3

Mi amigo permaneció en silencio unos instantes, contemplando las vivas llamas del fuego. Luego dijo:

—No volví a ver la puerta hasta los diecisiete años.

»Se me apareció por tercera vez de camino a Paddington, cuando me dirigía a Oxford para solicitar una beca. Fue una vislumbre fugaz. Estaba apoyado en la ventanilla del coche de caballos, fumándome un cigarrillo y, sin lugar a dudas, pensando que era un hombre de mundo sin par. De repente, allí estaban, de nuevo, la puerta, el muro y la adorable sensación que producen las cosas inolvidables que aún están a nuestro alcance.

»Pasamos por delante de la puerta sin detenernos. Fue una visión tan inesperada, que no hice parar al cochero hasta bastante más allá, en una esquina. Entonces sentí algo extraño, un impulso contradictorio de mi voluntad: di unos golpecitos en el techo del coche y saqué el reloj del bolsillo. “¿Sí, señor?”, dijo el cochero al instante. “Hmm… Nada, no pasa nada”, le respondí en voz alta. “¡Me he confundido! ¡Disponemos de poco tiempo! ¡Siga!”. Y siguió…

»Me concedieron la beca. Y la noche siguiente, tras serme comunicado, estaba sentado junto a la chimenea de la habitación de arriba, en mi estudio, en casa, escuchando los elogios, los escasos elogios de mi padre y sus buenos consejos, que resonaban en mis oídos mientras fumaba mi pipa preferida, con la formidable y ufana actitud de la adolescencia, y pensaba en aquella puerta verde en el largo muro blanco. “Si me hubiera detenido”, pensé, “habría perdido la beca, no habría ingresado en Oxford, ¡habría echado por la borda la excelente carrera que tengo por delante! ¡Ahora empiezo a ver las cosas más claras!”. Quedé sumido en estas cavilaciones, pero entonces no albergaba la menor duda de que aquella carrera merecía un sacrificio.

»Aquellos queridos amigos y aquel entorno diáfano eran un dulce recuerdo, agradable, pero remoto. Ahora me aferraba al mundo. Tenía ante mí otra puerta abierta, la puerta de mi carrera.

Volvió a mirar fijamente el fuego. Por un fugaz instante, el ígneo resplandor reveló en su rostro una resistencia tenaz, que luego se desvaneció.

—Bueno —dijo con un suspiro—, ya he terminado esa carrera. He trabajado mucho, he trabajado duro. Pero he soñado miles de veces, con el jardín encantado y, desde entonces, he visto la puerta cuatro veces o, cuando menos, la he vislumbrado. Así es, cuatro veces. Durante un tiempo, el mundo fue un lugar tan espléndido e interesante, parecía tener tanto sentido, tantas oportunidades, que el encanto del jardín, ya casi desvanecido, era a su lado tenue y remoto. ¿Quién quiere acariciar panteras cuando va de camino a una cena con mujeres hermosas y caballeros distinguidos? De Oxford, regresé a Londres como un hombre con un futuro prometedor, que he intentado realizar. Y aun así he tenido decepciones.

»He estado enamorado dos veces; no haré demasiado hincapié en ello, pero en una ocasión, cuando me dirigía a ver a una persona que no esperaba que yo osara acudir, tomé un atajo al azar por una calle poco concurrida, próxima a Earl’s Court, y me encontré un muro blanco y una puerta verde que me eran familiares. “¡Qué extraño!”, me dije, “creía que este lugar estaba en Campden Hill. Es un lugar imposible de encontrar, tan imposible como contar las piedras de Stonehenge, el escenario de mi extraña fantasía”. Pero lo dejé atrás, abstraído en mi propósito. Aquella tarde no me apeteció entrar.

»Sentí un breve impulso de abrir la puerta, sólo tenía que dar tres pasos, a lo sumo. Sin embargo, en lo más profundo sabía que se abriría y luego pensé que si lo hacía quizá llegaría tarde a la cita en la que estaba en juego mi honor. Más tarde me arrepentí de haber sido tan puntual. Cuando menos, podía haberme asomado y saludar a las panteras, pero entonces sabía ya muy bien que no debía volver a buscar tardíamente aquello que había encontrado sin buscarlo. Lamenté mucho lo ocurrido aquella tarde…

»Pasé años trabajando sin volver a ver la puerta. No volvió a aparecer hasta hace poco. Y al suceder, me invadió una extraña sensación, como si algo hubiera empañado el mundo. Empecé a pensar con pesadumbre y amargura que tal vez no volvería a verla. Quizás el exceso de trabajo me estaba afectando, quizá fuera lo que ocurre cuando uno se aproxima a los cuarenta. No lo sé. Pero lo cierto es que aquel vivo esplendor que hace fácil cualquier tarea ardua me ha abandonado recientemente, y justo en un momento en que, con tantos nuevos acontecimientos políticos, debería estar trabajando. Es extraño, ¿verdad? Pero es cierto que la vida se me hace cada vez más dura, y las recompensas se me hacen cada vez más baladíes. Hace muy poco, he vuelto a anhelar con fervor el jardín. Sí, y lo he visto tres veces.

—¿El jardín?

—No, ¡la puerta! ¡Y no he entrado!

Se inclinó sobre la mesa y me dijo con infinita pena en su voz:

—He tenido tres oportunidades… ¡tres! Si la puerta se me vuelve a aparecer, lo juro, la cruzaré para huir de este desengaño, de este falso oropel de vanidad, de esta penosa futilidad. Entraré y jamás regresaré. Esta vez me quedaré… Lo juré, pero cuando se presentó la ocasión… no entré.

»En un año, he pasado tres veces por delante de esa puerta y no he entrado. Tres veces en el último año.

»La primera vez fue la noche de la disputada votación para el proyecto de ley sobre la Redención de Arrendamientos, donde el gobierno se salvó con una mayoría de tres votos. ¿Lo recuerdas? Ninguno de los nuestros, y acaso muy pocos de la oposición, esperaban que todo acabara aquella noche. Luego el debate se desmoronó como un castillo de naipes. Hotchkiss y yo estábamos cenando con su primo en Brentford; ninguno de los dos tenía pareja, así que cuando nos llamaron por teléfono salimos al instante con el coche de su primo. Llegamos justo a tiempo y, de camino, pasamos por delante del muro y la puerta…, lívidos bajo la luz de la luna, bajo el amarillo intenso del resplandor de los faros, pero inconfundibles.

»—¡Dios mío! —exclamé.

»—¿Qué ocurre? —preguntó Hotchkiss.

»—¡Nada! —respondí.

»Y el momento pasó.

»—Acabo de hacer un gran sacrificio —dije al portavoz de nuestro partido.

»—Todos lo han hecho —me respondió, y se fue a toda prisa.

»No sé de qué otro modo podría haber actuado, dada la situación. Y la siguiente ocasión se presentó cuando corría para acompañar a mi anciano padre en su lecho de muerte, para despedirme del hombre severo que fue. Así pues, también entonces la exigencia de la vida fue apremiante. Pero la tercera vez fue distinta; sucedió hace una semana. Me invade un profundo remordimiento al recordarlo. Me hallaba con Gurker y Ralphs. Como bien sabes, mi conversación con Gurker ya es de dominio público. Habíamos cenado en Frobisher’s, y la conversación fue adquiriendo un cariz cada vez más personal. El asunto de mi cargo en el ministerio reconstituido había sido un tema latente durante la cena. Sí, sí. Ya está todo decidido. Aún no tendría que hablarte de esto, pero no hay por qué ocultártelo… Sí, ¡gracias! ¡Gracias! Pero permíteme seguir con la historia.

»Aquella noche, todo era aún muy incierto. Yo estaba en una posición muy delicada. Estaba deseando que Gurker concretara algo, pero la presencia de Ralphs me incomodaba. Hacía tanto cuanto podía por no encauzar demasiado abiertamente aquella conversación ligera y despreocupada al terreno que me incumbía. Era necesario. Desde entonces la actitud de Ralphs ha justificado de sobra mi prudencia. Yo sabía que Ralphs nos dejaría justo pasada la calle principal de Kensington, de manera que entonces podría sorprender a Gurker con una franqueza inesperada. A veces, uno debe recurrir a estas pequeñas tácticas… Fue en aquel momento cuando vi, en el límite de mi campo visual, una vez más, el muro blanco y la puerta verde, allí, ante nosotros, al final de la calle.

»Pasamos por delante sin dejar de hablar. Pasamos de largo. Aún veo la sombra del marcado perfil de Gurker, el sombrero de copa inclinado sobre una nariz prominente, los distintos pliegues de la bufanda delante de mi sombra y la de Ralphs al pasar.

»Estuve a medio metro de la puerta.

»“Si me despido y entro”, pensé, “¿qué pasará?”. Sin embargo, me concomía la necesidad de hablar con Gurker.

»La obcecación por los demás problemas no me permitió averiguar la respuesta. “Creerán que estoy loco”, pensé. “Supongamos que desapareciera ahora. ¡Asombrosa desaparición de un destacado político!”. Consideré que aquello era importante. ¡Ante aquel dilema, di más importancia a miles de mundanerías insignificantes!

Luego se volvió hacia mí con una sonrisa afligida y dijo despacio:

—¡Y aquí estoy! ¡Aquí estoy! —repitió—, he perdido mi oportunidad. En un año, la puerta se me ha brindado tres veces, la puerta que se abre a la paz, al placer, a la belleza inimaginable, a una bondad que jamás nadie ha conocido. Y la he rechazado, Redmond. Y ahora ya es demasiado tarde…

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé. Lo sé. Ahora no me queda más remedio que cumplir con mi trabajo, con aquello a lo que tanto me aferré cuando se me presentaron las oportunidades. Tú dices que soy un hombre de éxito…, esa cosa tan vulgar, escabrosa, molesta, tediosa y envidiada. Y así es.

Tenía una nuez en una de sus grandes manos.

—Si esto fuera mi éxito…

Y al decir esto la rompió y me la mostró.

—Te diré algo, Redmond. Esta pérdida me está consumiendo. Hace dos meses, ahora casi diez semanas, que he dejado el trabajo de lado, a excepción de las responsabilidades más necesarias e ineludibles. Un pesar implacable e infinito me invade el alma. Por las noches, cuando más difícil es que me reconozcan, salgo y deambulo. Así es. Me preguntó qué pensaría la gente si lo supiera. Un secretario de Estado, el responsable del ministerio más importante de todos, vagando solo, llorando, y a veces hasta lamentándose en voz alta…, ¡por una puerta, por un jardín!