rostro había empalidecido ostensiblemente. Coloqué la mano sobre su mejilla derecha. Un pergamino frío.
—¿Me escuchas, viejo amigo?
Bomílcar agarraba con firmeza las manos de su padre, que insistían en palparse el vientre. Tenía la mirada perdida en el cielo, sus ojos estaban húmedos, ciegos.
—Bostar, ¿puedes oírme? Soy Antígono…
El moribundo pestañeó.
—Hola, Tigo —murmuró. Llegó a esbozar una pequeña sonrisa—. Se acabaron los baños ante Cabo Kamart. Pero todo está en el carro. —Jadeaba; algo producía un sonido áspero dentro de ese cuerpo abierto por la lanza—. Mejor morir así que en una cama.
Luego buscó con los ojos el rostro de su hijo. Di un pequeño golpe en el hombro a Bomílcar y éste despertó de la contemplación del cielo. Dos o tres gotas cayeron sobre la frente de Bostar.
—Llévame al mar. —Las palabras eran apenas inteligibles—. Me voy, pequeño. Mad…
Bomílcar le cerró los ojos. Bostar ya nunca podría terminar esa última invocación a Tanit «Madre de Kart-Hadtha, te devuelvo mi timón».
Hacia el atardecer ya todo estaba a bordo. Las diez pesadas cajas de madera con refuerzos de hierro contenían schekels de oro; unos veinte talentos, en total. Me quedé con el paquetito de cuero; la botellita de cristal que había encargado a través de un comisionista estaba intacta. Ahora yo poseía todo lo que Bostar había podido salvar de los restos de mi fortuna y la de los bárcidas. Una buena suma, aunque de poca importancia; yo ya había liquidado la mayor parte de los negocios antes de que Aníbal fuese expulsado fuera de los límites de Kart-Hadtha. Ahora lo único que hacía era cortar los últimos lazos que me unían a la capital púnica.
Una vez que las cajas estuvieron estibadas, Bomílcar volvió a tierra firme. Pasé el brazo por encima de sus hombros.
—Escúchame amigo. No sé qué cantidad de lo que hemos cargado pertenecía a tu padre, pero sin él nada de esto estaría aquí. Coge la mitad, como herencia de Bostar.
—¿Qué hay en las cajas?
—Shiqlu, oro. Tu parte son diez talentos.
Se sobresaltó al oír la cantidad.
—Estás loco.
Le di una palmada en la espalda y caminé hacia Iolaos, que estaba más arriba, de cuclillas sobre un peñasco, intentando arrojar guijarros al mar. Guijarros que nunca pasaban de la playa; el mar estaba demasiado lejos.
—¿Qué haréis ahora, tú y tus hombres?
Miré a los arqueros. Habían capturado el caballo de tiro y lo habían vuelto a enganchar, junto a un semental númida que había salido ileso del combate. Sus talegas, arcos y aljabas ya estaban en el carro. En el puerto de Pilos había encontrado y contratado a esos capadocios que habían peleado en algunas escaramuzas en el interior del país, defendiendo a Esparta, y en un primer momento me había parecido que contratar una escolta era una medida excesiva.
El arquero herido estaba vendado; los muertos habían sido arrojados a una fosa junto con los númidas, sin mayores ceremonias. Algunas personas venían de la finca: uno de ellos venía a caballo, es de suponer que era el dueño, o el administrador. Los demás eran aparceros que habían conseguido escapar de los númidas.
—No lo sé. ¿Debo llevaros conmigo y dejaros de nuevo en Pilos? Hay poco espacio, pero…
Iolaos arrugó la frente.
—Siempre hay algún empleo para unos buenos arqueros. Aquí, en Karjedón, en alguna de las otras ciudades.
El jinete se detuvo junto a nosotros y desmontó: un cartaginés de mediana edad, alto y delgado. Era el propietario de la finca y agradecía nuestra intervención. No hizo ninguna pregunta; hubiera sido descortés hacerlo en esas circunstancias. Pero se notaba que la curiosidad le roía las entrañas.
—¿Karjedón? —Yo le había pedido consejo y él contestó con señas que no, al tiempo que observaba a los veinticuatro capadocios—. Karjedón no necesitaba guerreros. —Soltó una carcajada—. O, mejor dicho, si los necesita, pero no puede utilizarlos. —Su heleno era limpio, aunque no sin acento.
—Sabemos que tienen las manos atadas —dije en púnico; su rostro se iluminó—. Kart-Hadtha ya no es lo que era. Pero ¿qué me dices de Ityke, o de Hipu?
Se tomó un momento para pensar.
—Ityke, de preferencia —dijo por fin—. Pero —dijo volviendo a emplear la coiné— me gustaría que os quedarais a pasar esta noche en mi finca. Allí podremos hablar. Por aquí hay muchas viudas jóvenes; y, según he oído, algunos arqueros también saben labrar la tierra.
Iolaos parpadeó.
—¿Viudas? Bien, ya veremos.
Me puse en pie.
—Así, pues, ¿os quedáis? Bien. Os doy las gracias una vez más.
Desaté la bolsa de mi cinturón y se la arrojé a Iolaos; la bolsita hizo un tintineo al caer en manos del capadocio. Los hombres sonrieron emitiendo algunos sonidos de aprobación.
Estaba oscuro; ocupamos nuestras posiciones. El cuerpo de Bostar estaba cubierto por tela blanca sujeta con sogas; una piedra atada a sus pies con una cuerda llevaría a mi amigo hasta el fondo del mar.
Bomílcar dejó el timón de mando en manos del timonel y vino hacia mí. Yo estaba apoyado junto a la puerta del camarote de popa. Los marineros ya habían levado el anda; ahora comían sentados tras el curvo maderamen. Uno de ellos tarareaba una horrible melodía con la boca llena; eran sólo sonidos inconexos. Era una noche de luna llena; todas las estrellas que Bomílcar necesitaba para orientarse podían verse con claridad. La vela estaba un poco en diagonal, henchida por el poderoso viento terral del suroeste que nos empujaba hacia el poniente.
—¿Adónde?
—Alejandría.
—¿Y luego?
Tosí; tenía carraspera.
—Atenas; y de ahí a Bitinia.
—Ay, amigo… ¿Para qué quieres ir allí? —Bomílcar me veía desde un costado.
Sonreí con ironía.
—Quiero visitar a alguien. —Señalé el cuerpo de Bostar, que yacía en medio del barco, sobre algunos paquetes y bultos—. ¿Cuándo quieres hacerlo?
Bomílcar no respondió. Caminó lentamente hacia el cuerpo inerte de su padre y se sentó a su lado.
—¿Antígono de Kaljedón? —La voz era plena y suave, pero de algún modo angustiada.
Yo la miraba desde la mesa. La muchacha estaba de pie, descalza sobre el suelo empedrado del almacén; el obrero que la había traído a mi presencia nos observaba con curiosidad. Lo despedí con un movimiento de la mano; desapareció entre los sacos y bultos.
Ella debía tener dieciséis o diecisiete años. Su chitón estaba deshilachado y sucio. La parte superior de sus brazos, y sus hombros, también visibles, estaban cubiertos de cardenales. También la piel cremosa de uno de sus pómulos estaba inyectada en sangre, y sus ojos negros revelaban dolor.
—No soy de Kaljedón —dije—, sino de Karjedón.
Ella titubeó.
—Pero no pareces púnico, señor; y este mensaje es heleno.
—Soy púnico y heleno. Dame eso. —Extendí la mano.
Casi de mala gana me dio un pedazo de pergamino enrollado y atado con un hilo de lana negro. Cogí el pequeño cuchillo que había en la mesa, corté el hilo y leí. Gracia de Baal a través de Tanit de Gadir. Sonreí.
—¿Comprendes, señor?
—Sí, comprendo. —La observé pensativo; mi alegría por el inminente reencuentro se mezclaba con mi desconfianza ante esa maltratada esclava—. ¿Quién te ha dado el mensaje?
—Un hombre se lo dio a mi amo, el capitán del puerto, y mi amo me lo dio a mí.
—¿Cómo sabes que el mensaje es heleno y que no es fácil de comprender?
Encogió los hombros; la suave sonrisa permanecía en su boca, pero no llegaba hasta sus ojos oscuros.
—El capitán del puerto lo leyó y refunfuñó algo. Después me lo dio sin volver a atar el hilo.
—¿De modo que sabes leer?
—Y escribir, señor. Pero el capitán del puerto no lo sabe. —Bajó la mirada; luego volvió a levantar los ojos y me miró.
—Bien. Ahora vete. Ah, una cosa más: ¿te mareas cuando subes a un barco?
Esta vez sonrieron también sus ojos, aunque conteniéndose.
—No señor. Y mi nombre es Corina.
Señalé la brillante luz de la entrada. Ella todavía me lanzó una larga mirada inquisitiva, luego salió al cálido mediodía.
Volví a sentarme a la mesa y cogí la lista de mercancías. Pero mis pensamientos estaban en otra parte. Khenu Baal, Gracia de Baal, Aníbal me estaría esperando en o cerca de un templo de Artemis cuando el sol estuviera sobre la perdida Gadir, en el lejano oeste. Yo albergaba la esperanza de verlo aquí, en Nicomedia, pero dados los confusos acontecimientos y los conatos de guerra entre Bitinia y Pérgamo, ya no estaba seguro de si podría encontrarme con él. Quién sabe qué empresas habría confiado el rey Prusias a su famoso huésped. En la ciudad nadie sabía nada.
Después estaba la muchachita. Parecía muy lista, y podía verse que era instruida; no podía identificar su acento, apenas perceptible. Probablemente era hija de Creta, o de una de las pequeñas islas del sur de la Hélade y había sido tomada prisionera siendo niña, durante la guerra entre Roma y Antíoco. En Karjedón se trataba bien a los esclavos, sin mayores sentimentalismos, sólo como a valiosas mercancías. Durante la guerra los esclavos habían defendido la ciudad, luchando valientemente contra los mercenarios. En la mayoría de las ciudades de la parte helénica de la Oikumene esto hubiera sido impensable; a pesar de todos los años pasados allí, nunca me pude acostumbrar a que los esclavos fuesen tratados peor que animales. La muchacha sabía leer y escribir; mi último escriba —un alejandrino— había estado mareado durante todo el viaje entre Egipto y Bitinia, a pesar de que el sereno mar estival no daba motivos para ello.
Además, era una muchacha hermosa. ¡Ah, la actividad de la carne! Después de ochenta años de vida ésta no sólo se había moderado, sino que había cesado por completo. Pero la subsistencia del deseo sólo puede hallar las quejas de un anciano cuando a éste le faltan oportunidades de afrontar esos deseos.
El alejandrino —que se quedaría en Nicomedia— me había ayudado a terminar la lista de mercancías. La caravana bactriana había dejado la ciudad para poder atravesar la cordillera que marca los límites con Persia antes de que comenzara el invierno. Y para escapar de los territorios de Bitinia-Pérgamo antes de que Prusias y Eumenes consumaran la última locura helénica.
Pescado salado del Ponto Euxino, miel de Colquis, grandes ruedas de queso bitinio, nueces de Paflagonia; a esto se añadían algunas mercancías traídas por caravana: fardos de muselina y seda, cajas de madera cargadas con láminas de carey unos cuantos sacos de cuero llenos de rojas cornalinas, espliego, casia y cinamomo. En conjunto era un buen cargamento. Las tallas en marfil púnicas, los trabajo: en oro y cristal, el aceite ático; todo lo que había descargado en Nicomedia y estaba vendido, y lo que ahora cargaba no me había costado más que ocho décimas partes del producto de la venta, y me produciría una ganancia de casi el doble. Repasé una vez más los ingresos y gastos, marqué algunos fardos y cajas y observé cómo unos tracios empezaban a cargar los carros.
Encontré la cajita tras un tabique de madera al fondo del salón. El polvo de saquito era blanco y olía como debía oler. Saqué de mi bolsa de viaje la maravillosa figura de cristal fabricada en un taller púnico.
La botellita tenía la forma de un cuerpo femenino, sin brazos y sin piernas. Los pechos eran grandes y erguidos. El tapón de corcho estaba adornado con una especie de collar; encima de éste habían tallado en zafiro el rostro delicado de una joven púnica. El parecido era asombroso. Una finísima y larga cadena de oro rodeaba el cuello de la botella y la parte inferior del tapón, manteniéndolos juntos.
Podía usarse esta cadena para colgarse la botellita del cuello.
Mis pensamientos retrocedieron un año y medio, a una época de tristezas y pesares. Dejé escapar un suave suspiro; luego abrí el aro que cerraba la cadena, saqué ésta cuidadosamente por la diminuta abertura, separé el tapón y vertí el polvo blanco dentro de aquel cuerpo de mujer.
Blancos excrementos de paloma formaban dibujos desconcertantes sobre los saledizos de las basas de las parduscas columnas de mármol del portal. El Banco Real, situado por encima de la zona portuaria, era agradablemente fresco. Un guarda del banco provisto de un peto dorado y un monstruoso penacho me condujo a través del barullo del salón.
Hipólito se levantó al verme, salió a mi encuentro, me cogió del antebrazo derecho y despachó al guarda. Luego cerró las pesadas cortinas de lana de Pérgamo entretejida con oro y me ofreció una silla. El cuero era sencillo, pero los apoyabrazos estaban adornados con incrustaciones de marfil.
—Qué gusto volver a verte. —Tiró de una hilacha de su extraño traje (algodón con ribetes de púrpura, sujeto al cuello por dos hebillas doradas y una cadena de oro), y con una demora finamente calculada, añadió—: Tío.
Esperé a que se hubiera sentado tras su mesa sobrecargada de rollos de papiro y pieles, tenía el rostro gris, los ojos hundidos.
—Dejémoslo así; de lo contrario voy a tener que ponerme a pensar qué tratamiento debo dar al nieto de un primo hermano de mi padre. Pero tienes mal aspecto.
Se observó a si mismo.
—Sí. Y así es como me siento. Esta economía de guerra… Prusias y sus absurdos planes hacen escasear el dinero y estrechan nuestro campo de acción, y no todos los clientes lo comprenden. Además, listas especiales, impuestos extraordinarios, evaluación de la contribución por intereses acumulados; y todo calculado hasta anteayer. Pero supongo que no has venido a escuchar mis quejas.
Le explico lo que proyecto hacer: liquidación de mi saldo activo, exceptuando un pequeño resto que quedaría en manos del hasta ese momento administrador y en adelante socio de mi negocio. Hipólito se puso a excavar entre sus cosas; finalmente sacó un rollo de un montón que sólo se mantenía sobre la mesa gracias al peso de una reproducción en plomo de la Esfinge.
Mi saldo activo ascendía a cuarenta y cinco talentos, veintisiete minas, cincuenta y cinco dracmas y cuatro óbolos, incluidos los intereses del año en curso. La economía de guerra del rey Prusias no permitía que se liquidara o se sacara del país más de la quinta parte de cualquier fortuna. Las reservas del Banco Real… Once talentos de plata correspondían entonces a un talento de oro; tres talentos de oro a un talento de perlas. Acordamos que se llevarían al barco dos mil cuatrocientas monedas de oro, más o menos la quinta parte de mi saldo; un comerciante llamado Hefestión, que debía dinero al banco y acababa de recibir un cargamento de perlas, seria sutilmente obligado a asumir la responsabilidad de mi saldo activo y a entregarme las perlas —sin la intervención del banco— a espaldas de las ordenanzas de Prusias.
Me enteré además de que el capitán del puerto también tenía deudas con el banco; una esclava cretense no debía costar más de cinco minas, y, para dar más fuerza a mi pretensión de poseer esa esclava, Hipólito me hizo acompañar por un delegado del banco que le recordaría sus deudas al capitán del puerto. Poco antes de la puesta del sol subí a Corina a nuestro barco y le pedí a Bomílcar que le diera algo de comer, agua caliente y ropa fresca. No pude evitar que la muchacha me besara la mano.
La pequeña colina ubicada al oeste de la ciudad ofrecía una espléndida vista de la bahía astaquénica, Nicomedia, el puerto y las montañas. El mar daba forma a un tornasol que cambiaba de verde azulado a negro; las pequeñas barcas de los pescadores nocturnos salían del puerto una tras otra, como ensartadas en un cordel. A la derecha, a los pies de la colina, empezaba el bosque ralo que rodeaba el palacio de Prusias; la blancura de murallas y torres brillaba entre el follaje.
Me senté sobre la basa de una columna caída. Las ruinas del antiguo templo de Artemis eran muy apropiadas para un melancólico reencuentro. Moho y líquenes habían conquistado la mayoría de las piedras; ya sólo una agrietada columna continuaba erguida, en el centro.
Subió la colina muy rápido, casi trotando, ágil como un muchacho. Su respiración apenas si se había acelerado. Apretó su mejilla contra la mía y la mantuvo así un momento; luego me apartó, puso las manos sobre mis hombros y me observó. Los años —él debía tener sesenta y uno, pensé— casi no habían dejado rastro en él. Quizá ahora tenía la nariz más afilada, y las arrugas que rodeaban su ojo izquierdo formaban ahora una red más compacta. Pero su mirada era tan aguda y fría como siempre; sus cabellos apenas habían encanecido, cejas y barba seguían completamente negras.
—Qué alegría volver a verte, viejo amigo. No has envejecido, según veo. —Aníbal sonrió.
—¿Para qué tanto secreto? Pensaba que eras huésped del rey. Bueno, en realidad no sabía si estabas en Nicomedia o si te encontrabas metido en alguna absurda empresa.
—Absurdo, ésa es la palabra. —Señaló a su espalda—. ¿Has visto lo que llaman el puerto militar del príncipe?
Miré hacia allí abajo, donde yacían cuatro viejos trirremes, dos penteras y una multitud de pequeños veleros maltrechos.
—Sí, la excelsa flota. ¿Y qué?
Aníbal sonrió con sarcasmo.
—Prusias hace que me espíen. Tiene un miedo espantoso a todas las artimañas que puedo emplear contra él. Siempre me siguen dos o tres espías. Aquí arriba puedo verlos desde lejos; además, éste es mi habitual paseo nocturno.
—Por eso me enviaste el mensaje secreto. ¿Dónde has estado los últimos años? He oído rumores sobre Armenia.
Aníbal dio un suspiro y se apoyó contra la solitaria columna.
—Si. Estuve con el rey Artaxias, limpié sus bosques y calles de ladrones y proyecté una ciudad para él. Pero… —Señaló la negra superficie de agua que se extendía allí abajo, cubierta por la sombra de las montañas. Más allá, sobre la costa sur, todavía podíamos ver el borde del sol.
—¿Pero qué? ¿El mar?
Aníbal me miró; en la mirada de su único ojo se reflejaba una extraña mezcla de sentimientos. Pena, obstinación, nostalgia, rechazo, desilusión, orgullo…
—Tú también eres así —dijo a media voz.
—Así que fue por eso. No querías abandonar este mar.
Cruzó los brazos. Como de costumbre, sólo llevaba puesto un sencillo chitón, un austero peto reforzado con metal, sandalias; como de costumbre, llevaba al cinto la espada de Ylán.
Aníbal advirtió que lo observaba y se llevó la mano a la espada.
—Tu más afilado y fiel regalo. Nunca me ha dejado en la estacada.
—Pero ¿qué quieres hacer ahora, con o sin espada? Este mar…
Levantó la mano.
—Este mar, esta sal, este aire, este viento. Las montañas y bahías y hombres. Lo sé; se ha convertido casi en un mar interior romano. Pero a pesar de ello…¿Cómo anda todo en casa?
—Kart-Hadtha está progresando. Los errores del pasado no se pueden reparar, pero todavía florece el comercio, y tu nuevo orden ha echado raíces. Ya no hay tanta corrupción; los funcionarios importantes son elegidos, los cargos ya no son vitalicios. Pero…
—¿Pero qué?
—Masinissa.
Le referí el ataque númida que yo mismo había vivido, completando el relato con informes que había recibido de otros: comerciantes, viajeros, marineros. Masinissa tenía un sueño, el sueño de un gran imperio númida con Kart-Hadtha como capital. Las fronteras fijadas por los romanos eran poco concretas, y podían ser interpretadas a voluntad; al Senado y al pueblo de Roma no les interesaban ni un ápice las sangrientas fronteras de Karjedón y las constantes pérdidas de territorio. Además, Roma tenía otras muchas cosas de qué preocuparse. Guerra en Iberia, donde los jefes de los pueblos nativos habían comprendido hacia ya mucho tiempo que sus nuevos señores los estaban esclavizando; para Kart-Hadtha esos pueblos siempre habían sido aliados, con autonomía para practicar su propia política interna. Levantamientos de celtas e ilirios. Insatisfacción entre los itálicos aliados a Roma, protestas de los helenos, dificultades con los propios campesinos y esclavos de Roma.
—Si, claro, los númidas. —Aníbal volvió a cruzar los brazos. Un gesto duro y al mismo tiempo amargo se formó alrededor de su boca—. Como tú has dicho, los errores del pasado. Mi padre y Asdrúbal no lograron unificar campo y ciudad; el Consejo prefería tener esclavos. ¿Sabías que hace años discutí con Escipión una modificación del tratado? Por escrito.
Lo miré muy sorprendido.
—No.
—Ay, querido amigo, había tanto que hacer, y más tarde hubo tantas otras cosas importantes… —Se tocó el parche que le cubría el ojo derecho—. Sí, mantuvimos correspondencia. Le ofrecí que Kart-Hadtha fuera aliado de Roma. Para ello Roma debía reconocer a las viejas ciudades de Tabraq, Sikka y Thiouest como plazas fuertes de la frontera occidental del imperio púnico, que debía ser una línea trazada entre estas ciudades; y al este, Leptis.
—¿Te dio alguna respuesta?
—Quería abogar por ello en Roma. Y después…
No siguió hablando; no hacia falta. Después los altos cargos y grandes propietarios de Karjedón informaron a Roma que Aníbal estaba preparando una nueva guerra; los romanos exigieron que les fuera entregado y él tuvo que huir. Como yo. Como muchos otros.
—¿Qué piensas hacer ahora, además de contemplar el mar y respirar el aire?
Se echó a reír.
—Lo que sé hacer mejor: sembrar intranquilidad. Mañana zarpa la poderosa flota del gran rey Prusias dirigida por el nuevo almirante Aníbal, dispuesto a hundir las cáscaras de nuez de Pérgamo.
—¡No lo dirás en serio! Pérgamo tiene…
—Lo sé. La mejor y más grande flota después de Roma, Egipto y Rodas. No importa. Sé cómo hacerlo.
Me acerqué a él y puse las manos sobre sus hombros.
—¡Aníbal, vuelve en ti! Aunque lo consigas… ¡Eumenes es muy superior a los bitinios incluso sin su flota! Y es aliado de Roma.
—Lo sé. Pero hasta que Roma envíe un ejército y éste llegue aquí ya todo habrá terminado hace mucho tiempo. Sólo hay un punto débil.
—Te equivocas. Hay muchos. Pérgamo tiene dinero y armas, y un buen ejército. Prusias sólo dispone de algunos miles de hombres. No hablemos ya de la flota…
Aníbal pestañeó.
—Olvida la flota. Por lo que toca al ejército: para decidir rápidamente la guerra Eumenes tiene que atacar la costa del Ponto Euxino. Sólo así puede interponerse entre Bitinia y una posible ayuda armenia o refuerzos de Colquis. Al avanzar por la costa tiene que seguir unos caminos determinados. Yo conozco todos esos caminos, y sea cual fuere el que tome, éste lo llevará, por lo menos, a tres lugares en los que unos pocos miles de hombres pueden aniquilar a cualquier gran ejército.
Respiré hondo.
—Si tú lo dices… Pero ¿cuál es el punto débil?
Aníbal escupió.
—Prusias. Igual que antes lo fue Antíoco.
—¿El rey victorioso que no quiere seguir las propuestas del gran general, para quedarse él con toda la gloria?
—Tú lo has dicho, amigo.
—¿Para qué todo esto, entonces?
No pude interpretar la expresión de su rostro; a la luz del crepúsculo parecía haberse convertido en una parte de aquella columna solitaria.
—Para nada. —Sin ninguna entonación, sin amargura ni sarcasmo.
—¿Para nada? Ya, pero…
Se separó de la columna y caminó hacia mí, se sentó sobre la basa caída.
—Este mar romano —dijo a media voz.
Lo comprendí, pero sólo por un instante. Aníbal no podía ir a ninguna parte por este mar. Iberia es romana; la costa noroccidental de Libia está siendo conquistada progresivamente por el imperio de Masinissa; Kart-Hadtha lo había desterrado, y tampoco las otras ciudades púnicas y libiofenicias se arriesgarían a acogerlo; Egipto oscilaba entre la autocontemplación y las escaramuzas con el imperio de los seléucidas, y cuidaría de no dar la bienvenida al proscrito contra la voluntad de Roma; el episodio de Aníbal con los seléucidas había terminado en Magnesia, si no antes, en las Termópilas, cuando el gran estratega tuvo que presenciar, impotente, cómo el gran ejército seléucida, muy superior en número pero dirigido por un rey vacilante, era aniquilado por las legiones romanas; todas las ciudades helénicas de Asia, excepto Bitinia, eran aliadas de Roma; lo mismo Massalia, en las Galias.
—Y los helenos son esclavos —dije; era más bien un pensamiento expresado en voz alta.
Aníbal refunfuñó.
—Siervos, no esclavos. Los esclavos no pueden hacer nada para liberarse, están subyugados. Atenas, Corinto, Esparta, Macedonia, se someten a ellos mismos con sus infantiles rencillas internas.
Coloqué la mano sobre su brazo y lo miré a los ojos tratando de persuadirlo.
—Ven conmigo. Estoy tramitando la liquidación de mis negocios. Una parte del dinero te pertenece. Alejandría es una ciudad más o menos libre; hasta que el próximo enviado de Roma exija tu extradición. Podrás quedarte allí unos días, por lo menos, hasta que yo termine la liquidación.
—¿Y después?
Levanté los brazos.
—La Costa del Incienso. También el Mar de las Indias es salado. O las antiguas ciudades púnicas del otro lado de las Columnas de Heracles: Liksch, Kart Hannón, las Islas Afortunadas. O la India…
Rió, un poco dolido.
—Dos ancianos jugando a retirarse, ¿eh? Bah, olvídalo, Tigo. Yo necesito hacer cosas, moverme, estar en acción. ¿Crees que después de más de sesenta años todavía puedo aprender a vivir sentado en un rincón, bebiendo vino y contemplando el mundo?
—¡Pero tu aventura bitinia carece completamente de sentido!
—No, no es así. Existe una posibilidad.
—¿Cuál? ¿Para qué?
—Si Prusias me escucha, si me deja actuar, podemos derrotar a Pérgamo. Este vacilante rincón del Bósforo puede asentarse sobre bases firmes.
Nicomedea, dijo, no era la ciudad adecuada, debido a su posición geográfica; más sensato seria fundar una nueva capital exactamente en el Bósforo, o ampliar una polis ya existente, o sea Bizancio, que por desgracia era aliada de Roma. Defender incansablemente, con una buena flota y un ejército ordenado, el estrecho que une Asia y Europa, convertirlo en un punto clave del comercio y la influencia política, situado entre las montañas, minas e interminables estepas del norte, los antiguos imperios de Oriente, los estados helenos, tierra y mar, rutas comerciales… Un nuevo centro helénico, lo bastante alejado de Roma para que no parezca al Senado una amenaza inmediata, pero sin embargo dentro de los limites de la Oikumene.
A pesar de mí mismo, tuve que aceptar que no se trataba de una posibilidad minúscula, sino de algo grandioso y deseable, de un proyecto colosal y convincente. Una metrópoli al este de Oikumene, centro y ombligo de todo entre Bactriana y la Hélade, las estepas escitas y Arabia.
—Y tarde o temprano —dijo—, incluso los belicosos pueblos helenos, como Atenas y Esparta, comprenderán que no existe otra elección. Roma pisotea todo lo que encuentra a su paso. Cuando estaban bajo dominio púnico, las ciudades de Sicilia conservaban y guardaban sus instituciones y costumbres; ahora allí todo está como Roma quiere que esté. Una lengua, una ley, una moral, una administración. Probablemente tarde o temprano también descubrirán un único Dios; es repugnante.
¿Una metrópoli para macedonios, escitas, tracios, armenios, persas, mesopotamios, árabes, helenos; centenares de lenguas y cientos de miles de costumbres unidas en una federación o un imperio, unidad en la multiplicidad, para hacer frente al monolito romano y su aniquilación de todo lo diferente? Los fragmentos del cuadro que Alejandro quiso dejar como herencia podrían volver a reunirse alrededor de un nuevo centro, sin violencia, para beneficio de todos; ninguno de esos fragmentos —la Hélade, Macedonia, Siria, Egipto, Pérgamo…— era capaz de conjurar a su alrededor a los demás; pronto las sandalias de los legionarios harían cisco todos los fragmentos, y el cisco se cocería en un violento horno para dar forma a los trocitos de un abandonado mosaico de la unidad. ¡Pero un nuevo centro, en el lugar en que se cruzan las rutas terrestres con las marítimas!
—A Prusias tienes que… —Dejé el final abierto.
Aníbal dio un suspiro.
—Olvidas seiscientos años de enemistad entre helenos y púnicos. Un general púnico cubierto de polvo y gloria, y además anciano, puede pasar. Pero ¿un soberano púnico? Y los hijos de Prusias son imbéciles.
Mi mente volvía una y otra vez a su plan; la audacia y enormidad del proyecto casi no me permitían respirar. Y todo era tan evidente…, una ciudad grande y rica no tardaría en atraer y retener, sin ningún esfuerzo, a las principales rutas comerciales, que, además, ya pasaban cerca de allí. Y todo dependía únicamente de que un obeso reyezuelo dejara actuar durante un instante al estratega más grande de la historia.
—Pero Pérgamo es aliada de Roma —dije finalmente—. Si Eumenes pierde todo, vendrán las legiones romanas.
Aníbal apoyó la barbilla en el hueco de la mano.
—Eso no debe suceder. No voy a aniquilar Pérgamo, sólo voy a… ponerlo a raya. La oferta de cooperación está lista; ofreceré a Eumenes tantas ventajas que cuando sus tropas sean derrotadas no dudará en aceptarla. Y una legación enviada a Roma ofrecerá allí un tratado de amistad y colaboración en un proyecto muy ambicioso.
A la luz leonada del crepúsculo que el cielo aún derramaba sobre el viejo templo, Aníbal parecía haber adquirido de pronto una juventud intemporal; durante un momento pensé que se quitaría el parche y que le habría vuelto a crecer el ojo.
—¿A qué empresa te refieres ahora?
—La conquista y colonización conjunta de las regiones escitas, tracias, celtas y germánicas, hasta el Ister. Danubius lo llaman aquí, creo.
Guardamos silencio un largo rato; hasta que ya apenas si brillaba la luz del sol, y la luna, casi llena, empezaba a inundar todo de lechosos espíritus.
—Algunas cosas son demasiado grandiosas para un viejo comerciante —dije finalmente, enronquecido.
Aníbal parecía no haberme escuchado.
—Si aceptan y extienden manos y brazos hacia el norte, dejarán su vientre al descubierto en el sur. Y si se niegan, la oferta al menos los habrá tenido ocupados durante un buen tiempo, y no podrán echarse sobre nosotros de inmediato.
Murmuré algo sin sentido; Aníbal volvió a dirigirse a mí.
—Nunca he odiado a Roma —dijo a media voz, con un dejo de amargura—; tú lo sabes, Tigo. Roma o Siracusa o Petra o Atenas, todos tienen los mismos derechos. Yo lo único que quiero es que Roma reconozca esos derechos también a Kart-Hadtha. Pero Roma no se los reconoce a nadie, sólo a sí misma.
—¿Y si todo fracasa? ¿Si Prusias no te deja actuar con libertad?
Hizo un movimiento con los hombros.
—Entonces también se habrán perdido los últimos trozos de costa en los que aún se me permite detenerme.
Me quité lentamente la delgada cadena que colgaba de mi cuello.
—Un polvo indio —dije en voz baja—. Va mejor con agua o vino, pero en caso de urgencia también puede tragarse solo. Rápido y sin dolor. —Le alcancé la cadena y la botellita.
—Te lo agradezco, amigo.
Aníbal extendió la mano. Luego sufrió un sobresalto; a la luz de la luna vi que sus facciones perdían la compostura, la sangre fría, como barcos de una flota repentinamente dispersada por la tormenta y el oleaje.
—Elisa. —Apenas movía los labios, absorto en el retrato de la hermosa cartaginesa a la que había amado y que le había dado a su hijo.
—Quizá éste sea mi último regalo, Gracia de Baal.
Levantó los ojos del frasquito de veneno.
—Estará conmigo en mi último momento. —Sujetó la cadena a su cuello—. Tienes un humor muy negro, Tigo. También por eso te he querido siempre.
Muy de mañana zarparon los barcos de guerra de Bitinia. En el puerto reinaba un gran júbilo; Prusias tuvo la benevolencia de acudir para despedirse haciendo señas desde su silla de manos. La gente agitó sus pañuelos casi hasta que la miserable flota se hubo perdido de vista.
Bomílcar se puso a mi lado, colocó un pie sobre la borda inferior y echó un escupitajo al agua turbia del puerto.
—Ésos que van a bordo son polillas antes que marineros. Prusias es un cerdo redomado.
Corina lo observaba interrogante. Yo había pasado el brazo derecha por encima de los hombros de la muchacha; después de ciertas noches, un anciano tiene el derecho de apoyarse en un mujer joven.
—Si Aníbal hace el milagro con esas barcas agujereadas —dijo el púnico—, Prusias podrá celebrar un triunfo. Y si, como es de suponer, Pérgamo gana el combate, Prusias se habrá deshecho de su huésped más incómodo y podrá argumentar que todo había sido idea de Aníbal.
En efecto, se había conseguido mantener la empresa en secreto hasta el amanecer. Las naves habían zarpado sobrecargadas; se habían subido a bordo todos los instrumentos posibles y, junto a la tripulación y los remeros, iban también arqueros y casi mil soldados de a pie.
Pasé los dos días siguientes ocupado en la liquidación de los negocios que aún me quedaban y el traspaso del almacén a mi administrador, a quien convertí en socio; las noches las pasaba con Corina, a bordo del barco. Quizá era la luna, casi llena, lo que hacía subir el agua del puerto a la caña vieja y seca; pero no era agua salobre. Bañada y fresca, con ropas nuevas, después de haber recibido cuidados y masajes en uno de los baños calientes del puerto, y, sobre todo, sin el miedo de ser maltratada y con buena comida y bebida, Corina cambió por completo; unos cuantos días después ya casi no se acordaba de aquella esclava de pacotilla, como ella decía.
Bomílcar refunfuñaba malos presagios tras su negra barba; no quería ninguna mujer a bordo. Cuando le dije que Corina era mi nueva escribana y que por lo tanto era menos una mujer que un miembro de la tripulación, solté una risa sarcástica y mezquina. El camarote de popa, ubicado sobre la bodega y bajo el puesto del piloto, era lo bastante grande como para poder ser dividido. La parte de Bomílcar era la más pequeña; a este lado de la pared divisoria hice colocar una mesita y un taburete.
—¿Qué es lo que quieres hacer? —Corina estaba acurrucada entre las pieles de la litera, observando cómo yo examinaba los rollos de papiro. El vendedor había prometido la mejor calidad; como sea, en Egipto hubieran sido considerados regulares.
—Escribir una historia. Muchos pequeños fragmentos de ella ya están escritos; los rollos están en Alejandría. Pero todavía me faltan escribir algunas partes. Tenemos un largo camino hasta Alejandría. Escribiré hasta que mi mano ya no pueda hacerlo, y después te dictaré y tu escribirás.
—¿Qué tipo de historia?
—Una historia de cosas y países y seres humanos. Fragmentos de la larga historia que he vivido.
Hizo un guiño.
—¿Aparezco yo en esa historia? ¿Siquiera un poquito?
—Como mínimo. —Reí con malicia—. Sobre todo hacia el final, y en las noches, por cierto.
Tres días después de la partida de la flota apareció Hipólito con un portador. La bolsa de cuero era pesada.
—Hefestión —dijo el banquero— se ha dado por vencido anoche. Ya sabes, se resistía a aceptar mi propuesta para cancelar sus deudas. A excepción del resto acordado, desde ahora tu saldo activo figura a su nombre; me he permitido descontar inmediatamente sus pagos vencidos. Para ello me ha dado esto. Hay un talento y medio; un poco más de lo previsto.
Yo mismo llevé las perlas al camarote de popa; Hipólito despidió al portador y subió conmigo y Corina al puente de popa, donde Bomílcar nos esperaba con vino sirio.
—Todo es completamente legal —dijo Hipólito tras el primer trago. Esbozó una suave sonrisa burlona—. No podía darte más de la quinta parte. Y no te he dado más de la quinta parte. Los negocios que puedas hacer con otros comerciantes, fuera del Banco Real, no son de la incumbencia del gordo.
Por la tarde levantamos el anda y abandonamos el puerto de Nicomedia. No había noticias de la flota. Bomílcar estaba inclinado sobre los mapas extendidos, señalando con el índice varios lugares en las costas; luego dirigió la vista al cielo.
—Una noche clara. Ojalá el tiempo se mantenga así. Con un poco de suerte podremos navegar guiándonos por las estrellas cuando hayamos dejado atrás el Helesponto. No queremos caer en medio de un combate naval, ¿no?
Bomílcar nos mantenía en mar abierto durante las noches, para conducirnos a lo largo de las costas asiáticas durante el día. En el tercer día de viaje encontramos restos de navíos; hacia el atardecer uno de los marineros divisó algo que se movía en el agua y parecía dirigirse hacia nosotros. Bomílcar mandó recoger la vela mayor y se colocó él mismo en el timón lateral.
Era un joven oficial de una pentera de Pérgamo. Había pasado un día y medio a la deriva llevado por los restos del naufragio. Después de haber bebido y comido nos relató el milagro consumado por Aníbal.
—No, no fue un milagro, él es el milagro, si existe alguno. Es un gran estratega, también en el mar. Y tan astuto como Odiseo.
La flota del rey Eumenes estaba formada por ochenta barcos de guerra, todos ellos prácticamente nuevos y con buenas tripulaciones. Navegaban sin perder de vista la costa; al caer la noche anclaban en alguna cala o entre las numerosas islas.
—Sin prisas; sabíamos que éramos muy superiores en número y en calidad, pero no queríamos dejarnos sorprender ni obrar con precipitación. Anteayer por la noche oímos de boca de un pescador que la llamada flota bitinia había fondeado en una bahía, y que incluso una parte de ella estaba en tierra, pues algunos barcos estaban agujereados. Es una zona en la que en esta época del año el viento casi siempre sopla desde tierra, pero eso no era un obstáculo; si se alzaba viento recogeríamos las velas y todos los hombres cogerían los remos.
»Nos pusimos en marcha muy temprano, antes de que saliera el sol. Justo a la hora de desayunar llegamos a la bahía. Allí vimos esos orinales carcomidos por el óxido; estaban intentando zarpar. Creo que en ese momento nuestros gritos y risas resonaron con más fuerza que la cólera de Zeus en la tormenta. ¡Esos barcos en la bahía, tan pocos, tan viejos, tan apolillados! Y los pobres muchachos que había en ellos no izaban correctamente las velas de los barcos pequeños, y en un viejo trirreme la mitad ya había empezado a remar mientras los otros aún desayunaban, y el barco daba vueltas como un ciempiés borracho.
»Entonces salió una pequeña barca con bandera clara; al parecer querían negociar, o rendirse, o algo así. Entretanto, nosotros entramos en la bahía; tuvimos que sufrir algunas magulladuras, pero todos nuestros barcos consiguieron entrar. No cabía ni un alfiler más. La barca de los negociadores se acercó a nosotros, y un hombre que venía en ella preguntó quién era nuestro almirante, y en qué barco se encontraba; luego se dirigió hacia el navío del almirante, saludó atentamente de parte de Aníbal y preguntó si queríamos rendirnos. Nunca he escuchado carcajadas como las que brotaron entonces.
»La pequeña barca dio la vuelta y fue a reunirse con las otras, que entretanto habían izado las velas a medio mástil y habían enderezado los remos. Y en ese mismo momento empezamos el ataque».
A partir de ese momento la narración se hizo un poco confusa. Casi inmóvil entre las escarpadas costas de la bahía, la flota de Pérgamo, muy superior a la de Aníbal, se veía ante unos cuantos veleros y barcos de remos apolillados que tenían el viento a su espalda. El presunto negociador había servido a Aníbal para averiguar en qué navío se encontraba el jefe de la escuadra enemiga. El fuerte viento de tierra impulsó rápidamente a los veleros hacia la flota de Pérgamo; tres o cuatro navegaron hacia el barco del almirante.
De repente, salieron volando algunas tinajas que cayeron sobre los barcos que formaban el ala de la flota de Pérgamo. Aníbal había mandado construir pequeñas catapultas que luego había emplazado sobre los escarpados acantilados que rodeaban la bahía. Desde allí disparaban miles de tinajas que casi siempre caían y reventaban sobre barcos enemigos. Las tinajas contenían aceite. Las carcajadas de los guerreros de Pérgamo ante este ataque con tinajas de aceite terminaron de pronto, cuando los arqueros dispararon desde la orilla flechas incendiarias que no tardaron en prender fuego a los barcos empapados en aceite.
También estaban empapados en aceite los pequeños veleros que navegaban hacia el centro de la flota, donde se encontraba el barco insignia. De pronto también estos veleros empezaron a arder; sus tripulantes saltaron por la borda y el viento de tierra se encargó de llevar los barcos incendiados hasta el corazón de la escuadra de Pérgamo.
El joven abrió bruscamente los ojos, palideciendo al llegar a la parte final del relato del combate naval.
—Entretanto, también los barcos de remos habían llegado hasta nosotros. Éstos nos arrojaron todavía más tinajas, que reventaban al caer sobre nosotros. ¡Y de esas tinajas salieron miles de serpientes venenosas, escorpiones y tarántulas! El combate quedó olvidado; todo era un caos de gritos y de saltos. Y en ese momento nos abarloaron los barcos de Aníbal, y sus soldados de a pie cayeron sobre nosotros. Vestían de forma demencial, no llevaban chitón, ni sandalias, sino una especie de largos tubos de cuero alrededor de las piernas, y bolsas de cuero en los pies. No hicieron caso de las serpientes y escorpiones; simplemente cayeron sobre nosotros y nos hicieron pedazos. Calculo que Aníbal debe haber capturado unos treinta buenos barcos; los demás se incendiaron o hundieron. Y para ello sólo tuvo que sacrificar seis o siete de sus apolilladas barcas. La flota de Pérgamo ya no existe.
Al caer la noche llegamos a un pequeño puerto insular; allí oímos que una vez terminado el combate naval Aníbal se había dirigido tierra adentro para visitar algunas plazas fuertes de la frontera sur de Bitinia y para reclutar o alistar soldados.
Es agradable escribir al atardecer, viendo el mar por encima de los rollos y tinteros. Pronto me cubrirá la noche, como el mar al buceador, aunque la primera no admite ningún regreso a la playa. Quizá consiga tender un puente de papiro a través de esta oscuridad, para que en un mañana lejano y extraño alguien pueda saber que existió un ayer.
Dos veleros mercantes se acercan al Gran Puerto desde el este; llegarán a él antes que la noche. El sol se desliza hacia el ocaso entre los resplandecientes tejados del palacio y la punta luminosa de la torre de Faros. Frente a mí, a menos de treinta pasos de distancia, gaviotas chillan y despedazan un pez muerto. Tampoco yo volveré a altamar —al Gran Verdor, como dicen los egipcios—, pero a diferencia de ti, escamoso amigo, todavía puedo defenderme de los gritos y desgarrones.
La voz de Corina es dulce; como su piel y sus labios. Tiene veintidós años y calienta mis noches, hasta el punto en que un anciano de ochenta y ocho años puede necesitarlo. Cuando me llegue la muerte ella será libre; no da señas de una impaciencia indecorosa, y sólo me roba lo que su espíritu cretense considera indispensable. Sé que el papiro cuesta dos dracmas; hoy ella me trae nuevos rollos al precio de dos dracmas y dos óbolos; sí, claro, los intermediarios…
El templado nordeste es salino y amplio. Seguramente en el puerto también hay barcos que zarparán hacia el Oeste… en tanto los romanos lo permitan. Con este viento hasta las Columnas de Heracles, y más allá; navegar una vez más entre grandes balanceos y cabecear y salir a flote y echar espuma. Corina debe llevarse el vino sirio y traerme agua; agua no canalizada del Nilo, almacenada en la cisterna del sótano, agua fresca del profundo pozo del lugar. Con vino y este viento me pondría a meditar, y los recuerdos vertidos sobre tantos rollos tienen ya que llegar a un final y ser transmitidos; trabajo para un sinnúmero de días, y quién sabe cómo soplará el viento mañana. Hoy me lleva al camino que conduce el océano universal, y también al lugar donde nací: a casa, a Karjedón, que, si la voluntad de Masinissa y de los romanos así lo dispone, pronto será un montón de ruinas llamado Cartago.
Es allí donde nací, cuatro años después de la absurda muerte del gran Pirro, cuatro años antes de que los romanos rompieran el tratado, provocando así la primera gran guerra entre Italia y Libia. Con la ruptura de ese tratado comenzó la decadencia de un mundo, aunque en aquel entonces nadie podía preverlo. Durante mi larga vida, transcurrida entre las montañas nevadas al este de la India y las costas occidentales más allá del océano, he visto a muchos grandes hombres y he presenciado muchas decisiones desesperadas; ahora todo ello se ha desvanecido en la nada. Como el desgraciado, honorable y tozudo Régulo, el gran estratega Amílcar y, naturalmente, Publio Escipión, llamado Escipión el Africano. Eran grandes, pero no fueron más que ruedas de un carro; tenían el poder de acelerar o retardar la marcha del carro, pero no podían detenerlo, ni escapar de él. Sólo uno tuvo la perspectiva suficiente, y durante excitantes y vertiginosos años tuvo en sus manos el poder y la oportunidad de evitar el fin de un mundo, de nuestro mundo, y de desviar el curso de la historia. Fue más grande que Aquiles, Siro y Alejandro; pero ahora Aníbal yace muerto desde hace dos años. En las tabernas siempre se habla de él, incluso aquí, en Alejandría; en Roma nunca se callará de él. Fue el poderoso fuego en que se consumió ese viejo mundo que no renacerá como el Fénix. Sólo me queda formar oraciones con las cenizas de mi memoria, en esta última ciudad libre.
Libre, ya. Próximas al puerto —que, como todos los puertos, pertenece al mundo— y a Rakhotis, el sector egipcio, Eleusis y Kanopos Siempre me han parecido lo menos repugnante. El resto, a excepción de la biblioteca y el museo, es pompa y esclavitud: espléndidas calles por las que caminan seres humanos que no disponen de sus propias personas; magnificas casas administradas por esclavos y habitadas por sirvientes que pagan un alquiler; el marmóreo hormiguero de la administración, donde se manejan los fondos de mil impuestos, dos mil aranceles y tres mil arbitrios; graneros en los que se acumula la riqueza de un país totalmente tutelado. Quizá quien dijo esta frase no fue Dioketes Apolonio, protector del tesoro público durante el gobierno del segundo Ptolomeo, pero pudo haberlo sido: «Aquí nadie puede hacer lo que quiere, pues todo está regulado para su bien». La construcción del país no tolera ninguna interrupción; cada persona tiene su puesto, que sólo puede abandonar por un mandato extraordinario o consiguiendo una autorización especial.
El lazo que impide a todo Egipto pensar y respirar está menos apretado en dos lugares. Kanopos, ciudad del vicio y el placer, es la válvula que deja escapar la presión, que de acumularse haría estallar el recipiente. Y Eleusis, el barrio de los ricos y los palacios rodeados de jardines: el lugar que corresponde a aquellas personas que mediante la construcción del país han ganado lo suficiente como para poder elegir ellos mismos su puesto, incluso en Alejandría, bajo los ojos de los señores lágidas. No me quejo, pues yo soy uno de ellos, aunque no formo parte de todo eso. Todo es nuevo y escandalosamente rico; los vecinos opinan que la casita de blancas piedras de cantera y tejas que me he hecho construir junto a la playa envilece el barrio. Yo opino que lo ennoblece.
Pero Eleusis es una solución de emergencia. Dista treinta pasos de la playa, dos mil del Gran Puerto, cinco mil del puerto oriental o de la biblioteca; ésas son las ventajas. No hay nada más que decir. Durante algunos meses viví en la zona del puerto y los muelles. Era al mismo tiempo grandiosa y amarga; los olores, las conversaciones con marinos y comerciantes, cada día consistía en esperar el atardecer, cada atardecer era vino y charla y embriaguez y recuerdos y nostalgia: adicción al mar. Cada noche consistía en olvidar, y cada mañana el río de Heráclito brotando de la garganta descompuesta de una cabeza dolorida. Kanopos está demasiado lejos de la biblioteca, de las tiendas de interesantes rollos de papiro recién escritos, de las tiendas de rollos aún por escribir. En esta ciudad libre, en esta polis arrogante, nada posee un rostro; apenas hay un edificio de más de cien años; sólo en Rhakotis y al final del canal, en Kanopos, puede encontrarse aquello que da atractivo a rostros y ciudades: tiempo concebible, palpable, coagulado. Pero el ambiente negruzco de los viejos templos egipcios y las arruinadas instalaciones portuarias es bañado por la vocinglera marea de excursionistas que recorren el canal día a día en un sinfín de barcas, para ver o visitar las tabernas y muchachas, las casas de juego y prostíbulos, enanos, bufones, serpientes, adivinos y lanzacuchillos. Alejandría, en su conjunto, es un estado de espera aún soportable, una mole pululante y ruidosa en la cual un viejo puede esperar a Caronte.
Kart-Hadtha, por el contrario, la desgraciada Karjedón… puede ser que la catarata gris esté enturbiando los ojos de este anciano que vuelve la vista hacia el pasado, pero Karjedón era diferente y lo sigue siendo, como aseguran los mercaderes púnicos. Las suaves colinas de Megara, los regados jardines, los blancos y suntuosos palacios resplandeciendo bajo el sol del mediodía, las brillantes casas campestres con sus bosquecillos de cipreses —gracia y rigor, la tranquilidad de seiscientos años—; Karjedón era más serena y profunda, menos petulante que la arrogante Eleusis. Ningún puerto de todos cuantos existen en Britania y la desembocadura del Ganges ha olido jamás como el gran Cothón de Karjedón al terminar un día cálido y ventoso; en ningún lugar el cuchillo de la vida ha sido tan afilado como en las calientes y hediondas callejas entre los bosques de casas (pues la existencia puede hacer cosquillas a quien la vive o puede revolvérsele en los intestinos: la vida siempre es un cuchillo; si Parménides hubiera comprendido esto, tanto él como nosotros nos hubiéramos ahorrado muchas discusiones acaloradas); nunca me he sentido más cerca de los falsos dioses como una cierta fría mañana después de una noche en vela bajo los árboles sagrados del templo de Eschmún, en lo alto de Byrsa. Aquí, en Alejandría, como heleno que soy puedo participar en las asambleas del distrito; en Kart-Hadtha siempre fui, como mi padre y mi abuelo, un huésped tolerado, un meteco; pero cuando sueño lo hago en púnico.
Tantos miles de personas han muerto durante los últimos años luchando por o contra Kart-Hadtha; mi último deseo seria morir en Karjedón. Pero es un deseo irrealizable desde hace más de catorce años, cuando los obesos culos del Consejo instigaron para que Aníbal fuera entregado a los romanos, haciendo que éste tuviera que huir y propiciando que su casa —la casa de Amílcar, el palacio de los bárcidas— fuera demolida hasta los cimientos; expropiaron los bienes de la familia, se repartieron sus propiedades en Byssatis y expulsaron de la ciudad y del país a todos los amigos de Aníbal. Desde entonces ya no puedo vivir en Karjedón (ni aunque me permitieran volver), pero preferiría morir allí antes que en cualquier otro lugar. Me temo que es imposible.
Mi bisabuelo era el hijo menor de un comerciante siciliota. Al tener cuatro hermanos mayores, no tenía muy buenas perspectivas en Leontinos; tras largos viajes y algunos fracasos en diferentes lugares, se estableció en Karjedón, aunque sin perder el contacto con sus hermanos. Gracias a sus buenas relaciones y a los conocimientos adquiridos durante sus viajes, no tardó en disfrutar de un gran bienestar. Naturalmente, el suburbio de Megara también estaba cerrado para un meteco rico, pero pudo adquirir una bonita finca en la costa, aproximadamente a medio camino entre Kart-Hadtha e Ityke. La finca estaba apartada de todas las carreteras; por eso no fue atacada ni por Agatocles ni por los mercenarios que se levantaron después de la Primera Guerra Romana. Escipión la ocupó durante un tiempo, pero sin destruirla; entonces tuve la oportunidad de conocerlo.
Mi bisabuelo tuvo dos hijos. El mayor, mi abuelo, asumió el negocio y estableció los contactos con diversas ciudades helenas: Leontinos, Corinto, Atenas; tenía amigos y socios semiparientes incluso en las costas del Ponto Euxino y en Colquis. El hijo menor viajó a Massalia, donde tomó como esposa a una sobrina del erudito y viajero Piteas, y nos abrió el comercio en las Galias.
Mi abuelo, Cleomenes, no sólo estableció los contactos comerciales dentro y fuera de la parentela; también inició la expansión hacia otros ámbitos de los negocios: participación en un pequeño astillero, copropiedad de una media docena de barcas atuneras, financiación y aseguramiento de navíos mercantes y sus cargamentos. Uno de sus socios era un joven púnico procedente de una de las familias más antiguas de la ciudad, Aníbal. Esta sociedad se convirtió en una buena amistad que pasó a las siguientes generaciones, a pesar de todas las diferencias, incluidas las de la edad. Cuando nació mi padre, Arístides, Aníbal apenas tenía veinte años y la sociedad aún no existía. Aníbal tuvo cinco hijas y un hijo: Amílcar, veinte años más joven que mi padre y trece años mayor que yo.
He tenido este sueño tantas veces que ya no puedo asegurar que las cosas soñadas no hayan ocurrido realmente alguna vez.
—Allí, uno más. Apenas quedan remos. Agujeros en proa. Oh, oh, oh. Atroz. Cada día más. Cada vez peor, ¿eh? —Bostar agitaba los brazos sin soltar la granada, luego le dio un mordisco y empezó a escupir los huesos. El taller de orfebrería de su padre quedaba cerca de la gran muralla que rodeaba el puerto militar. Allí no podía verse ni oírse nada; en todo caso, nada más que en otros barrios, pero la proximidad convertía a Bostar en una especie de experto. El enjuto Itúbal asentía a su lado, más por solidaridad púnica que por convicción. Hizo sombra a sus ojos con la mano derecha y echó un vistazo a los barcos.
Hice una mueca.
—Tonterías. Lo malo seria que hubieran regresado menos barcos. Los trirremes dañados se pueden reparar.
El barco de guerra se deslizaba lentamente hacia el sur, hacia la bahía de Kart-Hadtha. Estaba demasiado lejos, no se podía ver muy bien. Los «agujeros en proa» de que hablaba Bostar eran pura invención; Bostar se comportaba como si tuviera una vista de lince. Lo único que podía verse era que dos hileras de remos no estaban trabajando. Bostar hizo un guiño y me miró.
—Heleno alcornoque.
—Púnico cabeza de chorlito. —Reí divertido, mi espalda rozó el peñasco. Una arista desgarró el tejido de lana de esa túnica que me llegaba hasta las rodillas. Algún insecto me había picado entre los omóplatos, después del baño.
—Los dos son unos follacabras. —Daniel se había enterado de algo nuevo y estaba visiblemente orgulloso. El judío vivía fuera de la muralla del istmo, en un suburbio del suroeste, por la carretera de Tynes. Trabajaba en el huerto de su padre, nos proveía de fruta y siempre traía del mercado las últimas noticias y tacos del interior.
Esa mañana yo había estado trabajando en el almacén de mi padre, pesando grano, empaquetándolo en sacos, apilando los sacos y registrándolos en un rollo. Luego apareció Bostar, y como ya no había nada importante que hacer, pude ir con él. Estuvimos vagando un rato por el puerto mercantil, comimos pan y pescado en un chiringuito, vimos cómo los esclavos y marineros cargaban los barcos. Un hombre de un mercante de Atenas que acababa de atracar quería cambiar sus dracmas por shekels. Lo llevamos a un cambista púnico, pero el heleno desconfiaba de todos los púnicos, incluido Bostar, así que nos dio las gracias y siguió su camino, hasta que encontró a un cambista meteco. Error suyo; los cambistas púnicos eran controlados por el Consejo, sus pesos llevaban en la parte inferior el sello con la palma y el caballo. Los comerciantes «libres», no sujetos a control, podían hablar la coiné y ser especialmente amables con un ateniense, pero sus pesos eran dudosos.
En el barullo de las callejas que pasan entre las altas casas al pie del Byrsa nos encontramos después con Itúbal, quien, como siempre, despedía la misma peste que la tintorería de su familia. Itúbal propuso sacar a Daniel de su casa e ir al Mar de los Piratas. Así era como llamábamos a la bahía poco profunda ubicada al noroeste de Kart-Hadtha.
Pasamos allí casi toda la tarde. El agua era tibia y en la bahía había algunos islotes que apenas distaban dos estadios de la playa, y se podía nadar hacia ellos haciendo alguna apuesta. A veces el mar arrojaba sobre la playa objetos interesantes; dos o tres días antes yo había encontrado una estatuilla de madera, una diosa o diablesa de cinco pechos. Pero lo mejor de todo era que nuestros padres se oponían a esas excursiones acuáticas.
Más tarde trepamos por los peñascos cercanos a Cabo Kamart, y pasamos junto a las miserables chozas de esteras de los pocos pescadores de la bahía, ubicadas justo debajo del muelle. El centinela de piel negra, emplazado a unos cuatro cuerpos humanos de distancia por encima de nosotros, apenas entendía púnico, y respondió a nuestras amistosas bromas con una risa burlona y un intento de escupir sobre nosotros.
Y ahora el sol se hundía a nuestra izquierda. En la lejana costa oriental de la bahía las montañas se teñían de rojo, el agua relucía como cobre, las barcas de los pescadores ennegrecían, y el navío militar se arrastraba sobre la superficie del agua como un insecto herido. Pronto pasaría el Cabo Kart-Hadtha; luego se perdería de vista tras la parte más alta de la muralla del muelle. Yo no podía quitar la vista del espectáculo; algo se sacudía dentro de mi pecho. Hoy sé que era nostalgia, y era también el mar.
Siempre que despierto de ese sueño siento ese algo que se sacude en mi pecho. Aún hoy; ochenta y siete años no han bastado para saciar esa sed. He viajado a muchos países, he bebido sus vinos, escuchado sus canciones e historias, comerciado con sus productos y dormido con sus mujeres. Ha sido bueno, y suficiente. Pero el mar… viento suave pasando sus caricias sobre la tibieza del agua salada, cargado con el olor de una multitud de decadencias y surgimientos: madera flotante, algas arrojadas sobre la playa, viejas hierbas marinas, pescado podrido, alquitrán, lona de velas. Siempre que he sentido ese olor, ya sea en las costas de la lejana Taprobane o en las playas de aquellos países que se encuentran mucho más allá de las Columnas de Melkart, éste seguía conmigo cuando me dormía, propiciando mi sueño. Es extraño y casi divino el poder que el olfato tiene sobre nuestras almas. Pero no conozco a ningún pueblo que haya venerado a la nariz.
Siempre he tenido demasiadas cosas importantes que hacer, y nunca el tiempo libre o las ganas de entregarme a los enigmas de mi interior, de dilucidar el significado secreto de ese sueño recurrente que me mostraba una tarde en Cabo Kamart. Sueño inextricable como el nudo de Gordio, que sólo se pudo deshacer con un golpe de espada. Sin embargo, creo reconocer una parte esencial del sueño. Hoy, bajo el dominio de las legiones y el Senado, sólo existen dos tipos de seres humanos: amos romanos y esclavos no romanos. En aquel sueño éramos diferentes pero iguales: el centinela negro, el judío, los dos púnicos y yo, hijo de un meteco heleno.
Y era el último día de la vida que conocíamos. De regreso a casa, caminando hacia el sur, bordeando la retorcida muralla del muelle hasta la gran muralla del istmo, advertimos los cambios. Entre las primeras horas de la tarde y la puesta del sol debían haber llegado nuevas noticias de la Gran Guerra Siciliana (más tarde «nosotros», los púnicos, la llamaríamos la Primera Guerra Romana), y el Consejo debía haber promulgado nuevas disposiciones. El imponente foso, cortado en algunas partes y completamente tapado en otras, estaba siendo reparado; esclavos, prisioneros de guerra y algunos soldados revolvían la tierra con sus palas, y, en los lugares más dañados, yuntas de bueyes abrían el suelo del foso. Soldados y obreros hundían estacas en el muro vertical que se levantaba tras el foso, estacas con puntas de bronce. Se daban martillazos y se arañaba la tierra entre gritos; los trabajadores corrían entreverados como hormigas. De algún lugar llegaba un olor a alquitrán caliente. Cerca de nosotros había dos carros asegurados con cuñas, uno vacío y el otro cargado con una montaña de piedras. Los caballos se levantaban sobre sus patas traseras relinchando.
Una tropa de zapadores del ejército —hombres desnudos con un oficial que llevaba yelmo y bastón de mando, además de dos o tres arquitectos— parecían querer echar abajo el gran puente de piedra de la puerta de Tynes. Una tropa de carpinteros trabajaba en un puente de madera en el espacio libre de la plaza del mercado.
—Es como si la ciudad estuviera sitiada… —Bostar señaló a cinco poderosos soldados libios que salían por la puerta cargando un madero enorme.
En el barullo perdimos a Daniel, quien no tenía que regresar a la ciudad. Me subí a una barandilla y eché un vistazo. La gran zona del mercado era un hervidero de gente. En las inmediaciones del puente estaban los soldados, carpinteros y arquitectos, más un sinfín de carros, tirados unos por caballos, otros por bueyes y otros por esclavos; atrás, los comerciantes y campesinos del mercado, que desmontaban sus puestos, dando colorido e incrementando la confusión; los tejados planos de los suburbios, las superficies calientes y vaporosas, y, encima de todo ello, para mí dividida en dos mitades por un lejano ciprés, la oscura bola de fuego de la puesta del sol, como un gran ojo malvado.
El arco de la puerta de la imponente muralla principal se sacudía por todo el barullo de allí fuera, pero la ciudad estaba tranquila: el atardecer. Una unidad de mercenarios ilirios —que a pesar del calor llevaban capas de comadreja— nos salió al encuentro; estaban cubiertos de polvo y argamasa, algunos presentaban pequeñas escoriaciones.
—¿De dónde venís? —Itúbal puso su mejor cara de niño.
—¿Van a reparar la muralla de Byrsa? —dijo Bostar—. Vaya, debe estar ocurriendo algo terrible.
Una flota romana había atracado en la costa oriental, cerca de la ciudad de Aspy. Un poderoso ejército, con los dos cónsules. La Gran Guerra se había desencadenado hacia ocho años, a sólo tres días de viaje por mar, pero a un mundo de distancia de nosotros; para nosotros, que habíamos crecido con los envíos de barcos y el reclutamiento y embarque de mercenarios, la guerra era como una catarata a la que uno está tan acostumbrado que ya no escucha su rugido. Ahora las aguas empezaban a salpicarnos; la espuma llegaba hasta nosotros.
En casa de mi padre estaba esperando su amigo Amílcar; me estaba esperando a mí. Mi padre y él habían llegado a un acuerdo del que yo nada sabía. Mi hermano mayor, Atalo, vivía desde hacia ya mucho tiempo en Massalia; algún día yo viajaría a Alejandría, a casa de un amigo de negocios de mi padre, para aprender a ver las cosas y las mercancías desde otros puntos de vista. Algún día… o pronto, sí la guerra se acercaba. Para mi, Amílcar era como un hermano mayor, un amigo digno de respeto; esa noche lo odié, porque acabó con mi vida de entonces. Él estaba al mando de una parte de la caballería, emplazada a los pies de la gran muralla, y quería partir esa noche hacia Tynes y el interior del país para reclutar nuevos hombres. Refunfuñó algo sobre viejos culones que arañaban quejumbrosos los agujeros de sus tinajas y lamentaban no haber proporcionado a tiempo el dinero necesario para la guerra. Todo fue como un sueño confuso: la despedida de papá y mamá y de mis dos hermanas, Arsinoe y Argíope, el precipitado viaje a caballo a través de la noche, las lágrimas que no quise llorar. Guías númidas contratados por Amílcar en Tynes me llevaron a través de las montañas, hacia el sureste, hacia el Mar de Tritón y las costas cercanas a la isla Meninx. En algún momento, durante esos miserables días de viaje y dolor, desperté de la pesadilla.
No volví a ver Kart-Hadtha hasta pasados cinco años y medio. El tiempo de un anciano, que es lo que soy ahora, es como el vidrio caliente, que fluye lenta pero ininterrumpidamente, y, al enfriarse, deformado mediante extrañas torsiones y soplos, refleja objetos que yacen detrás de uno mismo desde hace mucho. Cuando termine de relatar las cosas importantes que he vivido hasta ahora y sólo he escrito en parte, si mi vida continúa obstinada en seguir fluyendo, intentaré poner por escrito las imágenes seguramente deformadas de esos cinco años y medio; pero dudo que el destino tenga paciencia.
Viajé con una caravana hasta el oasis del dios Amón, y de allí a Alejandría. En aquel entonces amé la ciudad egipcia de Rhakotis, aún no destruida por las innovaciones, y odié a los arrogantes macedonios, sobre todo al amigo de negocios de mi padre (¿amigo?, ya), mi mentor, Amintas. Tuve una gran alegría cuando, al año siguiente, llegaron noticias de Kart-Hadtha: dirigido por el lacedemonio Jantipo y con Amílcar como jefe de la caballería, el ejército púnico había aniquilado a los romanos y había tomado prisionero al cónsul Marco Atilio Régulo. Me pasé lamentándome todo un viaje Nilo arriba para comprar grano, pues fue a más tardar en ese viaje cuando tuve ocasión de conocer el sofocante entumecimiento del país. La barca encalló en un banco de arena y sufrió algunos desperfectos; en el puerto en que debían repararse estos desperfectos también había un depósito de grano, pero la libranza real estaba extendida a la orden de otra alhóndiga ubicada bastante lejos de allí, río arriba; tuvieron que pasar cinco días para que el funcionario pertinente escuchara los ruegos del capitán y pudiéramos evitar más demoras cargando el barco allí mismo.
Pero en Alejandría también lo pasé bien, sobre todo cuando asistí a la grandiosa fiesta de gala organizada por el rey. La tienda en que tendría lugar la fiesta había sido instalada en el interior del palacio. En la tienda podían caber ciento treinta divanes dispuestos en círculo. A cada uno de los lados más largos se levantaban cinco columnas de madera de cincuenta codos de alto, y una menos en los lados más cortos. Esas columnas sostenían una construcción rectangular que daba techo a todo el recinto. En éste había también un baldaquín circular recubierto con tela púrpura de ribetes blancos. A los lados colgaban cortinajes estriados de blanco. Los espacios intermedios estaban revestidos de baldosas pintadas. Fuera de las columnas había, a tres de los lados, recibidores de techos abovedados, adornados por dentro con cortinas fenicias. De los espacios que quedaban entre las columnas colgaban pieles de animales salvajes, grandiosas y multicolores. La parte exterior de las cortinas, vuelta hacia el cielo abierto, estaba cubierta con mirto, laurel y otras plantas. El suelo estaba salpicado de todo tipo de flores.
El banquete tenía lugar en invierno, lo que hacía que la riqueza de flores fuera sorprendente. Pues mientras en otras ciudades apenas hubieran podido encontrarse flores para hacer una corona, aquí se habían prodigado en abundancia en las coronas de los numerosos invitados, y aún se amontonaban en el suelo de la tienda, como un espléndido prado. Junto a las columnas se levantaban cientos de animales de mármol. En los espacios que quedaban entre estas estatuas colgaban cuadros de pintores siquiónicos, alternados con bustos, chitones entretejidos en oro y majestuosos mantos militares con imágenes bordadas de los reyes. Encima de todo esto colgaban escudos de oro y plata. Y en el espacio superior, de unos ocho codos de ancho, se habían añadido hornacinas —seis en cada una de las paredes más largas, cuatro en las más cortas— con representaciones de escenas de borracheras provenientes de tragedias, comedias y sátiras: personajes vestidos con corrección que levantaban ante ellos copas de oro. Entre las hornacinas quedaban pequeños espacios libres en los que se habían colocado algunos apoyos que sostenían trípodes délficos. En el punto más alto de la tienda, águilas doradas de quince codos de largo se observaban unas a otras.
A ambos lados de la tienda yacían centenares de divanes de oro con patas en forma de esfinges; frente al ábside de la entrada se había dejado un espacio libre. Sobre los divanes, mantas púrpuras de la más fina lana, vellosas por ambos lados, y sobre éstas, multicolores sobrecubiertas bordadas con arte. Alfombras persas protegían la parte central del contacto con los pies. Los invitados tendidos sobre los divanes tenían ante si mesitas doradas de tres patas; había doscientas de ellas, dos para cada diván, colocadas sobre pedestales de plata. Tras los divanes había cien lavamanos e igual número de jarras, y frente a ellos, cántaros para mezclar el vino, copas y todo lo necesario para el banquete. Todo de oro y con adornos de marfil.
El desfile festivo fue abierto por silenos vestidos con mantos de púrpura cuya misión era contener a la masa. Tras ellos venían sátiros provistos de antorchas en forma de hojas de hiedra. Luego seguían las diosas de la victoria, de alas doradas. Éstas portaban fumigatorios de seis codos de altura, adornados con doradas hojas de hiedra, y llevaban puestos vestidos multicolores y espléndidas joyas. Tras las diosas venía un altar doble de seis pies de alto, envuelto de hiedra bañada en oro y coronado con pámpanos entrelazados con cintas blancas. Inmediatamente después desfilaron ciento veinte jóvenes vestidas de púrpura que traían bandejas de oro cargadas de incienso, mirra y azafrán, luego cuarenta sátiros con doradas coronas de hiedra y los cuerpos pintados de púrpura, o con cinabrio y otros colores. También sus coronas estaban tejidas con doradas hojas de vid y de hiedra. Luego venían dos silenos con mantos púrpuras y sandalias blancas. Entre ellos, un hombre unos cuatro codos más altos, con el disfraz y la máscara de un actor trágico y un dorado cuerno de la abundancia en el brazo. Este personaje llevaba el nombre de El Año. Le seguía una mujer alta y hermosa adornada con mucho oro y un vestido magnifico. En una mano llevaba una corona de flores, en la otra una hoja de palmera; era llamada Las Fiestas. Tras ella venían Las Cuatro Estaciones, cada una vestida de acuerdo con la estación que representaba y provista de los frutos correspondientes. Finalmente pasaron dos fumigatorios de seis codos de alto, ornados con doradas hojas de hiedra, y entre ellos un altar de oro rectangular. Después, más sátiros con áureas coronas de laurel y mantos de púrpura; algunos de ellos portaban doradas jarras de vino, los otros, copas. Tras ellos pasó toda la comitiva de actores. Después, un carro de cuatro ruedas, de catorce codos de largo y ocho de ancho, tirado por ciento ochenta hombres. Sobre éste se erguía una estatua de Dioniso de diez codos de alto, que representaba al dios haciendo una libación con una copa de oro, vestido con una túnica púrpura larga hasta los pies cubierta por otra amarilla transparente y un manto púrpura bordado en oro sobre los hombros. Ante él tenía un dorado cántaro de mezclar espartano, en el que cabían quince ánforas, y un trípode de oro, sobre el cual descansaban un fumigatorio también de oro y dos platos rebosantes de cinamomo y azafrán. Le daba sombra un baldaquín adornado con hiedra, pámpanos y frutas y guarnecido de coronas, cintas, tirsos, atabales, frontales y máscaras de teatro satírico, cómico y trágico. El carro iba seguido por sacerdotes y sacerdotisas, criados del templo, grupos de individuos de todo tipo, mujeres portadoras de las canastas con las ofrendas. Luego venían mujeres lidias con los cabellos sueltos, coronadas con serpientes, pámpanos y hiedra, y cuchillos en las manos. Seguía otro carro de cuatro ruedas y ocho codos de ancho, tirado por sesenta hombres; sobre este carro se levantaba una estatua que representaba a Nisa sentada, vestida con una túnica amarilla bordada en oro y un manto espartano. Esta estatua podía levantarse, verter leche de una bandeja de oro y volver a sentarse. Llevaba una corona dorada de hiedra, engastada con uvas de piedras preciosas.
Acto seguido pasó un carro de cuatro ruedas de veinte codos de largo y dieciséis de ancho, tirado por trescientos hombres. Sobre este carro venía una prensa de uvas de veinticuatro codos de largo y quince de ancho, repleta de uvas. Sesenta sátiros, vigilados por un sileno, pisaban las uvas al tiempo que cantaban, acompañados de música de flautas, una canción de vendimia. Y el mosto corría a todo lo largo del camino. Siguió un carro de cuatro ruedas de veinticinco codos de largo y catorce de ancho, tirado por seiscientos hombres. Sobre él yacía un gigantesco odre de vino hecho con pieles de leopardo, en el cual cabían tres mil ánforas. El odre dejaba gotear el vino a lo largo de todo el trayecto. Lo seguían ciento veinte sátiros y silenos coronados que portaban jarras de vino, bandejas y platos, todos de oro. Inmediatamente después pasó un plateado cántaro de mezclar en el que cabían seiscientas ánforas, colocado sobre un carro tirado por seiscientos hombres. Alrededor del borde del cántaro, de las asas y de los pies podían verse imágenes repujadas de diversas criaturas vivientes, y por el centro se extendía un listón de oro engastado con piedras preciosas. A continuación pasaron dos portacopas de plata de veintitrés codos de largo y seis de altura. Llevaban muchos adornos en la parte superior, y un gran número de figuras de animales en la parte central y en las patas.
Luego vino otro carro de cuatro ruedas, éste de veintidós codos de largo y catorce de ancho, tirado por quinientos hombres; sobre este carro podía verse una gran gruta sombreada por hiedra. De la gruta salían palomas que hacían todo el recorrido volando sobre el carro, con un cordel atado a las patas, para que los espectadores pudieran capturarías. También manaban dos fuentes, una de leche y otra de vino. En otro carro, que representaba el regreso de Dioniso de la India, el dios, envuelto en un traje de púrpura, con una corona dorada de hiedra y pámpanos, aparecía sentado sobre un elefante de doce codos de altura. En la mano sostenía un largo tirso de oro, y también eran de oro las hebillas de su calzado. Ante él, sobre la nuca del elefante, iba sentado un sátiro de cinco codos de alto que iba ceñido con una dorada corona de piñas y llevaba un cuerno de cabra en la mano derecha. El elefante tenía un arnés de oro y, alrededor de su cuello, una dorada corona de hojas de hiedra.
Este carro iba seguido por quinientas jóvenes vestidas con túnicas púrpuras y cinturones dorados. Las primeras ciento veinte llevaban áureas coronas de piñas. Luego venían ciento veinte sátiros con armas de oro, plata o bronce. Seguían cinco rebaños de asnos, montados por silenos y sátiros coronados. Los arreos y guarniciones de los asnos eran en parte de oro y en parte de plata. Después pasaron veinticuatro carros tirados por elefantes, sesenta yuntas de machos cabríos, doce de renos, siete de gacelas, quince de búfalos, ocho de avestruces, cuatro de onagros, y cuatro tiros de cuatro caballos. Siguieron seis yuntas de camellos, tres a cada lado, y luego carros tirados por mulas, provistos de extrañas tiendas bajo las cuales iban sentadas algunas hindúes y otras mujeres, vestidas como prisioneras de guerra; y camellos con cargamentos de trescientas minas de incienso, trescientas de mirra y doscientas de azafrán, frutos de sen, cinamomo, íride y otras plantas. Después venían negros con tributos: seiscientos colmillos de elefante, dos mil maderos de ébano, sesenta cántaros llenos de monedas de oro y plata y polvo de oro. Además, los negros llevaban consigo a dos mil cuatrocientos perros hindúes, hircanos, molosos y otros.
Ciento cincuenta hombres provistos de lanzas de las que colgaban como botín de la cacería los más diversos animales y pájaros. Y en jaulas llevaban papagayos, pavos reales, pintadas, faisanes y aves africanas, todas en gran número. Además, había numerosos animales, entre ellos veinticuatro leones, ciento treinta carneros de Etiopía, trescientos de Arabia, veinte de Eubea, ocho toros de Etiopía y veintiséis, completamente blancos, de la India, una gran osa blanca, catorce leopardos, dieciséis panteras, cuatro linces, tres cachorros de pantera, un avestruz, un rinoceronte etíope. A continuación pasó un carro de cuatro ruedas que llevaba encima una estatua de Dioniso en la que el dios estaba representado ante el altar de Rea, buscando refugio de la persecución de Hera; llevaba una corona de oro, y a su lado estaba Príapo, con una corona de hiedra también dorada. La estatua de Hera estaba ceñida con una diadema de oro. Luego venían las estatuas de Alejandro y Ptolomeo, con áureas coronas de hiedra; junto a Ptolomeo aparecía la personificación de la virtud, ceñida con una dorada corona de hojas de olivo. Príapo volvía a estar representado entre ellos, siempre con la dorada corona de hiedra. Al lado de Ptolomeo estaba también la personificación de la ciudad de Corinto, con una diadema de oro. Junto a todos ellos había también un portacopas lleno, de cántaros de oro, y una jarra para mezclar vino en la que cabían cinco ánforas. Este carro era seguido por mujeres ricamente vestidas y enjoyadas que representaban a las ciudades jónicas sometidas a los persas, y a las últimas ciudades helenas de Asia y las islas. Todas llevaban coronas de oro. En otros carros pasaron un tirso de oro de noventa codos de largo y una lanza plateada de sesenta codos, un falo de oro de ciento veinte codos de largo, ricamente coloreado y adornado con cintas doradas, y en la punta, una estrella de oro de seis codos de diámetro.
Los animales, sobre todo los elefantes y dos tigres de la India, cambiaron mi vida. Yo quería ver los países de donde procedían. Muchas veces fui a visitar a la osa blanca al parque zoológico del rey; se decía que un comerciante púnico la había encontrado sobre un bloque de hielo que flotaba en el océano, al norte de la isla del Estaño, allí donde Piteas vio Tule. Este comerciante le había regalado la osa al rey con la finalidad de conseguir mejores condiciones en el comercio del papiro.
Además de la osa blanca, había también otros dos animales extraordinarios que estimularon mis deseos de viajar. Deseos que aún hoy no me han abandonado. Dos enviados del soberano de la India, vestidos de amarillo, contaban historias de su patria y del piadoso maestro cuyas enseñanzas debían ellos difundir por Occidente. Me temo que su mayor —y quizá único— éxito, fue propiciar que yo abandonara Alejandría después de dos años. Con comerciantes, y siendo yo también un joven comerciante, pasé por Petra y Damasco, hacia Tadmor y luego a los dos ríos, atravesé los antiguos países persas, y llegué hasta Bactriana y, cruzando las montañas, hasta el reino del rey Ashoka. Si me concedieran tres años más de tiempo quizá podría describir todo aquello. Pero Corina, que escribe lo que le dicto, me recuerda la obligación de no decir lo que uno quiere decir en determinado momento, sino de relatar lo que se ha decidido relatar.
En todo caso, ello depende de lo que haya decidido; también el motivo y el momento de la decisión pueden cobrar importancia —bajo ciertas circunstancias—. Los Señores del Consejo de Karjedón, que una vez tuvieron veintitrés y otra diecisiete años de tiempo para decidir una verdadera guerra, tardaron veinticuatro años, primero, y dieciocho, después, para tomar la decisión; ya era demasiado tarde. No se decidieron para poner un final a lo que ya había empezado, sino porque, de no tomar una decisión, sólo les quedaba rendirse. A mí siempre me queda la posibilidad de olvidarme de todo, no escribir nada y dedicar mis días de ocio a contemplar el mar, el alejarse de los barcos. Pueden encontrarse motivos para considerar que los grandes acontecimientos ocurridos durante las últimas seis décadas y media son menos importantes que el dolor del alma o la úlcera del vientre. Decir que el mundo es más importante oculta ya la decisión de dedicarse a él, y no al ocio o al vientre. Y, ¿el momento? Bien, puesto que las guerras están perdidas y Roma puede pisotear a su voluntad tres cuartas panes de la Oikumene, sería ridículo que un anciano redactara una diatriba contra el pueblo y el Senado de Roma. No hay que rascarse donde no pica, pero tampoco donde ya nos hemos arrancado la piel. Como decía el viejo capitán Hiram, soplar contra el viento en lugar de hacerlo a favor de nuestras velas es un desperdicio de energías. Si yo no hubiera luchado contra Roma con la espada, con barcos y con plata, redactar ahora semejante diatriba sería una simpleza; pero como he luchado, sería un signo de demencia senil. Lo que Aníbal consiguió con la espada, ¿podríamos conseguirlo yo y esta joven cretense con la caña de escribir? Quizá ha sido el largo trato con la plata, la espada y la gente lo que me libra de caer en tantas tentaciones; también de aquélla de, en el momento adecuado y por el motivo correcto, hacer lo erróneo: habiendo amado al mundo, darle la espalda y renegar de él.
En la India aprendí a evitar esto; en la época en que viajé a la India, Ashoka, el soberano, hacía algo parecido. Ashoka había reunido los restos de antiguos reinos, extendiendo sus dominios muy hacia el norte, hasta el pie de las montañas que Alejandro cruzara antes de que su ejército fuera obligado a retroceder a orillas del Indo. Ashoka ordenó su imperio, trazó carreteras, mandó construir casas para los enfermos y huérfanos, y atacó la antigua Caligna, al sureste. Tras una batalla en la que cientos de miles fueron muertos y otros cientos de miles hechos prisioneros; una batalla que tiñó la tierra de sangre hasta no dejar seco ni un solo rincón, y que sació la codicia de todos los hindúes hasta hacerlos vomitar; una vez terminada esta batalla el rey quiso trepar al montón de cadáveres más elevado, y se dice que tuvo que pasar la noche en la cima, aunque había empezado a escalar el montón al amanecer. Pisó las manos de bebés atravesados por lanzas, trepó por encima de los pechos de mujeres violadas y degolladas, se arrastró utilizando los intestinos de ancianos acuchillados como si fueran escalas de cuerdas, los arrojó sobre las cabezas sin cuerpo de los príncipes de Calinga, se tambaleó y vaciló al andar sobre las espaldas de jinetes enmudecidos, trepó la empinada pendiente formada por los cadáveres descuartizados de la guardia de los príncipes de Calinga, resbaló y tropezó con los montículos de orejas, narices, miembros, dedos, y, así, finalmente, atragantándose y cargando la miseria de la muerte, alcanzó la cima. Respiró putrefacción, bebió sangre, durmió sobre carne torturada. Por la mañana vio a sus pies todo su imperio, desde el Mar del Sur y el puente que comunicaba con la isla de Taprobane, hasta muy al norte, hasta los puestos fronterizos helénicos en el extremo oriental de Bactriana, desde las velas de los mercantes árabes desplegadas en el mar, al oeste, hasta las blancas cumbres del este. Y vio que era bueno; ese gran imperio era suyo, ya no tenía que conquistarlo, todo eso estaba bajo su gobierno y su administración y su opresión. Con el espíritu satisfecho y el cuerpo enfermo por la cordillera de cadáveres que se extendía bajo sus pies, descendió al valle, renunció a la guerra —ya no había nada más por lo que combatir— y a la matanza —ya todos estaban muertos— y se convirtió a la piadosa doctrina del piadoso maestro Gotamo, que enseña que el mundo es una ilusión. El momento era adecuado, pues el imperio había sido unificado; el motivo era acertado, pues las muertes son siempre demasiadas; sin embargo, la decisión era errónea, pues en seguida comenzó a derrumbarse aquello que él había construido, comenzó a desordenarse aquello que él había ordenado.
Y a este error le añadió una necedad, pues no dejó que el mundo continuara completamente a su suerte, sino que se esforzó por imponer a la fuerza la doctrina piadosa de Gotamo. Mandó cerrar los cientos de miles de viejos templos, los templos de los dioses caricaturescos, de las diosas con mil pechos sangrientos, del amado y elefantrópico Ganesha, que es dios y afortunado principio; quiso erradicar las doctrinas que hacen que cada persona pertenezca a una casta determinada ya desde antes de nacer, y lo hizo en tanto mató a los sacerdotes de las antiguas doctrinas, con ayuda de los kshatriyas, nacidos en la casta de los guerreros. Y permitió que la nueva y piadosa doctrina se hiciera tan despiadada como las antiguas, como todas las que quieren expandirse, progresar o alcanzar el poder. En Pa’alipotra, en las callejas rebosantes de vacas de la vieja ciudad, en las cuales los animales, santificados, se hunden hasta la barriga en sus propios excrementos, y vierten su leche sobre una nauseabunda muchedumbre, vi una vez a un novicio de la piadosa doctrina que tenía que someterse a un castigo. Fue al atardecer de un día caluroso; en la mañana lo habían visto introducir el miembro en el regazo de una mujer y acariciar sus pechos. Los superiores le ordenaron que matara un asno —que para muchos es la encarnación de la salud— para que su cuerpo recuperase la fuerza desperdiciada y la castidad. El joven mató el asno, lo despellejó, se envolvió, desnudo, con la piel empapada de sangre, y pasó dos días caminando, encorvado y gimiente, bajo el calor y el polvo, con la sangre del animal encostrada en la piel, acosado por minadas de moscas, escarnecido por la gente. Al atardecer, cuando yo lo vi, el joven se asemejaba a la noche; al atardecer del día siguiente ya se parecía a la muerte. Pero mundo y vida son una ilusión, decían sus maestros. Y al atardecer del segundo día el joven devoró el poderoso miembro del burro sacrificado ante el templo en el que se veneraba un hueso de Gotamo. Así recuperó la castidad y perdió la vida, pues murió a la mañana siguiente, gritando de dolor, pálido y encorvado.
Cuando por fin regresé a Kart-Hadtha traía conmigo, además de conocimientos y el deseo de volver a ver tantas cosas y de evitar tantas otras, perlas y piedras preciosas de Taprobane. Mi padre ya no vivía; Arsinoe se había casado con su administrador, Casandro; mi madre y Argíope estaban en el campo. Gracias a la protección de Amílcar, y ayudado por mi viejo amigo Bostar, di el paso necesario para extender los negocios de la familia y librarnos de las injurias y peligros de los plutócratas púnicos: fundé un banco. Al regreso de otro viaje, esta vez al increíble Occidente, liquidé mis cuentas con los parientes y ramifiqué los negocios.
Corina dice que así está mejor; una cierta tensión narrativa es más fácil de escribir y de seguir que los meandros de un espíritu anciano. Palabrería de viejo, conjeturas de un anciano sobre el interior de las cosas y la condena en los espíritus de aquéllos que una vez conoció; meditación inquisidora de rumores y la unicidad del omnipresente y cambiante mar; digresiones del centro del relato, analizadas a través del relato; reflexiones sobre las corrientes subterráneas, canales y truncados arroyos secundarios del río de la historia…, todo eso es inútil, desmedidamente indecente y propio de un anciano, aunque indigno de él. Puesto que he emprendido la tarea de registrar por escrito únicamente aquellas cosas que pueden servir como pilares y adornos indispensables a los puentes del entendimiento, informaré de la vida del meteco púnico y comerciante heleno Antígono de Karjedón, hijo de Arístides y señor del arruinado Banco de Arena, sólo en tanto ésta pueda servir para iluminar los limites de la Oikumene y las bifurcaciones del tiempo. Pues Antígono no ha sido importante —aunque el anciano pueda pensar lo contrario—, sino que lo han sido otros hombres, más grandes que él; y tampoco compete a Antígono afirmar, por ejemplo, que en determinadas circunstancias Amílcar pensó esto o Aníbal sintió aquello. Describir lo exterior de modo que contenga el interior, pero sin sacarlo a la luz; ay, las ramificaciones y pensamientos, las intrascendentes historias secundarias y los deslucidos asuntos de la vida cotidiana; cientos de miles de rollos de papiros por llenar, sin llegar a un final ni siquiera en doscientos años.
Así no. Lo que vi, no cómo lo vi; cosas objetivas, no interpretaciones. Fragmentos de apuntes tomados durante sesenta años, completados o abreviados, algunas cartas, y no un anciano que sucumba a la seducción de las disgresiones, sino un Antígono frío que sea joven, adulto o viejo, pero siempre en tercera persona: él; ojos y pluma, no cerebro expositor, intérprete, deformador. Empezaré con el regreso de Antígono del océano, durante el transcurso del decimosexto año de guerra. Si los dioses, que no existen, son benévolos conmigo, lo que no se corresponde con su supuesta esencia, concluiré mi tarea.